Suya por ley - Catherine George - E-Book
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Suya por ley E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

Como responsable de Highfield Hall, Sophie tenía la intención de que el recién llegado tuviera una estancia con todas las comodidades. Hasta que se enteró de que se trataba de Jago Smith, quien, por cierto, no hacía el menor esfuerzo por ocultar la atracción que sentía por ella. Sus compañeros y amigos no conseguían comprender por qué no caía en las seductoras redes de Jago. Sin embargo, Sophie creía tener una buena razón para resistir: el señor Smith no era su príncipe azul, sino que se trataba del abogado que no había sabido librar a su hermano de la cárcel. Sophie estaba a punto de descubrir si la lealtad a la familia era más poderosa que la pasión...

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Catherine George

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Suya por ley, n.º 1337 - agosto 2014

Título original: Legally His

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4658-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

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Prólogo

El visitante que acudía a la vieja casona, cuya arquitectura de austera belleza parecía sacada de las páginas de una novela de Jane Austen, recibía una bienvenida invariablemente cálida. Sin embargo, el anticuado sistema de calefacción de la casa constituía un grave inconveniente para quien pretendiera pasar una gélida noche de invierno bajo su techo artesonado. Si alguna vez el calor ascendía hasta el último piso, se retiraba mucho antes de la hora de dormir, y el invitado en cuestión permanecía tiritando en la estancia que el hijo de la casa había insistido en cederle.

—Es un poco más cálida que la de invitados —le informaba alegremente—. Y la cama es de matrimonio, así que puedes enroscarte en la colcha si notas fresco.

No notaba fresco, sino más bien un frío profundo. Pero el orgullo le impedía pedir una bolsa de agua caliente tras aceptar los generosos tragos de whisky que el juez le había ofrecido antes de retirarse. El invitado permaneció inmóvil, a fin de conservar el calor corporal, y al cabo de un tiempo cayó por fin rendido por los efectos del whisky y del largo viaje en coche.

Se despertó de repente, sobresaltado por la luz de la luna, que entraba a raudales por la ventana, y por un calorcillo delicioso que notaba en los costados. Alguien le había llevado un par de bolsas de agua caliente, después de todo. Se estiró cómodamente y al instante se puso tenso, presa de horror. ¡Estaba tumbado entre dos niñas pequeñas! Asustado, sintió el impulso de arrojar de la cama a aquellas dos visitantes inesperadas. Pero el instinto de conservación le advirtió que, si lo hacía, aquellas dos criaturas se pondrían a chillar, despertando a toda la casa. Y en aquella casa vivía un juez célebre por su severidad. El invitado procuró calmar el castañeteo de sus dientes. Una de sus involuntarias compañeras de cama era una niña de ocho años, hija del juez, pero a la otra no la conocía de nada. Y así seguiría siendo si sus desesperadas plegarias eran atendidas. No era muy dado a rezar. Pero, en su situación, sin duda Alguien lo escucharía. Y sería mucho más clemente que el juez si este descubría al amigo de diecinueve años de su hijo en la cama con dos chiquillas. Una de las cuales era la niña de sus ojos.

El invitado tragó saliva al pensarlo, y el whisky amenazó con escapar de su estómago. A duras penas consiguió controlar su sistema digestivo, dándose orden de permanecer inmóvil como una estatua entre las durmientes. Y tras lo que le parecieron interminables horas de desdicha, al fin su naturaleza lo libró de la pesadilla, sumiéndolo en un sueño reparador. Era ya de día cuando se despertó por segunda vez. Y se halló venturosamente solo.

Capítulo 1

Una húmeda y negra noche de sábado, Sophie Marlow volvía en coche desde Londres al condado de Gloucester con un humor tan sombrío y airado como el de los elementos. Su estado de ánimo empeoró aún más cuando, en el desvío de la autopista, unos faros aparecieron en su espejo retrovisor y continuaron allí durante todo el trayecto hasta Long Ashley, de modo que, cuando por fin distinguió, entre una cortina de lluvia, los muros que rodeaban la finca, estaba de un humor de perros.

Jalonaban los muros cinco puertas con sus respectivas casitas de guarda, cuatro de las cuales pertenecían a la finca. Una de ellas era la casa de la que Sophie disfrutaba en calidad de gerente del complejo hotelero y asistente personal del director general del Highfield Hall International, el exclusivo centro de convenciones para el que trabajaba desde hacía cuatro años. Sophie contó las casitas a medida que recorría la angosta y sinuosa carretera, y resopló, aliviada, cuando los faros que la seguían desaparecieron de repente de su espejo retrovisor. El coche había girado junto a la única casita de propiedad privada, la cual pertenecía a Ewen y Rosanna Fraser. Le extrañó que no le hubieran avisado de que iban a ir. Al fin, Sophie giró en la entrada de su casa y respiró tranquila al ver encendidas las luces de seguridad exteriores.

Corrió bajo la lluvia para abrir la puerta principal y, al encender la luz del estrecho vestíbulo, se sintió reconfortada ante la vista de sus paredes de color melocotón y su escayola pintada de blanco. Glen Taylor, su novio hasta hacía poco tiempo, había insistido en que pintara de negro los hermosos frisos y saledizos y de blanco las paredes; y, lo que era aún peor, la había animado a cambiar las tapicerías de algodón estampado y las acuarelas por cuero negro y pinturas japonesas de un estilo minimalista completamente ajeno a la casita victoriana. Después de aquel día desastroso, Sophie solo podía dar gracias a su buena estrella por haberse negado firmemente a permitir que Glen se mudara a su casa, como pretendía.

Estremeciéndose al pensarlo, dejó las bolsas en el suelo y se fue a la cocina para escuchar los mensajes del contestador mientras ponía a hervir la tetera.

—Hola, Sophie —dijo la voz de Stephen Laing, su jefe—. Ewen Fraser llamó para decir que va a dejarle la casa a un amigo una temporada para que acabe un libro. Se llama Smith. Le prometí a Ewen que cuidarías bien de él, así que intenta sacar tiempo para llamarlo y preguntarle si necesita algo. Nos veremos el martes.

Deseando que Stephen se refiriera a Murray Smith, uno de sus escritores favoritos, Sophie escuchó el segundo mensaje.

—Hola, Sophie. Soy Lucy. Llámame para charlar un rato.

—¡Sophie! —exclamó la última voz, viril, familiar y furibunda—. ¿Se puede saber por qué te has ido de esa manera? Llámame. Inmediatamente.

Sophie miró con fastidio el contestador, anotó que debía visitar al invitado de Ewen Fraser, y pospuso la llamada a su amiga hasta el día siguiente. Se preparó una taza de té y se acurrucó en el sofá del pequeño cuarto de estar, sintiéndose como si acabara de sobrevivir a una catástrofe. Glen Taylor, hasta hacía poco tiempo cocinero jefe del Highfield Hall, era un genio de la cocina, pues poseía el temperamento imprevisible que se requería para tales menesteres. Pero ese día se había pasado de la raya hasta el punto de que Sophie no quería volver a verlo nunca más. En el fondo, incluso al principio, cuando Glen le mostraba su cara más encantadora y persuasiva, Sophie siempre había adivinado en él algo inquietante; un indefinible rasgo de carácter que había conseguido llevar hasta la genialidad, y que había dado pronta fama al restaurante del Highfield. Stephen Laing se había enfurecido cuando, al cabo de unos pocos meses, Glen abandonó su trabajo y le anunció su intención de abrir su propio restaurante en Londres.

—Ya descubrirá que trabajar por cuenta propia es cosa bien distinta, por mucho que salga en la tele —le había dicho Stephen a Sophie—. Aquí, en Highfield, era el gallito del corral, pero en Londres será solo un pececillo en una laguna inmensa e implacable. Así que, si posees una pizca de sensatez, no te meterás en sus negocios.

Sophie sentía gran respeto por las opiniones de Stephen Laing. De modo que, ese día, cuando Glen dio por sentado no solamente que invertiría sus ahorros en el nuevo restaurante, sino que además dejaría empleo y casa para trabajar con él como directora y sin sueldo hasta que el negocio echara a andar, Sophie se rio en su cara y se negó rotundamente. Al principio, Glen no la creyó. Estaba tan convencido de que diría que sí, que pensó que bromeaba, e intentó convencerla utilizando la persuasión sexual, que pronto tomó un cariz desagradable cuando ella siguió en sus trece.

—Volverás corriendo —gritó él cuando Sophie salía a toda prisa de su piso—. Estás loca por mí, y lo sabes.

Loca por haber tenido algo que ver con él, pensó Sophie, furiosa. Gracias a su físico, Glen tenía mucho éxito en los programas de cocina de la televisión. Y, al principio, a Sophie le había gustado mucho. Pero, ese día, los sentimientos de ternura que aún albergaba hacia él se habían desvanecido por entero. Sophie torció la boca con profundo desagrado. Ahora que su breve relación había acabado, podía juzgar a Glen Taylor con perfecta lucidez. Él había dejado claro desde el principio que la deseaba. Pero, a la postre, resultaba evidente que sentía idéntica atracción, o quizá mayor, por sus habilidades como administradora.

Para aplacar la furia que todavía bullía en ella, Sophie se metió hasta la barbilla en un baño de burbujas, pero, justo cuando empezaba a relajarse, sonó el timbre. Salió de la bañera, se puso un albornoz, se envolvió el pelo empapado en una toalla a modo de turbante, y corrió al piso de abajo. Pero al llegar al vestíbulo se detuvo de repente, temerosa de que Glen la hubiera seguido hasta allí.

«¿Temerosa?» Sophie cuadró los hombros, abrió la puerta hasta donde se lo permitía la cadena de seguridad, y miró con fijeza unos ojos que constituían el único rasgo visible entre el ala de un sombrero chorreante y la solapa alzada de un chubasquero con capucha.

—Buenas noches —dijo el desconocido—. ¿La señorita Marlow?

—¿Sí?

—Siento molestarla a estas horas. Me llamo Jago Smith. Voy a quedarme en casa de los Fraser un tiempo.

Así pues, no era Murray Smith. Lástima. Sophie sonrió amablemente.

—¿Qué tal está? ¿Necesita algo?

El hombre sacudió la cabeza, salpicando gotas de lluvia en todas direcciones.

—No, gracias... Por ahora no, al menos. Pero Ewen me dijo que debía presentarme enseguida, para que no creyeran que he ocupado la casa ilegalmente.

—Ya sabía que iba a venir, señor Smith —le aseguró ella—. Tenía un mensaje en el contestador cuando llegué a casa, hace un rato.

Los ojos de aquel hombre se fijaron en sus pies descalzos.

—Debí llamarla, en vez de presentarme así. Le pido disculpas.

—No se preocupe. ¿Le ha dicho Ewen que soy la administradora de la finca? Puedo ocuparme de cualquier cosa que necesite.

—Gracias. Tal vez podríamos hablar de ello mañana. A la hora que le venga bien, por supuesto.

Qué extraño, pensó Sophie. Solo veía un par de ojos, pero había algo en aquel desconocido que le llamaba poderosamente la atención.

—Suelo acabar a las seis y media —dijo ella tras una pausa—. Quizá pueda llamarme sobre esa hora.

—Mejor aún, podría ofrecerle una copa en casa de Ewen.

Sophie se lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Sobre la siete, entonces.

Él se llevó un dedo al ala del sombrero, dijo buenas noches y se alejó a toda prisa por el sendero, bajo la lluvia. Sophie cerró la puerta, volvió a asegurar la cadena y, por primera vez desde que vivía en Villa Hiedra, echó el grueso cerrojo. Ese día, Glen había logrado que se sintiera físicamente amenazada por primera vez en su vida. Maldiciéndose por haberle dado una llave, Sophie añadió un cambio de cerradura a la lista de cosas que debía hacer al día siguiente. Por si acaso.

A primera hora de la mañana, Sophie le dijo a la sorprendida recepcionista que no le pasara ninguna llamada de Glen Taylor. Luego, como siempre, empezó la jornada cambiando la cinta del circuito cerrado de televisión antes de revisar el correo y, a continuación, empezó a escuchar la cinta que Stephen le había dejado en el dictáfono. Mientras trabajaba, recibía un flujo constante de llamadas telefónicas, una de las cuales, como sucedía a menudo, era una petición rutinaria para autorizar el aterrizaje de un helicóptero. Sophie confirmó que el helipuerto y la zona colindante estaban libres a la hora solicitada, mandó aviso a todos los jefes de departamento para informarles de a qué hora llegaría el helicóptero y después se saltó el almuerzo en el comedor de personal y corrió a casa bajo la lluvia para encontrarse con el cerrajero.

Más tarde, sintiéndose mucho más segura con un nuevo juego de llaves en el bolsillo, regresó al Hall y recogió sus mensajes en recepción. Ya en su despacho, tiró a la papelera dos mensajes de Glen, y se sentó a leer los demás. Debido a las constantes interrupciones del teléfono, le llevó el resto de la tarde completar las actas de una conferencia que había grabado el viernes anterior, pero, al final, pudo aprovechar la ausencia de Stephen para marcharse a su hora por una vez. Regresó a casa a pie. Ya no llovía, pero la tarde estaba tan oscura que prefirió seguir los caminos principales, profusamente iluminados, en lugar de tomar un atajo.

Cuando llegó a casa encontró más mensajes airados de Glen, que parecía verdaderamente furioso tras haber sido ignorado durante todo el día. Sus tres mensajes decían lo mismo: si hacía lo que él quería, la perdonaría. Si no, Sophie lo lamentaría.

Pero Sophie ya lo lamentaba. Lamentaba haberlo conocido.

Llamó a Lucy para darle la noticia, y hasta consiguió reírse cuando su amiga describió a Glen Taylor en términos sumamente gráficos.

—Estás mejor sin él —dijo su amiga alegremente—. Nunca entendí qué veías en él. Sé que es un genio de la sartén, pero supongo que debe de serlo aún más en la cama, porque, si no, no lo entiendo.

—¡Un genio de la sartén! Glen perdería los nervios si te oyera decir eso.

—¿Sabes?, a mí siempre me daba miedo que los perdiera de verdad.

—Ayer casi lo hizo. Pero no te preocupes, no volveré a darle la oportunidad.

Después de hablar con Lucy, Sophie se dio una ducha rápida y se secó el pelo a toda velocidad. A continuación, vestida con unos pantalones negros y un jersey del mismo tono rojizo que su pelo, se puso una larga gabardina negra, recogió el paraguas y la linterna y, tras asegurarse de que la puerta quedaba bien cerrada, se encaminó hacia la casita que Ewen Fraser había heredado de un tío abuelo suyo.

La puerta se abrió en cuanto llamó al timbre y Jago Smith apareció ante ella, sonriendo amablemente, bajo la luz del vestíbulo. La sonrisa cortés de Sophie duró un instante. Luego se desvaneció súbitamente. El corazón le dio un vuelco al reconocer a aquel hombre. Sin el chubasquero y el sombrero de la noche anterior y vestido con una camisa de lana de un verde vivo y unos vaqueros muy ceñidos, Jago Smith resultó ser un hombre alto y fibroso. Su pelo oscuro y ondulado enmarcaba un rostro de rasgos atractivos y expresión confiada que Sophie recordaba con perfecta claridad.

—Buenas noches, señorita Marlow. Pase —ajeno a la impresión que acababa de recibir su invitada, la condujo a un cuarto de estar idéntico al de ella en tamaño y forma, con cómodos sofás, estanterías repletas de porcelana blanca y azul y paredes literalmente cubiertas de cuadros. Sobre una mesita había una bandeja con vasos, una botella de vino y un platito de cristal con avellanas—. Permítame su abrigo y deje que le ofrezca una copa.

Sophie recobró el aplomo.

—No, gracias —dijo secamente—. No puedo quedarme. Dígame lo que necesita. Debo regresar a mi casa.

Los ojos grises de él se achicaron.

—En ese caso, señorita Marlow, podría haberle telefoneado, en vez de hacerle perder el tiempo. Así se habría ahorrado el paseo.

Una excelente idea, si ella lo hubiera reconocido la noche anterior. Sophie sacó un cuaderno del bolso y fue directa al grano.

—Ya que estoy aquí, señor Smith, tomaré nota de algunas cosas. Podemos ofrecerle servicio de limpieza, de lavandería e incluso de comidas, si quiere. El restaurante del Hall es excelente, pero si prefiere comer aquí, podemos enviarle la comida.

—Eso me había dicho Ewen —dijo él, observando su rostro—. La casa está razonablemente limpia por el momento, sobre todo porque estoy trabajando arriba, en el cuarto de invitados de los Fraser. Sin embargo, me vendría bien que alguien viniera a limpiar de vez en cuando. Pero solo una o dos horas. No puedo concentrarme si hay gente en casa.

—Me ocuparé de que alguien del servicio de limpieza venga a hablar con usted —dijo Sophie, evitando su mirada—. Puede encargar lo que quiera, incluyendo la colada y hasta la compra, si quiere.

Él sacudió la cabeza.

—De eso me encargaré yo mismo a través de Internet. Casi todas las noches me prepararé algo rápido para comer, pero me alegra saber que puedo encargar la cena si me encuentro perezoso. ¿Es eso lo que hace usted? —añadió.

—Solo en ocasiones especiales. Normalmente cocino yo misma —Sophie deseaba marcharse, pero, consciente de que Stephen Laing le había dado instrucciones de tratar bien al invitado de Ewen, no podía salir huyendo sin más—. ¿Está escribiendo una novela? —preguntó cortésmente.

Él sacudió la cabeza.

—No, no es un libro de ficción, sino una colección de procesos legales. Soy abogado de profesión, pero de vez en cuando me tomo un descanso para escribir —entrecerró los ojos al percibir la reacción de Sophie—. Algo me dice que no le gustan mucho los abogados.

—¿Por qué lo dice?

—Tal vez en eso esté usted de acuerdo con Shakespeare.

Sophie se quedó pensando un momento.

—Ah, claro. «Primero, matemos a todos los abogados» —a algunos, por lo menos—. Lo leí en el colegio, pero no recuerdo de qué obra es.

—De Enrique VI, segundo acto —dijo él con tanta presteza que Sophie sonrió levemente.

—Es evidente que ya había hablado del tema antes.

—Solo con mis amigos más cultivados.

Ella guardó el cuaderno en el bolso.

—Bien, debo irme. Si se le ocurre algo más, señor Smith, no dude en llamarme.

—Gracias. Puede que le tome la palabra —dijo mientras la acompañaba al vestíbulo—. Mi viaje al campo ha sido inesperado. Recientemente me quedé sin casa, y Ewen Fraser vino en mi rescate cuando intentaba encontrar otro sitio donde vivir.

Sophie no pudo evitar preguntarse por qué había necesitado que lo rescataran. Un noviazgo, o tal vez un matrimonio que había acabado repentinamente. Aunque, por supuesto, un jurista guapo y de éxito no tardaría en recuperarse del golpe.

Sophie sacó una tarjeta y se la dio.

—Mi número de teléfono, el de la oficina y el de casa. Y ahora lo dejo para que siga con su libro. Buenas noches, señor Smith.

—Iré con usted.

Sophie alzó la barbilla.

—No hace falta que...

Él bajó la mirada hacia ella.

—Está oscuro, y es culpa mía que haya venido. La acompañaré a casa.

Maldiciendo los buenos modales de aquel hombre, Sophie aguardó mientras él se ponía el chubasquero de la noche anterior y cerraba la puerta. Mientras cruzaban el parque en dirección a Villa Hiedra, Sophie, con la linterna encendida, deseaba que sus botas de tacón alto fueran zapatillas de deporte para poder andar más aprisa por la hierba, pues se sentía incapaz de romper el silencio que se cernía sobre ellos como un nubarrón de tormenta. Cuando al fin divisaron Villa Hiedra, un ruido de cristales rotos resquebrajó el silencio, y, haciendo caso omiso de sus tacones, Sophie salió corriendo hacia la casita como una atleta olímpica, seguida de cerca por Jago. Este se puso delante de ella al llegar ante la puerta de la casa, cuando las luces de seguridad les descubrieron a un hombre que estaba usando una bufanda para detener la sangre que manaba de un corte que tenía en la mano.

—¡Glen! —gritó Sophie, enfadada—. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

—Me estoy desangrando por tu culpa —él la miró fijamente—. ¡Has cambiado la maldita cerradura!

—¿Y qué si lo he hecho? Eso no te da derecho a romperme la ventana del cuarto de estar —contestó ella, enfurecida—. Vete. Ahora mismo. Por si ayer no captaste el mensaje, aquí ya no eres bien recibido.

—Serás... —se abalanzó hacia ella, pero una mano rápida y firme chocó abierta contra su pecho, deteniéndolo.

—Será mejor que no lo haga —dijo lentamente una voz fría.

—¿Quién demonios es usted? —farfulló Glen, furioso.

—El abogado de la señorita Marlow. Y usted, señor...

—Taylor —dijo Sophie.

—Usted, señor Taylor —continuó Jago— tiene algo que explicarnos —se volvió hacia Sophie—. Señorita Marlow, llame a la policía.

A Sophie le costó algún tiempo persuadir a Jago de que no hacía falta recurrir a la policía. Sin embargo, él se empeñó en permanecer en la cocina cuando, más tarde, Sophie curó el leve corte de la mano de Glen aplicándole antiséptico y cubriéndolo con esparadrapo, llevando a cabo todo aquel proceso en medio de un obstinado silencio que Glen, evidentemente, estaba deseando romper.

—Bien —dijo Glen cuando ella acabó, señalando con la cabeza al hombre que los observaba—. Salga, por favor. Quiero hablar con Sophie en privado.

Jago lo miró con desaprobación.

—Le recomiendo encarecidamente a la señorita Marlow que no acceda a su petición.

—Puedes decir lo que quieres delante del señor Smith —dijo Sophie con acritud.

A Glen le brillaron los ojos torvamente.

—¡Esto es personal!

—Al señor Smith no le importa.

—Pero a mí sí. Esto es completamente ridículo...

—No por lo que a mí concierne —dijo Sophie llanamente—. No tengo intención de volver a verte a solas, Glen. Nunca más. Así que di lo que tengas que decir y vete.

Él la miró con furia.

—¿De veras esperas que vuelva a Londres esta noche con la mano herida?

—Naturalmente. O puedes pedir una habitación en el Hall, porque aquí no vas a quedarte.

La cara de Glen se puso roja de furia.

—¿Hablas en serio?

—Muy en serio.

—¿Qué más debe decir, o hacer, la señorita Marlowe para convencerlo? —preguntó Jago fríamente, y se volvió hacia Sophie—. Puedo presentar una denuncia contra el señor Taylor, si lo desea.

Ella fingió pensárselo.

—No, creo que no. Al menos, por ahora no.

Glen la miró, atónito.

—Sophie, ¿se puede saber qué te pasa? Tú sabes cuánto me importas.

—Oh, por favor, ¡ahórrate la farsa! —le lanzó una mirada desdeñosa—. Además, si tanto te importo, tienes una manera un poco extraña de demostrarlo.

Él extendió las manos, suplicante.

—Lo de ayer fue una excepción, cariño, te lo juro. No volverá a ocurrir.

Sophie asintió con énfasis.

—Tienes razón. No volverá a ocurrir.

—¿Debo suponer que el señor Taylor la agredió físicamente cuando se negó a acceder a sus deseos? —preguntó el nuevo abogado de Sophie.

—Eso no es asunto suyo... —empezó a decir Glen, acalorado, pero Jago levantó una mano.

—Naturalmente que es asunto mío, como abogado de la señorita Marlow que soy —alzó una ceja, mirando a Sophie inquisitivamente.

—No quiero oír ni una palabra más —dijo ella con firmeza—. Esto se acabó. Ya te mandaré la factura de la ventana rota, Glen.

Este se quedó mirándolos un momento, sin decir nada.

—Te arrepentirás de esto, Sophie —dijo con la voz crispada por la rabia.

—¿Eso es una amenaza, señor Taylor? —preguntó Jago.

Glen, que evidentemente estaba a punto de soltar los puños, se reprimió a duras penas, volviéndose hacia Sophie.

—¿Cómo diablos te has buscado un abogado tan pronto?

—Por amigos comunes —dijo suavemente el autoproclamado abogado de Sophie y, sin tocar a Glen, lo condujo a través de la puerta.

—Adiós, Glen —dijo Sophie, aliviada.

—Esto no se acaba aquí —siseó él, y le lanzó a Jago una mirada fulminante—. De acuerdo, de acuerdo, ya me voy —miró vacilante a Sophie un instante y después salió a toda prisa, cruzó corriendo el camino hacia su coche y desapareció en medio de un ensordecedor chirrido de neumáticos.

Capítulo 2

Sophie lo miró hasta que se perdió de vista y, después, lanzó a Jago una mirada compungida.

—Siento que se haya visto involucrado en este incidente.

—Parece usted agotada —dijo Jago—. Hágase un poco de café mientras yo intento arreglar la ventana.

—Oh, cielos, lo había olvidado —dijo ella cansinamente, y cerró la puerta de golpe, maldiciendo su suerte por ponerla en situación de tener que agradecerle algo precisamente a aquel hombre.

Poco después, el cristal roto había sido apuntalado con tiras de plástico cortadas de sacos usados y pegadas con cinta adhesiva. Y Sophie había hecho un café que se sintió obligada a compartir con su invitado.

—Tiene mejor aspecto —dijo Jago.

—Me siento mejor —ella dio un profundo suspiro—. Ha sido muy desagradable. Y también muy embarazoso.

Él tomó la taza que le ofrecía.

—¿Taylor era su prometido? Se lo pregunto únicamente por interés profesional —añadió rápidamente—. Si hay que presentar una denuncia, necesito saber si vivía aquí.

—No —Sophie sintió una repentina y extraña necesidad de explicarse—. Nos conocíamos desde hacía poco tiempo. Él fue hasta hace unos días el cocinero jefe del hotel, y de vez en cuando salíamos juntos. Me persuadió para que le diera una llave para poder venir aquí y relajarse un rato, de vez en cuando, mientras yo estaba trabajando —alzó la barbilla—. Pero no vivía aquí, por supuesto.

—Sin embargo, quería hacerlo, supongo —ella asintió con desgana—. ¿Ya no trabaja en Highfield? —preguntó Jago.

—No. Empezó a aparecer en programas de televisión, y entonces decidió abrir su propio restaurante en Londres. Quería que me fuera con él.

—¿Y a usted no le agradaba la idea?

—Desde luego que no. Nunca tuvimos esa clase de relación —los ojos de Sophie brillaron fríamente—. Y no era mi compañía lo que buscaba. Esperaba que lo dejara todo para trabajar como su administradora sin cobrar hasta que el restaurante tuviera beneficios. Si es que los tiene.

Jago arrugó el ceño.

—Y usted se negó, claro.

—Naturalmente —sus ojos centellearon—. Al final, fui a Londres para decírselo cara a cara, porque por teléfono se negaba a aceptar un no por respuesta. Un gran error.

Jago esbozó una sonrisa.

—Lamento que haya ocurrido todo esto, pero en cierta forma le estoy muy agradecido al señor Taylor.

Sophie frunció el ceño.

—¿Agradecido?

—Sí, porque al fin se ha deshelado usted, aunque sea solo un poco. Anoche la saqué del baño y sin embargo estuvo encantadora. Esta noche, a pesar de que fue a mi casa por propia voluntad, parecía usted la reina de los hielos en persona. ¿Le importaría decirme por qué?

—Le pido disculpas si he sido descortés —dijo ella secamente—. Le estoy muy agradecida por haberme ayudado. Tanto con la ventana, como con el intruso.

Se produjo un silencio mientras él le sostenía la mirada.

—Sé que le parecerá una frase hecha —dijo él al fin—, pero tengo la sensación de que nos hemos visto antes.

Ella sacudió la cabeza.

—No. Nunca nos hemos visto.

Él no parecía muy convencido.

—Puede que fuera en una vida anterior —dijo finamente, y apuró su café—. Es hora de que la deje en paz. Parece usted exhausta.

Ella asintió cansinamente.

—Lo estoy.

—Agotamiento emocional. ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí?

—Me mudé poco después de empezar a trabajar aquí, hace cuatro años. ¿Usted piensa quedarse mucho tiempo? —añadió con aparente despreocupación.

—Ewen me deja la casa durante un mes. Aunque para entonces no haya acabado el libro, tendré que volver al trabajo de todos modos, si no quiero desatar la ira del presidente del bufete. Gracias por el café —añadió.

—Gracias otra vez por su ayuda —respondió ella educadamente mientras lo acompañaba a la puerta.

Él se encogió de hombros.