Tantra y sexo - Óscar Figueroa - E-Book

Tantra y sexo E-Book

Óscar Figueroa

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Beschreibung

En la imaginación moderna la palabra «tantra» remite de manera casi automática a sexo y, en concreto, a buen sexo. Paradójicamente, cuando hoy usamos fórmulas como «sexo tántrico», «sexualidad sagrada» y otras por el estilo, el testimonio de las propias escrituras tántricas suele brillar por su ausencia. ¿Qué dicen esas fuentes sobre el sexo y qué lugar ocupó este en sus doctrinas y prácticas? ¿Cuál es la historia de la visión tántrica de la sexualidad y cuáles fueron sus motivaciones y símbolos? ¿Justifica esa visión la representación moderna del «sexo tántrico»? Para responder a estas y otras preguntas, esta antología reúne el testimonio de casi una veintena de obras, redactadas entre los siglos vii y xv. Traducidos por primera vez del sánscrito al español, los textos seleccionados nos introducen a un fascinante universo ritual, simbólico y contemplativo en el que el sexo cobró sentido como poderoso mecanismo de transgresión y transformación. Este libro es, sin lugar a dudas, un hito, no sólo en español sino en cualquier lengua moderna.

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Seitenzahl: 509

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Óscar Figueroa

Tantra y sexo

Antología de fuentes clásicas

Estudio, selección y traducción del sánscrito

© 2021 Óscar Figueroa

© de la edición en castellano:

2021 Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Primera edición en papel: Septiembre 2021

Primera edición en digital: Febrero 2022

ISBN papel: 978-84-9988-908-5

ISBN epub: 978-84-1121-014-0

ISBN kindle: 978-84-1121-015-7

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

PrólogoEstudioEl deseo bajo escrutinioDiversidad en conflictoTantra: lo impuro como camino religiosoDel rito sexual al «sexo tántrico»Sobre esta antologíaAntologíaParte I. Fuentes śaivas y śāktas1. Brahmayāmala Tantra: utilitarismo al filo de la navaja2. Siddhayogeśvarīmata Tantra: entre la fantasía y la realidad3. Jayadrathayāmala Tantra: el rito colectivo4. Vijñānabhairava Tantra y Svabodhodayamañjarī: interiorización y simplificación5. Kulacūḍāmaṇi Tantra y Vāmakeśvarīmata Tantra: hechizos de amorParte II. Fuentes budistas6. Hevajra Tantra: fundamentos cifrados7. Caṇḍamahāroṣaṇa Tantra: detalles inusitadosParte III. Los intérpretes8. Abhinavagupta y Jayaratha: abstracción y universalización9. Kṣemendra: crítica y parodiaParte IV. Fuentes tardías10. Kulārṇava Tantra: canonización y domesticación11. Dattātreyayogaśāstra, Śivasaṃhitā y Haṭhayogapradīpikā: yoga y sexoEscritura y pronunciación del sánscritoCronología de los textosGlosario de términos codificadosBibliografía

rāgena badhyate loko rāgenaiva vimucyate

El deseo subyuga a las personas;

el deseo es también lo que las libera

Hevajra Tantra 2.2.51

Prólogo

La idea de escribir este libro cobró forma a mediados de 2019 mientras hacía una estancia de investigación en la École française d'Extrême-Orient (EFEO), en Pondichéry, India, gracias al Programa de Apoyos para la Superación del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. La brisa del mar de Bengala, los graznidos de los cuervos y la visita ocasional de algún macaco fueron el telón de fondo durante los siguientes meses, en los que revisé los materiales que conforman la antología y traduje varios de ellos. Ya en 2020, el proyecto me acompañó de regreso a México, donde amplié y pulí la selección, y escribí el estudio que le precede.

La antología no es, desde luego, exhaustiva. Mi propósito es ofrecer una muestra representativa de un fenómeno con una historia de varios siglos. Al mismo tiempo, desde una perspectiva cronológica, así como por la variedad de las fuentes elegidas y los motivos revisados, el recorrido permite asomarnos a la riqueza y complejidad de dicho fenómeno. De esta manera, la selección recoge testimonios producidos a lo largo de casi un milenio, entre los siglos VII y XV, en el seno de diferentes tradiciones religiosas y literarias.

La visión tántrica de la sexualidad, tanto en la doctrina como en la práctica, posee una historia propia cuyas fases, tendencias y transformaciones responden al propio desarrollo de esta tradición en sus distintos contextos originales. La antología da cuenta de ello con la idea, si es necesario, de decepcionar al lector. La aclaración viene a cuento ante las distorsiones y los estereotipos que han marcado el encuentro entre la India y Occidente en los últimos dos siglos.

Como cabría esperar, los cultos tántricos no se han salvado de las lecturas colonialista y orientalista, de la apropiación secularizadora, de la inserción en los mercados de la espiritualidad New Age y la superación personal, por mencionar los horizontes de recepción más obvios. Frente al proceso de mistificación, vulgarización y domesticación que subyace a fórmulas modernas como «sexo tántrico», «sexualidad sagrada», etcétera, los estudios académicos sobre la India, no solo en español, sino en cualquier lengua moderna, tienen una añeja deuda: orientar el interés y la curiosidad con información rigurosa, y nada más riguroso que las fuentes mismas.

Este libro reúne y traduce por primera vez directamente del sánscrito al español varias de esas fuentes con el fin de que estas hablen por sí mismas e, idealmente, sirvan como brújula necesaria e indiscutible.

Debido a su extendido uso en el libro, conviene precisar aquí mismo que las palabras śaiva y śākta hacen referencia a las tradiciones religiosas centradas, respectivamente, en el dios Śiva y la diosa Śakti (y sus múltiples advocaciones), así como a los creyentes, textos, doctrinas, prácticas, etcétera, asociados con dichas tradiciones.

Por último, quiero dar las gracias a Dominic Goodall, director de la EFEO, por las diligencias que hicieron posible mi estancia en Pondichéry.

Igualmente, agradezco (una vez más) a Agustín Pániker, director de Kairós, la confianza demostrada.

ÓSCAR FIGUEROA

4 de julio de 2020,

en la fiesta de Gurupūrṇimā

Coyoacán, México

ESTUDIO

El deseo bajo escrutinio

Como cualquier otra cultura antigua, la India propuso diferentes ideas sobre lo que debía entenderse por una vida recta o buena. Al respecto destaca la noción de puruṣārtha, «meta humana», «valor humano», la cual se remonta al período védico. En esa época, la noción giraba en torno a la necesidad de dar un sentido sacrificial a cualquier acción. Posteriormente, sin embargo, el término adquirió nuevas connotaciones, menos restringidas a la esfera impersonal del ritual y más cercanas a las aspiraciones humanas en general. Como parte de esta ampliación surgió la doctrina de las tres grandes metas de la existencia o «el grupo de tres» (trivarga). Diseñado para abarcar tres grandes ámbitos de la experiencia, el modelo buscó codificar los ingredientes necesarios para una vida satisfactoria desde la perspectiva hegemónica brahmánica: de un lado, artha y kāma, abundancia material y placer, valores más próximos a una realización individual en el ámbito secular; del otro, el dharma, la responsabilidad moral y el deber sociorreligioso, tenido como el eje rector de los otros dos. De acuerdo con el discurso canónico, el dharma es superior porque comprende la conducta apropiada y la verdad, y por lo tanto de él dependen la dirección y la legitimidad de cualquier otra meta. El Mānavadharmaśāstra, el más importante de los códigos legales brahmánicos, resume esta preeminencia cuando afirma que solo «quienes no están sometidos a artha y kāma pueden conocer el dharma».1 La riqueza y el placer son legítimos siempre y cuando estén supeditados al dharma; fuera de este control, perseguidos al margen del deber que es propio a cada individuo según coordenadas específicas de casta, edad, oficio, etcétera, se trata de metas cuestionables y, más aún, de una fuente de contaminación. Lacónico y lapidario es el juicio del Mahābhārata: «Cuando las tres [metas de la existencia] son analizadas por separado, el sabio elige siempre el dharma, el hombre promedio el dinero (artha) y el tonto el placer (kāma), que es la peor».2

En particular, la dimensión volitiva de la existencia representa un peligro porque, al fomentar formas de vida distintas a las permitidas, amenaza constantemente la identidad y, por lo tanto, la estabilidad ritual, social y cósmica. El deseo (kāma) nos empuja a ser alguien que no somos o no debemos ser y, por lo tanto, al menos en potencia, constituye una fuerza subversiva que debe ser exorcizada, o bien inhibida a través de reglas de convivencia con un alto componente coercitivo. No en vano, por ejemplo, la mitología describe a los demonios (asuras), los enemigos de los dioses (suras), como seres dotados con el don de la metamorfosis o, más literalmente, seres que «pueden asumir la forma que deseen» (kāmarūpin). Los demonios representan las fuerzas del caos y la oscuridad en tanto amenazan el orden solar, el orden de la identidad unívoca, donde nadie puede ser sino lo que ya es, no lo que dictan sus deseos.

Este control vale, por supuesto, para la sexualidad, la manifestación más poderosa del deseo. Para ser legítimo, el sexo debe someterse al dharma, es decir, debe regularse por un conjunto de «inhibiciones» (śaṅkā) que garantizan la identidad de casta y, por lo tanto, el ideal de pureza. Y puesto que la pureza de casta se transmite con la procreación, el control de la sexualidad significó un control de la identidad femenina articulado en un discurso patriarcal que, de antemano, coloca a la mujer del lado del deseo. Desde una época temprana, por ejemplo, en los himnos del Ṛgveda, la mujer, por igual terrenal o divina, es retratada como una creatura que aleja al hombre de sus sagrados deberes a causa de su debilidad para ceder a la pasión y a su ingénita habilidad para seducir.3 No es una casualidad, entonces, que las leyendas sobre sabios y santos incluyan de manera rutinaria episodios sobre cómo vencieron la tentación que representa la mujer. El caso del Buda es paradigmático: «Fue así como aquellas doncellas, con un corazón inflamado por el deseo, sedujeron al príncipe mediante toda clase de ardides; sin embargo, a pesar de todos sus lances, este mantuvo los sentidos bajo control y, preocupado únicamente por la inevitable muerte, ni se alegró ni se conmovió», cantó el poeta Aśvaghoṣa (siglo II) no sin recordarnos cuántos sabios y anacoretas han fracasado en el intento.4 Así pues, la opinión negativa sobre la mujer en el seno de la tradición canónica presupone un temor a las fuerzas del deseo y, por lo tanto, implícitamente, al ejercicio libre de la sexualidad. Si, como insiste esa tradición, la mujer es débil al empuje del deseo, entonces su adherencia al dharma está comprometida y, más importante aún, la reduce a una fuente de tentación y extravío para los varones. Y, una vez más, puesto que la mujer es el medio para perpetuar la pureza de casta, o bien para corromperla, la manera más sencilla de contrarrestar esta amenaza es encauzarla en una dirección conyugal estrictamente regulada por castas, de modo que la aspiración superior de la mujer sea conseguir un marido de su propia clase y convertirse en madre, sirviendo así a la estabilidad familiar y social. Para ello es necesario ejercer una vigilancia escrupulosa, que garantice la sujeción de esta «promiscuidad natural» a los principios del dharma, es decir, el control debe ser permanente. La existencia femenina queda así ceñida de principio a fin a las expectativas masculinas. Padre, marido e hijos varones cumplen con esta cardinal tarea de contención: «Durante la infancia, el padre debe cuidarla; durante la juventud, el marido, y en la vejez, el hijo. La independencia es algo que no compete a la mujer», sentencia el Vasiṣṭhadharmasūtra, otro importante código legalista.5

Como cabría esperar, el juicio más virulento proviene del corpus ortodoxo brahmánico, primero en colecciones como las Saṃhitās y los Brāhmaṇas, y luego en los códigos legales propiamente, tanto en los Dharmasūtras como en el Mānavadharmaśāstra.6 El mismo juicio se repite en los siglos posteriores en toda clase de textos. Así, salvo por algún matiz añadido, una postura moralizante similar recorre los tratados ascéticos, las epopeyas, el Arthaśāstra de Kauṭilya.7 Incluso una obra progresista como el Kāmasūtra de Vātsyāyana, que concibe el placer como un bien al que tiene derecho la mujer, asocia a esta exclusivamente con el deseo.8 En el caso del budismo, el género narrativo sobre los infiernos, con su rico repertorio de castigos sexuales, cumplió una función coercitiva similar a la de los códigos brahmánicos.9

De todas estas fuentes se desprende que reducir a la mujer a una creatura deseosa es una forma de estigmatizar su poder para actuar. No es una casualidad que el ocasional reconocimiento de ese poder, fuera de los ámbitos ritual y doméstico, casi siempre apunte al terreno sexual en un tono negativo, es decir, como una transgresión del ideal de pureza. En tales casos, los textos pueden tornarse muy prolijos y dar cuenta del sinnúmero de infidelidades en las que puede incurrir la mujer que se atreve a afirmar su individualidad.10 El grado de libertad de una mujer es, pues, proporcional a su promiscuidad. La imagen resultante es dicotómica: o se es una doncella casta, una madre abnegada y una viuda resignada, o bien una adúltera sin escrúpulos.

No pasaría mucho tiempo antes de que la literatura recogiera la dicotomía y la ampliará a la luz de una cuarta y última meta humana, la salvación (mokṣa), con el consecuente dilema individual: «Solo dos cosas merecen la atención del hombre en esta tierra –sentenció Bhartṛhari, el gran epigramista del siglo V– una juventud de placer al lado de una mujer de turgentes pechos […] o el bosque», refugiarse en los ondulantes brazos de una hermosa doncella o en las aguas expiativas del Ganges.11 La vida piadosa, con los ojos puestos en el orden trascendente, y la vida terrenal, que afirma el deseo y la sexualidad, parecen ahora incompatibles. Desde el discurso propiamente religioso y soteriológico, el dilema se tradujo en un inextricable lazo entre el deseo y el orden finito, lo que los indios llaman samsara, y, por lo tanto, entre la mujer y dicho orden. Respecto al ideal de pureza, en última instancia el deseo es la fuerza que convierte la existencia en un ciclo absurdo de nacimiento y muerte, en un reino de finitud que consume y devora. Esa fue la verdad a la que arribó, por ejemplo, el Buda el día de su despertar: la verdad del voraz deseo (tṛṣṇā) como la causa del sufrimiento que define la existencia en el samsara. Sobre ello versa, por ende, su primer sermón, con especial énfasis en el deseo de placeres sensuales:

Y ahora, monjes, esta es la noble verdad sobre la causa del sufrimiento: el deseo voraz que lleva a la existencia repetida, condicionada [ella misma] por la avidez, por la búsqueda de placer en esto y aquello; es decir, el deseo de placeres sensuales.12

La Bhagavadgītā, el clásico de la literatura religiosa de lo que hoy llamamos hinduismo, nos ofrece otro ejemplo paradigmático, no solo por proclamar que la corrupción de la mujer es la semilla de la corrupción social,13 sino además por censurar el deseo en general como estrategia para rescatar la existencia ordinaria, irremediablemente sometida a la acción. «Abandona todos tus deseos […] deshazte del apego al placer»,14 instruye el dios Kṛṣṇa al guerrero Arjuna a lo largo del segundo capítulo, al tiempo que lo llama a descubrir en el conocimiento del ser inmortal la solución definitiva a su dilema moral: abrazar su deber guerrero a costa incluso de la muerte de seres queridos. La reacción de Arjuna, al inicio del tercer capítulo de la obra, se justifica plenamente: «Oh Kṛṣṇa, si, como afirmas, el conocimiento es superior a la acción, entonces, ¿por qué me ordenas [cometer] tan terrible acto?».15 En respuesta, Kṛṣṇa emprende una decidida defensa de la acción, contrastada con su opuesto, la inacción. Entonces, si bien es imposible escapar a la acción, no así a los efectos negativos de este hecho natural. El secreto está en dar a los actos un valor agregado: no solo actuar, sino actuar correctamente, y el sentido de corrección debe buscarse en la acción desinteresada, «sin deseos» (niṣkāma), con el sacrificio como modelo:

Puesto que la acción es mejor que la inacción, lleva a cabo las acciones que a ti corresponden […]. Ahora bien, la acción esclaviza al hombre cuando carece de un fin sacrificial. Por lo tanto, oh Arjuna, lleva a cabo acciones con tal fin, sin apegos.16

Estrofas más adelante, Kṛṣṇa condena una vez más el deseo como la fuente de todo «pecado» (pāpa) y, por lo tanto, como el verdadero enemigo que hay que vencer.17 Así pues, cuando afirma que la única acción que no esclaviza es la acción que persigue un «fin sacrificial» (yajñārtha),18 está pidiendo a Arjuna que aparte sus actos de la teleología del deseo y, en cambio, los reduzca a simple deber por el deber mismo: el dharma puro y llano.

Diversidad en conflicto

La representación de la existencia humana según ámbitos separados por límites precisos es, desde luego, una visión idealizada, normativa, de la realidad, no la realidad misma. Esto vale en particular para el ideal de subordinación del deseo al dharma. En los hechos, el apremio mismo por someter el deseo y regular la sexualidad sugiere su presencia cotidiana y, por lo tanto, la imagen que se desprende no es tanto la de esferas separadas, organizadas jerárquicamente, sino la de amplias zonas de contacto caracterizadas tanto por la aquiescencia como por la tensión, tanto por estrategias de conciliación como por tentativas de emancipación. Desde esa óptica, pese a los esfuerzos por atenuar y regular, o, en el otro extremo, rechazar y demonizar, el discurso canónico proyecta un entorno de diversidad en conflicto. Los testimonios son muchos y provienen de muy diversos frentes; esbozo algunos.

Fuera del ámbito estrictamente religioso, el testimonio del arte literario o kāvya es, sin duda, aleccionador. De hecho, en su origen mismo, la literatura fue concebida como un mecanismo para dar salida a inquietudes seculares, entre ellas, predominantemente, el deseo amoroso, su gran motivo. Así, poemas, narrativas y piezas teatrales ofrecen una visión positiva del deseo. Si bien en un primer momento, por ejemplo en el Rāmāyaṇa, la obra que de acuerdo con la tradición inaugura el género, o en los poemas y dramas de Kālidāsa (siglos IV-V), esa visión aparece encarnada en figuras divinas o legendarias, lo revelador es que por primera vez las vemos reír y llorar, aspirar a una vida de placer y ocio, y sobre todo enamorarse. Dos o tres siglos después, de la mano de autores como Śūdraka, Bhavabhūti, Bāṇabhaṭṭa y Daṇḍin, esa vivencia es identificada con hombres de carne y hueso, en un primer momento figuras de jerarquía como príncipes y nobles, y más tarde toda clase de playboys, bons vivants y casanovas. Por obvias razones, la defensa abierta del deseo es poco común; lo que predomina es la afirmación matizada. Para ello, la estrategia más socorrida fue la emancipación sutil o conciliatoria, al interior del canon y sin negar la superioridad del dharma, de modo que sea posible la convivencia de tradición e innovación.

Como cabría esperar, al concebir el deseo como el núcleo de una experiencia profunda, la literatura otorgará a la mujer un protagonismo inédito. En primera instancia, esto pudiera tomarse como una reiteración de las expectativas sociales masculinas. El asunto es, sin embargo, más complejo, y aquí y allá observamos ejercicios más osados. Destaca, por ejemplo, el retrato de la mujer adúltera que desafía el juicio social y los peligros nocturnos, y furtivamente sale a buscar a su amante. Al subrayar la autonomía de tales mujeres, la literatura nos invita a sentir simpatía por ellas más allá de la expectativa institucional, bajo la idea de que el amor libre, aunque ilícito, es superior al amor conyugal precisamente por no estar atado a un contrato social. Así, en el acto mismo de apelar al mito romántico, la literatura consigue visibilizar el dilema de fondo, consigue evocar la legitimidad del deseo por sí mismo. Para ir más allá, será necesario presentar a esas mujeres autónomas sin contravenir la expectativa canónica, y ceder, por lo tanto, a las exigencias de decoro y propiedad: la mujer que ama libremente podrá cautivarnos, pero para dejar en claro que se trata de «ciertas» mujeres y no de «nuestras» mujeres, será necesario recurrir al estigma. Esta combinación de factores creó las condiciones para convertir en paradójica protagonista literaria a la cortesana, el símbolo de la máxima emancipación (figura admirable) en virtud de su corrupción (figura detestable). A través de esta paradoja, a través de la transmutación de los protagonistas en innobles libertinos y arteras prostitutas, la literatura sánscrita, en especial géneros tardíos como la farsa y la sátira, consiguió evocar la diversidad en conflicto de la sociedad india.

También fuera del ámbito religioso en sentido estricto, el interés literario por los placeres de la vida secular halló un aval indirecto en la «ciencia sobre el deseo» (kāmaśāstra). El texto de cabecera es el Kāmasūtra de Vātsyāyana (aprox. siglo IV), en cuyas páginas se respira una atmósfera urbana vanguardista, donde el placer y el dinero (kāma y artha) se convierten en medios para trascender las determinaciones de casta, oficio e incluso edad: «El hombre refinado consigue el éxito en sociedad cuando se mueve en un círculo de personas que aprecian la etiqueta secular y a las que solo interesa la diversión».19 Aun cuando el texto oportunamente reconoce la autoridad del dharma,20 o incluso si, como se dijo, persiste la idea de definir a la mujer en función de su nexo con el deseo, páginas adentro nos sorprende, al otro extremo de la cultura patriarcal brahmánica, una resignificación de la sexualidad como un bien cultural y el reconocimiento del placer femenino al margen del matrimonio y la procreación.21

En el terreno propiamente religioso, los testimonios son también profusos. El deseo aparece, por ejemplo, como el impulso original y la primera semilla en un sinfín de narrativas cosmogónicas. A pesar de su número y variantes, dichos relatos presentan una trama común: en el principio había un único ser, de cuyo deseo nace la pluralidad. Ya un milenio o más antes de la era común, el famoso himno védico sobre la creación establece que el impulso seminal en el corazón del uno primigenio fue el deseo (kāma).22 Igualmente célebre es el ciclo sobre Prajāpati, el señor de la creaturas y el sacerdote primordial: en el principio, cuenta una de las versiones del mito, las aguas desearon engendrar; de ellas nació un huevo dorado y de este surgió Prajāpati, en quien a su vez despierta el deseo de procrear y perpetuar su linaje: «Prajāpati deseó: “Que pueda multiplicarme, que pueda tener progenie”».23 Sobre el modelo de esta historia, la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad relata que «en el principio, el universo era solamente el ser (ātman). Este deseó: “Ojalá tuviera una mujer, pues entonces podría engendrar”».24 En algunas versiones, el deseo original se materializa por medio de ritos y austeridades y, más exactamente, a través del sudor que causan tales empeños. En un tono similar, el poder fecundador del agua a menudo posee un trasfondo sexual. Numerosos testimonios indican, por ejemplo, la presencia de prostitutas en ceremonias asociadas con los ciclos agrícolas, pues se creía que su vigor sexual tenía un efecto sobre la tierra y la vegetación. En particular, varios relatos apuntan a la importancia de la sexualidad como medio para atraer las lluvias. Para ello era necesario reunir humedad y calor, asociados respectivamente con la prostituta y el asceta célibe, mientras que el fruto de este encuentro, los fluidos sexuales, representa la anhelada lluvia.25

Como se infiere, a la dimensión cosmogónica del deseo le corresponde una función ritual. La propia teoría ritual reconoce que la fuerza motriz de cualquier rito es el deseo de obtener un fruto o beneficio, ya sea riqueza, ganado, progenie, longevidad, o un buen destino en el más allá.26 Más aún, diversos actos, códigos y motivos rituales poseen una carga sexual. El procedimiento mismo para encender el fuego por fricción, elemento imprescindible de todo rito, evoca el coito: un cucharón de madera insertado verticalmente en la hendidura de otro, colocado horizontalmente en el suelo. En la atmósfera más especulativa de las Upaniṣads, el coito primordial entre Prajāpati y la primera mujer modela la actividad ritual a través de una identificación entre el órgano sexual femenino y los componentes del sacrificio:

La tierra es la esencia de las creaturas y las aguas, la esencia de la tierra; las plantas son la esencia de las aguas, las flores, la esencia de las plantas, y los frutos, la esencia de las flores; el hombre es la esencia de los frutos y el semen, la esencia del hombre. Prajāpati pensó para sí: «Debería crear un receptáculo donde depositar el semen». Así fue como creó a la mujer y, tras crearla, copuló con ella. Por eso el hombre debe copular con la mujer […]. Su vulva es el altar, su vello púbico, la hierba sagrada, sus labios mayores, la piedra para macerar, y sus labios menores, el fuego que arde en el centro.27

E incluso cuando las Upaniṣads proponen una realización ya no ritual sino contemplativa, el sexo prevalece como metáfora. En la propia Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad destacan las líneas que comparan la unión con el ātman, el ser interior, con la unión con una mujer:

Tal como un hombre en los brazos de la mujer que ama pierde toda noción de lo que existe dentro y fuera, del mismo modo, en los brazos del clarividente ātman, una persona pierde toda noción de lo que existe dentro y fuera. En esto consiste, para tal persona, el estado libre de deseos en el que ve cumplidos sus deseos, en el que su único deseo es el ātman.28

Si bien la comparación establece la superioridad de la vivencia sagrada sobre la secular, al mismo tiempo confirma la importancia del placer erótico en la experiencia humana, y, en esa medida, al recordar que el abrazo amoroso brinda al hombre un sentido profundo, evoca una dinámica social diversa. Para atenuar el posible conflicto entre estos valores, o bien impedir la emancipación del deseo por el deseo mismo, otros textos lo condicionaron ya no comparativamente, sino cualitativamente a través de un proceso de sublimación. Esta estrategia subyace a la enseñanza sobre ānanda, el «gozo», como atributo esencial del ser supremo, y cuyo sentido original, sin embargo, está inextricablemente ligado al orgasmo: «Tal como aquí, [en el plano terrenal], cuando los mortales alcanzan el clímax sexual pierden [por un instante] la conciencia, del mismo modo, en el plano celeste, [los dioses] pierden la conciencia cuando alcanzan el clímax sexual, cuando experimentan ānanda».29 En las Upaniṣads tempranas observamos la ampliación semántica del término. Si bien algunos pasajes reiteran que ānanda es la experiencia sensorial que define los genitales,30 otros pasajes introducen una comprensión más abstracta a través de juegos de correspondencias. Por ejemplo, la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad equipara el gozo con la mente, y la mente con brahman o el absoluto, para concluir que brahman es gozo.31 No estamos lejos de los célebres pasajes de la Taittirīya Upaniṣad, según los cuales el gozo constituye la naturaleza más elevada del ser humano, su ser mismo (ātman).32 Con base en esta nueva concepción, la tradición del Vedānta, en especial su vertiente monista, defendió que cualquier apetito o deseo en cierto modo preexiste en el propio brahman en la forma del gozo más elevado, y es tal gozo, por lo tanto, el único que vale la pena buscar y experimentar.33 El budismo y el jainismo también participaron de esta lectura al definir la meta última con el término equivalente sukha, «dicha».34 Así, los ideales del nirvana y la liberación acabaron asimilando la capacidad humana para sentir placer y fueron concebidos ellos mismos como una experiencia placentera, como el gozo más elevado. En el caso del budismo, sobre todo en el contexto monástico, a pesar de la insistencia en evitar los placeres sensuales, la fuente misma del sufrimiento, numerosas narrativas comparan la dicha que procuran los estados más elevados de contemplación, incluida la iluminación, con el gozo de placeres sensuales. En el Māgandiyasutta, por ejemplo, el Buda enseña que el hombre que se conduce correctamente de cuerpo, palabra y pensamiento descubre la intrascendencia de los placeres mundanos, no porque caiga en la cuenta del peligro que entrañan, sino porque el tipo de placer que experimenta se asemeja al que disfrutan los dioses en el cielo en la compañía de las ninfas más encantadoras.35 La misma retórica subyace a la célebre historia del medio hermano del Buda, Nanda de nombre, quien se resiste a seguir la disciplina monástica debido a su afición a los placeres sensuales, hasta que el maestro lo convence concediéndole una visión de las delicias que podrá gozar en el cielo –entre ellas, de nuevo, hermosas mujeres– si alcanza el nirvana.36

Con el florecimiento de los teísmos –el culto a Viṣṇu y sus avatares, a Śiva, a la diosa, etcétera–, esta sublimación del deseo cobró la forma del amor divino (bhakti), a menudo representado en clave erótica como el amor que se prodigan el hombre y la mujer, y más específicamente, en especial en las tradiciones vernáculas, el amor apasionado que caracteriza a las relaciones extramaritales.37 En el horizonte sánscrito, el ejemplo canónico proviene de la ya citada Bhagavadgītā que, tras condenar el deseo, lo reivindica a condición de que esté dirigido al dios Kṛṣṇa y solo a él: «¡Pon tu mente en mí y ámame solo a mí!», pues quien a través de la renunciación «experimenta a brahman, en paz consigo mismo, sin deplorar ni desear nada, imparcial ante todas las creaturas, experimenta un amor sublime por mí».38

Pero la sublimación no fue la única manera de que el deseo y, en general, la vida volitiva obtuvieran reconocimiento en el antiguo discurso religioso y filosófico indio. Aun cuando predomina la aquiescencia, hubo también diferentes grados de tensión y resistencia, e incluso tentativas de revuelta. Un caso aparte es la terrenal defensa del deseo como la verdadera meta de la existencia humana, por encima del dharma, que hallamos en el Mahābhārata: «Quien carece de deseo no puede desear abundancia material (artha); quien carece de deseo no puede aspirar al dharma; quien carece de deseo no puede buscar placer. Por lo tanto, lo más importante es kāma […] De hecho, no existe ni ha existido ni existirá jamás nada por encima del deseo. Kāma es el fundamento, mientras que dharma y artha dependen de él»,39 sostiene Bhīma, otro de los héroes de la epopeya y el autor de esta inusual arenga que, como cabría esperar, culmina con una exhortación a disfrutar el placer, en especial el que procura una mujer hermosa.

En esta misma línea, el discurso de hedonistas y materialistas, casi siempre en circunstancias desfavorables, confirma que, más allá del ideal de pureza monopolizado por el dharma canónico, la diversidad de valores fue un rasgo de la sociedad india antigua. En vez de «abdicar al trono de tu dinastía para emprender este camino errado, doloroso, arduo y lleno de espinas» –interpela un brahmán de nombre Jābāli al príncipe Rāma, exiliado en la selva en pos de la sabiduría ascética que le permita expiar la adicción de su padre al placer (kāma de nuevo)–, «deberías entregarte a los sublimes placeres cortesanos y pasarlo bien en Ayodhyā», la capital de tu reino; después de todo, «acéptalo, no hay más allá, y por lo tanto abraza únicamente lo que perciben tus sentidos y desiste de lo que escapa a ellos».40

En este horizonte diverso, flexible y también a veces tenso, no puede obviarse la importancia de expresiones más populares, las costumbres y las creencias de la gente común, no siempre visibles en el discurso canónico. Al respecto destaca el culto al propio Kāma, el cupido indio, con su rica mitología e iconografía. Asociado con las fiestas de primavera, dicho culto tenía que ver con la renovación de la naturaleza y, por extensión, con el despertar del deseo, desde el enamoramiento hasta el desposorio. El culto a Kāma remite así al fenómeno universal de la magia amorosa, los hechizos para atraer y conquistar una pareja, motivos presentes en numerosas fuentes. Envuelto en el ritualismo védico, el tema se repite en el corpus brahmánico; sin embargo, su manifestación secular emerge en textos posteriores, comenzando con el Atharvaveda, y a menudo utiliza como arquetipo el oficio de dioses como Śiva, Viṣṇu (y sus avatares) o el propio Kāma para enamorar a cuanta muchacha deseen.41 El Kāmasūtra, por su parte, le dedica una sección completa que no solo reitera la importancia del deseo en la experiencia humana, sino que además pone de manifiesto la dimensión popular de esa relevancia: «Belleza, virtudes, juventud y riqueza harán a cualquiera afortunado en el amor. Pero un ungüento hecho con hojas de jazmín, costo y palma lo harán doblemente afortunado».42

El tema de los hechizos de amor se entrecruza con el surgimiento y la proliferación del gran movimiento religioso que aquí nos ocupa: el tantra. En efecto, creencias mágicas, y en particular la magia amorosa, conforman un antiguo sustrato de la visión tántrica de la sexualidad.43 Pero más allá de este aspecto puntual, en realidad todos los ejercicios que buscaron afirmar el deseo dentro de la sociedad india en cierto sentido cristalizaron de una forma nueva y potente en los cultos tántricos y su inusitada exploración de lo impuro como mecanismo de transformación. Dicho de manera sucinta, si el sexo llegó a ocupar un sitio central en el imaginario religioso tántrico fue porque, en su esencia misma, la religiosidad tántrica articuló una vindicación categórica del deseo que no pasa necesariamente por un acuerdo con el establishment, sino más bien, de ser el caso, a costa suya, es decir, usando como estrategia el propio conflicto de valores y, de ser necesario, poniendo en duda el ideal de pureza al extremo de la afrenta y la subversión.

Tantra: lo impuro como camino religioso

Los orígenes del tantra están en los márgenes de la cultura brahmánica, ahí donde el sistema de valores jerarquizado y excluyente era más frágil. Estamos alrededor de los siglos V-VI de nuestra era, cuando en el seno de la devoción popular a Śiva y a diferentes deidades femeninas empiezan a surgir movimientos poco convencionales, en los que se insinúa cierto distanciamiento respecto a la ortopraxis brahmánica, así como una inclinación a explorar lo impuro como vía religiosa. Como cabría esperar, el fenómeno evolucionó de manera gradual. Así, el primero de esos movimientos, el de los Pāśupatas o «seguidores de Paśupati», una advocación de Śiva, agrupó a brahmanes que se veían a sí mismos formando parte de la tradición canónica al tiempo que defendían prácticas que se alejaban de las normas sociales, por ejemplo embadurnarse el cuerpo con cenizas, realizar actos indecentes o fingir demencia. En fases posteriores, la exploración de estas y otras prácticas se produjo con una mayor conciencia de su marginalidad frente a la ortodoxia. Entonces, la segunda gran oleada de ascetas śaivas (devotos de Śiva) no convencionales, conformada por Lākulas y Kālamukhas, ensalzó más abiertamente el aspecto transgresor de Śiva a través de la figura de Bhairava, su advocación, y en ese contexto exageró la parafernalia mortuoria, incrementó el contacto con sustancias impuras y, a nivel doctrinal, articuló una visión más dinámica del cosmos de camino a una integración de lo atemporal y lo finito, un elemento clave de la cosmovisión propiamente tántrica. Esta sobrevino con el movimiento de los Kāpālikas, así llamados por la práctica de portar cráneos (kāpāla). En el seno de este grupo, el uso ritual de sustancias prohibidas se volvió más explícito y el discurso comenzó a incorporar elementos femeninos. Los diversos planos de realidad están gobernados ahora por diosas, concebidas como las emanaciones o «potencias» (śakti) de Śiva-Bhairava.

Desde luego, la sociedad de Śiva y Śakti figura en fuentes no tántricas, a veces con otros nombres, a veces de manera sutil; sin embargo, sus implicaciones más profundas solo pueden explicarse a la luz del desarrollo de los cultos śaivas por la ruta de lo que hoy llamamos tantra. Así pues, la paulatina convergencia entre los cultos a Śiva y la veneración a deidades femeninas facilitó la transición del ascetismo de los Kāpālikas a la religiosidad tántrica. La noción clave es precisamente śakti, «potencia», «energía», una palabra femenina usada asimismo como nombre propio, de donde se desprende la denominación śākta, un devoto de la diosa Śakti. Las escrituras śāktas presentan, entonces, un discurso en el que el dios Śiva comparte el peldaño más alto con potencias femeninas (śakti), o, a veces, es incluso desplazado por estas. El énfasis acumulativo y característicamente tántrico en la veneración de diosas converge además con la categoría Kaula, derivada de kula, literalmente «familia», «clan». En ocasiones también llamadas yoginīs (pronunciado [yoguinis]) e imaginadas como creaturas indómitas y febriles, a la vez sensuales y aterradoras, estas «familias» de diosas presiden sobre los distintos aspectos de la creación, desde los objetos físicos hasta la actividad de los sentidos y la mente, conformando así el cuerpo cósmico-femenino de la deidad, la manifestación de su poder y soberanía. Esto significa que los cultos tántricos reconocen la omnisciencia divina, pero además reclaman como atributo paralelo la omnipotencia, lo que abre las puertas para que el devenir temporal pueda ser interpretado más allá de su asociación exclusiva con el samsara, el ámbito de lo impuro, e incluso para desmantelar el propio modelo dicotómico puro-impuro. Esta posibilidad desemboca en la otra novedad que caracteriza a las vertientes más esotéricas de la tradición tántrica: la emancipación o liberación (mukti) es compatible con la búsqueda de poderes mágicos (siddhi) y con el disfrute (bhukti) de las fuerzas que entretejen la existencia, concebidas entonces afirmativamente, una importante diferencia con la doctrina ortodoxa, centrada solo en la liberación. Para ello, el iniciado tántrico –no por casualidad llamado en este contexto «héroe» (vīra)– debe exponerse a dichas fuerzas, dominarlas y recibir sus dones, entre ellos, idealmente, el don de retornar a la fuente primera y ser como Bhairava. Lo que tenemos es, pues, una reinterpretación en clave śākta de las antiguas prácticas disidentes śaivas. La parafernalia fúnebre, la visita a crematorios y otros parajes donde la división puro-impuro pierde fuerza, así como el uso de sustancias tabú –alcohol, carne, desechos corporales, etcétera–, son ahora medios idóneos para inducir la presencia avasallante de estas energías o yoginīs, y alcanzar estados acrecentados de conciencia en los que se experimenta la presencia de lo divino en todas las cosas.

Fue en el entrecruce de estos postulados donde la configuración del ritualismo transgresor tántrico incorporó la sexualidad. En suma, no todo el tantra es sexo; se trata más bien de un rasgo de las fases finales de su desarrollo histórico, cuando el elemento femenino ganó preponderancia y el propio núcleo divino fue representado como una pareja sexualmente activa, facilitando que el lenguaje erótico fuera resignificado desde una perspectiva mágica, ritual, contemplativa y soteriológica. Solo entonces se comienza hablar, por ejemplo, del dios que reside en el sexo de la diosa, imagen que busca modelar las aspiraciones y prácticas del adepto. Así, el verso que abre el Brahamyāmala Tantra, una de las escrituras más antiguas de la vertiente tántrica śākta, narra cómo Kapālīśa Bhairava, el dios principal del culto, adopta la forma de un «pene» (liṅga) para vivir deleitándose en el sexo (lit. en el «loto», padma) de sus ocho consortes divinas. La fórmula se repite también en las escrituras tántricas budistas. Por ejemplo, el Hevajra Tantra abre declarando solemnemente que el «Señor reside en el sexo (bhāga) de la diosa Vajrayoginī, el cuerpo, la palabra y la mente de todos los Budas»; y más adelante reitera: «Mi morada está en el Paraíso, en el sexo de las mujeres, y mi nombre es Semen».44

De hecho, en una medida importante, las divisiones sucesivas del corpus tántrico responden a esta paulatina preponderancia de lo femenino-sexual. En la nomenclatura de varios textos, la revelación tántrica se conoce como mantramārga, «el sendero de los mantras».45 Del mantramārga se desprenden dos vertientes, la «común» (sāmānya), asociada con la escuela Siddhānta, de corte dualista, más centrada en Śiva y menos en Śakti, y la «especializada» (viśeṣa), asociada con los Bhairavatantras, las escrituras que articulan las enseñanzas de Bhairava, de carácter típicamente transgresor. Por su parte, los Bhairavatantras incluyen dos corpus, el Mantrapīṭha, centrado en deidades con una identidad mántrica masculina, y el Vidyāpiṭha, centrado en deidades con una identidad mántrica femenina. Este último, conformado a su vez por los Yāmalatantras, los tantras sobre la «pareja divina» (yāmala), y los Śaktitantras, los tantras sobre Śakti, comprende la red de tradiciones esotéricas en las que el sexo fue resignificado ritualmente. Así, el rito sexual tiene diferentes grados de presencia en tres escrituras fundacionales (todas ellas incluidas en la antología): el apenas mencionado Brahmayāmala Tantra, que enseña el culto a la diosa Caṇḍā Kāpālinī; el Jayadrathayāmala Tantra, que expone el culto de la diosa Kālī, y el Siddhayogeśvarīmata Tantra, que enseña el culto de la «tres» (trika) diosas, Parā, Aparā y Parāparā. A estas tradiciones tempranas hay que sumar el popular culto a la diosa Tripurasundarī, con un desarrollo independiente y un énfasis en la magia amorosa, de manera notable en el Vāmakeśvarīmata Tantra (incluido también en la antología).

Pero el tantra fue un fenómeno que pronto desbordó su caldo de cultivo original, el culto a Śiva y la diosa, para hacerse sentir en otros credos. Como han insistido los especialistas, la visión tántrica descansa siempre sobre alguna otra religiosidad que le sirve de telón de fondo y, en ese sentido, representa una vertiente en el interior de estructuras religiosas más amplias, de las que depende en términos doctrinales y prácticos, y respecto a las cuales funciona a su vez como complemento.46 Este hecho enmarca su expansión y diversificación tanto dentro de lo que hoy llamamos hinduismo, por ejemplo en el culto a Viṣṇu, como fuera, por ejemplo en el seno de las tradiciones jainista y budista.47

La importancia del budismo tántrico, tanto en un sentido general como en relación con el tema del sexo, merece mención aparte. Desde una época temprana, el budismo comenzó a asimilar el universo doctrinal y práctico de los cultos a Śiva y Śakti,48 un proceso que fue facilitado por ciertas tendencias dentro de la propia tradición budista, entre ellas la conformación de complejos panteones, el uso de mantras y visualizaciones, la persistencia de prácticas mágicas, etcétera.Se conoce a este budismo tántrico como Vajrayāna, «la vía adamantina», en alusión a su infalible, literalmente «inquebrantable» (vajra), eficacia soteriológica, o también como Mantranaya/Mantrayāna, el equivalente budista de la referida categoría mantramārga, el «sendero de los mantras». Ambos títulos establecen un contraste con el Mahāyāna, la tradición canónica budista. Esto significa que el budismo tántrico, más que proponer nuevos fundamentos teóricos, presupone los existentes, pero interpretados a la luz de prácticas y aspiraciones soteriológicas inéditas. La novedad descansa en la apuesta esotérica tántrica en general: redefinir ritual y contemplativamente la impureza como mecanismo de emancipación y como medio para adquirir poderes sobrenaturales (siddhi). Como cabría esperar, también en este caso el rito sexual aparece en los estratos superiores del corpus, por definición los más esotéricos y en los que predominan los elementos femeninos. El primero de esos estratos, el corpus de los Yogatantras, presenta ya una asimilación del espíritu subversivo de los cultos tántricos centrados en la pareja divina Śiva-Śakti. Como parte de esa asimilación, el budismo tántrico incorporó el rito sexual. Esta innovación cobra relevancia, por ejemplo, en el Guhyasamāja Tantra (siglo VIII), que prescribe visualizar a los dioses copulando con sus consortes e instruye a los iniciados a reproducir esta práctica. La defensa de una heteropraxis disidente en pos de toda clase de poderes sobrenaturales es el rasgo central de los Yoginītantras, el siguiente y último estrato del corpus, comenzando con su escritura fundacional, el citado Hevajra Tantra (siglo IX). Consagrados, como indica el nombre, a venerar yoginīs, los Yoginītantras convirtieron el coito ritualizado en la práctica distintiva. Los dos textos budistas incluidos en esta selección, el propio Hevajra Tantra y el Caṇḍamahāroṣaṇa Tantra, pertenecen a este corpus.

Del rito sexual al «sexo tántrico»

Recapitulando. En su esencia misma, entonces, el tantra constituye una respuesta al sistema ortodoxo de regulaciones e inhibiciones (śaṅkā) en pos de la pureza, incluida la pureza sexual. Bajo el postulado de que las categorías «puro-impuro» no describen cualidades inherentes a las cosas, sino que más bien constituyen una proyección del sujeto que las enuncia, el tantra cristaliza la apuesta de una amplia gama de manifestaciones literarias, intelectuales y religiosas. El orden finito, y dentro de él la vida volitiva, se trasciende no a través del rechazo y el estigma, sino mediante un control vindicativo. Es posible, pues, domeñar el deseo en el acto mismo de afirmarlo como la expresión libre del poder creador de la deidad. Esta afirmación liberadora descansa, por lo tanto, en una experiencia de totalidad incluyente en la que tiene cabida el placer erótico.

Tal experiencia subyace a un popular motivo literario de inspiración tántrica: el yogui que «entra» en el cuerpo de otra persona a fin de probar las mieles del amor sin faltar a su voto de celibato, bajo el supuesto de que sin esa vivencia su logro espiritual no puede estar completo. La fascinación por el motivo alcanzó incluso al paladín de la ortodoxia brahmánica: el filósofo Śaṅkara, cuya rica hagiografía da cuenta de esta exigencia. En el más conocido de esos relatos, el Śaṅkaradigvijaya, redactado a finales del siglo XVII por cierto Mādhava o Vidyāraṇya, leemos que, con el fin de experimentar las delicias de la vida mundana, Śaṅkara se propone abandonar su cuerpo y entrar en el del rey Amaru, famoso por tener un harem de hermosas doncellas. Un discípulo intenta disuadirlo preocupado por los riesgos que conlleva la incursión y por el mal ejemplo para la gente, a lo que el maestro responde:

El verdadero sabio […] no se degrada por hacer cosas [que la gente considera] malas ni se engrandece por hacer cosas [que la gente considera] buenas, pues no se atormenta preguntándose si lo que hizo fue bueno o malo. Puede entregarse a la práctica de las artes amatorias e incluso con tal acción no comete ninguna falta. Sin embargo, en aras de respetar las normas aceptadas, entraré en el cuerpo de otra persona [e identificado con ella] me consagraré [al placer].49

A continuación, Śaṅkara resguarda su cuerpo inerte en una caverna y, usando sus poderes yóguicos, entra como soplo vital en el cuerpo del fallecido rey Amaru, quien al instante resucita. Así, sin violar su condición de asceta célibe ni, por lo tanto, transgredir el dharma:

En un encantador pent-house [sobreático] con pisos de cristal e iluminado por la luna, el rey se divirtió con aquellas hermosas doncellas jugando a los dados y apostando toda clase de placeres eróticos: darse mordiscos en los labios, acariciarse, frotarse las partes íntimas, copular. En copas de oro, con sus propias manos, las hermosas mujeres le dieron de beber hasta la saciedad un licor perfumado con el dulce aliento de su boca, aderezado con el néctar de sus labios, y él a su vez las hizo beber a ellas […] y al besarlas en éxtasis y estrechar en un abrazo sus cuerpos desnudos se fundió en la dicha del placer más sublime.50

Lo que las Upaniṣads presentaban como metáfora de la unión con el ser supremo (el abrazo del ātman),51 sin atreverse a más, reaparece ahora como una forma completa de emancipación en sí misma. Aun cuando se trata de una narrativa literaria, la emancipación en el deseo es presentada como una posibilidad real, no metafórica. Fuera de la literatura, esa posibilidad nos conduce de nuevo a los estratos más esotéricos de la doctrina tántrica. De hecho, para servir a sus fines ortodoxos, este relato tardío estetiza y domestica lo que fue una práctica real un milenio atrás. La evocación no se reduce a la imagen del yogui que copula. El ardid para lograr esto, a saber, el acto de entrar en otra persona, aquí usado como estrategia literaria para preservar la pureza del dharma (la pureza de Śaṅkara), evoca una experiencia central en la visión tántrica de la sexualidad. Me refiero al proceso de desidentificación del adepto y el sucesivo estado de posesión (āveśa), por el que la deidad «entra» en él, de modo que el encuentro erótico ocurre desde esta nueva identidad, un estado que le permite trascender todo aquello que los demás juzgan como bueno o malo, puro o impuro.

Así pues, a diferencia del relato cosmogónico o el motivo literario, el tantra cruzó esa línea in actu, en los hechos, y solo pudo hacerlo con los medios a su alcance, echando mano de un complejo entramado ritual, simbólico y contemplativo que para entonces había alcanzado la suficiente madurez transgresora. Esto significa, para decirlo llanamente, que el sexo fue ritualizado, y por lo tanto, para decepción de la audiencia contemporánea, lo correcto es hablar del ingrediente sexual de una amplia variedad de ritos esotéricos o, a lo más, del rito sexual tántrico, no de «sexo tántrico». Volveré a ello. Por ahora insistamos en que el encuentro erótico entre adeptos en un estado de identificación con la divinidad cobró sentido sobre el propio sustrato ritual-contemplativo tántrico. ¿En qué consistía ese sustrato? Dicho de manera sucinta, comprendía las ceremonias llevadas a cabo para propiciar y adorar a la deidad principal y su séquito, así como las instrucciones sobre los mantras que debían recitarse, los mandalas que debían diseñarse, las imágenes que debían instalarse y las visualizaciones que debían hacerse; las purificaciones y reglas de conducta que debían observarse, y los frutos que rendía la práctica, tanto de orden sobrenatural y mágico como propiamente soteriológico. Ahora bien, el sello distintivo de este complejo aparato ritual y visionario, en especial en las tradiciones más esotéricas, era que, para acceder a él, los adeptos (incluidas las mujeres, una novedad respecto al culto védico) debían recibir iniciaciones y consagraciones (dīkṣā, abhiṣeka) que presuponían, una vez más, un estado de identificación con las deidades veneradas, por definición de ambos géneros. Volvemos así a la representación sexualizada de la propia pareja divina que preside sobre cada culto, el marco en el que el sexo fue insertado como elemento climático del rito transgresor. Al mismo tiempo, sobre esta base común, el rito sexual y, en un sentido más amplio, el simbolismo asociado con este acto, lejos de ser un fenómeno homogéneo, poseen una historia y presentan variantes que es necesario revisar.

Templanza ascética y magia amorosa. Al parecer, los primeros ritos tántricos que involucraron un contacto sexual fueron moldeados por ideales ascéticos, es decir, centrados en el control y la continencia. Ello sugiere que, en sus inicios, la visión tántrica de la sexualidad se vio influida por el extendido lazo, tanto en fuentes religiosas como médicas, entre pérdida de semen y pérdida de vitalidad,52 lo que a su vez condujo a una idealización del celibato como signo de salud física y espiritual, así como a la aplicación práctica de ese ideal, por ejemplo a través de la observancia de castidad aun si se compartía el lecho con una mujer.53 El mejor ejemplo es el «voto al filo de la navaja» (asidhārāvrata), referido en escrituras tempranas como el Niśvāsatattvasaṃhitā (aprox. siglos V-VI) y el Brahmayāmala Tantra (siglo VII; incluido en esta selección). Dicho voto consiste en exponerse a las fuerzas del deseo en una actitud de templanza de la que se espera obtener poderes sobrenaturales. Así, desde la perspectiva del varón, se establece que el iniciado puede tener contacto erótico pero sin consumar el acto, ya sea sin penetrar a su pareja o, de acuerdo con otras fuentes, penetrándola pero sin eyacular. En este último caso, la práctica sugiere una valoración positiva del sexo al tiempo que reconfigura el celibato únicamente como la pérdida de semen, de tal manera que el control ascético queda concentrado en la eyaculación. Aunque los testimonios que nos han llegado son intermitentes, en modo alguno puede considerarse como un fenómeno fugaz o restringido a un pasado remoto. La práctica reaparece aquí y allá y, por lo tanto, constituye una expresión de la visión tántrica de la sexualidad que no puede minimizarse ni mucho menos soslayarse. Por ejemplo, Abhinavagupta, el gran exegeta śaiva del siglo X, la menciona en su Tantrāloka a propósito de ascetas que llevan a cabo «penitencias extremas».54 Figura, asimismo, en varias escrituras budistas, por ejemplo en el Caṇḍamahāroṣaṇa Tantra, incluido en esta antología, en algunos casos además en conexión con el surgimiento de la importante tradición yóguica conocida como haṭhayoga. Dentro de esta corriente, ya fuera del horizonte budista, la técnica de succionar el semen (vajrolīmudrā) es, sin duda, un desarrollo tardío del que dan cuenta textos como el Dattatreyayogaśāstra, la Śivasaṃhitā o la Haṭhayogapradīpikā, incluidos también en la antología.

Ahora bien, al menos en principio y desde una perspectiva más amplia, lo cierto es que esta variante del rito sexual tántrico, centrada en la continencia, suele quedar opacada por el coito con eyaculación, variante que fue representada simbólicamente como la forma más elevada de transgresión y, entonces, como el mecanismo idóneo para obtener poderes sobrenaturales. En este predominio pudo haber influido la magia amorosa, que, como referí, constituye uno de los sustratos básicos del rito sexual. El uso de hechizos y demás ardides para atraer, encandilar y someter a la voluntad propia a otra persona es omnipresente en la literatura y representa una manifestación de la vida cotidiana india con diferentes grados de asimilación en el discurso canónico. Su presencia es conspicua en el universo mágico-ritual brahmánico; adquiere un carácter más secular en textos híbridos como el Atharvaveda, e incluso tradiciones como el yoga lo absorben y resignifican como un tipo de poder sobrenatural.55 Como cabría esperar debido a los orígenes marginales del tantra, y quizá más importante aún, por su afirmación del deseo, esta prevalencia se multiplica en el contexto ritual tántrico. Así, no es infrecuente que el éxito en el amor sea visto como un don (siddhi) al alcance solo de los adeptos más avanzados, o, más aún, que ese adepto consumado sea comparado con Kāma, el dios del amor, y las iniciadas se asemejen a las hermosas doncellas de la literatura erótica sánscrita.56 En particular, la magia amorosa-sexual permea la narrativa a fin de conseguir mujeres para el rito y, en algunas tradiciones, por ejemplo el culto a la diosa Tripurasundarī, constituye el motivo central.

Así, sobre estos dos antiguos sustratos, el ascético continente y el mágico voluntarioso, uno de orden especializado y el otro de índole popular, a medida que la religiosidad tántrica depuraba su talante subversivo y ampliaba su exploración de lo impuro, se fue configurando la forma más característicamente tántrica del rito sexual. Contra lo que la mente moderna asume, dicha forma no gira en torno a la experiencia de placer sino a la producción y el consumo de sustancias prohibidas.

Una fábrica de impureza. Un aspecto central de las escrituras tántricas más esotéricas, adoptado también por el budismo, es la «práctica más allá de las diferencias» (advaitācāra) o la «práctica sin inhibiciones» (niḥśaṅkācāra), materializada en la propiciación de la deidad con sustancias que una sociedad obsesionada por la pureza consideraba contaminantes: alcohol, carne, orina, heces, a veces incluso consumidas como parte de la afrenta a las buenas costumbres. En las fuentes tempranas, la incorporación del sexo al rito obedece a esta misma lógica y, por lo tanto, representa una ampliación del menú de impurezas que pueden emplearse para gratificar a las divinidades y obtener a cambio poderes sobrenaturales. Al mismo tiempo, el rito sexual representaba una transgresión mayor, pues trastocaba directamente tanto la pureza de casta (respecto a la vida en sociedad en general) como la observancia de celibato (respecto a los códigos de varias comunidades religiosas), de modo que la producción y la ingesta de sangre menstrual, líquidos vaginales y semen fueron vistos como un medio eficaz para trascender los opuestos convencionales, comenzando por los opuestos puro-impuro, y al mismo tiempo como la expresión más sublime de esa experiencia de trascendencia. De nuevo, a ello subyace la correspondencia ritual y simbólica entre la pareja de practicantes y la pareja divina. Entonces, al entrar en contacto con los fluidos sexuales, el iniciado entra en contacto con la hipóstasis femenina de la deidad, concebida precisamente como un torrente de energía fecundadora, contacto que lo empodera para retornar a la fuente primera y ser uno con la divinidad. Al respecto, es importante notar que, con base en principios tomados de la medicina clásica india, la fisiología esotérica tántrica asumía que la sangre menstrual y los líquidos vaginales cumplían la misma función que el semen, de modo que la concepción se producía cuando el «semen masculino» y el «semen femenino» se mezclaban; en algunos casos se creía, además, que dichos fluidos residían en la coronilla de la cabeza de donde descendían a través de conductos sutiles por el efecto del calor erótico hasta llegar a los órganos sexuales para ser emitidos. Así pues, el rito constituía un verdadero acto de concepción y renacimiento. En particular, el rito de iniciación aporta el modelo: el neófito renace a su ser divino al beber, real o simbólicamente, la mezcla seminal producto del coito de su gurú, por definición un varón, y una mujer iniciada, identificados a su vez con el dios y la diosa del culto. Esta pareja humana y divina se une sexualmente y, usando como medio el producto de esa unión, es decir, sus fluidos sexuales, «entra» en el discípulo, quien así queda fecundado. Con ello, el rito reproduce el principio de la procreación biológica, entendido como un acto de transferencia genética de los padres al hijo. Por analogía, en este caso la transferencia es del ADN espiritual de sus progenitores divinos. La pareja engendra un hijo espiritual, quien manifiesta su nueva identidad a través de un estado de conciencia acrecentado por el que beber sangre, semen u orina le sabe a puro néctar. Poseído por el flujo seminal de la pareja divina, el discípulo vence así las inhibiciones que le impedían reconocer su plenitud, más allá de las diferencias, las jerarquías y las etiquetas. No en vano, las fuentes budistas elocuentemente llaman a la mezcla de fluidos sexuales bodhibīja, la «simiente del despertar», o en un tono aún más radical por subvertir una noción canónica, bodhicitta, la «conciencia despierta». Este despertar iniciático modela los ritos posteriores que el adepto debe llevar a cabo ahora él mismo y en los que el sexo es un ingrediente. Al consumir los fluidos sexuales producto de la unión ahora con su pareja, el adepto se engendra a sí mismo, nutre su identidad divina, al tiempo que alimenta las fuerzas de la creación. Desde luego, cabría ver en este mecanismo la persistencia del modelo ascético-continente, pues, en última instancia, el acto central de ingerir los fluidos sexuales de algún modo presupone el principio de conservación de la vitalidad a través de la preservación de dichos fluidos.57

Pero más allá de esa posible lectura, es importante notar que, al menos hasta aquí, el sello distintivo del rito sexual es el fin instrumental o utilitario. La actividad sexual, y por extensión la mujer que hace las veces de la pareja divina, incluso si ella misma es una iniciada, son un «medio» o «instrumento» (karaṇa) para obtener sustancias impuras en beneficio del adepto. Las palabras más comunes para referirse a dichas mujeres, śakti y dūtī, «potencia» e «intercesora» (o «mensajera»),58 resuenan con esa carga instrumental, la cual es proporcional al desinterés por el placer y el orgasmo como fines en sí mismos, un aspecto central del rito en fuentes posteriores. Esto vale incluso para aquellas «intercesoras» a las que se atribuye un estatus elevado o poderes mágicos, por ejemplo al llamarlas yoginīs, y a las que en concordancia se rinde tributo, convirtiéndose entonces en instrumento y, a la vez, en objeto del ritual.

También, en relación con las mujeres que participaban en el rito, no puede obviarse el tema de la edad, pues varias escrituras establecen que debían ser adolescentes. Para entender esto, que no justificarlo, hay que recordar que el inicio temprano a la vida sexual era la norma en la India antigua, no solo entre los adeptos tántricos. De hecho, diversos textos, en especial los códigos legales, parecen preocuparse más por un inicio tardío a la sexualidad que por uno temprano, pues aquel ponía en riesgo el deber más alto en la vida de una mujer: procrear. «La mujer debe ser entregada en matrimonio antes de que llegue a la pubertad»; «Un padre no debe retener a la hija que ha comenzado a menstruar»; «El padre debe dar en matrimonio a su hija antes de que llegue a la pubertad; comete un grave pecado si no lo hace y ella comienza a menstruar viviendo en la casa paterna», leemos en los diferentes Dharmasūtras.59