Teología Fundamental - Sergio Silva Gática - E-Book

Teología Fundamental E-Book

Sergio Silva Gática

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Beschreibung

La presente publicación, que inaugura la colección TEOLOGÍA EN DIÁLOGO, busca profundizar en lo razonable del cristianismo, pero, al mismo tiempo, le hace preguntas a la fe criticando, discerniendo y proponiendo caminos para una mejor comprensión de la revelación. Teología Fundamental. Un esbozo, un texto que es fruto de largos años de docencia del autor, presenta de manera muy ordenada y rigurosa los grandes desafíos que la teología cristiana ha debido enfrentar para cumplir su tarea de pensar y concebir la fe, junto con su relación con la existencia humana. Destacan aquí aportes a la reflexión sobre la relación de la teología cristiana con el mundo contemporáneo. Se plantean tres grandes temáticas, como lo son el carácter hermenéutico de la teología, el cuestionamiento sobre el verdadero lugar que están teniendo las Sagradas Escrituras en la fe y en la teología cristianas, y el carácter histórico de la reflexión teológica. ¿Podemos hablar de un dato definitivo si todos somos limitados? ¿Hay datos que no pueden cambiar? Este es un libro que invita a pensar y que deja preguntas insoslayables.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

UN ESBOZO

Sergio Silva Gatica, SS.CC.

© Inscripción N° 2023-A-5223

Derechos reservados

Agosto 2023

ISBN 978-956-14-3158-4

ISBN digital 978-956-14-3159-1

Diseño y diagramación: versión productora gráfica SpA

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

Silva Gatica, Sergio, autor.

Teología fundamental : un esbozo / Sergio Silva Gatica. – Incluye notas bibliográficas.

1. Teología dogmática - Historia - Siglo 21.

2. Biblia - Crítica, interpretación, etc.

I. t.

2023 230 + DDC23 RDA

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y respetar el derecho de autor.

ÍNDICE

Introducción

Capítulo 1La teología y el entorno cultural

1.1. ¿Por qué la preocupación por la cultura en la teología?

1) Comprender es un acto cultural

2) El “tema” de la teología viene ya inculturado

3) La teología tiene una función pastoral, mediadora entre fe y cultura

4) La respuesta de Dios en Jesús debe encontrar las preguntas de cada cultura

1.2. Elementos para la comprensión de la cultura

A. Tres conceptos de cultura

B. Una propuesta

1) El puesto de la cultura en los desafíos que enfrenta el grupo humano

2) La cultura como sistema

C. Acerca del diagnóstico de la cultura actual

1) Cultura moderna versus culturas tradicionales

2) ¿Cultura posmoderna?

3) Una propuesta desde la fe cristiana

1.3. Algunos desafíos de las diversas zonas culturales a la teología fundamental

a) Los desafíos en las zonas culturales tradicionales

b) Los desafíos de la cultura moderna

c) Los desafíos de la posmodernidad

Capítulo 2La función apologética

2.1. Desafíos a la fe, desde la Escritura hasta hoy

a) Los desafíos enfrentados por la fe de Israel

b) Los desafíos enfrentados por Jesús

c) Los desafíos en las comunidades apostólicas

d) Algunos desafíos en la historia cristiana

2.2. Argumentos de credibilidad en el Antiguo Testamento

a) Las promesas (y amenazas) de Dios a Israel, Su pueblo

b) El argumento decisivo de la credibilidad: Dios cumple sus promesas (y amenazas)

c) La crisis de las Promesas

d) ¿Hay salida en el Antiguo Testamento a esta crisis?

2.3. Argumentos de credibilidad en el Nuevo Testamento

a) La credibilidad de Jesús en la comunidad apostólica

b) Los motivos de credibilidad en la predicación de la comunidad apostólica

c) Alcance y límites de la argumentación de la credibilidad en la Sagrada Escritura

2.4. La función apologética en la modernidad

a) La apologética racional

b) La apologética de la inmanencia

c) ¿Apologética de la liberación?

2.5. Reflexiones finales

Capítulo 3La función sistemática

3.1. Revelación y fe como conceptos fundamentales de lateología

a) Revelación y fe en los albores de la modernidad

b) La crítica al concepto moderno de revelación desde fines del siglo XIX

c) La revalorización del concepto de revelación en la segunda mitad del siglo XX

d) Algunas propuestas más recientes

e) Un balance provisorio

3.2. Una propuesta: autodonación de Dios y fe como conceptos fundamentales

a) Orientaciones en la Escritura

b) Otros argumentos

c) Algunas posibles consecuencias positivas

Capítulo 4La función epistemológica

4.1. ¿Tiene autonomía la razón teológica?

a) Las ideas de Cano

b) El despertar de la conciencia crítica en la modernidad

c) La razón en teología, ¿sierva o señora?

4.2. Una teoría del conocimiento teológico inspirada en Jürgen Habermas

a) La teoría estándar de la ciencia

b) La teoría de la ciencia vinculada a la sociedad

4.3. El quehacer teológico

a) Una descripción del quehacer teológico

b) Prescripciones para el quehacer teológico

c) Rasgos fundamentales de un curso de teología

Capítulo 5La función dialogal

5.1. Antecedentes eclesiales de la actitud dialogal

5.2 Fundamentos de la actitud dialogal

5.3. Teología del milagro

a) Las dificultades ante el milagro

b) La noción bíblica de milagro

c) Teología sistemática del milagro

d) Teología fundamental del milagro

5.4. Las acciones de Jesús

a) La teoría de la acción de Jürgen Habermas

b) Las acciones de Jesús: acciones “teocomunicativas”

5.5. Un diálogo cada vez más necesario: fe cristiana y tecnociencia

Capítulo 6La función autocrítica

6.1. Fundamentos

6.2. Autocríticas puntuales

a) Críticas a la teología

b) Críticas a la iglesia

Conclusión

a) El lugar de la Escritura en la teología

b) El carácter histórico de la autocomunicación de Dios a la humanidad

Introducción

La propuesta de teología fundamental que presento en este esbozo descansa sobre algunas convicciones fundantes. Desde hace algunos siglos la teología se nos presenta dividida en diversas disciplinas, unas sistemáticas, otras prácticas. Sin embargo, es mi convicción que en la raíz de todas ellas, en lo que podría llamarse el proyecto teológico, hay un elemento común que no debería perderse nunca de vista: me refiero a su esencial dimensión pastoral. En efecto, en su raíz, la reflexión teológica es el esfuerzo por reconocer y manifestar el sentido de la fe que viven los creyentes; según la formulación clásica de Anselmo de Cantorbery en el Proslogion, la teología es fides quarens intellectum, la fe que busca la comprensión, entendiendo que no se trata de un sujeto abstracto, la fe, sino de la persona concreta del creyente y que lo que busca el creyente no es solo ni en primer lugar la comprensión de las creencias de su fe que se pueden formular en proposiciones catequéticas y dogmáticas, sino ante todo la comprensión del sentido que tiene para él su vida de fe. La reflexión teológica acompaña por lo tanto a todo creyente; aunque ciertamente no todos, quizá los menos, la hacen explícitamente. La tarea de la teología es explicitar esta reflexión y ponerla a disposición de los pastores y de quienes se interesen por ella.

Una segunda convicción es que la necesidad de descubrir el sentido de lo que el ser humano vive está arraigada en lo más profundo de cada persona. Porque no nos basta con vivir y sentir –eso es propio de todo animal–, sino que sentimos la necesidad imperiosa de comprender lo que vivimos y sentimos, de descubrir su sentido. De diversas formas los filósofos han reconocido esta necesidad: Aristóteles, por ejemplo, concibe al ser humano como un animal racional y Heidegger reconoce entre los caracteres fundamentales del ser humano, que él llama sus “existenciales”, la comprensión. Lo que en nuestra experiencia vital no logramos comprender se nos presenta como absurdo y hacemos todo lo posible por evitarlo. Si esto vale para cualquier experiencia, vale con mayor razón cuando se trata de la fe religiosa de una persona, que es la que le da el sentido más hondo a su vida. Sin embargo, en el caso de la experiencia de fe no podemos pretender llegar a una comprensión acabada y definitiva, porque es la experiencia que nos pone ante el “misterio que llamamos Dios” (Karl Rahner), que nos desborda por completo, y ante la acción de Dios en el universo y en la historia de la humanidad. Pero algo análogo nos pasa con la simple experiencia del ser –¿por qué hay ser y no, más bien, la nada?– y con la propia existencia y la de los demás seres humanos. La comprensión tiene, entonces, la misión de llevarnos hasta los límites que se ven cada vez como posibles de alcanzar y ayudarnos a comprender por qué no podemos traspasarlos.

Una tercera convicción es que la comprensión humana no ocurre en un espacio, por así decir, aséptico debido a que la razón que comprende no es una facultad pura, idéntica en todos los seres humanos, sino que está formada, cultivada –y, por ello, influida– por la cultura en que cada persona se ha desarrollado en su infancia y luego por las diversas culturas en las que se sigue desarrollando. Dicho de otra manera, la reflexión teológica, como toda reflexión y todo conocimiento humano, está situada en un punto de vista particular, que le permite ver la realidad de una manera siempre parcial, limitada; no existe, por lo tanto, una sola teología universal y definitiva, ahistórica. En el primer capítulo desarrollaremos este tema de la situación cultural de la reflexión, que va a seguir presente a lo largo de todo el libro.

Una última convicción es que el esfuerzo teológico de comprensión tiene dos vertientes principales. La primera trata de iluminar la vida de la fe, la segunda es una reflexión acerca del esfuerzo teológico en cuanto tal. Estas dos vertientes han ido cristalizando, a lo largo de la historia del pensamiento teológico, en diferentes disciplinas, una de las cuales –la que se conoce como teología fundamental– se ha abocado a la reflexión sobre los fundamentos, tanto de la vida de la fe como de la reflexión teológica sobre la experiencia creyente. En el desarrollo de la fe y de la teología a lo largo de la historia del cristianismo, esta tarea fundamental se ha ido diferenciando, a mi parecer, en cinco funciones1 más precisas, a cada una de las cuales dedico uno de los capítulos que siguen (del 2 al 6). Las presento a continuación en un primer acercamiento2.

En el caso de la teología fundamental, la primera vertiente de la reflexión teológica, su esfuerzo por iluminar la vida de la fe debe hacerse cargo de un desafío radical, al que se enfrenta toda creencia humana, sea religiosa, filosófica, ideológica o de cualquier índole: es el desafío de su credibilidad. Todo creyente se ve impulsado a dar razones que hagan plausible su creencia, no solo ante los demás, sino, en primer lugar, ante sí mismo, para evitar ser víctima de una credulidad en creencias absurdas, indignas del ser humano. Esta tarea recibe habitualmente el nombre de función apologética y ha estado presente desde los inicios mismos de la fe cristiana, como se ve por la primera carta de Pedro, que pide a los creyentes: “Estén dispuestos a dar razón de su esperanza a quien se la pida, pero con moderación y respeto” (1Pe 3,15-16). La función apologética, entendida como el dar razón de la esperanza que anima a los que siguen a Jesús, es necesaria para la teología, si no quiere ser a-racional. En la misma fe cristiana hay un “logos”, es decir, una exigencia de racionalidad; y esta exigencia, como ya hemos afirmado, viene simplemente de la persona del creyente, porque el ser humano necesita comprender lo que vive. Así, la necesidad de la función apologética hunde sus raíces en el carácter racional de la persona humana. Y, por ello, se la encuentra no solo en el cristianismo sino también en toda religión que no desconozca el valor de la razón humana y no renuncie a la plena humanidad de sus adherentes. Trataremos de esta función en el capítulo segundo.

En su segunda vertiente, la teología fundamental debe iluminar los fundamentos de la reflexión teológica sobre la vida de la fe. Los diversos desafíos que enfrenta en el desempeño de esta tarea se han ido explicitando poco a poco a lo largo de la historia de la teología, aunque están implicados en la reflexión teológica desde sus inicios, como se ve por el hecho de que los autores que han ido respondiendo explícitamente a estos desafíos han podido recurrir abundantemente a los escritos de los Padres y de los teólogos medievales. La explicitación se ha debido hacer sobre todo a partir del Renacimiento, que da origen a los “Tiempos Modernos”, cuna de la cultura moderna, que ha ido poniendo cada vez más en el centro al ser humano, en lo que se ha llamado el “giro antropológico” de la modernidad. En la reflexión filosófica esta nueva situación despertó la preocupación por discernir el valor del conocimiento humano, su alcance y sus límites (Bacon, Descartes, Kant, etc.), preocupación que fue recogida también en la reflexión teológica, a medida que surgían cuestionamientos específicos.

Un primer cuestionamiento surge con motivo de la negación luterana del valor de la tradición en la primera mitad del siglo XVI. Esta negación obligó a pensar reflexivamente las condiciones y las fuentes del conocimiento teológico de acuerdo a la tradición teológica católica. Surgió así una epistemología teológica o teoría del conocimiento teológico. Uno de los primeros en explicitarla fue Melchor Cano en sus Lugares teológicos3 de 1563. Hasta la Reforma, la teología cristiana había estado en posesión pacífica de la certeza de que las fuentes del conocimiento teológico eran la Escritura, la tradición de los Padres y de los grandes teólogos, y las decisiones doctrinales oficiales de la iglesia, además de la razón que debía presidir los procesos de la reflexión. El cuestionamiento de la reforma obligó a desarrollar esta función epistemológica (o gnoseológica o de teoría del conocimiento) en la teología fundamental. Se trata de una función necesaria para la teología en su conjunto, que debe dar razón, como cualquier disciplina que usa la razón, de cómo procede en sus procesos de conocimiento. Dar razón ante sí misma, en primer lugar, para ser lo más consciente posible de sí, y también ante las demás disciplinas, con las que entra en diálogo. Es el tema del capítulo 3.

Un segundo cuestionamiento explícito fue el del deísmo, a partir del siglo XVII, que obligó a los teólogos a reflexionar sobre la necesidad y la posibilidad de una revelación “sobrenatural” y acerca de los criterios para reconocerla en la historia. A esta reflexión sobre la revelación se une necesariamente la reflexión sobre la fe, que es la condición que, en el receptor, hace posible que la revelación de Dios sea acogida por el ser humano. Se origina así la función sistemática de la teología fundamental que, más allá de su origen histórico, surge de la necesidad de pensar la estructura del saber teológico y sus fundamentos últimos, con el fin de darle coherencia lógica. La coherencia lógica de la teología debe considerar dos exigencias. Por un lado, debe someterse, como cualquier ejercicio racional, al requisito formal de tomar en serio la lógica de la razón. Por otro lado, en la teología se hace presente una exigencia específica material o de contenido. Es verdad que toda reflexión humana debe ser respetuosa de la estructura de la realidad sobre la cual reflexiona y debe moverse dentro de los límites de esa estructura. Pero en la teología la realidad es de otro orden, por cuanto –como ya hemos recordado– su tema es el misterio de Dios. Por eso, habrá que recordar siempre la amonestación de Agustín: si comprehendis, non est Deus (si comprendes –se subentiende, plenamente, sin resto de misterio–, eso que comprendes ya no es Dios).

El producto de la función sistemática de la teología fundamental es el estudio de lo que podemos llamar los conceptos básicos o centrales de la teología, aquellos que se encuentran involucrados en toda la teología, sea cual sea el tema más preciso al que se aboque y que son los que le dan su estructura fundamental. Al inicio de los tiempos modernos, la teología puso en la base de su reflexión el concepto de revelación, que se le presentó como el antídoto adecuado a la creciente fuerza de la razón moderna. Pero, al pensar la revelación en una actitud de polémica contra la razón, se tiñó con sus mismos rasgos intelectuales y cognoscitivos, de manera que fue comprendida como una suerte de enseñanza teórica, doctrinal, hecha por Dios. Su contenido, por lo tanto, fue visto como un conjunto de verdades “reveladas” y, por lo mismo, “sobrenaturales”, en principio inaccesibles a la razón humana. Se trataba de verdades referidas sea al misterio de Dios (consignadas en el dogma), sea a la conducta humana exigida por Dios (elaborada en la moral). La consecuencia fue que la fe también fue concebida como un acto cognoscitivo, como el asentimiento intelectual a estas verdades reveladas. Desde mediados del siglo XX la teología ha estado reaccionando contra este estrechamiento intelectualista, que empobrece las nociones de revelación y fe y no representa adecuadamente lo que encontramos en la Escritura. Esta función es el tema del capítulo 4.

Las dos funciones que he descrito en los párrafos anteriores responden a desafíos que son inherentes al carácter razonable de la fe. Sin embargo, se han explicitado en la teología fundamental como respuesta a cuestionamientos específicos que se han planteado en momentos determinados de la historia: la Reforma y el deísmo. Las dos funciones que presento a continuación responden a desafíos dirigidos directamente no ya a la fe ni a la teología, sino a la Iglesia en su manera de ser, más concretamente, en dos de sus actitudes fundamentales, las que tiene ante el mundo y ante sí misma. Estos desafíos han surgido con claridad en el siglo XX. No es que la Iglesia haya estado ausente en las reflexiones de la teología fundamental anterior; ya en el siglo XIX hubo desarrollos de la apologética que subrayaron el aporte de la vida de la Iglesia a la credibilidad: se habló de una “vía empírica” o “método de la Providencia” para mostrar que la fe cristiana es creíble. Esta vía fue desarrollada por el cardenal belga Víctor Dechamps (1810-1883), que participó en el Concilio Vaticano I, y a su influencia se debe el siguiente párrafo aprobado en ese concilio: “[…] la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación”4. Lo que ha sucedido es, a mi parecer, que la creciente secularización vivida en Occidente a lo largo del siglo XX ha hecho caer una especie de muralla o halo sacral que rodeaba al fenómeno religioso, especialmente a las iglesias cristianas, protegiéndolas de la crítica. Esa muralla ha ido cayendo no solo ante los ojos del creciente número de no cristianos y no creyentes, muchas veces enemigos declarados de la institución eclesiástica, sino también ante cada vez más creyentes. Eso ha hecho posible una percepción crítica de graves deficiencias en la actitud de la iglesia –fieles e instituciones– ante el mundo que la rodea y respecto de sí misma. Ante el mundo, sobresale la falta de una actitud dialogal sincera; respecto de sí misma, se percibe la actitud autodefensiva que impide la autocrítica. La teología fundamental está empezando a hacerse cargo de la reflexión sobre los fundamentos del diálogo creyente con el mundo y de la autocrítica de la iglesia. De ahí las dos últimas funciones de la teología fundamental, dialogal y autocrítica.

El desafío de una actitud de diálogo con el mundo recibe su “carta de ciudadanía” en la teología y en la Iglesia en el Concilio Vaticano II, aunque, como todo proceso humano, tiene raíces que vienen de tiempo atrás. En el Concilio, la Iglesia católica ha puesto término oficial al largo período de su enfrentamiento con la modernidad, propiciando una nueva actitud de diálogo con la cultura moderna y con las ciencias que se han desarrollado en ella. Influyen especialmente los debates en torno al “Esquema 13” que había de dar origen a la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo moderno. El Concilio afirma que la Iglesia debe dialogar con el mundo actual, lo que trae lógicamente consigo que, al interior de la Iglesia el diálogo debe ser emprendido también por la teología. A su vez, la teología fundamental debe reflexionar sobre los fundamentos de esta dimensión dialogal de la teología y de la Iglesia. Surge así la función dialogal, que algunos han llamado también fronteriza.

La dimensión dialogal de la teología estaba presente ya en la teología medieval universitaria, pero se limitaba al diálogo con la filosofía, aunque se suponía que esta sintetizaba todos los conocimientos posibles, salvo los prácticos (es decir, los de la medicina, las artes liberales y la jurisprudencia). Sin embargo, esta dimensión dialogal se oscureció en la modernidad, al instalarse la Iglesia católica en una actitud de rechazo al mundo nuevo que surgía. El rechazo se expresó intensamente en la teología neoescolástica, que surgió como la teología oficial de la Iglesia. Esta teología se apoyaba en una filosofía de “tesis”, presuntamente tomistas, establecidas de una vez para siempre (se hablaba de philosophia perennis), pero que ya no tenían vida y que estaban muy alejadas del pensamiento filosófico real de su tiempo. El diálogo se vivió, sin embargo, en las teologías disidentes como la de la Escuela de Tubinga, que tuvo un diálogo crítico con la filosofía de Hegel y de Schelling y con la escuela luterana de teología de la misma Universidad, y, más cerca de nosotros, en la reflexión de Romano Guardini y algunos otros, que dialogaron con la filosofía personalista de comienzos del siglo XX. Pero el diálogo no debe limitarse al pensamiento, sino que debe incorporar también la cultura y las culturas del entorno actual de la fe.

Dos me parecen las razones principales que fundamentan esta apertura al diálogo. La primera es de sentido común: nadie escucha a alguien que no está dispuesto a escucharlo a él, de modo que, si queremos que el mundo escuche el mensaje evangelizador de la Iglesia, esta (y la teología con ella) debe aprender a escuchar al mundo. La segunda razón es de fe: es la certeza de que, escuchando al mundo, se escucha al Espíritu de Dios que actúa en él, también fuera de los límites ya conocidos de la Iglesia, sembrando semillas del Logos, que la Iglesia (y la teología con ella) tiene que saber acoger en su propio interior para hacerlas fructificar. Es el tema del capítulo 5.

Finalmente, la función autocrítica. Además de lo ya dicho acerca de la caída de la muralla sacral protectora, esta función es, en alguna medida, también una consecuencia del diálogo abierto y sincero con el mundo. La palabra “crítica” suele tener en el habla común un sentido puramente negativo, como si criticar solo tuviera el sentido de sacar a luz lo malo. Pero el sentido originario es el de discernir, lo que implica percibir tanto lo bueno como lo malo. Lo negativo que percibimos en la iglesia es aquello contra lo cual tenemos que luchar para que disminuya y –si es posible– se acabe. Lo positivo, en cambio, es lo que tenemos que cuidar para que se desarrolle y alcance la mayor plenitud posible.

Veo dos fundamentos principales de la función autocrítica de la teología fundamental. El primero, como acabo de decir, surge del diálogo con el mundo; el segundo es interno, propio de la misma teología. Respecto del primero, el diálogo auténtico exige a los que dialogan hacer seriamente el esfuerzo por ponerse en el punto de vista del otro. Esto implica el esfuerzo de cada uno por verse realmente como el otro lo ve, lo que amplía enormemente el campo y la profundidad de la autocrítica, pues la mirada propia sobre sí mismo suele ser indulgente (autocomplaciente) o destructiva (autoflagelante), además de que está siempre afectada por puntos ciegos. En cuanto al segundo fundamento –la necesidad teológica de la función autocrítica–, veo tres razones: en primer lugar, porque en la Iglesia, junto a la gracia de Dios, hay pecado, y este pecado es no solo personal, es decir, de las personas que la componen, sino que cristaliza también en estructuras de pecado en la Iglesia y en sus instituciones; en segundo lugar, hay que distinguir entre la Iglesia y el Reinado de Dios, porque ella, aunque está referida totalmente a él, no es el Reinado de Dios y nunca coincide totalmente con él. Por último, el Espíritu actúa en la Iglesia no solo en la línea del poder instituido, sino también carismáticamente, suscitando personas que se entregan a él y lo dejan actuar a través de ellas para reformar la iglesia. Es el tema del capítulo 6.

Termino con dos breves observaciones. En la Conclusión recogeré dos líneas de fondo que recorren y sustentan la propuesta de teología fundamental que presento en este “Esbozo”. Una es el puesto central que ocupa y debe ocupar la Escritura en la Iglesia y en la teología. La otra es la historicidad o carácter histórico de la relación de Dios con la humanidad, que hace que también la reflexión teológica sobre la acción salvífica de Dios y sobre su acogida en la fe tengan un carácter histórico.

El origen de este libro es el curso institucional de teología fundamental en la Facultad de Teología de la UC de Chile y muchos cursos sobre diversos temas del ámbito de la fundamental, sobre todo respecto de la relación entre fe y cultura, fe y ciencias, fe y técnica moderna. En mi concepción de estas relaciones influyen mis estudios de ingeniería civil (1956-1959 y 1974-1977) y algunos estudios de ciencias sociales que realicé en la primera mitad de los años setenta. En esos largos años de docencia publiqué muchos trabajos sobre los temas que ahora sintetizo en este “Esbozo”; en ellos, hay abundante bibliografía y, como son de fácil acceso, me he permitido remitir a ellos para no sobrecargar de citas este libro.

* * *

Antes de entrar a describir las funciones que desempeña la teología fundamental, voy a justificar, en el capítulo 1°, la necesidad de tener presente en cualquier disciplina teológica el entorno cultural en que el teólogo/a se sitúa. La teología fundamental se pregunta por los fundamentos de la fe y de la reflexión teológica. En las últimas décadas se ha difundido la conciencia de que la fe se vive inculturada y que toda teología se hace en dependencia de su entorno cultural; por eso se habla de la “contextualidad”5 de la teología. Aunque esta dependencia respecto de la cultura no es absoluta ni es el único factor que incide en la vivencia de la fe y en la teología, hay que tenerla en cuenta porque es real e influye intensamente en ellas. De ahí la necesidad de una aproximación al tema de la cultura.

CAPÍTULO 1

La teología y el entorno cultural

Antes de entrar en materia, es bueno preguntarse por la propia experiencia con la cultura: ¿dónde me he topado con la cultura en mi vida? En algunos de mis cursos hemos hecho este ejercicio. Un rasgo presente en casi todas las experiencias mencionadas por los participantes es que se toma conciencia de la realidad de la cultura en el momento en que uno está en un grupo cuya cultura es diversa de la propia.

En este capítulo voy a empezar con la pregunta: por qué la teología debe tener en cuenta la cultura.

1.1. ¿Por qué la preocupación por la cultura en la teología?

Creo que se pueden dar al menos cuatro razones.

1) Comprender es un acto cultural

La teología es el esfuerzo del creyente por comprender la fe, pero no como una entidad abstracta, sino como su fe, la que vive.

La fe cristiana, que es la que nos interesa aquí, brota del encuentro que se produce en la historia humana entre Dios y la humanidad, un encuentro que culmina en la persona de Jesús de Nazaret. Ahora bien, la fe se vive mediada por personas, por sus acciones y por textos humanos en los que cristalizan las experiencias de la fe, de manera que, si queremos comprender la fe vivida, hay que comprender estas mediaciones. Entre ellas, la Biblia tiene un puesto preponderante, como alma que debe ser tanto de la vida de fe como de la acción pastoral y de la reflexión teológica. La reflexión sobre los signos ha mostrado que también las acciones y las personas pueden ser “leídas” como los textos, de modo que la reflexión teológica se puede concentrar en la pregunta por cómo comprendemos los textos.

La reflexión sobre el lenguaje muestra que la palabra humana incluye tres elementos, que en lingüística contemporánea se denominan significante, significado y referente.

El significante es el vehículo material de la palabra. En la palabra oral, es el sonido que hacemos al hablar; es lo que oímos de una lengua que no conocemos, y nos damos cuenta de que es “significante”, de que significa algo, porque se presenta como un sonido articulado en sílabas, que es lo que distingue al significante lingüístico oral del mero ruido. Si se trata de la palabra escrita, el significante es el dibujo de las letras o de los ideogramas. Hoy hay que añadir un nuevo soporte material de la lengua, el digital, que se usa en la computación, pero habitualmente como paso intermedio, pues en la pantalla se transforma de nuevo en significante escrito.

El significado es lo que el oyente o lector competente –aquel que ha adquirido la competencia en una determinada lengua– entiende cuando oye o lee un significante de esa lengua. Dicho al revés, es lo que uno no entiende cuando oye hablar o lee una lengua que no conoce. Un mismo significante puede tener diversos significados; los posibles significados de cada significante de una lengua se encuentran en el Diccionario.

La morfología estudia las diversas variantes que puede sufrir un significante, por ejemplo, en la conjugación de los verbos; la sintaxis estudia las reglas de combinación de los significantes en la frase. Morfología y Sintaxis constituyen la Gramática de una lengua. Gramática y Diccionario constituyen lo que se puede llamar el “sistema” de la lengua, o simplemente la lengua. El sistema de la lengua contiene las posibilidades de expresión que tiene una lengua.

Cuando alguien habla, alguna de esas posibilidades se hace real. Pero entonces aparece el tercer elemento, el referente, porque cuando hablamos lo hacemos en el contexto de una acción en el mundo, de modo que siempre hablamos de algo, nos referimos a algo que está incluido en nuestra acción. En cierto sentido, la cosa de la que hablamos no la podemos poner en el discurso; la reemplazamos por la palabra que la señala. La palabra hablada se suele designar como habla o palabra o discurso. El habla no solo depende de las posibilidades de la lengua, sino que influye en ella, en la medida en que los hablantes pueden ponerse de acuerdo en hablar de una manera nueva, lo que hace que las lenguas evolucionen, a mayor o menor velocidad, a lo largo de la historia.

El sentido de una expresión (una palabra, una frase, un texto) está dado a la vez por el significado y el referente. Así, una misma expresión, conservando su significado, cambia de sentido si refiere a realidades diversas. Cuando hablamos, ponemos una determinada expresión lingüística en relación con un determinado contenido, hecho de la combinación del significado con el referente. Los lingüistas llaman “denotación” a este acto de poner una expresión lingüística en relación con un determinado contenido; ese contenido, dicen, es el contenido denotado por la expresión. Ocurre muchas veces, sin embargo, que a una expresión que ya tiene su contenido denotado le damos un nuevo contenido, que no suprime el anterior, sino que se monta sobre él como el jinete sobre su caballo; en este caso, los lingüistas hablan de “connotación” y al nuevo contenido lo llaman contenido connotado6. En la vida cotidiana usamos la connotación muy frecuentemente en las bromas, sobre todo cuando se hacen en tono de ironía. En Chile somos expertos en la ironía negativa: gozamos connotando exactamente lo contrario de lo denotado. A uno que aparece con el pelo totalmente revuelto lo podemos recibir diciéndole: “¿De qué peluquería vienes saliendo?”. La literatura de ficción –la novela, el cuento– es toda ella connotativa. Las palabras y frases de un texto de ficción pueden denotar contenidos reales o ficticios, pero los personajes y los acontecimientos del texto están construidos con la connotación de las expresiones denotativas del texto7.

Ahora bien, la acción (o el acto) de comprender una palabra es una acción inculturada. Comprender implica el ejercicio de la razón y esta no la tenemos en estado de naturaleza sino de cultura, como hemos afirmado en la introducción. Dicho de otro modo, cuando comprendemos algo, lo hacemos con ayuda de las categorías de comprensión que nos ha dado nuestra cultura, y de ellas no nos podemos desprender. Así, pues, cuando el teólogo hace teología está poniendo en juego su cultura, lo sepa o no, le guste o no.

En distintas culturas –o en distintas fases o segmentos de una misma cultura– se comprende de manera diferente, es decir, lo que sacia el deseo interno de lucidez, de comprensión (un deseo propio del ser humano) es diferente. Un ejemplo tomado de diferentes perspectivas actuales frente a la Biblia puede servir. Consideremos un texto como la curación del leproso en el Evangelio de Marcos (Mc 1,40-45). Si se trata de un filólogo, la comprensión se cumple cuando se descubre el significado y el referente de las palabras que aparecen en el texto, como “leproso”, “sacerdote”, “Moisés”, “pueblo”, etc. Si se trata de un exégeta histórico-crítico clásico, cuando se logra reconstruir las tres historias que hay tras el texto: la de las formas, de la tradición y de la redacción. Si se trata de un predicador o de un participante en un retiro espiritual, la comprensión llega a su plenitud cuando la persona logra vivir en carne propia la escena.

2) El “tema” de la teología8 viene ya inculturado

La teología estudia sistemáticamente el encuentro de Dios con la humanidad que culmina en Jesús de Nazaret. Pero los teólogos no tienen acceso directo a ese objeto, que es del pasado; solo se accede a él mediante el testimonio de los que estuvieron en contacto con Jesús (testimonio conservado en la Biblia) y de los que, en el pasado, creyeron en él y lo siguieron (testimonio conservado en diversas historias); y mediante la repercusión actual de Jesús en los que creen en él y lo siguen. En todos estos casos, se trata de testimonios inculturados; la mayor parte de ellos –y la parte decisiva, que es la Escritura– inculturados en culturas del pasado, que ya no son nuestras.

De ahí la tarea de la teología de discernir en esos testimonios lo que es Palabra de Dios normativa, válida hoy, de lo que no es más que su encarnación cultural, pasajera. Una tarea de fundamental importancia, para no imponer a los creyentes cargas innecesarias. Una tarea delicada y difícil, pues la Palabra de Dios nunca existe en sí misma, sino siempre inculturada; de ahí que la teología deba evitar el doble peligro: tanto el de hacer pasar como palabra de Dios lo que no es más que cultura de los que dan testimonio de ella, como el de eliminar como elemento cultural pasajero lo que es Palabra de Dios permanente. Ya en el libro de los Hechos de los Apóstoles asistimos a un discernimiento de este tipo, cuando –en el llamado “Concilio de Jerusalén”– se estudia la situación de los no judíos recién convertidos a la fe de Jesús, y la comunidad apostólica se pregunta si hay que hacerles observar la Ley de Moisés, es decir, si tienen que hacerse culturalmente judíos, o pueden vivir la fe en su propia cultura9.

3) La teología tiene una función pastoral, mediadora entre fe y cultura

La teología debe mediar entre el dato de la fe y el horizonte cultural de cada época. Aquí radica la función pastoral de la teología, una función que no es un añadido extrínseco, sino que surge de su misma entraña en cuanto es un esfuerzo por comprender la fe.

Esta dimensión pastoral intrínseca de todo quehacer teológico se ve reforzada cuando se hace buena teología, es decir, cuando se hace teología prestando atención a las dimensiones culturales del acto mismo de comprender. En este caso, casi como “subproducto” de esta comprensión inculturada de la revelación, surge una mejor transmisibilidad del dato de la fe a los contemporáneos que participan de la misma cultura del teólogo. Es uno de los posibles aportes pastorales de la teología.

4) La respuesta de Dios en Jesús debe encontrar las preguntas de cada cultura

Finalmente, la presencia de la cultura se hace inevitable si consideramos el objeto propio de la teología. Como ha mostrado, entre otros, Hansjürgen Verweyen10, el acontecimiento de Cristo se presenta en la Escritura como la palabra definitiva de Dios a la humanidad. Palabra definitiva quiere decir que da respuesta a todas las preguntas legítimas que se hace el ser humano respecto al sentido de su existencia y de la historia. Por lo tanto, la teología tiene que interpretar cada vez de nuevo ese acontecimiento de Cristo, debe hacer un proceso hermenéutico –es decir, interpretativo– en principio inacabable, porque la libertad humana tiene abierto un futuro que no podemos predecir, del que pueden brotar siempre nuevas preguntas.

Este carácter hermenéutico de la teología tiene una referencia directa a la cultura. Por un lado, cada situación histórica debe ser interrogada por la teología para descubrir en ella las preguntas fundamentales por el sentido, preguntas que pueden estar explicitadas en esa cultura –lo que facilita el trabajo del teólogo– o solo implicadas en el conjunto de las expresiones de esa cultura. Por otro lado, la teología tiene como tarea ayudar a que la tradición cristiana sea efectivamente captada por los contemporáneos como respuesta a esas preguntas, lo que supone que la presentación de la fe se haga en diálogo con su cultura; aquí tocamos un nuevo aspecto de la dimensión pastoral de la teología.

1.2. Elementos para la comprensión de la cultura

No basta con reconocer en general que la cultura influye en el quehacer teológico. Tenemos que dar un paso más e intentar ver en qué cultura estamos haciendo teología hoy en América Latina. Al hacer este esfuerzo tenemos que evitar quedarnos en la mera descripción de rasgos aislados, por notorios e impactantes que estos sean, y correr el riesgo de hacer un intento de comprender más a fondo qué está ocurriendo con la cultura actual. Para ello, propongo dar tres pasos: una primera aproximación a tres formas de concebir la cultura, luego algunos elementos teóricos que nos ayuden a enfocar más acertadamente el fenómeno cultural, para terminar con una descripción de la cultura actual en Chile (¿y América Latina?).

A. TRES CONCEPTOS DE CULTURA

Zygmunt Bauman (1925-2017), un sociólogo polaco nacionalizado inglés, distingue tres conceptos de cultura11, que –según él– pertenecen a tres diferentes universos de sentido, lo que hace imposible reducirlos a un concepto único. Han surgido en distintos momentos de la historia humana.

El primero nace en Grecia, pero impregna hasta hoy la mentalidad precientífica occidental; es el “concepto jerárquico de cultura”. Según Aristóteles, el alma –podemos decir, el ser humano en cuanto sujeto– puede perfeccionarse a sí misma cultivando sus propias cualidades. Este cultivo supone la existencia de un ideal del ser humano; la cultura es el esfuerzo constante por alcanzar ese ideal. En este concepto, la cultura es una sola, no cabe pensar en una pluralidad de culturas. Ante el hecho indesmentible de la diversidad de pueblos, lenguas, costumbres, formas de vida, los griegos reaccionaron considerándolos pueblos “bárbaros”.

La modernidad se hace cargo de la pluralidad cultural y elabora un “concepto diferencial de cultura”. Una premisa fundamental es que el ser humano no está determinado por su “genotipo” (su dotación genética), sino que está obligado a tomar decisiones para llegar a ser homo sapiens en acto, ya que nace solo en potencia. Pero esas decisiones están tomadas por la cultura como forma modeladora de los factores genéticos y del medio físico. Esta “obligación” es lo único universal de las culturas –y es más bien de lo humano que de la cultura–; es decir, para que haya ser humano, debe nacer en una cultura donde puede llegar a ser en acto. La relación del ser humano con la cultura es recíproca, en el sentido que el ser humano hace la cultura y esta lo hace a él, la cultura es producto de la libertad humana y a la vez limita esta libertad. En otras palabras, la cultura se relaciona con el ser humano a la vez como sujeto (que la hace) y como objeto (que ella contribuye a hacer).

Actualmente se estaría buscando un “concepto genérico de cultura”, para poder hacerse cargo de la unidad del género humano y de su diferencia con el mundo no humano. En una apretada síntesis de los tres conceptos. dice Bauman: “Si la noción jerárquica pone en el candelero la oposición entre maneras ‘refinadas’ y ‘groseras’ –así como el puente educativo que hay que tender entre ellas–, si la noción diferencial es a la vez un retoño y un refuerzo de la preocupación por las incontables –y multiplicables hasta el infinito– oposiciones entre los estilos de vida de varios grupos, la noción genérica se construye alrededor de la dicotomía entre los mundos natural y humano (…), versa sobre los atributos que unen a la humanidad en el sentido de que la diferencian de cualquier otra cosa”12. Bauman expone varios de los intentos de explicar la unidad del género humano. Una alternativa inspirada en el estructural-funcionalismo “se apoya en la premisa de la universalidad de los prerrequisitos que se deben cumplir para asegurar la supervivencia de cualquier sistema social imaginable”13. Otra alternativa se basa en “la idea de que una conducta individual pautada culturalmente es una precondición de la sociedad, tanto como una cultura basada en la sociedad es una precondición para el individuo social”14 y encuentra la raíz común de sociedad y cultura en la dotación sicológica humana, especialmente en su capacidad para pensar simbólicamente, que lleva a crear el lenguaje. Bauman piensa que, en la base de la simple habilidad para introducir intermediarios simbólicos en el espacio que divide la conciencia del acontecimiento respecto al propio acontecimiento –habilidad que hace al ser humano capaz de generar cultura–, está la capacidad de reproducir estructuras y de producir nuevas. Estas estructuras son de dos tipos: las que estructuran la conducta humana por requerimientos del entorno y las que estructuran el entorno por decisiones humanas. Jean Piaget designa estas estructuras como acomodación y asimilación respectivamente; en conjunto, son las estructuras que le permiten al ser humano adaptarse al entorno15.

¿Qué podemos recoger de estos tres conceptos para nuestro propósito? Del concepto jerárquico, me parece que es verdad que en toda cultura humana hay implicado –aunque no siempre se explicite– un cierto ideal de ser humano, al menos la certeza acerca de qué búsquedas tienen sentido para él porque son valiosas. Es un hecho que no todas las culturas coinciden en cuál es ese ideal, cuáles son las búsquedas valiosas, pero en todas ellas hay un ideal, incluso disponen de algunos criterios para discernir entre diversos ideales. Del concepto diferencial, creo irrebatible la afirmación de que el ser humano y la cultura están en una relación de recíproco “hacerse” uno al otro. Del concepto genérico retengo dos cosas que me parecen complementarias entre sí: que todo grupo humano debe resolver una serie de desafíos que son comunes a toda la humanidad, y que todo ser humano tiene la capacidad de pensar simbólicamente y de reproducir y crear estructuras.

B. UNA PROPUESTA

El concepto de cultura que aquí expongo se logra desde dos aproximaciones complementarias. La primera intenta situar la cultura en el conjunto de los desafíos que enfrenta todo grupo humano. La segunda tiene como objetivo penetrar al interior del sistema cultural para descubrir los subsistemas que lo componen y la forma como se relacionan entre sí16. No pretendo elaborar un concepto acabado y sistemático de cultura, sino solo ayudar a visualizar el fenómeno cultural, de manera de poder diagnosticar la situación de la teología fundamental en la cultura actual en Chile.

1) El puesto de la cultura en los desafíos que enfrenta el grupo humano

Uso la expresión “grupo humano” porque me parece lo suficientemente amplia como para cubrir los diversos tipos de sujetos colectivos capaces de generar cultura, como son los países y regiones, las tribus, clanes y familias, las clases o estamentos, las instituciones, las Congregaciones religiosas, etc. Todo grupo humano enfrenta cinco desafíos fundamentales, ineludibles.

El primero es el de la subsistencia de los miembros del grupo, porque es evidente que, si ellos no pueden vivir, el grupo desaparece. Se resuelve ese desafío mediante el trabajo, por el que se saca de la naturaleza los bienes necesarios para la vida. El medio o instrumento fundamental del trabajo es la técnica, en sus diversas formas históricas y culturales. El trabajo se halla siempre organizado socialmente, de modo que unos miembros del grupo se especializan en una tarea, otros en otra, lo que permite una mayor productividad; hay, pues, cierta división del trabajo. El correlato del trabajo es la naturaleza exterior, porque, por el trabajo, el grupo humano entra en contacto con la naturaleza que lo rodea y en la que vive. Sin embargo, el trabajo es solo una forma de relacionarse el ser humano con la naturaleza; no es la única ni la más rica. La respuesta a este desafío está siempre amenazada por el fracaso, por cuanto la distribución de los bienes suele hacerse de manera desequilibrada, injusta, manteniendo a buena parte de los miembros del grupo en estados habituales de insatisfacción, de pobreza que puede llegar hasta la miseria; estados que, ocasionalmente, pueden conducirlos a la muerte.

El segundo desafío es el de la convivencia entre los miembros del grupo. Es igualmente básico que el anterior, pues si los miembros no saben convivir, el grupo se disuelve, aunque sus componentes sigan viviendo, como sucede con un matrimonio que se separa o con un grupo juvenil que se acaba. Se resuelve mediante diversos procesos de socialización, que hacen de los individuos que llegan al grupo –por nacimiento, inmigración, conquista, etc.– miembros plenos de él. Ejercen estas tareas de socialización la familia, el cada vez más complejo sistema educacional, la “pandilla” del barrio o población, los medios de comunicación social, etc. En los procesos de socialización, el grupo entra en contacto con las personas individuales que lo constituyen: el lenguaje es el medio o instrumento principal de los procesos de socialización. También el desafío de la convivencia puede ser mal resuelto por el grupo. La amenaza que siempre pende sobre él es la de no lograr la integración plena de sus miembros, la de establecer separaciones entre personas y entre grupos al interior del grupo mayor, que queda dividido en clases o estamentos, cada uno con sus intereses propios y a menudo en pugna unos con otros, en relaciones de dominación que pueden derivar en la opresión.

El tercer desafío es el de la autoridad al interior del grupo. Se origina por el hecho de que los dos anteriores se resuelven mediante la división del trabajo, división que implica un liderazgo que organice al grupo y asigne tareas y beneficios a cada uno de sus miembros. Se resuelve mediante algún sistema político, desde el tribal, que es de raíz todavía familiar, hasta las democracias representativas modernas, pasando por la tiranía, la dictadura, la monarquía de diversos matices, etc. En el sistema político el grupo toma contacto con el fenómeno del poder. No es, sin embargo, el poder político la única forma posible del poder; existen además el poder económico, el poder social, el poder moral, el poder de los medios de comunicación. El poder político trae consigo la experiencia de la dominación; el fracaso que amenaza es la opresión. Uno o unos pocos al interior del grupo se apoderan del poder político y lo ejercen en provecho propio o de algunas clases, sometiendo al resto de la población a un régimen opresivo.

La respuesta a los primeros tres desafíos deja constituido al grupo de manera estable, con identidad propia. Pero nunca se dan grupos humanos aislados; de ahí el desafío de la coexistencia con los otros grupos humanos con los que entra en contacto. Se ha resuelto este desafío mediante dos sistemas, el diplomático, que emplea más bien la razón y el diálogo, y el militar, que emplea la fuerza de las armas; hasta ahora, ambos han sido dirigidos por el sistema político. Aquí también se da, en otra forma, la experiencia de la dominación. En la experiencia de coexistencia, el grupo humano se enfrenta con la alteridad, es decir, con seres humanos que son diversos de una manera cualitativamente distinta de la diversidad que se da al interior del propio grupo, donde cada miembro se topa solo con “gente como uno”. Si el grupo reconoce que ese “otro” participa de su misma humanidad, aunque de otra manera, entonces experimenta la amplitud de lo humano y se encuentra con aquello que es común a todos los seres humanos, por debajo y más allá de todas las diferencias de lengua, raza, nación y cultura. El fracaso es la guerra, forma extrema de la enemistad entre grupos, de la incapacidad para reconocerse mutuamente como iguales, para intentar resolver los problemas mediante la razón y el diálogo.

Por último, como desafío de los desafíos, el del sentido. Es el último y el decisivo, porque la respuesta a los cuatro desafíos anteriores supone que los miembros del grupo realicen las acciones necesarias para enfrentarlos; ahora bien, de no encontrar sentido en lo que hace –el trabajo, las tareas educativas, la política, la diplomacia y la guerra– el ser humano simplemente no lo hace; la coacción externa y el miedo pueden suplantar por algún tiempo al sentido ausente, pero a la larga son incapaces de mantener la cohesión del grupo y este se disgrega. Por lo demás, el que ejerce esa coacción debe encontrar sentido en ejercerla, pues si no, no la ejerce, de modo que el problema no hace más que trasladarse a otro sujeto dentro del grupo. Dicho de otra manera, de no resolverse el desafío del sentido, los miembros del grupo no tendrán ánimo para enfrentar los restantes desafíos. Por eso, este desafío no se añade a los otros cuatro como desde fuera, yuxtaponiéndose a ellos, sino que constituye su mismo centro; el desafío del sentido se juega en la raíz de la respuesta del grupo a los cuatro primeros desafíos. Lo que impone la pregunta por el sentido es el hecho de que las acciones mediante las cuales el ser humano trata de enfrentar estos desafíos exigen de él un esfuerzo que no necesariamente aparece como proporcional al resultado logrado, más todavía, si se toma conciencia de que, a la larga, todo esfuerzo es inútil, porque vamos inexorablemente a la muerte; y, entre tanto, a menudo los esfuerzos del grupo fracasan. El desafío del sentido la humanidad lo ha resuelto mediante la cultura, en cuyo centro –al menos, hasta el Renacimiento– siempre ha estado la religión. La cultura arraiga al individuo en su grupo y le da sentido a su vida, al conjunto de sus actividades y al fracaso, que acecha siempre y que se hace presente inexorablemente en la muerte inevitable. Como responde a un desafío que se encuentra en el centro de los otros desafíos, la cultura (y la religión o irreligión que está en su centro) lo tiñe todo; sin embargo, también se explicita en un sector propio, con actividades, productos y normas propios, como son el arte, la reflexión y también, y quizá sobre todo, los ritos con que el grupo celebra la vida (la fiesta) y la muerte (los funerales). En la cultura, el grupo humano entra en contacto con lo trascendente, porque el sentido el ser humano lo encuentra, no lo construye desde sí mismo. Si el grupo fracasa en la respuesta a este desafío y no encuentra un sentido, adviene necesariamente la muerte de la cultura, la disolución o desaparición del grupo. En efecto, si el grupo no ofrece a sus miembros ningún sentido para vivir, la inercia puede mantenerlo todavía un tiempo en vida; a la larga, está sentenciado a muerte.

La solución que el grupo humano da a estos desafíos cristaliza en instituciones. En el ámbito del trabajo, son las unidades productivas, que van desde la familia y las artesanías hasta las grandes fábricas actuales; en el ámbito de la socialización, hay instituciones altamente estructuradas como las del sistema educacional y otras muy libres, como los grupos sociales en que participan las personas; en el ámbito del liderazgo, encontramos las instituciones de la política y de los demás poderes de la sociedad; también hay instituciones en la diplomacia y en el sistema militar, y en el sector cultural en que se explicita y se elabora la pregunta por el sentido.

En cuanto a las acciones que ejecutan los individuos que laboran al interior de estas instituciones, las hay de dos tipos. Los cuatro primeros desafíos se resuelven por medio de acciones “transitivas”, es decir, acciones que se justifican por el producto que logran, como son los bienes y servicios disponibles, la capacitación técnica y profesional, los armamentos, las elecciones políticas, etc. El desafío del sentido, en cambio, se resuelve por medio de acciones “intransitivas” o de finalidad inmanente, cuya justificación está en su valor intrínseco, no en su eventual producto, es decir, valen por lo que dejan en la persona que las realiza; se trata de acciones como la reflexión filosófica, la oración, el baile, etc. Sin embargo, toda acción humana tiene siempre algo de intransitivo, incluso las acciones productivas; así se echa de ver en el gozo que (a veces) acompaña al que hace su obra bien hecha. A su vez, también la cultura requiere de productos, que son el fruto de acciones transitivas y constituyen lo que podemos llamar su “infraestructura”, como los teatros, los libros, las salas de exposición de arte, etc.

Podemos concluir esta primera mirada de la cultura, constatando que ella es matriz de humanidad. Al decidir acerca del sentido, la cultura influye muy decisivamente en la forma que en el grupo adoptarán las acciones tendientes a dar respuesta a los desafíos que tiene que enfrentar. A su vez, estas acciones concretas irán formando a los miembros del grupo, porque exigirán de ellos el cultivo de muy determinadas potencialidades, dejando en la sombra, sin cultivo comparable, otras potencialidades que también están en la naturaleza humana.

La acción formadora de la cultura sobre los miembros del grupo se ejerce en dos etapas distintas de su desarrollo. La primera abarca desde el nacimiento hasta el fin del período de mayor plasticidad del ser humano, que se sitúa en torno a los 14 años de vida. En esta etapa, la persona recibe de su grupo las líneas gruesas de la cultura propia de ese grupo. Recibe el lenguaje, con los matices propios del “idiolecto” familiar y del “dialecto” del grupo social, y, con él, los rudimentos de las acciones, el saber cómo comportarse en las distintas situaciones. El niño debe interiorizar el cómo se habla, cómo se comporta, cómo se dicen las cosas, etc.; en este pronombre se hace presente la cultura como norma. Con el lenguaje, el niño recibe además ciertas bases fundamentales respecto de las representaciones y los valores, que constituyen en él algo como la obra gruesa de un edificio, que ya nadie podrá ignorar ni eliminar. En esta primera etapa de socialización el niño está indefenso ante lo que se le da, no tiene la capacidad crítica para discernir y escoger libremente.

Viene luego la segunda etapa, en que el adolescente, más tarde joven, recibe diversas socializaciones secundarias, la de la enseñanza media y superior, la del trabajo y el grupo profesional, la de la familia que normalmente forma y la de los grupos sociales a los que pertenece y que frecuenta. Si en la primera socialización el niño está indefenso, en estas socializaciones segundas la persona puede tener –y va teniendo crecientemente– la capacidad crítica de discernir, cada vez más libremente, qué asumir de todo lo que se le ofrece. Esta es la etapa, que va hasta la muerte, en que el ser humano se da las “terminaciones” a esa “obra gruesa” que ha recibido con la socialización primaria, y habita esa “vivienda” que el grupo le ha construido, aportando en ello toda su originalidad personal.

2) La cultura como sistema

Una vez situada la cultura en el contexto más amplio de la vida del grupo humano, tenemos que mirarla en sí misma. La cultura es un “sistema” complejo. Inspirados en un estudio de Jean Ladrière17, podemos decir que hay en el sistema cultural cuatro subsistemas. El más exterior, el que primero encontramos al llegar a un grupo cultural que no es el nuestro, es el sistema de expresión. Está constituido fundamentalmente por el lenguaje, pero también por los gestos corporales y los símbolos colectivos, como la bandera, los Padres de la Patria, el folclor, etc. Íntimamente unido a la expresión, está el sistema de la acción (que Ladrière trata como uno solo con ella), sistema que gobierna la forma como se actúa en cada grupo cultural en respuesta a los desafíos que acabamos de ver.

Más adentro en la cultura está el sistema de las representaciones, es decir, de las formas como el grupo se representa las realidades diversas con las que entra en contacto. Es el mundo de las ideas, los mitos, la ciencia, la filosofía, las ideologías, las cosmovisiones. La acción está fuertemente condicionada por las representaciones. Lo podemos mostrar con un ejemplo. Si el que llamamos “enfermo mental” es considerado –como en muchas culturas premodernas– un mediador de lo divino, será tratado de manera muy distinta a como lo tratamos hoy que lo consideramos enfermo, y por eso lo aislamos en un manicomio o en una clínica siquiátrica y no tenemos ya nada que recibir de él.

Por último, en el centro de la cultura están los valores. Se pueden distinguir dos tipos distintos. Por un lado, los valores axiológicos18, que expresan la dignidad de cada cosa, de cada ser, y están, por lo tanto, íntimamente vinculados con las respectivas representaciones, determinándolas. Por otro lado, los valores normativos, que dictan el tipo de conducta que el ser humano debe tener con las diversas cosas del mundo; por eso, estos valores se vinculan con el sistema de acción y lo determinan.

Hasta aquí llega un análisis secularizado de la cultura. Pero una mirada que se abre a la totalidad de la experiencia humana descubre que en el fondo de los valores se sitúa lo religioso. Si el mundo moderno ha quitado la religión de este puesto central y determinante, ha sido en desmedro de la humanidad del ser humano. Sin embargo, como la capacidad religiosa es de la naturaleza misma del ser humano, el espacio que queda vacío por el desalojo de la religión tiene que ser llenado de inmediato por algún sucedáneo. El mundo moderno ha creado las ideologías, explícitamente no religiosas, pero con rasgos extraordinariamente semejantes a los de las religiones. Se da aquí la paradoja del ser humano: porque es libre, puede ir contra los llamados de su naturaleza profunda; pero, si lo hace, esta de alguna manera se venga.

Los valores, incluidos los religiosos, son, así, el núcleo que determina el conjunto de la cultura, hasta sus niveles más exteriores de expresión y de acción. Hoy se suele hablar del “ethos” cultural como el centro de la cultura, aquel que determina las actitudes de fondo que gobiernan la conducta del hombre en el mundo. “Ethos” trascribe una palabra griega que significa primero morada o lugar habitual de residencia; luego, hábito, costumbre, uso; por último, carácter, modo de ser, sentimiento. Juan Carlos Scannone define el “ethos” cultural como “el modo particular de vivir y habitar éticamente el mundo que tiene una comunidad histórica (un pueblo, una clase social, una comunidad religiosa, etc.) en cuanto tal en su historia. Por consiguiente, la palabra “ethos” implica dos dimensiones estrechamente interrelacionadas, pero distintas. Por un lado, se señala el momento propiamente ético o moral: los principios vividos y valores comunes que orientan las opciones existenciales fundamentales de esa comunidad; y, por otro lado, la impronta antropológico-cultural de los mismos en la conformación de un ‘estilo de vida’ histórico determinado, o modo peculiar (ético-cultural) de relacionarse con el sentido último, con los otros hombres y grupos de hombres, y con la naturaleza”19. Más simplemente, el ethos cultural es el núcleo en torno al cual se organizan y adquieren coherencia los valores, que constituyen el corazón de la cultura, en cuanto esta es matriz de la conducta humana y, por lo tanto, del ser humano en cuanto se va haciendo a sí mismo, en relación con los demás, por medio de su conducta.

Habría que añadir, a mi juicio, también el “pathos” de la cultura, es decir, la forma fundamental de la sensibilidad, que define el modo como los miembros de un grupo cultural reciben el mundo y la reacción afectiva y emocional que despierta en ellos. Esto también es modelado fundamentalmente por la socialización primaria, aunque puede ser modificado en alguna medida por las socializaciones secundarias y por los esfuerzos deliberados desplegados en la edad adulta. Para poner un ejemplo, pensemos en la reacción emocional que se despierta en nosotros ante un mendigo andrajoso; si nos preguntamos por qué se da esa reacción, veremos probablemente que se remonta a lo que nos dijeron nuestros mayores cuando éramos niños y quizá la vista de un mendigo nos despertó compasión y deseo de ayudarlo; si fuimos apoyados, se habrá reforzado nuestra compasión espontánea; si, por el contrario, lo que oímos fue reiteradamente “no seas tonta/o, es así porque es flojo”, es probable que se nos haya hecho muy difícil desarrollar un sentimiento de compasión que nos mueva a la acción. Así, la cultura se puede representar por una elipse cuyos dos focos son el “ethos” cultural y su respectivo “pathos”.

C. ACERCA DEL DIAGNÓSTICO DE LA CULTURA ACTUAL