Territorio cerveza - Francisco Javier Cristófol - E-Book

Territorio cerveza E-Book

Francisco Javier Cristófol

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Beschreibung

¿Existe una identificación de las marcas de cerveza con su territorio? ¿Son las redes sociales digitales una herramienta útil para esta identificación? En las páginas de Territorio cerveza encontrarás la respuesta a estas preguntas. El autor llega a la conclusión de que las grandes cerveceras utilizan los valores de sus lugares de procedencia para generar mensajes positivos a través de las redes sociales: el cosmopolitismo madrileño para Mahou, el clima mediterráneo para Estrella Damm, la diversión sevillana para Cruzcampo y el carácter aventurero de San Miguel.

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Primera edición: mayo 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: equipo de Libros.com Maquetación: Álvaro López Primera corrección: Ana Briz Revisión: Maite Lecue Santovenia

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Francisco Javier Cristófol © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19174-36-9

Francisco Javier Cristófol

Territorio cerveza

Índice

Portada

Créditos

Título y autor

Prólogo

La cerveza en la literatura

Medios sociales y marca territorio. La explosión de lo local en lo global

1. La marca territorio

2. Twitter

3. Facebook

3.1. Facebook en la tesis

La tesis

1. Definiciones de interés

1.1. Concepto de marca territorio

1.2. Valores de marca

1.3. Medios sociales

1.4. Planificación estratégica

2. Metodología

2.1. Investigación de campo

2.2. Recogida de información

2.3. Análisis de la información

2.4. La entrevista

2.5. Justificación y estructura de la entrevista

2.6. Muestra y diseño de la muestra

2.7. Captación de la muestra

2.8. Análisis de contenido

2.9. Acotación eventual

2.10. Análisis de los datos obtenidos

2.11. El método Delphi

2.12. Justificación del panel de expertos seleccionado

2.13. Miembros del panel

3. Resultados

3.1. Circulaciones y cuestionarios Delphi

3.2. Análisis de las entrevistas en profundidad

3.2.1. Preguntas introductorias

3.2.2. Planificación estratégica

3.2.3. Redes sociales

3.2.4. Marca territorio

3.3. Análisis de contenido de las publicaciones en Facebook

3.3.1. Estrella Damm

3.3.2. San Miguel

3.3.3. Cruzcampo

3.3.4. Mahou

3.3.5. Conclusión general al análisis de contenido

3.4. Análisis de los cuestionarios Delphi

4. Conclusiones

5. Límites a esta investigación

6. Propuestas de investigación futura

Mi favorita, la cerveza Victoria. Malagueña, exquisita y moderna

1. Tendencias en la comunicación de marketing

2. Los eventos y su papel en la estrategia

3. La experiencia

4. Objetivos de los eventos integrados

5. Evaluación

6. La campaña de comunicación integrada de cerveza Vic­toria en el Carnaval de Málaga

7. Conclusiones

Bibliografía

Mecenas

Contraportada

Prólogo

Una cerveza está bien,dos son muchas ytres son pocas.

Anónimo

El 27 de agosto de 2013 a las tres de la tarde me despedía de un numeroso grupo de recientes amigos que había conocido un par de meses atrás en Vancouver. Me tocaba volver tras un verano de diversión, idiomas y desinhibición a casi nueve mil kilómetros de distancia de mi casa. Aquellos dos meses podrían resumirse mejor aún: clases y cerveza.

En el vuelo de ida, un viernes 28 de junio, decidí que, después de un relajado Málaga-París, me tocaba disfrutar del largo vuelo que tenía por delante. El avión no era el esperado, nada que ver con estos aviones con espacio individual de entretenimiento, cargadores USB e historias que hacen las horas mucho más cortas; el avión era un terrible cacharro añoso de una aerolínea portuguesa. Me vino bien el cambio: podría haber sido un vuelo solitario y aburrido viendo películas y durmiendo, pero las ganas de cruzar el charco y pasar tiempo alejado de casa, sumadas a las limitaciones del avión, me pudieron.

Mi inglés, por entonces, era el de un chaval que había aprendido mucha gramática con profesoras que hablaban español pero con poca conversación a las espaldas. Allí me vi, en un vuelo entre París y Toronto buscando una fila vacía de asientos para poder estirar las piernas. Y fui a dar con la cola del avión. De los diez asientos de la fila, los cuatro centrales estaban vacíos, lo que colmaba mis ansias de espacio. Los tres del lateral derecho no recuerdo, pero en la parte izquierda se distinguía una figura que había de convertirse en mi mejor compañía para las horas de vuelo.

El andrajoso avión (en mi memoria es poco menos que un coche soviético con alas) empezó a emitir en una inmensa pantalla común una película que parecía reproducida desde un VHS de los ochenta o noventa, como las que aparecían en los autobuses de aquellas excursiones que rompían la rutina escolar. No hice siquiera el ademán de interesarme por ella. Primer paseo de las azafatas:

—¿Un refresco, señor? ¿Cerveza, vino?

—Tomaré una lata de esas que tienen la hoja de arce. Es canadiense, ¿no?

—Por supuesto. Una Molson.

El compañero de fila hizo lo propio. Una cerveza para él también, pero en su caso decidió que fuera una Heineken. Curtido en mil batallas, sabía que la Canadian Molson no iba a acompañarle de la misma forma que una clásica holandesa.

Entablé mi primera conversación con aquel hombre. No recuerdo su nombre, pero acabé por saber que era algo así como un supervisor de la compañía de vuelos chárter que había alquilado aquel aparato a la aerolínea que no había recibido un avión a tiempo. Allí empecé a soltarme con el inglés, todo lo bien que pueda fluir una conversación entre un portugués y un español.

Aquel era mi segundo vuelo intercontinental y, la verdad, no recordaba que aquella vez que fui a Nueva York tuviera la facilidad que encontré en este vuelo para pedir cervezas. No sé cuántas bebería, lo que sí sé es que recibí una riña de la azafata: «Recuerde que al tomar tierra el efecto del alcohol se notará más». Bueno, qué le vamos a hacer. Me quedaba otro vuelo de cinco horas entre Toronto y Vancouver, habría tiempo para reponerse.

Mi primer contacto con la cerveza canadiense fue demasiado insípido; aquella Molson no me supo a nada. Luego ya me comentaron algunos canadienses que era lo normal: en un país tan inmensamente grande (el segundo después de Rusia), Molson era de las pocas que llegaban a todos los lugares y, por eso, tenía que ser una cerveza básica, una lager que, a su manera, pretendía emular en Canadá la figura de la Budweiser en Estados Unidos. Ambas con una graduación en torno al cinco por ciento y con una vocación de marca nacional que se apoya en el deporte como importante instrumento de marketing.

Aun así, insistí con ella. Tomé varias para intentar hacer el vuelo más llevadero y mi inglés más fluido. Lo conseguí. Llegamos a Toronto y me recuerdo correteando por la terminal de camino a la zona de equipajes para cambiar la maleta de cinta. No se cumplió el pronóstico de la azafata; el efecto de la cerveza se mantuvo en un fluido inglés y nada más. Eso sí, fue subirme en el comodísimo avión de Air Canada y allí que caí como una piedra las cinco horas de vuelo. No me dio tiempo ni a escuchar las instrucciones de seguridad. Ya había recibido suficiente Canadá en el vuelo anterior.

Aterricé en Vancouver en torno a las ocho de la noche y tomé rápido camino a mi alojamiento. Apenas pasé un día y medio aclimatándome y el 30 de junio contacté con un conocido español que tuvo a bien llevarme a ver el Brasil-España a The Pint. Era la final de la Copa Confederaciones y España perdió 3-0 contra Neymar, pero yo aquel día me empapé de cerveza local. Fue entonces cuando entendí que la cerveza solo se puede entender arraigada en un territorio. Que está muy bien y es necesario que existan marcas internacionales, marcas nacionales, pero lo importante es tener marcas cercanas con las que puedas identificarte. Yo, vancouverita de adopción desde hacía 48 horas, quería ser el más local de todos. ¡Que corra la Granville Island!

Granville Island es una pequeña península al suroeste del Downtown que, por entonces, era el centro hípster de la ciudad: galerías de arte, un mercado de fruta, verdura y pescado fresco, restaurantes, puerto deportivo y, claro, su cervecera. Volveré a hablar de Granville, porque allí estuve de vuelta seis años después y todo era mejor…

Tocaba conocer un sports bar al estilo de los de las películas, y me emocioné al encontrar nosecuántas cervezas de grifo. Me dejé aconsejar, primero con las Granville Island y, por supuesto, nada de pintas; pitchers para dos, e incluso, avanzado el día, para uno. Fue aquel día cuando conocí la medida de las cosas en aquel país, siendo «las cosas» la cerveza. The Pint se convirtió en un templo en el que descubrir cervezas y aderezos para alitas de pollo.

Mi inglés mejoró, mi forma física también, pero, sobre todo, lo que más mejoró fue mi conocimiento del mundo cervecero. Mi rutina era cuasi monacal: a las seis de la mañana llegaba al gimnasio, nadaba unos cuarenta y cinco minutos, un poco de cardio, ducha, desayuno y a clase. A mediodía, parada para comer y las clases seguían hasta las tres de la tarde. Luego, otro rato de gimnasio y esperar a que a las cinco salieran algunos compañeros para irnos a beber a alguno de los pubs que teníamos a mano: el Malone’s, el Cambie, The Pint o el preferido de los asiáticos, el Shenanigans. Allí pasábamos las horas, entre pintas y pitchers. Rara era la semana, además, en la que no teníamos despedida de algún compañero de clase y, claro, las cosas se celebran entre cervezas.

Para finales del mes de julio ya tenía todas las marcas nacionales más que trabajadas: la ya citada Canadian Molson, la Kokanee, la Granville en todas sus variantes, una Ale la mar de curiosa que venía de Toronto, la Blue Buck, y, para entonces, me lo jugaba todo a las IPA (Indian Pale Ale). Ya tocaba salir de la ciudad y tomé rumbo a las Montañas Rocosas en una excursión de autobús. Entre paisajes impresionantes y buenos ratos, todavía guardo en casa un vaso de la cervecera Mt. Begbie, por entonces una microcervecería de Revelstoke, un pueblo de no más de ocho mil habitantes. Fue, probablemente, la cerveza que mejor me supo en todo aquel verano.

Según avanzaba aquel cervecero verano, mi mundo se ampliaba. Visité la fábrica de Granville Island y probé algunas de sus rarezas, como la Ginja Ninja, una cerveza con jengibre de tono claro y un amarillo proveniente del jengibre; también probé la Robson Street Hefeweizen, de la que recuerdo la espuma potente y, qué cosas, un sabor a plátano y naranja. Obviamente, estando en Canadá tenía que tirarme a la aventura: la Kitsilano Maple Cream Ale, una cerveza con sirope de arce, producto tradicional canadiense. Como el sirope, infumable, pastosa y excesivamente dulce. No todo lo que vincula a una marca con su territorio es necesariamente bueno y el caso de la cerveza con sirope de arce es el mejor ejemplo.

El verano siguiente volví y mantuve el ritmo de verano entre cervezas, deporte e inglés. Entre 2014 y 2019 soñé con volver todos los años, pero no fue posible. Lo hice en 2019 en mi luna de miel: recién casados, mi mujer Ana y yo volvimos a Granville Island y, cómo no, a la fábrica de cerveza. En esta ocasión probamos hasta diez cervezas distintas. Incluso con las notas de cata, estaba más pendiente de disfrutar del momento que de quedarme con los datos de las cervezas.

En mi última visita a Vancouver descubrí, casi sin querer, un restaurante en mitad de Stanley Park que llevaba el mismo nombre que esta inmensa zona verde de la ciudad y que contenía una cervecería donde se elaboraban algunas de sus variedades. Este sí es un excelente caso de marca territorio ultra localizada: no es una cerveza nacional, como Molson; no es una cerveza de un barrio reconocido de Vancouver, como Granville Island, se trata de una cerveza hecha en un parque, con el nombre del parque y con la vocación de ser una marca absolutamente ligada a un territorio, a un emblema de una ciudad y a un espacio físico muy concreto.

Tan local y tan anclada está en Vancouver que ha lanzado ediciones especiales para Seven Canadá, el torneo masculino de la Serie Mundial de Rugby 7 que se celebra en el BC Place de la ciudad, o la Coast to Coast, una Hazy Pale Ale lanzada con motivo del 50 aniversario de los Vancouver Canucks, el equipo de hockey de la ciudad, como participante de la NHL.

Mis veranos en Vancouver me iluminaron para poner en marcha mi tesis doctoral. En diciembre de 2014, con el fin de empezar la investigación, me reuní por primera vez con uno de mis directores, Francis Paniagua. Con él tenía la confianza de haber sido alumno en la licenciatura y en los cursos de doctorado. Después de un par de intentos fallidos que apenas llegaron a algo, me senté con Francis y centré el tiro a raíz de una sencilla propuesta: «Tienes que hacer algo que te guste; que te enamore». Y me presentó el concepto de la marca territorial. De aquel despacho salí con las pilas cargadas y con millones de ideas.

¿Algo que me guste? Claro, la propuesta era sencilla: la cerveza. Lo mío es la comunicación, sobre todo la digital, así que tendríamos que unir comunicación y cerveza de alguna manera y, en ese proceso, apareció mi otro director, Jordi de San Eugenio. Conversaciones, ideas y trabajo durante algunos meses me llevaron a la conclusión: «Marcas de cerveza e identidad territorial: Generación de valor en medios sociales». Había sembrado uno de los proyectos más importantes de mi vida, mi tesis doctoral.

Algo más de dos años de trabajo en los que me encontré con la disposición y cercanía de Frederic Segarra, del grupo Damm; Miguel Ángel Cabrero y Alicia Romero, del grupo Mahou-San Miguel, y Carlos Pastor, del grupo Heineken. También me encontré con evasivas, noes y una serie de decepcionantes correos y llamadas sin respuesta. El camino estuvo jalonado, también, por decenas de entrevistas y cuestionarios para generar un Delphi con enjundia, mucho análisis de contenido e infinitas horas delante del ordenador, leyendo, escribiendo, borrando, desesperándome e ilusionándome.

El 12 de mayo de 2017 defendía mi trabajo ante un tribunal presidido por la doctora Marga Cabrera, de la Universidad Politécnica de Valencia, con Bernardo Gómez, de la Universidad de Málaga, como secretario y con Xavier Ginesta, de la Universitat de Vic - Universitat Central de Catalunya, como vocal. Fue, sin duda, uno de los días que recordaré con especial cariño. Por entonces andaba trabajando como director de comunicación de una entidad educativa nacional en Madrid. Fue un fin de semana feliz, sin duda.

Con el tiempo fui aterrizando la tesis y su utilidad, y en 2019 decidí que era el momento de traducir aquel trabajo académico y publicar un libro en el que resumir de manera sencilla algunas de las conclusiones recogidas en la tesis e, incluso, aprovechar para presentar nuevas conclusiones sin el corsé del academicismo.

Hacer una tesis es una tarea ardua, desquiciante por momentos, pero se lleva mejor si el tema es atractivo. Y no se me ocurre nada más atractivo que una buena cerveza que te traslada a un lugar por sí misma. Como aquella vez que en Cork, Irlanda, me tomé una Molson, esa insípida canadiense que me llevó a recordar esos veranos maravillosos.

Una vez hecha la investigación, cuando uno la deposita, la presenta, la archiva y la ve cada mañana en la estantería del salón, aparece un sentimiento de «y ahora, ¿qué?». He seguido publicando artículos académicos, he seguido desarrollando otros temas en torno a la tesis, gracias a ella he avanzado y se me han abierto puertas. Pero el mundo académico peca, en muchas ocasiones, de una cierta superioridad moral que solo se puede resolver poniendo a disposición de todos los públicos el conocimiento.

Lejos de sesudas citas bibliográficas, de desarrollos metodológicos que dan presteza o un análisis que dé una profundidad suficiente, la Academia debe, en según qué momentos, presentar el conocimiento accesible a todos. Por eso, a pesar de la posibilidad de leer los cientos de páginas de mi investigación, prefiero presentar este libro con las ideas principales y conclusiones de mi trabajo de una forma más digerible.

La cerveza en la literatura

Si hay algo que han necesitado históricamente los escritores ha sido la inspiración de las musas. Las musas suelen ser las mejores amigas de escritores y escritoras, porque son las que hacen que uno se sienta cómodo delante del folio en blanco.

Las musas, excepto indecorosas excepciones, siempre han tenido forma de botella. Carlos Mayoral, en Etílico, ya se encargó de señalar la importancia del alcohol en las letras. Pero, más específicamente, la cerveza aparece cincuenta veces en las casi doscientas páginas de aquel libro de 2016.

Seguramente, ninguno podría imaginarse a Charles Bukowski de otra forma que no sea con un cigarrillo y rodeado de botellas. El poeta americano era un genio que exigía al alcohol ser su inspiración. La cerveza era lo menos malo que se metía en el cuerpo.

Poe, Scott Fitzgerald, Hemingway y Plath son los otros cuatro protagonistas de la novela de Mayoral. Yo recuerdo que acabando la redacción de mi tesis hice lo propio. Cuando mi mujer y yo vivíamos separados, me propuse avanzar tan rápido como pudiera en mi trabajo. Era una necesidad imperiosa. Recuerdo que le comenté, feliz, que estaba a punto de poner el punto y final en el documento. Que estaba acabando de escribir mi tesis. Yo, de buen comer, le dije que no pensaba siquiera levantarme a hacerme la cena. Seguía escribiendo casi a oscuras para no romper la dinámica que llevaba. Estaba muy arriba y no quería romper la magia.

Como buena amiga, quiso cenar conmigo desde la distancia y decidió que había que celebrar ese momento. Tocaron a la puerta y… no, no era ella, que estaba trabajando fuera. Era el repartidor que me traía sushi. En el mismo gesto que recogía la cena que me enviaba, paré en la cocina y cogí un par de tercios de cerveza. Una para quitarme la sed, la otra para disfrutarla.

Puse el punto final y me tomé la tercera. Escribir con la ayuda del alcohol es, de cuando en cuando y con responsabilidad, una experiencia que cualquiera debe vivir. Las letras fluyen, incluso al día siguiente tienen sentido, tienen coherencia, tienen creatividad.

Así que brindemos, como señaló el filósofo animado Homer Simpson, por el alcohol: causa y a la vez solución de todos los problemas de la vida.

Medios sociales y marca territorio. La explosión de lo local en lo global

Hablamos de medios sociales digitales o de redes sociales de manera indiferente, pero en alguna de las conversaciones que tuve con expertos antes de dar a luz mi tesis doctoral me quedó claro que, aunque pueda parecerlo, no son lo mismo. ¿Por qué? Es algo muy sencillo. Las redes sociales son las que tejemos como miembros de una sociedad, es decir, nuestra red social se desarrolla en nuestro ámbito personal, laboral, lúdico… Esto significa que la red social, como tal, es cualquier conexión que nos une.

Hay muchísima literatura académica en torno a la teoría de los medios sociales. Pero, como en casi todos los campos, especialmente en el de las Ciencias Sociales, el mundo académico va a un ritmo diferente. Más lento. Los investigadores necesitamos un tiempo del que, en el mundo digital, muchas veces es imposible disponer.

En el caso de mi tesis doctoral, hablo de un caso de estudio. Con el título Marcas de cerveza e identidad territorial. Transmisión de valores de marca territorio en medios sociales, se profundiza en el uso de Facebook. Mis directores y yo decidimos profundizar en una red social en un escenario cambiante. Es, como a continuación veremos, el medio social más utilizado con grandes diferencias numéricas con su seguidor.

Sin embargo, hay otra red que creo necesario recoger en estas páginas: Twitter. Durante años se incluía a Google+, aquella red que hoy descansa en paz y que muchos incluían en tratados, ensayos, artículos y estrategias con más voluntad que creencia. Google+ murió porque nació ya muerta. Aquella red social se utilizaba de forma casi obligatoria para mejorar resultados de posicionamiento, pero, me temo, nunca nadie creyó en ella. Sin embargo, aunque el número de plataformas sociales crece casi cada día, vamos a ver tres que son básicas para cualquier estrategia. En este caso, en las estrategias de transmisión de valores de marca territorial.

Por otro lado, descartamos Instagram dado que en el espacio de tiempo en el que se desarrolló el trabajo se trataba de una red todavía en cambio y que en nada se parecía a la red multiformato que hoy tenemos. Apenas se compartían fotos y la llegada del vídeo no era algo que los usuarios tuvieran aún en mente.

1. La marca territorio

¿Qué es la marca territorial? Este apartado debería explicarlo muy profundamente mi amigo y codirector Jordi de San Eugenio. La idea de sumergirme en estos conceptos teóricos nació de Francis Paniagua, igualmente amigo y codirector de tesis.

Me serviré de lo que ha escrito San Eugenio. La marca territorio (en inglés, place branding) se define como la realidad del espacio físico e intangible en que hay que tener en cuenta tanto las cualidades o atributos tangibles o intangibles no identificables como las creencias, actitudes, roles, estereotipos y experiencias previas que los individuos tienen con respecto a las marcas, productos, servicios, empresas y territorios.

Pero hay una definición completa, que es la que da la Organización Mundial del Turismo: