Taras Bulba - Nikolai Gogol - E-Book

Taras Bulba E-Book

Nikolái Gógol

0,0
0,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En la historia los dos hijos de Tarás Bulba, Ostap y Andréi, regresan a su hogar de un seminario ortodoxo en Kiev. Ostap es el más aventurero mientras que Andréi es introvertido y romántico; mientras se hallaba en Kiev, se enamoró de una joven polaca noble, la hija del gobernador de Dubno, pero luego de los primeros encuentros ella regresa a Polonia. Tarás Bulba obliga a sus hijos a ir a la sich de Zaporozhia y decide acompañarlos.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Nikolai Gogol

TARAS BULBA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-437-4

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-437-4
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

I

Capítulo I
—A ver vuélvete… ¡Tiene gracia! ¿Qué significa ese hábito sacerdotal? ¿Así visten ustedes, tan mal pergeñados, en su academia?
Con estas palabras acogió el viejo Bulba a sus dos hijos que acababan de terminar sus estudios en el seminario de Kiev y que entraban en este momento en el hogar paterno, después de haberse apeado de sus caballos.
Los recién llegados eran dos jóvenes robustos, de tímidas miradas, cual conviene a seminaristas recién salidos de las aulas. Sus semblantes, llenos de vida y de salud, empezaban a cubrirse del primer bozo, aun no tocado por el filo de la navaja. La acogida de su padre les había turbado, y permanecían inmóviles, con la vista fija en el suelo.
—Esperen ustedes, esperen; déjenme que los examine a mi gusto. ¡Jesús! ¡Qué vestidos tan largos! —dijo volviéndolos y revolviéndolos en todos sentidos. ¡Diablo de vestidos! ¡En el mundo no se han visto otros semejantes! Vamos, pruebe uno de los dos a correr: seguro estoy de que se enreda con él y da de narices en el suelo.
—Padre, no te burles de nosotros —dijo por fin el mayor.
—¡Miren el señorito! ¿Por qué no puedo burlarme de ustedes?
—Porque, porque… aunque seas mi padre, juro por Dios, que si continúas burlándote, te apalearé.
—¿Cómo, hijo de perro? ¿A tu padre? —dijo Taras Bulba retrocediendo algunos pasos asombrado.
—Sí, a mi mismo padre, cuando se me ofende, no miro quién lo hace.
—¿Y de qué modo quieres batirte conmigo, a puñetazos?
—Me es completamente igual de un modo que otro.
—Vaya por los puñetazos —repuso Taras Bulba arremangándose las mangas. Voy a ver si sabes manejar los puños.
Y he aquí que padre e hijo, en vez de abrazarse después de una larga ausencia, empiezan a asestarse vigorosos puñetazos en los costados, en la espalda, en el pecho, en todas partes, tan pronto retrocediendo como atacando.
—Miren ustedes, buenas gentes: el viejo se ha vuelto loco, ha perdido de repente el juicio —exclamaba la pobre madre, pálida y flaca, inmóvil en las gradas, sin haber tenido tiempo aún de estrechar entre sus brazos a sus queridos hijos—. ¡Vuelven los muchachos a casa, después de más de un año de ausencia, y he aquí que su padre inventa, Dios sabe qué bestialidad… darse de puñetazos!
—¡Se bate como un coloso! —decía Bulba deteniéndose—. ¡Sí, por Dios! Muy bien —añadió, abrochando su vestido—; aunque mejor hubiera hecho en no probarlo. Éste será un buen cosaco. Buenos días, hijo, abracémonos ahora.
Y padre e hijo se abrazaron.
—Bien, hijo; atiza buenos puñetazos a todo el mundo como lo has hecho conmigo; no des cuartel a nadie. Esto no impide que estés hecho un adefesio con ese hábito. ¿Qué significa esa cuerda que cuelga? Y tú, estúpido, ¿qué haces ahí con los brazos cruzados? —dijo, dirigiéndose al hijo menor—. ¿Por qué, hijo de perro, no me aporreas también?
—Miren que ocurrencia —decía la madre abrazando al más joven de sus hijos—.
¿En dónde se ha visto que un hijo aporree a su propio padre? ¿Y es este el momento de pensar en ello? Un pobre niño, que acaba de hacer tan largo camino, y está tan cansado —el pobre niño tenía más de veinte años y una estatura de seis pies—, tendrá necesidad de descansar y de comer un bocado; ¡y él quiere obligarle a batirse!
—¡Eh! ¡Eh! Me parece que tú eres un mentecato —decía Bulba—. Hijo, no escuches a tu madre, es una mujer y no sabe nada. ¿Necesitan ustedes que les acaricien? Las mejores caricias, para ustedes son una buena pradera y un buen caballo. ¿Ven ese sable?, pues esa es la madre de ustedes. Todas esas tonterías que tienen ustedes en la cabeza, no son más que sandeces; yo desprecio todos los libros en que estudian ustedes, y las A B C, y las filosofías, y todo eso; los escupo.
Aquí Bulba añadió una palabra que no puede pasar a la imprenta.
—Vale más —añadió— que en la próxima semana les mande al zaporojié[1]. Allí es donde se encuentra la ciencia; allí está la escuela de ustedes, y también allí es donde se les desarrollará la inteligencia.
—¡Qué! ¿Sólo permanecerán aquí una semana? —decía la anciana madre con voz plañidera y bañada en llanto—. ¡Los pobres niños no podrán divertirse ni conocer la casa paterna! ¡Y yo no tendré tiempo siquiera para hartarme de contemplarlos!
—Cesa de aullar, vieja; un cosaco no ha nacido para vegetar entre mujeres. Tú les ocultarías debajo de las faldas a los dos, como una gallina clueca sus huevos. Anda, vete. Ponnos sobre la mesa cuanto tengas para comer. No queremos pasteles con miel ni guisaditos. Danos un carnero entero o una cabra; tráenos aguamiel de cuarenta años; y danos aguardiente, mucho aguardiente; pero no de ese que está compuesto con toda especie de ingredientes, pasas y otras porquerías, sino aguardiente puro, que bulla y espume como un rabioso.
Bulba condujo a sus hijos a su aposento, de donde salieron a su encuentro dos hermosas criadas, cargadas de monistes[2]. Séase porque se asustaron por la presencia de sus jóvenes señores, séase por no faltar a las púdicas costumbres de las mujeres, el caso es que las dos criadas echaron a correr lanzando fuertes gritos, y largo tiempo después todavía se ocultaban el rostro con sus mangas.
La habitación estaba amueblada conforme al gusto de aquella época, cuyo recuerdo sólo se ha conservado por los douma[3] y las canciones populares, que recitaban en otro tiempo, en Ukrania los ancianos de luenga barba, acompañados de la bandola, entre una multitud que formaba círculo en torno suyo, conforme al gusto de aquel tiempo rudo y guerrero, que vio las primeras luchas sostenidas por la Ukrania contra la unión[4]. Todo respiraba allí limpieza. El suelo y las paredes
estaban cubiertos de una capa de arcilla luciente y pintada. Sables, látigos (nagaï kas), redes de cazar y pescar, arcabuces, un cuerno artísticamente trabajado que servía para guardar la pólvora, una brida con adornos de oro, y trabas adornadas con clavitos de plata colgaban en torno del aposento. Las ventanas, sumamente pequeñas, tenían cristales redondos y opacos, como los que aún existen en algunas iglesias; no se podía mirar a la parte exterior sino levantando un pequeño marco movible. Los huecos de esas ventanas y de las puertas estaban pintados de encarnado. En los ángulos, encima de aparadores, había cántaros de arcilla, botellas de vidrio de color obscuro, copas de plata cincelada, y copitas doradas de diferentes estilos, venecianas, florentinas, turcas y circasianas, llegadas por diversos conductos a manos de Bulba, cosa nada extraña en aquellos tiempos de empresas guerreras. Completaban el mueblaje de aquella habitación unos bancos de madera chapados de corteza de abedul. Una mesa de colosales proporciones estaba situada debajo de las santas imágenes, en uno de los ángulos. El ángulo opuesto estaba ocupado por una alta y ancha estufa que constaba de una porción de divisiones, y cubierta de baldosas barnizadas. Todo eso era muy conocido de nuestros jóvenes, que iban todos los años a pasar las vacaciones al lado de sus padres; digo iban, e iban a pie pues no tenían aún caballos; por otra parte, el traje no permitía a los estudiantes el montar a caballo. Hallábanse todavía en aquella edad en que cualquier cosaco armado podía tirarles impunemente de los largos mechones de cabello de la coronilla de su cabeza. Sólo a su salida del seminario fue cuando Bulba les mandó dos caballos jóvenes para hacer su viaje.
Bulba, con motivo de la vuelta de sus hijos, hizo reunir todos los centuriones de su polk[5] que no estaban ausentes; y cuando dos de ellos acudieron a su llamado, con el ï ésaoul[6] Dimitri Tovkatch, su camarada, les presentó a sus hijos diciendo:
—¡Miren qué muchachos! Bien pronto les enviaré a la setch[7].
Los visitantes felicitaron a Bulba y a los dos jóvenes, asegurándoles que harían muy bien, y que no había escuela mejor para la juventud que en el zaporojié[8].
—Vamos, señores y hermanos —dijo Taras— siéntense donde les plazca; y ustedes, hijos míos, ante todo, bebamos un vaso de aguardiente. ¡Qué Dios nos bendiga! ¡A la salud de ustedes, hijos míos! ¡A la tuya, Eustaquio! ¡A la tuya, Andrés!
¡Dios quiera que la victoria les acompañe siempre en la guerra, que derroten a los paganos y a los tártaros!, y si los polacos intentan algo contra nuestra santa religión,
¡a ellos también! ¡Veamos!, venga tu vaso. ¿Es bueno el aguardiente? ¿Cómo se llama el aguardiente en latín? ¡Qué bobos eran los latinos!, ni siquiera sabían que hubiese aguardiente en el mundo. ¿Cómo se llamaba aquel que escribió versos latinos? Yo no, soy muy sabio y he olvidado su nombre. ¿No se llamaba Horacio?
—¡Miren que zorro! —se dijo por lo bajo el hijo mayor, Eustaquio— el viejo perro lo sabe todo, y aparenta no saber nada.
—Creo que el gandulifis[9] ni siquiera les ha dejado oler el aguardiente — continuó Bulba—. Convengan ustedes hijos míos, en que les han sacudido de lo
lindo, con escobas de abedul, las espaldas, los riñones y todo lo que constituye un cosaco; o tal vez, para hacerles hombres y juiciosos les han aplicado sendos latigazos no solamente los sábados, sino también los miércoles y jueves.
—No debemos recordar nada de lo pasado, padre —respondió Eustaquio— lo pasado, pasado.
—¡Que lo prueben ahora! —dijo Andrés— ¡qué se atreva alguien a tocarme la punta del dedo! Que se ponga algún tártaro al alcance de mis manos, y sabrá lo que es un sable cosaco.
—¡Bien, hijo mío, bien! ¡Vive Dios que has hablado bien! ¡Toda vez que es así, por Dios que acompaño a ustedes! ¿Qué diablos tengo que esperar aquí?
¿Convertirme en un plantador de trigo negro, en un hombre casero, en un pastor de ovejas y de cerdos? ¿Acariciar a mi mujer? ¡No, lléveme el diablo! Soy cosaco, y he de dejarme de todo eso. ¡Qué me importa que no haya guerra! Iré a disfrutar con ustedes; sí, por Dios, iré.
Y el viejo Bulba, enardeciéndose por grados, concluyó por enfadarse; se levantó de la mesa, y golpeó con el pie tomando una actitud imperiosa.
—Mañana partiremos. ¿Por qué aplazarlo? ¿Qué diablos esperamos aquí? ¿Para qué esta casa? ¿Para qué esas ollas? ¿Para qué todo eso?
Hablando así, púsose a romper los platos y las botellas. La pobre mujer, acostumbrada desde mucho tiempo a semejantes actos, miraba tristemente la obra destructora de su marido, sentada en un banco, sin atreverse a pronunciar palabra; pero al saber una resolución que tanto la afligía, no pudo contener sus lágrimas. Dirigió una furtiva mirada a sus hijos a quienes iba tan bruscamente a perder, y nada es capaz de pintar el sufrimiento que agitaba convulsivamente sus ojos húmedos y sus apretados labios.
Bulba era exageradamente obstinado. Era uno de esos caracteres que solo podían desenvolverse en el siglo XVI, en un rincón salvaje de Europa, cuando toda la Rusia meridional, abandonada de sus príncipes, fue asolada por las incursiones irresistibles de los mongoles; cuando, después de haber perdido su techo y todo abrigo, el hombre buscó un refugio en el valor de la desesperación; cuando sobre las humeantes ruinas de su hogar, en presencia de enemigos vecinos e implacables, se atrevió a edificar de nuevo una morada, conociendo el peligro, pero acostumbrándose a mirarle de frente; cuando, en fin, el carácter pacífico de los eslavos se inflamó en un ardor guerrero, y dio vida a ese arrojo desordenado de la naturaleza rusa que constituyó la sociedad cosaca (kasatchestvo[10]). Entonces todas las márgenes de los ríos, los vados, los desfiladeros y hasta los pantanos se cubrieron de tantos cosacos que nadie los hubiera podido contar, y sus esforzados y valientes enviados pudieron contestar al sultán que deseaba conocer su número: «¿Quién lo sabe? En nuestro país, en la estepa, a cada paso se encuentra un cosaco». Fue aquello una explosión de la fuerza rusa que hicieron brotar del pecho del pueblo los repetidos golpes de la desgracia. En vez de los antiguos oudély[11], en vez de las reducidas ciudades pobladas de vasallos
cazadores, que se disputaban y vendían los pequeños príncipes, aparecieron pequeñas villas fortificadas, koureni[12], unidas entre sí por el sentimiento del peligro común y por el odio a los invasores paganos. La historia nos enseña que las luchas perpetuas de los cosacos salvaron a la Europa occidental de la invasión de las salvajes hordas asiáticas que amenazaban inundarla. Los reyes de Polonia que vinieron a ser, en vez de príncipes despojados, los amos de aquellas vastas extensiones de tierra, si bien dueños lejanos y débiles, comprendieron la importancia de los cosacos y el provecho que podían sacar de sus disposiciones guerreras; disposiciones que se esforzaron en desarrollar todavía. Los hetman[13], elegidos por los cosacos de entre ellos mismos, transformaron los koureni en polk regulares. No era un ejército organizado y permanente; pero, en caso de guerra o de un movimiento general, en ocho días a lo más, todos estaban reunidos; todos acudían al llamado con caballo y armas, recibiendo tan sólo del rey por todo sueldo un ducado por cabeza. En quince días reuníase un ejército que seguramente ningún alistamiento hubiera podido formar uno semejante. Concluida la guerra, cada soldado volvía a sus campos a orillas del Dnieper, dedicándose a la pesca, a la caza o a algún pequeño negocio; fabricaba cerveza, y disfrutaba de la libertad. No había oficio que un cosaco no supiese hacer; destilar aguardiente, construir un carro, fabricar pólvora, hacer de cerrajero, de herrador, de veterinario, y, sobre todo beber mucho y emborracharse como sólo un ruso es capaz de hacerlo. Además de los cosacos inscritos, obligados a presentarse en tiempo de guerra o de conquista, era muy fácil reunir un ejército de voluntarios. Bastaba que los ï ésaoul se presentasen en los mercados y plazas de los pueblos, y gritaran, montados en un téléga (carro): «¡Eh! ¡Eh! Ustedes los bebedores, no fabriquen cerveza y no se calienten en el hogar; no engorden para ir a la conquista del honor y de la gloria caballeresca. Y ustedes, labradores, plantadores de trigo negro, guardadores de ovejas, dejen de arrastrarse a la cola de sus bueyes, de ensuciar en el suelo sus caftanes amarillos, de cortejar a sus mujeres y de dejar perecer su virtud de caballeros[14]. Tiempo es de ir a conquistar la gloria cosaca». Y estas palabras parecían chispas que caían sobre leña seca. El labrador abandonaba su arado; el fabricante de cerveza rompía sus toneles y sus gamellas; el artesano enviaba al diablo su oficio, y el mercader su comercio; todos rompían los muebles de sus casas y montaban en sus caballos. En una palabra, el carácter ruso tomaba entonces una nueva forma, amplia y poderosa.
Taras Bulba era uno de los viejos polkovnik[15]. Nacido para las dificultades y los peligros de la guerra, distinguíase por la rectitud de un carácter rudo e íntegro. La influencia de las costumbres polacas empezaba a penetrar entre los hidalguillos rusos. Muchos de ellos vivían con lujo inusitado, tenían una servidumbre numerosa, halcones, jauría, y daban espléndidos convites. Nada de esto agradaba a Bulba; él amaba la vida sencilla de los cosacos, y a menudo reñía con aquellos de sus camaradas que seguían el ejemplo de Varsovia, llamándoles esclavos de los nobles (pan) polacos. Inquieto, activo, emprendedor, considerábase como uno de los
paladines naturales de la Iglesia rusa; entraba, sin permiso, en todos los pueblos donde se quejaban de la opresión de los mayordomos-arrendatarios y de un aumento de precio sobre los hogares. Allí, rodeado de sus cosacos, juzgaba las quejas, habiéndose impuesto el deber de hacer uso de su espada en los tres casos siguientes: cuando los mayordomos no mostraban deferencia hacia los ancianos descubriéndose la cabeza ante ellos; cuando se burlaban de la religión o de las antiguas costumbres, y por último, cuando se hallaba delante del enemigo, es decir, de los turcos o paganos, contra los cuales se creía siempre en el deber de sacar la espada para mayor gloria de la cristiandad. Ahora regocijábase anticipadamente con el placer de conducir él mismo a sus dos hijos al setch, y decir con orgullo. «Vean ustedes qué muchachos les traigo»; de presentarles a todos sus antiguos compañeros de armas, y de ser testigo de sus primeros triunfos en el arte de guerrear y en el de beber, que contaba también entre las virtudes de un caballero. Taras había tenido primeramente intención de enviarlos solos; pero al ver su buen aspecto, su aventajada estatura y su varonil belleza, sintió revivir su antiguo ardor guerrero, y decidió, con enérgica y férrea voluntad, acompañarles y partir con ellos al día siguiente. Hizo sus preparativos, dio órdenes, escogió caballos y arneses para sus dos hijos, designó los criados que debían acompañarles, y delegó su mando al ï ésaoul Tovkatch, añadiéndole que tan luego como recibiese orden del setch, se pusiese inmediatamente en marcha a la cabeza de todo el polk. A pesar de no haberle pasado completamente la borrachera, y de que su cabeza estaba todavía turbia con los vapores del vino, nada olvidó, ni aun la orden de que diesen de beber a los caballos y una ración del mejor trigo.
—Y bien, hijos míos —les dijo, volviendo a entrar en su casa rendido de fatiga— tiempo es ya de dormir, y mañana haremos lo que Dios quiera. Pero que no se arreglen camas, dormiremos en el patio.
En cuanto entró la noche, Bulba se fue a dormir; tenía la costumbre de acostarse temprano. Echóse sobre un tapiz extendido en el suelo, y se cubrió con una piel de carnero (touloup), pues hacía fresco, y a Bulba le gustaba el calor cuando dormía en casa. Pronto empezó a roncar, imitándole todos los que estaban acostados en los rincones del patio, y más que todos el guardián, que, vaso en mano, había celebrado con más entusiasmo la llegada de los jóvenes señores. Únicamente la pobre madre no dormía. Había ido a acurrucarse a la cabecera de sus queridos hijos, que descansaban el uno al lado del otro. Peinaba sus cabellos, les bañaba con sus lágrimas, contemplábalos con todas las fuerzas de su ser, sin saciarse. Después de haberlos alimentado con la leche de sus pechos, de haberles educado con una ternura llena de inquietud, no debía ahora verles más que un instante.
—¿Qué será de ustedes, queridos hijos? ¿Qué es lo que les espera? —decía ella— y gruesas lágrimas se detenían en las arrugas de su rostro, hermoso en otro tiempo.
En efecto, la pobre madre era muy digna de lástima como todas las mujeres de aquel tiempo. Su rudo esposo la había abandonado por su sable, por sus camaradas y por una vida aventurera y desarreglada. Sólo veía a su marido dos o tres días al año; y
aun cuando él estaba allí, cuando vivían juntos, ¿cuál era su vida? Tenía que sufrir injurias, y hasta golpes, recibiendo pocas caricias y aun desdeñosas. La mujer era una criatura extraña y fuera de su lugar entre aquellos aventureros feroces. Su juventud pasó rápidamente; sus frescas y hermosas mejillas, sus blancas espaldas se cubrieron de prematuras arrugas. Todo lo que hay de amor, de ternura, de pasión en la mujer se concentró en ella en el amor maternal. Aquella noche, permaneció inclinada con angustia sobre la cama de sus hijos, como la tchaï ka[16] de las estepas se cierne sobre su nido. Le arrebatan sus hijos, sus amados hijos; se los arrebatan para no volver a verlos tal vez jamás: acaso en la primera batalla los tártaros les cortarán la cabeza, y nunca sabrá la pobre madre qué ha sido de sus cuerpos abandonados que servirán de pasto a las aves de rapiña. Sollozando sordamente, contemplaba los ojos de sus hijos que un irresistible sueño mantenía cerrados.
—¡Tal vez —pensaba—. Bulba retardará dos días más su partida! ¡Quizá ha resuelto partir tan pronto porque hoy ha bebido mucho!
Hacía bastante rato que la luna alumbraba desde el alto cielo el patio y todos los que en él dormían, así como un grupo de copudos sauces y los elevados brazos que crecían junto al cercado hecho de empalizadas, y la pobre madre permanecía sentada a la cabecera de sus hijos, sin apartar los ojos de ellos ni pensar en dormir. Los caballos, con la venida del alba, tumbáronse sobre la hierba dejando de pacer. Las elevadas hojas de los sauces empezaban a estremecerse, a cuchichear, y su cháchara bajaba de rama en rama. El agudo relincho de un potro resonó de repente en la estepa. Rojos resplandores aparecieron en el cielo. Bulba despertó de repente, y se levantó bruscamente. Recordaba todas las órdenes que había dado la víspera.
—¡Ya se ha dormido bastante, muchachos; ya es tiempo, ya es tiempo! Den de beber a los caballos. Pero, ¿donde está la vieja?, (así llamaba habitualmente a su mujer). ¡Pronto, vieja, danos de comer, pues tenemos mucho que andar!
La pobre anciana, privada de su última esperanza, se dirigió tristemente hacia la casa. Mientras que, con las lágrimas en los ojos, preparaba el desayuno, su marido daba sus últimas órdenes, iba y venía por las caballerizas, y escogía para sus hijos sus más ricos vestidos. Los estudiantes cambiaron en un momento de aspecto. Botas rojas, con pequeños talones de plata, reemplazaron al mal calzado del colegio. Ciñéronse, con un cordón dorado, pantalones anchos como el mar Negro, y formados con un millón de plieguecitos. De este cordón pendían largas corregüelas de cuero, que sostenían con borlas todos los utensilios que usan los fumadores. Una casaquilla de tela roja como el fuego les fue ajustada al cuerpo por un cinturón bordado, en el cual se colocaron pistolas turcas damasquinadas. Un enorme sable les golpeaba las piernas. Sus semblantes, poco tostados por el sol, parecían entonces más hermosos y más blancos. Pequeños bigotes negros realzaban el color brillante y fresco de la juventud. Aumentaban su belleza sus gorras de astracán negro que terminaban en forma de casquetes dorados. Cuando los vio la pobre madre, no pudo proferir una palabra, y tímidas lágrimas se detuvieron en sus marchitos ojos.
—Vamos, hijos míos, todo está dispuesto, no nos retardemos más —dijo por fin Bulba—. Ahora, según la costumbre cristiana, es preciso sentarnos antes de partir.
Todo el mundo se sentó en silencio en el mismo aposento, sin exceptuar los criados que se mantenían respetuosamente cerca de la puerta.