Teoría feminista 2: Del feminismo liberal a la posmodernidad - Celia Amorós - E-Book

Teoría feminista 2: Del feminismo liberal a la posmodernidad E-Book

Celia Amorós

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Beschreibung

Las movilizaciones feministas resurgen con vigor en las décadas de los 60 y los 70 del pasado siglo. Sus militantes proceden de la cantera de la New Left y del Movimiento pro derechos civiles de los afroamericanos, sin embargo, en su militancia en estos medios progresistas e igualitaristas, las mujeres hacen la experiencia del sexismo y plantean la necesidad de organizarse de forma autónoma. Correlativamente, en el plano teórico tratarán de independizarse de la absorción de sus problemas específicos en los parámetros conceptuales de los principales paradigmas vigentes –el marxismo y el psicoanálisis– y generarán de este modo –fundamentalmente lo hará el feminismo radical– teorías originales para dar cuenta de la opresión de las mujeres como tales.

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Colección: «Estudios de género»

Cubierta: Malpaso Ediciones, S.L.U.

 

Primera edición en esta colección

 

 

© Las autoras, 2005

© Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2018, 2020

© Malpaso Holdings, S.L.

    C/ Diputació 327, principal 1.a

    08009 Barcelona

    www.malpasoycia.com

 

ISBN: 978-84-16089-56-7

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Índice

1. EL FEMINISMO LIBERAL ESTADOUNIDENSE DE POSGUERRA: BETTY FRIEDAN Y LA REFUNDACIÓN DEL FEMINISMO LIBERAL, Ángeles J. Perona

2. LO PERSONAL ES POLÍTICO: EL SURGIMIENTO DEL FEMINISMO RADICAL, Alicia H. Puleo

3. «LA DIALÉCTICA DEL SEXO» DE SHULAMITH FIRES-TONE: MODULACIONES FEMINISTAS DEL FREUDO-MARXISMO, Celia Amorós

4. LA TEORÍA DE LAS MUJERES COMO CLASE SOCIAL: CHRIS-TINE DELPHY Y LIDIA FALCÓN, Asunción Oliva Portolés

5. EL FEMINISMO SOCIALISTA ESTADOUNIDENSE DESDE LA «NUEVA IZQUIERDA». LAS TEORÍAS DEL SISTEMA DUAL (CAPITALISMO + PATRIARCADO), Cristina Molina Petit

6. TEORÍA DEL FEMINISMO RADICAL: POLÍTICA DE LA EXPLOTACIÓN SEXUAL, Kathleen Barry

7. DEBATES EN TORNO AL FEMINISMO CULTURAL, Raquel Osborne

8. LA DIFERENCIA SEXUAL COMO DIFERENCIA ESENCIAL: SOBRE LUCE IRIGARAY, Luisa Posada Kubissa

9. EL PENSAMIENTO DE LA DIFERENCIA SEXUAL: EL FEMINISMO ITALIANO. LUISA MURARO Y «EL ORDEN SIMBÓLICO DE LA MADRE», Luisa Posada Kubissa

10. FEMINISMO Y POSMODERNIDAD: UNA DIFÍCIL ALIANZA, Seyla Benhabib

Para Begoña San José, que siempresabe hacer de puente entre la teoríafeminista y la militancia política

Agradecimientos

En este libro cristaliza el esfuerzo colectivo del grupo que, desde el curso 1990-1991, sin solución de continuidad, viene impartiendo un curso de Historia de la Teoría Feminista, entre los muchos que organiza el Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid. Queremos agradecer el apoyo que ha recibido siempre por parte del Consejo así como de sus sucesivas Directoras: Concha Fagoaga, Cristina Segura, Ana Sabaté y Rosa García Rayego. Ha sido inestimable la colaboración, año tras año, de su Secretaria, la entrañable Juany Merino. Queremos asimismo de manera muy especial hacer constar que, sin la dedicación y la eficacia de Cristina Justo, la edición de este volumen no hubiera sido posible. Quisiera también hacer constar mi agradecimiento a Stella León por su valiosa colaboración.

CELIA AMORÓS Y ANA DE MIGUEL

1

EL FEMINISMO LIBERALESTADOUNIDENSE DE POSGUERRA:BETTY FRIEDAN Y LA REFUNDACIÓNDEL FEMINISMO LIBERAL

Ángeles J. Perona

Betty Friedan es una figura central del nuevo feminismo norteamericano que surge a mediados del siglo XX, un feminismo que tiene la peculiaridad de ofrecer, al mismo tiempo, rendimientos prácticos y teóricos. Desde el punto de vista de la praxis, se articula como un movimiento organizado de mujeres, que lleva a cabo acciones concertadas con el objetivo de realizar determinados fines políticos previamente decididos; lo cual implica que la acción social de las mujeres participantes no es fruto de la mera espontaneidad, sino que obedece a pautas y procesos de reflexión previos. Por otro lado, este nuevo feminismo tan firmemente articulado cristalizó en una de las más antiguas organizaciones feministas: la NOW (Organización Nacional de Mujeres) que B. Friedan cofundó en 1966.

Friedan no es una filósofa, sin embargo, en su obra avanza problemas y se adentra por primera vez en campos de investigación que serán característicos de la filosofía feminista posterior. El alcance teórico de su obra se encuentra fundamentalmente en dos de sus libros, los cuales responden a dos situaciones distintas de las mujeres norteamericanas o, en muchos aspectos, de las mujeres occidentales. Se trata de La mística de la feminidad (1963) y La segunda fase (1981). También cabe destacar The Fountain of Age1 (publicado en 1993), donde aborda el «mito de la menopausia» en tanto que constituye la causa mayor de las crisis de autoestima sufridas por las mujeres afectadas. A lo largo del texto lo intenta desbaratar al presentarlo como fruto de una interpretación equivocada de un acontecimiento fisiológico que es presentado falsamente como índice de declive absoluto.

Pero, como decíamos, son las dos primeras obras las que encierran mayor novedad e interés teórico. La primera de ellas responde a la fase de postguerra que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Ya había habido antes mucho feminismo y ya se había conseguido uno de los derechos políticos fundamentales por el que luchó el feminismo anterior con el movimiento sufragista a la cabeza: el voto. Pero, tras el auge del sufragismo, el feminismo en EEUU sufrió un proceso de declive que se inició en los años 20 y continuó hasta las fechas en las que escribió Friedan; al mismo tiempo, en este mismo período histórico aparecieron, de la mano de las nuevas condiciones sociales e históricas, nuevos problemas en la vida de las mujeres. Todos esos problemas son remitidos por B. Friedan en su primer libro a uno: el problema de la identidad femenina, que nace de la preponderancia de un estereotipo de mujer que no satisface a las mujeres reales por mucho que lo intentan.

En cuanto al otro libro citado, La segunda fase, se puede decir a modo de presentación que responde a otros problemas nacidos de la misma teoría (y práctica) feminista elaborada anteriormente por la propia Friedan (entre otras teóricas). Su contexto histórico es el de la reacción política que caracteriza a los años de ascenso al poder del presidente conservador R. Reagan. A juicio de la autora, los problemas de las mujeres surgen ahora al constatar que, aunque ya pueden acceder a puestos de trabajo públicos, sin embargo ello no va acompañado ni de la igualdad en el ámbito público, ni de la igualdad en el privado (por emplear la división que la propia Friedan utiliza); el problema característico de esta etapa histórica es el de la doble jornada y la imagen de mujer que le corresponde: la superwoman.

En ambos casos se trata de libros muy influyentes y polémicos, libros todavía vigentes y de los que se sigue alimentando la reflexión feminista. A continuación vamos a adentrarnos en ellos con algo más de detalle no sin antes resaltar un par de datos importantes para una lectura fructífera de los escritos de Friedan. En primer lugar, esta autora tiene formación de psicóloga social y es esa la perspectiva que adopta en la elaboración de su teoría y en el enfoque de sus investigaciones (a este respecto el rasgo que más resalta es la profusión de datos que emplea). Su visión de las mujeres como seres psíquicos que configuran su identidad individual al hilo de sus relaciones sociales, resulta muy interesante para la filosofía. En segundo lugar, la obra global de B. Friedan constituye un ejemplo reconocido de feminismo liberal, entendiendo por tal aquél que pone el énfasis en la idea de que la subordinación de las mujeres hunde sus raíces en una serie de restricciones legales y consuetudinarias que impiden la entrada y/o el éxito de las mujeres en el espacio público. Ante ello defiende dos opciones distintas (según se trate del primer o del segundo libro) ambas de índole reformista.

En su momento Z. Einsenstein sostuvo2 que el feminismo liberal estaba condenado a un futuro radical, es decir, a abandonar los postulados liberales más duros por los del feminismo radical, de raigambre socialista; de lo contrario no alcanzaría sus objetivos. Como veremos a continuación el decurso del pensamiento de B. Friedan, representante por antonomasia del feminismo liberal, da la razón a Z. Einsenstein, pues transita desde un liberalismo escuetamente formalista a lo que ha venido en llamarse social-liberalismo.

I

En La mística de la feminidad, como he avanzado antes, analiza la situación de sometimiento y dominio que pesaba sobre las mujeres estadounidenses de la postguerra, y lo hace abordando esta problemática situación a través del aspecto psicológico-social de la cuestión de la identidad. En el contexto que ella analiza, mediante información obtenida a través de entrevistas personales, estudios sociológicos y psicológicos, las mujeres aparecen definidas y narradas única y exclusivamente como amas de casa: esposas y madres; a esto se reducen las fuentes de su identidad personal. Además, se consideran de suyo desinteresadas por todo lo que ocurre fuera de los muros del hogar, por todo lo que tiene que ver con «la cosa pública». Tal y como lo presenta Friedan, estas mujeres eran víctimas de lo que hoy llamaríamos una heterodesignación3, esto es, una designación de su identidad que las mujeres no se habían dado a sí mismas, sino que les venía ya elaborada e impuesta por otros. Sin embargo, tal heterodesignación era aceptada con gusto por la mayoría de las mujeres, cosa lógica puesto que aquéllas que realizaban otra opción, las mujeres de carrera (que estudiaban y ejercían una profesión), no eran consideradas por la sociedad auténticas mujeres, dado que no se ajustaban al estereotipo de lo que una mujer era y debía ser.

El conflicto, no obstante, nacía precisamente en las mujeres que aceptaban la herodesignación, pues se encontraban con que los papeles que se les habían asignado no colmaban sus energías, no desarrollaban sus potencialidades ni saciaban sus aspiraciones en tanto que individuos (pues ellas se veían como tales). Además, todo esto era reprimido por las propias mujeres. De aquí que desarrollaran problemas relacionados con la represión, con —valga la expresión— un no estar a gusto en la propia piel. Este es el conocido como «problema que no tiene nombre» (con palabras de Friedan), así llamado porque el gran número de las mujeres de esa época que lo padecían, aun sabiéndolo ahí, eran incapaces de nominarlo.

Según los datos aportados por Friedan, el problema se manifestaba en múltiples patologías psicológicas, todas autodestructivas: ansiedad, alcoholismo, desmedido deseo sexual, neurosis o, incluso, suicidio. Las patologías eran tan notables que muchos psicólogos del momento repararon en ellas, pero la única explicación que ofrecieron (y que B. Friedan impugnará) apuntaba a trastornos inherentes a la misma naturaleza de las mujeres, a la condición femenina. Frente a esta idea y la imagen esencialista de las mujeres que conlleva y para la que Friedan no encuentra justificación, argumenta que «el problema que no tiene nombre» ha sido imbuido interesadamente en las mujeres a través del estereotipo de identidad antes mencionado.

En contra de otro grupo de psicólogos también ocupados en el tema, considera que no se trata de un problema sexual, si bien puede generar epifanías patológicas de este tipo. Tiene en común con los problemas de carácter sexual la estructura represiva, pero aquí lo que se reprime no es la sexualidad (como fue el caso en la época victoriana), sino el desarrollo de la identidad personal, del propio yo. Su solución, pues, tampoco podrá ser de índole sexual.

Finalmente, descarta que se trate de un problema vinculado a la clase social o a la formación de las mujeres; lo muestra mediante sus estudios de campo. Dada su extensión, Friedan consideró que era un problema común a todas las mujeres estadounidenses y, en esa medida, su solución exigía una reacción de todas y cada una de ellas.

II

Friedan se adentra en el análisis de la cuestión desde una determinada perspectiva teórica feminista. Para interpretar la situación estudiada reivindica la herencia de las feministas clásicas ilustradas, sobre todo las del ámbito anglosajón: M. Wollstonecraft, las sufragistas, las protagonistas de la Declaración de Seneca Falls...Dedica el capítulo IV de La mística de la feminidad a reivindicar esa herencia teórica, y se trata, sin duda, de un capítulo central por cuanto de esa tradición extrae algunos argumentos y conceptos con los que desarrolla su análisis y con los que articula y justifica sus propuestas prácticas4.

Uno de los conceptos ilustrados fundamentales que reivindica es el de razón. Entiende por tal un don característico de la especie humana frente a los animales; se trata de una capacidad mental que permite a todos los humanos (al margen del sexo) «dar cuerpo a una idea o a un proyecto y ajustar el futuro a ellos»5, es decir, es una capacidad que ayuda a construir teorías y prácticas en mutua conexión. Es este un concepto de razón que empleó el feminismo del período ilustrado para sostener una idea ya clásica que es, precisamente, la que Friedan reivindica de nuevo en los años 60 para las mujeres, a saber, que se les reconozca el estatuto ontológico de seres humanos dotadas de razón, en el bien entendido de que esa capacidad mental la pueden emplear para desarrollar teorías (conjuntos de ideas con las que describir y explicar el mundo y a sí mismas) y proyectos o cursos de acción no programados en una supuesta identidad natural y esencial previa.

Otro argumento ilustrado que recoge B. Friedan y que utiliza continuamente en su desarticulación de «el problema que no tiene nombre» es aquél según el cual la igualdad de las mujeres es necesaria para liberar también a los varones6. Es la idea de que la realización de las propuestas feministas va a traer una sociedad menos conflictiva y, por tanto, mejor para todos los seres humanos, esto es, la idea del feminismo como índice de calidad civilizatoria.

Una tercera referencia ilustrada que maneja incide de lleno en la definición de la identidad de las mujeres: su ser no se puede definir sólo por sus funciones biológicas (la reproducción y crianza), sino que las mujeres son seres humanos completos y, en esa medida, la cultura constituye un factor decisivo en la formación de su yo. Al igual que los varones, a los cuales no se les define única y exclusivamente por su capacidad de ser padres, cada mujer debe ser tenida en cuenta por lo que es capaz de hacer o de pensar7.

Por último, y sin agotar el haz de ideas ilustradas que Friedan utiliza, es importante señalar también que recoge toda la temática del feminismo como lucha contra los prejuicios, contra los dogmas heredados que carecen de justificación y que actúan como instancia de legitimación a favor de la subordinación de las mujeres8.

Con estos conceptos y argumentos ilustrados desmonta lo que ella considera que son las fuentes generadoras de «la mística de la feminidad», expresión que alude a una concepción esencialista de la feminidad según la cual las mujeres tendrían una naturaleza especial y consustancial que sólo se puede desarrollar plenamente en «la pasividad sexual, en el sometimiento al varón y en consagrarse amorosamente a la crianza de los hijos»9. «La mística de la feminidad» es un modelo mítico (como el propio nombre indica) que se presenta como inevitable para todas las mujeres y que, en tanto que definición ontológica, las hace idénticas entre sí10, bagatelizando sus rasgos individuales distintivos. Frente a la idea ilustrada del individualismo liberal según la cual todo ser humano se construye a sí mismo como individuo distinto de cualquier otro, este modelo mítico presupone que las mujeres nacen ya hechas de una pieza, con unas funciones predeterminadas que las hacen indistintas entre sí.

Al decir de Friedan11 los creadores de este modelo mítico fueron los varones que habían pasado la guerra soñando con el hogar y lo agradable de la vida doméstica tradicional, sueño que a su vuelta proyectaron sobre las mujeres. Además, el modelo estaba sustentado de distintas maneras por las teorías más relevantes del momento: por el psicoanálisis freudiano, por el funcionalismo sociológico e, incluso, por la antropología cultural de M. Mead12.

Avanzando ideas y argumentos que más tarde se desarrollan en el seno de la epistemología feminista, Friedan analiza cada una de estas teorías en sendos capítulos de su libro. A todas ellas les critica estar construidas sobre el prejuicio que restringe la vida de las mujeres a su función biológica, con lo cual queda en entredicho la neutralidad e imparcialidad de la que hacen gala como rasgo distintivo de la verdadera ciencia. También hace notar que en todas esas teorías falla la fundamentación de lo que se afirma sobre las mujeres, con lo que se quebranta su pretensión de constituir verdades universales y necesarias. Asimismo señala que dan por supuesto aquello que debería ser demostrado previamente (petición de principio, diríamos con lenguaje filosófico) y que en todos los casos se comete un error de razonamiento (el que la filosofía ha tipificado como falacia naturalista): el ser circunstancial, histórico y cultural de algunas mujeres (las esposas y madres) se impone como deber ser para todo el conjunto de las mujeres. Estas teorías, pues, confunden lo que es efecto de una construcción histórico-cultural interesada, con las causas de eso mismo; esto es, convierten el que casi todas las mujeres fueran esposas y madres de un tipo junto con la interpretación social y política de estos roles (lo cual también es un efecto de una construcción ideológica histórica y cultural), en causa de que todas lo deban ser necesariamente.

Finalmente, señala Friedan que la mística se implantó con tanto éxito por dos razones: en primer lugar, la reforzaron al máximo los intereses económicos del capitalismo del momento13. En segundo lugar, afirma Friedan con perplejidad que las mujeres fueron inexplicablemente responsables, pues ellas eligieron plegarse a ese modelo14.

Sin duda La mística de la feminidad es una obra que en muchos aspectos sigue viva, en esta medida es un texto clásico del feminismo. Sin embargo, siempre conviene tener presente algunas de las críticas que cabe hacerle. En primer lugar, habría que resaltar el hecho de que confunde el capitalismo como sistema de dominación y lo que luego se ha dado en llamar patriarcado o sistema de dominación sexo/género. Los dos, en tanto que sistemas de dominación inciden sobre las mujeres, pero de manera diferente. El capitalismo, por utilizar la definición clásica debida al marxismo, es el sistema de dominación de los poseedores (de la propiedad y de los medios de producción) sobre los desposeídos, y esa dominación se ejerce bajo la forma estructural de la categoría de explotación. El patriarcado, por su parte, es el sistema de dominación del colectivo de los varones sobre el colectivo de las mujeres y su ejercicio es acorde con la categoría serial de opresión. Por otro lado, el capitalismo es un fenómeno histórico que apareció claramente en el siglo XVII y que dura hasta nuestros días, mientras que el patriarcado existe de múltiples maneras desde que tenemos conciencia histórica. La alianza entre estos dos sistemas data, pues, del surgimiento del capitalismo.

A este respecto, el problema de B. Friedan en su primera obra es que atribuye los efectos que produce el patriarcado al capitalismo, confundiendo —como ya indicábamos— ambos sistemas; más aún, en toda la obra no hay un solo análisis de la mística de la feminidad como sistema político de dominación (aunque sí como modelo psicológico represor), y esto es lo que le hace inexplicable la colaboración de las mujeres en su propia opresión. De haberlo hecho quizá habría comprendido que todo sistema de dominación se ocupa de socializar al dominado/a o al oprimido/a de manera que consienta y asuma el papel que le ha sido asignado. Friedan no se percata de que aunque el capitalismo por ella analizado necesitaba a alguien que se quedara en la casa y comprara todo lo que el mercado ofrecía para esa casa, no necesitaba que ese «alguien» fuera precisamente las mujeres; quien sea ese «alguien» es algo que la estructura del capitalismo deja indeterminado. El que esa variable se llene con las mujeres es algo que sólo se explica gracias a la existencia del sistema de dominación género/sexo.

Probablemente esa confusión sea la causa de la llamativa ausencia de análisis que hay en este libro tanto de la familia como de la sexualidad en tanto que canales de imposición de «la mística de la feminidad».

De todos modos, en sus propuestas prácticas utiliza implícitamente la idea de patriarcado; en concreto, esto se manifiesta en su lucidez final al considerar que la batalla tenían que darla las mujeres no sólo y fundamentalmente a título individual, sino también en grupo concertado puesto que a un grupo concertado se enfrentaban. Tan es así que, como ya señalábamos, colabora activamente en la fundación de la NOW como organización que canaliza y concierta las acciones de las mujeres de cara a maximizar los resultados de su lucha.

Sin embargo, los resultados obtenidos por el movimiento feminista surgido al hilo de la obra de B. Friedan mostraron sus carencias teóricas y prácticas. Al solucionar «el problema que no tiene nombre» surgió otra dificultad fundamental directamente deudora del formalismo liberal que impregna las reflexiones de Friedan. Pues, en efecto, de raíz liberal son sus continuas referencias al individualismo, su acento en el esfuerzo individual como forma de lucha. Además, su teoría está teñida de formalismo, como pone de manifiesto su creencia en que era suficiente conseguir una igualdad de oportunidades mediante la ley para obtener la solución al problema de la identidad femenina y, al mismo tiempo, al de la desigualdad. Pero con la salida de las mujeres del hogar el resultado que se produjo fue un agravamiento en su situación de desigualdad. Ella parecía pensar que bastaba con requerir, y lograr, el derecho humano al trabajo remunerado y a una educación superior para que todos los restantes derechos vinieran detrás, como si dijéramos, automáticamente. Pero ese objetivo, una vez conseguido, se hizo opresivo por mor del sistema de dominación género/ sexo: las mujeres se sobrecargaron de trabajo. Ciertamente esto sucedió, entre otras razones, porque no estaba bien perfilada la meta perseguida, que no era tanto un problema de ampliación de unos derechos circunstancialmente negados, cuanto una cuestión que requería desmontar todo un sistema de poder. Siendo así, se necesitaban cambios mayores que los propuestos por Friedan en su primera obra; no bastó con la defensa (típica en el feminismo liberal clásico) de la protección estatal de las libertades civiles y de la igualdad de oportunidades, sino que se requerían también cambios en el mundo laboral, en la familia y en la sexualidad.

III

B. Friedan se percató de estas cuestiones, y de su toma de conciencia nace el segundo libro, La segunda fase (1980), que supone un reconocimiento público de las insuficiencias del feminismo por ella alentado, así como una serie de críticas contra los otros feminismos que crecieron a la par (fundamentalmente, el feminismo radical).

En esta obra utiliza el mismo método de encuestas y análisis psicológico-social que ya había empleado anteriormente; hay, pues, continuidad metodológica en su obra, así como continuidad teórica, pues el sustrato ilustrado-liberal también permanece, aunque ahora adopta otra modalidad: la del «liberalismo del bienestar»15, denominado así por defender cierto grado de intervencionismo estatal tanto en la esfera económica como en instituciones clave (educación, sanidad, ayudas sociales). Se trata de una corriente de pensamiento liberal y feminista que acepta también ciertas medidas de discriminación positiva.

El problema central que articula esta obra es el de la doble jornada: el de las dificultades con que se encuentra aquella mujer que accede gustosa al mundo laboral pero que, al mismo tiempo, sigue siendo ama de casa; situación que se complica más aún cuando se tiene en cuenta que esa mujer pretende desarrollar las dos labores con la máxima perfección posible. En estas circunstancias la mujer hace de sí misma una «supermujer» (superwoman), con lo cual, ante tan tremenda e impracticable autoexigencia, se le generan serios problemas de identidad: por un lado, no quiere renunciar a lo conseguido en la esfera pública, pero, por otro, tampoco quiere renunciar a la familia.

A esto hay que añadir el hecho de que las mujeres están peor pagadas que los varones aun cuando desempeñen el mismo trabajo, y tienen muchas más dificultades a la hora de conseguir puestos de relevancia, lo cual significa que se ha conseguido el derecho formal al trabajo en igualdad de condiciones, pero que no hay auténtica igualdad, más aun, no se ha conseguido igualdad material ni en lo público ni en lo privado.

Según la autora, la solución a esta cadena de problemas que, a su juicio, preocupan al feminismo de los 80 pasa por «una revolución en la vida doméstica» y por un cambio radical de todas las instituciones públicas (políticas y sociales), pues no se puede sacrificar ni la familia ni el trabajo ya que ambas cosas constituyen deseos irrenunciables de un gran número de mujeres. Dicha revolución de la vida doméstica buscaría alcanzar una igualdad material en el ámbito privado mediante el reparto de todas las tareas domésticas susceptibles de ser compartidas, y las que no entran en ese grupo habría que convertirlas en asuntos de responsabilidad pública (lo cual exige la inmediata ampliación del número de guarderías, la creación de comedores y lavanderías comunitarias, etc.). Friedan estima, además, que hay un novum que posibilita esta propuesta, a saber, encuentra que los varones están sensibilizados por la vida familiar y reconocen en ella un ámbito que les reporta satisfacciones, lo cual hace que se tomen interés por el mismo; y del interés supone Friedan que podría nacer cierta tendencia a la participación en las tareas domésticas. Sin embargo, contemplada esta tesis a la luz de la experiencia, ya entonces resultaba excesivamente optimista, pues, al margen de proferencias verbales y declaraciones bienintencionadas, la cultura occidental no ha modificado su estrato simbólico lo suficiente como para asumir que las mujeres no sean necesariamente las únicas responsables de la reproducción y el mantenimiento en el ámbito privado de los miembros de la familia. No obstante, la lejanía de su realización práctica no aminora el interés y la pertinencia de la propuesta.

De otro lado, Friedan sostiene la necesidad de redefinir el concepto de familia, pues tal y como era presentada en La mística de la feminidad era inasumible para las feministas. A esto añade, de nuevo haciendo gala de su optimismo, que tal redefinición no le parece difícil puesto que existen signos de que ya se está llevando a cabo. Ahora el concepto se entendería en un sentido amplísimo16, dada la proliferación de formas de vida familiar (familias monoparentales, parejas homosexuales, etc.) que existen junto con las tradicionales. Este nuevo sentido plural que Friedan da al concepto de familia es —a su juicio— perfectamente coherente con los deseos de las mujeres feministas que no quieren renunciar a ella, dado que la institución familiar (entendida en sentido amplio y plural) es una fuente de satisfacciones psicológicas que refuerzan la identidad individual.

Junto a ello, encuentra que es absolutamente necesario rehacer las estructuras sociales, cosa que afectaría tanto a las instituciones económicas (privadas y públicas) como a la de otra naturaleza. Semejante reforma estaría guiada por la exigencia de que se tenga en cuenta las dificultades generadas por el hecho de que existen familias y son la base de la sociedad. Para ello sería preciso, entre otras cosas, que las asociaciones de mujeres de base presionen al Estado reclamando medidas de intervención y de acción o discriminación positiva.

Así pues, puede observarse, como decíamos arriba, que el feminismo de B. Friedan presenta con estas tesis un cambio desde el formalismo estrictamente liberal de su primera época hasta unas propuestas más cercanas a lo que en Europa se denomina «socialdemocracia». De hecho, pone como ejemplo a seguir el camino emprendido en el Estado de Suecia por las feministas de este país escandinavo17. Sin embargo, su giro ideológico es moderado, pues mantiene el individualismo como noción central en su teoría. Desde luego es indiscutible que en este segundo libro la autora muestra una mayor sensibilidad por las cuestiones que atañen al bien común o por soluciones comunitarias a problemas aparentemente individuales. No obstante, prevalece un individualismo todavía abstracto para el que los seres humanos son sujetos autónomos que eligen sus fines de forma libre y aislada (al margen de su contexto social y, a veces, de sus apetencias y deseos), lo cual hace de esos fines algo bueno en sí mismo18.

Este individualismo se dobla de lo que desde el feminismo socialista se ha denominado un «dualismo normativo»19, según el cual las funciones y actividades de la mente son mejores que las del cuerpo, dado que las corporales no son específicamente humanas. Para el feminismo socialista, por el contrario, las experiencias diarias contradicen tal valoración, de donde se deriva que somos totalmente dependientes (incluso a la hora de elegir nuestros fines) de nuestras necesidades fisiológicas y psicológicas, las cuales sólo se verían satisfechas con la existencia de una comunidad que articulara nuestros deseos y fines individuales con vistas al bien común.

El interés y la pertinencia de estas críticas está fuera de toda duda, pero habría que tener en cuenta otro aspecto del problema: no es infrecuente que en nuestras sociedades contemporáneas a las mujeres se nos intente reducir sólo a las funciones corporales (que en general son valoradas como se cundarias); de ahí que, aunque este aspecto no hay que olvidarlo ni para mujeres ni para varones pues todos somos cuerpos, tampoco hay que reivindicarlo como única fuente de identidad, pues, además de pecar de reduccionismo, ya se nos reconoce a las mujeres y además en su versión devaluada. Más bien habría que seguir reivindicando lo que no se nos reconoce como fuentes de identidad (las actividades racionales de la mente, que capacitan para el ejercicio del poder y de la autoridad) y, al mismo tiempo, analizar y reinterpretar el hecho de que somos cuerpo.

En cualquier caso, el ya aludido giro del pensamiento de Friedan tiene dos caras: la ya citada, de índole más programática, y otra que apunta más bien a la discusión interna dentro del feminismo. Desde esta segunda perspectiva se puede decir que el paso de su primera obra a la segunda es entendido por ella misma como el paso del análisis de «la mística de la feminidad al de la «mística del feminismo». Por «mística del feminismo» entiende un fenómeno del que hace responsable al feminismo radical y sus análisis de la situación de las mujeres mediante la categoría de patriarcado20. Consiste en haber dado una definición cerrada e inamovible de lo que es el feminismo y la mujer feminista y, en consecuencia, en haber convertido ambas definiciones en un mito no susceptible de cambio y transformación. En esta medida, el feminismo sería responsable en parte de la situación de las mujeres en ese momento, pues se habría convertido en una retórica que polariza la lucha política feminista en términos de «todo o nada», esto es, o familia o igualdad. Esta postura criticada por Friedan sería la responsable de convertir al feminismo en un movimiento puramente reactivo y poco eficaz. Nótese como el apunte crítico de Friedan no se dirige tanto al fondo teórico del feminismo cuanto al grado de eficacia de sus acciones. Es una crítica propia de una intelectual liberal, que atiende más a cuestiones de eficacia que de verdad, coherencia o corrección.

Tal falta de eficacia le vendría a ese feminismo, que ella tacha de retórica puramente reactiva, por dejar el tema de la familia en manos de grupos conservadores o incluso reaccionarios, los cuales —a su vez— han generado su propia retórica y acusan a todas las feministas de rechazar la familia e intentar destruir la sociedad. Como consecuencia el feminismo habría perdido fuerzas, porque muchas mujeres no militantes que podrían simpatizar con él se alejan asustadas de la radicalidad que se les achaca con éxito a las feministas. Semejante efecto es grave porque afecta de manera directa a luchas concretas tan relevantes como la discriminación positiva, el aborto, etc. Ahora bien, lo que Friedan deja sin contestar es por qué la retórica reaccionaria tiene más éxito que la retórica feminista si ambas son retóricas. Un análisis (que, como ya indicábamos, no se encuentra en Friedan) de la incidencia del patriarcado en las relaciones sociales como relaciones de poder podría arrojar luz sobre esta cuestión.

Así pues, concluye Friedan, hay que conseguir una modificación del feminismo para alcanzar el cambio del sistema. Y la modificación que propone tiene como horizonte llegar a ser una actividad política de corte humanista, que recoja el factor de participación personal activa propio del movimiento feminista, pero que se centre no sólo en procurar la satisfacción de los intereses y necesidades de las mujeres, sino también de los varones21.

No sería exagerado calificar como precipitada esta propuesta de sustitución del feminismo por una política humanista neutra en cuanto al género, dado lo alejada que queda una situación de igualdad real que permitiera ejercer a todos los individuos, en condiciones al menos similares, un humanismo político neutro. Sin esa situación, sustituir el feminismo por un humanismo conlleva el peligro de enterrar los intereses de las mujeres bajo unos supuestos intereses neutros de toda la humanidad tal y como la definen las élites dominantes, mayoritariamente compuestas por varones, blancos, con alto poder adquisitivo.

Pero enlacemos ahora con el aspecto programático antes señalado, pues tiene su interés teórico. Desde esta cara de la cuestión dos son los centros de atención de la autora: la ley del aborto y la ERA22. En primer lugar, de nuevo considera que los cambios sociales pasan por reformas legales, lo cual pone de manifiesto que Friedan no ha dejado de ser liberal. Pero, en segundo lugar, afirma que para conseguir el gran cambio en el sistema, que incluiría la ley del aborto y la ERA, se precisa que el feminismo deje de ser reactivo, pues juzga necesario ganarse a los sectores más sensibilizados del grupo opuesto (esposos, eclesiásticos progresistas, los sectores más abiertos del Partido Republicano...). Habría que conseguir, pues, que las feministas aparecieran públicamente con una imagen mejorada: más dialogantes y más dispuestas al consenso.

En esta dirección Friedan presenta en su libro un nuevo método de pensamiento y de relación social que debería ser adoptado por las feministas: el llamado método «beta» frente al método «alfa». Afirma del último (el alfa) que es el que culturalmente se ha definido como masculino, sin que ello signifique que lo sea esencialmente (Friedan es una crítica del esencialismo en todas sus versiones). Es un método agresivo, directo, racional; el preponderante en Occidente. Por su parte, el método beta lo ejercen tanto varones como mujeres y tiene rasgos de lo que tradicionalmente, culturalmente, se ha asociado con lo femenino: mayor flexibilidad, predisposición a pactos y acuerdos.

A juicio de Friedan el feminismo habría adoptado hasta ese momento el método alfa, pero ya entonces lo más útil era adoptar el beta23. Como buena liberal que sigue siendo, vuelve a apelar a la utilidad antes que a la verdad. Así, por ejemplo, argumenta que en la lucha a favor del aborto hay que cambiar la retórica por razones puramente utilitarias y, por tanto, hay que decir que se lucha por el derecho a elegir tener hijos para lograr mayor bienestar en la familia y no por simple egoísmo.

De esta propuesta quizá se podría decir que vuelve a pecar de un excesivo optimismo, pues aunque resulta sumamente interesante (y, de hecho, ha obtenido buenos resultados políticos), no obstante con ella la autora parece olvidar que hay situaciones en las que no cabe el acuerdo ni el diálogo. En estos casos el método beta puede resultar insuficiente.

Cabe añadir que este segundo libro guarda continuidad con el primero y no hay razones para afirmar que Friedan se desdice en él de las tesis defendidas en La mística de la feminidad. No renuncia a su primer feminismo, más bien considera que, como movimiento social, debe modificarse y adaptarse a las circunstancias (que, ciertamente, son —como en su primera obra— estadounidenses y propias de la élite de clase media o media/alta y blanca).

Desde el punto de vista conceptual, aunque se modifica el concepto de igualdad al dejar de ser entendido en términos meramente formales, la continuidad se observa, por ejemplo, en el ya señalado mantenimiento de la raíz liberal de su pensamiento y, sobre todo, en su mala relación con la categoría de patriarcado. En La segunda fase sigue teniendo problemas de comprensión con dicha categoría y continua presuponiéndola subrepticiamente; sigue pensando que hay que cambiar unas estructuras que oprimen a las mujeres qua mujeres, pero no concreta en qué consisten ni cuáles son esas estructuras. Por ejemplo, reclama de nuevo una lucha organizada de las mujeres no a título individual, sino a través de organizaciones civiles con el objeto de desmontar la oposición a ERA, y considera que en esa lucha conjunta deben participar todas las mujeres (y los varones dispuestos a ello) al margen de raza, clase o ideología, pues encuentra que esa es la única manera de que hagan valer su fuerza. Sin embargo, no analiza qué razones podía haber detrás de la oposición a ERA, y sin análisis de ese tipo se conocen mal las situaciones y se evalúan mal las posibilidades de éxito de determinados cursos de acción política. Por todo ello y para concluir, cabe añadir que en el feminismo de B. Friedan late un problema de asimetría entre la potencia de sus propuestas prácticas, la brillantez de ciertos diagnósticos y el corto alcance de sus análisis teóricos: al ser subrepticia la teoría y estar poco desarrollada, la práctica queda oscurecida.

BIBLIOGRAFÍA

FRIEDAN, B., La mística de la feminidad, Madrid, Júcar, 1974.

— La segunda fase, Barcelona, Plaza y Janés, 1983.

— La fuente de la edad, Barcelona, Planeta, 1994.

— Les femmes à la recherche d’une quatrième dimension, Paris, Editions Denoël, 1969.

— Life so Far. A Memoir, New York, Simon & Schuster, 2000.

EINSENSTEIN, Z., The radical Future of liberal Feminism, Nueva York y Londres, Long Man, 1981.

JAGGAR, A., Feminist Politics and human Nature, Totowa, N.J., Rowman and Allan Held, 1983.

ROWBOTHAN, Sh., Mundo de hombre, conciencia de mujer, Madrid, Debate, Tribuna Feminista, 1977.

TONG, R., Feminist Thought, London, Routledge, 1992.

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1 Traducido al castellano como La fuente de la edad, Barcelona, Planeta, 1994.

2 Z. Einsenstein, The radical Future of liberal Feminism, Nueva York y Londres, Long Man, 1981.

3 Cfr. Para este término A. Valcárcel, Sexo y filosofía. Sobre «mujer» y «poder», Barcelona, Anthropos, 1991.

4 Aunque Friedan es una feminista que pone el acento en la práctica y en los casos empíricos, todas sus propuestas programáticas las hace desde un ubi teórico determinado: el ilustrado-liberal.

5 B. Friedan, La mística de la feminidad, Madrid, Júcar, 1974, pág. 101.

6 Cfr. ídem, pág. 123.

7 Cfr. ídem, pág. 147.

8 Cfr. ídem, pág. 132.

9 Ídem, pág. 70.

10 Para este tema cfr. C. Amorós, «Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Notas sobre poder y principio de individuación», en Arbor, Madrid, CSIC, núms. 503-504, noviembre-diciembre, 1987, páginas 113-127.

11 Cfr. La mística de la freminidad, págs. 84 y sigs.

12 Si es indiscutible que en los estudios de M. Mead se da una revalorización de las mujeres y los valores y actividades a ellas asociados tradicionalmente, no lo es menos que el discurso de la excelencia que sustenta está teñido de un esencialismo que siempre acaba mostrando su faceta constrictiva.

13 Cfr. ídem, capítulo IX.

14 Cfr. ídem, págs. 243 y sigs.

15 Para esta denominación véase R. Tong, Feminist Thought, Londres, Routledge, 1992, pág. 12.

16 Cfr. B. Friedan, La segunda fase, Barcelona, Plaza y Janés, 1983, págs. 288 y sigs.

17 Cfr. ídem, págs. 259-260.

18 En el trasfondo de esta tesis liberal se oculta el espinoso problema —en el que aquí nos entraremos— de saber si todos los fines elegidos libremente son, por ello, automáticamente buenos o hay que tener en cuenta otros elementos (además de la libertad, sea ésta lo que sea) para fijar su bondad.

19 Cfr. A. Jaggar, Feminist Politics and Human Nature, Totowa, N. J., Rowman and Allan Held, 1983, pág. 28.

20 Cfr. La segunda fase, pág. 228.

21 Cfr. ídem, pág. 303.

22 Con estas siglas hace referencia a una enmienda que defendieron las feministas en los años 80 para que la Constitución americana reconociera explícitamente la igualdad entre los sexos. Finalmente no lo consiguieron.

23 Estas reflexiones de B. Friedan en alguna ocasión le han valido interpretaciones de La segunda fase como una obra cercana al feminismo de la diferencia, con lo cual la autora se desdeciría de las tesis igualitaristas de su primer libro. Por mi parte, estoy en completo desacuerdo con esas lecturas, pues sus afirmaciones sobre los métodos de pensamiento no se pueden interpretar al margen del contexto de la reivindicación política igualitarista de la ERA.

2

LO PERSONAL ES POLÍTICO:EL SURGIMIENTODEL FEMINISMO RADICAL

Alicia H. Puleo

1. ORIGEN Y PRINCIPALES RASGOSDEL FEMINISMO RADICAL

«Lo personal sigue siendo político. La feminista del nuevo milenio no puede dejar de ser consciente de que la opresión se ejerce en y a través de sus relaciones más íntimas, empezando por la más íntima de todas: la relación con el propio cuerpo»1. Con estas palabras, Germaine Greer, una de las feministas más leídas en todo el mundo, subraya la necesidad de retornar a una de las convicciones más profundas y revolucionarias de un movimiento de liberación que ha cambiado la faz de las sociedades modernas.

Muchas preguntas formuladas por mujeres audaces hace más de treinta años siguen siendo ajenas a la mayor parte del colectivo femenino: ¿Nuestros deseos, fantasías, decisiones, temores e ideales estéticos sobre el propio cuerpo nos pertenecen o son el producto de un sistema de relaciones entre los sexos que nos oprime? ¿Otro mundo es posible, en el que no exista la constante dominación masculina que no desaparece (y en ocasiones incluso se incrementa) entre los idealistas contestatarios, llámense de izquierdas, okupas o antiglobalización? ¿Hasta qué punto el conocimiento es neutro y objetivo o ha sido configurado con un 1 sesgo masculino? ¿Cómo puede conquistarse la verdadera libertad?

Las nuevas generaciones tienen, quizás, cada vez más difícil la tarea de desentrañar la lógica de los lazos opresivos porque la tendencia de las sociedades de consumo es acercarse a lo que he llamado «patriarcado de consentimiento» al tiempo que se alejan del modelo coercitivo del antiguo «patriarcado de coerción»2. La represión es suplantada por una aparente libertad en la que los propios individuos, en este caso las propias mujeres, se esfuerzan denodadamente por alcanzar las metas prefijadas del sistema (cánones de estética, seducción, éxito, etc.). Ya no se apela a la prohibición. Basta con el consentimiento no informado o alienado, el desesperado anhelo que cierra los ojos ante las desventajas del modelo preconizado por los medios de comunicación. Tampoco se discrimina por sexo en las leyes. Simplemente se deja actuar la inercia estructural, apenas erosionada por enfáticas políticas de igualdad, no por ello menos necesarias para reducir los desastrosos efectos de la doble jornada, del desigual estatus y acceso a los recursos de hombres y mujeres, etc.

Conviene, pues, volver a reflexionar sobre la dimensión política de nuestros cuerpos y nuestras vidas. No por casualidad una de las vías de investigación del feminismo radical de total actualidad es el estudio sobre mujeres y salud del Colectivo de Mujeres de Boston llamado Nuestros cuerpos, nuestras vidas3.

El feminismo radical, en sus diversos grupos, se origina en los movimientos contestatarios de los años 60 del siglo XX. En su teorización del sexo como categoría social y política, el modelo racial es clave para analizar las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Si, como había de mostrado la crítica al racismo, la relación entre las razas es política, la conclusión será que también lo es la relación entre los sexos. La emergencia del Black Power como inicio de las políticas de la identidad en Norteamérica marcó de manera decisiva la militancia feminista. También en Europa, las teorías que circularon al calor de los movimientos de descolonización fueron muy influyentes (Fanon y Menmi, particularmente). En Francia, desde finales de los 60, destacan los trabajos pioneros de la feminista radical materialista Colette Guillaumin sobre la relación conceptual entre racismo y sexismo4. Guillaumin, con sus agudos análisis, se dedicó a combatir la tendencia tradicional a naturalizar y ontologizar los rasgos identitarios que resultan de la relación dialéctica de dominación.

En EEUU, cristalizó como resultado de la insatisfactoria respuesta dada a las reivindicaciones feministas de las militantes en el Movement, nombre que recibían dos organizaciones: SNCC (Students Nonviolent Coordinating Committee), agrupación antirracista fundada por estudiantes negros y blancos en 1960) y SDS (Students for a Democratic Society), fundada en el mismo año por demócratas, social-demócratas y anticomunistas que privilegiaban el análisis de la dominación psicológica y cultural sobre el de la explotación económica. En ambas organizaciones, las mujeres habían conseguido tener una experiencia política pero terminaron encontrando los mismos prejuicios y la inmemorial división del trabajo que los jóvenes daban por superados en tales círculos contestatarios. La ruptura entre los sexos se produce de forma clara en 1967, durante la National Conference for New Politics cuando las resoluciones de los grupos de discusión de las mujeres apenas fueron consideradas por la presidencia de la convención. Jo Freeman y Shulamith Firestone, futuras líderes feministas, pidieron, entonces, para las mujeres el 51 por 100 de representación en los votos por constituir ese porcentaje de la población. Solicitaron también que la convención condenara los estereotipos sexistas vehiculados por los medios de comunicación, el matrimonio, las leyes de propiedad y divorcio y que se manifestara a favor de la información anticonceptiva y del aborto como formas de control de sus propios cuerpos por parte de las mujeres. La presidencia rechazó la petición, aduciendo no tener tiempo para debatirla. Evidentemente, no consideraba esos temas suficientemente «revolucionarios» e «importantes». Tras esta decepción, el grupo de Chicago publicó un manifiesto titulado To the Women of the Left que llamaba a la secesión, inspirándose en la actitud tomada por los afroamericanos del SNCC que el año anterior habían abandonado el ideal integracionista, acusando a los compañeros blancos de paternalismo. El separatismo de las feministas radicales surge, pues, de una de las muchas experiencias históricas de decepción con respecto a causas políticas emancipatorias que han negado el reconocimiento y la reciprocidad a las mujeres.

Esta nueva forma de feminismo se define como radical porque, según la etimología de este término, se propone buscar la raíz de la dominación. Será radical en su teoría y también en sus formas intempestivas, tan propias de la época que lo vio nacer, años en que circulaba por las calles de Nueva York el manifiesto Scum5 de Valérie Solanas, texto subversivo insólito y único en que se mezclan lucidez y locura.

El feminismo radical se diferencia del feminismo liberal reformista que sólo (para escándalo de muchos, sin embargo, en aquel momento) pedía la integración de las mujeres en el mundo capitalista del trabajo asalariado y de la cultura. También se distingue de una izquierda patriarcal que no reconocía la legitimidad de las reivindicaciones de las mujeres y cerraba los ojos ante el poder masculino ilegítimo existente dentro de los mismos movimientos revolucionarios.

Cabe señalar que, además del tránsito por los movimientos de izquierda, existe un componente sociológico importante que distancia a las radicales del feminismo liberal: la edad. Sus militantes son jóvenes y solteras. De ahí que se trate de un movimiento más audaz que reivindica la sexualidad y el aborto, cuestiones que NOW no se había atrevido a tratar.

Aunque los ejes temáticos y la forma de abordarlos varía mucho entre las diferentes corrientes y las distintas teóricas radicales, destacaré algunos puntos comunes: la utilización del concepto de patriarcado como dominación universal que otorga especificidad a la agenda militante del colectivo femenino, una noción de poder y de política ampliadas, la utilización de la categoría de género para rechazar los rasgos adscriptivos ilegítimos adjudicados por el patriarcado a través del proceso de naturalización de las oprimidas, un análisis de la sexualidad que desembocará en una crítica a la heterosexualidad obligatoria, la denuncia de la violencia patriarcal, en particular aunque no exclusivamente la sexual, y, finalmente, una sociología del conocimiento que será crítica al androcentrismo en todos los ámbitos, incluidos los de la ciencia.

El feminismo radical se separa de la izquierda tradicional por su atención a las relaciones de poder no originadas por la explotación económica. Así, por ejemplo, Anne Koedt, en Politics of the ego consideraba que la supremacía masculina tenía su origen en la necesidad masculina de obtener satisfacción psicológica del ego, lo cual, posterior y adicionalmente, tenía consecuencias económicas. La dominación precedía a la explotación. El análisis feminista radical de las relaciones entre los sexos se apoya en la definición amplia de política, común en la New Left. El poder ya no reside sólo en el Estado o la clase dominante. Se encuentra también en relaciones sociales micro, como la pareja. Algunas teóricas, como Kate Millet, acudirán a Max Weber para la definición de dominio como posibilidad de imponer la voluntad propia sobre otros. Como recuerda Amelia Valcárcel6, a mediados del siglo XIX, el concepto de patriarcado cambia su signo (de positivo e idílico a negativo y explotador), pero sólo en los años 60-70 del siglo XX, con el auge militante y el desarrollo teórico del feminismo, el patriarcado será concebido en términos de estructura de relaciones de poder. De esta manera, el feminismo radical, con su noción de patriarcado como sistema político es una respuesta a las posiciones de la izquierda que consideraba «el problema de la mujer», o «la condición de la mujer», como se solía decir en esa época, como algo secundario que se solucionaría automáticamente con la supresión del capitalismo.

El concepto de género fue introducido para distinguir los aspectos socio-culturales, construidos, de los innatos, biológicos (sexo). Desarrollado por el análisis feminista como un sistema de organización social basado en el control y la dominación sobre las mujeres, género no tiene un carácter meramente descriptivo como en algunos usos de la psicología o la antropología. Es un elemento crítico destinado a facilitar la desarticulación de las relaciones ilegítimas de poder.

Ya he señalado que la tematización de la sexualidad separa al feminismo radical del liberal. Las feministas radicales no son las sufragistas puritanas del siglo XIX que pedían pudor a los hombres en vez de liberación sexual para todos en aquel ingenioso lema «votes for Women and Chastity for Men». Pero muchas de ellas denuncian la retórica de una revolución sexual definida en términos masculinos que, en palabras de Ann Koedt, traía más carne fresca al mercado del sexo patriarcal.

Aunque no suele reconocerse en la historia oficial de las ideas, el feminismo radical fue pionero en considerar la sexualidad como una construcción política (véase capítulo de Celia Amorós sobre Shulamith Firestone y capítulo de Kathleen Barry sobre el feminismo radical). Antes de que un pensador tan famoso y aclamado como Michel Foucault criticara la «hipótesis represiva» o creencia de que la sociedad se limita a reprimir la líbido, Kate Millett y otras pensadoras feministas radicales habían identificado la construcción patriarcal del deseo y del objeto del mismo. Algunas feministas radicales se manifestaron como heterosexuales, es el caso de Germaine Greer. Otras, como Kate Millett7 en 1970 en un reportaje del Time Magazine produjeron gran escándalo en su momento, introduciendo claramente el tema de la bisexualidad y el lesbianismo en el movimiento feminista.

Esta tematización crítica de la sexualidad dará origen a un feminismo lesbiano que considerará que el amor entre mujeres puede y debe ser un acto político de liberación. En base al ideal de una sexualidad igualitaria, rechazarán la pornografía y el sado-masoquismo entre lesbianas por considerarlos patriarcales y tenderán a identificar feminismo y lesbianismo. A diferencia de las lesbianas feministas que consideran su lesbianismo como una opción sexual entre otras, Sheyla Jeffreys, una de las teóricas del lesbianismo político, criticando lo que considera tendencias esencialistas y liberales dentro del movimiento lésbico de los 90, reivindica el «enfoque construccionista social radical que puede resumirse en el lema de los años 70 «Toda mujer puede ser lesbiana»8. Esta concepción llevará a Monique Wittig9 a afirmar que las lesbianas no son mujeres porque «mujer» es una categoría que existe en relación al hombre. Las mujeres no son seres naturales sino productos políticos de la dominación. Por eso, las lesbianas, desde esta perspectiva, serán como los cimarrones, aquellos negros esclavos que huían de las plantaciones caribeñas y vivían escondidos en la floresta, libres y liberados de su condición. La polémica sobre la sexualidad dividirá profundamente al feminismo en los años 80, enfrentando a sus diversas tendencias en la caracterización de las identidades feminista y lesbiana, la cuestión de la ética sexual y el grado de coherencia exigible a la militancia feminista (véase capítulo de Raquel Osborne). El lema «lo personal es político», muy fértil como punto de partida para un análisis de la vida cotidiana, dio lugar en ciertos sectores del movimiento a una interpretación rígida que terminaba invirtiendo los términos al introducir un único código de conducta y de estilo para la «verdadera feminista». La preocupación obsesiva por estos aspectos terminaría por reducir lo político a lo personal.

Las feministas radicales trabajaron profusamente el tema de la violencia. Susan Brownmiller, en Against our Will, realiza un estudio sociológico e histórico de la violación como política patriarcal. Esta obra muestra las potencialidades del enfoque del patriarcado como sistema para superar la visión anecdótica y patologizante de este delito. La violación no aparece como acto aislado de un individuo enfermo, sino como control patriarcal, particular toque de queda para todo el colectivo femenino que ve reducida su movilidad: habrá lugares y horarios en los que no se aventuran las mujeres decentes. Desde una perspectiva social, los fenómenos se entienden también por los resultados que producen.

La radical materialista francesa Colette Guillaumin, por su parte, considerará la violación y el acoso sexual como expresiones de una apropiación colectiva definida como «pertenencia de la clase de las mujeres en su totalidad a la clase de los hombres en su totalidad». Esta forma de apropiación entra en colisión en ocasiones con la apropiación privada representada por el matrimonio, institución en la que una mujer pertenece a un hombre determinado. Así explica Guillaumin la tradicional reticencia de la opinión pública y los jueces a condenar a los violadores si la víctima no demuestra ser una mujer «honesta» y el crimen cometido no es ofensa al honor del marido o, en su defecto, del padre o hermano.

La perspectiva de género permitirá al feminismo no sólo denunciar la discriminación y exclusión sexistas sino también realizar una revolución, aún inconclusa, en la sociología del conocimiento. La pertenencia de sexo, como anteriormente la de clase social, pasa a ser una variable a considerar cuando se analiza el sesgo del saber10. La feminista radical Catharine MacKinnon, en un pasaje de su libro Hacia una teoría feminista del Estado, se refiere al androcentrismo o sesgo masculino de la cultura, de manera sencilla y elocuente: «La fisiología de los hombres define la mayor parte de los deportes, sus necesidades de salud definen en buena media la cobertura de los seguros, sus biografías diseñadas socialmente definen las expectativas del puesto de trabajo y las pautas de una carrera de éxito, sus perspectivas e inquietudes definen la calidad de los conocimientos, sus experiencias y obsesiones definen el mérito, su servicio militar define la ciudadanía, su presencia define la familia, su incapacidad para soportarse unos a otros —sus guerras y sus dominios— define la Historia, su imagen define a dios y sus genitales definen el sexo»11. El desarrollo de la crítica al androcentrismo ya en los 70, como una más de las vertientes del revolucionario lema de los 70 «lo personal es político», originará la búsqueda de una ginecología alternativa, menos agresiva e invasiva, más holista, que cristalizará en ese imprescindible manual ya citado Nuestros cuerpos, nuestras vidas y otras obras de similar inspiración12.

La sofisticada epistemología feminista que cuestiona actualmente el paradigma científico y tecnológico de la Modernidad occidental tiene sus orígenes en esa crítica radical al androcentrismo. La revelación del sesgo masculino de la cultura establecerá importantes puntos de contacto con el pacifismo y la ecología y dará lugar al surgimiento de una nueva corriente del feminismo: el ecofeminismo (véase capítulo sobre Ecofeminismo de este mismo libro).

En las líneas que siguen, me referiré a algunos aspectos de la obra de dos importantes figuras del feminismo radical: una de ellas norteamericana, Kate Millett, la otra australiana radicada en Gran Bretaña, Germaine Greer. Mientras que Sexual Politics, el libro que consagró a la primera, es un ejemplo del feminismo radical racionalista y constructivista, la evolución de G. Greer es representativa de algunos sectores del feminismo radical que, en su crítica al androcentrismo de la Modernidad, han terminado por idealizar rasgos y conductas originados por el patriarcado tradicional. La focalización en estas dos figuras no pretende agotar la riqueza y enorme variedad del feminismo radical. Como bien señala Alice Echols13, la heterogeneidad de puntos de vista existente en los años 70 no se conoce si nos limitamos a una o dos de sus representantes. Pero esta relectura nos puede ayudar a recordar algunas de las ideas clave de este pensamiento que ha revolucionado la cultura occidental.

2. LA «POLÍTICA SEXUAL» DE KATE MILLETT(1934, ST. PAULS, MINNESOTA)

En 1998, The New York Times incluyó a Kate Millett en la lista de los diez personajes que más han marcado el siglo XX. En efecto, Sexual Politics, publicado en 1969, es ya un clásico del feminismo y uno de los más sugerentes análisis de las relaciones de opresión entre los sexos. Un tercio de siglo más tarde, su lectura sigue siendo reveladora y muy aconsejable como introducción al estudio del sistema de género. Se trata de un libro que reúne crítica literaria, antropología, economía, historia, psicología y sociología. Esta intersección de saberes recuerda el estilo de la Escuela de Frankfurt que inspiraba los movimientos contestatarios de la época. A diferencia de los marxistas ortodoxos, los frankfurtianos no se limitaban a señalar la causalidad infraestructural sino que se interesaban por los componentes superestructurales, en un intento de alcanzar una visión interdisciplinaria que diera cuenta de la complejidad del fenómeno estudiado y recuperara el potencial revolucionario de la razón. La superación del economicismo permite el desarrollo de la noción de dominación, particularmente útil para la crítica a las relaciones de opresión de raza y sexo.

Política Sexual consta de tres partes. Antes de detenerme sobre la primera, que expone la teoría de la política sexual en sus aspectos ideológicos, biológicos, sociológicos, psicológicos y económicos, quiero hacer una breve referencia a las dos restantes. La segunda, titulada «Raíces históricas», examina el período que se extiende entre 1830 y 1930, fase inicial de lo que la autora llama «revolución sexual», Con esta última denominación se refiere a la primera ola del feminismo, nacida de las organizaciones antiesclavistas, al Women’s movement que se fijó como objetivos el acceso de las mujeres al sufragio, a la educación superior y al ejercicio de las profesiones liberales y otros empleos remunerados. Analiza también las polémicas que acompañaron a aquellas reivindicaciones. Recuerda la teoría de Ruskin de las naturalezas complementarias que justificaba las trabas a la educación de las mujeres en nombre de su función de «reinas» del hogar y la desmitificación de tales argumentos en la pluma del filósofo feminista John Stuart Mill. Asimismo, se detiene en los planteamientos de Engels sobre el origen del patriarcado, de la familia y de la prostitución para llevar a cabo una revisión de las posiciones marxistas. Con grandes nombres de la literatura de la época ejemplifica tres tipos de actitud frente a los cambios sociales puestos en marcha por aquel primer movimiento feminista: reacción sentimental y caballeresca en Los jardines de las reinas del citado Ruskin; realista y revolucionaria en Bernard Shaw, Virginia Woolf, Ibsen y Dickens; soñadora y ambivalente en Swinburne y Oscar Wilde. En este tercer tipo, el mito de la mujer fatal surgiría de la fantasía homosexual masculina14. Millett pasa después a ocuparse de la contrarrevolución que se produce en el período que va de 1930 a 1960. Centra su atención en el nazismo y el stalinismo como reacción de la política patriarcal ante el avance feminista. El psicoanálisis freudiano sería la oposición ideológica frente a ese mismo progreso de la libertad de las mujeres.