6,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €
Sueños compartidos Melissa McClone Gabriel Logan había ideado su futuro y Faith Starr Addison no encajaba en sus planes. Era demasiado bella, estaba demasiado centrada en su trabajo... y era demasiado seductora para un sencillo hombre de pueblo como él. Pero las largas horas que pasaban trabajando juntos estaban despertando extrañas ideas en su cabeza... y extraños sentimientos en su corazón. Más que belleza Michelle Douglas Blair solo quería ser normal, la persona que era antes de caer enferma. Estaba decidida a demostrarles a sus amigos que se encontraba bien… aunque tuviera que fingir un poco. Pero había alguien que no la trataba con tantos miramientos. De hecho, Nick Conway la trató bastante mal, sobre todo cuando le dijo lo que pensaba acerca de ese concurso de belleza con el que quería ayudar a su hija. El vecino de arriba Barbara Wallace Cuando la ejecutiva financiera Sophie Messina vio interrumpido su fin de semana por un vecino amante de las chapuzas caseras, se enfureció y subió para quejarse. Pero su reacción ante el increíble Grant Templeton la sorprendió, porque ese hombre era pura tentación. El mantra de Grant era "Vive el momento", y estaba convencido de que, si conseguía que su preciosa vecina adicta al trabajo se relajara, podrían compartir momentos inolvidables.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 557
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 497 - marzo 2020
© 2005 Melissa Martinez McClone
Sueños compartidos
Título original: Blueprint for a Wedding
© 2012 Michelle Douglas
Más que belleza
Título original: The Man Who Saw Her Beauty
© 2012 Barbara Wallace
El vecino de arriba
Título original: Mr Right, Next Door!
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005 y 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-882-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Sueños compartidos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Más que belleza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
El vecino de arriba
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
De la última edición de Secretos semanales
¿PERDEMOS LA FE EN FAITH?
Por Garrett Malloy y Fred Silvers
La preciosa y valorada actriz Faith Starr ha declarado que se retira. Con una colección de cinco compromisos matrimoniales rotos, podría esperarse de la nominada a los Globos de Oro que el siguiente prometido acabara igual que los anteriores, pero Secretos semanales ha sabido en exclusiva que Faith va a cambiar de táctica y que va a, que se preparen sus admiradores, actuar.
A pesar de los desastrosos resultados de taquilla de sus dos últimas películas y los rumores concernientes al estreno de su próximo filme, Las lágrimas de Júpiter, una aventura espacial de ciento cincuenta millones de dólares aún en la fase de postproducción después de haber cancelado dos fechas de estreno, la directiva del estudio hace campaña para protegerla.
Pero la actriz principal número uno no responde a las llamadas, al igual que su mánager y su agente.
Tal vez Faith necesite unas vacaciones de estar en el punto de mira tras su ruptura a la vista de todos con su pareja en Las lágrimas de Júpiter, el rompecorazones Rio Rivers, sobre todo teniendo en cuenta que esto ha ocurrido poco después de cancelar su boda programada para el día de San Valentín, con Trent Jeffreys, fundador de Corazones y Hogares, una organización sin ánimo de lucro que busca hogares a los desfavorecidos.
Desconocemos el motivo, pero nuestra predicción es que la señorita Starr sólo se está tomando un respiro, y el productor Max Shapiro está de acuerdo con nosotros: «Faith está cansada. Ha aguantado una racha de papeles malos, pero está en el punto más alto de su carrera. Con un buen guión, su vuelta ante las cámaras está asegurada».
Eso deseamos, porque toda América está esperando…
HABÍA sido construida para durar. Era la más bonita de Berry Patch, Oregón, y tenía que haber sido suya.
Desde su todoterreno, Gabriel Logan contemplaba la mansión de 1908: sus pilares recubiertos de piedra, las ventanas con vidrieras, el porche que rodeaba toda la casa, la segunda planta rematada por el tejadillo a dos aguas… Era realmente preciosa y su corazón se encogió al recordar que durante años había ahorrado y hecho planes para el día que la comprara. La señorita Larabee, de ochenta y un años, se la tenía prometida hasta que hacía dos meses recibió una oferta «demasiado buena para dejarla escapar». Ni siquiera le dio la opción de intentar igualarla.
Gabe tamborileó con los dedos sobre el volante y Frank, su perro, en el asiento del acompañante, levantó la cabeza y gimió.
–Lo siento, chico –dijo, acariciando las orejas caídas del enorme mastín–. Ya no importa. ¿Estamos aquí, no? Y hemos llegado a tiempo. Venga, manos a la obra.
Pero Gabe no se movió. Aquel día empezaría a trabajar en la casa de sus sueños, pero no como propietario, sino como contratista de obras para transformarla en un hotelito. Su abuelo debía de estar revolviéndose en su tumba. Aquella casa tenía que ser para una familia, no para soportar el ir y venir de los turistas que acudían tras la fama de las bodegas del Valle de Willamette. Pero Gabe estaba a punto de hacer el trabajo sucio para F. S. Addison. Aún no había hablado con el nuevo propietario, sino que había sido un amigo mutuo, Henry Davenport, el que había hecho las gestiones. Él se ocupaba de trabajos más grandes que Gabe y su cuadrilla.
Aquello era una ironía. Sentía un sabor amargo en la boca. No quería ese trabajo, pero Gabe no se fiaba de nadie más para reformar la casa preservando su carácter, su encanto y todas las cosas más que hacían aquella casa especial, que hacían de ella un hogar. El que tenía que haber sido su hogar.
Gabe y su familia habían considerado aquella casa como suya mucho tiempo, aunque el título de propiedad no les diera la razón.
Frank intentó ponerse panza arriba para que le acariciaran la tripa, pero en el espacioso todoterreno no había suficiente sitio.
–Lo siento, chico –dijo Gabe, acariciándolo–. Ya sé que esto es pequeño para ti, pero no todo sale como queremos.
El perro lo miró con ojos tristes. Estaba claro que echaba de menos su perrera hecha a medida y el gran espacio vallado que tenía para correr. Gabe también lo echaba de menos.
–No te puedo dejar durante el día con papá y ma-má. En cuanto tenga tiempo, buscaré otra casa para nosotros.
Cuando la señorita Larabee le dijo que se trasladaba a una residencia asistida, no tuvo duda alguna de que la casa sería para él, así que le hizo una oferta y puso su casa a la venta. La vendió al día siguiente y se trasladó al pequeño estudio sobre el garaje de la casa de sus padres, a la espera de que la señorita Larabee se marchase definitivamente. Un buen plan, si todo hubiera salido como él había planeado.
Ninguno de sus planes había funcionado. Gabe había creído una vez tenerlo todo planificado. Se casó con su novia del instituto a los dieciocho años y creyó que para los treinta ya tendría una furgoneta llena de niños y que vivirían todos en la casa de la señorita Larabee. En su lugar tenía treinta y dos años, no tenía esposa, ni niños ni un lugar al que llamar su hogar.
Se quedó mirando la casa.
«Lo siento, abuelo».
Su abuelo también había querido restaurar la casa, pero la muerte había impedido que cumpliera su sueño, como ahora había hecho F. S. Addison con Gabe.
Frank empezó a arañar la puerta del acompañante y Gabe le abrió desde dentro. El perro saltó al suelo y fue derecho hasta el porche de la casa a tumbarse a la sombra, delante de la puerta. Incluso el perro actuaba como si la casa fuera suya.
Gabe dio un golpe al volante. No iba a ser fácil, pero no iba a quedarse allí metido todo el día. Ya era hora de ponerse en marcha.
Pronto habría acabado el trabajo y podría avanzar en su vida. Se bajó del coche, abrió la parte trasera y empezó a buscar un plano en el cilindro que tenía lleno de ellos.
En ese momento, Frank ladró. Dos veces. ¿Sería un gato? Un grito desgarrador propio de una película de miedo acabó con la tranquilidad de la mañana. Era una mujer. Gabe echó a correr hacia la casa.
–¡Frank! –el perro no estaba en el porche.
Se oyó otro ladrido y Gabe corrió hacia el lugar del que provenía el ruido. Entre la alta hierba, Gabe vio a Frank dando vueltas alrededor del tronco de un viejo arce mientras movía la cola. En aquel lugar Gabe había imaginado multitud de veces a sus hijos, trepando y jugando a la sombra de la inmensa copa verde.
–¿En qué lío nos has metido esta vez?
Frank miró hacia la copa del árbol mientras jadeaba.
Gabe echó un vistazo y vio un trasero enfundado en unos vaqueros. Un trasero con unas curvas muy femeninas. Después vio una camiseta blanca y una coleta castaña colgando tras una gorra de béisbol. Frank había perseguido a muchos animales hasta los árboles, pero era la primera vez que perseguía a una chica.
–Buena caza, chico –murmuró Gabe. No sabía si regañarlo o premiarlo–. Vete.
El perro se apartó unos pocos metros y se tumbó en la hierba, con la cabeza gacha y mirada culpable.
Un sollozo encubierto pareció provenir de las ramas del árbol.
–¿Está bien, señorita?
–¿Se ha marchado? –preguntó una voz temblorosa.
–¿Quién?
–El perro monstruoso. Sólo quería ver la casa, estaba dando una vuelta y… –la voz sonaba insegura y asustada.
Con cinco hermanas, él conocía bien aquel sonido porque había tenido que vérselas con todo lo que lo provocaba, desde bichos a serpientes, pasando por payasos asesinos.
–Usted no debe de ser de aquí.
–¿Cómo lo ha adivinado?
Para empezar, habría recordado ese trasero y, después, la mayoría de la gente de Berry Patch no salía a dar una vuelta hasta la tarde, cuando habían acabado sus tareas. Por último, ella estaba subida a un árbol.
–Toda la gente de esta ciudad conoce a Frank y sabe que perro ladrador, poco mordedor.
–¿Frank es un diminutivo de Frankenstein?
Gabe sonrió.
–De Frank Lloyd Wright, el arquitecto.
Ella apretó los labios. Miró hacia abajo y casi se le cayeron las gafas de sol.
–¿Sigue ahí?
–El arquitecto está muerto, pero el perro sigue aquí.
–Muy gracioso –aún le temblaba la voz. Estaba asustada de verdad, y eso molestó y preocupó a Ga-be.
–¿Frank le ha hecho daño?
–Me ha atacado.
Eso no tenía sentido. Las sobrinas de Gabe le hacían todo tipo de travesuras y el perro no se inmutaba ni cuando lo disfrazaban con gorritos y ropita de bebé.
–¿Que Frank le ha atacado?
–Bueno… no exactamente –dijo ella–. Ladró y echó a correr detrás de mí, así que no esperé a ver qué hacía después. Vi este árbol y empecé a correr.
–Frank tiene una cadera mal, así que trota más que corre, pero puede correr cortas distancias si algo atrae mucho su atención –explicó Gabe–. Tendría ganas de caricias.
–O de desayunar.
A Gabe tampoco le habría importado probar ese desayuno… en otro lugar, en otro momento.
–Baje del árbol. Frank puede intimidar un poco, pero es tan inofensivo como un cachorro. Seguro que sólo quería jugar un rato.
Ella bajó la pierna y le puso el pie cubierto con un zapato de lona blanca sin calcetín a la altura de la cara.
–No me gusta jugar con perros.
–No se lo tendré en cuenta.
Gabe aún no le había visto la cara, pero estaba intrigado. A Berry Patch no llegaban muchos visitantes, y mucho menos mujeres jóvenes que supieran trepar a los árboles del modo en que lo había hecho ella. Se preguntó por qué estaría allí y cuánto tiempo se quedaría. El señor y la señora Ritchey, los vecinos, tenían una hija que iba a la universidad en la Costa Este. Tal vez ella fuera una de las amigas de Brianna Ritchey. Esperaba que no, pero aunque a Gabe no le gustaban las mujeres tan jóvenes, si era así llevaría a las dos chicas a tomar algo para compensarla por el susto.
–¿Qué te parece si te invito esta noche a cenar para pedirte perdón porque Frank te persiguiera? –preguntó Gabe.
–Gracias, pero no es necesario.
–¿Otro día?
No hubo respuesta. Tiro errado. Vaya. Había salido con la mayoría de las mujeres disponibles de la ciudad y todavía no había encontrado lo que estaba buscando. Tendría que seguir buscando.
Ella intentaba encontrar un sitio para apoyar el pie para bajar, tarea nada fácil con el calzado que llevaba.
–Siento que Frank te asustara –dijo Gabe–. Es un buen perro, en serio.
–No me gustan los perros –murmuró ella.
Un gran punto negativo en su contra, pero le gustaba realmente cómo le quedaban los vaqueros. Y, viendo la coleta, tenía que tener el pelo largo. A Gabe le gustaba el pelo largo.
–¿Por qué no?
–Me mordió uno cuando era pequeña –dijo, buscando el camino para bajar.
Sus hermanas lo habían entrenado bien y sabía cuál era la respuesta adecuada.
–Seguro que pasaste miedo. ¿Fue un perro grande o uno de esos pequeñajos y escandalosos?
–Uno pequeñajo y escandaloso.
Por su voz creyó notar que estaba sonriendo. Bien. No quería que estuviera asustada.
–Esos perros pequeños muerden a todo el mundo. Son tan pequeños que tienen que demostrar que tienen algún poder.
–¿Como los hombres que conducen coches con más potencia de la que necesitarán nunca?
–Exacto –repuso él, sonriendo–. Pero algunos hombres necesitan esa potencia para poder transportar su ego.
–No muchos hombres admitirían eso.
–Yo no soy como «muchos hombres».
Ella lo miró, pero las gafas de sol ocultaban sus ojos.
–¿Qué coche tienes?
Él se balanceó sobre los talones.
–Un todoterreno con potencia suficiente para tareas pesadas.
Creyó ver el brillo de una sonrisa.
Ella consiguió descender unos centímetros más y él pudo notar el sujetador que se transparentaba bajo la fina tela de la camiseta.
–¿Quieres que te eche una mano?
–No, gracias. Puedo apañármelas sola.
Él sabía que no debía interferir en los propósitos de una mujer, lo había aprendido de su madre.
–Estoy seguro de eso.
Justo en ese momento, ella resbaló y él la agarró por las caderas para evitar que se cayera. Ella tenía las curvas muy bien colocadas. Su aroma, a sol y a pomelo, lo rodeó. Ése sí era un buen modo de empezar una mañana. Tal vez no fuese tan mal, a pesar de todo. Tendría que acordarse de gratificar a Frank con un hueso más tarde. Gabe sonreía mientras la ayudaba a bajar hasta el suelo.
Ella saltó los últimos centímetros y se frotó las manos contra los pantalones.
–Gracias.
Gabe creía que las mujeres eran regalos del cielo. Merecían ser queridas y adoradas. Le encantaban las mujeres, pero con aquélla que tenía frente a él podía ir un paso más allá y amarla.
–A sus pies, mi señora.
La mayoría de las mujeres que él conocía habría sonreído ante esa frase caballerosa, pero no ella. Levantó la barbilla, dejándole ver mejor su cara. Si se quitara las gafas para poder verla mejor… No llevaba maquillaje, ni siquiera barra de labios y, desde luego, no lo necesitaba. Era adorable. Una belleza natural. Tenía una nariz fina y recta, labios generosos y unos pómulos que habría envidiado cualquier modelo. Su única falta era una mancha de hollín en la mejilla derecha que sólo conseguía hacerla más adorable. Por otro lado, el modo en que su camiseta se ajustaba a la curva de sus pechos hizo que le subiera la temperatura corporal.
Algo de ella le resultaba familiar. Bastante familiar, de hecho.
–¿Nos hemos visto antes?
–No –dijo ella–. Llegué ayer por la tarde.
No eran ni las nueve de su primera mañana en la ciudad y ya la había conocido. Estaba claro que le debía a Frank un buen premio.
–Tu cara me resulta familiar –le dijo Gabe, intentando situarla.
Ella apretó los labios.
–Debo de tener una de esas caras normales.
–Eres demasiado guapa para poder considerarte una cara normal.
Ella se encogió de hombros.
–Te conozco de algo –insistió él a pesar de su indiferencia–. Ya me acordaré.
Una ardilla cruzó el descuidado jardín a la carrera y eso hizo que Frank saliera de su sopor y empezase a ladrar y a correr tras ella.
La mujer ahogó un grito y agarró a Gabe. Sus gafas volaron por los aires y la coleta se soltó, transformándose en una cascada castaña y ondulada. Ella ocultó la cara en él.
Gabe la abrazó contra su cuerpo. Le gustó tenerla en brazos, pero no el modo en que temblaba.
–Siéntate –Frank obedeció al instante–. Al porche. Ahora.
El perro hizo lo que le ordenaban y Gabe siguió abrazando a la mujer, esperando a que su acelerado corazón se tranquilizase. Cuando por fin la notó más tranquila, preguntó:
–¿Estás bien?
No dijo nada, pero siguió agarrada a él. Era agradable, pero Gabe habría deseado que hubiese sido en otras circunstancias… más bien por atracción irrefrenable que por miedo atroz.
–No pasa nada si no lo estás –añadió él–. Casi me gusta tenerte aquí entre mis brazos. No me pasa esto todos los días. Ni todas las semanas…
Ella se echó a reír. A él le gustó el sonido de su risa.
–¿Cómo te llamas? –preguntó él.
–Faith –contestó ella, después de dudar unos segundos.
–Un nombre bonito –dijo él–. Yo soy Gabe. Y he de decirte que tenemos un problema, Faith.
Ella se agarró a él con más fuerza.
–¿Frank?
–Él puede ser un problema, pero no, éste es distinto. Desde ahí no puedes verla, pero la señora Henry está curioseando entre las cortinas desde el otro lado de la calle. Y tiene el teléfono en la mano, así que estará llamando a sus amigas la señora Binko y la señora Lloyd. A las tres les encanta tener a los buenos ciudadanos de Berry Patch informados acerca de todo lo que ocurre en la ciudad. Y me parece que a ninguno de los dos nos gusta eso, ¿verdad?
–Oh, no –dijo ella, apartándose de él–. Gracias.
–De nada.
Lo primero que vio de ella fue su pelo, bañado de los mil reflejos del sol de la mañana que se filtraba entre las hojas del arce. Ella se apartó un mechón de la cara con un simple movimiento de cabeza.
Gabe se quedó casi sin aliento.
No se habían visto nunca en persona, pero él la conocía bien. ¿Cómo no la había reconocido inmediatamente? Ella era, en una palabra, inolvidable.
Sus labios llenos y provocadores se curvaban en una sonrisa irresistible para el más frío de los corazones. Sus ojos verdes eran muy expresivos y su melena castaña y ondulada parecía hecha para cubrir una almohada o el pecho de un hombre. Claro que la conocía, como cualquiera que fuera al cine o que respirara.
–Eres la actriz –dijo él–. Faith Starr.
Ella apartó la vista.
–Ése es mi nombre artístico.
Exacto. Faith era una estrella de la gran pantalla, una de las personas más famosas del mundo, más rica y más importante. Ella no era de este mundo y él la había invitado a cenar. Desde luego, sería una buena anécdota. No eran muchos los hombres de Berry Patch que podían afirmar haber sido rechazados por una actriz famosa.
–¿Estás filmando alguna película por la zona?
Ella apretó los labios y volvió a ponerse la gorra y las gafas de sol.
–No.
Era gracioso, pero ahora la reconocía mejor. Parecía más una persona famosa con aquello puesto que sin ello.
–¿Qué te trae a Berry Patch? –preguntó Gabe.
–Un amigo vive aquí.
–¿Quién es? –él conocía a todos los habitantes del pueblo.
–Henry Davenport.
–También es amigo mío –dijo Gabe.
–¿Eres amigo de Henry? –dijo ella, levantando una ceja.
Él sabía lo que estaba pensando: ¿cómo un contratista conocía a un millonario?
–Conozco a su mujer. Es la mejor amiga de mi hermana Theresa.
Los labios de Faith se curvaron en una leve sonrisa y pareció relajarse un poco.
–Henry Davenport, casado. Quién lo iba a decir. Marido, padre y granjero. El Henry al que yo conocí no tenía ningún interés aparte de pasarlo bien.
–Lo cual no tiene nada de malo –Gabe hablaba por experiencia… por una experiencia detrás de otra, pero eso no era lo que él realmente quería. No envidiaba el dinero de Henry, pero sí lo que había fundado en la granja Wheeler Berry. Años atrás, Gabe había soñado con fundar algo parecido, pero se había equivocado–. Henry y Elizabeth son perfectos el uno para el otro.
–Eso es justo lo que Henry me dijo –la sonrisa de Faith creció aún más con un efecto cegador–. Estoy muy feliz por él y estoy deseando conocer a su mujer.
La felicidad de Faith parecía sincera. Tal vez hubiera en ella algo más que su imagen de diosa del celuloide y su reputación de novia a la fuga y rompecorazones. Ella miró al porche donde Frank estaba tumbado y apretó los labios. Tal vez no.
–¿Vas a quedarte unos días por aquí? –preguntó Gabe.
–Pensaba quedarme bastante más tiempo.
Ya, seguro. Alguien como Faith no duraría mucho más de dos semanas en aquella pequeña y tranquila ciudad. Un mes como mucho. Después se aburriría, echaría de menos la vitalidad de la gran ciudad y se marcharía. Era lo que hacían las mujeres ambiciosas como su exmujer.
–Creo que voy a estar bien aquí –añadió Faith–. Este sitio es bonito.
–No lo has visto cuando llueve. Lo bonito desaparece con rapidez. ¿Dónde vas a vivir? –dijo, pensando en lo poco elegante que era el motel de la autopista o los hostales de la ciudad.
–Aquí.
–¿Aquí?
Ella sonrió.
–He comprado esta casa.
«No», pensó.
–¿Tu apellido es Addison? –logró decir él–. ¿F. S. Addison?
–Sí, Faith Starr Addison. Starr es el apellido de mi madre –enarcó las cejas–. ¿Cómo lo sabías?
–¿Le compraste esta casa a la señorita Larabee? –volvió a preguntar él, ignorando su pregunta.
Faith asintió.
–Una mujer muy dulce. Me recuerda a mi abuela, que murió hace tiempo. Nos vimos por primera vez anoche, para cenar. Vimos una de mis películas juntas.
–¿Cenasteis y visteis una película juntas?
–Sí –contestó Faith colocándose la gorra–. Me pidió un autógrafo. Qué mujer tan dulce.
Gabe tuvo que luchar contra las náuseas. Sabía que la pasión de la señorita Larabee era el cine y que había soñado con ser actriz de joven. Maldición. Cenar con una estrella debió de ser su oferta «demasiado buena como para rechazarla».
Pero seguía sin explicarse cómo la señorita Larabee le había acabado vendiendo la casa a Faith, sobre todo después de haber compartido sus sueños con ella, cada semana, cuando la visitaba para tomar una taza de té. Le había contado que su abuelo había querido restaurar la casa y que él deseaba formar una familia allí. Pero seguro que eso no era nada comparado con la glamurosa presencia de Faith, que con una sonrisa podía arrebatarle sus sueños a la gente.
Ella suspiró con aparente satisfacción.
–Henry tenía razón cuando me dijo que esta casa sería perfecta para transformarla en un hotelito rural.
Gabe se quedó helado. No podía respirar, cuando menos hablar, pero tenía que hacerlo. Tenía que saberlo.
–¿Le pediste a Henry que te buscase un hotel en la ciudad?
–No, nunca había oído hablar de Berry Patch –dijo ella–, y hacía meses que no hablaba con Henry, pero me llamó para ver qué tal estaba. Nos estábamos poniendo al día de nuestras vidas y nuestros proyectos, y le dije que quería comprar un hotel. Él me contó que se esperaba que Berry Patch se convirtiera en un destino turístico por los viñedos.
¿Una estrella de cine convertida en hostelera? No tenía sentido.
–¿Por qué quieres comprar un hotel?
–Siempre pensé dedicarme a ello en algún momento –dijo ella poniéndose tensa.
–No te veo regentando un hotel.
Ella levantó la barbilla.
–Trabajé en muchos hotelitos cuando era más joven –sonrió–. Deberías probar mis desayunos.
¿Acaso era aquello una invitación? No lo creía. Además, a Gabe no le interesaba. Ella era el enemigo, o más que eso, su peor pesadilla. Era el tipo de mujer que su exmujer habría querido ser. Y ahora trabajaba para ella en la casa que debía ser propiedad suya.
–Henry me habló de esta casa, me envió fotos por e-mail. Hice una oferta enseguida y todo fue tan fácil que he llegado a pensar que era el destino.
Imposible. Henry. Maldición
Gabe se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Como si su amigo Henry le hubiera dado un puñetazo. Un torbellino de emociones y sentimientos se agolpaban en su mente: ira, frustración, traición. Apretó los puños.
Era culpa de Henry.
O no, realmente no. Henry no conocía el sueño de Gabe de poseer aquella casa. No era algo de lo que hablara abiertamente con una cerveza en la mano en el bar. Sólo había compartido su proyecto con su familia y con la señorita Larabee.
–¿Algo va mal? –preguntó Faith.
Pues sí, y muy mal. Y ya conocía la razón.
Las notas del propietario, que proponía una modernización radical y muchos detalles vistosos y glamurosos, ahora tenían mucho más sentido. A Gabe no le gustaban sus notas.
–No eres como yo me imaginaba –dijo él por fin.
–Nunca soy como me imaginan –murmuró ella, apartando la vista, pero sólo por unos instantes–. Tengo una par de cosas que preguntarte: ¿Quién eres tú y qué hace tu perro durmiendo en mi porche?
«Mi porche».
Gabe se estremeció de resentimiento al oír esas palabras. Tenía un montón de cosas que decirle y «lo dejo» estaba en el primer lugar de la lista. Echó un vistazo a la casa.
«Recuerda lo que de verdad importa».
Lo importante no era Faith ni él, sino la casa. Su abuelo había estado obsesionado con restaurar la casa desde que Gabe tenía uso de razón, y él pronto había sentido lo mismo. Cuando acompañó a su abuelo a arreglar una gotera en casa de la señora Larabee, algo ocurrió y la casa tomó una dimensión totalmente distinta para él.
Gabe sólo tenía catorce años entonces, pero en su mente cristalizó la imagen de una esposa, hijos y un perro en aquella casa. La familia perfecta viviendo una vida perfecta en una casa perfecta.
Una vida totalmente distinta de la suya.
Su familia distaba mucho de ser perfecta. Había demasiados niños, demasiados animales, y la casa estaba siempre hecha un desastre. Él había querido desesperadamente tener una vida perfecta y había hecho planes para conseguirla. Se había casado con la chica de sus sueños cuando acabó el instituto y lo siguiente de la lista eran los niños. Ella no quería quedarse en Berry Patch y él no quería marcharse, así que se habían divorciado.
Pero no iba a dejar que sus sueños se evaporaran. A diferencia de su padre, Gabe tenía un plan y se reafirmaba en él. ¿Y qué, si su primera mujer no había encajado bien en su primer proyecto de vida perfecta? ¿Y qué, si Henry había acabado con las oportunidades de Gabe de comprar la casa? ¿Y qué, si la señora Larabee había vendido la casa a otra persona que no era él?
Gabe no iba a abandonar. Tenía que ser fuerte y proteger la casa de la amenaza de Faith.
El segundo piso ya había sufrido daños en reformas previas, pero él no iba a permitir que se dañara más el carácter de la casa, que era lo que sucedería si seguía adelante con las sugerencias de F. S. Addison. No abandonaría, lograría en la casa Larabee lo que su abuelo no había logrado con sus consejos en la granja que sus padres aún consideraban su hogar.
Su padre siempre había ignorado las sugerencias de su abuelo para remodelar la casa y en lugar de hacer una planificación, aprovechaba cuando tenía ahorros para añadir el espacio que faltaba. Lo malo era que el dinero se acababa de golpe porque el tractor necesitaba una reparación u ocurría alguna otra desgracia en la granja, y nunca acababa ninguna obra. Fue él quien tuvo que acabarlas cuando creció y, si no hubiera sido por él, la casa seguiría siendo un montón de habitaciones inacabadas y de añadidos.
–¿Vas a responder a mis preguntas? –ella parecía molesta porque la hubiera ignorado tanto tiempo.
Era de esperar en una actriz, pero era, además, su cliente, y tendría que aguantarse hasta que ella se cansara de vivir en el campo y en aquella casa.
–Frank está durmiendo en el porche porque me sigue a todas partes –con las emociones controladas, mantuvo un tono frío y profesional–. Me llamo Gabe Logan y soy el contratista que contrataste para remodelar la casa.
«OH, NO».
El perro asesino no representaba ninguna amenaza comparado con aquel hombre, una amenaza para su paz mental y para sus planes. Para su futuro, en una palabra. Faith bajó la visera de la gorra, alegrándose de que las gafas de sol cubrieran la expresión de sorpresa que debieron de dibujar sus ojos.
–¿Eres Gabriel Logan?
Él no dijo nada, pero asintió con la cabeza.
Ella había esperado un albañil de mediana dad, no un dios del sexo con un cinturón de herramientas. Tenía el pelo castaño y rizado y le llegaba hasta el cuello de la camisa, y llevaba bermudas y una camiseta verde que mostraba una complexión fibrosa. No tenía el estilo de un modelo de Armani, pero el conjunto desenfadado le quedaba muy bien. Demasiado.
Alto, moreno y… tremendamente guapo era el único modo de describirlo. Sus pestañas largas y negras enmarcaban perfectamente unos ojos azul zafiro. Tenía los rasgos duros, una mandíbula fuerte y tenía aspecto de haberse roto la nariz.
Empezó a latirle con fuerza el corazón y notó un nudo en el estómago… Siempre empezaba de ese modo. Notó un escalofrío de ansiedad.
Estaba en apuros, y muy graves. Lo último que necesitaba era un hombre en su vida. No deseaba enamorarse; ya le había ocurrido antes, muchas veces, pero nunca había sido de «él», de su amor verdadero.
En su familia nadie se había separado ni divorciado en los últimos doscientos años de historia conocida, y Faith no iba a arruinar el récord. Ya les había fallado bastante: compromisos rotos, corazones rotos, promesas rotas. No estaba teniendo una actuación demasiado notable.
Por eso iba a dedicar hasta el último centavo de su dinero en el proyecto del hotelito. Reformar aquella casa tenía que ser más fácil que encontrar al amor de su vida. Tal vez no pasara a engrosar las filas de los miembros de su familia que habían encontrado a sus medias naranjas, pero sí en su exitoso negocio hotelero: Complejos turísticos Starr. Y sería un negocio mucho más sano que el del cine.
Faith le demostraría a su madre, y al resto de su familia, que a pesar de haber cometido grandes errores en el pasado, no necesitaba un hombre para que cuidara de ella.
–Henry me ha hablado mucho de ti –dijo Faith. Pero no lo suficiente, ni por asomo. Ella quería un contratista competente, con experiencia y que no representara ningún peligro. Había conseguido uno con dos de los tres requisitos.
–A mí no me dijo nada de ti –respondió Gabriel.
–Se lo pedí yo. No quería que aceptaras el trabajo por ser quien soy.
–No lo habría hecho.
Al menos él no se había quedado sorprendido al conocerla. Los hombres solían tratarla de un modo diferente cuando descubrían quién era.
–Tampoco quería que la prensa se enterara de mis planes.
Quería que su proyecto se mantuviera en secreto para reformar la casa, transformarla en un hotel y luego venderla a Complejos turísticos Starr sin que supieran quién era ella, para poder demostrarles que podía ocupar un lugar en el negocio familiar. Era tan Addison como el resto de ellos, aunque nunca hubiera llegado hasta el «sí, quiero» y hubiera fallado en casi todos los aspectos de su vida.
Gabriel la miraba como si no creyese lo que estaba oyendo.
–¿Pensaste que llamaría a la Gaceta de Berry Patch para presumir de trabajar para una estrella de cine? –parecía ofendido y algo asqueado.
A Faith ya le había ocurrido antes que una revista de prensa amarilla pagase a uno de sus exnovios por la historia de su relación.
–No es la Gaceta de Berry Patch la que me preocupa, sino las grandes revistas que pagan mucho dinero, y yo no quiero publicidad.
–Creía que la mala publicidad era la mejor de todas.
–Intenta trabajar en la casa con sesenta fotógrafos haciendo fotos todo el día.
–No me gustaría nada la experiencia.
–Por eso es bueno que nadie sepa nada de esta casa –Faith forzó una sonrisa–. Ni de mí.
Notó que Gabriel apretaba la mandíbula y se preguntó qué habría producido aquel cambio en él. Unos minutos antes estaba flirteando con ella y pidiéndole una cita, pero ahora parecía tan tenso como ella notaba su estómago. No quería que dejara el proyecto. Según Henry, era el mejor y lo necesitaba, no podía permitirse volver a fallar. Era el momento de actuar. Se quitó las gafas, las colocó sobre la visera y se frotó las manos sudorosas contra los vaqueros.
–Me alegro de conocerte por fin –y extendió la mano.
Él no dijo nada. Pasó un segundo, luego otro y por fin le estrechó la mano con firmeza. Tenía la piel áspera y la mano fuerte. Apartó la mano y ella se sintió aliviada de no tocarlo más tiempo. Su tacto era demasiado cálido, demasiado masculino, demasiado… Faith esperó a que él dijera algo. Cualquier cosa. Alguna frase hecha. Un cumplido. Pero no dijo nada.
Se sintió preocupada, pero Gabriel se equivocaba si pensaba que ella iba a rendirse fácilmente.
–¿Así que trabajas para ti mismo?
Él asintió con la cabeza.
Aquello era peor que conseguir entradas para la gala de los Oscar. Tal vez se hubiera enfadado porque ella lo había rechazado. Por suerte, no había aceptado su oferta para ir a cenar. Se había sentido tentada, sobre todo por la fantasía del caballero rescatador de damas en apuros que se ajustaba a su perfil al rescatarla del perro. Los caballeros eran heroicos, románticos y se encargaban de todo, pero no era lo que ella necesitaba en aquel momento. Ni lo que quería. Menos mal que había hecho caso a su cabeza, y no a su corazón, o habría cometido un gran error.
–¿Cuántos empleados tienes a tu cargo? –preguntó ella de nuevo.
–Cuatro.
Si pudiera hacer que hablara…
–Gracias por enviarme los planos de la reforma. ¿Te pasó Henry mis comentarios?
Otro asentimiento.
–¿Recibiste los planos revisados?
Había dicho seis palabras; tal vez estuvieran avanzando.
–Sí, Gracias. Me gustaron bastante tus ideas para la cocina.
Su cumplido no obtuvo el resultado esperado. Parecía más molesto que otra cosa.
–¿Tienes alguna pregunta o algún… cambio?
–Sí –estaba claro que él estaba irritado–. Unas cuantas, de hecho. Tengo las notas en la casita del garaje.
–¿En la casita del garaje? –dijo Gabriel levantando una ceja.
–Sí –después de haber comprado la casa, no podía permitirse un motel ni nada por encima de eso–. Me gustaría estar aquí cerca mientras se lleva a cabo la reforma.
–Va a ser muy ruidoso. Y polvoriento.
–No me molesta el polvo.
–Una obra no es un plató de cine.
–He rodado en la montaña, en la selva y en el desierto, y allí no hay hoteles de cinco estrellas, así que puedo soportar condiciones más duras de las que tú crees.
Él volvió a quedarse callado. Antes había estado muy afable con ella, pero ahora estaba frío como el hielo. No lo entendía, ni la situación ni a él.
–Tengo los planos en el coche –dijo Gabriel, echando a andar antes de que ella pudiera decir nada. Faith lo siguió hacia la entrada, pero manteniéndose a una distancia prudencial del perro que sesteaba en el porche.
Gabriel siguió caminando hasta el porche con paso decidido y ella lo observó con ojos golosos. Al darse cuenta, apartó la mirada.
¿Qué le ocurría? Aquella forma de reaccionar hacia él no tenía ningún sentido. Había estado rodeada de hombres apuestos toda su vida, pero gracias a Rio Rivers y su larga lista de prometidos, se había inmunizado contra ellos. Por eso entendía menos aún por qué Gabriel Logan la estaba afectando tanto. Soltó una bocanada de aire.
–Hoy había pensado echarle un vistazo general, verificar los planos y las dimensiones –miró su reloj–. Mi cuadrilla llegará dentro de un rato para revisar la instalación eléctrica.
–Me gustaría echar una mano –dijo ella, intentando aparentar más seguridad de la que sentía. Como siempre–. Si no tienes problema…
La miró de un modo que ella comprendió que sí que tenía un problema con tenerla por allí.
–Antes de que lo olvide –añadió ella, sacando dos llaves del bolsillo y acercándole una a Gabriel. Al rozarse sus manos, Faith sintió algo parecido a una descarga y se apartó–. Vas a necesitarlas.
Él se quedó mirando la llave que tenía en la mano con el ceño fruncido.
–¿No la necesitas?
–Sí –respondió él.
Otra respuesta monosilábica, y ni siquiera un «gracias».
–¿Ocurre algo?
Sus ojos azules parecieron oscurecerse mientras negaba con otro monosílabo.
Ella no lo creyó. Parecía un chico malo, oscuro y peligroso. Como un caballero negro. Una inesperada oleada de calor la invadió.
De pronto, las referencias de Henry Davenport dejaron de tener importancia. Ya no eran suficientes para hacer de Gabriel Logan el hombre adecuado para el trabajo… ni para ella.
***
Gabe cerró el puño sobre la llave de la casa. Así no era como había imaginado conseguirla. Sabía que la señorita Larabee escondía una llave en el porche trasero, y había entrado con ella para tomar medidas con su cuadrilla. Ahora tenía su propia llave de la casa, pero no podía olvidar que sería temporalmente. Mientras se guardaba la llave en el bolsillo y con el corazón inundado de tristeza, vio cómo Faith abría la puerta doble de la entrada.
–Me muero por verla por dentro –dijo, y le temblaba la mano.
–¿No has estado dentro antes?
–No –admitió ella–. Estuve tentada de echar un vistazo anoche, pero para cuando volví de cenar era muy tarde.
Genial, tendría que hacerle de guía.
–Allá vamos –dijo ella con una sonrisa cuando la puerta se abrió.
Las bisagras no chirriaron y Gabe se sintió orgulloso por los años cuidando del mantenimiento de la casa para la señorita Larabee. Había esperado a que llegara el día en que pudiera arreglarlo todo y había llegado por fin, pero lo que debía haber sido un sueño hecho realidad estaba resultando una pesadilla.
Gabe apretó los planos de la casa hasta que el papel crujió, lo que llamó la atención de Faith.
–Creo que estoy un poco nerviosa.
Nerviosa… eso no era nada comparado con lo que él sentía. Llevaba años imaginando ese momento, cruzando el umbral con su esposa en brazos la primera vez que entrasen en su casa.
Pero Faith Starr no era su esposa y la casa no era suya.
–No muerde –dijo él.
–¿Quién? ¿Frank o la casa? –dijo ella, sonriendo.
–Ninguno de los dos.
Ella entró y, por desgracia, la casa no se la tragó para escupirla después. Era su turno.
–¿No vas a entrar? –preguntó Faith.
Un segundo después, tomó aliento y cruzó el umbral.
Faith ya estaba mirando a su alrededor haciendo «Oh…», «Ah…» como él había imaginado que haría. Estaba deseando ver su reacción cuando viera el resto de la casa, especialmente el segundo piso.
–Es muy luminosa. Y muy espaciosa, también. No sabía que era tan grande.
–Tiene muchos metros cuadrados –pero la presencia de Faith llenaba la sala, la casa entera. Aquel enorme espacio vacío era más acogedor con ella allí. Sería su presencia de actriz, no podía ser otra cosa.
–La madera del suelo es más clara de lo que la había imaginado.
–Hay que lijarla y barnizarla –Gabe quería sacarle tantas faltas como fuera posible para desanimarla y que abandonara–. Cuando la sala esté vacía, verás lo arañado que está el suelo.
–Pero sigue siendo muy bonito –se arrodilló para tocarlo ofreciéndole una vista inmejorable de su trasero. Su entrenador personal había hecho un buen trabajo–. Y le da a la casa un ambiente cálido y hogareño.
Un ratón cruzó la sala corriendo. Las telarañas y las pelusas no eran los únicos habitantes que habían tomado posesión del lugar después de la marcha de la señorita Larabee.
–Vamos a necesitar un gato –dijo Faith.
Él se sorprendió de que no gritara, ni siquiera un poco. Parecía que los animalitos peludos pequeños no la asustaban, sólo los grandes que ladraban. Tendría que recordarlo.
–Podría haber mucha más vida bajo las tablas del suelo.
–Llamaré a un exterminador –sonrió–. O a Frank.
Gabe no pudo evitar sonreír. Su encanto lo atraía, aunque era lo último que deseaba. Tendría que vigilarse y vigilarla a ella. Ya le había robado la casa, no quería que le robara el corazón.
Faith entró en el salón de su izquierda.
–La chimenea, las vigas de madera… es absolutamente perfecto.
Él se forzó a apartar la mirada de ella y elevó la vista hacia el techo. Al menos estaba entusiasmada con la casa. Tal vez la había juzgado mal, no sería la primera vez que le pasaba… Con su exmujer ya había cometido el error de ver sólo el lado que quería ver, y no deseaba volver a caer en la misma trampa.
–Oh, otro salón –dijo ella, corriendo hacia la sala de la derecha–. Es genial. Así los huéspedes podrán elegir dónde quieren sentarse a relajarse.
Hablaba de huéspedes, no de una familia. Ya le gustaba menos su entusiasmo.
Al lado de la ventana, señaló la esquina opuesta de la sala.
–Ese punto sería ideal para poner un árbol de Navidad.
–El sitio donde tú estás es mejor –se arrepintió enseguida de sus palabras.
–Tienes razón –admitió ella tras mirar a su alrededor.
Faith daba vueltas por la sala con una energía que casi se podía tocar, y por extraño que pareciera, él deseaba tocarla. A ella.
–La escalera es preciosa. Y la madera… –levantó la vista hacia él–. ¿Puedes encontrar molduras iguales a éstas? Estos diseños son muy antiguos.
Le gustó que se interesase por los detalles. Le gustó mucho. Basta. Tenía que centrarse en lo laboral, en la casa.
–Sí. Cuando acabemos no se notará la diferencia entre lo nuevo y lo viejo –pasó la mano por la barandilla pensando en que esa casa ya estaba allí cuando ellos nacieron y que seguiría allí cuando hubieran muerto–. El objetivo de mi reforma es que no se note que ha sido reformada. Que la casa tenga el aspecto de haber sido siempre así.
–Un objetivo muy noble –dijo ella–. Pero, ¿es realista? ¿Se ajustará al presupuesto?
Como si el dinero le importase a una actriz famosa.
–Sí a las dos cosas. Se puede vivir en una casa antigua con encanto y tener todas las comodidades de la vida moderna. Es cuestión de planificación y los presupuestos no se dispararán.
–Buenas respuestas.
–Es mi trabajo –no le importaba lo que ella pensara.
–«La decoración de una casa son los amigos que la frecuentan» –Faith leyó la inscripción en letras doradas sobre la chimenea–. Es perfecto para un hotel.
–No –era mejor para un hogar.
–¿Qué has dicho? –preguntó ella.
Tenía que tener la boca cerrada. No podía permitirse que contratase a otro para hacer la reforma porque no podía fiarse de su criterio. No dejaría que eso ocurriera.
–Es una cita de Emerson.
–¿Te gusta la poesía?
–Sí –dijo él, encogiéndose de hombros.
–¿Y qué más?
–Las casas, la arquitectura, la familia, los amigos. Mi perro.
«Tú».Tenía que reconocer que era muy atractiva. Y sexy. Y muchas más cosas que no quería plantearse.
–¿Y a ti qué te gusta? –preguntó él.
–Mi familia, estar con mis sobrinos y sobrinas. Y mi privacidad.
–¿Cómo encaja eso con tener un hotel?
–Esas cosas son el motivo por el que estoy aquí, por el que compré esta casa. Y por eso quiero al mejor contratista para que se ocupe de reformarla.
Él no podía negar que el cumplido le había gustado, aunque la decisión de su voz lo sorprendió y provocó su curiosidad. Pero sería mejor dejarlo en el terreno profesional.
Ella pasó al comedor y la luz que se colaba por las ventanas hacía que el pelo le brillase de un modo cegador. Al igual que la sonrisa. De allí salieron al porche trasero, que encontró muy acogedor.
Demasiado acogedor.
Tenía que acabar con aquello, no quería que le gustase la casa, sino que la odiase, y sabía cómo lograrlo. Tenía que llevarla al piso superior.
–Ésta es la escalera de servicio –dijo–. ¿Quieres subir a ver las habitaciones?
CONSCIENTE de la presencia de Gabriel tras ella, Faith apretó el paso por la estrecha escalera de la cocina. Cada escalón que daba, notaba el aire más enrarecido. Sus instintos estaban alerta aunque, por experiencia, ya sabía que no eran muy fiables.
Dio otro paso y oyó un sonido siseante. Se detuvo en seco.
Gabriel chocó contra ella y le puso ambas manos sobre la cintura para que no perdiera el equilibrio. Sus manos eran grandes y fuertes, y ella se notó enrojecer. ¿Qué le estaba pasando? Hacía años que no se sonrojaba.
–¿Algo va mal? –preguntó él.
Desde luego que sí, y no tenía nada que ver con la casa. Sentía que la piel le quemaba en la cintura, donde Gabriel la estaba tocando. Notaba mucho calor. Pero le gustaba, y eso, por otro lado, era muy malo si se tenía en cuenta la situación en la que estaba.
–¿Faith? –su cálido aliento le acarició la nuca–. ¿Estás bien?
No. No mientras él estuviera tan cerca. Tuvo que hacer un esfuerzo para conseguir respirar.
–He oído un ruido –se volvió a Gabriel, obligándolo a apartar las manos y dejándole un extraño sentimiento de alivio y pena–. Parecía una serpiente, pero sería extraño que estuviera en el piso superior. Debe de haber sido otra cosa.
La escalera estaba muy oscura para poder ver su expresión.
–A la señorita Larabee le costaba subir las escaleras, así que hace años que no sube nadie aquí arriba. Puede sorprenderte lo que encontremos.
–Gracias por la advertencia, pero no me sorprendo fácilmente.
Deseosa de poner distancia entre ellos, Faith continuó escaleras arriba. Lo que había dicho era cierto. De hecho, en una entrevista televisiva, el presentador del programa había hecho aparecer por sorpresa a tres de sus exprometidos, y aun así logró mantener la calma. Ella pensaba que no había nada que pudiera sorprenderla más que eso.
Al llegar al último peldaño, se quedó helada al ver incrédula cómo una serpiente se deslizaba bajo una puerta.
El papel pintado azul claro y la sucia moqueta hacían del pasillo que empezaba delante de ella la pesadilla de un claustrofóbico. Sólo la luz que se colaba por debajo de las puertas le recordaba que no estaba bajo tierra.
Tres salamanquesas cruzaron el pasillo a toda velocidad y Faith se sumió en un mar de dudas: la casa estaba infestada de ratones y reptiles, y el piso superior debía ser calificado como zona catastrófica. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y parpadeó para contenerlas. Le resultaba inaceptable llorar en presencia de otra persona.
¿Cómo iba a sacar aquello adelante? Estaba casi arruinada y el dinero que le quedaba estaba destinado a la reforma de la casa. No tenía nada más, así que tenía que confiar en Gabriel para que se ajustase al presupuesto, pero ¿lo haría? ¿Podría hacerlo?
Estaba claro que a él no le gustaba ella. Podía verlo en sus ojos. Era otro de ésos que la juzgaba por lo que pensaban que era. En otro momento, no le habría importado, pero entonces… En cualquier caso, no iba a dejar ver su desesperación.
–Parece que necesita más trabajo de lo que habíamos calculado.
–Estoy deseando oír tu definición de «más trabajo».
Había hablado con un tono duro, pero Faith lo ignoró. No iba a dejar que el señor Cinturón de Herramientas o aquella casa pudieran con ella.
Tal vez Faith no estuviera lista al cien por cien para ocuparse de ese proyecto, pero estaba decidida a cumplir con los plazos, con el presupuesto y acabar el trabajo, que era lo que se esperaría de ella si trabajara para Complejos turísticos Starr. Quería demostrarle a su familia que había acabado con la racha de malas elecciones: malos prometidos, malos negocios, mal trabajo…
–Parece que va a ser bastante trabajo –dijo ella–, pero mi madre siempre dice que todo es posible.
Aquellas palabras habían empujado a Faith a seguir adelante a través de la locura de la prensa amarilla, los compromisos rotos, la casi bancarrota y su carrera viniéndose abajo. Pero incluso la optimista de su madre creía que Faith no podía cuidar de sí misma y que tenía que casarse.
Faith tomó aire. Deseaba embarcarse en ese proyecto en cuerpo y alma para hacerlo salir adelante, aunque en ese momento estuvo seriamente tentada de dejarle las llaves a otra persona y huir a casa de sus padres en el Lago Tahoe para admitir la derrota.
–No tendrías problema para vender la casa si quisieras dejarlo –dijo él.
–Dejarlo –repitió ella, como un eco.
Podía hacerlo. Nadie, excepto Henry, sabía nada de su proyecto. Podía abandonar, aceptar sus limitaciones y un puesto anodino en la empresa de la familia hasta que su madre consiguiera casarla para que alguien cuidara de ella.
Eso sería un desastre completo. Echó los hombros hacia atrás.
–No voy a dejarlo.
–Si estás segura…
–Lo estoy –dijo ella, más para sí misma–. Incluso si el piso de arriba es…
–¿Horrible?
–Sí.
–¿Desastroso?
–Bastante, pero es igual –admitió ella–. Cuando lo reforme quedará maravilloso.
Gabriel la miró un momento.
–Si eso te sirve de consuelo, eso es lo que sentí yo la primera vez que vine aquí –pareció que le costaba hacer esa concesión, pero ella lo apreció–. Nunca había entrado en una mansión como ésta y la arquitectura y el ambiente me hizo sentir…
–¿Como en casa?
–Como en casa –repitió él.
Ella también se había sentido así. Era extraño, pero Gabriel parecía tomarse el proyecto, y la casa, de un modo muy personal, y eso le gustaba. Se preguntó el motivo. Tal vez esa implicación personal explicara por qué era tan bueno en su trabajo.
–Pero cuando subí al piso superior –continuó él–, me sentí como si hubiera entrado en otra dimensión.
–Exacto –dijo ella, sintiéndose aliviada por no ser la única en sentirlo. Por otro lado, tampoco era bueno sentirse tan cerca de su atractivo contratista. Necesitaba poner distancia con él, no sentirse como si estuvieran en el mismo equipo.
–Pero tiene potencial –añadió Gabriel.
Eso lo veía ella también. Mucho potencial. Mientras lo miraba, notaba un mariposeo en el estómago. Demasiado potencial.
Faith estudió el pasillo, imaginó cómo sería cuando hubiera retirado los tabiques e intentó centrarse en la estructura.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó Gabriel.
–Intento ver el potencial.
–¿Y?
–Aún no lo he conseguido –Faith lo miró; desde luego, prefería mirarlo a él.
Y estaba lejos de conseguirlo. Gabriel empezó a sonreír, no como cuando flirteaba con ella, pero tampoco como el ogro de hacía un rato, que parecía haberse ido a dormir.
–Tal vez no lo veas, pero está ahí, en su esqueleto, bajo esta cubierta horrible, la pésima reforma que ha sufrido y los ratones y lagartos.
Al hablar, su voz se suavizó y su mirada se hizo menos dura. Faith notó el brinco que le dio el corazón y deseó que un hombre la mirara a ella de ese modo. No con adoración ni envidia, como la solían mirar, sino con respeto y aprecio. Por su esqueleto, y por su alma.
–¿Por qué el piso de arriba no es igual que el de abajo?
Notó que un rayo de algo que le pareció alivio le cruzó la mirada.
–El tío de la señorita Larabee reformó el segundo piso cuando heredó la casa de sus abuelos –explicó Gabriel–. No tuvo en cuenta el estilo de la casa y simplemente se dedicó a mover tabiques para tener más espacio para su colección de reptiles.
–Eso explica lo de las salamanquesas.
–Y las serpientes. Algunos de los parientes de la señorita Larabee eran lo que se conoce vulgarmente como unos excéntricos. Al menos, según ella –avanzó para que Faith lo siguiera–. Echa un vistazo a la carpintería de esta habitación.
En el alféizar de la ventana había un camaleón tomando el sol. Ella intentó no mirarlo y centrarse en la casa; todos los embellecedores de madera, desde los marcos de las ventanas hasta la puerta, estaban pintados de blanco. Faith sonrió.
–Ya sé lo que quieres decir. El blanco aporta luminosidad.
–Pintar de blanco la carpintería en una casa de estilo artesanal americano debería ser considerado un delito –repuso Gabriel con el ceño fruncido.
Bien, se había equivocado. No le gustaba la carpintería blanca. ¿Y qué más no le gustaba? ¿Las pelirrojas, las morenas…? Intentó centrarse en la casa, y no en él.
–¿Por qué?
–Porque echa a perder la integridad de la casa.
–¿Y qué pasa si a mí me gusta el color blanco?
–Búscate otra casa.
«U otro contratista».
Nadie pronunció aquellas palabras, pero flotaron en el ambiente entre los dos, y ambos pudieron sentirlas.
Gabriel tenía las herramientas y el conocimiento, y parecía amar aquella casa. También había sido el que más le habían recomendado y el que le había dado el presupuesto más bajo de todos por la remodelación. No podía permitirse que dejara el proyecto, pero era muy posesivo y actuaba como si la casa fuese suya, no de ella. Ella ya había tenido que vérselas con gente así en Hollywood que querían ocuparse de su carrera. No dejaría que le hicieran lo mismo con su casa.
–No haré nada que estropee esta casa –dijo Faith levantando la barbilla.
–Si tú lo dices…
–Así es –estaba claro que no la creía, pero ya se lo demostraría.
Gabriel Logan era un purista en lo referente a la integridad del estilo arquitectónico. De acuerdo, ella no tenía ningún problema con eso mientras convirtiese la casa en la joya de Complejos turísticos Starr.
–¿Hay alguna lista publicada de cosas que se deben y que no se deben hacer en una casa de estilo artesanal americano? Lo digo por evitar hacer sugerencias que sean constitutivas de delito.
–No. Está todo aquí –dijo él, señalándose la sien–. Me acuerdo de todo, incluso de aquella película en la que hacías de sirena –se le oscurecieron los ojos.
Era En aguas profundas y ella se sintió incómoda por la mención, incluso desnuda.
–Tuve un doble para…
–¿Para las escenas en topless?
Ella se cruzó de brazos.
–Sí.
–Lo que estaba recordando en este momento era la determinación de la sirena, como la tuya ahora. No sus pechos o, bueno, los de la doble.
Faith decidió tomarse aquellas palabras como un cumplido.
–¿Cómo has pensado recuperar la integridad arquitectónica del diseño original?
Una sonrisa inesperada iluminó el rostro de Gabriel y el corazón de Faith se lanzó a la carrera.
–Con mucho cuidado –dijo él. Por el brillo de sus ojos, Faith supo que la pregunta lo había impresionado–. La señorita Larabee me dio los planos de la casa hace tiempo, así que sé cuál era la idea inicial del arquitecto.
–¿Por qué te dio los planos?
Él dudó un instante.
–Me encanta este estilo arquitectónico y… deseaba reformar la casa de acuerdo a los planos originales.
Ésas eran las palabras que ella necesitaba oír.
–Así que los dos queremos sacar lo mejor de esta casa.
–Lo mejor que se pueda –su tono ya no era tan entusiasta, pero era un principio.
–Entonces, ¿por dónde empezamos?
–La habitación principal y el baño.
–¿La suite de luna de miel? –él asintió después de hacer una leve mueca–. Tú primero.
Ella lo siguió a la habitación más grande de la casa, ignorando las paredes negras, los techos verdes y las tarántulas.
–Ésta será la mejor habitación del hotel, la más romántica y elegante, donde una pareja pueda pasar su noche de bodas o una escapada de enamorados.
–Ya lo había imaginado por tus notas –él pasó al lado de la chimenea de piedra hasta el baño. La ducha de azulejos y la bañera con patas le daban al lugar un ambiente característico, pero algunas baldosas estaban rotas, otras no estaban y lo único que salvaba el baño era su enorme tamaño.
Pero con Gabriel a su lado, el espacio parecía más pequeño, más íntimo. Su aroma fresco lo invadía todo, como el abrazo de un amigo. Aquel olor le hizo olvidar todos los olores terribles y le recordó… su hogar. No la casa ultramoderna donde sus padres vivían ahora, sino el encantador y hogareño hotelito donde había pasado su infancia.
–¿Podemos discutir tus ideas para la decoración de este baño? –preguntó él.
–Quiero que sea un baño romántico y fantástico –explicó ella–. Mármol, un jacuzzi doble, un lavabo de pie y grifería dorada o de bronce.
–Suena victoriano.
–Sí –dijo ella, orgullosa. Había trabajado mucho en el proyecto para que fuera perfecto, pues no había lugar para los errores–. Y la habitación hará juego. Una cama de bronce, cortinas de encaje, antigüedades…
Faith esperó que Gabriel le dijera que había hecho un trabajo estupendo y le borrara las dudas.
–Esta casa no es de estilo victoriano –dijo él, sin expresión en los labios.
–Es de estilo artesanal americano, ya lo sé –dijo ella–. Pero es sólo una habitación.
–Cada habitación es la parte de un todo y tiene que ser coherente –dijo él, abriendo las aletas de la nariz.
–Y esta casa lo será. Artesanía de calidad y lujo.
–Sí, muy coherente –dijo él–. Me apuesto algo a que el tío Larabee pensó que un pasillo era sólo un pasillo y que no importaría que fuera más estrecho y pusiera un papel horrible en las paredes, o…
–¿Carpintería blanca?
–Sí –aceptó él.
–Ya veo lo que quieres decir –pero no estaba contenta, sobre todo después de haber trabajado tanto. Y sus ideas eran perfectas para la empresa familiar, pero tenía que estar abierta a otras ideas, y Gabriel y ella tendrían que trabajar juntos–. ¿Qué parte no te gusta?
Gabriel echó un vistazo al plano y ella sintió que se le caía el mundo a los pies.
–No te gusta ninguna de mis ideas.
–El lavabo antiguo de pie está bien.
–¿Y el resto?
–Es demasiado… cursi.
–El mármol no es cursi.
–Eso es cierto. Es una completa equivocación.
Ella se sintió tremendamente decepcionada, preguntándose si ese sentimiento sería el mismo de unos padres a los que les dijeran que su bebé era feo.
–El estilo artesanal tiene líneas puras, materiales naturales y cálidos –explicó él–, mientras que el victoriano es muy ornamentado, ostentoso y excesivo.
–El estilo victoriano es romántico –dijo ella, apretando los dientes–. Y quiero romanticismo.
–¿Y quién no?
Sus miradas se encontraron y a ella se le detuvo el corazón.
En su interior saltaron las alarmas. Tenía un problema enorme delante de ella y se llamaba Gabriel.
«Mantente firme, Faith». No era momento de aparentar debilidad frente a su contratista.
–Tienes tu cama, tu jacuzzi doble… ¿Qué más necesitas para que sea romántico?
«A ti». Faith se quedó sin aliento. Ella no quería que un hombre entrara en su vida y la completara. Haría eso ella misma.
–Tendrás suficiente romanticismo siguiendo el estilo arquitectónico de la casa –continuó Gabriel–. Confía en mí.