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Hay momentos en la vida política de los países en que todo parece acelerarse. Entre septiembre y noviembre de 2014, la política española vivió una inusual acumulación de tensiones y contradicciones. La candente situación de Cataluña se cruzó con una nueva cadena de escándalos que colmaría el vaso de la irritación social. El caso de las tarjetas opacas de Caja Madrid adquirió un carácter simbólico. Esas tarjetas negras eran una suerte de señal arbitral: ¡hasta aquí hemos llegado! En poco tiempo se gestaron preocupaciones, desgastes y deseos de cambio destinados a cristalizar en un año 2015 decisivo por las convocatorias electorales y las previsiones económicas.
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Seitenzahl: 555
Veröffentlichungsjahr: 2015
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© Enric Juliana, 2015.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO396
ISBN: 9788490068694
Composición digital: Àtona-Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Dedicatoria
Del once del nueve al nueve del once
Código 11-9-11
Andorra entra en la historia de España
El nuevo eslogan: soberanismo es corrupción
«Y si gana Esquerra, mejor»
Una inesperada reunión en Moncloa
La imposible coalición antisoberanista
El pacto que lo habría cambiado todo
Londres relanza la tercera vía
Escuece Escocia
El paso atrás de los Aznar
Las dos banderas de la calle Sant Rafael
¿Cuándo dirá Rajoy: «Vosotros los catalanes»?
Vitamina V para la España inquieta
La Assemblea de Catalunya, reencarnada
En defensa de Pasqual Maragall
El combate de judo CDC-ERC
La culpa es de John Smith
Enric Miralles preside Escocia
Escocia: Cuando dices que nos vamos, la gente va y vota
Un no silencioso se impone en Escocia
Una lección, una gran lección
Devolución
El derecho a decidir a los sesenta y cinco años
Nessun dorma en Pekín
Los principios de Arriola
Soraya en Roma
El rey y el catalán
El cráter
El Partido Alfa, en la almena
La Brigada Aranzadi
Atención a los dos tercios
El balcón embrujado
Qué hacer
Avisos, advertencias y desafíos
Iglesia y soberanismo
Kompromat
Sis d'Octubre
El arte de la retirada
Pedro Sánchez, ¿un segundo Zapatero?
Lo de España no tiene nombre
Junqueras y Rodríguez de la Borbolla, azar en Sevilla
Aires de motín en el Palacio de Cristal
Generales y municipales en mayo, una hipótesis
Recuerdo de un Doce de Octubre
Cataluña y el principio de realidad
Little Italy
La hora de Madrid
Los neumáticos adherentes
Papeles de Suresnes: El PSOE autodeterminado
Informe al Comité Central
Lío en Génova
La jerga catalana
Podemos y Cataluña
Avanza el tercerismo
El cráter Pujol; el cráter Aznar
Mediterráneo con gas
Carne trémula
Todo comenzó con los irmandiños
La quiebra moral
En caso de urgencia, agite Cataluña
Octubre
Weidmann alucina
Una inquietante sucesión de errores
Conversación con Pablo Iglesias
La presión que viene de abajo
Europa nos observa
El alfiler y el elefante
Pedro Arriola tiene un problema
La zona de ruptura
Paralelas que convergen
Los vivos y los muertos
Protesta General Catalana
El contragolpe
Una derecha asustada
Empapelando
La querella que Maquiavelo no suscribiría
Llueve ceniza
El cuatrimestre negro de Rajoy
Podemos, décimo pasajero de la nave catalana
Momento catalán
Los relojes blandos del año 15
Agradecimientos
Las crónicas que analizan tres meses y medio políticamente apasionantes en los que se ponen a prueba las cuadernas de la política española y los muelles de la sociedad catalana.
PARAMONTSEJ., QUEESTÁ
Pasé buena parte del mes de agosto de 2014 fuera de España, sin teléfono móvil y con una disciplina monacal voluntariamente escogida: nada de redes sociales, nada de internet, nada de diarios digitales, nada de radio, nada de televisión. Solo algún sorbo de la prensa local, primero en Colombia, después en Brasil, para mantener un mínimo contacto con el mundo. Visita a la hija emigrada y ayuno informativo. Un verano distinto.
Ayuno con unas gotas de suero de El Tiempo de Bogotá y de Folha de São Paulo. Pude captar así alguna cosa, quizá lo esencial, del punto de vista de los colombianos y de los paulistas sobre algunos de los grandes asuntos del mundo. Esa eficaz lejanía mental de los latinoamericanos respecto de los dramas euroasiáticos. La mejor crónica sobre las contradicciones europeas después del salvaje derribo de un avión comercial en el espacio aéreo de Ucrania la leí en Brasil. Con gran concisión, el periodista de Folha lograba explicar la enorme dificultad europea para fijar una posición común frente a Rusia, más allá de la retórica y la propaganda. Lo explicaba muy bien. Si las sanciones a Rusia se ciñen a la compra de armas, pierde Francia. Si afectan a la importación de gas, pierde Alemania. Si afectan a los bancos rusos, pierde la City de Londres. Si limitan la importación de productos ganaderos y agrícolas, pierden Polonia y los demás países de la Unión limítrofes con el gigante ruso. Los europeos —añadía el cronista, con verdadera maestría— necesitan elaborar un baremo que equilibre los costes de las sanciones. Cuando lo tengan elaborado, decidirán.
Al cabo de unos diez días, Folha de São Paulo informaba, con notable alarde tipográfico, que Rusia había decidido comprar grandes cantidades de carne a Brasil como respuesta a las sanciones europeas. No hay nada mejor que la distancia para poder observar mejor los asuntos complejos. Venero el distanciamiento. Para mí, escribir es la búsqueda constante de la distancia. Y, al menos una vez al año, el ayuno informativo purifica. Sin teléfono móvil, sin internet, sin redes, sin radio ni televisión. Solo un periódico cada tres días.
Cuando regresé a España a finales de agosto todo me parecía novedoso. Pasé primero por Barcelona, antes de retomar el trabajo en Madrid, y tuve noticia de la impactante confesión de Jordi Pujol sobre su fortuna en Suiza y Andorra. La lectura de los diarios atrasados acabó rápidamente con los efectos del ayuno. El caso Pujol estaba abriendo un verdadero cráter en la sociedad catalana, un cráter del cual emanaba radioactividad, en vísperas de una serie de convocatorias políticas de gran envergadura. La celebración del Onze de Setembre, en la que se iba a recordar el 300 aniversario de la caída de la ciudad de Barcelona en la Guerra de Sucesión. El referéndum sobre la independencia de Escocia, el 18 de septiembre. Y la consulta convocada para el 9 de noviembre y negada tajantemente por el Gobierno español al considerarla anticonstitucional. Del once del nueve al nueve del once. Capicúa.
Más de sesenta días de alto voltaje político, alimentados por los medios de comunicación y por las redes sociales. Un clima agonístico. Ese sabor a competición deportiva que últimamente lo invade todo. He ahí uno de los signos de nuestra época. El gran triunfo de la crónica deportiva. Estábamos ante un trepidante inicio de curso. Los supuestos efectos desmovilizadores del caso Pujol en el catalanismo militante. La objetiva situación de ruina política del partido gobernante en Cataluña, tras la insólita confesión de su fundador. La convocatoria de un Onze de Setembre con el listón muy alto —avenida Diagonal y Gran Via de Barcelona—, que podía convertirse en sonoro fracaso si se confirmaba una pérdida de gas como consecuencia del asunto Pujol. El referéndum escocés, novedad radical en la política europea. Y, finalmente, la convocatoria del 9 de noviembre con un potencial conflictivo muy alto dada la negativa del Gobierno de Mariano Rajoy a autorizar cualquier tipo de referéndum o consulta no vinculante que pudiese cuestionar la unicidad de la soberanía nacional española. Once del nueve, nueve del once.
Más de sesenta días de alto voltaje. Una cápsula. Septiembre invitaba a escribir y el ayuno informativo en Latinoamérica me había tonificado. Me planteé publicar una serie de artículos diarios en la edición digital de La Vanguardia —parte de los cuales, los referidos a los acontecimientos más relevantes, también aparecerían en la edición impresa—, para poder atravesar con buen neumático dos meses con muchas curvas. Once del nueve, nueve del once. Tiempo político comprimido. En un primer momento había pensado en unos textos cortos, casi a modo de dietario, pero a los dos días me di cuenta de que en realidad pretendía otra cosa. Pretendía explicarme Cataluña a mí mismo, después de diez años de residencia en Madrid con el foco puesto en la política española. Explicarme Cataluña, escribiendo para un público muy heterogéneo, puesto que las ediciones digitales de los diarios tienen la virtud de romper viejas distancias. Escribir sobre Cataluña y España para un amplio abanico de lectores con perspectivas y opiniones muy diversas, puesto que La Vanguardia está consiguiendo, no sin grandes esfuerzos, mantener a su alrededor un público muy diverso y plural en tiempo de invocaciones a la radicalidad. Un diario abierto en la época de los «nichos» —cada uno con los suyos—, donde se grita mucho y se entierra la vieja elegancia del diálogo.
Lo que en un principio tenían que ser breves notas de dietario se convirtieron en artículos largos. Era necesario un enfoque amplio. Había que ir a Escocia. Había que prestar atención a lo inmediato, había que seguir el ritmo del 11-9-11, pero también había que recorrer algunas carreteras secundarias que ayudasen a entender mejor el curso de los acontecimientos. Había que pegarse al terreno y había que tomar distancia. Convenía escribir sobre el futuro, pero también era necesario recordar el pasado. Empecé el día uno de septiembre y acabé a mediados de noviembre.
Esa serie de artículos, más algunos textos posteriores que completan el último cuatrimestre de 2014, dan forma al libro que el lector tiene entre las manos con el título Tarjeta negra, una expresión que no figuraba en el primer guión del serial. A medida que iban pasando los días, especialmente a partir de octubre, me di cuenta de que la cápsula 11-9-11 contenía significativas novedades, que iban más allá de la inflamada cuestión catalana.
Me explico. Septiembre fue el mes del soberanismo. El mes de la gigantesca manifestación del Onze de Setembre en Barcelona, que acabó llenando la Diagonal y la Gran Via pese al bromuro del caso Pujol. Septiembre también fue el mes del referéndum en Escocia con victoria final del no, con diez puntos de ventaja sobre el voto independentista. Un ejercicio democrático impecable en el país europeo que mejor ha salvaguardado las libertades públicas. El mes en el que el Tribunal Constitucional admitió a trámite el primer recurso del Gobierno contra la convocatoria catalana del 9 de noviembre.
Octubre cambió de signo. Octubre fue el mes de los escándalos y de otros sucesos increíbles. El mes en el que el virus del ébola se descontroló en Madrid y provocó, durante unos días, una verdadera sensación de desconcierto en la sanidad pública. Octubre fue el mes en que la ciudad de Madrid revivió, creo que con mayor aspereza que en 2003, la atmósfera Prestige: torpeza oficial, malestar general. Octubre fue el mes de las tarjetas negras de Caja Madrid, el «caso» que más ácido ha derramado sobre la opinión pública española en los últimos tiempos. El trasiego de las tarjetas opacas de los directivos de Caja Madrid, una de las entidades financieras españolas que más recursos públicos ha consumido para evitar la quiebra. Las tarjetas fueron depuradas por la nueva dirección de Bankia, me consta que con el acuerdo del ministro de Economía, Luis de Guindos, un político que no se siente atado al pasado y que aspira a tener su propio recorrido en las instituciones europeas, donde la exigencia de pulcritud es alta. La depuración de las tarjetas negras de Caja Madrid fue un ejercicio de buena reputación ante las instancias europeas, pero también tengo constancia de que el Gobierno no se esperaba un calambre social tan fuerte. Se oyó aquellos días un rumor de fondo, una agitación sorda: «¡Hasta aquí podíamos llegar!». Una mano imaginaria mostró una tarjeta negra al poder, en señal de grave advertencia: «¡Basta!».
Los procesos de desgaste de la moral pública tienen corrientes subterráneas difíciles de percibir y de adivinar. Hace falta un agudo olfato político para intuir su profundidad y recorrido. La información detallada sobre los gastos de las tarjetas opacas de una entidad salvada in extremis de la quiebra se transformó en vitriolo para un país moralmente herido. Populares, socialistas, sindicalistas y algunos notables de Izquierda Unida, en el elenco de los beneficiarios. El concepto «casta» tomaba cuerpo sin necesidad de un mayor esfuerzo por parte de sus propagandistas. El discurso del nuevo partido Podemos se escribía solo. Las encuestas pronto darían fe de ello. La sociedad mostraba su propia tarjeta negra al poder y, en enero de 2015, una sentencia del Tribunal Supremo facilitaba la inculpación de todos los beneficiarios. El proceso judicial está en curso. Han pasado cosas mucho peores en España, ciertamente. Las tarjetas negras de Madrid podría decirse que son el chocolate del loro en la fenomenal cadena de escándalos de los últimos años. Pero estamos hablando de un loro con plumaje muy vistoso. En todas las grandes turbulencias siempre hay un acontecimiento aparentemente menor o secundario que acaba catalizando el gran malestar acumulado. La gota que colma el vaso. El grito desde el fondo de la sala que dice basta. La luz de alerta que parpadea en el tablero de mandos. Hay un momento en que el poder toma conciencia de haber entrado en zona de alto riesgo. Eso ocurrió en España entre mayo (elecciones europeas y abdicación del rey Juan Carlos) y diciembre de 2014. Tarjeta negra.
Octubre fue el mes de la máxima señal de alarma. El aznarismo en el juzgado. Octubre fue el mes en que se reactivó el caso Gürtel y el exministro y exsecretario general del Partido Popular, Ángel Acebes, también fue llamado a declarar, en calidad de imputado. Más aznarismo en el juzgado. Octubre fue el mes en que la ciudadanía supo que Oleguer Pujol Ferrusola, el más pequeño de los hijos de Jordi Pujol, había compartido despacho y negocios en Madrid con el yerno del exministro de Aznar y expresidente de la Comunidad Valenciana, Eduardo Zaplana. Un sotobosque desconocido hasta la fecha. Jordi Pujol y Eduardo Zaplana pertenecen a mundos muy distintos, pero mantuvieron una cordial relación política durante los años en que coincidieron sus mandatos en Cataluña y Valencia. Desde Barcelona, el nacionalismo no renunciaba, retóricamente, a los Països Catalans. Desde Valencia, el PP fortificaba el baluarte de la valencianidad contra el «expansionismo catalán». Las espadas estaban en alto, pero Pujol y Zaplana nunca rompieron puentes. Se veían discretamente en Madrid y pactaban, con inteligencia, los límites del desencuentro. En Madrid acordaron la constitución de la Acadèmia Valenciana de la Llengua, institución que regula la normativa del valenciano, sin dependencia de la academia catalana (Institut d’Estudis Catalans), pero sin romper con la matriz del idioma común de valencianos y catalanes.
En octubre se produjo la espectacular Operación Púnica en la Comunidad de Madrid que llevó a la cárcel a Francisco Granados, ex número dos de Esperanza Aguirre, y a diversos alcaldes de la región metropolitana madrileña, en su mayoría del Partido Popular, también en esta ocasión con acompañamiento socialista. En octubre, muchos españoles comenzaron a pensar que la podredumbre acumulada exigía un fuerte zarandeo. Tarjeta negra. En octubre, las encuestas empezaron a señalar que Podemos se colocaba en cabeza de la proyección de voto. En octubre, el jovencísimo movimiento político del círculo morado y del partisano Pablo Iglesias, aún en fase de organización, se consagró como el Partido de la Ira, sajando todos los sondeos. En octubre comenzó a entreverse que España empezaba a dirigirse a una cierta ruptura del esquema de 1977. Tarjeta negra. En paralelo, los mismos sondeos señalaban un repunte en la popularidad de la Monarquía. El país entraba en un torbellino. Todo parecía estar en juego, la tarjeta negra señalaba a todo el cuadro institucional, dejando a salvo la figura de Felipe VI. Retenga el lector este dato, puesto que es fundamental.
Noviembre trenzó las líneas de septiembre y octubre. Soberanismo catalán e inflamación general de la sociedad española. La consulta del 9 de noviembre finalmente tuvo lugar en formato simulado, con la participación de 2,4 millones de ciudadanos, cifra que puede considerarse una victoria simbólica del soberanismo, pero también la expresión de un límite. Casi dos millones y medio de electores, de los cuales 1,8 millones se pronunciaron inequívocamente a favor de la independencia. El censo electoral oficial lo forman cinco millones y medio de ciudadanos. El censo oficioso, que incluía a mayores de dieciséis años e inmigrantes con residencia, superaba los seis millones. Victoria mediática. Y límite. Las encuestas de noviembre también comenzaban a señalar una significativa intención de voto a Podemos en Cataluña, generándose así la hipótesis de un Parlament casi ingobernable.
En noviembre, los sondeos coincidían en dibujar una Cataluña-mosaico con diez partidos en intensa competición (ocho, si consideramos las coaliciones). Un panorama muy espeso. En noviembre, en medio de un denso juego de maniobras, comenzaba a quedar claro que no habría elecciones catalanas anticipadas en marzo. Demasiado riesgo para CiU. Y riesgo, también, para Esquerra Republicana. En noviembre, la cuestión de Cataluña comenzó a cambiar de rumbo, quizá de manera un tanto imperceptible. Finalmente, se han anunciado elecciones «plebiscitarias» para el 27 de septiembre de 2015. Pero aún no se han convocado. La situación política catalana está entrando, lenta y matizadamente, en otra fase. Nadie ha renunciado a nada. Ni lo va a hacer a corto plazo. No baja el soufflé, puesto que lo que ocurre en Cataluña no es una simple inflamación temporal de los ánimos. Tiene raíces. Es profundo. Es estructural. Pero está entrando en una nueva fase. La situación de Cataluña se halla hoy enmarcada por la inminencia de un reajuste en la política española. Las dos líneas de tensión están a punto de entrecruzarse, influenciándose mutuamente. Son mayoría los catalanes que no han «desconectado» de la esfera España, por muy elevados que sean el desafecto y el enfado. Las líneas comienzan a tocarse. Era una ingenuidad creer que ese cruce, constante en la historia política moderna del país, no se iba a volver a producir. Algunos catalanistas han caído en ese error de apreciación. Unos, por ingenuidad; otros, por error de cálculo.
Ochenta días de alta intensidad política que han labrado surco. En la actual fase de aceleración digital de la información, el periodismo tiende a abusar de los calificativos que contribuyen a llamar la atención del lector. Demasiada purpurina en los titulares. Algunos hechos se engrandecen más de la cuenta y todo tiende a ser presentado como «histórico» y «decisivo». Convendría enfriar un poco esa tendencia. Evitaré, por tanto, afirmar que el tiempo comprendido entre el once del nueve y el nueve del once fue «decisivo» en la conformación del cuadro crítico que a lo largo del año 2015 será sometido a un extenuante ciclo electoral. No se acaba el mundo, pero esos ochenta días de «tarjeta negra» convulsionaron la política española.
Elecciones regionales andaluzas en marzo. Elecciones municipales y autonómicas en trece regiones, en mayo. Elecciones catalanas se supone que a finales de septiembre. Y elecciones generales en noviembre, o quizás en enero de 2016, en caso de que el Gobierno, apurado por los sondeos, intentase forzar jurídicamente la cuenta atrás de la legislatura. Ese es el calendario que ahora tenemos por delante.
Me limito a señalar que en otoño de 2014, mientras España entera parecía girar en torno a la eficaz escenografía del soberanismo catalán, también ocurrían otras cosas. No todo era Cataluña. El malestar derivado de la crisis y el enfado social por los continuos escándalos de corrupción alcanzaban uno de sus puntos máximos. Empezaba a coagular la posibilidad de una fuerte corriente de rechazo, encarnada en una fuerza de nuevo tipo. Por primera vez desde 1977, un «tercer partido» rompía en los sondeos la barrera del 20% de forma muy homogénea en todo el territorio, incluyendo Cataluña y el País Vasco. Mientras la potente movilización soberanista catalana ponía en cuestión algo tan importante como la unidad nacional española, en los términos pactados en 1978, cristalizaba otra corriente dispuesta a cuestionar el statu quo en términos de ruptura del cuadro constitucional, o de reforma fuerte del mismo. Dicho más rápidamente: el factor Cataluña y el factor Podemos comienzan a confluir en octubre de 2014. Se cruzan, pero no se fusionan, puesto que son fenómenos de distinto alcance y naturaleza.
Es una confluencia que asusta a un sector amplio de la sociedad y que permite al actual partido gobernante afrontar el intenso ciclo electoral bajo la ya clásica premisa de «o nosotros o el caos», con el telón de fondo de una más que posible mejora del entorno económico. Un año con cinco convocatorias electorales presenta tal cantidad de variables que hacen imposible cualquier tipo de pronóstico. Más vale no intentarlo. Más que augurarlo, hay que vivirlo. Semana a semana. Mes a mes. Corrigiendo cada día las estimaciones de la jornada anterior. Cuando concluya 2015 y llegue el día de las elecciones generales —la cita más importante—, dos impulsos se van a cruzar: la tozuda y necesaria esperanza en la recuperación y la irritación. El impulso de conservación y el deseo de pegarle una buena sacudida al tablero. No quiero hacer pronósticos, pero sostengo, desde hace tiempo, que en la sociedad española, incluida Cataluña, por supuesto, los reflejos conservadores son mucho más intensos de lo que se percibe en el electrizante debate público, dominado en estos momentos por la protesta, la indignación, la angustia de una profesión periodística en crisis y la presión espasmódica de las redes sociales.
Tras un largo período de prosperidad hay mucha decepción, pero también mucho miedo al futuro. No todo el mundo lo ha perdido todo. Hay muchos que han seguido ganando, pese a la crisis. En una sociedad envejecida, con un porcentaje de jóvenes porcentualmente inferior al del período 1975-1982, es mucha la gente que hoy tiene bastante que perder. No vivimos en la posguerra. No estamos en una fase pre-insurreccional. Tampoco estamos en vísperas del levantamiento de Garibaldi en Barcelona. La gente quiere cambios y, a la vez, quiere seguridad. Quiere que todo cambie y que nada cambie. Esa es la gran contradicción europea. Sed de cambios, deseo de balneario.
Este libro es una narración parcial de la crisis española en curso, que da continuidad a otros tres libros anteriores, recogidos en el volumen España en el diván (RBA, 2014). Como ocurre con los viejos mosaicos, los fragmentos ofrecen en ocasiones datos suficientes para interpretar el conjunto. Este sería mi deseo. Tarjeta negra es la crónica de los meses en los que España recuperó el sabor fuerte de la política, entre el dramatismo y la banalidad, entre la decepción y la teatralidad, entre la leve esperanza en un futuro mejor y el fuerte deseo de zarandear el entero edificio. Entre el once del nueve y el nueve del once se acabaron de forjar los grandes temas del año quince. Ahora, a votar.
Madrid, 5 de febrero de 2015
Comienzan tres meses políticamente apasionantes en los que se van a poner a prueba las cuadernas de la política española y los muelles de la sociedad catalana
El cuadro institucional español se halla ante una situación inédita desde la restauración de la democracia. Y Cataluña vive una movilización social nunca vista, que ha coagulado alrededor de una idea aparentemente simple, que conecta con el núcleo principal de los actuales malestares europeos: «Volem votar». «Queremos votar».
Un eslogan de alta eficacia persuasiva en tiempos de padecimiento social y de grandes decepciones. Puesto que no podemos decidir sobre el curso general de los acontecimientos, quisiéramos decidir sobre aquello que nos es más próximo: los recursos y la capacidad de acción política de nuestra comunidad. Esta es la idea que ha triunfado en Cataluña. Una idea que hoy está presente en otras regiones de Europa en estado latente o parcial, puesto que su coagulación como programa hegemónico requiere de unas determinadas condiciones de humedad, calor, presión atmosférica, tradición histórica, economía, demografía, idioma, identidad cultural, espacio de debate público, sistema educativo, trasfondo religioso, sistema de competición entre partidos, ley electoral y una cierta psicología colectiva: voluntad de ser y deseos de continuidad. Condiciones que pueden definir un marco nacional.
Cataluña ha coagulado como nación. Sosiéguense los irritados. La Constitución de 1978 estuvo muy cerca de inscribir Cataluña en el registro nacional. El artículo 2 dice que España está compuesta por «nacionalidades y regiones». Es la primera vez en la historia de España que un texto constitucional distingue entre compuestos diferentes. Bastaría un cierto ajuste para acabar de afinar este principio dual, insisto, inédito en la historia de España. Aunque hoy parezca del todo imposible, no debe descartarse que esta mutación se produzca en un plazo relativamente corto de tiempo (no mañana, ni pasado mañana, me refiero al corto-medio plazo del tiempo político).
Lo escribiré de otra manera, Cataluña ha acabado de madurar como realidad nacional gracias a la Constitución de 1978. La cuestión ahora es la siguiente: se ajusta la Constitución, para que esta pueda reabsorber y enmarcar la dinámica realmente existente en la comunidad que encabeza el PIB español; se desborda la Constitución (este es el objetivo de los independentistas, pero no el de todos los que defienden la consulta); o se abre una dinámica de represión, posible en algunos aspectos, pero difícil de congeniar con los estándares democráticos europeos, hoy puestos en tensión en Ucrania por la potencia rusa.
Desbordamiento y represión topan con Europa, en un momento crítico, muy crítico, en su frontera oriental. Mal momento para poner en tensión el glacis occidental.
El trimestre que comenzamos no resolverá el trilema, pero mostrará con mayor claridad cuáles son las líneas de fuerza y las expectativas razonables a corto y medio plazo. Once del nueve y nueve del once. Estas son las dos fechas de referencia. 11-9-11. Este será el encabezamiento de una serie de apuntes diarios sobre el trimestre que nos aguarda. Un código irónico. 11911. Número que no se altera si se invierte el orden de sus cifras. Capicúa. Una simpática expresión catalana, absorbida por el léxico castellano, que sugiere buena suerte. La vamos a necesitar.
Montoro, al galope en el Congreso, muestra la cabeza de Pujol con un mensaje: soberanismo es corrupción
En una misma jornada, se produce en Madrid una significativa coincidencia. Comparecencia del ministro de Hacienda en el Congreso para informar «sobre los avances en la lucha contra el fraude fiscal» y visita del jefe de Gobierno de Andorra, Antoni Martí, al presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, en el palacio de la Moncloa.
Montoro ha hablado por la mañana, con gran dureza dialéctica, sobre los cuantiosos fondos que la familia Pujol ha reconocido tener en Andorra, después de haber sido detectados por la policía española, presuntamente gracias a la delación de un empleado de banca. Martí y Rajoy hablarán, oficialmente, de las negociaciones en curso entre España y Andorra para evitar la doble imposición, medida útil para la prevención del fraude fiscal. Hablarán también, sin duda alguna, del caso Jordi Pujol, un bombazo del que aún no se conocen todas las consecuencias, jurídicas y políticas, más allá de la fulminante muerte civil del expresidente de la Generalitat. En una misma mañana, potente foco sobre la familia Pujol en el Congreso e imagen de colaboración de Andorra con España. En la Moncloa no habrá conferencia de prensa, ni están previstas declaraciones del señor Martí a la prensa.
Había expectación esa mañana en el Congreso para escuchar a Montoro. Había interés por ver con qué intensidad el Gobierno del PP manejaba el foco. Máxima intensidad. Alto voltaje. Montoro ha salido en tromba, presentando el caso Pujol como el gran paradigma del fraude fiscal en España. El más escandaloso. El más pérfido. Cima de la corrupción. Con un lenguaje descarnado, jamás empleado por el Gobierno en otros casos recientes, Montoro ha intentado pulverizar lo poco que queda de la imagen pública del expresidente de la Generalitat, subrayando la fuerte vinculación de su figura con el movimiento soberanista catalán. Y ha enviado un mensaje a CiU: «Iremos hasta el final».
Independentismo igual a corrupción. Soberanismo igual a corrupción. Catalanismo igual a corrupción. Gracias al Estado, gracias a la fortaleza del Estado central, los ciudadanos catalanes, honrados y trabajadores, no acabarán de ser esquilmados por una élite corrupta que pretende manipularlos y embarcarlos en aventuras políticas equivocadas. En síntesis, este ha sido el mensaje del ministro de Hacienda, redactado en lenguaje «montorés», es decir, directo, rudo, sin rodeos y directo a la cabeza. Un comentario en Twitter de Carlos Cué, corresponsal político de El País, me parece relevante: «Llevo unos cuantos años en el Congreso y nunca había visto una comparecencia así». El lenguaje «montorés» es eficaz para el telediario de las tres, pero en algunas curvas derrapa. Ha hablado de Jordi Pujol, en términos durísimos, y de «don» Luis Bárcenas.
La conclusión es clara, el Gobierno está dispuesto a explotar a fondo el caso Pujol con cinco objetivos, al menos: advertencia a CiU, desmoralizar al soberanismo, alejar a los ciudadanos catalanes que no están por la independencia de la zona de influencia del «derecho a decidir», aparecer ante el conjunto de la población española como un rocoso adversario de cualquier tentación separatista y atravesar el bucle de la desconfianza ciudadana, reivindicando el papel del Estado como garantía última de estabilidad. El PP forma parte del problema, es verdad —caso Bárcenas, don Luis Bárcenas—, pero la derecha española se aferra al misterio de la Santísima Trinidad. Un discurso trinitario: partido, Gobierno y Estado; tres figuras distintas que, en última instancia, se funden en la autoridad el Estado. Todo está muy mal, nosotros hemos pecado, es cierto, pero la fuerza suprema del Estado nos redimirá a todos. El Gobierno comienza el curso con el objetivo de apoderarse de la bandera de la regeneración. El primer paso ha consistido en aparecer en el Congreso y ante las cámaras de televisión con la cabeza de Jordi Pujol en la mano. Será exhibida en público dentro de una jaula para escarnio y escarmiento general.
La visita de Martí a Rajoy ofrece una estampa de subordinación de Andorra al Gobierno de España. Lo parece y probablemente lo es. Quizá por ello, la magistratura andorrana anunció ayer —precisamente ayer— que acepta con condiciones la comisión rogatoria solicitada por el juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz, para investigar las cuentas de Jordi Pujol Ferrusola en el principado, por un posible delito de blanqueo de capitales. La juez encargada de elaborar el dictamen ha decidido mantener en suspenso, durante un mes, la citada comisión rogatoria, para que la parte afectada pueda aportar elementos en su defensa. Al cabo de treinta días tomará una decisión definitiva. Garantismo.
En pocas palabras, la magistratura del principado ha venido a recordar que Andorra se halla a mitad de camino entre las islas Caimán y Luxemburgo. No es un paraíso fiscal —en el 2009 logró ser excluida de la lista de paraísos fiscales de la OCDE—, pero tampoco es un enclave bancario miembro de pleno derecho de la Unión Europea. A Andorra le interesa seguir teniendo una banca atractiva por su discreción —baja fiscalidad y mucha privacidad, sin llegar a la total opacidad—, y a la vez necesita mantener las mejores relaciones posibles con los estados español y francés y con las autoridades comunitarias. Diversos bancos andorranos tienen ficha para operar en España y hay importantes inversiones andorranas en territorio español, no solo en Barcelona.
El primer ministro Martí tiene una buena sintonía personal con Rajoy (lo recordaba el periodista Ramon Aymerich en un imprescindible informe sobre Andorra y el caso Pujol publicado en La Vanguardia). El antecesor de Martí, el socialdemócrata Jaume Bartomeu (presidente entre el 2009 y el 2011), artífice de la salida de Andorra de la lista de paraísos fiscales, simpatizó de joven con el grupo Bandera Roja en la Universitat de Barcelona y cuenta con buenos amigos en la izquierda catalana. Y atrás han quedado dos relevantes figuras de la política y la economía andorranas, Marc Forné y Òscar Ribas, con estrechos vínculos con el nacionalismo catalán en los años ochenta y noventa. Dicho en pocas palabras, la influencia política de CiU en Andorra es hoy limitada. Los tiempos han cambiado. Matices, matices, matices que conviene tener en cuenta para descifrar el código 11-9-11.
El caso Pujol incomoda a Andorra. Sus bancos no quieren perder la atractiva marca de la privacidad, pero su actual estatus internacional exige buenas relaciones con Madrid, Bruselas y otras capitales europeas. Andorra tiene mucho que ver con Cataluña, pero no es un anexo de Cataluña. Moviéndose por este enrevesado cruce de intereses, la unidad de delitos fiscales de la policía española consiguió perforar en junio algunas de las cuentas de la familia Pujol en Andorra y generó lo que en Rusia llaman un kompromat, contracción de komprometiruishiy material: material comprometido, susceptible de ser utilizado políticamente mediante filtración. Un potentísimo kompromat que colocó contra las cuerdas a toda la familia Pujol, obligó a Jordi Pujol a una tremenda confesión pública —se supone que en beneficio de la defensa de su hijo mayor—, lo que provocó un cráter de colosales dimensiones en la política catalana en vísperas del 11-9-11. Una sacudida cuyas importantes consecuencias a corto y medio plazo no se pueden negar, ni minimizar. Se ha hundido un mito político y se han roto los últimos diques que impedían una mayor ola de desconfianza social en la política, una ola que recorre toda España, sin excepción, ni distinción. Como decía el semanario británico The Economist: «El constructor del orgullo nacional catalán ahora lo está minando».
El cráter es enorme y la radiación intensa. Algo importante se ha roto en Cataluña. Ha podido comprobarse en el Congreso de los Diputados. Mejor será no ignorarlo.
El Gobierno decide sacar todo el provecho posible del caso Pujol; esa brecha le fascina
La intervención del ministro Cristóbal Montoro en el Congreso ha provocado un efecto no sé si calculado por el Gobierno de España. Las palabras del ministro de Hacienda han irritado a gente que está muy enfadada con Jordi Pujol y su familia. Indignada por el fraude fiscal, por la ocultación del mismo, por el abrupto contraste entre la evasión fiscal y los constantes discursos moralistas del expresidente. Montoro ha conseguido irritar a gente más que enfadada por la estrategia defensiva de Pujol, claramente supeditada a la protección de su hijo mayor, un personaje que no se salvará del más radical oprobio, en el supuesto, improbable, de que logre salir indemne de las acciones penales que le van a caer encima.
Montoro ha herido la moral de gente que ya estaba desmoralizada por el degradante final de un hombre en el que habían confiado y al que habían admirado. Gente dolida, gente desfondada, gente desmovilizada. Gente que votó toda su vida a CiU y que hoy dice que se va a abstener por los siglos de los siglos, o que dará su papeleta a Podemos, para pegarle una buena patada a un sistema político hipócrita. Otros, evidentemente, votarán a ERC. No estoy fabulando. Este sentimiento existe entre electores del partido que ha gobernado Cataluña durante más de veintisiete años. (Veintisiete sobre un total de treinta y cuatro años de autonomía.)
La analogía entre soberanismo y corrupción fue demoledora. La fábrica de ideas del Partido Popular siempre ha manejado con bastante desenfado y eficacia las técnicas de la analogía. Pujol, padre del moderno nacionalismo catalán, ha defraudado a Hacienda durante treinta y cuatro años y algunos de sus hijos son sospechosos de otros oscuros manejos, por lo tanto, su culpa se proyecta sobre todo el soberanismo catalán y, si forzamos un poco más el argumento, se proyecta sobre toda la sociedad catalana. Un reciente editorial del diario ABC prefiguraba esta idea con las siguientes afirmaciones: «El nacionalismo catalán se ha instalado fuera de las reglas de la moral pública, no solo de los principios legales y democráticos [...]. Es una élite que lleva la corrupción en su código genético». Código genético, glups. La genética dejó de ser arma de combate político, en Europa, al concluir la Segunda Guerra Mundial. La fábrica de frames se ha puesto en marcha: soberanismo es igual a corrupción.
Evidentemente, si un partido o un periódico relevante afirmase que el caso Gürtel define a todo el Partido Popular como una organización delictiva, tendríamos un escándalo. Es verdad, en Twitter se pueden encontrar afirmaciones de ese cariz, pero no estamos hablando de los trinos electrónicos, estamos hablando de la técnica argumental del ministro de Hacienda en el Congreso de los Diputados. (Montoro, por cierto, se refirió al extesorero y administrador del PP, encerrado hace más de un año en la prisión de Soto del Real, como «don Luis Bárcenas».)
Imaginemos también que una relevante personalidad española afirmase públicamente que el caso de los ERE en Andalucía invalida todo el ideario socialdemócrata. Sí, es verdad, alguna invectiva de ese tipo puede leerse en alguna columna de prensa de Madrid, pero es difícil que lo oigamos en el Congreso. Podríamos poner muchos más ejemplos. En las magníficas biografías que hace unos meses se publicaron en todos los periódicos sobre Adolfo Suárez se recordó con mucha discreción, o ni siquiera se recordó, su relación con el banquero Mario Conde, que ayudó a financiar el CDS con trescientos millones de pesetas sustraídos de Banesto mediante una anotación contable falsa. (Así lo declaró al juez en 1992 uno de los acusados por el monumental desfalco en Banesto.) Adolfo Suárez, como es bien sabido, tuvo funerales de Estado.
Lo de Jordi Pujol es distinto. Pujol ha liderado durante más de cuarenta años una corriente política que cuestiona o pone en discusión algunos de los elementos estructurales del Estado español. En alianza con otras fuerzas, esta corriente consiguió inscribir en la Constitución de 1978 principios que aún no han sido digeridos por un sector significativo de la derecha. Por ejemplo, el artículo 2, donde se afirma que España está compuesta por «nacionalidades y regiones». (Los promotores de este redactado fueron Jordi Solé Tura, del PSUC, y Miquel Roca Junyent, de CDC, contando con el apoyo del socialista Gregorio Peces-Barba, cuando en el PSOE aún defendía que España era una «nación de naciones».) Pujol es distinto, porque como dijo Montoro, mientras defraudaba a Hacienda se convertía en adalid del independentismo catalán. La caída de Pujol, espectacular, tremenda e inapelable, es un hecho político de primera magnitud que el Gobierno ha buscado con ahínco. El ministro reconoció que el expresidente y su entorno venían siendo investigados desde antes del año 2000.
Mientras Montoro establecía la analogía entre corrupción y soberanismo, el presidente del Gobierno recibía al primer ministro de Andorra, país en el que se ha puesto al descubierto el «tesoro» de los Pujol, supuestamente por la delación de un directivo bancario descontento. Sin esa delación, el curso político habría empezado de otra manera.
Algunas personas —catalanas, pero no solo catalanas— se sintieron ofendidas por Montoro, que leyó su discurso, para así dejar claro que no estaba improvisando. Otras personas, menos susceptibles, se preguntaron desde la más absoluta racionalidad por qué diablos el Gobierno no deja que los hechos hablen por sí solos, sin empujarlos. Este parece ser el sino de la derecha española: cuando tiene al adversario en el suelo, malherido, humillado y en posición ridícula, necesita pisotearlo. ¿Por qué?
(En Italia esa actitud recibe un nombre muy musical: stravincere. Vencer en exceso. Allí suele estar mal visto.)
En sectores del PP circula la idea de que una victoria de ERC contribuiría al colapso político catalán
La intervención de Cristóbal Montoro en el Congreso de los Diputados a propósito del caso Pujol ha cosechado algunas críticas en la prensa —no solo en la prensa de Barcelona— por un exceso de trilita en sus palabras. «Ya sabéis cómo es Montoro», se comentaba ayer, en Madrid, en círculos del Partido Popular.
¿Un arrebato? Montoro tiene su carácter, pero todo indica que compareció con un guión preestablecido. Un guión que pasaría por el máximo debilitamiento posible de Convergència Democràtica de Cataluña, el partido guía de la amplia corriente soberanista catalana. «El separatismo se ha quedado sin fetiche y el coloso se convertirá en un pegote, en un pingajo. Ya empiezan a movilizarse los iconoclastas», escribía, a la castiza manera, Raúl del Pozo, para mí el más genuino columnista madrileño (El Mundo). El más expresivo y el que transmite de una manera más colorista la sensibilidad dominante en la capital de España a pie de calle.
No voy a cometer la grosería de adjudicar el timbre fuertemente agresivo del ministro de Hacienda al «código genético» de la derecha española, para no emular al editorialista del diario ABC que atribuía los casos de corrupción detectados en Cataluña al «código genético» del catalanismo. En Alemania, una afirmación de este tipo —apelar a la genética para culpabilizar a un grupo humano— podría acabar ante un tribunal de justicia. Hay cosas que solo se pueden escribir desde un profundo resentimiento, y en tal caso resulta aconsejable pedir auxilio a la psiquiatría.
La acerada intervención del ministro de Hacienda en el Congreso obedece a una estrategia política, fríamente ponderada por los grupos de trabajo formados en la Moncloa para analizar, día tras día, sin pausas, ni vacaciones, la compleja situación catalana. La valiosa información obtenida por la policía fiscal sobre la existencia de unas cuentas de la familia Pujol en Andorra —información que, supuestamente, habría sido facilitada a la UDEF por un directivo de banca dispuesto a vender datos confidenciales— ha abierto una importante brecha. Y cuando se abre una brecha, la artillería no tarda en volver a disparar para agrandar el boquete. Creo que esto es lo que puede ocurrir en breve.
Cien años después de la Gran Guerra, en el tiempo posmoderno, las batallas de verdad, las batallas cruentas, las batallas con muertos y heridos, se producen en las periferias del sistema occidental. Lo estamos viendo en Ucrania, en Oriente Medio, en Sudán, en el Sahel... En el recinto central, en el interior del Palacio de Cristal, como diría el filósofo alemán Sloterdijk, las «batallas» se producen en el terreno de la competición económica, del dominio de la información y de la fabricación de hegemonía cultural. El primer objetivo que batir es la reputación de los adversarios. Lo estamos viendo.
«El soberanismo catalán tiene dos pilares; uno de ellos puede derrumbarse como consecuencia del caso Pujol y de sus secuelas; si ese pilar se derrumba, vamos a ver si el otro pilar es capaz de soportar todo el peso de la situación. Quizás asistamos a la implosión del movimiento soberanista. Digo implosión, no explosión». Este es el diagnóstico que me transmitía hace unos días una persona próxima al Gobierno. Los hechos de las últimas semanas corroboran que esta es la estrategia en curso: debilitar a Convergència Democràtica para que dé marcha atrás o sucumba.
¿El PP desea una próxima victoria electoral de Esquerra Republicana? ¿Quiere tener a ERC como interlocutor?
«Ni lo deseamos, ni lo dejamos de desear. Si un pilar se derrumba, veremos si el otro es capaz de gestionar y resistir la situación creada. Y veremos qué opina la sociedad catalana al respecto», concluyó mi interlocutor.
No es una estrategia nueva. Quien conozca un poco la política madrileña habrá oído más de una vez la siguiente expresión en los últimos meses: «Que Cataluña se cueza en su propia salsa. Que prueben a Esquerra Republicana durante una temporada y ya vendrán a pedir ayuda». José María Aznar lo formuló de una manera más cruda y directa hace dos años: «Antes de que se rompa España, se romperá Cataluña». Según algunos observadores madrileños, este escenario podría estar próximo. En el momento de escribir estas líneas —en estos momentos, insisto—, el pensamiento dominante en el Partido Popular y en el Gobierno parece ir en esta dirección. Ello ayudaría a explicar la virulencia de Montoro en el Congreso, aderezada por su estilo personal.
Hay más factores en juego, sin embargo. Una potente focalización del caso Pujol relativiza de alguna manera el caso Bárcenas, el caso Gürtel, el caso ERE, el caso Nóos y otros asuntos sucios, multiplicando el nihilismo social —«¡todos son iguales!»—, incrementando la indignación ciudadana y los deseos de enviar todo el sistema político e institucional a paseo. El escándalo de los Pujol ha abierto un enorme cráter en Cataluña, pero su radiación se expande por toda España, donde el líder catalán siempre fue observado con respeto por la mayoría. Su fulminante caída también ha decepcionado y ha dejado perplejos a muchos españoles no catalanes. A corto plazo, el caso Pujol favorece las expectativas electorales de la plataforma Podemos, principal recolectora de la ira ciudadana en estos momentos.
En este contexto, el Gobierno ha decidido comenzar el curso con la bandera de la «regeneración». Regeneración desde arriba, antes de que todo estalle desde abajo. El PP ha planteado, entre otras medidas, una drástica reducción de los aforamientos y una modificación del sistema electoral municipal —propuesta que parece inclinarse por la introducción de una segunda vuelta, no restringida a los dos primeros partidos— en teoría orientada reforzar las mayorías y evitar el filibusterismo de las minorías. Una reforma que hasta la fecha el PSOE sigue rechazando por considerarla «una cacicada».
El caso Pujol no solo golpea la política catalana y deja a CDC medio noqueada. También pone el foco en la denominada «amnistía fiscal», regularización de fondos en el extranjero, autorizada por el Gobierno en el punto más álgido de la crisis. En términos estrictamente jurídicos no está claro de momento que Hacienda pueda acusar a los Pujol de haber cometido delito fiscal, si la familia logra acreditar documentalmente que los fondos en Andorra estaban en el pequeño principado desde el año 2008. Esta circunstancia ayudaría a entender, desde otro ángulo, las palabras y el tono del ministro de Hacienda. Montoro acentuó el mensaje político ante la complejidad jurídica del caso. Los Pujol han escogido buenos abogados, que en estos momentos marcan la pauta del expresidente de la Generalitat, para desgracia y desespero del grupo dirigente de CDC.
Las coyunturas políticas descubren su complejidad a medida que intentamos desmenuzarlas. Hay estrategias en curso, evidentemente, pero en una situación como la descrita sería bueno no caer en la idea de que todo discurre de acuerdo con planes perfectamente planificados. Hay ajedrez, por supuesto. Hay grupos de inteligencia trabajando, es cierto. Pero también hay mucha improvisación y angustia en Barcelona y en Madrid. Código 11-9-11.
Rosa Díez pide ayuda a Rajoy bajo el manto de Cataluña
Rosa Díez ha pedido ayuda a Mariano Rajoy y este le ha concedido una foto en el palacio de la Moncloa. Si tenemos en cuenta la aversión que el presidente del Gobierno siente por la lenguaraz fundadora de Unión para el Progreso y la Democracia —literalmente, no la soporta—, la reunión que ambos celebraron el pasado miércoles en la sede presidencial no tiene desperdicio. Ahí hay gato encerrado. Los pequeños detalles suelen contener claves muy interesantes.
La reunión fue solicitada un día antes por la líder de UPyD, para «hablar de Cataluña», y en horas, veinticuatro, Díez, toda de blanco, ya estaba sentada en los níveos sillones de la Presidencia del Gobierno. En la foto, ella expresa preocupación —manos extendidas, dedos abiertos, subrayando la gravedad del momento—, mientras el presidente la escucha con atención. Si no existiese la cuestión de Cataluña, me temo que este país —empezando por los propios catalanes— se aburriría mucho, o habría caído en una depresión mucho más aguda y agresiva. Podría ocurrir que, dentro de unos años, los historiadores lleguen a la conclusión de que el asunto catalán acabó actuando de airbag, absorbiendo emocionalmente parte del monumental trompazo del país europeo con la economía más dopada en el alba del siglo XXI. El soberanismo catalán no romperá España y puede que esté canalizando pasiones reactivas que, en su ausencia, habrían tomado otras formas y contenidos.
Recuerdo estos días el comentario que me hizo, hace dos años, un diplomático europeo recién llegado a Madrid: «España me sorprende. La cuestión territorial se ha convertido en un condensador tan potente de las tensiones internas, que ustedes casi no discuten de otra cosa. Si ese condensador estallase, sería peligrosísimo, pero la mayoría de los españoles, incluidos los catalanes, son conscientes de que no debe estallar, de manera que acaba actuando de válvula de seguridad». Creo que es una reflexión que hay que tener en cuenta.
La situación política en Cataluña enerva los ánimos, tensa los nervios, excita las tertulias, anima las sobremesas, permite soñar en voz alta —recientemente el periodista Arcadi Espada, al que saludo desde estas líneas, sugería en Madrid que se suspenda la autonomía de Cataluña «durante diez décadas si hace falta»— y evita que se hable de otros asuntos con equivalente pasión e intensidad. Cataluña sirvió de excusa a la señora Díez, que se halla en un momento de apuro, para solicitar una entrevista con el presidente del Gobierno. Y Cataluña fue buen argumento para que Mariano Rajoy sorprendiese a la solicitante con un generoso «Te espero mañana en la Moncloa». No hubo conferencia de prensa, pero sí foto e imágenes para el telediario. Aquel mismo día, el nuevo líder socialista, Pedro Sánchez, era recibido en el Palau de la Generalitat por Artur Mas.
UPyD consiguió un significativo avance en las elecciones europeas de mayo — pasó de uno a cuatro eurodiputados—, pero sus dirigentes esperaban muchos más. El cuadro directivo de UPyD soñaba con un avance mucho más contundente que les proyectase como la nueva fuerza emergente. La nueva bisagra capaz de dar nuevos movimientos al herrumbroso edificio político español. La fuerza capaz de redefinir, esta vez sí, el pacto constitucional. Abierta a pactar con el PSOE en algunas comunidades autónomas —pongamos por caso Valencia—, con el PP en otras —pongamos por caso Madrid—, para consagrarse en la próxima legislatura como la pieza imprescindible para la gobernación de España, dentro de los carriles de ortodoxia económica. Fortificación de la unidad interna, baldeo político, una cierta limpieza y respeto, en lo sustancial, a las exigencias del Directorio Europeo.
El camino parecía de rosas, pero surgieron algunos contratiempos. UPyD topó con la ambiciosa voluntad de competición de Ciudadanos, con el joven Albert Rivera al frente, catapultado por su éxito en Cataluña. Rivera, telegénico y mimado por los gestores italianos de Telecinco, sueña con ser el capitán del nuevo regeneracionismo español. La candidatura de Ciudadanos obtuvo dos eurodiputados. Cuatro más dos suman seis. Unidos habrían tenido un éxito notable. Pero prefirieron competir. Hay momentos en que es obligado medir las fuerzas.
No contaban con el tercer contendiente que destripó las encuestas. El laurel mediático se lo llevó Podemos con esos cinco eurodiputados que nadie esperaba. La resonancia pablista ha sido tan enorme desde entonces, que Podemos aparece en los sondeos como tercera fuerza política, desarbolando a Izquierda Unida —a la que seguramente acabará devorando— y pisándole los talones al PSOE. El efecto Podemos ha dejado a UPyD enmarcada como un partido pequeñoburgués. El partido de la enmienda parcial. Regeneracionismo con corbata, de fuerte raíz madrileña, más preocupado por la unidad nacional que por los desajustes profundos del sistema.
El estancamiento electoral de UPyD me lo pronosticó hace un año el politólogo valenciano Jaime Miquel, analista electoral de largo recorrido, que conoce bien el partido de Rosa Díez y que fue el primer profesional de su ramo en intuir que la crisis económica iba a generar en España una «zona de ruptura», formada por corrientes y candidaturas de distinta índole, capaz de poner en crisis el bipartidismo. «Adulada por los medios de comunicación de Madrid, UPyD se ha obsesionado con Cataluña y no entiende que la gente demanda un discurso de ruptura general. Pueden tener éxito en Madrid y las dos Castillas, pero con un discurso fuertemente antiautonomista no se avanza mucho en Galicia, en el País Vasco, en Andalucía, en Canarias; quizás un poco en Valencia, mientras que en Cataluña la plaza ya está ocupada por Ciutadans. UPyD va a quedar clavada en 1,2 millones de votos». Jaime Miquel efectuaba este pronóstico en otoño del año pasado. En las elecciones europeas de mayo, UPyD obtuvo poco más de un millón de votos. Ciudadanos rozó el medio millón, mientras que Podemos sumaba 1,2 millones.
Lógicamente no han tardado en surgir voces dentro de UPyD que proponen la inmediata unificación con Ciudadanos y comienzan a poner en cuestión el pétreo liderazgo de Rosa Díez, profesional de la política desde el inicio de la Transición. (Se estrenó en 1979 como diputada foral de Vizcaya por el Partido Socialista Obrero Español.) Hace unos meses, el nombre de Díez aparecía en la lista de los exeurodiputados españoles titulares de un fondo de pensiones gestionado por una sicav. No hay nada de ilegal en ello, pero no es un dato muy competitivo en el nuevo mercado regeneracionista.
El pasado verano estalló la discusión. El eurodiputado Sosa Wagner propuso el acercamiento a Ciudadanos y desde el grupo dirigente de UPyD se le respondió con bastante acritud. En los partidos nuevos, los lenguajes viejos resuenan de una manera muy especial. Resuenan mal. Un sector de la prensa de Madrid anima la unificación y Rosa Díez se resiste. Creo que habrá que ir prestando atención a Irene Lozano, la diputada más brillante de UPyD, contraria a la unificación con Ciudadanos, quizá llamada a tener un papel más relevante en los próximos meses.
Presionada por los «unificadores», Díez ha pedido una entrevista de Estado a Rajoy y este se la ha concedido al instante. El interés del PP por la citada unificación es perfectamente descriptible. El PP aspira a superar el ciclo electoral en curso con la bandera del voto de orden. Unidad nacional, recuperación económica, ni que sea lenta, y cuantas menos aventuras y experimentos, mejor.
O nosotros o el caos. O nosotros o Barrabás. O nosotros o la secesión de Cataluña, con Esquerra Republicana en la presidencia de la Generalitat, el bolchevismo 2.0 de Podemos y la tibieza menchevique del joven e inexperto Sánchez. En el horizonte, las elecciones municipales de mayo, con esa reforma electoral pensada para aprovechar la fragmentación de la izquierda y aminorar los bríos de los nuevos partidos de asalto.
Ha sido interesante esa reunión en la Moncloa. Siempre hay que prestar atención a los pequeños detalles.
La propuesta del PP es impracticable y tan solo busca robar espacio y protagonismo a Ciutadans
María Dolores de Cospedal ha propuesto en Badalona un gran frente antiindependentista en Cataluña, formado por el Partido Popular, el PSC, Unió Democràtica de Cataluña, Ciutadans y Unión para el Progreso y la Democracia. Un frente de rechazo que intente sumar 68 diputados, la mayoría absoluta en el Parlament de Catalunya, formar gobierno y ocupar el espacio de centro que puede dejar libre el posible colapso de la coalición CiU.
El llamamiento no parece haber tenido un éxito inmediato, puesto que ayer mismo PSC, Unió y Ciutadans rechazaban la propuesta. Incluso algunos dirigentes del PP acogieron con incredulidad y sorpresa el llamamiento de su secretaria general, avanzado unas horas antes por Alicia Sánchez-Camacho en unas declaraciones a TV3. La inmediata formulación de esta propuesta no habría sido discutida por la dirección del PP. Estaríamos ante una iniciativa acordada por Cospedal y Camacho para dar brío a la convención de Badalona. Hay que salir en el telediario.
Solo UPyD ha mostrado cierto interés en la oferta, lo cual no deja de tener sentido, por dos motivos: el partido magenta es totalmente irrelevante en Cataluña —en las últimas elecciones al Parlament, en noviembre del año 2012, obtuvo el 0,40% de los votos, por detrás del Partido Animalista y otras organizaciones menores—, y Rosa Díez acaba de iniciar una cierta maniobra de aproximación al PP para intentar frenar la presión, externa e interna, que en Madrid aboga por un pacto o fusión de UPyD con Ciudadanos, tal como veíamos en el anterior código 11-9-11.
Me imagino la reunión de los spin doctors del PP: «¿Qué decimos mañana en Badalona?». «Lancemos la idea de un frente antiindependentista, aunque no nos siga nadie. Se hablará de nosotros. Colocaremos a los demás partidos a remolque y le disputaremos terreno a Ciutadans, principal recolector del voto antisoberanista».
Desde este punto de vista, podríamos considerar que la iniciativa del PP ha sido eficaz: una pastilla efervescente en un vaso de agua. Un partido de gobierno, sin embargo, hace un triste papel cuando sus ofertas caen en saco roto en menos de veinticuatro horas. Y la oferta de formar una amplia coalición para gobernar Cataluña no es un movimiento táctico menor. Reducir este planteamiento, de indudable calado, a un movimiento de volante hacia el carril de Ciutadans demuestra hasta qué punto preocupa a la dirección del PP la actual posición marginal de su partido en Cataluña. Les preocupa Ciutadans y les preocupa una posible fusión o alianza de este grupo con UPyD, como hemos visto en el «gesto» de apoyo de Rajoy a Rosa Díez, gallardamente opuesta a la citada fusión. El PP sufre en Cataluña un estancamiento crónico, con tendencia a una mayor disminución.
Las encuestas de las que se comienza a tener noticia en Cataluña después del caso Pujol hablan de un tremendo desfondamiento de CiU, una persistente caída del PP, una cierta recuperación del PSC, un afianzamiento de Ciutadans, mientras que Unió se halla en incógnita, puesto que no se ha presentado jamás a unas elecciones en solitario. Ganaría ERC, con una fuerte irrupción de Podemos en el Parlament, que aún sería mayor si se formase una coalición de toda la izquierda no socialista bajo el título Guanyem Cataluña, por ejemplo. Hoy por hoy, ERC y esa hipotética Guanyem Cataluña conformarían una mayoría clara en el Parlament, empujada por la movilización social soberanista, de la que tendremos noticia el próximo Onze de Setembre, y el enorme malestar e irritación que está generando el caso Pujol. Personalmente tengo dudas de que CDC logre arrastrar a ERC a una candidatura unitaria y dudo también de que ambos partidos soberanistas —CDC y ERC— sumasen en estos momentos más de 68 diputados (mayoría absoluta). La marca Podemos está sajando todo el mapa electoral español y Cataluña no va a ser una excepción. Al contrario. Podemos es hoy el vector político más dinámico; el gran recolector del voto de protesta.
Cataluña se desplaza en estos momentos hacia la izquierda: hacia la izquierda soberanista, hacia la izquierda antiausteridad y hacia la izquierda que propone cambios radicales en la relación entre la sociedad y las instituciones. La «zona de ruptura» que desde hace meses viene anunciando el politólogo valenciano Jaime Miquel, al cual me he referido en varios artículos, alcanza hoy su máxima expresión en Cataluña. Ninguna coalición de centro o de signo antisoberanista puede frenar en el corto plazo esa tendencia. Si las próximas encuestas confirman este cuadro, veremos si Artur Mas convoca elecciones anticipadas. Tengo mis dudas. El presidente Mas se halla en una posición complicadísima, que podríamos comparar con la del rey ahogado en el juego del ajedrez. El rey no está en jaque, pero no se puede mover, porque todas las casillas a su alcance están amenazadas de jaque u ocupadas por otras piezas. En tal situación, la partida acaba en tablas. Tablas por rey ahogado. En política, sin embargo, no existen las tablas. O se gana o se pierde.
El presidente de la Generalitat puede quedar ahogado y ningún partido quiere hacer frente común con el PP, formación política que gobierna España con mayoría absoluta en las Cortes. El PP catalán es también un partido ahogado. Es difícil prever lo que ocurrirá en Cataluña en los próximos meses, en el plano político. Hay escenarios posibles, hay escenarios poco probables y hay escenarios imposibles. Entre los escenarios imposibles está la reconstrucción del espacio de centro con Alicia Sánchez-Camacho en un papel protagonista. Explicaré por qué en el siguiente código 11-9-11.
En 2005, Jordi Sevilla y Josep Piqué intentaron pactar el Estatuto de Cataluña, ambos fueron defenestrados