Superior - Angela Saini - E-Book

Superior E-Book

Angela Saini

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Beschreibung

¿Cómo surgió la idea de raza y qué significa? En la era de la política identitaria, las pruebas de ADN y el ascenso de la extrema derecha vuelven a cobrar auge quienes defienden las diferencias biológicas entre poblaciones. La verdad: la raza es una construcción social. El problema: nos cuesta creerlo. En Superior, la premiada autora Angela Saini investiga el concepto de raza desde sus orígenes hasta el presente. Con la ayuda de genetistas, antropólogos historiadores y científicos sociales de todo el mundo, realiza con todo rigor un análisis actualmente muy necesario de la naturaleza, insidiosa y destructiva, de una idea de raza que da por sentada la superioridad de algunos grupos. La ciencia moderna nació lastrada por este error fatal, que ha persistido durante siglos y presumiblemente se mantienen hasta hoy. En el Siglo XIX, pensadores ilustrados no veían contradicción alguna entre valores como la libertad y la fraternidad y su idea de que había seres humanos inferiores de forma innata.  No es casualidad que estas ideas racistas surgieran en el momento álgido del colonialismo europeo. A lo largo del siglo XX relevantes figuras del ámbito científico y universitario desempeñaron un papel destacado en el desarrollo de la ideología de la higiene racial, una idelogía que culminó con el Holocausto.  Es, de alguna manera, la misma que permitió en los Estados Unidos en 2018,  las medidas legales por las que miles de niños, hijos de inmigrantes ilegales,  fueran separados de sus padres en la frontera con Méjico. Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón.  Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza Superior, redefiniendo nuestra realidad.  No era verdad.  

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© Círculo de Tiza

© Angela Saini, 2019

© Traducción: Sandra Chaparro

© Fotografía: Angela Saini

Título Original: Superior (Harper Collins 2019)

Primera edición: enero 2021

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Maquetación: María Torre Sarmiento

Corrección: María Campos Galindo

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-122267-4-4

E-ISBN: 978-84-122267-7-5

Depósito legal: M-31.627-2020

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

A mis padres: los únicos ancestros que necesito conocer

Prólogo

«Si buscas los huesos de los seres humanos africanos,

están en el Museo Británico»

Fun-da-mental, «English Breakfast»

Estoy rodeada de personas muertas preguntándome a mí misma qué soy.

Sé dónde estoy: en el Museo Británico. He vivido en Londres casi toda mi vida y a lo largo de décadas he visto muchas veces cada una de sus salas. Mi marido me trajo aquí en nuestra primera cita y, años después, este fue el primer museo al que llevé a mi hijo cuando aún era muy pequeño. Lo que me sobrecoge es la escala, la mera cantidad de los artefactos, cada uno más antiguo y valioso que el anterior. Me abruma, pero he aprendido que si observas con atención descubres secretos, secretos que minan la grandeza, que cuentan un relato distinto al que el museo estaba destinado a contar.

El médico, coleccionista y propietario de esclavos sir Hans Sloane legó al Museo Británico la colección que permitió abrirlo tras su muerte, en 1753. La intención era fundar una institución que documentara todo el arco cronológico y espacial de la cultura humana. El Imperio británico estaba creciendo y el museo, a día de hoy, permite apreciar cómo entendían su lugar en la historia estos forjadores de imperios. Gran Bretaña se creía la heredera de las grandes civilizaciones de Egipto, Grecia, Oriente Próximo y Roma. La enorme columnata de la entrada, finalizada en 1852, imita la arquitectura de la antigua Atenas. El estilo neoclásico que los londinenses asocian a este rincón de la ciudad demuestra que los británicos se consideraban los sucesores de griegos y romanos en el ámbito cultural e intelectual.

Caminas entre estatuas de dioses griegos que representan el ideal de la perfección física humana y captas el relato que cuentan. Caminas entre las esculturas de mármol níveo, sacadas del Partenón de Atenas aun a riesgo de que se deterioren, y empiezas a ver el museo como un monumento a la lucha por el dominio, por la posesión de las raíces más profundas de la civilización misma. Cuando Napoleón conquistó Egipto en 1798 y un ingeniero del ejército francés descubrió la piedra de Rosetta, que permitió a los historiadores traducir por vez primera los jeroglíficos egipcios, Francia reclamó este objeto de valor incalculable. Unos años después lo encontraron los británicos, que lo cogieron como trofeo y lo trajeron aquí, a este museo. Cometieron un acto vandálico: grabaron en un costado de la piedra las palabras «capturado en Egipto por el Ejército británico». Aún resultan perfectamente legibles. Como bien señala el historiador Holger Hoock: «La escala y el número de las colecciones del museo deben mucho al poder y al alcance del Ejército y el Imperio británicos».

El museo cuenta una historia. Gran Bretaña, una pequeña nación insular, había logrado hacerse con muchos tesoros, unos ocho millones de exquisitos objetos de todos los rincones del mundo. Los había depositado aquí. Los habitantes de Rapa Nui (los exploradores europeos la llamaron «Isla de Pascua») construyeron el enorme busto de Hoa Hakananai para apresar el espíritu de uno de sus ancestros y los aztecas esculpieron la serpiente turquesa de dos cabezas como emblema de su autoridad, pero en el siglo xix ambas joyas acabaron aquí y aquí se han quedado. Al daño causado se suma el insulto de que solo sean dos de los muchos objetos que se exponen; algunos, procedentes de Mesopotamia y del valle del Indo, son incluso miles de años más antiguos. Sin embargo, nada de lo que hay en este museo es más importante que el museo mismo. Todas estas joyas reunidas aquí narran una historia obvia, cuya función es recordarnos el lugar que los británicos ocuparon en el mundo. Es un monumento a la audacia del poder.

Esta es la razón por la que me encuentro de nuevo en él. Empecé a escribir este libro porque quería entender los datos biológicos relacionados con la raza. ¿Qué nos dice realmente la ciencia moderna sobre las variaciones humanas y qué implican exactamente esas diferencias? He leído la literatura sobre medicina y genética, he buceado en la historia de las ideas científicas y he entrevistado a algunos de los mejores especialistas en estos campos. Pronto me quedó claro que la biología no puede responder a estas preguntas, al menos no del todo. La clave para comprender lo que significa la raza es entender lo que es el poder. Cuando te das cuenta de que ha sido el poder el que ha dado forma a la idea y que lo sigue haciendo, cuando te percatas de cómo ha afectado el proceso incluso a los datos científicos, todo empieza a cobrar sentido.

Poco después de la fundación del Museo Británico los científicos europeos empezaron a definir lo que hoy denominamos «raza». En 1795, el médico alemán Johann Friedrich Blumenbach publicó la tercera edición de su obra De generis humani varietate nativa, en la que describía cinco tipos de seres humanos: caucásicos, mongoles, etíopes, americanos y malayos. La raza caucásica, la suya, era en su opinión la más bella de todas. Siendo precisos, «caucásico» hace referencia a los pueblos que viven en la región de los montes del Cáucaso, situada entre el mar Negro al oeste y el mar Caspio al este, pero en la definición de Blumenbach incluía a cualquiera de Europa a la India y África del Norte. Esta difusa taxonomía humana no era científica ni siquiera según los estándares de su época, pero produjo consecuencias duraderas. Actualmente usamos la palabra «caucásico» para describir de forma elegante a las personas blancas de ascendencia europea.

En el mismo momento en el que nos clasificaron en grupos biológicos y nos colocaron en nuestras respectivas salas, empezó la locura. Hoy en día la raza parece algo tan real y tangible… Imaginamos que sabemos lo que somos y olvidamos que la clasificación racial siempre fue bastante arbitraria. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Mostafa Hefny, un egipcio que emigró a Estados Unidos y creía firmemente que era negro porque era obvio. Según el reglamento aprobado en 1997 por el Gobierno de los Estados Unidos, y más concretamente por la Oficina de Administración y Presupuesto, que fija los están­­dares sobre raza y etnicidad, las personas originarias de Eu­­ropa, Oriente Medio y el Norte de África son oficialmen­­te «blan­­cas», como lo eran en la clasificación de Blumenbach. Según este criterio, Hefny sería caucásico. De manera que, en 1997, a la edad de 46 años, Hefny demandó al Gobierno de los Estados Unidos para modificar su clasificación racial oficial y pasar de ser blanco a ser negro. Alegó que su piel era más oscura que la de algunos afroamericanos a los que se consideraba negros. Señaló que su pelo era más negro y rizado que el de muchos afroamericanos y que cualquiera que le viera consideraría que era ne­­gro. Sin embargo, las autoridades insistieron en que era blanco y el asunto aún no se ha resuelto.

Hefny no está solo. Gran parte de la población mundial tiene dificultades a la hora de definir su raza. Lo que somos, esta dura formar de medir nuestra identidad aludiendo a algo tan profundo que forma parte de nuestra piel y nuestro pelo, a una cualidad que nadie puede alterar, es más difícil de determinar de lo que creemos. Mis padres son originarios de la India, de manera que a mí se me ha descrito como hindú, asiática o simplemente «morena». Pero cuando crecí en el sudeste de Londres en los noventa, a aquellos de nosotros que no éramos blancos se nos solía clasificar políticamente como negros. La Unión Nacional de Periodistas me sigue considerando «miembro de color», pero, según la clasificación de Blumenbach, al ser oriunda de la India soy caucásica. Yo, al igual que Mustafa Hefny, puedo ser «blanca», «negra» o de otros colores; hay para elegir.

Podemos trazar líneas a voluntad y en la historia del racismo científico ha habido quien lo ha hecho. Lo que importa no es la ubicación de las líneas, sino lo que sig­­nifican, y el significado hay que buscarlo en cada época. En tiempos de Blumenbach, la jerarquía del poder había situado a los blancos de ascendencia europea en lo más alto y construyeron la historia científica de la especie humana en torno a esa creencia. Eran los ganadores naturales y creían ser los herederos de las grandes civilizaciones antiguas de su entorno. Imaginaban que la ciencia moderna solo podía haber nacido en Europa, que únicamente los británicos podían haber construido la red ferroviaria en la India. Muchos siguen pensando que los europeos blancos tienen una ventaja competitiva innata, un conjunto superior de cualidades genéticas que los ha propulsado hacia el dominio económico. Como dijo el presidente francés Nicolas Sarkozy en 2007: «La tragedia de África es que los africanos nunca han entrado del todo en la historia […] allí no hay lugar para la empresa humana ni existe la idea de progreso». Tras esta retórica se oculta un mensaje: la historia ha acabado, han sobrevivido los más aptos y han decidido los vencedores.

Pero la historia no acaba nunca. Hay objetos en el Museo Británico que gritan esta verdad en silencio, traicionando el secreto que el museo se empeña en ocultar.

Cuando entras por primera vez es casi imposible dar con ellos porque los visitantes los suelen ignorar en su carrera por llegar a los mayores tesoros. Te unes al resto del rebaño. Pero si subes hasta las salas egipcias hay un friso de escayola que procede de un relieve del templo de Beit El-Wali, en la baja Nubia, construido por el faraón Ramsés II, que murió en el año 1213 a. C. Está cerca del techo y recorre la habitación entera. Muestra al faraón, representado como una figura impresionante subida a un carro con un alto tocado azul. Porta arco y flechas, su piel está pintada de color ocre oscuro. Irrumpe en medio de una legión de nubios vestidos con pieles de leopardo, algunos tienen la piel de color negro y otros de color ocre, como la del faraón que hace una maraña con sus miembros antes de derrotarlos y conquistarlos. El relieve muestra que los egipcios se consideraban por entonces un pueblo superior, con la cultura más avanzada del momento y capaces de introducir orden en el caos. En aquel tiempo y lugar la jerarquía racial, por llamarla de algún modo, era esa.

Luego las cosas cambiaron. En la planta baja hay una esfinge de granito de un siglo o dos después, un recordatorio de la época en la que invadieron Egipto los cushitas, un pueblo procedente de un antiguo reino Nubio situado en el actual Sudán. Hubo un nuevo vencedor y la esfinge del carnero que protegía al rey Taharqo —el rey negro de Egipto— es un buen ejemplo de cómo se apropiaron los conquistadores de la cultura egipcia. Los cushitas construyeron sus propias pirámides, al igual que siglos después los británicos imitaron la arquitectura clásica griega.

Gracias a objetos como este podemos entender los cambios en el equilibrio de poder a lo largo de la historia. Revelan una versión menos simple del pasado, de quienes somos, que exige humildad y nos advierte de que el poder se desvanece. Pero, sobre todo, nos recuerdan que nuestros conocimientos no son un resumen honesto de lo que sabemos, sino algo manipulado por quienes ostentaban el poder cuando se escribió.

Las salas del Museo Británico dedicadas al antiguo Egipto siempre son las más visitadas. Cuando caminamos entre momias antiguas que reposan en sus ataúdes relucientes no siempre somos conscientes de que estamos en un mausoleo, rodeados de los restos de personas reales que vivieron en una civilización tan notable como las que la precedieron y las subsiguientes. En el fondo, toda sociedad que acaba dominando se considera la mejor. A medida que vamos adquiriendo poder, ese poder se va definiendo cada vez más como un fenómeno natural y no cultural. Describimos a nuestros enemigos como a extranjeros feos y a nuestros subordinados como inferiores. Inventamos jerarquías que den sentido a nuestras propias categorías. Algún día, dentro de mil años, puede que en el museo de otro país lo que se exhiba tras las vitrinas sean huesos europeos, porque lo que se consideraba una sociedad avanzada fue reemplazada por una nueva. Cien años no son nada, a lo largo de un milenio todo cambia. Por lo tanto, ninguna región, ningún pueblo puede reivindicar su superioridad.

El argumento racial es un contraargumento que implica que nacemos diferentes, que nuestros cuerpos (quizá hasta nuestro carácter o intelecto) son distintos por dentro como lo son por fuera. La idea es que los grupos humanos ostentan ciertas características innatas. Algunas se aprecian a simple vista, están a flor de piel, y otras afectan a nuestras capacidades físicas o mentales. Quizá puedan incluso ayudarnos a definir el progreso, si estudiamos los éxitos y fracasos de las naciones de las que descendían nuestros antepasados.

Las nociones de inferioridad y superioridad nos afectan profundamente en diversos aspectos. Un anciano de Bangalore, al sur de la India, me contaba que comía su chapati con tenedor y cuchillo porque los británicos comían así. Mi bisabuelo luchó en la Primera Guerra Mundial con el Imperio británico y mi abuelo en la Segunda, pero su contribución ha caído en el olvido, al igual que la de miles de soldados hindúes a los que no se consideraba iguales a sus homólogos británicos. Así eran las cosas. Varias generaciones del siglo xx vivieron bajo dominio colonial, padecieron el apartheid y la segregación, fueron víctimas de violencia racista y discriminación porque las cosas eran así. Cuando los chicos del colegio nos tiraban piedras a mi hermana y a mí de pequeñas y nos gritaban que volviéramos a casa, había que aceptarlo porque la vida era así y, mientras sangraba, lo tenía muy presente. Para muchos la vida sigue siendo así.

El concepto de raza moldeado por el poder ha adquirido vida propia. Hemos hecho nuestras estas clasificaciones (formuladas por primera vez por científicos como Blumenbach) hasta el punto de que no nos duele en prendas autoclasificarnos. Muchos de los visitantes que acuden al Museo Británico por primera vez buscan el lugar que ocupan en estas salas. Los turistas chinos suelen ir directamente a admirar los artefactos de la dinastía Tang y los griegos se dirigen rápidamente hacia los mármoles del Partenón. La primera vez que yo visité el museo fui a ver inmediatamente aquellas salas donde había objetos de la India. Mis padres habían nacido allí, al igual que sus padres y los padres de sus padres, de manera que pensé que ahí es donde encontraría los artefactos más relevantes para mi historia personal. Muchos visitantes sienten el mismo deseo de averiguar quiénes fueron sus antepasados y qué logró su pueblo. Queremos contemplarnos en el pasado y olvidamos que todas las colecciones del museo nos pertenecen a todos en nuestra calidad de seres humanos. Cada uno de nosotros somos el resultado de todo lo que vemos.

Evidentemente, esa no es la lección que extraemos porque el museo no fue diseñado para enseñárnosla. ¿Por qué se encuentran todos estos objetos en vitrinas de cristal fijadas al suelo, por qué están en estas habitaciones en vez de donde fueron fabricados? ¿Por qué viven en un museo de Londres cuyas columnatas neoclásicas se pierden en el cielo húmedo y gris? ¿Por qué hay aquí huesos de africanos, por qué no los dejaron reposar en las magníficas tumbas, creadas para ellos, donde fueron enterrados y supuestamente habían de vivir por toda la eternidad?

Porque el poder funciona así: expolia, reclama y se queda con todo lo que puede. Te hace creer que estos objetos deben estar en este museo diseñado para ponerte en tu sitio.

Si nos fijamos en el equilibrio de poder que existía en la esfera internacional del siglo xviii, veremos que los tesoros del mundo entero solo podían acabar en un museo como este, porque Gran Bretaña era una de las naciones más poderosas de la época, la colonizadora más reciente junto a otras naciones europeas. Eran los nuevos vencedores y se arrogaron el derecho a expoliar, a documentar la historia a su manera y a decidir qué datos sobre la humanidad eran «científicos». Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón. Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza superior redefiniendo así nuestra realidad. No era verdad.

1. En la noche de los tiempos

¿Somos una única especie humana o no?

Siento que estoy atravesando un territorio inexplorado al conducir tierra adentro por una carretera llena de cadáveres de pobres canguros, a unos 300 kilómetros de Perth, una ciudad de Australia Occidental. Estoy en el extremo opuesto del lugar que considero mi hogar y todo lo que veo me resulta extraño. Pájaros cuya existencia desconocía emiten sonidos que no había oído nunca y las ramas muertas de árboles plateados parecen dedos extendidos de esqueletos que brotan de la tierra roja, fina y suelta. Veo rocas gigantescas, expuestas a la intemperie durante miles de millones de años y convertidas en amasijos amorfos que semejan naves espaciales mohosas. Imagino que he sido transportada a una galaxia en la que los seres humanos no tienen cabida porque está situada más allá del tiempo.

Pero en un oscuro refugio situado bajo una roca ondulante hay huellas de manos.

La cueva Mulka es uno de los muchos lugares de Australia donde se ha hallado arte rupestre, pero lo que la hace única en la región es la gran cantidad de pinturas que contiene. Tengo que agacharme para entrar y avanzar en la oscuridad. Al principio solo veo una mano de color rojo ocre sobre el granito iluminado por un difuso rayo de luz. Cuando mis ojos consiguen enfocar la imagen, aparecen más manos: manos infantiles, manos adultas, manos sobre manos, manos por todo el techo, cientos de ellas rojas, amarillas, blancas y color naranja. A media luz se ven más claramente, como si quisieran salir de las paredes de roca para chocar los cinco con el visitante. Descubro asimismo unas cuantas líneas paralelas, posiblemente el esbozo difuso de un dingo.

No es fácil datar estas imágenes porque algunas tienen una antigüedad de miles de años y otras son muy recientes. Lo único que sabemos es que en este continente el arte rupestre se remonta a lo que en términos culturales se considera la noche de los tiempos. Cuando en 2017 los arqueólogos empezaron a excavar en la roca Madjedbebe, situada en la Tierra de Arnhem, al norte de Australia, estimaron que existieron seres humanos modernos en la región desde hace unos 60 000 años, mucho antes que en Europa. De hecho, hace tanto tiempo, que los habitantes de estas tierras fueron testigos de una era glacial y asistieron a la extinción de los mamíferos gigantes. Puede que fueran artistas desde el principio. Uno de los arqueólogos de Madjedbebe me contó que habían encontrado ocho restos de «lápices» de color ocre muy gastados. A orillas del lago Mungo, en Nueva Gales del Sur, se hallaron en una excavación arqueológica restos de 42 000 años de antigüedad. Hay indicios de enterramientos ceremoniales y cuerpos decorados con pigmento ocre que debieron transportarse cientos de kilómetros para ser enterrados allí.

«La huella de una mano puede significar algo muy diferente en distintas sociedades e incluso en el seno de una misma sociedad», afirma Benjamin Smith, un especialista británico en arte rupestre que trabaja en la University of Western Australia. Puede expresar el hecho de que alguien estuvo ahí, pero también puede adoptar significados más complejos. Los expertos como él intentan descifrar el sentido del arte antiguo de cualquier lugar del mundo, pero solo son capaces de arañar superficialmente sistemas de pensamiento tan antiguos que la tradición filosófica occidental no los puede explicar. En Australia, una roca no es solo una roca. La relación que tienen las comunidades indígenas con la tierra e incluso con los objetos inanimados carece de fronteras: todo y todos están interrelacionados.

Lo que me había parecido una zona asilvestrada no es en absoluto tan salvaje como había imaginado; es el hogar de muchas más formas de vida de las que habría creído posible. Incontables generaciones fueron acumulando aquí conocimientos sobre fuentes de alimento y navegación. Dieron forma al paisaje de forma sostenible a lo largo de milenios, creando un vínculo espiritual con él, con su flora y su fauna únicas. Poco a poco voy aprendiendo que en la Australia indígena el individuo parece fundirse con el mundo que le rodea. El tiempo, el espacio y el objeto adquieren dimensiones diferentes y nadie que no se haya criado en el seno de esta cultura en este lugar puede entenderlo. Sé que podría pasarme el resto de la vida intentando comprenderlo sin avanzar un paso más allá de donde estoy ahora: sola, de pie, en esta cueva.

No podemos penetrar en las mentes ajenas.

Era una adolescente cuando descubrí que mi madre desconocía la fecha exacta de su nacimiento. Siempre celebrábamos su cumpleaños el mismo día de octubre y un año nos comentó de pasada que sus hermanas creían que había nacido en verano. Mi madre creció en la India, donde no era muy habitual recordar datos. Me sorprendió que no le importara y mi desconcierto la hizo reír. Para ella, lo esencial era la intrincada red de relaciones familiares, el lugar que ocupaba en la sociedad y su destino escrito en las estrellas. En aquel momento me di cuenta de que solo valoramos las cosas que conocemos. Yo, por ejemplo, comparo toda ciudad que visito con Londres, donde nací. Es el centro de mi universo.

Para los arqueólogos supone todo un reto interpretar el pasado descifrando culturas que no son las suyas. «Los arqueólogos llevamos mucho tiempo intentando determinar qué es ese rasgo que nos hace especiales», dice Smith, que antes de trabajar en Australia pasó dieciséis años excavando en el sur de África. Su trabajo le ha llevado a la cuna de la humanidad, donde ha estado hurgando entre los restos de los inicios de nuestra especie. No es una empresa fácil. Resulta sorprendentemente difícil datar con exactitud el surgimiento del Homo sapiens. Se han hallado fósiles de personas que compartían nuestros rasgos faciales, con una antigüedad estimada de entre 100 000 y 300 000 años. En África se han encontrado representaciones artísticas, o al menos signos color ocre, de hace más de 100 000 años, de antes incluso del inicio de las migraciones que sacaron a nuestros ancestros africanos del continente y les permitieron ir poblando lentamente otras regiones del mundo, incluida Australia. «Una de las cosas que nos caracteriza como especie es la capacidad de producir arte complejo», me dice Benjamin Smith.

Cuando nuestros ancestros se dedicaban al arte hace unos cientos de milenios, el mundo no era en absoluto lo que es hoy. Hace más de 40 000 años los humanos más modernos, los Homo sapiens, no eran los únicos que vagabundeaban por el planeta. Lo compartían con humanos más arcaicos como, por ejemplo, los neandertales (a los que a veces se ha denominado «hombres de las cavernas» porque sus huesos se han hallado en cuevas), que vivían en Europa y en ciertas zonas de Asia occidental y central. Hoy sabemos que también vagaban por ahí los denisovanos, cuyos restos se han encontrado en cuevas calizas de Siberia, y cuyo territorio probablemente se extendiera por todo el sudeste asiático y Papúa Nueva Guinea. En momentos puntuales del pasado hubo otros tipos humanos, pero aún no se ha logrado identificar ni poner nombre a la mayoría de ellos.

En la noche de los tiempos todos compartíamos el planeta e incluso vivíamos unos junto a otros en ciertos momentos y lugares concretos. Algunos académicos consideran que ese instante cosmopolita de nuestra historia más antigua es el corazón de lo que significa ser moderno. Casi siempre imaginamos a estos antiquísimos humanos como si fueran bestias simiescas. Pensamos que debemos tener alguna cualidad de la que ellos carecían, algo que nos dio la ventaja, la habilidad de sobrevivir y prosperar mientras ellos se extinguían. Se ha abusado mucho del término «neandertal». Los diccionarios nos dicen que fue una especie humana, ya extinta, que vivió en Europa en la Edad del Hielo, pero existe una segunda acepción: hombre tosco, poco civilizado y de escasa inteligencia. Smith me explica que los neandertales y el Homo erectus fabricaban las mismas herramientas que nosotros, los Homo sapiens, pero señala que, según los datos de los que disponemos, carecían de la capacidad de pensamiento simbólico, no hablaban en tiempo pasado o futuro y no producían arte como el nuestro. En su opinión, fueron estas capacidades las que nos hicieron modernos, una especie aparte.

Lo que «nos» separa de «ellos» es el núcleo de lo que somos, y conviene tener en cuenta que al investigar esta cuestión no nos limitamos a formular una pregunta sobre nuestro pasado. Hoy parece tan evidente lo que es un ser humano, que toda aclaración al respecto semeja estar de más y nos resulta increíble que las cosas fueran diferentes hace no mucho tiempo. En los siglos xix y xx, cuando los arqueólogos encontraron fósiles de otras especies humanas extintas en la actualidad, empezaron a preguntarse hasta qué punto se podía decir que todos los Homo sapiens vivos eran iguales. Hace no mucho, en la década de los sesenta, el hecho de que un científico creyera que los humanos modernos habían evolucionado de modo independiente, en diversas partes del mundo y a partir de formas arcaicas sin conexión entre sí, aún no suscitaba controversia. Pero lo cierto es que sigue inquietando la incertidumbre que impera en este asunto, y el debate científico en torno a lo que convierte a un ser humano moderno en un ser humano moderno es más intenso que nunca.

Puede que todo esto parezca absurdo desde nuestro punto de vista del siglo xxi. La idea más generalizada es que tenemos el origen común que describe la hipótesis «fuera de África». En las últimas décadas, los datos científicos han confirmado que el Homo sapiens evolucionó a partir de un pueblo africano antes de que algunos de estos pueblos emigraran hacia el resto del mundo, hace unos 100 000 años, y se adaptaran de mil pequeñas formas a sus nuevas condiciones medioambientales. Los pueblos de África misma también cambiaron y se adaptaron en diversos grados, dependiendo de la región que habitaran. Pero, en general, los humanos modernos eran y siguen siendo una única especie: Homo sapiens. Somos especiales y somos uno. Esto es ni más ni menos que un credo científico.

Sin embargo, no es una opinión compartida de manera unánime en la academia y en algunos países ni siquiera es la teoría dominante. Hay científicos que creen que los humanos modernos no salieron de África en un periodo evolutivo relativamente reciente, sino que las poblaciones de cada continente entraron en la modernidad por separado y a partir de ancestros que ya vivían allí hace millones de años. En otras palabras: hubo grupos de personas que se hicieron humanos, tal y como entendemos el término hoy, en momentos diferentes y en lugares distintos. Algunos llegan incluso a preguntarse si esta idea de una evolución por separado hacia el humano moderno podría explicar lo que hoy denominamos «diferencias raciales». Si fuera así, puede que las diferencias entre «razas» sean algo más profundo de lo que pensamos.

***

En uno de los primeros relatos europeos sobre los indígenas australianos, el pirata y explorador del siglo xvii, William Dampier, los describe como «el pueblo más miserable del mundo».

Dampier y los colonos británicos que le siguieron hasta el continente despreciaban a sus vecinos, a los que consideraban salvajes atrapados en el inmovilismo cultural desde que surgieron o emigraron allí, por mucho tiempo que hiciera. Los expertos en cultura Kay Anderson, de la Western Sydney University, y Colin Perrin, un investigador independiente, han documentado el estupor que experimentaron los europeos cuando llegaron a Australia. «Los aborígenes que no practicaban la agricultura inquietaban profundamente a los colonos», escriben. No construían casas, no practicaban la agricultura ni criaban ganado. No se explicaban cómo esas personas, si eran humanos como ellos, no habían «mejorado» adaptándose a estos procesos. ¿Por qué eran tan distintos a los europeos?

Las cosas fueron más allá del choque cultural. Los europeos estaban desconcertados, o quizá simplemente no quisieran intentar entender a los habitantes originales del continente, porque en el siglo xviii tenían que justificar que estaban ocupando un territorio que querían reclamar para sí mismos. El paisaje debía ser el mismo que al principio de los tiempos, porque no veían que se hubiera introducido en él modificación alguna. Si la tierra no se había cultivado, según las leyes occidentales era terra nullius: no pertenecía a nadie.

Por la misma regla de tres, si los habitantes pertenecían al pasado, a una era premoderna, sus días estaban con­­tados. «Consideraban que los indígenas australianos se encontraban en un estadio evolutivo primitivo y fosilizado», me comenta Billy Griffiths, un joven historiador australiano que ha documentado la historia de la arqueología en su país y cuestionado la primitiva descripción de los nativos como agua estancada en el aspecto evolutivo. Al menos uno de los primeros exploradores se negó a creer que eran los artífices del arte rupestre que vio. Se pensaba que estaban en una fase más primitiva de la historia de Occidente, que eran la encarnación de una forma antigua, de un peldaño en la escala evolutiva. Desde el momento en el que los encontraron, pensaron que los aborígenes australianos no tenían historia propia. Parecían haber vivido aislados y ofrecían una especie de retrospectiva de la vida humana anterior a la civilización. En 1958, el distinguido y ya fallecido arqueólogo australiano, John Mulvaney, escribió que para los victorianos Australia era «un museo de la humanidad primigenia». Escritores y académicos siguieron refiriéndose a ellos como los hombres de «la Edad de Piedra» hasta finales del siglo xx.

Es cierto que las culturas indígenas mantienen vínculos duraderos con sus ancestros preservando una tradición milenaria. «El pasado remoto es un legado vivo», me dice Griffiths. «Los aborígenes australianos lo sienten en sus huesos […] existen asombrosos relatos sobre sucesos dramáticos preservados en una tradición oral que habla, por ejemplo, de la subida de las aguas del océano al final de la última Edad de Hielo, de colinas convertidas en islas, de la erupción de volcanes en Victoria occidental e incluso del impacto de meteoritos en distintos momentos». Pero eso no significa que su estilo de vida no haya cambiado nunca. Los colonos europeos no supieron entenderlo y la imagen que se creó entonces persistió hasta la segunda mitad del siglo xx.

«No mostraron el más mínimo respeto por los extraordinarios sistemas de comprensión de los indígenas australianos ni por su forma de gestionar una tierra que llevaban cultivando milenios», explica Griffiths. «Durante miles de años esta tierra había estado repleta de historias y canciones, la habían cultivado con estacas, con fuego y con sus propias manos. Hubo enormes cambios medioambientales, sociales, políticos y culturales mientras estos pueblos vivieron en Australia». Sus vidas nunca han sido estáticas. El escritor Bruce Pascoe afirma en su libro, Dark Emu, Black Seeds (2014), lo que ya habían dicho otros académicos: que su forma de gestionar la tierra era tan sofisticada y exitosa, incluida la recolección y la pesca, que equivalía a la agricultura y a las labores de granja.

Sin embargo, los colonos no valoraron nada de lo que vieron. Para quienes se han criado y viven en ciudades, la industrialización sigue siendo la imagen de la civilización. «Es absurdo situar a una sociedad industrial por encima de una sociedad de cazadores-recolectores», me recuerda Benjamin Smith. No es algo fácil de aceptar cuando te has criado en una sociedad que te dice que los rascacielos de hormigón son el símbolo de la cultura avanzada. Sin embargo, desde el punto de vista de las gentes que vivieron en la noche de los tiempos durante milenios más que siglos, en un contexto histórico de larga duración, todo se ve con mayor claridad. Los imperios y las ciudades decaen y caen. Han sido las pequeñas comunidades indí­­genas, cuyas sociedades no tienen muchos cientos, sino muchos miles de años de antigüedad, las que han sobrevivido a todo. «La arqueología nos demuestra que todas las sociedades son increíblemente sofisticadas, solo que esa sofisticación se expresa de manera diferente», prosigue Smith. «Ellos pensaron su mundo y quizá consideraran que era un lugar mejor para vivir que el de los blancos. Aunque carezcan de sofisticación tecnológica, los miembros de estas sociedades tienen mucho más tiempo libre que los de las sociedades occidentales, tasas de suicidio más bajas y un mejor nivel de vida en muchos aspectos».

Hace pocas décadas que los australianos han empezado a respetar a las culturas indígenas y a estar orgullosos de ellas. Pero incluso hoy se aprecia la resistencia de algunos australianos no aborígenes, sobre todo porque los datos arqueológicos han dejado muy claro que los nativos, de hecho, llevaban ocupando esos territorios no miles, sino muchas decenas de miles de años. «Cuando a mediados del siglo xx se hizo público que estos pueblos llevaban aquí desde la noche de los tiempos […] la gente se lo tomó como una puesta en cuestión de la presencia de una nación de colonos cuya historia era meramente superficial. Todo esto está entreverado con cierta dosis de ansiedad cultural —afirma Griffiths—, porque cuestiona la legitimidad de la presencia blanca aquí».

Los colonos europeos del siglo xix no lograron conectar con las gentes que hallaron. Se negaron a aceptar que eran los auténticos habitantes de aquellas tierras y los descartaron con un apresuramiento propio de mercenarios. Los nativos de Tierra del Fuego, situada en la punta más extrema de Sudamérica, sorprendieron al biólogo Charles Darwin en uno de sus viajes por su desnudez y su aparente salvajismo. Ocupaban el último peldaño de la jerarquía racial humana junto a los australianos y los tasmanos. Un observador afirmó que «descendían a la tumba», pues, como me explica Griffiths, se creía que estaban condenados a la extinción. «La idea dominante era que se extinguirían pronto. Se habló mucho de “facilitar la extinción de una raza moribunda”».

Facilitar la extinción fue una tarea sangrienta. Las enfermedades que precedieron a la invasión se cobraron el mayor número de víctimas. Pero a partir de septiembre de 1794, seis años después de que la primera flota de buques británicos llegara a lo que posteriormente sería Sídney y hasta bien entrado el siglo xx, cientos de masacres contribuyeron asimismo a reducir el número de los indígenas de forma lenta pero inexorable. Según las últimas estimaciones, su número se redujo hasta en un 80%. Murieron cientos de miles de personas, cuando no a causa de la viruela u otras enfermedades que los barcos europeos llevaron a Australia, directamente a manos de individuos, bandas y en ciertos momentos incluso de la policía. Según Griffiths, el genocidio cultural fue igual de implacable. Tenían prohibido practicar su cultura y hablar su lengua. «Muchas personas ocultaban su identidad, lo que contribuyó asimismo al declive de la población indígena».

En 1869 el Gobierno australiano aprobó una ley que permitía separar a los niños de sus padres, por la fuerza de ser necesario, especialmente cuando se trataba de mestizos, a los que en la jerga de la época se describía como de «media casta», de «cuarto de casta» o de «castas» descritas en fracciones aún más pequeñas. El informe oficial de 1997, que enumera los efectos que tuvo esta política sobre una «generación robada» que quedó marcada para siempre, es un auténtico catálogo de horrores. En Queensland y Australia Occidental, los gobiernos obligaron a la gente a vivir en asentamientos y misiones. Separaban a los niños de sus padres a los cuatro años y los alojaban en dormitorios hasta que cumplían los catorce y podían mandarlos a trabajar. Las niñas indígenas que quedaban embarazadas eran enviadas de vuelta a las misiones o dormitorios hasta que daban a luz, tras lo cual el proceso de separación volvía a empezar.

En la década de 1930, en torno a la mitad de los aborígenes de Queensland vivía en instituciones donde la vida era desoladora, con altas tasas de enfermedad y malnutrición. Controlaban estrictamente su conducta por miedo a que recayeran en la «inmoralidad» propia de sus comunidades de origen. Los niños solo salían de las misiones y dormitorios cuando se necesitaba fuerza de trabajo barata; las chicas solían colocarse de criadas y los chicos ayudaban en el campo. Se los consideraba mentalmente incapaces de realizar cualquier otro tipo de trabajo. La historiadora Meg Parson describe lo que ocurrió cuando se quiso «crear una nueva versión de los aborígenes y convertirlos en súbditos y trabajadores adecuados para el Queensland blanco».

La madre y la abuela de Gail Beck, una activista indígena de Perth, fueron obligadas a vivir así. Gail era enfermera, pero actualmente trabaja en el South West Aboriginal Land and Sea Council e intenta reclamar el derecho a la tierra de su comunidad local, los Noongar. La visito en su casa, en la pintoresca ciudad portuaria de Freemantle, y hablamos mientras cocina. Esperamos la visita de los aborígenes de la rama australiana de su familia. Me doy cuenta de que no sabe cómo cuantificar el dolor y la pérdida.

Gail tiene sesenta años, pero no conoció su verdadera historia familiar, no supo que descendía de indígenas hasta los treinta. Le dijeron que era italiana, una mentira con la que su madre explicaba el tono oliváceo de su piel, aterrorizada ante la posibilidad de que las autoridades la separaran de ella, como había ocurrido en su caso. De manera que se montó una conspiración de silencio y nadie le contó que su abuela había sido una niña de la «generación robada», una «media casta» arrebatada a su familia e internada en una misión católica en 1911, a los dos años. Allí abusaron de ella física, mental y sexualmente. «La mandaron a servir a los trece años y no le pagaban. Así vivió hasta que se hizo adulta». La madre de Gail tuvo un destino similar. Estuvo bajo la tutela de las monjas de la misión desde el día de su nacimiento. Cuando creció, le pegaron y le quemaron. «Las Hermanas de la Caridad eran muy crueles», me cuenta Gail.

Se enteró de repente del pasado de su familia y lo confirmó con la documentación de su abuela. «Lloré un mar de lágrimas». Gail adquirió de inmediato una nueva identidad que quería entender desesperadamente y a la que deseaba sentirse vinculada. Le costó seis años encontrar a la rama de la familia que le habían ocultado y desde entonces se ha dedicado a absorber su cultura. Me enseña sus mantas y dibujos, con motivos que han hecho famosos a los artistas aborígenes australianos. Ha intentado aprender la lengua nativa, pero les resulta muy difícil. Vi­­ve como la mayoría de los australianos blancos, en una bonita casa de un hermoso barrio residencial, y el conocimiento que tiene del modo de vida de su abuela es bastante fragmentario.

«Vivimos en un luto permanente y la gente no lo entiende», me dice. «La pérdida de los niños no afectó solo a la familia nuclear, sino a toda la comunidad». Quizá, la mayor tragedia de todas sea que el modo de vida que hubiera podido tener, los conocimientos y la lengua que le hubieran enseñado de niña, la relación que podía haber tenido con el entorno local acabaron aplastados bajo la bota de quienes se consideraban la raza superior. Tras la lle­­ga­­da de los europeos, hasta la creación artística entró en crisis. Los aborígenes no recuperaron legalmente los de­­rechos sobre sus tierras hasta 1976. Hasta entonces, las víctimas no tuvieron elección. «Se les prohibió practicar su cultura, hablar su lengua o contraer matrimonios interraciales». Les dijeron que eran inferiores, que llevaban una vida vergonzosa, y adoptaron otros modos de vida porque los europeos los consideraban mejores.

«Fue una infamia».

***

No lloro fácilmente, pero cuando volvía en el coche lloré por Gail Beck. No hay balanza de la justicia que pueda justificar lo que pasó. No me refiero solo a los abusos, a los traumas, a los niños separados de sus padres, a los asesinatos, sino también a las vidas que hombres y mujeres como ellos nunca tuvieron la oportunidad de vivir.

En las últimas décadas los especialistas han intentado reconstruir el pasado pieza a pieza y entender lo que pasó. A medida que avanzan, con ayuda de australianos ordinarios, en el largo proceso de evaluar el daño causado y su impacto, descubrimos un relato más general sobre la diferencia humana. Habla de cómo unas gentes trazaron fronteras en torno a otros grupos humanos, de lo profundamente arraigadas que estaban y de lo antiguas que son. Se trata de los parámetros de lo que hoy llamamos raza.

Ese mismo día vi a Martin Porr, un arqueólogo alemán especialista en los orígenes de la humanidad que trabaja en la University of Western Australia. Cree, como muchos arqueólogos hoy en día, que su profesión sufre el lastre del colonialismo. Cuando tuvieron lugar los primeros encuentros entre europeos y australianos, cuando se fijaron las reglas del trato mutuo, la ciencia y la arqueología fueron parte de todo ello y siguen siéndolo. En opinión de Porr, se fue tejiendo un relato que comienza con la Ilustración y el nacimiento de la ciencia occidental. El pensamiento ilustrado reforzó la idea de la unicidad humana, una cualidad biológica esencial que elevaba a los humanos por encima del resto de las criaturas. Hoy manejamos ese mismo concepto, que consideramos positivo e inclusivo, algo digno de alabanza. Pero hay que advertir, como señala Porr, que esta forma universal moderna de entender el origen humano se fraguó en una época en la que el mundo era muy diferente y se propugnaba mucho menos el entendimiento entre culturas. Cuando los pensadores europeos fijaron los estándares de lo que consideraban un ser humano moderno, muchos tuvieron en cuenta sus propias experiencias y lo que se valoraba en aquella época.

Cierto número de pensadores ilustrados, entre ellos los destacados filósofos alemanes Immanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel, definieron a la humanidad sin tener mucha idea de cómo vivían o qué aspecto tenían gran parte de los seres humanos. Las gentes que vivían en otras tierras, incluidos los indígenas del Nuevo Mundo y de Australia, solían ser un misterio para ellos. «La idea de explicar el origen de los seres humanos de forma universal surgió en una época en la que los varones blancos europeos solo tenían un acceso indirecto a la información disponible sobre otros pueblos del mundo, a los que contemplaban a través del prisma del colonialismo», me explica Porr. De manera que cuando salieron al mundo real y encontraron pueblos que no se parecían a ellos y llevaban un modo de vida que ellos habían descartado, lo primero que debieron preguntarse fue: ¿son iguales que nosotros?

«Definir a la humanidad en un sentido universal puede acabar siendo muy restrictivo y la gente del siglo xviii era absolutamente eurocéntrica. Evidentemente, otros pueblos no cumplían los estándares fijados por sus definiciones», prosigue Porr. Los europeos determinaron los parámetros de lo que era un ser humano de forma muy restrictiva; se consideraban un paradigma en el que, obviamente, no encajaban la mayoría de los pueblos. No compartían necesariamente el mismo sentido estético, los mismos sistemas políticos ni idénticos valores morales, por no hablar de la gastronomía y las costumbres. Al universalizar a la humanidad, los pensadores ilustrados habían sentado, sin saberlo, las bases para dividirla.

La ciencia moderna nació lastrada por este error fatal, que ha persistido durante siglos y presumiblemente se mantiene hoy. El antropólogo británico Tim Ingold señala que se trata de una ciencia de los orígenes humanos «que ha escrito la esencia de la humanidad a su imagen y semejanza y mide a otros pueblos según estén más o menos a su altura».

«Cuando estudias a gigantes del siglo xviii como Kant y Hegel te das cuenta de lo racistas que eran. ¡Eran increíblemente racistas!», señala Porr. En Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1794) Kant afirma: «Los negros de África no tienen sentimientos ele­­vados, solo triviales». Cuando se topó con un carpintero espabilado le despidió alegando que, puesto que «el tipo era negro de la cabeza a los pies, evidentemente lo que afirmaba era estúpido». Hubo unos pocos pensadores ilustrados que se resistieran a la idea de la jerarquía racial, pero muchos, incluidos el filósofo francés Voltaire y el filósofo escocés David Hume, no veían contradicción alguna entre valores como la libertad y la fraternidad y su idea de que los no-blancos eran inferiores a los blancos de forma innata.

En el siglo xix se creía que quienes no vivían como los europeos todavía no habían desarrollado todo su potencial como seres humanos. Aún hoy, señala Porr, cuando los científicos debaten sobre el origen del hombre, se les puede pillar describiendo al Homo sapiens en términos económicos decimonónicos. Se dice que eran «mejores» y «más rápidos» que otras especies humanas. La hipótesis implícita es que una mayor productividad, un mayor dominio de la naturaleza y la existencia de asentamientos y ciudades constituyen los signos del progreso humano, incluso de la evolución. Cuanto más por encima de la naturaleza estemos, mejores seremos como seres humanos. Esta forma de pensar obliga a clasificar a la gente en una escala que va de la cercanía a la naturaleza al distanciamiento de ella, de los menos evolucionados a los más evolucionados, de lo peor a lo mejor. La historia nos ha demostrado que solo hay un pequeño paso de la fe en la superioridad cultural a la creencia en la superioridad biológica que atribuye los logros de un grupo a sus capacidades innatas.

A principios del siglo xix, los europeos no tardaron en mezclar lo que consideraban carencias de otros pueblos con observaciones sobre su aspecto. Los especialistas en estudios culturales Kay Anderson y Colin Perrin explican que, en ese siglo, la raza lo era todo. Un escritor de la época señalaba que los nativos de Australia diferían de «cualquier otra raza humana por sus rasgos, complexión, hábitos y lengua». Su piel oscura y sus rasgos faciales diferentes se convirtieron en marcadores de ajenidad y en signos de su diferencia permanente. Su incapacidad para cultivar la tierra, domesticar animales o vivir en casas se consideró parte integrante de su apariencia, lo que tuvo muchas implicaciones. Se podía recurrir a la raza en vez de a la historia para explicar no ya el fracaso de los aborígenes, sino por qué ninguna raza no blanca lograba estar a la altura del ideal europeo definido por los europeos mismos. Un aborigen australiano se equiparaba a un africano occidental exclusivamente por el color de su piel. Vivían en continentes diferentes, procedían de culturas totalmente distintas y tenían una historia propia, pero lo único que importaba era que ambos eran negros.

La piel blanca se convirtió en la medida visible de la modernidad humana.

Este ideal llegó a adoptar forma legal en Australia. «Cuando Australia se convirtió en un estado federal en 1901, en una única nación, una de las primeras leyes que se aprobaron en el Parlamento fue la Ley de Restricción de la Inmigración: la base de las políticas de la Australia blanca. Se intentó crear un vínculo nacional proclamando la superioridad de los blancos, prohibiendo la inmigración no europea e intentando asimilar primero y eliminar después la identidad de los aborígenes y de los isleños de Torres Strait Island», me explica Billy Griffiths. Lo que le ocurrió a la familia de Gail Beck fue el resultado de esos intentos de eliminar el color de Australia; en su caso, de eliminarlo de su línea materna a lo largo de las generaciones. «Se utilizaban expresiones horribles como “extirpar el color” de las líneas de los mestizos, cuarterones y octavones», añade Griffiths. El objetivo era reemplazar rápidamente a una raza por otra.

Cuando se llevaba a cabo esta limpieza étnica sancionada por el Estado, ya había tenido lugar una crisis en el seno de los círculos científicos. Desde la Ilustración, muchos pensadores europeos habían proclamado que la humanidad era una sola, que todos compartíamos las mismas capacidades comunes, la misma chispa de humanidad que hacía posible la perfectibilidad incluso de los considerados «miserables», siempre y cuando se invirtiera en ello el esfuerzo necesario. Aunque hubiera una jerarquía racial, aunque hubiera seres humanos mejores que otros, todos eran humanos. Pero en el siglo xix, cuando los europeos encontraron nuevos pueblos en otras partes del mundo, cuando empezaron a ver lo variada que era nuestra especie y no lograban «mejorar» a los pueblos como querían, hubo quien empezó a dudar seriamente de esta preciada idea.

A principios del siglo xix algunos pensadores abandonaron la idea ilustrada de una humanidad única con orígenes comunes. Los científicos empezaron a preguntarse si realmente todos formábamos parte de la misma especie.

No fue solo a causa del racismo. Los científicos occidentales pensaron el mundo desde el lugar en el que se encontraban. En los primeros tiempos de la arqueología, Europa fue el punto de referencia para todos los investigadores del globo, que obtuvieron los primeros datos de fósiles hallados en ese continente antes de que nadie pudiera demostrar los orígenes africanos de los seres humanos. John Shea, profesor de Antropología de la Stony Brook University de Nueva York, me explica que esto creó un problema de indexación. «Cuando dispones de una serie de observaciones te dejas guiar más por las primeras que por las últimas. Nuestras primeras observaciones sobre la evolución humana se basaron en los datos arqueológicos de Europa». Las primeras migraciones desde África fueron en dirección este, no oeste; de ahí que haya elefantes tanto en Asia como en África. Los humanos no son oriundos de Europa; de hecho, era un lugar tan poco hospitalario en aquella época que a nadie se le hubiera ocurrido emigrar allí; Australia era, sin duda, un destino mejor. Pero como fue en Europa donde vivieron y trabajaron los primeros arqueólogos, este punto geográfico se convirtió en el núcleo de las teorías sobre el pasado. En algunas de las excavaciones arqueológicas europeas más antiguas se ha encontrado arte rupestre bastante sofisticado, de manera que, a la hora de indexar, estos primeros arqueólogos, que literalmente cavaban en la puerta de su casa, lógicamente asumieron que la utilización de símbolos e imágenes debía ser un signo de la modernidad humana, uno de esos rasgos que nos hacen especiales. Pero el primer Homo sapiens no llegó a Europa hasta hace unos 45 000 años. Cuando se excavó en África se hallaron restos de hasta 200 000 años de antigüedad y no siempre había indicios de símbolos o arte figurativo. «Los arqueólogos hallaron la forma de superar este problema», me dice Shea. «Dijeron: “de acuerdo, estos africanos y asiáticos antiguos parecen morfológicamente modernos, pero su forma de actuar demuestra que no lo son, que aún no son modernos del todo”». Decidieron que, aunque estos pueblos tenían el aspecto de humanos modernos, por alguna razón no actuaban como tales.

En vez de reformular lo que significaba ser un humano moderno —eliminando, por ejemplo, el requisito de la producción artística que el Homo sapiens supuestamente había desarrollado casi inmediatamente después del surgimiento de nuestra especie—, convirtieron la historia del resto del mundo en un rompecabezas que había que resolver. Fue un paso en falso que sigue teniendo repercusiones hoy. Si lo que distingue a nuestra especie de los neandertales y otros es el arte, ¿en qué momento exactamente nos convertimos en nuestra especie? ¿Hace 45 000 años, cuando creamos arte sofisticado en las cavernas de Europa, o hace 100 000 años, cuando, como sabemos ahora, otros pueblos ya usaban el ocre para dibujar? Y si hallamos pruebas de que los neandertales u otros humanos arcaicos desarrollaron el pensamiento simbólico y produjeron arte figurativo, ¿habrá que decir que son modernos? «La modernidad conductual es un diagnóstico», afirma Shea. «Lo único que pueden hacer los arqueólogos es hurgar por ahí buscando más pruebas que confirmen ese diagnóstico de modernidad».

En el siglo xix, la incertidumbre sobre lo que constituía un ser humano moderno se llevó un paso más allá. ¿Podía considerarse modernos a los pueblos que no cultivaban la tierra ni vivían en casas de ladrillos? Y si no eran modernos, ¿pertenecíamos a la misma especie?

Australia, con toda su extraña ajenidad, supuso un reto especialmente difícil para los pensadores europeos. Anderson y Perrin afirman que el descubrimiento del continente contribuyó a acabar con la idea ilustrada de una única humanidad. Después de todo, era un lugar remoto donde había animales que no se veían en otra parte, como los canguros y los koalas, con su propia vegetación, flora y paisaje. «Basándose en sus observaciones sobre lo únicas que eran la flora y la fauna australianas, empezaron a sospechar que todo el continente había sido el resultado de una creación paralela», escriben. A los seres humanos de Australia se los consideraba tan exó­­ticos como a todo lo demás.

Martin Porr y su colega Jacqueline Matthews señalan que, cuando en 1856 hallaron en el valle Neander, en Alemania, los restos de lo que luego se denominó «neandertales», procedieron inmediatamente a compararlos con los indígenas australianos. Cinco años después, el biólogo inglés Thomas Huxley, defensor de la obra de Charles Darwin, describió los cráneos de los australianos como «maravillosamente parecidos» a los del «tipo degradado de Neandertal». Lo que insinuaban era evidente. Los científicos europeos asumieron que, si algún pueblo en la tierra tenía algo en común con humanos ya extintos, solo podía ser uno de esos extraños pueblos «salvajes» que llevaban una vida más cercana a la naturaleza y nunca habían encajado en su definición de lo que era un ser humano.

***

Nos pasamos la vida persiguiendo nuestros orígenes.

Cuando no encontramos lo que buscamos en el presente, retrocedemos y seguimos retrocediendo hasta que imaginamos que lo hallamos en la noche de los tiempos. Tras volver a introducirnos a la fuerza en el vientre de la humanidad, echamos un buen vistazo a las oscuras brumas del pasado. ¡Hela ahí!, decimos satisfechos. He ahí la raíz de nuestra diferencia.

Hubo un tiempo en el que los científicos creían que los aborígenes australianos iban un paso por detrás en la escala evolutiva y se parecían más a los neandertales que a nosotros, pero en 2010 se demostró que es muy probable que los europeos sean los portadores de la mayor gota metafórica de sangre neandertal del mundo. En enero de 2014, un equipo internacional de destacados arqueólogos, genetistas y antropólogos confirmó que fuera de África hubo mestizaje entre humanos y neandertales. Quienes tenemos antepasados europeos y asiáticos conservamos en nuestros linajes una muestra pequeña (hasta un 4% de nuestro ADN) pero tangible de estos humanos hoy extintos. En los pueblos de Asia y Australia también hay trazas de otro tipo de humano arcaico, el denisovano. De manera que en el pasado hubo todo tipo de cruces genéticos, también entre neandertales y denisovanos. Parece que en la noche de los tiempos los humanos no discriminaban mucho a la hora de tener relaciones sexuales.

«Somos más complejos de los que creíamos en un prin­­cipio», me explica John Shea. «Hace un tiempo creíamos que estos humanos arcaicos se cruzaron a menudo, luego que no lo hicieron en absoluto, y hoy pensamos que la verdad está en algún lugar intermedio».

Este descubrimiento tuvo importantes consecuencias. Sacó a la luz una controvertida teoría científica, a la sazón algo marginal, que había tenido un gran auge en las décadas anteriores. En abril de 1992 se había publicado un artículo en la revista Scientific American que tenía un título incendiario: «Evolución multirregional de los seres humanos». Los autores eran Alan Thorne, un famoso antropólogo australiano fallecido en 2012, y Milford Wolpoff, un agradable antropólogo norteamericano de la Universidad de Michigan, en la que aún sigue trabajando. Formularon una hipótesis sugiriendo que la diferencia entre humanos era más profunda, que quizá no salimos de África como humanos modernos totalmente equipados.

La idea ya se había debatido antes, pero Wolpoff afianzó su teoría en la década de 1970. «Viajé y observé, viajé y observé, viajé y observé», me explica. «Lo que vi fue que, a nivel de regiones extensas —me refiero a Europa, China, Australia… es decir, a regiones grandes, no a localidades pequeñas—, se apreciaba una enorme similitud entre los fósiles. No eran iguales, pero todos estaban evolucionando».

Wolpoff hizo su gran descubrimiento en 1981 cuando estudiaba un cráneo fosilizado en Indonesia, una de las regiones más cercanas a Australia, situada a poca dis­­tancia de sus costas septentrionales. Según las dataciones realizadas, el cráneo tenía un millón de años de antigüedad o más. Un millón de años entra en una escala de magnitud distinta, más antigua que la de los humanos modernos, y nos lleva a una fecha cientos de miles de años anterior al momento en el que nuestros antepasados empezaron a salir de África. No podía ser el ancestro de ninguna persona viva, pero a Wolpoff le sorprendió la similitud entre su estructura facial y la de los australianos de hoy en día. «Había reconstruido un fósil que se parecía tanto a un nativo australiano que casi se me cae de las manos. Me lo puse sobre las rodillas y su rostro me miró […]; cuando lo puse de lado y lo observé bien, me llevé una gran sorpresa».

Ya había trabajado antes con Alan Thorne, que realizaba investigaciones paralelas y compartía su teoría sobre el pasado. Juntos formularon la teoría de que el Homo sapiens no había evolucionado solo en África, sino que algunos de nuestros más vetustos ancestros evolucionaron hasta convertirse en humanos modernos después de haber salido de África y antes de mezclarse con otros grupos humanos para crear la especie única que hoy conocemos. En el artículo de Scientific American que dio a conocer su teoría multirregional al resto de investigadores afirmaron: «Algunos de los rasgos distintivos de grandes grupos humanos como los aborígenes australianos, los asiáticos y los europeos evolucionaron a lo largo de periodos prolongados en los mismos lugares en los que habitan hoy».

Describían a estos «tipos» de población, soslayando cautelosamente el término «raza». «En biología, una raza es una subespecie», me aclara Wolpoff cuando le pregunto. «Es parte de una especie que vive en su propia área geográfica, que tiene una anatomía y una morfología propias y puede procrear con otras subespecies afines […]; ya no hay subespecies. Puede que las hubiera en el pasado, se debate al respecto, pero sabemos con certeza que ya no quedan subespecies».

Muchos académicos hallaron la hipótesis de Wolpoff y Thorne poco convincente, ofensiva o ambas cosas. Según el historiador Billy Griffiths, la hipótesis multirregional de nuestro origen socava de raíz la idea básica de que todos somos humanos y nada más. Recuerda a una tradición intelectual anterior que consideraba a las «razas» especies distintas. «Da igual el lugar del mundo en el que nos encontremos, cuando miramos hacia el pasado remoto y vemos lo que ocurría en aquellos lapsos de tiempo increíblemente largos, lo hacemos a través del prisma del presente, de nuestros prejuicios, de manera que vemos lo que queremos ver», me dice. «La arqueología, como disciplina, está saturada de colonialismo, no puede negar sus raíces». El multirregionalismo se planteó atendiendo a la información disponible por entonces, pero también despertó ecos de colonialismo y conquista. «Los defensores de la hipótesis multirregional nunca podrán librarse de ese feo legado político».

Wolpoff siempre ha sido muy sensible a esta controversia. Tuvo que hacer frente a un aluvión de críticas cuando Thorne y él publicaron el artículo. «Éramos el enemigo», recuerda, «porque si teníamos razón, los seres humanos no podían proceder de un único tronco común […]. Nos dijeron que en realidad estábamos hablando de una evolución de las razas humanas en lugares diferentes e independientemente unas de otras».

Su teoría no se ha podido demostrar. La mayoría de los académicos occidentales y africanos aceptan la teoría de que los seres humanos se volvieron modernos en África y luego se adaptaron a los entornos en los que se integraron, por cierto, bastante recientemente, si tenemos en cuenta la escala evolutiva. Suponen que se adaptaron para sobrevivir asumiendo cambios superficiales como el color de la piel. Sin embargo, no todos están de acuerdo. En China, tanto el público como los académicos más punteros creen que sus ancestros se remontan a un pasado anterior a la supuesta migración desde África. Uno de los colaboradores de Wolpoff, el paleontólogo Wu Xinzhi, de la Academia China de las Ciencias, ha afirmado que cuentan con fósiles que demuestran que el Homo sapiens evolucionó en China independientemente, a partir de especies humanas arcaicas que ya vivían allí hace más de un millón de años. Sin embargo, los datos demuestran que las poblaciones chinas modernas tienen las mismas aportaciones genéticas de los humanos modernos que abandonaron África que cualquier otro pueblo no africano.

«A muchos pueblos les desagrada la idea de su origen africano», afirma Eleanor