Teodicea - Gottfried W. Leibniz - E-Book

Teodicea E-Book

Gottfried W Leibniz

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Beschreibung

En "Teodicea", el más relevante de sus libros y una de las cumbres del pensamiento filosófico y teológico del Occidente cristiano, Leibniz nos presenta a un Dios que en su creación del mundo ha seguido el plan más digno de merecer su preferencia. Un Dios convertido en optimizador global de la economía del universo, que ha hecho y hace lo mejor que es posible. Un Dios definido como una instancia trascendente sometida, a pesar de sus infinitos poder y sabiduría, a unas determinadas «constricciones» lógicas. El debate de la "Teodicea" se acentuó a raíz del terremoto de Lisboa de 1755, que costó 250.000 vidas. En ese marco hay que situar el vibrante alegato de Voltaire contra el «optimismo» leibniziano.

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TEODICEA

Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal

GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ

TEODICEA

Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal

Introducción y revisión de la traducción de Jacobo Muñoz

BIBLIOTECA NUEVA

 

Teodicea: Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del malGottfried W. Leibniz

Edición de Jacobo MuñozTtraducción y notas de Patricio de Azcárate

Segunda reimpresión, primera en esta colección – enero de 2022

Diseño de cubierta: Ezequiel Cafaro

© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2014, 2022

© Malpaso Holdings, S. L., 2022C/ Diputació, 327, principal 1.ª08009 Barcelonawww.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-18546-40-2

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

Índice

INTRODUCCIÓN

BIBLIOGRAFÍA

CRONOLOGÍA

TEODICEA

PREFACIO

DISCURSO

Sobre la conformidad de la fe con la razón

ENSAYOS

Sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

INTRODUCCIÓN

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) es autor de una vasta obra filosófica, lógica y matemática, dominada por varias ideas centrales —armonía universal, continuidad, substancia, mónada, relación, etc.—, en la que lejos de ser rechazada sin más, la tradición es revisada y renovada a la luz de los más audaces desarrollos de la filosofía y de la ciencia modernas, que su poderosa mente lógica hizo pronto suyos. Su radio de acción no se redujo, con todo, a la filosofía y la teología. Desarrolló también una gran labor como jurista y diplomático, que culminó en su propuesta de una alianza entre estados cristianos, algo así como una Europa Unida (frente al mundo no cristiano). En este orden de cosas trabajó también intensamente, aunque con igual escaso éxito, en la reconciliación de católicos y protestantes, primero, y de las ramas calvinista y luterana del protestantismo después. Su proximidad a la Casa de Brunswick Hannover le llevó, por otra parte, a oficiar de historiador de la misma. En 1682 fundó en Leipzig el Acta eruditorum y en 1700 paso a ostentar la presidencia de la Sociedad de las Ciencias de Berlín, germen de la Academia Prusiana.

Sus Ensayos sobre Teodicea deben ser asumidos como una de las obras filosóficas y teológicas más representativas e influyentes de la Europa del Barroco y de la primera Ilustración. O, si se prefiere, del proceso de construcción de lo que hoy se entiende como la Europa «moderna». Un proceso cuyas condiciones de posibilidad más conocidas serían el desarrollo del capitalismo industrial, la Reforma, las revoluciones científicas y tecnológicas, los grandes descubrimientos geográficos y, en fin, el lento pero imparable avance de la secularización. La lista quedaría, de todos modos, más completa de añadir a ella la rehabilitación plena de la Creación y la consiguiente aceptación gozosa del mundo en cuanto escenario real de nuestros actos y nuestras vidas en el que el mal quedaba más bien en un segundo plano.

Y, sin embargo, el mal, ese insondable y perturbador «misterio», no dejó de ser planteado una y otra vez, desde su vieja funcionalización como momento necesario del bien y de su plenitud final a la dolorosa exigencia de justificar por su existencia al Creador y a su Creación. ¿Es posible, se preguntarían muchos en una Europa que se preparaba para vivir el gran experimento de la Ilustración, justificar a Dios, un Dios sumamente bueno y sumamente sabio, por la presencia del mal en un mundo por Él mismo creado? ¿Es necesario? En cualquier caso, así lo creyó, asumiendo parte del legado estoico, Leibniz, a cuyo «optimismo» dedicaría Voltaire uno de sus panfletos más famosos.

Tiene, sin duda, una lógica poderosa que el Cristianismo llevara el justificacionismo al límite, como corresponde, por lo demás, a la condición-límite del problema mismo del mal. Pero el justificacionismo, que oscilará entre la desustantivación del mal y su consideración como presupuesto del bien global y la tesis según la cual Dios podría haber creado, hablando en términos absolutos, un mundo diferente, pero moralmente hablando, solo podía crear el mejor mundo posible, es, con todo, más antiguo que el Cristianismo. En efecto, y como mero ejemplo: «Dios quiso que todas las cosas fueran buenas: excluyó, pues, en la medida en que ello estaba en su poder, toda imperfección, y así toda esa masa visible, la tomó, desprovista de todo reposo, cambiante sin medida y sin orden, y la llevó del desorden al orden, porque estimó que el orden vale infinitamente más que el desorden» (Platón, Timeo, 30 A). Que nosotros no alcancemos a ver la armonía de ese todo, es cosa bien distinta. A fin de cuentas, somos una partícula que sirve a los fines del todo, sin percibir, por lo común sus conexiones generales. La divinidad tiene, en cambio, a la vista todo lo creado, de modo que puede dar cuenta de la funcionalidad cara a la concordia global de lo que a la mera parte ha de parecer negativo. Platón anticiparía, pues, la tesis moderna de una divinidad transcendente que se comporta como un optimizador global en la economía del Universo.

* * *

Es bien sabido que cuando en 1793 apareció la obra de Kant La religión dentro de los límites de la mera razón, cuya primera parte estaba dedicada al «mal radical» en la naturaleza humana, Goethe se escandalizó con toda la energía de quien era y se declaraba partidario de la tesis de que el hombre es bueno por naturaleza, razón por la que las raíces de su (posible) corrupción debían buscarse en otras instancias —como igualmente sostuvo, por ejemplo, Rousseau—. Como escribió a Heder, Kant había, a sus ojos, «manchado ignominiosamente su túnica filosófica» con el vergonzoso estigma del «mal radical». No otra fue, por lo demás, la reacción de Schiller, a quien la idea kantiana de una tendencia connatural al hombre al mal le pareció sencillamente «indignante». Otros contemporáneos suyos, más apegados a la tradición paulino-luterana, se dejaron, sin embargo, seducir por esa idea, dada la relación de la misma con lo que su fe les enseñaba sobre el pecado original, la gracia y la regeneración, tópicos que —contrariamente— repugnaban a los autores «clásicos» alemanes de observancia humanista.

Este pequeño incidente puede, con todo, servir para ilustrar la complejidad de un tema nunca resuelto en su problematicidad intrínseca y una y otra vez planteando al hilo de los desplazamientos semánticos que en nuestra cultura ha vivido el concepto que nos ocupa. Siempre, desde luego, y con muy contadas excepciones, en la dirección de su relativización: de la relativización del mal. Y así, en el mundo antiguo, y al hilo de la distinción clásica entre lo temporal-inesencial y lo temporal-esencial, el mal fue sometido, como ya hemos sugerido, a una depreciación ontológica. Lo sujeto al tiempo, debidamente separado de lo intemporal, pasó a ser definido como deficiencia, defecto o carencia del ser, lo que en el neoplatonismo se consumó en la definición del mal como privatio boni (sin que la consideración como mal inevitable en nuestras vidas del sufrimiento, de la culpa y de la muerte en el marco de la tragedia introdujera, por lo demás, cambios decisivos en ello). Cualificado en clave soteriológica como pecado tras la difusión del Cristianismo, el mal pasó a ser relativizado no ya en este mundo, sino con el mundo, lo que significó su negación escatológica. Una negación que alentó la tentación gnóstica dualista de achacar el mal al demiurgo creador del mundo presente, al que opuso un dios transcendente llamado a superar, con el mal, el mundo presente, con cuya fabricación con una materia preexistente nada había tenido que ver.

De hecho la «superación de la gnosis» fue una de las tareas centrales del pensamiento filosófico-teológico medieval, cuyo cumplimiento genuino solo se consiguió cuando el mal pasó a ser adscrito, por San Agustín, no al dios creador y a su creación, sino a la libertad humana. Cualificado en términos de historia de la salvación, todo mal posible, incluido el cósmico, fue, en consecuencia, asumido bien como pecado de un ser dotado de libre albedrío, bien como castigo por ese pecado. Con todo, a finales de la Edad Media ganó terreno, al hilo de la creciente e innegable existencia de males difícilmente justificables en dichos términos soteriológicos, la tesis de que el mal tiene que ser comprendido como momento de la creación aunque, lógicamente, sin desbordarse nunca los límites de la doctrina de la privación, ahora significativamente revitalizada. Si onme ens est bonum, al mal no se puede ser sino carencia, no-existencia, latrocinio óntico. Pero un momento también del ser: el de su déficit… Lo que significó la integración metafísica del mal, que vino a resolver alguno de los graves problemas que obligaron a San Agustín a retrasar siete años la publicación de los libros II y III de su tratado sobre el libre albedrío.

La rehabilitación escolástica antignóstica de la Creación fue el primer paso —entre otros condicionamientos más «básicos»— para la aserción plena, y en cualquier caso, optimista, de los modernos al mundo, al escenario real de nuestros actos y nuestras vidas. Con la particularidad de que este desplazamiento hizo que el mal no pudiera seguir siendo relativizado sin más en clave escatológica. Sin ser en modo alguno mitigado, el problema vivió un notable replanteamiento, como ya vimos, en los términos propios de una época y una metafísica «optimistas». Exactamente aquellos en los que Alexander Pope dio en asumir todo Mal parcial como «Bien universal» con su «cuanto hay, está bien». Nada más representativo del llamado «siglo de la teodicea»… Un siglo que daría de sí, según algunos, toda una bagatelización del mal, consumada, por ejemplo, en la degradación y pérdida de credibilidad del Maligno. O incluso a su reducción a mero recurso argumental en el contexto de la duda metódica. En cualquier caso, este es el marco en el que Leibniz decidió abordar con ánimo resolutorio el viejo problema, a conciencia de que no era plausible ya el recurso a relativizar el mal relativizando a la vez el mundo. De ahí el camino por él escogido para «justificar» a Dios por la existencia del mal en sus Ensayos de Teodicea, publicados en francés en Ámsterdam en 1710, en polémica con Bayle: relativizar el mal —metafísico, físico y moral— en el mundo, por la vía de asumir este mundo no ya como un mundo simplemente «bueno», sino como «el mejor de los posibles». Concibiendo, a la vez, dicho mal como condición de posibilidad y realidad de ese optimun. Lo que equivalía, ciertamente, a un nuevo enfoque de la cuestión: la funcionalización teológica del mal. El mal quedaba asumido como un factor molesto, pero en definitiva útil y positivo en el proceso del mundo, creado por un Dios sujeto a determinadas «constricciones lógicas».

El famoso terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755, que costó 225.000 vidas humanas, conturbó a la Europa culta de la época, despertando, por ejemplo, en Goethe amargas dudas sobre la justicia e incluso la existencia misma de Dios, de las que dejó vívido testimonio en Poesía y Verdad. O incitó a Voltaire a revisar su antiguo optimismo, proyectando los efectos de la catástrofe sísmica al entero sistema leibniziano, lo que no dejó de procurarle críticas por parte de un Rousseau al que tal mudanza le pareció excesiva. Y fue precisamente Rousseau quien más coadyuvó al subsiguiente cambio del viejo sujeto de imputación de la teodicea, pronto sustituido por un nuevo acusado: el hombre en sociedad, el hombre gregario, degenerado en la historia. Solo que Rousseau lo hizo a contrapelo de lo que terminaría por imponerse con el surgimiento de las nuevas filosofías (especulativas) de la historia: la sustitución de la providencia por la fe en el progreso histórico y el consiguiente desplazamiento del problema del mal a la sociedad y a la historia. Sin que por ello el esquema último variara, desde luego. El mal pasó, en cualquier caso, a ser asumido como motor del progreso hacia mejor en la historia, una historia que, como señalaría cierto Marx, «avanza del peor lado». La teodicea dejó, en fin, paso a las nuevas sociodiceas. Y en esas estamos, a pesar de ciertas ilusiones «posmodernas».

* * *

El imponente edificio de ese tratado sobre «la libertad del hombre y el origen del mal» que es la Teodicea leibniziana se alza, como no podría ser de otro modo, sobre algunos de los supuestos (o «principios») centrales de su autor. Ante todo sobre la idea del universo como un sistema armonioso en el que hay al mismo tiempo unidad y multiplicidad, coordinación y diferenciación de partes: un sistema así elegido, de entre todos los posibles, por Dios de acuerdo con la razón suficiente y según el principio de perfección. O sobre un concepto de Dios como un ser omnipotente y libérrimo, omnisciente y presciente, y a la vez justo y bueno. Y que escoge siempre lo mejor: un genuino optimizador global. Pero un optimizador que por mucho que sea la «causa inteligente» de un mundo armonioso, no obra por una necesidad absoluta, aunque tampoco escoja por capricho o llevando de una absoluta indiferencia: «siendo soberamente sabio, no puede dejar de observar ciertas leyes y de obrar según las reglas, tanto físicas como morales, que en su santidad ha escogido» (T. & 28). Se trata, pues, de un Dios que optimiza con constricciones, aunque su decisión de obrar con el propósito de lo mejor sea libre y no excluya la contingencia. Y que, como ya vimos, de entre los innumerables mundos posibles que pugnan entre sí en el Intelecto Divino por su derecho a la existencia, el mejor, el único que cumple tal condición: «la mayor realidad, la mayor perfección y la mayor inteligibilidad». Haciéndolo, además, llevado no de una necesidad metafísica ni «geométrica», sino «moral».

Pero este Dios no es, por mucho que concurra a todas las acciones de las criaturas e incluso las cree «continuamente», autor del pecado, por supuesto. Lo que lleva a Leibniz a sostener y «probar» en su magna obra que el mal culpable presente en el mundo tiene «otro origen» que la voluntad de Dios. Sin quererlo, Dios lo permite, simplemente, aunque sin menoscabo de su santidad y bondad supremas. Lo que indefectiblemente conllevará la consideración —harto tradicional, por otra parte— del mal como de «naturaleza primitiva». Sea como fuere, el Dios de Leibniz, no puede oponerse a la verdad metafísica —localizada en el propio Intelecto Divino, que es analiticidad pura— según la cual lo creado no puede igualar en perfección al Creador, lo que obliga a concluir que el mal metafísico derivado de la «imperfección» de un mundo que es, sin embargo, el mejor de los posibles por comparación con la perfección suma del Creador, no ha sido creado por Él. Nada más lógico, pues, que la decisión leibizniana de dedicar buena parte de sus esfuerzos intelectuales a exonerar a Dios, agente libérrimo dentro de un orden lógico —que no es, para él, otra cosa que la propia naturaleza de Dios, su propio entendimiento, que constituye las reglas para su propia bondad y sabiduría que son, pues, y en definitiva, asumibles como motor de una «necesidad feliz», esto es, moral— del tradicional reproche de ser incomprensiblemente el causante del mal. Y ello por mucho que este sea definido a la baja como cierta especie de «privación», como ya sabemos. Y nada más. En cualquier caso, según Leibniz, la Voluntad de Dios optimiza, como también sabemos, en pugna con las constricciones de su propio Intelecto, que hay que tener bien presentes en toda posible reconstrucción de la línea argumental leibniziana: «y allí (en el Entendimiento Divino) se encuentra no solo la forma primitiva del bien, sino también el origen del mal; es preciso colocar la región de las verdades en lugar de la materia, cuando se trata de buscar el origen de las cosas. Esta región es la causa ideal del mal (por decirlo así), lo mismo que del bien; pero, hablando con toda propiedad, lo formal del mal no tiene nada de eficiente, porque consiste en la privación… es decir, en aquello que la causa eficiente no hace. Por eso esta razón los escolásticos acostumbran a llamar deficiente a la causa del mal» (T. & 20).

La apelación leibniziana a un mundo definido como «el mejor de los posibles» presupone que algunos elementos —hechos, conjuntos de cosas y cualidades, etc.— sean «composibles» y otros no, siendo esta incomposibilidad de orden lógico. Dios —que no puede hacer, de acuerdo con la compleja y sutil construcción de Leibniz, lo que es lógicamente imposible— tuvo, pues que dar, con la combinación de elementos lógicamente posibles y composibles que encontrara, en su efectiva realización, un máximo de bien y un mínimo de mal. Una combinación óptima, en suma. Dada su omnipotencia, Dios hubiera podido crear, sin duda, un mundo habitado por autómatas incapaces de pecar. Pero decidió crear un mundo —el mejor de los posibles— habitado por sujetos humanos dotados de libre albedrío. Libres, pero imperfectos, sin que esta imperfección dependiera, sin embargo, de la elección divina. Dependía, por el contrario, de la esencia ideal —ínsita en el Intelecto Divino, del que el propio Dios no es autor— de la criatura humana.

Sin olvidar, por otra parte, que si Dios predetermina así a los hombres a elegir lo que eligen, de tal modo que todas las acciones son predecibles —esto es: pueden ser anticipadas por una mente infinita— tal predeterminación no implica que cuando los hombres escogen algo, lo hagan de manera forzada: se ven, simplemente, obligados en virtud de las causas finales, a elegir «libremente». En efecto: «Siempre hay una razón preferente para llevar a la voluntad a hacer su elección, y para conservar la libertad» —una libertad asumida como «espontaneidad junto con inteligencia— «basta con que esta razón incline sin necesitar» (T. & 45). Lo que indica una previa distinción: la que Leibniz establece entre una necesidad metafísica que no determina y una necesidad moral no absoluta, que rige en una determinación compatible con la libertad. O lo que es igual, que respeta la libertad de un agente cuya voluntad se ve inclinada, aunque no con necesidad insuperable, a elegir por alguna razón prevalente.

Leibniz distingue, por último, entre un mal metafísico o mera imperfección, un mal físico, que identifica con el sufrimiento, y un mal moral, que sitúa en el pecado (T. & 21). Ahora bien, Dios no es el creador de este mal que puede ser considerado desde las tres perspectivas apuntadas por Leibniz. Simplemente lo permite, como ya anticipamos: «aunque el mal físico y el mal moral no sean necesarios, basta con que, por virtud de las verdades eternas, sean posibles. Y como esta región inmensa de las verdades contiene todas las posibilidades, es preciso que haya una infinidad de mundos posibles, que el mal entre en muchos de ellos, y hasta en el mejor se encuentre también, y esto es lo que ha determinado a Dios a permitir el mal» (Ibíd.).

El hombre ha sido a su vez causa muchas veces de mal físico o moral. Pero —y eso es lo decisivo— «de una manera libre y activa, que le hace merecedor de censura y de castigo». Lo que lleva a Leibniz a concluir: «Dios ha creado bienes que se convierten en un mal por culpa de los hombres, lo cual les sucede muchas veces en justo castigo por el abuso que han hecho de sus gracias» (T. & 119).

Con ello el mal, debidamente minimizado, relativizado y funcionalizado, surgido no de un principio positivo propio, sino de una limitación, casi como «por accidente», queda remitido a la decisiva instancia de la libertad humana, de ese libre albedrío que nos caracteriza y que tantas veces hemos usado y usamos mal.

¿El mal como figura enigmática, una vez más, del bien?

* * *

No deja de tener su lógica que el devastador terremoto de Lisboa, posterior en más de cuatro décadas a la publicación de la Teodicea agudizara la dramática tensión entre la omnipotencia y la bondad del Creador dejada en herencia por Leibniz hasta el punto de convertirla en un tema central de debate entre los europeos cultos del llamado «siglo de la teodicea». En cualquier caso, la lista de participantes en él, de Kant a Voltaire y de Rousseau a Hume, por no citar sino algunos nombres decisivos, así lo atestigua. Como era de esperar, el debate pareció favorecer —y no es un dato baladí— la tendencia a salvar la bondad de Dios aun a costa de poner entre piadosos paréntesis su omnipotencia. El recurso a Voltaire parece obligado. Un año antes del terremoto dejó ya, en efecto, constancia clara en su Memius de su toma de posición en este sentido: «Si el único recurso que nos queda para disculparlo es reconocer que su poder no ha podido triunfar sobre el mal físico y moral, yo, la verdad, prefiero adorarlo como limitado antes que como malvado».

Fue, Kant, con todo, quien más explícitamente asumió la doble tarea de criticar el proceso «ilegítimo» de teodicea de Leibniz, sacando a la luz sus «fallos» y «deficiencias» y mostrando a la vez posibles perspectivas de reconciliación y consuelo ante, en y frente a un mundo caracterizado por la presencia en él del mal subjetivo y objetivo que discurrieran por caminos distintos. Relativamente joven todavía, en torno a 1753-1755, Kant redactó, en efecto, un conjunto de reflexiones «sobre optimismo» (Ak., 17, 3703-3705) en las que partía de la siguiente definición de tal fenómeno:

El optimismo es aquella doctrina que (desde el presupuesto de un protoser máximamente bondadoso, sabio y todopoderoso) busca justificar (la presencia de) el mal (Ubel) en el mundo (con el concepto) desde el presupuesto de un protoser (Urwesen) infinitamente perfecto, bueno, y todopoderoso, lo que efectúa probando que a pesar de todas las contradicciones aparentes que han sido escogidas por este ser infinitamente perfecto, no obstante ha tenido que ser (este mundo) el mejor entre todos los posibles y que la presencia del mal (Böse) no ha de ser imputada a la elección del árbitro divino, sino a la inevitable necesidad de las deficiencias esenciales de las cosas finitas (que) habiendo sido incluidas sin culpa suya en el plan de la creación por el recurso de la admisión, son, sin embargo, dirigidas a lo mejor del todo por su sabiduría y bondad, con la consecuencia de que el disgusto que puede provocar la visión de las mismas muta en el conjunto totalmente para bien mediante la compensación que sabe organizar la bondad divina, que, en fin, este mundo es entre todos los que eran posibles mediante el poder divino el mejor y aquel que en alguna de sus piezas pudiera ser mejor no lo fue…

Seguidamente Kant procedía a problematizar el empeño central de la teodicea preguntándose qué clase de disputa «imposible de investigar» era esta entre una voluntad como la divina, que solo podía venir encaminada a lo bueno, y una necesidad metafísica que se negaba a aceptar plenamente —es decir, sin excepciones— este dato decisivo. Y descifraba así la contradictoria clave de dicho empeño:

Si los males fuerzan a Dios a admitirlos a través de no sé qué tipo de fatalidad necesaria, sin despertar en él complacencia alguna ni inclinación a ello, entonces ponen a este ser máximamente santo en una cierta situación de censura (de exposición a la censura o a la crítica), que puede ser, directamente, dulcificada en parte por la justificación de su inocencia, pero que no puede ser anulada. Si todo era bueno globalmente hablando, o es bueno al menos en las partes, cabe, sin duda, esperar que la visión de todas las partes sea fuente de una satisfacción verdadera. ¿Por qué tiene que haber sido arreglada la cosa de un modo tal que en las partes todo sea desagradable y solo en el todo se despierte la complacencia? Si Dios odia los vicios y tormentos, si no los desea, sino que simplemente los tolera, ¿por qué era necesario que estuvieran presentes, incluso en el supuesto de que no haya que excluir que aún tengan que ceder su puesto a males mayores? Esta disculpa sirve, sin duda, para absolver a Dios de la culpa, pero no acabará nunca con la importante duda acerca de por qué la necesidad esencial tiene algo que contraviene y se opone a la voluntad general de Dios y le arranca la admisión sin haber conseguido su aquiescencia.

Y finalmente señalaba los fallos de dicho planteamiento general. El primero radicaba en el hecho de que Leibniz procedía a diseñar el plan de «mundo mejor» —esto es: el mejor de los posibles—

dotándolo por una parte de una especie de independencia, por otra, de una dependencia de la voluntad de Dios (El mundo no es realmente como es porque Dios así lo quiere, sino porque no se deja hacer de otra manera. La independencia de las naturalezas eternas va por delante. La dependencia radica solo en el plan mediante el que Dios intenta ordenarlas de acuerdo con las reglas de los mejor tan buenamente como sus determinaciones esenciales lo permiten).

En cuanto al «segundo gran fallo» de la doctrina del optimismo, este tenía que cifrarse en un segundo dato. Concretamente en el de que

El mal y las disonancias que son percibidos en el mundo solo pueden ser justificados desde el presupuesto de la existencia de Dios. Y que hay, por tanto, que creer que existe un ser infinitamente bueno e infinitamente perfecto antes de poder cerciorarse de que el mundo, que es asumido como obra suya, es hermoso y armonioso (regelmässig), en lugar de (asumir que) la regularidad (el acorde) general (y) las disposiciones ordenadas del mundo, si pudieran ser contempladas en y ante sí mismas, procurarían la más bella prueba de la existencia de Dios y de la dependencia general de todas las cosas respecto del mismo. La más segura y simple prueba, por tanto, de la realidad de un (ser) omnipotente, infinitamente bueno e infinitamente sabio, que se reconoce a partir de la contemplación de las extraordinarias disposiciones que el mundo muestra por doquier, es debilitada y vaciada por el Sr. von Leibniz. Pienso que un epicúreo contestaría lo siguiente a quien construyera a partir de esta prueba: «Si la armonía que percibís en el mundo os parece probar (la existencia de) una sabiduría ordenadora como autora, tendréis que reconocer que (aquella parte) la parte mayor del mundo no depende de esta, porque contiene en sí por doquier más de la mitad de disonancias y desviaciones repelentes… Si la causa máxima sabia no ha tenido a bien incluir todas las cosas en un plan de armoniosa belleza, entonces no todas las cosas han estado sometidas con su propiedades a la contemplación del mismo, y al destino eterno que limita el poder de la causa y le arranca la aceptación de grandes males, le roba al hacerlo la omnipotencia y le somete a la misma necesidad.

Con posterioridad a estas reflexiones Kant se ocupó ocasionalmente del tema, siempre desde la perspectiva de que el argumento de la «permisión» no solo no justifica a Dios, sino que le compromete y compromete su mundo. Finalmente, en su absoluta madurez «crítica» (1791), sistematizó sus puntos de vista sobre el problema general de la teodicea en un trabajo de ambición superior a la de la estricta confrontación con Leibniz: Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico de la teodicea. De hecho, este opúsculo apuntaba a un doble blanco. Por un lado, al desarrollo de una punzante crítica de esa razón que osa auto-responsabilizarse de la causa del Creador, esto es, que en un pleito o litigio ante el «tribunal de la razón» carga con la tarea, como «presunto abogado de Dios», de refutar las objeciones de esa misma razón a la «sabiduría suprema» del creador del mundo por las disteleologías y miserias de este. Por otro, Kant procedía a dilucidar y exponer lo que él mismo entendía como una «auténtica teodicea».

Lejos de rendir lo que prometía, toda teodicea conocida era, para Kant más negativa, en sus resultados, que las propias lamentaciones por el mal presente en el mundo que llevaron a la razón a convertirse en abogado defensor de la causa de Dios. Por otra parte, Kant ponía en cuestión la posibilidad misma de futuros intentos de este tipo, que nunca fueron ni podrían ser otra cosa que «sofistería» de nuestra razón, hipocresía y lisonja bajo la máscara de una supuesta justificación de la Deidad. Por otra parte, Kant llamaba la atención sobre los dos argumentos —de consecuencias fatales en lo que afecta a los conceptos de Dios, de la Creación y de la propia acción humana— que retornaban siempre en los procesos de teodicea. El primero, que el mal objetivo y el mal subjetivo (das Ubel und das Böse), no son algo querido por Dios, sino algo simplemente permitido por Él, que no pudo impedirlo. El segundo defiende la justificabilidad del mal —en este caso «metafísico»— por y en orden al carácter creado y finito del mundo. Ambos llevaban, por último, a Kant a concluir que si los males y disfuncionalidades de este mundo son explicados por recurso a la permisividad divina, entonces Dios no puede ser ya convincentemente pensado como el Dios santo, bueno y justo que en su inescrutable libertad y omnipotencia ha creado el mundo y al hombre como un ser libre, capaz de responsabilidad e imputabilidad (moral).

En los procesos de teodicea Dios viene, en suma, a ser pensado, a ojos de Kant, de un modo tal que tiene, ante todo, que permitir el mal porque este se desprende del carácter creado de las cosas y de «los límites de la humanidad en cuanto naturaleza final». Seguidamente, dicho mal es —paradójicamente— cancelado en el proceso global del cosmos y en el marco superior de la harmonía mundi, de ecos platónicos y estoicos, como un factor evolutivo positivo, de obvias consecuencias destructivas. Finalmente, el hombre deja de ser responsable de lo disteológico o «no adecuado a fin alguno» de y en este mundo. Queda despojado de su libertad, de su moralidad y de su subjetividad, dado que es usado por Dios —o por la astucia de una razón superior— como medio para un fin.

En orden a todo ello, Kant se considera autorizado para rechazar todos los procesos de teodicea conocidos: «Esta apología, en la cual la justificación es peor que la queja, no precisa ninguna refutación; se puede dejar con seguridad a cargo de la reprobación de cualquier hombre que tenga el mínimo sentimiento de moralidad».

Una apología —fruto de «nuestra arrogante razón», que no reconoce que la naturaleza es muchas veces para nosotros «un libro cerrado» y que prefiere ignorar sus propios límites— en cuya génesis Kant no descifra, además, otra cosa que «motivos no piadosos»: insinceridad, hipocresía y adulación. Luterano consecuente al fin, Kant no durará, contrariamente, por su parte, en percibir en el Libro de Job una «auténtica teodicea». Y así, apelará a un Job que se aferra al derecho a lamentarse de su destino y de lo inhóspito del mundo sin caer en el falso halago ni en el filisteísmo. Un Job que rechaza el recurso al consuelo (y a las posibles razones del mismo) y que en absoluto pretende para sí el derecho de justificar a Dios por su experiencia del sufrimiento. Un Job «sincero», consciente de que no hay posibilidad ni necesidad de «justificar» a Dios, esa desmesura humana, demasiado humana…

En resumen:

Dios distingue a Job poniéndole ante los ojos la sabiduría de su creación, especialmente por su cara impenetrable. Dios le permite que eche una mirada al lado bello de la creación, donde los fines que el hombre puede comprender revelan en una luz inequívoca la sabiduría y la providencia bondadosa del Creador del mundo. Pero frente a esto, también deja que eche una ojeada al lado espantoso; le hace ver los resultados de su poder, y, entre ellos, también cosas terriblemente dañinas. Cada una de estas cosas parece que, en efecto, está ordenada conforme a un fin en pro de sí misma y de su especie: pero, con respecto a otras, e incluso a los hombres, parece que es destructiva, inadecuada a todo fin e incompatible con un designio universal regido por la bondad y la sabiduría. Y, sin embargo, en ello Dios le hace patente a Job la ordenación y la conservación del todo que revela al Creador sabio del mundo, aunque, al mismo tiempo, sus caminos —que son inescrutables— deban permanecer ocultos, y no ya solo en el orden físico de las cosas, sino con mayor razón todavía en el enlace de este con el orden moral (que es mucho más impenetrable para nuestra razón).

* * *

Y, si embargo, el paradigma justificacionista sobrevivió a tan aceradas críticas. Solo que, como ya apuntamos, al hilo del imparable proceso de secularización Dios fue lenta pero inexorablemente sustituido en los nuevos procesos de teodicea por otras instancias. La historia, por ejemplo. O la sociedad, con la consiguiente irrupción de las grandes sociodiceas de los siglos XIX y XX. Pero ya va siendo hora, sin duda, de ajustar cuentas con tanta apología indirecta. Si algo parece hoy, en efecto, obligado —moralmente obligado— es, un vez rendido el inexcusable homenaje al genio de Leibniz, hombre de principios y no solo «el filósofo de los principios», es asumir la evidencia de que lo que en este final de época se impone no es ya buscar «justificaciones» del mal en ninguna de las variantes que estas fueron asumiendo a lo largo de la historia. Ni menos «revitalizado» en alguna otra clave, ni siquiera bajo la forma de esa Entbösung des Bösen a que han procedido algunos partidarios de reducir el mal a causas de las que los individuos no son culpables (la finitud, el devenir, lo irracional o las exigencias de la negatividad emancipada), lo que equivale, en el fondo, a una variante —especialmente sofisticada— de la funcionalización del mal a que en definitiva proceden las teorías que hacen de él un instrumento de optimización. Urge, por el contrario, definir de modo más preciso y en toda su materialidad efectiva, el gran olvidado en las sucesivas y cada vez más sofisticadas tipologías clásicas del mal: el mal social. Y explicarlo causalmente, todo lo tentativa y provisionalmente que la complejidad de la cuestión impone, poniendo en juego recursos que habrá necesariamente que buscar tanto en la ética y la filosofía política como en las ciencias humanas y sociales, de la economía y la psicología a las neuroéticas. En el bien entendido, claro es, de que la explicación causal del mal social, siempre sometida al principio de concreción, deberá estar al servicio de la lucha —milenaria, por cierto— contra él.

JACOBO MUÑOZ

Bibliografía

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SICHERE, B., Historias del mal, prólogo de Julia Kristeva, Barcelona, Gedisa, 1996.

CRONOLOGÍA

VIDA Y OBRA DE LEIBNIZ

ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS Y CIENTÍFICOS

ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS

1646

—   Nace en Leipzig, 1 de julio.

 

 

 

1647

—   Mueren B. Cavalieri y E. Torricelli.

 

1648

—   Nace su hermana Ana Catalina.

 

1648

—   Independencia de Holanda. Tratado de La Haya.

—   La Paz de Westfalia pone fin a la Guerra de los Treinta Años.

 

1649

—   R. Descartes, Les passions de l, ame.

—   P. Gassendi, Syntagma philosophiae Epicuri.

1649

—   Surgimiento de la Fronda en Francia.

—   Inglaterra, ejecución de Carlos I. Cromwell proclama la República.

 

1650

—   Muere Descartes.

—   Bomba de aire de Von Guericke.

 

 

1651

—   Th. Hobbes, Leviathan.

 

1652

—   Muere su padre, profesor de filosofía moral en la Universidad de Leipzig.

 

1652

—   Guerra entre Inglaterra y Holanda (1652-1654).

—   Unión de Inglaterra y Escocia.

1653

—   Ingresa en la Escuela Nicolás de Leipzig (estudios elementales hasta 1661).

 

1653

—   Francia. Fin de la Fronda.

—   Inglaterra. Cromwell es nombrado Lord-Protector.

1654

—   Tiene acceso a la biblioteca de su padre.

1654

—   B. Pascal, Mémorial.

—   Experimentando de Guericke.

—   M. Martini, De bello tartarico historia.

 

 

1655

—   Th Hobbes, De corpore (Sectio 1 de los Elementa philosophae).

—   J. Vallis, Arithmetica infinitorum.

1655

—   Se inicia el pontificado de Alejandro VII (1655-1667).

 

1657

—   B. Pascal, Lettres provinciales.

 

 

1658

—   Th Hobbes, De homine.

—   M. Martini, Sinicae Historiae Decas prima.

1658

—   España pierde Dunkerque.

—   Muere Cromwell.

 

 

 

1659

—   Termina la guerra de Francia con España (Paz de los Pirineos).

 

1660

—   Luis XIV ordena quemar Las Provinciales de Pascal.

—   Fundación de Royal Society de Londres.

—   M. Malpighi, descubre los vasos capilares a través del microscopio.

1660

—   Restauración de la monarquía en Inglaterra. Es proclamado rey Carlos II (1660-1685).

1661

—   Ingresa en la Universidad de Leipzig. Estudia con el neoaristotélico Jakob Thomasius.

 

 

 

1662

—   Muere B. Pascal.

—   A. Arnauld y P. Nicole, La logique ou l’art de penser.

—   M. Marci, Philosophia vetus restituta.

 

1663

—   Obtiene el grado de Bachiller en Filosofía con la tesis, Disputatio metaphysica de principio individui.

—   Pasa el semestre de verano en la Universidad de Jena y estudia matemáticas con Erhard Weigel (1625-1699)

—   Se hace miembro de la Societas quae-rentium.

—   Inicia su especialización en Derecho.

1663

—   A. Kircher, Polygraphia nova et Universalis ex combinatoria arte detecta.

 

1664

—   Muere su madre Catalina Schmuck

—   Obtiene el grado de Maestro en Filosofía con la disertación Specimen quaestionum philosophicarum ex jure collectarum.

1664

—   A. Geulincx, Ethica.

 

1665

—   Obtiene el grado de Bachiller en Derecho con la tesis, Disputatio juridica de conditionibus.

1665

—   Fundación del Journal des Savans.

1665

—   Segunda Guerra Inglaterra-Holanda (1665-1667).

—   Muere Felipe IV. Carlos II el Hechizado (1665-1700). Regencia de Mariana de Austria.

1666

—   Con la publicación de Disputatio aritmetica de complexionibus obtiene su Habilitationsschrift para la Facultad de Filosofía.

—   Se matricula en la Facultad de Derecho en la Universidad de Altdorf (Núremberg) y presenta su disertación de tesis De casibus perplexis in jure, con la que obtiene el grado de doctor en Derecho.

—   Dissertatio de arte combinatoria.

—   Se afilia a los Rosa-Cruz de Núremberg.

1666

—   R. Boyle, The origin of forms and qualities according to the corpuscular philosophy.

—   G. De Cordemoy, Le discrement de l’ame et du corps.

—   Luis XIV y Colbert fundan la Real Academia de Ciencias de París.

 

1667

—   Emprende la carrera político-diplomática al servicio del Elector de Maguncia.

—   Se publica Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae (como anónima).

 

1667

—   Luis XIV invade los Países Bajos.

—   Es elegido Papa Clemente IX (1667-1669).

1668

—   Entra al servicio del barón Johann Christian von Boineburg, el cual le introduce en la corte del príncipe elector de Maguncia.

—   Para Boineburg elabora el documento Specimen demonstrationum politicarum pro rege Polonorum eligendo.

1668

—   J. Glanvill, Plus ultra or the Progress and Advancement of Knowledge.

—   J. Wilkins, An Essay towards a Real Character and Philosophical Language.

1668

—   Tratado de Aquisgrán, por el cual Francia se queda con parte del Condado de Flandes.

—   España reconoce la independencia de Portugal.

1669

—   Gottlieb Spitzel publica, sin conocer la identidad del autor (Leibniz), Confessio naturae contra atheistas, en la Epistola ad Reiserum de eradicando atheismo.

—   Acompaña a Boineburg en su visita a Bad Schwalbach y allí conoce a Erich Mauritius.

—   Epistola ad Jacobum Thomasium.

—   Dissertatio de stilo philosophico Nizolii.

1669

—   B. Pascal, Pensées sur la religión.

—   J. Newton, Methodus fluxionum et seriarum infinitarum.

—   J. Swammerdam, Historia insectorum generalis.

 

1670

—   Prepara una edición del libro de Marius Nizolius Anti-Barbarus seu de veris principiis et vera ratione philosophandi contra pseudophilosophos

1670

—   B. Spinoza, Tractatus theologico-politicus.

—   J. Caramuel, Mathesis bíceps vetus et nova.

1670

—   Es elegido Papa Clemente X (1670-1676).

 

1671

—   Se publica Hyphotesis physica nova como anónimo bajo las iniciales G. G. L. L.

—   Theoria Motus concreti y Theoria Motus abstracti.

—   La Royal Society publica una segunda edición de la Hypothesis physica nova.

—   Envía al duque Juan Federico dos escritos sobre temas religiosos, De usu et necesitate demostrationum immortalitatis animae y De resurrectione corporum.

—   Viaja a Estrasburgo y fruto del viaje escribe Dialogus de religiones rustici.

—   Informa al matemático Pierre de Carcavy de su invención de la máquina de calcular.

 

 

1672

—   Permanencia en París (1672-1676).

—   Encuentros con A. Arnauld, Ch. Huygens, J. Ozanan y N. Malebranche.

—   Muere su protector el elector de Maguncia.

1672

—   E. Pufendorf, De iure naturae et Pentium.

—   R. Cumberland, De legibus naturae disquisitio philosophica.

1672

Inglaterra declara la guerra a Holanda y Francia (1672-1674). Guerra de España contra Francia (1672-1678).

1673

—   Primer viaje a Londres en misión de paz.

—   Visita a R. Boyle y a H. Oldenbourg.

—   Es elegido por unanimidad miembro de la Royal Society.

1673

—   Ch. Huygens, Holorogium oscillatorum.

—   G. D. Cassini, Découverte de deux nouvelles planetes autour de Saturne.

—   E. Mariotte, Traité de la percusión ou choc des corps.

 

1674

—   Bibliotecario en Hannover. Desde entonces intensísimo comercio epistolar.

—   Marii Nizolii anti-barbarus philosophicus.

1674

—   N. Malebranche, Recherche de la vérité.

 

1675

—   Inventa el cálculo diferencial.

1675

—   J. Wallis, A discourse of gravity and gravitation.

—   I. Newton, An hipótesis Expolaning the Properties of Light.

 

1676

—   Acepta el puesto de consejero del duque Juan Federico de Hannover.

—   Segundo viaje a Londres.

—   Paso por La Haya donde discute con Spinoza las ideas básicas de su Ética.

—   Fija su residencia en el Palacio del duque de Hannover.

 

1676

—   Es elegido Papa Inocencio XI (1676-1689).

1677

—   Recibe el nombramiento de consejero privado y encargado de la biblioteca del duque de Hannover.

—   Carta a Newton en la que expone los principios de su cálculo infinitesimal.

1677

—   Muere Spinoza. Se publica en un volumen de Opera póstuma, su Ethica, un Tractatus politicus y un Tractatus de intellectus emendatione.

—   Leeuwenhoek descubre los espermatozoides a través del microscopio.

 

1678

—   Descubre el principio de la conservación de la fuerza viva.

—   Analysis linguarium.

—   Quid sit idea.

1678

—   R. Cudworth, The true intellectual system of the Universe.

1678

—   Paz de Nimega. España pierde el Franco Condado y Flandes meridional.

1679

—   Elementa calculi.

—   Elementa characteristicae universalis.

—   Muere el duque Juan Federico. Le sucede su hermano Ernesto Augusto.

1679

—   Muere Hobbes.

—   P. D. Huet, Demonstratio Evangelica.

—   M. Malpighi, Anatomes plantarum.

1679

Inglaterra, decreto de Habeas corpus.

1680

—   Entabla profundos lazos de amistad con la esposa del duque Ernesto Augusto, la duquesa Sofía.

 

 

1681

—   Funda en Leipzig, junto con Otto Mencke, la revista Acta Eruditorum, y colabora asiduamente en ella.

—   Unicum opticae, catoptricae et dioptricae principium.

1681

—   J. B. Bossuet, Discours su l’Histoire universelle.

 

 

1682

—   Newton descubre la ley de gravitación universal.

1682

—   Pedro el Grande se proclama nuevo Zar de Rusia.

—   La Declaratio cleri gallicani afirma la independencia del poder real con respecto a la Iglesia.

1684

—   Publica su descubrimiento del cálculo infinitesimal en Nova methodus pro miximis et minimis.

—   Meditationes de cognitione, veritate et ideis.

1684

—   N. Malebranche, Traité de morale.

 

 

1685

—   Nace Berkeley.

—   J. Wallis, A treatise of algebra.

1685

—   Luis XIV revoca el Edicto a Nantes, emigran cerca de medio millón de hugonotes.

—   Jacobo II, rey de Inglaterra (1684-1689).

1686

—   Se publica Brevis demostratio erroris memorabilis Cartesii.

—   Discours de méthaphysique.

—   Correspondencia con Arnauld.

1686

—   B. De Fontenelle, Entretien sur lapluralité desb mondes.

—   R. Boyle, Libera in ceceptam naturae notionem disquisitio.

 

1687

—   En carta a Arnauld formula su Ley de la continuidad.

—   Viaja por el sur de Alemania, Austria e Italia (1687-1690) en busca de documentos para elaborar la historia de la Casa de Brunswick.

—   Inicia la correspondencia con los hermanos Bernoulli.

1687

—   I. Newton, Philosophae naturalis principia mathematica.

1687

—   Liga de Augsburgo, integrada por Austria, Suecia, Espàña, Holanda y Saboya contra Francia.

—   Dieta Imperial de Presburgo, fundación de la doble monarquía astrohúngara.

 

1688

—   N. Malebranche, Entretetiens méta-physiques.

1688

—   Intervención española en la guerra de la Liga de Augsburgo.

—   Inglaterra, «revolución gloriosa».

 

1689

—   J. Locke, Letter concentring Toleration.

—   P. D. Huet, Censura philosophiae Cartesianae.

1689

—   Guillermo III, rey de Inglaterra (1689-1702).

—   Es elegido Papa Alejandro VIII (1689-1691).

 

1690

—   J. Locke, An Essay concentring Human Understanding. Dos Tratados sobre el gobierno civil.

—   P. Varignon, Nouvelles conjetures sur la pesanteur.

—   M. Rolle, Traité d algébre.

—   Ch. Huygens, Traité de la lumière.

—   D. Papin, máquina de vapor.

 

1691

—   Presenta al duque Ernesto Augusto su proyecto de una historia de la Casa de Brunswick.

—   Con el consentimiento de los duques de Hannover y a petición de los duques Rodolfo Augusto y Antonio Ulrico, Leibniz pasa a ser director de la Biblioteca de Wolfenbüttel.

 

1691

—   Inicia su papado Inocencio XII (1691-1700).

1692

—   Animadversiones in paterm generalem principiorum cartesianorum.

—   Envía a Pellison para que presente a la Academia de Ciencias de París el manuscrito Essay de dynamique.

1692

—   R. Bentley, Matter and Motion cannot Think.

—   J. Ch. Sturm, Idolum naturae.

1692

—   Autorización del cristianismo en China.

1693

—   Codex iuris Pentium diplomaticus.

1693

—   J. Locke, Thougth on Education.

 

1694

—   De primae Philosophie emendatione et de notione substantiae.

1694

—   Primera edición del Diccionario de la Academia Francesa.

—   N. Hartsoeker, Essai de dioptrique.

—   Muere Arnauld.

—   Nace Voltaire.

 

1695

—   Specimen dynamicum.

—   Systeme Nouveau pour expliquer la nature des substances.

1695

—   P Bayle, Dictionnaire Historique et Critique.

—   J. Locke, Reasonabless of Christianity.

 

 

1696

—   F. A. De l’Hopital, Analyse des infnitiment petits.

—   J. Toland, Christianity not Mysterious.

 

1697

—   De rerum originatione radicali.

—   Novissima Sinica.

1697

—   J. Ch. Sturm, Physica electiva sive hypothetica.

—   G. Ch. Schelhammer, Natura sibi & medicis vindicata.

1697

—   El Tratado de Ryswick pone fin al conflicto entre Francia y la Liga de Augsburgo.

—   El príncipe Eugenio de Saboya obtiene el mando del ejército imperial.

1698

—   De ipsa natura sive de vi insita actionibusque creaturarum.

—   Inicio de su correspondencia con De Volder.

1698

—   Ch. Huygens, De terris coelestibus.

1698

—   Muere el duque Ernesto Augusto y le sucede su hijo Jorge Luis.

 

1699

—   A. Shaftesbury, An Inquiry Concerning Viture or Marit.

1699

—   Paz de Carlowitz, Austria se afirma como gran potencia.

1700

—   Es nombrado miembro de la Academia de Ciencias de París.

—   Con el apoyo de Sofía Carlota, electora de Brandeburgo (hija de Sofía y Ernesto Augusto de Hannover), funda la Sociedad de Ciencias de Berlín, y se convierte en su primer presidente.

 

1700

—   Muere el rey Carlos II de España.

—   Es elegido Papa Clemente XI (1700-1721).

1701

—   Envía a la Academia de Ciencias de París su Essay d’une nouvelle science des nombres.

1701

—   N. Grew, Cosmologia sacra.

1701

—   Guerra de sucesión española.

—   El elector de Brandeburgo se corona rey Federico I de Prusia (1701-1713).

1702

—   Réplica de las reflexiones de Bayle sur le Systeme del’Harmonie preétablie.

—   Considerations sur la doctrine d’un sprit universel.

 

1702

—   Ana Estuardo, reina de Inglaterra y, desde 1707, del Reino Unido de la Gran Bretaña, Unión de Inglaterra y Escocia.

1704

—   Inicia la composición de Nouveaux Essais sur l’entendement humain.

1704

—   Mueren Locke y Bousset.

—   I. Newton, Opticks.

1704

—   Los ingleses ocupan Gibraltar.

 

1705

—   Considerations sur le principie de vie y sur les natures plastiques.

1705

—   S. Clarke, A Demonstration of the Being and Attributes of God.

—   B. Mandeville, The Fable of the Bees.

1705

—   Muere Sofía Carlota, la gran protectora y amiga de Leibniz.

—   Austria, muere Leopoldo I. Le sucede su hijo José I (1705-1711).

1706

—   Intensa correspondencia con Des Bosses sobre las mónadas, la materia y la sustancia corpórea.

 

 

 

1707

—   I. Newton, Aritmethica universalis.

 

 

1708

—   J. B. Vico, De nostri temporis studiorum ratione.

—   A. Shaftesbury, Letter Concerning Enthusiasm.

 

 

1709

—   G. Berkeley, An Essay Howard a New Theory of Vision.

—   A. Shaftesbury, The Moralists.

—   Ch. Thomasius, Fundamenta iuris.

 

1710

—   Essais de Theodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme, et l’origine du mal.

—   Se publica el primer volumen de las Miscellanea Berolinensia ad incrementum scientiarium.

1710

—   G. Berkeley, A Treatise Concerning the Principles Of Human Knowledge.

—   J. B. Vico, De antiquissima Italorum sapientia.

 

1711

—   Conoce al zar Pedro I el Grande con ocasión del matrimonio de la princesa Carlota Cristina Sofía de Brunswick con el hijo del zar.

—   Proyectos de una Academia de Ciencias en Rusia.

1711

—   Nace David Hume.

—   A. Shaftesbury, Characteristicks of Men, manners, Opinions, Times.

—   Th. Newcomen, máquina de vapor.

1711

—   Austria, muere José I. Le sucede su hermano Carlos VI (1711-1740).

1712

—   Es nombrado consejero imperial privado en Viena.

1712

—   Nace J. J. Rousseau.

—   A. Collins, A Discourse of Free-thinking.

—   G. Berkeley, Three Dialogues between Hylas and Philonous.

 

1713

—   En Viena es acogido como amigo por el príncipe Eugenio de Saboya.

 

1713

—   Paz de Utrecht. Se reconoce a Felipe V como rey de España (1712-1724).

—   Federico Guillermo I, rey de Prusia (1713-1740).

1714

—   Principes de la nature et de la grace fondés en raison.

—   Monadología.

—   Correspondencia con Des Bosses, Bourguet, Remond y Clarke.

1714

—   D. G. Fahrenheit, termómetro de mercurio.

—   Fundación de la Real Academia Española.

1714

—   Paz de Rastadt.

—   Inglaterra, Jorge I inicia la dinastía de los Hannover.

 

1715

—   Muere N. Malebranche.

1715

—   Muerte de Luis XIV. Le sucede Luis XV (1715-1774).

1716

—   Muere en Hannover, el 14 de noviembre, a los setenta años. Aunque toda la corte había sido invitada, solo Eckhart, su secretario, acude a su entierro.

 

 

TEODICEA

PREFACIO

Se ha visto en todos los tiempos que la generalidad de los hombres se fija con preferencia en las fórmulas; la piedad sólida, es decir, la luz y la virtud, jamás han sido patrimonio del mayor número. No hay que extrañarse, porque esta tendencia cuadra a la debilidad humana; nos impresiona lo exterior, y lo interno exige una discusión de que muy pocos son capaces. Como la verdadera piedad consiste en los sentimientos y en la práctica, las fórmulas de la devoción la imitan, y así son de dos clases; las unas afectan a las ceremonias de la práctica y las otras a los formularios de la creencia. Las ceremonias se parecen a las acciones virtuosas, y los formularios son como sombras de la verdad, que se aproximan más o menos a la luz verdadera. Todas estas fórmulas serían saludables si los que las han inventado las hubieran hecho para mantener y expresar lo que con ellas se trata de imitar, es decir, si las ceremonias religiosas, la disciplina eclesiástica, las reglas de las comunidades, las leyes humanas fueran siempre como un valladar puesto a la ley divina, para alejarnos de los alicientes del vicio, acostumbrarnos al bien, y hacer que nos sea familiar la virtud. Este fue el objeto de Moisés y de otros buenos legisladores, de los sabios fundadores de las órdenes religiosas y, sobre todo, de Jesucristo, divino fundador de la religión más pura y más esplendorosa. Lo mismo sucede con los formularios de las creencias; serían pasables si en ellos solo apareciera lo que fuera conforme a la saludable verdad, aun cuando no contuvieran toda la verdad de que se trata. Pero las más de las veces sucede que la devoción queda sofocada por las formas, y la luz divina, oscurecida por las opiniones de los hombres.

Los paganos, que llenaban la tierra antes del establecimiento del cristianismo, solo tenían una especie de fórmulas; tenían en su culto ceremonias; pero no conocían artículos de fe, ni jamás pensaron en reducir a formularios su teología dogmática; no sabían si sus dioses eran verdaderas personas o símbolos de poderes naturales, como el sol, los planetas o los elementos. Sus misterios no consistían en dogmas difíciles, sino en ciertas prácticas secretas, a las que los profanos, es decir, los que no estaban iniciados, no debían asistir nunca. Estas prácticas eran muchas veces ridículas y absurdas, y fue preciso ocultarlas para evitar que cayera el desprecio sobre ellas. Los paganos difundían supersticiones, se alababan de tener milagros, y entre ellos todos eran oráculos, augures, presagios, adivinaciones; los sacerdotes inventaban signos de la cólera o de la bondad de los dioses, cuyos intérpretes pretendían ser. Se proponían gobernar a los espíritus por el temor o por la esperanza de los sucesos humanos; pero apenas si pudieron entrever el porvenir de otra vida, ni tampoco se tomaron el trabajo de inspirar a los hombres verdaderos conceptos de Dios y del alma.

Entre todos los pueblos antiguos, solo los hebreos tuvieron dogmas públicos religiosos. Abraham y Moisés proclamaron la creencia en un solo Dios, origen de todo bien y autor de todas las cosas. Hablaban de una manera digna de la soberana sustancia, y admira ver cómo los habitantes de este pequeño cantón de la tierra era más ilustrados que el resto del género humano. Los sabios de otras naciones han dicho quizá tanto como ellos, pero no tuvieron la fortuna de ganar prosélitos, ni llegaron a convertir el dogma en ley. Sin embargo, Moisés no introdujo en su legislación la doctrina de la inmortalidad de las almas, si bien era conforme a sus sentimientos, como que se enseñaba por tradición oral, pero no fue autorizada de una manera popular hasta que Jesucristo descorrió el velo y, aunque no disponía de la fuerza, enseñó con toda la autoridad de un legislador que a las almas inmortales les espera otra vida donde deben recibir el premio por sus acciones. Moisés había presentado ya preciosas ideas acerca de la grandeza y de la bondad de Dios, en que muchas naciones civilizadas convienen hoy día; pero Jesucristo desenvolvió todas las consecuencias e hizo ver que la bondad y la justicia divinas brillan perfectamente en el destino que Dios tiene reservado a las almas. No entro aquí en otros puntos de la doctrina cristiana; solo quiero hacer ver cómo Jesucristo acabó la obra de convertir la religión natural en ley, y de darle la autoridad de un dogma público. Hizo Él solo lo que tantos filósofos habían intentado hacer en vano, y como los cristianos llegaron a adquirir la superioridad en el imperio romano, dueño de la mayor parte de la tierra conocida, la religión de los sabios se hizo religión de los pueblos. Mahoma después no se desentendió de estos grandes dogmas de la teología natural; y sus sectarios los propagaron entre las naciones más remotas de Asia y de África, donde el cristianismo no había llegado aún, y abolieron en muchos países las supersticiones paganas, contrarias a la verdadera doctrina de la unidad de Dios y de la inmortalidad del alma.

Se ve que Jesucristo, al acabar lo que Moisés había comenzado, quiso que la divinidad fuese el objeto, no solo de nuestro temor y de nuestra veneración, sino también de nuestro amor y de nuestro afecto. Fue tanto como hacer a los hombres bienaventurados de antemano, y hacerles saborear la felicidad futura, porque nada más grato que amar aquello que es digno de ser amado. El amor es este efecto que nos hace gozar con las perfecciones de aquello que se ama, y nada hay más perfecto que Dios, ni tampoco nada más cautivador. Para amarle, basta conocer sus perfecciones, lo cual es muy fácil, porque en nosotros mismos encontramos la idea de aquellas. Las perfecciones de Dios son las de nuestras almas, solo que él las posee sin límites; es un Océano, del cual a nosotros solo han llegado algunas gotas. Hay en nosotros algún poder, algún conocimiento, alguna bondad; pero en Dios se dan todas estas cosas en su integridad. El orden, la proporción, la armonía, nos encantan, y de ello son muestras la pintura y la música, pero Dios es el orden en su plenitud, guarda siempre la exactitud de las proporciones, constituye la armonía universal, y toda la belleza es una expansión de sus irradiaciones.