Te quedan lindas las trenzas - Patricia Severín - E-Book

Te quedan lindas las trenzas E-Book

Patricia Severín

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Beschreibung

Lina, la protagonista de Te quedan lindas las trenzas, pasa sus vacaciones de verano en el campo de sus abuelos maternos. Es la década del sesenta y la vida transcurre en un tempo diferente. Cuando regresa a la ciudad, un hecho doméstico hará que deba vivir temporariamente en la casa de sus abuelos paternos, inmigrantes de la región del Piamonte, Italia. Lina registra lo que va pasando a su alrededor: universos diferentes –y contrapuestos–, de las dos familias. Hay gozo cuando disfruta de la naturaleza y de las cosas simples de la vida, pero también soportará castigos, mandatos, prohibiciones y peligros. En esta historia encontramos hermanos terribles, el mal genio de una madre –detrás del cual se oculta el sufrimiento–, la distancia del padre y secretos familiares que pugnan por salir a la luz. Las dos abuelas, Luisa y Elbia, marcarán la infancia de Lina desde distintas visiones del mundo que moldearán su carácter y sus vínculos y determinarán su futuro. Un viaje a las Cataratas del Iguazú pondrá en evidencia la profunda fisura que existe en este mundo familiar que, supuestamente, es el que debe cobijar a Lina.

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Índice
Portadilla
Luisa
Elbia
El viaje
Agradecimientos

Severín, Patricia

Te quedan lindas las trenzas / Patricia Severín. - 1a ed. - Santa Fe : Palabrava, 2021.

Libro digital, EPUB - (Rosa de los vientos ; 14)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4156-36-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Te quedan lindas las trenzas

Patricia Severín

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786

Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.com.ar

Colección Rosa de los vientos

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditora: Viviana Rosenzwit

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Santa Fe - www.sugoilab.com

Primera edición en formato digital: septiembre de 2021

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto451

ISBN 978-987-4156-36-5

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Dedico este libro a mamá (en todo diferente a Leah); a mis abuelas, Carmen y Catalina (que sólo en algo se parecen a mis personajes); a Adelia Perín y Ángela Paviolo, mujeres que también hicieron historia en mi corazón.

Y a mis nietas, Catalina Garber y Alfonsina Armando, que llevan el hilo invisible del linaje materno.

¿Quién no es un sobreviviente del naufragio de la niñez?

Nicol Krauss

Luisa

La abuela apoya la fuente de vidrio sobre su delantal arrugado. La agarra bien fuerte; con la otra mano hace girar el batidor de alambre. Remueve una crema espesa que se va volviendo amarillenta. De pie, dice, esto hay que hacerlo de pie. Sin dejar de batir se levanta y separa un poco las piernas para conservar el equilibrio. Mira la mezcla y sonríe. Los hilos de alambre apenas se ven: relucen cuando van hacia arriba con los flecos de crema que chorrean. La mezcla se vuelve pastosa, cada vez más, cada vez más, hasta que de pronto es un bloque amarillo que ya no se puede batir.

Inclina el recipiente y un delta de hilos de agua corre hacia el borde del vidrio.

¡Manteca!

Apoya la fuente sobre la mesa. El líquido forma ojitos transparentes sobre el mazacote irregular. Cuando inclina la fuente, el líquido busca escaparse hacia adelante. Lo junta en una jarra. Cuando tengo mucho de esto, me dice, se lo doy a los chanchos. Es el suero.

La miro. Se llama Luisa, pero le decimos Luli.

Sus manos están llenas de nudos donde los dedos se doblan; tiene las uñas cortas y cuadradas. Me pide que acerque el pan que acaba de hornear. Y también el azúcar que guarda en el estante de madera, dentro de una fuentecita con agua para que no le lleguen las hormigas. Minúsculos granitos se desparraman sobre el mantel; el sol de la tarde los ilumina y parecen cristalitos. Me pone una capa gruesa de manteca sobre el pan y por encima hago caer los cristalitos; a veces mojo un pedazo grande en el mate cocido, se infla, se desprende de la costra y se va hacia el fondo de la taza. Mientras tomo la leche ella coloca el bloque amarillo y pastoso en la mantequera; con un cuchillo le va dando forma hasta dejarlo rectangular. Toma otro poco de crema y cuando termino de tomar la leche, me la hace batir con un tenedor.

Me duelen los dedos. Rezongo.

—Si te sentás perdés la fuerza —me dice, y acomoda la fuente sobre mi cadera. El tenedor se me incrusta en la palma y me marca líneas rojas.

Me mira fijo.

—No, no, no, ¿qué es eso de renunciar? —y observa mis movimientos.

Me muerdo la mejilla por la pulpa de adentro para no pensar en el dolor que ya me sube por el brazo. La miro para darme ánimo, que no crea que me doy por vencida.

El abuelo entra corriendo a la cocina y dejo de batir. Nos comenta la última novedad. Saca del bolsillo unas pelotitas pequeñas y amarillas que se parecen un poco a las de paraíso. Las toco, son bien duras, van a servir para los canutos.

—Las trajo el correntino. Vino con el cuento de que ya la están sembrando más al norte. Y dice que del año 1965 nadie se olvidará jamás.

—¿Porque yo cumplo 10?

—No, cursientita. Porque este poroto nos salvará.

—¿Eso? —pregunta la Luli—. ¿Y qué es?

—Se llama soja —dice el abuelo—. Parece que dará de comer al mundo.

Los tres nos quedamos mirando el cuenco de su mano callosa, mientras los porotos ruedan desganados y caen sobre la mesa.

Mamá me trae al campo no bien terminan las clases. Estoy agotada, repite una, dos, tres veces, todo el tiempo; también en el viaje. Me arrodillo en el asiento de atrás, miro por la luneta y ya no la escucho.

Siempre es igual: nos subimos al auto, cargamos mi bolso, mis cuadernos y mis lápices, y las revistas y diarios que juntamos para la abuela. Cuando llueve y no se puede salir al campo, la Luli revisa las revistas hasta encontrar lo que ella necesita encontrar.

Por el vidrio de atrás veo pasar los árboles, los postes de teléfono, los carteles indicadores que siempre me dan la espalda, las vacas blancas con manchas negras que tienen pajaritos posados sobre sus lomos y les comen los bichitos que se les asientan. El abuelo me enseñó eso y me enseñó como se llama cada vaca. Las reconoce por las manchas y cuando les dice el nombre ellas vienen hasta donde él esta. En el piso del comedor tienen un cuero que hace de alfombra. Fue la vaca preferida del abuelo. Era la más lechera de todas las lecheras de la región: daba ochenta litros ella sola. Y si se descuidan, cien, dice el abuelo. Tenía las tetas largas e infladas, tan grandes, que se las pisó y se sacó un pedazo. Fue allí cuando enfermó y tuvieron que carnearla.

Cuando pasan más o menos dos horas desde que salimos de la ciudad, entramos a un camino de tierra por el costado de un pueblito que tiene pocas casas; en ese pueblo los abuelos hacen las compras, los mandados, y visitan a Anastasia y a la tía Lucrecia, que viven juntas. Hay un cartel despintado que dice La Constancia: así se llama el pueblo. Agarramos por ese camino de tierra y ya sé que estamos cerca del campo.

Llegamos.

Me bajo de un salto y corro a abrazar a la abuela. ¿Cómo andan ustedes?, pregunta mamá.

Dicen que la abuela y yo nos parecemos: las dos somos flacas y altas. ¡Qué estirón pegaste!, me dice cada vez que me ve, y hace un gesto con las manos por encima de mi cabeza. Después me besuquea. Tiene el pelo cortito peinado hacia atrás. Sin ninguna coquetería, la reta mamá. Ella no le hace caso y se acomoda los anteojos cuadrados sobre las mejillas huesudas. Quiere cortarme las trenzas y dejarme el pelo como el suyo; trata de convencerme, que es más práctico, más limpio, que me va a quedar bien. No la dejaré por nada del mundo. Mi pelo debe crecer hasta la cintura como el de Pame, la que pasa a primer año. Su mamá hizo una promesa y por eso no se lo corta. Pero la Luli me persigue con las tijeras. ¡Te va a crecer más fuerte y sano! ¡Ya vas a ver!

Mamá está empeñada en que los abuelos compren una casa en la ciudad. El tiempo pasa volando y no perdona, insiste, y mueve la cabeza de arriba hacia abajo. La Luli le dice que ese tema no está en discusión. Mamá se pone seria. Frunce los labios y los ojos se le agrandan. La vena que tiene sobre la frente se le empieza a hinchar.

Mis hermanos se quedaron en la ciudad porque la tía mayor, Lucrecia, la que vive en La Constancia, está grave, y por eso los abuelos no nos pueden cuidar a los tres. La Luli se lo explica a mamá y se le corta la voz. Un montón de rayitas rojas le aparecen adentro de los ojos. Se los refriega. Y que querés, con la edad que tiene, le contesta mamá. Y le pregunta cómo andan las cosas en el campo. Cuando se levanta para volver a la ciudad la abuela le acomoda en el baúl verduras, pollos, huevos, leche; y entonces se mete en el auto y se va. Cuando el auto está llegando a la tranquera, toca bocina y yo salgo corriendo para abrírsela.

[Lina, vos ya conocés la rutina de tu abuela: se levanta a la madrugada, mata los pollos, junta tomates, lechuga, pimientos, achicoria, espinaca. Siempre a las cinco, con el abuelo. Él trae del tambo la leche recién ordeñada y la coloca en bidones llenos hasta el tope. A tus hermanos, Lina, les gusta la leche fresca. Pero tu madre, que rezonga por todo, rezonga también porque tiene que hervir la leche y siempre se le vuelca; dice que basta con que se dé vuelta un minuto para que la leche crezca y se derrame y después le quedan las hornallas hechas un enchastre. Se queja también de que no tapan bien los bidones y se impregna el baúl de un olor agrio y podrido, que no lo saca con nada. Vos pensás que podría encargarse ella misma de taponar los bidones, en vez de Luisa, que ya es vieja, y va y viene acarreando mercadería sólo para que tengan verduras tiernas y pollos de campo criados a maíz.]

Le hago los mandados a la Luli: voy a la cremería y traigo la crema para que la bata y haga manteca. La cremería queda al lado de la escuela y por una chimenea finita y alta larga un humito asqueroso. Cuando el viento viene hacia aquí, yo me tapo la nariz y corro para llegar rápido. Cuando el viento va hacia allá, puedo ir tranquila mirando los pájaros que se apoyan en los alambres: Coloradito, Ciclón, Pequeñín, Nomeolvides. Arranco unas flores lilas que crecen en la cuneta y a la vuelta le digo a la Luli, Son para vos. Llena de agua el vaso alto de vidrio y acomoda el ramo. Una vez me corrió una culebra oscura que se puso mala cuando fui a cortar las flores. Las culebras son distintas de las víboras venenosas, tienen el cuero lustroso y brillante y te corren rápido. Si las venenosas te muerden, sonaste, no contás el cuento; con las otras se te hace una hinchazón roja y dura. Pero igual me asusté y por un tiempo largo no quise ir más a la cremería. Ahora voy de nuevo y llevo un palo por si la culebra aparece. Por las dudas camino por la huella del medio y no me acerco a la cuneta. Mi hermano Florencio le tira cascotes, también a las iguanas que toman sol y se quedan tiesas con el calor de la siesta; el año pasado se guardaba lagartijas en los bolsillos y a la noche las ponía bajo mis sábanas. Son verdes y frías, y se escabullen como un refucilo de hielo. Destendía la cama antes de acostarme y el corazón me traqueteaba a todo lo que daba. Las lagartijas eran rápidas y se escondían en el primer hueco que encontraban.

Las chicharras chillan desde temprano, tan fuerte que me tapo los oídos. Mañana hará más calor, dice la Luli, escuchá como aturden, ¡y encima, esta seca! Después de la limpieza entorna las celosías y me llama para acomodarme las trenzas. Me dice por centésima vez, Sería mejor que te las corte. Luego cierra las celosías para dejar el calor afuera. En la penumbra todo parece más fresco.

Florencio, cuando viene al campo, pone las chicharras en un frasco gordo y le hace agujeros en la tapa para que no se asfixien. Ellas baten con fuerza sus alas transparentes y comienzan a chillar. Para no aburrirme, ya que mis hermanos no vinieron, me escapo hacia el parque a jugar entre las tipas y miro el cielo. El sol es un globo naranja casi rojo; vienen nubes del oeste pero no se mueve ni una hoja. La casa está plantada en el rayo del sol. Si entorno los ojos, la veo oscilar como un barco en medio de un océano de pasto amarillento. Aprieto fuerte los párpados. Saltan estrellitas en el cielo oscuro de mis ojos cerrados. Los abro y me encandilo. La resolana aplasta contra el polvo las flores que aún resisten; la tierra es talco, como el que la abuela se pone entre los dedos de los pies después del baño de la noche; el polvo se pega a la ropa, a los marcos de las ventanas, a los zócalos, entra en la pajarera grande y no hay caso de quitarlo del piso de la galería. Si no llueve pronto…, dice el abuelo. Habla de catástrofes todo el tiempo: el gobierno es una calamidad, los precios de la leche son un desastre, la sequía nos arruinará la cosecha, y se fricciona las articulaciones para saber si hay cambio de tiempo. Después se rasca detrás de las orejas y ahuyenta las moscas que se vienen desde el tambo a cargosearnos. Mala señal, dice el abuelo, este calor… Mira hacia arriba y se vuelve demasiado serio. No me gusta nada, le dice a la Luli. Pero como él se lamenta de todo, nadie le lleva el apunte.

La Luli me explica que mamá salió como el abuelo, quejosa y malhumorada, y yo me río porque es cierto. Tiene su genio, la pobre, me dice y se tapa la cara para que no vea que ella también se ríe.

A la noche sale al parque y mira la luna. Cuando regresa me dice, Nena ayudame, y se persigna. Entro a la gata que se llama Hortensia, al perro que arrastra la pata y al canario. La Luli tapa con una lona la jaula en donde viven los tordos y la asegura contra la pared: le cruza una rienda que calza en dos ganchos gruesos. Ajustamos las celosías y trancamos las puertas.

El cielo comienza a ponerse negro, plomo. Baja presión y este calor…, dice el abuelo. El calor es tan pegajoso y espeso que puede tocarse. Espío por una hendija hasta que empieza el viento. Prendemos velas porque al campo aún no llegó la luz. Primero escucho una brisa fuerte que luego se hace feroz y comienza a rugir entre las tipas. ¡Es un tornado!, grita el abuelo. ¡Está buscando la salida, Pancho!, la Luli tiembla agarrada al aparador. Rezá, rezá fuerte, me dice y vuelve a persignarse.

Aún no calmó el viento y llegan las piedras. Repiquetean sobre el techo. Son tantas pero tantas que los tres nos llevamos las manos a la cabeza. Rezamos en voz alta cerca del marco de la puerta, ¡Que el viento no se lleve el techo!, chilla el abuelo. Rezá rezá, suplica pálida la Luli, ¡es la cola del diablo!

La abrazo. Las llamitas de las velas oscilan. No quiero llorar pero me sube un gusto feo hacia la boca. Eructo. La gata que se llama Hortensia araña la alfombra de cuero de la vaca que fue la preferida del abuelo; el perro que arrastra la pata aúlla y me hace llorar más fuerte.

[A la mañana temprano, Lina, Luisa te toma de la mano y salen a la galería. Miran con tristeza el campo. El espectáculo es desolador: los árboles amanecieron partidos. La ráfaga los agarró de lleno y los retorció hasta dejarlos hechos una piltrafa. Las ramas volaron por todas partes. Pancho se agarra la cabeza y dice que todos los males les llegaron juntos. Cientos de gajos cuelgan de los pocos árboles que quedaron en pie. El molino, detrás del chalet, se descabezó y el galpón se quedó sin chapas. Algunas se estrellaron contra la antena del teléfono. Los vidrios de las ventanas de la casa de tu tío, que vive por el largo sendero que lleva al tambo, amanecieron destrozados. Las sillas y la mesa de jardín de su galería se estamparon contra las aberturas; la caja de herramientas que dejó abierta está vacía: pinzas, tuercas y bulones, saltaron por el aire como papelitos. Ves a tu abuelo que pone los ojos en blanco, mira hacia arriba y hace un gesto con los dedos. Se va puteando, con la carretilla agarrada de ambas manos, a despejar el camino. Luisa te tapa los ojos y los oídos para que no veas sus gestos ni escuches sus palabrotas. Pero las escuchaste, y a la noche las repetís en silencio así no se te olvidan: se las vas a decir a tus hermanos cuando se burlen de vos. Luisa está convencida de que fueron sus rezos los que hicieron que el diablo escape, y que por eso las ramas no lograron agujerear las tejas. Pensás en el diablo y te da un escalofrío. Esas láminas que Luisa te muestra de un monstruo rodeado de fuego, con cuernos, cola y tridente, orejas en punta y barba triangular, se te aparecen en sueños y sentís sobre tu cuerpo el crepitar de las llamas, el olor a quemado que sale de vos, Lina, por tantos pecados cometidos, te susurra Luisa.]

—¿Cómo estará Lucrecia? —pregunta la Luli—. ¿Habrá sido fuerte la tormenta en el pueblo? Tengo que hablar con Anastasia.

Va hasta el comedor y marca el número de la tía mayor y ahí nos damos cuenta de que el teléfono está mudo. Entonces sale al parque y, con la mano sobre los ojos, mira si no viene el correntino para darle un recado y que lo lleve hasta el pueblo. Pero hoy no pasa nadie. Dice por lo bajo cosas que no entiendo y trae del galpón bolsas vacías. Los pájaros grandes, que duermen entre las tipas, se llaman chiflones y ahora están desparramados por el suelo. El pasto quedó regado de manchas blancas. Los chiflones, antes de volver a su refugio, van buscando bichitos en el alfalfar. El que va adelante es el vigía, y hace un ruido largo como un cacareo desafinado para que los demás lo sigan. Cuando llegan los chiflones sé que es hora de cenar aunque no se haya ido la luz. En el campo es así, dice la Luli, que no escucha mis rezongos, se aprovecha el día, se trabaja de sol a sol. Ahora abre la bolsa vacía y va juntando las manchas algodonosas desparramadas por el parque, el borde gris de las alas, los picos abiertos, las patas encogidas. Suspiro un poco mareada y empiezo a silbarle a los tordos para no mirar lo que la abuela está haciendo. Junta los chiflones y los mete ahí adentro. De reojo veo que cierra la bolsa con un nudo y la arrastra hacia el pozo en donde se tira la basura.

Y abre otra.

Sigo un poco mareada desde la tormenta y con ganas de llorar. La Luli me dice que agarre los cuadernos y dibuje mientras ella prepara mi comida preferida. ¿Sopa de letras? ¿Revuelto?, pregunta. Elijo sopa de letras con dados de pan tostados en manteca. El revuelto de huevo, queso y leche, me da un poco de asco. A veces la clara queda transparente y parece moco. Andá trayendo las cosas, me ordena, fideos, sal, orégano, pan, manteca, zanahoria, zapallitos y papas. ¿Querés rallarlos? Le digo que no porque me lastimo los dedos. Vení que te enseño. Pica las verduras y pone todo en el caldo. ¿Te acordás de la canción que te enseñé cuando eras chiquita? Se pone a tararear, Ralé ralé ralé para mi naré, y me hace circulitos sobre la palma de la mano.

Nos reímos.

Mañana, dice, vamos a buscar los huevos de la veteada. Te voy a mostrar dónde los esconde; será nuestro secreto, ¿eh? Y tenemos que ir pensando qué llevaremos a la feria del pueblo. Hay que engordar los pollos, regar la verdura, preparar manteca…. Voy a necesitar que me ayudes.

Sigue parloteando y yo inclino la cabeza en señal de que la escucho, aunque no lo hago. Me concentro en cortar los dados de pan y freírlos sin que me salte la manteca que chispea sobre la sartén. La sopa está lista. Rompe un huevo en el medio de cada plato y coloca encima el caldo. Con un huevo por día no habría desnutridos, me explica, y me parece que se pone triste. Elbia, mi otra abuela, cuando no quiero comer me dice que piense en los nenes de Biafra, esos negritos esqueléticos sentados en el suelo con la cara llena de moscas y de mocos. Y tengo que comerme todo lo que está en el plato. El huevo que me hace la Luli sí que me gusta y también los dados de pan que nadan en el caldo y que voy pescando de a uno. Crujen entre los dientes; hago ruido y la Luli no me reta. Ya se me pasó el mareo. Cuando entra el abuelo le cuenta que aún no tiene noticias de Lucrecia, y que mamá y las tías no se preocuparon por averiguar cómo estábamos, y que ni loca se va a ir a vivir a la ciudad.

—Leah estará ocupada —responde el abuelo—. Acordate de que se está mudando —se queda pensativo y agrega—. ¿Cómo querés que nos llamen si no anda el teléfono?

—Si quisieran averiguar se las ingeniarían —contesta la Luli, enojada.

El abuelo la mira sin entender, y yo me pregunto cuáles serían las otras maneras de averiguar, si el teléfono no funciona y el camino para llegar hasta el campo está hecho un pantano por el temporal.

La Luli junta los platos sucios y explica, como quien no quiere la cosa, que llevará sus productos a la feria. El abuelo se pone colorado, da la impresión de que los labios y los ojos se le quieren salir de la cara. Golpea el puño sobre la mesa. Salta la bandeja del pan, tambalean los platitos de postre y se escucha el hielo chocar contra el vidrio de los vasos. ¡Porca miseria! ¡Todo política! ¡No voy a permitirlo! ¡Propaganda de ése que se cree presidente!

Me asusto, el abuelo nunca se pone furioso. ¿Y si nos pega? Me quedo quietita en mi silla y ahí me acuerdo de lo que dijo el tío: que le tiene bronca al presidente de la comuna porque es su “adversario político”. No sé qué será esto, solo sé que la gente grande se pelea por cualquier cosa y muchas veces se desquitan con nosotros.

La Luli no se inmuta. Me mira:

—Hoy te toca lavar a vos.

El abuelo se levanta sin terminar el postre, resopla con una fuerza que parece que algo adentro se le rompe. Da un portazo y escucho que escupe en la galería.

—¡Vamos, vamos remolona! ¡No tenemos toda la noche!

La Luli hace como que no pasa nada y me acerca el banco gris; yo aún creo que puede volver y gritarnos de nuevo y miro hacia la puerta. La abuela me enseña a fregar los platos de a uno, a enjuagarlos para que salga todo el jabón. A los cuchillos hay que tomarlos desde el mango para no cortarse y deslizarlos bajo el agua sin apuro; los vasos se escurren boca abajo sobre el repasador. Meto las manos en el agua jabonosa y caliente que preparó en la olla grande. Escucho al abuelo resoplar en la galería. La Luli se va a arreglar los dormitorios y se lleva el sol de noche. De pronto, en la cocina, el día se corrió de lugar y todo queda en sombras. La llama de la lámpara a kerosene, que titila sobre la repisa, no alcanza para alumbrar. Me apuro. En el campo, a esta hora, hay tanto silencio que se me encoge el corazón. Miro de reojo las sombras que se alargan a mi espalda.

La Luli canturrea en las habitaciones. Hace lo mismo todas las noches: acomoda las almohadas, destiende la colcha, dobla en pico la sábana de arriba, prende la vela y coloca mis lápices y cuadernos sobre la mesa de luz: sabe que me gusta dibujar antes de dormirme.

El abuelo dice que sale una fortuna traer la luz al campo, que él se arregla bien con el sol de noche y la heladera a kerosene. Y a veces con el grupo electrógeno.

Corro a la habitación. Quiero prender las velas y ponerlas derechitas sobre el soporte de aluminio. La sombra de las velas se extienden alargadas sobre el suelo; paso el dedo sobre la llama. El que juega con fuego se mea en la cama, ojito. La Luli me cuenta que cuando yo tenía pocos meses dormía en un moisés. Mamá traía el mosquitero y lo colocaba por encima del soporte de madera. Pero una noche dejó muy cerca la vela encendida. A ella le agarró una intuición de golpe y fue a ver cómo dormía. El mosquitero se había prendido fuego. ¡Si no hubiera ido…!, y se agarra la cabeza con los dedos nudosos.

Mi camisón está doblado sobre la almohada. Me alcanza el cepillo para que me desenrede las trenzas. El que quiere celeste que le cueste, no rezongues, y me pregunta por centésima vez si no me las quiero cortar. Sería mucho más limpio y te quedaría precioso. Dejo de protestar y cambio de tema.

—¿Cuando vienen los primos?

Me dice que en carnaval.

—¿Cuánto falta para eso?

—Mucho.

Es aburrido pasar sola el carnaval en el campo, no hay a quién correr para tirarle bombazos. El año pasado, en la ciudad, me dieron un bombazo en la espalda y recién me había puesto la vacuna. La venda quedó hecha sopa y me dolió tanto que no me podía enderezar; quedé blanca como la luna, y mis hermanos en vez de burlarse me llevaron corriendo a casa. La vacuna se infectó y me pasé el carnaval encerrada.

—¿Puedo jugar mañana con agua?

—Sí, afuera.

Me tapa con la sábana y desliza la cobija sobre mi pecho; en el campo por más verano que sea refresca a la madrugada.

—Tenés la pelela bajo la cama. Cuando termines de dibujar apagá las velas.

Me da un beso sobre la frente y rezamos una oración al ángel de la guarda.

—Hoy no hay cuento, estoy cansada.

Entorna la puerta y se va por el pasillo sin hacer ruido.

Mañana, cuando me levante, la Luli ya habrá hecho la mitad del trabajo del día: darle el suplemento a los terneros, el suero a los chanchos y el maíz a las gallinas; sacar la primera horneada de pan calentito, enfrascar las conservas y refregar la ropa de trabajo con jabón blanco.

La ayudaré a regar. Cuando no me vea le apuntaré a la iguana que se llama Adelina y se esconde al costado del tanque australiano, entre esas plantas duras, las bromelias. En mitad del verano la iguana desaparece. Se cansa de que la corra de un lado para el otro.

—Lina, ¿no sabés nada vos de lo que pasó con la Adelina? No la encuentro por ninguna parte.

Yo me encojo de hombros pero el corazón me empieza a traquetear. Por unos días no riego las plantas. Cada año encuentro a la iguana más gorda, más larga, y en el mismo lugar.

—Es tenaz la iguana —dice la Luli.

¿Qué es ser tenaz?

La miro y me pregunto si mi abuela siempre ha sido vieja.

¿Ella es tenaz?

Casi nadie tiene teléfono en el campo. El tío hizo una instalación y levantó una antena más alta que los eucaliptos; esa antena mira hacia otra antena que está en el pueblo, en casa de la tía Lucrecia, y le manda la señal. Pero lo que se escucha cuando uno levanta el tubo son ruidos y en el fondo una vocecita que dice algo. Es la estática, dice la Luli. El teléfono se atiende por las noches. Es un aparato negro e inmenso, colgado en la pared; me subo al banco gris y lo alcanzo. De día el abuelo baja la campanilla para que no moleste. Aunque en verdad nunca suena.