Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo - Celia Amorós - E-Book

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo E-Book

Celia Amorós

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Beschreibung

En este primer volumen se presenta la trayectoria que lleva de los «memoriales de agravios», que recogen las quejas de las mujeres contra los abusos del poder patriarcal, a la formulación de «las vindicaciones». Estas últimas dan su expresión a la crisis de legitimidad de este poder, como se pondrá de manifiesto desde las luchas por el acceso a la ciudadanía de las mujeres en la Revolución Francesa, hasta el movimiento sufragista. La obra de la filósofa existencialista Simone de Beauvoir, 'El segundo sexo', hará de bisagra entra la formulación de las preguntas últimas suscitadas por esta primera fase y la apertura de los nuevos ámbitos temáticos propios de la llamada «segunda ola» del feminismo.

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Colección: «Estudios sobre la mujer»

Cubierta: Malpaso Ediciones, S.L.U.

1a Edición en esta colección, enero 2020

 

© Las autoras, 2005, 2010, 2018

© Minerva Ediciones, S. L., Madrid, 2005, 2010, 2018

© Malpaso Holdings S.L., 2020C/ Diputació 327, principal 1.ª08009 Barcelonawww.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-16089-55-0

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos. por el respeto de los citados derechos.

Índice

INTRODUCCIÓN: TEORÍA FEMINISTA Y MOVIMIENTOS FEMINISTAS, Celia Amorós y Ana de Miguel Alvarez

1. FEMINISMO E ILUSTRACIÓN, Celia Amorós y Rosa Cobo

2. LA ILUSTRACIÓN DEFICIENTE. APROXIMACIÓN A LA POLÉMICA FEMINISTA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII, Oliva Blanco Corujo

3. EL FEMINISMO EN CLAVE UTILITARISTA ILUSTRADA: JOHN S. MILL Y HARRIET TAYLOR MILL, Ana de Miguel Álvarez

4. HUMANISMO ILUSTRADO-LIBERAL EN LA EMANCIPA CIóN DE LAS MUJERES Y SU ENGRANAJE MASÓNICO EN ESPAÑA, M.aJosé Lacalzada de Mateo

5. EL SUFRAGISMO, Alicia Miyares

6. LA ARTICULACIÓN DEL FEMINISMO Y EL SOCIALISMO:EL CONFLICTO CLASE-GÉNERO, Ana de Miguel Alvarez

7. EL FEMINISMO EXISTENCIALISTA DE SIMONE DE BEAUVOIR, Teresa López Pardina

Para Begoña San José, que siempresabe hacer de puente entre la teoríafeminista y la militancia política

Agradecimientos

En este libro cristaliza el esfuerzo colectivo del grupo que, desde el curso 1990-1991, sin solución de continuidad, viene impartiendo un curso de Historia de la Teoría Feminista, entre los muchos que organiza el Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid. Queremos agradecer el apoyo que ha recibido siempre por parte del Consejo así como de sus sucesivas Directoras: Concha Fagoaga, Cristina Segura, Ana Sabaté y Rosa García Rayego. Ha sido inestimable la colaboración, año tras año, de su Secretaria, la entrañable Juany Merino. Queremos asimismo de manera muy especial hacer constar que, sin la dedicación y la eficacia de Cristina Justo, la edición de este volumen no hubiera sido posible. Quisiera también hacer constar mi agradecimiento a Stella León por su valiosa colaboración.

CELIA AMORÓS y ANA DE MIGUEL

INTRODUCCIÓN

TEORÍA FEMINISTA Y MOVIMIENTOS FEMINISTAS

Celia Amorós y Ana de Miguel Álvarez

 

La teoría feminista sin los movimientos sociales feministas es vacía; los movimientos feministas sin teoría crítica feminista son ciegos.

1. EL FEMINISMO COMO TEORÍA CRÍTICA

Entendemos el feminismo como una teoría crítica y, en tanto que tal, se inserta en la tradición de las teorías críticas de la sociedad.

Seyla Benhabib, representante estadounidense de esta corriente, ha expresado de una manera pregnante y sintética cuáles son las premisas constitutivas de la teoría feminista:a) «El sistema de género-sexo es el modo esencial, que no contingente, en que la realidad social se organiza, se divide simbólicamente y se vive experimentalmente. Entiendo por sistema de “género-sexo” la constitución simbólica y la interpretación socio-histórica de las diferencias anatómicas entre los sexos. (…) El sistema de género-sexo es la red mediante la cual las sociedades y las culturas reproducen a los individuos incardinados». Hasta aquí, nuestra autora no hace sino expresar un juicio de hecho acerca del género como realidad social. Pero a renglón seguido añade: «Los sistemas de género-sexo históricamente conocidos han colaborado en la opresión y explotación de las mujeres». Ahora se emite un juicio de valor acerca de este aspecto genérico sistemático de la realidad social. De ello se deriva que: «La tarea de la teoría crítica feminista es desvelar este hecho, y desarrollar una teoría que sea emancipatoria y reflexiva, y que pueda ayudar a las mujeres en sus luchas para superar la opresión y la explotación (…) Puede contribuir en esta tarea de dos formas: a) desarrollando un análisis explicativo-diagnóstico de la opresión de las mujeres a través de la historia, la cultura y las sociedades y b) mediante una crítica anticipatoria utópica de las formas y valores de nuestra sociedad y cultura actuales, así como proyectar nuevos modos de relacionarnos entre nosotros y con la naturaleza en el futuro»1. Por mi parte, sólo añadiría a este lúcido e impecable planteamiento la observación de que el análisis explicativo-diagnóstico, en palabras de Benhabib, no es posible sin y es inseparable de lo que ella llama «la crítica anticipatorio-utópica». Pues la tematización del sistema de género-sexo como matriz que configura la identidad, así como la inserción en lo real de hombres y mujeres, es inseparable de su puesta en cuestión como sistema normativo: sus mecanismos, como los de todo sistema de dominación, solamente se hacen visibles a la mirada crítica extrañada; la mirada conforme y no distanciada los percibe como lo obvio… es decir, ni siquiera los percibe.

Así pues, la teoría feminista, en cuanto teoría, se relaciona con el sentido originario del vocablo teoría: hacer ver. Pero, en cuanto teoría crítica, su hacer ver es a la vez un irracionalizar, o, si se quiere, se trata de un hacer ver que está en función del irracionalizar mismo.

En este sentido, puede decirse que la teoría feminista constituye un paradigma, al menos en el sentido laxo de marco interpretativo que determina la visibilidad y la constitución en hechos relevantes de fenómenos y aconteceres que no son pertinentes ni significativos desde otras orientaciones de la atención. Ahora bien, la teoría crítica feminista es militante, y en ese sentido no puede decirse que se le adecuen las connotaciones relativistas que la noción de paradigma —en el sentido en que lo utiliza Kuhn— lleva consigo: la teoría feminista, precisamente, es crítica con esas orientaciones de la atención desde las que no se perciben los hechos que son objeto de su teoría, trata de poner en evidencia sus sesgos en cuanto sesgos no legítimos que obvian o distorsionan lo concerniente a la mitad de la especie con la pretensión, además —como ocurre en el discurso filosófico tradicional— de autoinstituirse en expresión histórica de su «autoconciencia»2. En este sentido, la teoría feminista no es un paradigma más al lado de otros, sino que se constituye en el Pepito Grillo de los demás paradigmas en cuanto sexistas o patriarcales; así, no puede renunciar a ciertas pretensiones normativas, que debe validar a su vez. Y para tal validación invoca el punto de vista de la universalidad, nervio de todo feminismo reivindicativo desde sus orígenes.

¿Cómo se debería entender aquí el punto de vista de «la universalidad»? No, obviamente, en el sentido de que alguien tuviera el privilegio de detentarlo en exclusiva. Ni tampoco en el de que este punto de vista estuviera ya dado de una vez para siempre, pues en tal caso no sería un punto de vista y la expresión sería contradictoria. La universalidad siempre es asintótica, marca una dirección, un horizonte regulativo, una tarea siempre abierta. Ni tiene por qué implicar el que se llegue a determinados consensos. Significa, más bien, como lo tratamos en nuestro capítulo sobre feminismo y multiculturalismo, la asunción, en el sentido en que la interpreta Albrecht Wellmer, de que, en un mundo como el nuestro en que los intercambios en todos los niveles se establecen a escala planetaria, nadie, en ningún país, cultura o civilización puede decir con honestidad «yo soy inocente». Inocencia significaría aquí pretender que las prácticas que se realizan en un marco cultural determinado agotan su significación al ser interpretadas con respecto a unos referentes de sentido cerrados en sí mismos e incuestionados. De hecho están y, de derecho, todos los referentes de sentido han de estar abiertos a la interpelación, a tener que dar razón de sus prácticas reflexionando sobre el sentido de sus propios referentes de sentido, sometiéndolos a la contrastación. Cualquiera tiene derecho a interpelar las prácticas que se lleven a cabo en contextos culturales distintos: nadie tiene el privilegio de sustraerse a la interpelación. Así se genera y se constituye una «cultura de razones» en la que el feminismo se inscribe. No vale pues, por ejemplo, decir que imponer el velo a las mujeres musulmanas es un asunto interno de un país controlado por los integristas islámicos, ni que el producir pornografía no pueda ser juzgado sino desde los parámetros de una sociedad capitalista liberal que produce la circulación del sexo como mercancía. Todo, y para nosotras en especial lo que concierne a los derechos de las mujeres, está abierto a debate público e internacional, contra lo que los fundamentalismos de todo cuño pretenden amparándose en el relativismo cultural, tal como pudo verse en la Conferencia de Beijing.

Por ello, la mirada feminista se configura desde un proyecto emancipatorio que se sitúa en los parámetros de la tradición ilustrada —al tiempo que es implacablemente crítico con los lastres patriarcales de esta tradición, tanto más cuanto que son incoherentes con sus propios presupuestos—. Se vertebra de este modo en torno a las ideas de autonomía, igualdad y solidaridad. Esta última asumirá formas distintas de la fraternidad entendida como la fratría de los varones. Se instrumentará, en consecuencia, como práctica a través de «pactos entre mujeres» como vía de acceso a la igualdad con el status del género masculino3.

El feminismo inventa y acuña, pues, desde su paradigma, nuevas categorías interpretativas en un ejercicio de dar nombres a aquellas cosas que se ha tendido a invisibilizar (por ejemplo, «acoso sexual en el trabajo», «violación marital», «feminización de la pobreza»). Y ello tiene su correlato, en el plano de la crítica teórica, en conceptos nuevos como los introducidos, por ejemplo, en la filosofía política por Carol Pateman: en su obra The sexual contract4 (1988) esta teórica feminista critica el perfil de género de las teorías del contrato social, presentando este último como un pacto patriarcal por el que los varones generan vida política a la vez que pactan los términos de su control sobre las mujeres. La historia de este «contrato sexual» sería elidida siempre en las exposiciones al uso de estas teorías5. En el mismo sentido, la hermenéutica feminista alemana contemporánea6 hace una relectura de Kant en la que se ponen de manifiesto las «fisuras» —en expresión de Ángeles Jiménez y Concha Roldán— en su concepción universalista del sujeto al excluir a las mujeres del ámbito de la autonomía moral y del derecho de ciudadanía7. Ahora bien: que no se nos diga que eran cosas «propias de su época», porque su contemporáneo y conciudadano Theodor G. Von Hippel escribía en el mismo momento su obra Sobre el mejoramiento civil de las mujeres8, testimoniando con ello la recepción en la Aufklärung de un debate sobre las mujeres que recorre la tópica ilustrada: arranca del preciosismo9, tiene uno de sus hitos más importantes en el cartesiano Poullain de la Barre (De l’Égalité des deux sexes10, 1673), se prolonga en la literatura feminista y de mujeres de la Revolución Francesa (Cahiers de Doléances, «Declaración de derechos de la Mujer y de la Ciudadana» de Olympe de Gouges11) y en Inglaterra encuentra su mayor exponente en el vibrante alegato de Mary Wolstonecraft, Vindicación de los derechos de la mujer12 (1792), donde polemiza con Rousseau —maestro de Kant en este punto— acerca de la educación de las mujeres.

Por seguir con nuestros ejemplos de lo que hace el feminismo como teoría crítica, podríamos referirnos a la lectura en clave política del discurso de la misoginia romántica, como discurso reactivo con respecto a las vindicaciones ilustradas de las mujeres. Este discurso, en efecto, para frenar nuestra incorporación a las nacientes democracias, elabora una serie de conceptualizaciones en las que la diferencia de los sexos se ontologiza hasta la exasperación (Schopenhauer, el propio Hegel, Kierkegaard y, aunque su posición es más compleja, el propio Nietzsche serían en este sentido misóginos románticos, por ceñirnos aquí a los filósofos considerados de primera línea13). En este sentido, una aportación interesante al estudio de la democracia desde el punto de vista de la preocupación por la diferencia de los sexos se encuentra en la obra de Geneviève Fraisse, Muse de la raison14. Espero que, a lo largo de este libro, se encuentren los suficientes botones de muestra para ilustrar la constitución del feminismo en referente necesario si no se quiere tener una visión distorsionada del mundo ni una autoconciencia sesgada de nuestra especie.

La teórica feminista Nancy Fraser ha formulado con agudeza las exigencias que se le plantean a una teoría que pretenda ser realmente crítica desde el punto de vista de los intereses emancipatorios del feminismo. Le cedemos la palabra:

Nadie ha mejorado nunca la definición de Teoría Crítica que diera Marx en 1884: «la autoclarificación de las luchas y anhelos de la época» (Carta a Ruge, sep. 1843). Lo que tan atractivo resulta en esta definición es su carácter francamente político. (…) Una teoría crítica de la sociedad articula su programa de investigación y su entramado conceptual con la vista puesta en las intenciones y actividades de aquellos movimientos sociales de la oposición con los que mantiene una identificación partidaria aunque no acrítica. Las preguntas que se haga y los modelos que designe estarán informados por esa identificación y ese interés. Así, por ejemplo, si las luchas contra la subordinación de las mujeres figuran entre las más significativas de una época dada, entonces una teoría crítica de la sociedad de ese período tendería, entre otras cosas, a arrojar luz sobre el carácter y las bases de esa subordinación. Emplearía categorías y modelos explicativos que revelaran en lugar de ocultar las relaciones de dominancia masculina y subordinación femenina. Y desvelaría el carácter ideológico de los enfoques rivales que ofuscaran o racionalizaran esas relaciones… por tanto, uno de los criterios de valoración de una teoría crítica (…) sería: ¿con qué idoneidad teoriza la situación y las perspectivas del movimiento feminista? ¿En qué medida sirve para la autoclarificación de las luchas y anhelos de las mujeres contemporáneas15?

La pregnancia del texto de Fraser que hemos citado nos remite a detenernos algo más en la relación del feminismo con la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. El concepto de crítica en Kant, tal como ha sido recogido y profundizado por Habermas en Conocimiento e interés, vincula la existencia de un interés práctico de la razón con la capacidad de la propia razón de transcenderse a sí misma en la autorreflexión, que cobraría por ello mismo un sentido emancipatorio. La razón va más allá de sí misma en su propia autocrítica, en la conciencia de sus límites y de su propia posición porque es razón práctica, conatus de autonomía y voluntad de autonormarse, en suma, libertad16. Sólo esta concepción de la reflexión, que implica como tal el interés práctico de la razón, hace posible que se vincule, como lo ha señalado Neus Campillo, crítica con libertad. Es como si la razón quisiera saber más de ella misma —ser crítica— para ser más ella misma, para ser en mayor medida autónoma y estar emancipada en mayor grado: libertad. Ahora bien, en la Escuela de Frankfurt esta concepción kantiana de crítica se enlazará y desteñirá —y a la inversa— sobre la concepción marxista de crítica en el sentido que nos ha recordado Nancy Fraser. En este sentido, la crítica de la razón patriarcal se inscribiría en el proyecto kantiano de autocrítica de la razón —¿hasta qué punto es racional la razón patriarcal?— redefinido a través del concepto marxista de crítica. Y el enlace se establecerá en la articulación que se produce, desde el cartesianismo, entre la teoría de la racionalidad y la teoría de la modernidad, pues la modernidad puede asumirse en una medida significativa como un proceso de racionalización en el sentido de Max Weber, de desencantamiento del mundo y constitución de esferas autónomas reguladas por una legalidad inmanente.

Pues bien, al estar la razón socialmente incardinada en sentido weberiano, como dice Campillo: «El tema de la razón se convierte en la modernidad en el tema de la sociedad misma». Por ello «que una teoría de la racionalidad se coimplique con una teoría de la modernidad significa que la crítica incluye al mismo tiempo una teoría de la razón y de la sociedad». La crítica de la reificación social se doblará así de una crítica del pensamiento reificado —razón instrumental, pensamiento identificante en el sentido de Adorno—. La íntima conexión de crítica con libertad que se establece de este modo nos devuelve al punto de partida de esta presentación del feminismo como crítica: la mirada feminista, que sólo ve en tanto que se extraña, no debe el extrañamiento que le hace ver —y constituirse por ello en mirada crítica— sino a esa «impaciencia por la libertad» que llevaba a Foucault, tan lejano en otros aspectos a la tradición de la teoría crítica, a armarse de paciencia para poder pensar críticamente, desde las fronteras, la ontología de nosotros mismos, los límites que nos constituyen. Entre los cuales, los que ha troquelado en nosotros el sistema de género-sexo no son precisamente los más inocentes —por más que Foucault no fuera demasiado sensible a ellos— en orden a vivir como iguales en tanto que libres.

¿Cuántos nombres ha inventado el feminismo en su ejercicio de crítica de la sociedad sexista? Françoise Collin pidió que a la violación masiva de mujeres en Bosnia se la llamara «atentado político»; nosotras pretendimos que las víctimas mujeres que han muerto asesinadas por sus compañeros, maridos, amantes o ex se categorizaran como «víctimas del sexismo». Son más que las víctimas del terrorismo de ETA. Sin embargo, como hemos tratado de ponerlo de manifiesto, éso no se vio hasta hace poco como un fenómeno estructural, sino como una serie de incidentes dispersos: se habla todavía de ellos como de «crimen pasional» o de «acoso sexual», a veces indistintamente, como si fueran categorías que pudieran estar en un mismo nivel. «Acoso sexual en el trabajo» denominamos a lo que se llamaba «inocente pellizquito en el culo de la secretaria» o, simplemente, insistencia, quizá más allá de lo pertinente, por parte de quien tiene la disculpa cuasi ontológica de ser, simplemente, ligón, cosa por lo demás socialmente prestigiosa: su sexualidad es como un torrente y, claro, ya se sabe que los torrentes se desbordan. Estas anécdotas no se sumaban porque eran anécdotas; o, más bien al contrario, eran tratadas como anécdotas porque no se sumaban ni se consideraba procedente el hacerlo porque no se veían como magnitudes homogéneas (no pueden sumarse, evidentemente, peras con melones ni con manzanas). No podían percibirse tampoco como magnitudes homogéneas porque no se disponía para estos fenómenos de categorías y, como lo decía Kant, «intuiciones sin concepto son ciegas». Lo dado a la intuición empírica sin categorizar se trivializa, como insignificante y nimio por su propia dispersión, a falta de las reglas de síntesis que los conceptos adecuados proporcionan. Si se quema la choza de unos gitanos tenemos disponible la regla de síntesis para subsumir este fenómeno, y lo llamaremos entonces «crimen racista»; sin embargo, no tenemos aún la categoría de «crimen sexista». Sabemos hace mucho tiempo que las tablas de las categorías no son intemporales ni dependen de a prioris formales de la constitución del entendimiento. La experiencia se constituye y se elabora como un texto en el ámbito de lo que, en su sentido laxo, se ha dado en llamar un paradigma: «marco interpretativo que determina la visibilidad y la constitución en hechos relevantes de fenómenos y aconteceres que no son pertinentes ni significativos desde otras orientaciones de la atención», tal como lo hemos caracterizado. Por supuesto que estos marcos interpretativos, que determinan el horizonte de visibilidad, tienen mucho que ver con lo que Habermas ha llamado «los intereses emancipatorios del conocimiento», así como con la posibilidad misma de hacer «teoría» en sentido griego, es decir, «hacer ver». Ahora bien, insistimos en que, en cuanto teoría crítica, el «hacer ver» de la teoría feminista está en función de un irracionalizar que por su propio mecanismo generaliza y, en su generalizar mismo, vuelve perceptible qua tale un sistema de dominación. Si falta este momento, justamente el de la irracionalización, ni funciona el mecanismo de generalización ni se pone en marcha el de la categorización. La mirada no irracionalizadora no atraviesa el umbral que pasa de la anécdota a la categoría porque no subsume bajo conceptos (ni, por tanto, elabora en esta operación misma) aquéllo que, solamente cuando es puesto en solfa por obra de la irracionalización, o de la inmoralización, si se quiere, se convierte en un conjunto de magnitudes homogéneas. Sólo la irracionalización activa aquí lo que podríamos llamar «la imaginación feminista» en el sentido kantiano de facultad ejecutora, la que lleva a cabo e instrumenta, bajo la regla de síntesis que le da el concepto del entendimiento, la referencia de la multiplicidad del material sensible a las diversas «formalidades de la unidad sintética de la apercepción», es decir, a las categorías. Así, para la teoría feminista, la razón por la que la secretaria recibe el azotito cariñoso de su jefe no es la deseable e inevitable atracción entre los sexos sin la cual, como nos advierten tantos, se deserotizaría el mundo y ello sería una malísima cosa, sino que es la misma razón por la que la secretaria le prepara a su jefe el café y, en último término, por la que es secretaria en la segregación del empleo por sexos, etc. Etcétera sólo evidente, por supuesto, a la luz de los conceptos de la teoría. Pateman lo explicaría por el paradójico contrato sexual que, en el mundo del contrato, sigue definiendo a las mujeres como un status, mejor dicho, como un infraestatus.

En este sentido, el feminismo como teoría crítica tiene también una peculiaridad: no sabe conceptualizar sin politizar. Así les ocurría a las mujeres de la Revolución Francesa cuando eran heterodesignadas como el «bello sexo» por los revolucionarios. Ellas, en cambio, pasaban a la propia autodesignación como «Tercer Estado dentro del Tercer Estado»; acuñaban entonces conceptos políticos nuevos resignificando los epítetos denostativos que utilizaban los revolucionarios contra el Antiguo Régimen, para poner así de manifiesto su incoherencia. De este modo, al autoconceptualizarse, no podían dejar de hacerlo en un lenguaje político. Así, nosotras no sabemos conceptualizar sin politizar. Al sumar como magnitudes homogéneas fenómenos que desde otros puntos de vista (por llamarlos así) no tienen entre sí ninguna relación significativa, la categorización feminista los promociona, desde el ámbito de lo privado al que se los suele adscribir cuando se los trata como fenómenos inconexos y psicológicos (rasgos de carácter de un jefe bonachón, aunque un poco «salido»; inclinaciones serviciales de la personalidad de la secretaria, etc.) al espacio de lo público, donde se los tratará como un problema social. Entonces serán debatidos, abiertos al debate público. Sirva este excursus sobre el ejercicio de dar nombres como homenaje a la teórica del feminismo liberal que supo dar nombre, «la mística de la feminidad», al «problema que no tiene nombre17». Hay que recordar, además, algo que es importante desde el punto de vista filosófico: en la obra de Friedan encontramos interesantes críticas de alcance epistemológico a las ciencias sociales, cuyos discursos de divulgación en la literatura médica, psiquiátrica y pediátrica, así como en los libros de conducta para mujeres18 colaboraron en no poca medida con otros «dispositivos», en sentido foucaultiano, a generar la psicología de la «mística de la feminidad».

2. «LO QUE NO ES TRADICIÓN ES PLAGIO»

La teoría feminista tiene una tradición de tres siglos. Es muy importante demostrar este extremo, pues nos encontramos en una situación en la cual, de forma recurrente, se pretende partir de cero y reconstruir por completo el universo del discurso. Así, por ejemplo, hay quienes afirman que el pensamiento feminista comienza con la postmodernidad; para otros, está en función de un movimiento social nuevo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial, e incluso hay quien sostiene que su primera emergencia significativa se produce en el marco de la globalización contemporánea y las nuevas tecnologías. Hay autoras y autores que lo refieren unilateralmente a una peculiar lectura del psicoanálisis o a la tradición marxista. En este sentido, es especialmente ilustrativa la forma como recientemente se ha querido derivar el feminismo del multiculturalismo, a despecho de que el acomodo discursivo del mismo en este marco de pensamiento resulta un tanto forzado. El multiculturalismo aplica aquí sus inercias conceptuales y nos sitúa a las mujeres en tanto que tales en la retahíla de todos aquellos grupos que considera sujetos de las «políticas de la identidad» y del reconocimiento: chicanos, afroamericanos, gays y lesbianas, minusválidos… y mujeres. En la medida en que aquí prevalece el modelo de la etnia, quedamos subsumidas bajo esta caracterización, con el resultado de presentarnos como una cultura idiosincrática específica, entre otras. Es obvio que esta conceptualización de las mujeres plantea importantes problemas. Habrá, por tanto, que invertir los términos y pensar el multiculturalismo desde el feminismo —que tiene una tradición de tres siglos y sus propias exigencias teóricas y prácticas desarrolladas al hilo de este proceso— en lugar de derivarlo del multiculturalismo parvenu, con las inevitables disfunciones conceptuales y políticas que ello conlleva.

Nunca insistiremos lo bastante: el feminismo tiene sus referentes teóricos propios que se remontan a la Ilustración y son claramente identificables. El movimiento sufragista que, sin olvidar la lucha de las mujeres por la ciudadanía en la Revolución Francesa, constituye la primera plasmación de los planteamientos feministas en una lucha histórica de carácter emancipatorio, se mueve en el marco teórico de la herencia ilustrada. La llamada «Segunda Ola» del feminismo —que es, en realidad, la tercera si hacemos justicia a las movilizaciones históricas de la Revolución Francesa— tomó en buena medida como su referente teórico la obra emblemática de Simone de Beauvoir, El segundo sexo. El ensayo de nuestra filósofa feminista existencialista, escrito en 1949, tiene un vector prospectivo y otro retrospectivo. Por una parte, al margen de la conciencia de ello que tuviera Simone de Beauvoir, la escritura de este Opus magnum de la teoría feminista tuvo sus condiciones de posibilidad en una tradición que tenía su propia consistencia. No es de extrañar que Beauvoir cite a François Poullain de la Barre en el comienzo de El segundo sexo, así como que se refiera a Olympe de Gouges, a John Stuart Mill y al propio movimiento sufragista. El tratamiento que le da a esta lucha histórica de las mujeres dista, desde luego, desde nuestra perspectiva actual, de ser el adecuado. Aquí tendríamos que hacer la precisión de que el movimiento sufragista fue un fenómeno propio de los países protestantes y no de los católicos. Beauvoir no lo apreció sin duda en toda su relevancia. Pero, si los presupuestos de esa lucha vindicativa no hubieran estado en el horizonte intelectual de su época, su intento de fundamentación teórico-filosófica del sentido de la liberación de las mujeres no hubiera sido posible. Como lo hemos escrito en otra parte19, Beauvoir zanja una polémica que se planteó en la Ilustración y la Revolución Francesa. ¿Debían las mujeres, en el marco de la irracionalización de cualesquiera características adscriptivas para acceder al estatuto de la ciudadanía, ser homologadas al Tercer Estado? ¿O bien, por el contrario, su particular naturaleza biológica no podría ser homologada a otras características adscriptivas, derivadas del nacimiento? En este segundo supuesto, habrían de ser excluidas de la ciudadanía. Sin esta polémica como trasfondo de su reflexión, Beauvoir, con su contundente declaración de que «la mujer no nace, se hace», no hubiera podido zanjar, desde un plano ontológico radical, la polémica que había dividido a la Ilustración en su vertiente misógina y su deriva pro-feminista. Continúa así la línea de Mary Wollstonecraft quien, en polémica con Rousseau, puso de manifiesto con total lucidez y exhaustividad el carácter artificial de «lo femenino». La feminidad normativa se mostraba así como una construcción social.

La autora de El segundo sexo es, desde esta perspectiva, la bisagra entre el feminismo ilustrado y el neofeminismo de los 70: por una parte, tal como lo acabamos de exponer, desde el punto de vista retrospectivo dota de una fundamentación filosófica elaborada y consistente a las posiciones partidarias de la emancipación femenina dentro de los parámetros ilustrados —derecho a la educación igualitaria, ciudadanía, igualdad de oportunidades de realización existencial…—. Por otra, su deconstrucción de los mitos sobre la feminidad, que se contrastan con la descripción de la experiencia vivida de las mujeres, captada con una inusual agudeza en todos sus aspectos, anticipa en parte lo que serán los temas propios de la Segunda Ola de los 70. La problemática de la sexualidad femenina, el derecho a ser individuo más allá de lo que Amelia Valcárcel ha llamado «las figuras de la heteronomía», o la discusión con el psicoanálisis y el materialismo histórico abren el ámbito de problemas con que se debatirá el neofeminismo de los 70: es ésta la dimensión prospectiva de la obra de la autora de El segundo sexo. Por lo demás, ella misma tuvo ocasión de participar en la Segunda Ola del movimiento, que encontraba en su propia obra uno de sus inputs movilizadores más significativos.

Resumiendo, lo que no es tradición es plagio. El feminismo debería tenerlo muy en cuenta para no descubrir Mediterráneos en algunos casos, ni situar su problemática en espacios discursivos que le son un tanto oblicuos, como lo hemos podido ver en el ejemplo del multiculturalismo. Es importante, pues, reconstruir dónde el feminismo ha germinado históricamente, por qué y bajo qué forma. Así, expondremos primero lo que vamos a llamar el camino desde el «memorial de agravios» hasta las vindicaciones. Como lo dijo Stuart Mill, las quejas por los abusos de un determinado poder por parte de quienes son oprimidos por él aparecen históricamente de forma recurrente antes de que se plantee como problema la deslegitimación de las bases mismas de ese poder20. El feminismo no va a ser una excepción. Las quejas por los abusos del poder patriarcal constituyen un género literario que tiene una tradición, cuya ilustración más pregnante la podemos encontrar en la obra de Christine de Pizan, La cité des dames. Resulta clarificador comparar sus planteamientos, que se mueven bajo los supuestos de una lógica estamental aún no puesta en cuestión, con la articulación de vindicaciones propiamente dichas, que no se producirá hasta la Ilustración en sus formas más precoces. El feminismo va unido así a la lógica generalizadora de la democracia. Por ello, hasta que no se establece una plataforma de abstracciones virtualmente universalizadoras —sujeto del conocimiento, sujeto moral autónomo, individuo, ciudadano—, no se hace posible irracionalizar la exclusión de las mujeres en diversos ámbitos de lo público y del poder. Como lo afirma Lidia Cirillo21, no puede hablarse de discriminaciones entre un brahman y un paria, si bien la lógica de la igualdad se nos ha vuelto, aunque no siempre de forma consciente, tan obvia que esta afirmación puede no parecer algo inmediatamente intuitivo. En efecto, discriminación implica parámetros conmensurables y homologables entre los individuos, de tal modo que la exclusión de un grupo de éstos aparezca como arbitraria y pueda ser por tanto irracionalizada: es, en este sentido, en el que hablamos propiamente de discriminación. En la medida en que entre un brahman y un paria existe una jerarquía simbólica vertical, no cabe referirse con propiedad a una discriminación entre ellos: no se dan las bases para que se pueda hablar de una exclusión ilegítima.

3. LA LABOR DE PENÉLOPE Y SÍSIFO EN LA TEORÍA FEMINISTA. POR UNA DESPENELOPIZACIÓN DE LA HISTORIA DE LA TEORÍA FEMINISTA

La teoría feminista que se elabora sin tener en cuenta su tradición corre el riesgo de reproducir en el pensamiento mismo acerca de la emancipación de las mujeres la manera como la simbólica patriarcal ha representado la tarea femenina: un permanente hacer y deshacer, cuyos referentes emblemáticos serían el mito de Sísifo y el constante tejer y destejer de Penélope. Ello no significa que no haya que hacer una crítica permanente de las limitaciones o posibles inadecuaciones de la producción histórica feminista: la historia de la teoría feminista es la historia de sus debates, como ocurre en toda tradición viva. A lo largo de tres siglos, tanto las condiciones históricas de la liberación de las mujeres como los paradigmas teóricos que se les ofrecían para tematizar su problemática —con mayor o menor adecuación y mayores o menores tensiones conceptuales— necesariamente han experimentado grandes cambios y, como no podía ser de otro modo, se han reflejado tanto en la teoría como en la práctica del feminismo.

Por otra parte, no ignoramos que todo lo que pretende ser una reconstrucción de la tradición es en buena medida lo que los sociólogos políticos han llamado «invención de la tradición». Ciertamente es así, como lo es que la historia se constituye en interpretación retrospectiva de nuestra propia problemática. Pero también lo es sin duda que hay invenciones reconstructivas más o menos verosímiles, así como interpretaciones más documentadas, contrastadas y completas que otras: dan cuenta con mayor plausibilidad del sentido de los textos así como abarcan un arco más amplio de producciones teóricas, contextualizadas siempre en el marco de las luchas históricas. Lo que aquí nos proponemos es, pues, despenelopizar, sit venia verbo, la historia de la teoría feminista.

El fenómeno, recurrente en la historia de la teoría feminista, de reinventar el universo del discurso como si se partiera de cero encuentra una significativa ejemplificación en el hecho de que algunas autoras postmodernas se presenten como las descubridoras de que el género intersecta con otras variables tales como la raza o la clase. Parece como si aquí se hubiera producido un ataque de amnesia: se olvida, por lo pronto, que el movimiento sufragista arrancó del abolicionismo22. Fue precisamente en la lucha por los derechos de emancipación de los esclavos donde las sufragistas experimentaron —entre otros inputs, sin duda— las limitaciones de sus derechos para tener peso en una causa que, in recto, no era la suya. La polémica relaciones de clase-relaciones de género: sus articulaciones y sus tensiones, su jerarquía y sus especificidades respectivas han hecho correr ríos de tinta a una tradición que tiene ya sus raíces en el socialismo utópico23, así como en la corriente feminista que se genera en el ámbito del marxismo, constreñida por la prioridad teórica y pragmática de la lucha de clases. Tampoco se tiene en cuenta que el feminismo radical de los 70 surgió a partir de las recurrentes decepciones que sufrieron militantes tanto de la New Left como del Movimiento pro-derechos civiles de los afroamericanos, donde las mujeres experimentaron que estaban siempre en la cola de las prioridades patriarcales y sus temas nunca llegaron a entrar en la agenda. El feminismo radical, tal como se desarrolla desde nuestro punto de vista, es el correlato teórico de la concepción del feminismo como práctica política no subsidiaria. Dicho de otro modo, las mujeres se vieron obligadas a organizarse de forma autónoma y a justificar teóricamente esa forma de organización buscando una sustantividad y una especificidad conceptual para la opresión de las mujeres, en tanto que mujeres, que no se planteara en términos de «la contradicción secundaria» dentro de «la contradicción principal». Fue muy difícil el camino para legitimar la agenda feminista per se y no por sus virtualidades en tanto que lucha anticapitalista. Quienes afirman que el feminismo tradicional olvidó la raza olvidan, a su vez, por su parte que clásicas de los 70 como Shulamith Firestone produjeron elaborados y penetrantes análisis de las interrelaciones entre el sexismo y el racismo. El feminismo cultural, que es quizá la corriente menos sensible a estas interconexiones, ha de ser asumido como un fenómeno reactivo ante las dificultades de darle a la lucha feminista una identidad y una legitimidad sin justificaciones adjetivas, y esta dinámica, entre otras cosas, llevó a sus teóricas a considerar el feminismo como contracultura. Así pues, elaborar tanto teórica como prácticamente la irreductibilidad de lo que se dará en llamar «el género» al lado de otras determinaciones fue una dura conquista histórica.

Con ello no queremos decir que las postmodernas no tengan razón al incorporar las voces de diferentes grupos de mujeres en función de su intersección con otras variables, lo cual es absolutamente pertinente. Pero cuando se le da la espalda a las clásicas de nuestra tradición, se comete la injusticia de una falta de reconocimiento a esfuerzos teóricos que han hecho posible la autonomía del feminismo y se cae en lo que venimos criticando: la reinvención desde cero del universo del discurso, que lleva en el mejor de los casos al descubrimiento de Mediterráneos. Si desde el punto de vista teórico esta actitud tiene consecuencias indeseables, no ayuda tampoco a la eficacia de la práctica política feminista. El tener como referente una tradición, por supuesto compleja y no monolítica, pero en la que se pueden identificar algunos hilos conductores, es un instrumento inapreciable de empowerment para las luchas políticas de las mujeres.

Por otro lado, la desatención a la tradición lleva a la constitución de una especie de reinos de Taifas que generan discursos feministas en marcos totalmente autorreferidos. En muchos casos, esta situación se solapa con producciones nacionales. Un ejemplo pregnante de este fenómeno lo encontramos en las teóricas italianas del «pensamiento de la diferencia sexual», concretamente en las de la Librería de Mujeres de Milán. Al proceder así, fragilizamos nuestra teoría y nuestra práctica feminista, convirtiéndola en una especie de muro de arena que hay que construir una y otra vez, perdiendo la pista de anteriores huellas. Por el contrario, como lo han señalado Ernst Bloch o Walter Benjamin, la memoria es de suyo emancipatoria. Los oprimidos no pueden desactivarla sin tirar piedras contra su propio tejado. Si queremos ser reconocidas en el mundo de la política, la historia y la cultura, debemos empezar por reconocernos a nosotras mismas, por autoinstituir nuestros propios referentes y reconstruir los elementos de continuidad de un camino zigzagueante y sinuoso, sin duda, como no podría ser de otro modo, dada la enorme complejidad del problema de la subordinación de las mujeres. Pero el diseño de este camino es susceptible de ser reconstruido, y es éso lo que tratamos de poner de manifiesto en este libro. Sólo sobre la base de este reconocimiento de la continuidad de nuestro esfuerzo teórico, aun siendo muy conscientes de que se sustenta sobre un hilo delgado, sí, a veces enmarañado, pero no inexistente, podremos presionar de forma más eficaz para obtener nuestra convalidación en la historia del pensamiento y en la historia tout court en la que ésta se inscribe.

Tras este inobviable excursus, tomemos de nuevo, pues, nuestro hilo conductor. Por supuesto, no es el único posible, pero ha sido sometido ya a un trabajo paciente de contrastación24 que legitima su pretensión de presentarse al menos como plausible. Nos hemos referido ya a la trayectoria del «memorial de agravios» hasta la formulación de las vindicaciones. Asumimos a Simone de Beauvoir como una bisagra entre el feminismo ilustrado y el sufragismo, por una parte, y el neofeminismo de los 70, por otra. Desde este punto de vista, de Beauvoir representa la radicalización y la fundamentación ontológica de las bases de la vindicación, como tuvimos ocasión de exponer. Ahora, de forma un tanto abrupta y sumaria, vamos a considerar que, con el neofeminismo de los 70, pasamos de la vindicación a la crítica del androcentrismo.

4. VINDICACIÓN Y CRÍTICA AL ANDROCENTRISMO

El debate en torno a la obra de Beauvoir, muy vivo en el neofeminismo de los 60, apuntó a un problema importante para la historia de la teoría y la práctica feministas. La autora de El segundo sexo fue acusada por considerar que la opresión de las mujeres remitía en última instancia a su relegación al ámbito de la inmanencia, a la mera repetición de la vida frente a la transcendencia que la instituía en valor. La transcendencia se encarna en la tarea prestigiosa por excelencia para los varones que es la guerra. Las teóricas críticas de Beauvoir consideraban que de este modo ella no hacía sino «dar la razón al vencedor»25 y convalidar sus valores. Estimaban como alternativa más adecuada asumir la excelencia de los valores de la inmanencia propios de las mujeres. Ahora bien: nosotras, por nuestra parte, estimamos que ésa sería otra forma, desde luego no preferible, de dar la razón al vencedor: sancionaríamos así la asignación del espacio al que los varones nos han adjudicado26.

¿Cómo salir de este dilema? En primer lugar, procede desarticular la ecuación transcendencia-valores guerreros como una impostación patriarcal. Se podría discutir acerca de si, en alguna fase de la historia de la humanidad, ha tenido algún sentido; en cualquier caso, hace mucho tiempo que ya no lo tiene en modo alguno. Propondríamos, entonces, depurar el lastre androcéntrico de la transcendencia y considerar, por ejemplo, que la maternidad elegida consciente y libremente como proyecto humano pertenece al ámbito de la misma a título no menos glorioso que las hazañas bélicas (¡) de nuestros autoinstituidos héroes.

Beauvoir supo ver con lucidez cómo lo masculino se había solapado sin más con lo genéricamente humano. Ante semejante usurpación, que tiene por resultado lo que Seyla Benhabib llamaría una «universalidad sustitutoria», a las mujeres no les cabe otra alternativa emancipatoria que la vindicación. Como lo veremos en el capítulo «De los memoriales de agravios a las vindicaciones», la existencia de formulaciones universalistas acerca de lo humano son condición sine qua non para que las vindicaciones feministas puedan ser articuladas. Dicho de otro modo, para pedir la inclusión en igualdad de condiciones con los varones en todos los ámbitos o espacios públicos, es necesario que éstos sean definidos en términos universalistas. De no ser así, se impone, con toda su pregnancia, la lógica de las ordenaciones simbólicas jerárquicas o dualistas, pues todo dualismo, como muy bien lo viera el antropólogo Louis Dumont27, remite a alguna representación jerarquizante. El feminismo emerge, pues, cuando la fuerza de las abstracciones universalizadoras ha podido erosionar la simbólica jerárquica asociada de mil maneras a lo largo de la historia a la diferencia de los sexos. Tal como hemos tenido ya ocasión de exponerlo, la discriminación implica la existencia de una plataforma consistente de abstracciones acerca de lo genéricamente humano. Aquí las mujeres no tenemos atajo posible, tal y como, tanto desde un punto de vista lógico como histórico, hemos podido constatar de manera recurrente. Si el ámbito de lo universal se caracteriza por la ciudadanía, nosotras pedimos ser ciudadanas también. Si se define como el espacio de los individuos iguales, nosotras debemos tener acceso al mismo en los mismos términos. Si una de las concreciones de la ciudadanía, la que no se puede obviar, es el derecho al voto, nosotras lo pediremos. Esta lógica animó a los movimientos feministas desde la Revolución Francesa hasta el movimiento sufragista. (Si nos queremos remontar a la igualdad como sujetos del conocimiento verdadero, del bon sens, tendremos que hacer la pertinente referencia histórica al discípulo de Descartes, François Poullain de la Barre, que instituyó a las mujeres en portadoras del mismo con las implicaciones que ello conllevaba.)

Ahora bien, tras la conquista del voto por parte de las mujeres, después de una lucha dura y compleja, tal como lo pone de manifiesto Alicia Miyares, se produjo un impasse, un bache histórico: los llamados «cincuenta años de vergüenza». La tercera oleada del feminismo, es decir, el neofeminismo de los 70, descubrió que no bastaba con ser integradas en el universo de las abstracciones que los varones habían definido. Me gusta caracterizar este descubrimiento, hablando muy grosso modo, como el paso de la fase del hambre a la fase del olfato. Podríamos sintetizarlo así: los grupos discriminados ansían ante todo eliminar su discriminación, integrarse en el ámbito de la universalidad en los términos en que ha sido definida, así como en sus correlatos prácticos, por quienes han podido hacerlo desde una posición de poder. Hay que reclamar la participación en este poder en igualdad de condiciones. Pero ocurre que los anteriormente excluidos/excluidas hacen, en una siguiente fase —pido perdón por el esquematismo, quizá excesivo— la experiencia de que en esas abstracciones universalizadoras hay algo de sospechoso. Su inclusión en el ámbito de las mismas requiere de unos forcejeos de tal magnitud que les llevan a la hermenéutica de la sospecha. Dicho de otro modo, descubren aquí que las abstracciones en cuestión se formulan como universales a la vez que se acomodan tan sólo a determinados grupos de individuos. Es entonces cuando estas mismas abstracciones resultan ser sospechosas. Parecen adecuarse demasiado bien al perfil de quienes las han formulado, y resistirse de forma significativa al acomodo en ellas de todos los grupos y de todos los individuos. Esta sospecha lleva en la dirección de descubrir que, dentro de la abstracción universalizadora, se oculta lo que llama Seyla Benhabib una «particularidad no examinada». Por decirlo en román paladino, son universales con «bicho dentro», hechos a la medida de estas particularidades que no se autocomprenden, sin embargo, como tales. Se produce así lo que he llamado en otra parte el «insidioso solapamiento de lo masculino con lo genéricamente humano28». Dicho de otro modo, si se ha producido tal usurpación, es verosímil que la propia definición de lo genéricamente humano se haya visto afectada en alguna medida de contaminación en la operación misma de perverso solapamiento. Así, las universalidades sustitutorias deben ser sometidas a una crítica rigurosa que lleve a la denuncia del carácter faccioso de la particularidad misma que ha querido identificarse con el universal. Pues bien, si al ciclo de la vindicación lo hemos llamado la «fase del hambre» de los oprimidos, a esta segunda fase, en que se pone de manifiesto el sesgo idiosincrático que se ha impostado en la universalidad y pretende monopolizarla, la llamamos la «fase del olfato». Los oprimidos se vuelven conscientes de que las prendas que les han sido robadas están impregnadas de un tufillo que delata la usurpación de que han sido objeto.

De forma muy abrupta y esquemática, recordemos aquí que el ciclo de la producción teórica feminista de la Ilustración y del sufragismo culmina en Beauvoir en la medida en que su reflexión radical pone de manifiesto de forma consciente que las bases mismas de la vindicación se encuentran en el solapamiento de lo masculino con lo genéricamente humano. Pero lo que Beauvoir no llegó a ver —si bien en algún momento lo vislumbró en cierta medida— es el lastre androcéntrico de la transcendencia. La crítica al androcentrismo es teóricamente complementaria del planteamiento mismo de la vindicación: cada una de ellas subraya un aspecto diferente de la impostación de la universalidad. Si ésta resulta ser restrictiva y produce discriminación, como las vindicaciones feministas lo han denunciado, es porque en la base misma de su formulación había un vicio de origen: la definición de una universalidad a la medida de una particularidad interesada. En nuestro caso, una particularidad tal se refiere al perfil mismo de la masculinidad, que reniega así fraudulentamente de su propia idiosincrasia. Pero es justamente esta idiosincrasia la que se pone nítidamente de manifiesto en la fase del olfato. Así, por volver a Simone de Beauvoir, debería haberle parecido sospechoso que aquéllo en que los varones hacían consistir la transcendencia y lo irreductiblemente humano fueran precisamente las actividades por las que ellos mismos se autoprestigiaban, como la guerra y la caza mayor. Para ello, Beauvoir habría tenido que distinguir entre la transcendencia como aquello que define lo genéricamente humano y su apropiación ilegítima por parte del varón como la auténtica instancia de encarnación de lo que separa la humanidad de la animalidad29. Pues muchas actividades femeninas, incluidas por supuesto el parto y la crianza, van más allá de la inmanencia cuando se identifican con un libre proyecto humano. Así, parece que tiene pleno sentido distinguir la transcendencia, susceptible de ser redefinida sin trampas, de forma universalmente incluyente, y su lastre androcéntrico.

5. LA TEORÍA FEMINISTA COMO CRÍTICA ANTIPATRIARCAL

El neofeminismo de los años 60 y 70, entre otras muchas cosas, llevó a cabo, dicho sea muy esquemáticamente, la crítica al androcentrismo. La nueva problemática de las mujeres, provenientes de medios de izquierda cargados de intereses de los varones y afectados de puntos ciegos en lo relativo a las vindicaciones de las féminas, lleva a éstas a una revisión radical de ciertas teorizaciones presuntamente universalistas. Los paradigmas más importantes con los que se habrá de contrastar la elaboración teórica de la experiencia propia de las mujeres, las grandes epistemes emancipatorias vigentes en el momento son el marxismo y el psicoanálisis, sobre todo una determinada interpretación del psicoanálisis, la propia del freudo-marxismo. Los feminismos radicales de este período amplían así el radio de la crítica feminista como crítica antipatriarcal, a la vez que se concretan como crítica cultural y como crítica política. Pues bien, la crítica del androcentrismo se articula precisamente en la medida en que se acuña y analiza el concepto de patriarcado. La maniobra de usurpación a la que nos hemos referido encuentra aquí su sujeto. Si existe una dominación masculina cuyos efectos son sistémicos, y no es otra cosa lo que llamamos patriarcado, la crítica antipatriarcal encontrará una de sus más relevantes concreciones en la crítica al androcentrismo. Las feministas saben así dónde deben apuntar para identificar la particularidad facciosa que usa fraudulentamente su poder: el concepto de patriarcado les da la clave. Es precisamente el descubrimiento de la existencia de esta realidad y la elaboración de este constructo discursivo la gran aportación de las radicales de los 70. De este modo, la identificación del patriarcado como realidad sistémica es lo que puede dar cuenta de la sistemáticamente fraudulenta usurpación de lo universal por parte de una particularidad, la constituida por el conjunto de quienes detentan el poder, muy precisamente. En esta línea, es particularmente relevante la obra de Kate Millet, Política sexual (1969), de la que brotará el lema «lo personal es político».

Vale la pena resaltar aquí la desnaturalización de la esfera de lo privado, reducto mantenido por la Ilustración como opaco a las Luces —así lo dice Cristina Molina—. Politizar este ámbito implicará abrirlo al debate público, considerar que puede ser modificado, consensuado entre iguales y no acríticamente aceptado cual enclave de naturalización en el mundo del contrato. Beauvoir ya dijo que la biología no es destino; Millet, al criticar las relaciones de poder existentes en el espacio en el que se desarrolla nuestra vida privada, y nuestra vida sexual en tanto que privada por excelencia, prosigue la labor de desmitificar lo presuntamente natural y biológico. De este modo, redefine y amplía de modo insólito lo que era la esfera de la política convencional, en un análisis del poder en las escalas «micro» con el que, desde otros intereses, vendrán a converger los análisis críticos foucaultianos de las «microfísicas del poder».

El feminismo como teoría crítica ha tenido relaciones más o menos felices o desdichadas con otras teorías críticas de signo emancipatorio. Nos hemos referido ya a sus relaciones con la Ilustración. Sus relaciones con el marxismo han sido complejas: por un lado, la teoría feminista se ha enriquecido al incorporar la perspectiva de clase así como muchos otros aspectos de la teoría de las ideologías, como lo pone de manifiesto Ana de Miguel en este libro; pero, por otro, las pretensiones del marxismo de ser el único paradigma totalizador han tenido a menudo por efecto hacer que el feminismo quedara absorbido en sus parámetros. Ello ha ocurrido, por ejemplo, cuando los marxistas han calificado el movimiento sufragista de «feminismo burgués», con la aquiescencia de muchas feministas, o cuando el conflicto entre los sexos, en los debates de la década de los 70, quedaba tipificado como «contradicción secundaria» en relación con la lucha de clases que sería «la principal», con la consiguiente jerarquización práctica de los objetivos que se derivaba de tal jerarquización teórica. En otros casos, esta colonización tuvo por efecto que se tradujeran las categorías feministas de análisis en los términos de las conceptualizaciones marxistas —tal sería el caso de la discutida teoría de «la mujer como clase social» de Christine Delphy, asumida y reelaborada en España por Lidia Falcón30—. Haciendo un balance, que algunas estimaron o estimarán un tanto sumario, la relación entre feminismo y marxismo fue «un desdichado matrimonio», y en torno a los avatares de tales desdichas y su dimensión se generó una viva polémica en su día. Es obvio que en la actualidad sólo podría replantearse el debate desde otra perspectiva y en otros términos, como lo hace, por ejemplo, Linda Nicholson31, valorando el marxismo desde las preguntas sustantivas que el feminismo le formula. Nuestra teórica feminista contemporánea se ha referido a la ambigüedad del concepto de producción en el discurso marxista, ya que lo usa, según los contextos, en el sentido preciso de producción económica y en el sentido amplio de producción de la vida y de las condiciones de la vida en general. Nicholson inscribe su crítica en la estela de Polanyi. Como es sabido, el autor de La gran transformación32 puso de manifiesto el carácter circunscrito a la era capitalista del concepto de producción económica como una esfera separada de las demás y dotada de sus propias leyes autónomas. En las sociedades etnológicas y en las históricas, hasta el advenimiento del capitalismo, tiene lugar lo que llama Polanyi el embeddedment de la actividad económica en el conjunto de las actividades humanas ordenadas a la reproducción de la vida social. Pues bien, nuestra teórica feminista asume las tesis de Polanyi en líneas generales, a la vez que pone de manifiesto la ausencia en ellas de un análisis de género, ya que el concepto marxista stricto sensu de producción excluye de un tratamiento teórico pertinente todo cuanto las mujeres hemos hecho a lo largo de la historia.

No es de extrañar, en estas condiciones, que el feminismo vinculado a la tradición socialista y marxista se haya visto abocado a alguna de las siguientes combinaciones teóricas posibles. Una de ellas va a consistir en aceptar el concepto marxista de producción como infraestructura de la sociedad que explota a las mujeres, teorizando el patriarcado que las oprime específicamente como una superestructura ideológica. A los planteamientos que, con sus diversas variantes, han seguido esta lógica, se los ha llamado «sistemas duales». Las teóricas de los sistemas duales han recibido significativas críticas por parte de feministas contemporáneas como Iris Young, quienes estiman que no basta con que el punto ciego del marxismo con respecto al género sea complementado con un análisis yuxtapuesto, sino que es sintomático de una insuficiencia generalizada del propio marxismo como teoría. Otra posibilidad teórica que se ha dado de hecho fue la de considerar la existencia de un «modo de producción doméstico» en el que las mujeres producirían plusvalía para sus maridos empleadores por medio de su trabajo doméstico. Podemos ver en este planteamiento un uso discutible del razonamiento por analogía que se remonta al propio Engels, tal como lo formulé en su día en Hacia una crítica de la razón patriarcal33.

Por mi parte, no comparto al cien por cien los planteamientos de las críticas de los sistemas duales. Estas críticas, de inspiración postmoderna, a la vez que resaltan con justeza los límites del marxismo, prescinden del concepto de patriarcado por considerarlo ahistórico e inadecuadamente totalizador. No voy a entrar aquí en un debate sumamente complejo. Me limitaré, pues, a poner de manifiesto mis afinidades con algunos aspectos del planteamiento de la teórica feminista Heidi Hartmann en su célebre artículo sobre el desdichado matrimonio del feminismo y el marxismo34. Nuestra autora entiende que el feminismo no puede ser tratado como un apéndice de la teorización marxista, como se ha venido haciendo al considerar su problemática como una contradicción secundaria en el seno del capitalismo, que determinaría la contradicción principal. El correlato político de este planteamiento teórico consistía en poner las reivindicaciones feministas siempre en la cola de la agenda revolucionaria, cuando no se daba por hecho que automáticamente se resolverían con la implantación del socialismo. Nos hemos referido ya a la necesidad de instrumentos analíticos específicos para identificar una dominación masculina cuyo funcionamiento y efectos son sistémicos: es a este fenómeno a lo que llamamos «patriarcado». La definición hartmanniana de patriarcado como conjunto de pactos —no estables— interclasistas entre los varones que, aun manteniendo entre ellos relaciones jerárquicas, les permiten en su conjunto dominar a las mujeres, no es para nada esencialista ni ahistórica: no considera el entramado de la dominación masculina como una unidad ontológica. Entendemos que nos da buenos rendimientos explicativos a la hora de enfrentarnos con fenómenos históricos como el salario familiar, «pacto patriarcal interclasista» en términos de nuestra autora, tal como Cristina Molina y yo misma exponemos con más detalle en este libro35.

Por otra parte, la pregunta de Nicholson: ¿hasta qué punto es idónea la conceptualización marxista para dar cuenta de lo que las mujeres hemos hecho y hacemos en la historia? nos permite valorar el trayecto que va de Firestone, tal como lo desarrollo en el capítulo que le dedico, a Nicholson: el feminismo ha pasado de tematizar su discurso tomando en préstamo herramientas conceptuales al freudomarxismo a autoinstituirse en referente para estimar la idoneidad de otras conceptualizaciones.

Por otra parte, el nuevo modelo de acumulación capitalista de la era global neoliberal, íntimamente relacionado con el nuevo «paradigma informacionalista», constituye un novum de tal calibre que no puede ser pensado sin más desde el marxismo. Deja ante todo obsoleta la idea de un sujeto revolucionario unitario y de vanguardia. La globalización es un fenómeno proteico y la oposición a sus efectos devastadores no genera nada parecido a un proletariado que sería, como lo dijo Lukács, la autoconciencia crítica de la sociedad capitalista. Los perdedores de la globalización lo son por distintas razones, están dispersos en diferentes frentes y sus alianzas no pueden ser pensadas en términos de conexiones esenciales. Se trata de sujetos emergentes, plurales, sujetos colectivos que, como lo afirma la bióloga feminista Donna Haraway, se relacionan entre sí por afinidad y no por identidad. En este nuevo contexto, podríamos intentar una aproximación metafórica a las funciones respectivas del patriarcado y el capitalismo en la era de la globalización afirmando que el capitalismo, en lo concerniente al flujo de la mano de obra, introduce en el bombo las bolas del sorteo, que representarían los puestos que en el mercado de trabajo va a «necesitar». Pero los resultados de esta rifa no son aleatorios según los sexos: el terreno está siempre patriarcalmente modulado y, de este modo, podríamos decir que el patriarcado distribuye los boletos36.

El feminismo persigue así los hilos rosa de la globalización para saber por dónde se pueden introducir, consciente y políticamente, los hilos violeta. Pero para ello no puede dejar de guiarse, como también lo afirma Donna Haraway, por el pespunte y los hilvanes de los hilos rojos y verdes. Los hilos rojos, por su parte, deberán resignarse a perder su protagonismo unilateral en el diseño del patchwork que representa la estrategia teórica y política de los sujetos emergentes en la era de la globalización.

6. ¿«PARTIR DE SÍ» VERSUS TRADICIÓN?

De nuestra interpretación de la teoría feminista como teoría crítica que se ha venido articulando a lo largo de una tradición no puede sino derivarse una actitud distante y escéptica hacia lo que se ha llamado el «pensamiento de la diferencia sexual». Una de sus representantes más ilustres, Luisa Muraro, de la Librería de Mujeres de Milán, ha afirmado que «hay que acabar con el mito de que el varón ha usurpado lo universal». No se puede expresar de forma más clara lo que constituye el socavamiento de las bases mismas de toda vindicación. Pues si no es cierto que el varón ha llevado a cabo esta usurpación, nada le podemos pedir que sea nuestro y él detente en exclusiva de una manera ilegítima. La vindicación no sería, pues, desde estos supuestos, sino la —absurda— pretensión de homologarnos a la identidad masculina. Sin duda, los varones ni con toda su mejor voluntad podrían acceder a esta pretensión. Volvemos así a la vieja canción de los misóginos, representada paradigmáticamente por el antisufragista militante Otto Weininger37, según la cual las feministas somos mujeres que quieren ser varones.

No es de extrañar, pues, que, en la misma línea discursiva, Muraro proponga a las mujeres que no nos impliquemos en los problemas que plantea la coherencia —o falta de coherencia— interna del paradigma de la modernidad. No tenemos por qué «comprometernos con su lógica interna». En efecto, para las pensadoras de la «diferencia sexual» el problema no está para nada en que las abstracciones ilustradas no hayan funcionado de una manera coherente (es decir, aplicando el mismo criterio para identificar lo que se retiene como pertinente y lo que se separa —abs-trahere o separar de— por su no relevancia a efectos de algo determinado y preciso). Hemos podido ver un ejemplo pregnante de lo que es presionar para que una abstracción funcione de manera coherente en el caso de la lucha de las mujeres por el acceso a la ciudadanía. Por el contrario, las «pensadoras de la diferencia sexual» nada quieren saber de si estas abstracciones son coherentes o no. La cuestión es muy otra: que no son en absoluto pertinentes. Hablar, así, de «lo genéricamente humano» no tendría, en rigor, sentido. Pues «la diferencia sexual» es ontologizada hasta el punto de que no podría haber mediación de ninguna clase entre esas modalidades irreductibles de ser humano que constituyen el ser varón y el ser mujer. Claro está que, si abstracciones como «ciudadano», «sujeto», «individuo», etc., no son pertinentes, la cuestión de la igualdad, concepto normativo abstracto que pone en juego parámetros conmensurables entre las diferencias mismas —en la medida en que conscientemente hace abstracción de ellas—, se confunde con la de la identidad38. Entramos entonces en el debate absurdo y errático de si las mujeres deseamos o no ser varones39