Texturas 50: Del oficio editorial - Imanol Zubero - E-Book

Texturas 50: Del oficio editorial E-Book

Imanol Zubero

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Beschreibung

En este número de Texturas se pueden encontrar textos de Imanol Zubero, Vicente Luis Mora, Joaquín Rodríguez, Carlos Fortea, Pierre Nora, Maica Rivera & Constantino Bértolo, Josep Mengual & Enrique Murillo, Míriam Gázquez Cano, M. Gómez, P. A. Marín & M. Valencia, Santiago Hernández, Camilo Ayala Ochoa, Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella e Ismael Gómez García.

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Índice

[I]

Datos, información, conocimiento

La erosión digital como problema para la lectura crítica de literatura

En la cola del paro

El lugar de los escritores

[2]

La lectura inteligente

Ésta es la historia de una derrota (pero no la de Constantino Bértolo)

Enrique Murillo, editor

Juan Ramón Masoliver: editar tras la guerra

La internacionalización de la literatura colombiana

Céleste Albaret, editora de Proust

[3]

Letras impostoras

Apuntes de un traductor

Libros NFT y las nuevas fronteras del oficio editorial

Publicidad

Recomendaciones

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Comenzar a leer

Créditos

Últimos números www.tramaeditorial.es

Colofón

[1]

Datos, información, conocimiento

Imanol Zubero

Universidad del País Vasco

A pesar de disponer de una biblioteca personal de varios miles de volúmenes (o tal vez por eso) soy un usuario muy habitual de las bibliotecas públicas, para tomar libros en préstamo, pero también para otras actividades. Esta semana, por ejemplo, pasé una hora muy agradable trabajando en la biblioteca de la Romo Kultur Etxea antes de dar una charla sobre robotización y futuro del empleo que organizaba un grupo cultural del barrio; ayer saqué en préstamo de la Biblioteca Central de la UPV varios libros para preparar algunos trabajos, entre ellos esta ponencia; el miércoles tuve la oportunidad de presentar en la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta, en Bilbao, el último libro del escritor italiano Erri de Luca, acompañando al autor ante un centenar de personas que acudieron al acto y tuvieron ocasión de conversar con el creador y de que este les firmara sus libros. Aún guardo mi primer carnet de usuario de la biblioteca municipal de mi pueblo, Alonsotegi, en la que durante cuatro décadas el bibliotecario fue mi primo José Mari, una auténtica institución local (lo contaba Elixane Castresana en 2013); y hoy en día uso mi carnet para disfrutar de las muchas posibilidades que ofrece la Red de Lectura Pública de Euskadi.

También soy librívoro. Hago mía la cita con la que Bernard Lahire (2009) introduce su libro Sociología de la lectura: «La lectura es un acto místico, más bien gnóstico, un acto total en cada una de sus frases, una evasión, una entrega personal, un intercambio, un acto de amor y conocimiento siempre posible y con tantos libros que podría hablar de ello en todo lugar y en todo momento». Pero no soy un librívoro sectario, fanático: acepto y respeto que haya otras muchas formas de relación con los libros y hasta reconozco la humanidad de quienes (¡pobres criaturas!) no tienen ninguna relación con ellos.

En esta exposición voy a renunciar a la comodidad de la presentación acompañada de un power point y me voy a someter, a la disciplina de la escucha atenta, que es la más parecida a la de la lectura atenta. Y a medida que los cite iré poniendo libros sobre la mesa, como si esto fuera una biblioteca. Para tentaros, para enredaros. Para ser, por un momento, esa figura esencial que es la bibliotecaria, el bibliotecario, sin la cual la biblioteca se ve reducida a un almacén o un puesto de libros. Figura que, por cierto, solo merece un parco artículo, el 24, en la Ley (frente a nueve extensos artículos que plantean el régimen sancionador). Se dejó dicho en la Ley que habría un reglamento que determine las condiciones profesionales de esta figura esencial pero hoy es el día en que seguimos esperando ese desarrollo...

Hace quince años, en octubre de 2007, el Parlamento Vasco aprobó la Ley de Bibliotecas de Euskadi. Seguramente no es preciso hacerlo en un foro como este, de profesionales, pero me permitiréis que, como persona usuaria de las bibliotecas, recuerde lo que en la exposición de motivos de la Ley se dice sobre el propósito de la misma:

Con esta ley se pretende garantizar la protección del derecho fundamental a la libertad de expresión y al acceso público a la información, y, en suma, animar y extender en todos los sectores de la sociedad vasca el hábito de la lectura como pilar básico de la formación, desarrollo y educación del individuo, entendiendo, para ello, que el objetivo de los servicios que prestan las bibliotecas públicas ha de ser, por tanto, promover la igualdad de oportunidades de los ciudadanos para que desde su libertad puedan cultivarse, realizar sus intereses literarios y culturales, aumentar constantemente sus conocimientos, mejorar sus capacidades personales y cívicas, acceder a las realidades internacionales y aprender a lo largo de toda la vida.

Casi nada. Pero, por si esto fuera poco, se continúa diciendo: «Para tal fin se considera fundamental abordar la institución bibliotecaria desde una perspectiva más ambiciosa, que la impulse a convertirse en un auténtico motor de educación, cultura e información y como agente de fomento de la paz, la tolerancia y los valores inherentes al ser humano». Desde esta perspectiva, «la red de lectura pública constituye el equipamiento básico e imprescindible para el desarrollo social y cultural en la sociedad de la información y el conocimiento». Lo dicho: casi nada.

También me parece importante recordar el concepto de biblioteca que contiene la Ley y que recoge en su artículo 3.1:

Se entiende por biblioteca, a efectos de esta ley, cualquier conjunto organizado de libros, publicaciones periódicas o en serie, grabados, mapas, grabaciones sonoras, documentación gráfica, fotográfica, audiovisual, multimedia y electrónica y otros materiales o fuentes de información, manuscritos, impresos o reproducidos en cualquier tipo de soporte, que tenga como finalidad reunir y conservar estos documentos y facilitar su uso a través de los medios técnicos y personales adecuados para la información, la investigación, la educación o el ocio.

Hablamos, pues, de BIBLIOtecas, con acento en la «biblio». Que luego pueden tener su correspondiente sección de mediateca, videoteca, hemeroteca, audioteca, fototeca o loquevengateca, pero que se organizan en torno a y en función de ese objeto que es más que un objeto: el libro.

Aunque no sea la perspectiva sociológica con la que más me identifico y trabajo, recurriría a la llamada Teoría del Actor-Red del recientemente fallecido Bruno Latour para calificar al libro de «actante», es decir, de actor no-humano que interacciona con actores humanos para construir realidades sociales diferenciadas de aquellas en las que el actante fuera otro: por ejemplo, una pantalla.

También podríamos recurrir a otra perspectiva, esta más próxima a mi marco teórico y a mi práctica investigadora, como es la de la Tecnología Autónoma de Langdon Winner. Utilicé esta perspectiva para elaborar mi tesis doctoral, que defendí en fechas ya tan remotas como 1991, en la que analizaba la cuestión de la participación de los sindicatos en la introducción de nuevas tecnologías en las empresas. Puede parecer una temática muy alejada de la que hoy nos reúne –¿qué tienen que ver los robots industriales con los libros?–, pero no lo es tanto.

Según esta teoría, que conversa críticamente con el paradigma dominante cuando se habla de artefactos y tecnologías, el de la neutralidad (es decir, considerar que los objetos no son más que cosas, por lo que sus posibles efectos sobre nuestras vidas van a depender de la intención o el objetivo con el que los usemos), los artefactos, las cosas, los objetos que construimos, tienen política: «Escudado en la convicción de que la tecnología es neutral y meramente instrumental, va construyéndose un nuevo orden –paso a paso, y pieza a pieza, con piezas y partes que van estructurándose en modos cada vez más nuevos– sin la menor posibilidad pública de toma de conciencia o discusión de los cambios que van teniendo lugar» (Winner, 1979). De este modo, a menudo caemos presas del sonambulismo tecnológico. Sus consecuencias son muy relevantes:

Las distintas ideas acerca de la vida social y política suponen distintas técnicas para su realización. Es posible crear sistemas de producción, energía, transporte, información, etc., que resulten compatibles con el surgimiento de individuos autónomos y autodeterminados, en el interior de un contexto democrático. Es posible construir, quizá sin darse cuenta, formas técnicas que resulten incompatibles con ese objetivo, y asombrarse entonces de lo mal que pueden llegar a marchar las cosas (Ibid.).

Me parece muy pertinente aplicar las ideas de Winner al campo de la información. Un ámbito en el que la perspectiva dominante oscila entre la banalización irresponsable y la manipulación reaccionaria.

El titular de un artículo de El País el 23 de febrero de 2015 no podía llamar más la atención: «Siete razones por las que se debe encender el móvil en clase». El subtítulo no aclaraba mucho más, aunque remarcaba el carácter imperativo del texto: «La tecnología ya ha llegado a las aulas, pero a menudo la pedagogía que se usa aún le da la espalda. Todos los soportes valen para dar a esta herramienta el mejor uso educativo». Un texto que se abría con esta taxativa afirmación: ««Encended los teléfonos móviles». Cuando esta sea la primera frase que el profesor diga a sus alumnos al entrar en la clase, en lugar de que los apaguen, el cambio será real. En el mundo actual plenamente digitalizado, la entrada de esta en la educación ya no tiene vuelta atrás» (Pérez de Pablos, 2015).

Perdón por la autocita, pero en 1996 publiqué un artículo titulado «Participación y democracia ante las nuevas tecnologías» (Zubero, 1996) en el que criticaba el determinismo práctico que caracteriza a la mayoría de la información, básicamente promocional, sobre nuevas tecnologías presentada por los grandes medios de comunicación. El artículo al que me estoy refiriendo es un ejemplo canónico de este tipo de información. Entre las supuestas razones por las que se debería encender el móvil en clase, el artículo de El País hablaba de que el alumnado «lleva toda la información encima»; de que «la clase no es el único lugar donde se aprende», defendiendo el uso de las apps educativas; o que, «como todo el mundo», el profesorado se maneja con esas tecnologías tan bien como el alumnado y que, si fuera preciso, cuenta con apoyos expertos en los centros educativos. ¿Razones? Veamos.

Se dice que el alumnado lleva toda la información encima. En primer lugar, no es cierto: la alumna, el alumno, lleva consigo sólo la información a la que puede acceder vía Internet, que es mucha, muchísima, sí, pero ni es toda ni es siempre la más relevante. Por otro lado, un artículo publicado solo tres días después por la misma informadora en el mismo diario señalaba, a partir de un estudio internacional que analizaba las competencias digitales del alumnado de 13 años en 21 países, que «sólo el 2% de los alumnos distingue la información relevante en Internet». ¿De qué sirve, entonces, llevar toda la información encima?

Se dice que la clase ya no es el único lugar donde se aprende. No lo ha sido nunca. Antes de Internet también se aprendía a través del diario, de la radio, la televisión o el cine (además de en la familia, el grupo de iguales, las asociaciones intermedias o la calle), pero a nadie se le ocurrió jamás meter en el aula «sin apagar» a ninguna de estas instancias socializadoras y educadoras. Al contrario, lo que se ha buscado siempre es relacionar, sí, todas estas instancias, pero marcando una evidente distancia entre las mismas y la escuela, un espacio que sólo puede cumplir su función educativa gracias precisamente a esta distancia. Lo expresa perfectamente García Montero (2008) cuando escribe: «El camino que conduce de la casa a la escuela es también la distancia obligada entre un espacio privado y un espacio público dispuesto a hacerse respetar. Ninguna educación para los ciudadanos resulta tan eficaz como ese camino que hay que recorrer entre la casa de cada alumno y la escuela, el camino que permite alejarnos un poco de nuestra identidad particular, llegando a la pizarra de todos, la escuela única».

El resto de las supuestas razones no son otra cosa que la expresión de que lo que ya se puede hacer (digitalizar masivamente la escuela) se debe hacer. Pero la cuestión es si se ha justificado suficientemente el debe: yo creo que no. Por cierto, todo el artículo, extenso (ocupaba una página completa del diario), se sustentaba sobre la opinión de un solo informante: el director de Educación de la Fundación Santillana, Mariano Jabonero. Como sabemos Santillana pertenece a Prisa, editora del diario, y en aquellos tiempos la editorial especializada en material educativo se había metido de lleno en el terreno del material digital destinado a la educación. Vender libros en papel o vender contenidos digitales, al cabo viene a ser lo mismo: se trata de vender. Cañones o mantequilla. Desde esta perspectiva, el supuesto artículo no pasaba de ser un publirreportaje camuflado de información fundada.

Pero si releemos el artículo y lo contrastamos con lo que plantea el filósofo Roberto Casati (2015) en Elogio del papel, el asunto me parece mucho más preocupante. No intentaré resumir su contenido: recomiendo su lectura reposada e íntegra. Sólo recogeré aquí tres de sus ideas:

El

colonialismo digital

es una ideología que se resume en un principio tan simple como peligroso: «Si puedes, debes». Si es posible hacer que una cosa o una actividad migren al ámbito digital, entonces

debe

migrar. Pero esto es más que cuestionable. Como cualquier otra tecnología, la digitalización puede resultar emancipadora en algunos casos, pero no en otros.

La lectura está amenazada, nos la roban. El ordenador ha contribuido a erosionar el tiempo de lectura de libros; de la lectura en profundidad, que no surge de manera natural: hay que aprender a practicarla y, una vez aprendida, hay que protegerla. El libro en papel presenta ventajas cognitivas: la linealidad facilita la comprensión, su calidad de objeto aislado, de objeto en sí, no conectado, facilita la atención. Si leer significa aislarse para profundizar, los nuevos dispositivos electrónicos, sobrecargados de aplicaciones que nos invitan a bifurcar nuestra atención, no nos ayudan en nada. Esta es la tesis bien fundamentada de Nicholas Carr (2011) en

Superficiales

, obra fundamental a la que en seguida me referiré (por cierto, publicada por Taurus... ¡filial de Santillana!).

La escuela presenta la característica de ser un ámbito protegido, en el seno del cual habría que aprender a procesar la información y no contentarse con buscarla o recibirla. Habría que defender este espacio protegido y resistirse a la introducción incondicional de instrumentos que favorecen (casi exigen) el

multitasking

y el

zapping

. Ya usan estas tecnologías digitales fuera de la escuela; por eso, debería resultar interesante que los estudiantes fueran al colegio para hacer cosas muy

diferentes

de las que se hacen

habitualmente

en la sociedad.

Como conclusión: «La escuela debe, en cierta medida, resistirse a las tecnologías distrayentes, precisamente porque ya cuenta por sí misma con la inmensa ventaja de ser un espacio protegido en el cual el zapping está excluido por definición; ventaja que le permitiría no tener que correr tras el cambio tecnológico y, al mismo tiempo, generar, gracias paradójicamente a sus inmensas inercias, el verdadero cambio, que es el desarrollo moral e intelectual de los individuos» (Casati).

Pues vamos con Carr, cuya reflexión tiene mucho que ver con esa crítica de Casati a las tecnologías distrayentes. Para ello, volvemos al diario El País y pasamos de las aulas a la literatura. El 26 de febrero de 2011 este periódico acogía en su suplemento Babelia un largo artículo firmado por Elisa Silió titulado «Mutaciones literarias», que anunciaba el comienzo de una nueva era en la edición literaria (considero exagerado hablar de una «nueva era literaria», como se hace en el artículo): «Escribir y leer ya no es lo que era. Con algo de retraso, la literatura con extensiones en otros formatos y soportes multimedia y online se extiende en España. Es la evolución de la creación literaria más allá de las fronteras conocidas dando origen al llamado libro transmedia». El artículo se apoya en algunos ejemplos de literatura transmedia y, sobre todo, en las tesis sobre la convergencia cultural entre viejos y nuevos medios propuestas en 2006 por Henry Jenkins:

Con convergencia me refiero al flujo de contenidos a través de múltiples plataformas mediáticas, la cooperación entre múltiples industrias mediáticas y el comportamiento migratorio de las audiencias mediáticas, dispuestas a ir casi a cualquier parte en busca del tipo deseado de experiencias de entretenimiento. [...] La convergencia representa un cambio cultural, toda vez que se anima a los consumidores a buscar nueva información y establecer conexiones entre contenidos mediáticos dispersos.

De entrada, la idea de transmedia resulta atractiva. Un blog es un ejemplo de este tipo de producto comunicativo que aúna e integra texto, imagen, sonido, vínculos con otras obras, y permite la participación del lector. Pienso en la posibilidad de volver a leer El Señor de los Anillos en formato transmedia y la idea me gusta. Poder acompañar la historia con el visionado de las espectaculares imágenes rodadas por Peter Jackson o de las evocadoras ilustraciones de John Howe [con este hipervínculo hago un guiño transmediático], o poder recurrir a las obras que sobre Tolkien han escrito Joseph Pearce o Michael White, cuya lectura nos ayuda a comprender mejor las claves del genial relato.

Sin embargo, el libro de Nicholas Carr introduce dudas de calado sobre el en principio atractivo futuro transmedia consecuencia de la convergencia cultural. Partiendo del repetido aforismo de Marshall McLuhan –«El medio es el mensaje»– Carr se ocupa no de los contenidos que circulan por Internet, sino del estilo de pensamiento que, en su opinión, la propia estructura de la Web exige y produce: «Lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la Web: en un flujo veloz de partículas».

Carr hace suya la caracterización del mundo digital como un «ecosistema de tecnologías de la interrupción». «Cuando nos conectamos a la Red –afirma–, entramos en un entorno que fomenta una lectura somera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial. Es posible pensar profundamente mientras se navega por la Red, como es posible pensar someramente mientras se lee un libro, pero no es éste el tipo de pensamiento que la tecnología promueve y recompensa». «La Red atrae nuestra atención sólo para dispersarla», advierte Carr. «La Red es, por su mismo diseño, un sistema de interrupción, una máquina pensada para dividir la atención».

En su libro Carr se refiere a una gran cantidad de experimentos e investigaciones que, en su opinión, sustentan su tesis de que en Internet no se lee; como mucho se desarrolla una «actividad de rastreo» a la búsqueda de ese titular, ese resumen o ese concepto que nos sea de utilidad en un momento concreto. Como consecuencia, la manera de leer tradicional, asociada al libro impreso, parece estar en retroceso en el nuevo mundo digital. «Para algunas personas –advierte Carr–, la mera idea de leer un libro se ha vuelto anticuada, incluso algo tonta –como coser tus propias camisas o descuartizar una vaca–». ¿Para qué «perder» tiempo perdidos entre los anaqueles de una biblioteca si Google me ofrece mucha más información y, sobre todo, mucho mejor dirigida a mis intereses concretos?

El declive de la lectura tradicional no es sino el indicador de un cambio mucho más relevante: el declive de la mente líneal –«calmada, concentrada, sin distracciones»– que se ve desplazada «por una nueva clase de mente que quiere y necesita recibir y diseminar información en estallidos cortos, descoordinados, frecuentemente solapados –cuanto más rápido, mejor–», concluye. La descripción que Carr hace de la colonización de la literatura por esa tecnología intelectual que es la Red resulta desasosegante:

La tendencia de Internet a transformar todo medio en un medio social surtirá un efecto de gran alcance en las maneras de leer y escribir, esto es, en el lenguaje mismo. Cuando la forma del libro cambió y permitió con ello la lectura en silencio, una de las consecuencias más importantes fue el desarrollo de la escritura privada. Los autores, capaces de suponer que un lector atento y comprometido tanto intelectual como emocionalmente «aparecería al fin para darles las gracias», traspasaron rápidamente los límites del discurso social para comenzar a explorar una riqueza de formas marcadamente literarias, muchas de las cuales no tenían cabida fuera de la página impresa. Esta nueva libertad del escritor privado condujo, como hemos visto, a una explosión experimental que expandió el vocabulario, ensanchó los límites de la sintaxis y aumentó la flexibilidad y la expresividad del lenguaje en general. Ahora que el contexto en que se produce la lectura vuelve a cambiar, de la página privada a la Red comunitaria, los autores volverán a adaptarse. Cada vez serán más los que ajusten sus obras a un medio que el ensayista Caleb Crain describe como gregario, en el cual la gente leerá principalmente «para experimentar la sensación de pertenencia», más que para ilustrarse o evadirse. Cuando el ámbito social prima sobre el literario, el escritor se ve abocado a descartar la virtud y la experimentación en aras de un estilo inocuo pero inmediatamente accesible. La escritura se convertirá en una forma de registrar banales chácharas.

Pero no se trata solo de la forma en que leemos. Sherry Turkle, psicóloga del Massachusetts Institute of Tecnology (MIT), lleva toda su vida profesional dedicada a estudiar los efectos que la interacción con Internet, las redes sociales y el entorno digital tienen sobre nuestras vidas. En los Ochenta y Noventa publicó dos libros de referencia, The Second Self: Computers and the Human Spirit (1984), y Life on the Screen: Identity in the Age of the Internet (1995; hay edición en castellano en Paidós, 1997), en los que hacía una lectura esencialmente positiva de las posibilidades que estas tecnologías ofrecen para «doblar» nuestras vidas, para vivir plenamente en dos mundos, el online y el offline, el virtual y el real. En 2012 empieza a revisar esta posición en su libro Alone Together. Why We Expect More from Technology and Less from Each Other (puede escucharse al respecto en castellano su conferencia TED; otro guiño transmedia, para que vean que no soy un ludita), revisión crítica que profundiza en el libro En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital (2017).

Aunque la autora se apresura a declarar que su tesis «no es antitecnología [sino] proconversación», su perspectiva se asemeja ahora a la de Carr, que nos alerta contra la superficialización de nuestras vidas como efecto de Internet. En esta línea, Turkle advierte –¡ahí es nada!– de que «la tecnología está implicada en un ataque contra la empatía», al desacostumbrarnos de hábitos hasta hace poco tan normales como conversar preferentemente cara a cara –«La conversación cara a cara es el acto más humano, y más humanizador, que podemos realizar. Cuando estamos plenamente presentes ante otro, aprendemos a escuchar. Pero hoy en día buscamos formas de evitar la conversación»–, presentarnos en público sin «editar» permanentemente nuestra imagen ideal y, sobre todo, sin estar sometidos a la tiranía de la interrupción permanente: «Olvidamos lo extraño que se ha vuelto esto, que mucha gente joven ha crecido sin haber experimentado ninguna conversación sin interrupciones en la mesa a la hora de cenar ni durante un paseo con sus padres o con amigos. Siempre han tenido sus teléfonos a mano». Y esto no es algo simplemente curioso o anecdótico, sino que tiene consecuencias importantes:

El efecto que los teléfonos tienen en nuestras conversaciones en persona es un problema. Los estudios demuestran que la mera presencia de un teléfono sobre la mesa (incluso de un teléfono apagado) cambia aquello sobre lo que la gente habla. Si creemos que nos pueden interrumpir, mantenemos una conversación ligera, centrada en temas que generen poca controversia o intrascendentes. Y las conversaciones con teléfonos a la vista impiden la conexión empática.

Pero la digitalización parece imparable. De entre los muchos ámbitos analizados por Turkle, destaco en este breve comentario su crítica por la fascinación tecnológica que se ha apoderado del mundo educativo: «Si tratases de diseñar una tecnología educativa perfectamente adaptada a la sensibilidad de la hiperatención, probablemente terminarías utilizando los MOOC» (Massive Online Open Courses), escribe. Frente a esta perspectiva, la autora reivindica con vigor el valor de la clase presencial:

Si preguntas a aquellas personas que han estudiado durante toda su vida de dónde procede su pasión por aprender, generalmente hablan de un profesor que los inspiró y los marco profundamente. El aprendizaje más potente tiene lugar en el marco de una relación. ¿Qué tipo de relación puedes establecer con un profesor que imparte sus conocimientos desde un pequeño rectángulo en la pantalla del sistema de entrega de contenidos del MOOC? [...]

La clase presencial tiene más virtudes. Obliga al profesor a integrar el contenido y su crítica. Enseña a los estudiantes que ninguna información debe separarse de la oportunidad de debatirla y cuestionarla «en directo». Cuando un buen profesor da clases varias veces a la semana, improvisa partes nuevas de su discurso cada vez. Escriben nuevas secciones una semana o un mes o la noche antes. Adaptan sus clases a los sucesos de actualidad para hacerlas más relevantes. En cambio, una vez se ha preparado el guion para una clase en línea, y ya está filmada, editada y colgada, es difícil, aunque no imposible, que se introduzcan cambios de este tipo. Es lógico pensar que «la mejor versión» de esa clase ya está recogida en el vídeo.

Cuando el consejero delegado de la iniciativa educativa virtual del MIT mencionó la idea de que un buen actor podría ocupar el lugar de un buen profesor, nadie rechazó la sugerencia de plano; al contrario, la idea dio mucho que hablar en internet. Los estudiantes se quejan de que se aburren. Entonces, ¿qué hay de malo en que la presentación del contenido esté en manos de profesionales de la presentación, como por ejemplo Matt Damon? [...] Puesto que un aula virtual no es un espacio de conversación, ¿por qué no utilizar a un actor?

Y sobre esto, sobre la importancia de la presencia (física, real, esforzada) en la educación versa el libro de Massimo Recalcati, La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza (2016). En una escuela crecientemente dominada por modelos hipercognitivos, ajenos (incluso hostiles) a cualquier preocupación por los valores, donde las «competencias» más instrumentales y aplicadas son la clave de una educación dirigida por el principio de rendimiento, Recalcati reivindica la importancia vertebral de la hora de clase: «Uno de los problemas de la Escuela hoy en día es que los docentes se ven oprimidos durante la mayor parte del tiempo por tareas que son completamente ajenas a la actividad didáctica, es decir, a la tarea específica del enseñante. La hora de clase, que debe ser el latido del corazón de la Escuela, se ve marginada por actividades que exceden de la enseñanza en sentido estricto, aplastada bajo la prensa de una evaluación cada vez más reducida a medida». Una hora de clase que, según el autor, «puede cambiar una vida, dar al destino otra dirección, consagrar para siempre lo que sólo estaba débilmente esbozado». Porque la hora de clase es, sobre todo, una oportunidad para el encuentro y, en ese contexto de encuentro, para el surgimiento de lo inesperado. Algo que no puede ocurrir en el espacio aséptico y previsible de la formación virtual:

En esta época en la que la horizontalidad infinita y al alcance de la mano de la Red parece desbancar la función del maestro ofreciendo un saber aparentemente sin límites, hay que recordar que ésta no puede conocer el arte del tropiezo, no puede encarnar de ninguna manera el saber que pone a disposición, no puede animar la erótica de aprendizaje, puesto que carece de cuerpo. [...] Pensar en transmitir el saber sin tener que pasar por una relación con quien lo encarna es una ilusión, porque no existe didáctica más que dentro de una relación humana. Quienes aspiran a reducir el proceso de aprendizaje y de enseñanza a l transmisión tecnológica y aséptica de la información y ponen sus esperanzas en la definición de metodologías eficientes de asimilación, organización y evaluación del conocimiento, pretenden eliminar la intrusión del cuerpo en la relación didáctica y comenten un error obsesivo en sentido clínico. Creen que es posible separar netamente los afectos de la representación y piensan que con esta separación queda garantizado un saber objetivo e inatacable, un saber capaz de ser dueño del ser.

Durante la ola de calor que hemos sufrido en verano se habilitaron las bibliotecas, entre otros recursos públicos, como «refugios climáticos». Fue una medida de emergencia, extraordinaria. Deberíamos ver a las bibliotecas públicas como refugios cívicos, democráticos, y hacerlo con carácter también de urgencia, pero con horizonte estructural, de largo plazo, ordinario.

Eric Klinenberg es un sociólogo de Chicago que ha escrito un libro muy recomendable, Palacios del pueblo: Políticas para una sociedad más igualitaria (2021). Su punto de partida es el concepto de infraestructura social, la idea de que la ciudad construida (las aceras, las plazas, los edificios públicos...) configura el tipo de relaciones sociales que surgen entre sus habitantes:

Cuando la infraestructura social es sólida, fomenta que amigos y vecinos traben relación, se apoyen y colaboren entre sí; cuando está deteriorada, inhibe la actividad social y obliga a que tanto las familias como las personas que viven solas tengan que buscarse la vida. La infraestructura social tiene una importancia tremenda, porque las interacciones locales cara a cara –en el colegio, en los parques infantiles y en la cafetería de la esquina– cimientan toda la vida pública. Las personas establecen vínculos en sitios que cuentan con infraestructuras sociales saludables no porque pretendan forjar una comunidad, sino porque es inevitable que las relaciones prosperen cuando las personas tienen un trato prolongado y recurrente (sobre todo, mientras hacen actividades con las que disfrutan).

La vida social precisa de unas condiciones materiales (infraestructurales) adecuadas. Apostar por buenas infraestructuras sociales, públicas y de acceso universal (escuelas, parques, plazas, bibliotecas...), que inviten a detenerse y encontrarse, que no sean simples espacios, sino que se conviertan en lugares, en hábitats de significado, es imprescindible si queremos detener y revertir la tendencia a la mercantilización de la vida urbana.

La distancia social y la segregación –tanto en los espacios físicos como en las líneas de comunicación– engendran polarización, mientras que el contacto y la conversación nos recuerdan que todos somos humanos, sobre todo cuando el trato es recurrente y entraña pasiones e intereses compartidos. En las últimas décadas, hemos perdido las fábricas y las ciudades industriales donde antaño los distintos grupos étnicos formaban comunidades obreras. Hemos hecho que nuestros barrios estén más segregados por clase. [...] Estas condiciones facilitan la vinculación social en el seno de ciertos grupos, pero, como fomentan la polarización, dificultan tender puentes sociales. Y divididos pereceremos. No va a ser fácil restaurar el espíritu de propósito común y de humanidad compartida necesario para la vida ciudadana, pero, como no construyamos infraestructuras sociales de mayor calidad, la ardua tarea que nos aguarda será imposible. Está en juego el futuro de nuestra democracia.

Una de estas infraestructuras sociales potenciadoras de las interacciones ciudadanas son las bibliotecas públicas, a las que Klinenberg dedica bastantes páginas en su libro y a propósito de las que escribe: «Cuesta imaginar a los líderes de nuestra sociedad inventando las bibliotecas si hoy en día aún no existieran». Así de flojita está la salud cívica y democrática en la actualidad. Pero bueno, él se refiere a Estados Unidos, aquí la cosa es distinta, ¿verdad?

También Luis de la Cruz Salanova, historiador y bibliotecario, reivindica en Barrionalismo (2018) la importancia de las bibliotecas como infraestructura social:

Una biblioteca pública es ciudad [...], es territorio para lo imprevisible y la sociabilidad. Una biblioteca pública –al contrario que otras –institucionales, universitarias o eruditas–, es una posta más en el barrio. Formará, potencialmente, parte antes de comunidades cruzadas en el espacio que de la SOCIEDAD. Entre las páginas de los libros siempre hay marcapáginas abandonados, anotaciones en los márgenes y viejas fotografías, que no son sino el rastro perdido de la vida que sucede entre el chistar del bibliotecario y la calle. Una biblioteca está compuesta por encrucijadas que distribuyen azarosamente trayectos que se anudan y desanudan entre sí: serendipia, intertextualidad y conocimiento. Diversidad sedimentada y maleable.

En la pestaña «Biblioteca-Mediateca» del IES Eskurtze, instituto público situado en el barrio de Irala de Bilbao, aún se puede leer este mensaje:

La biblioteca solía ser un lugar para leer, estudiar y coger libros en préstamo, en horas de clase y a la tarde. También se realizaba numerosas actividades relacionadas con la cultura y los libros: cuentacuentos, lecturas, exposiciones, visitas de autores, juegos...

En los recreos, en cambio, se convertía en ludoteca y se ofertaban juegos de mesa.

La biblioteca podía ser utilizada por todas las personas integrantes de la comunidad.

Desafortunadamente en este momento toda esta actividad está en suspenso. Sí podemos ofrecer libros en préstamo. Para conocer cuáles son los libros de los que disponemos debes pinchar en el enlace que encontrarás más abajo.

¡Por favor, no lo cambien! La biblioteca solía ser... Suena a lamento. Resulta curioso que se trate de un lamento por algo a lo que la pandemia nos obligó pero que, realmente, hacemos cada vez más sin ninguna pandemia que nos lo imponga: pinchar en el enlace que encontraremos más abajo. Sustituir los recursos físicos de las bibliotecas públicas (¡también sus recursos digitales, también sus ordenadores!) por un click privado.

En 1986 Theodore Roszak, uno de los más finos analistas del cambio cultural de los años sesenta y setenta, publicó El culto a la información, en el que dedica un refrescante apartado a la biblioteca pública, a la que caracteriza como «el eslabón perdido de la Edad de la Información». Recojo para finalizar el párrafo con el que cierra ese apartado: