Tic-tac - Gustavo Bargellini - E-Book

Tic-tac E-Book

Gustavo Bargellini

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Beschreibung

La hija del empresario Federico Valdeserte, uno de los personajes más ricos y poderosos del país, es brutalmente atropellada por un delincuente en el intento de fuga de un robo. Son muchos los responsables de la tragedia que se desata a continuación. Un plan de venganza. Una trama electrizante. Un final inesperado. El reloj comenzó a funcionar. ¿Podrá detenerlo la inspectora Eugenia Dramonde? Tic-tac.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Foto de tapa: Gustavo Badano ([email protected])

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Bargellini, Gustavo Daniel

Tic tac / Gustavo Daniel Bargellini. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

234 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-613-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Bargellini, Gustavo Daniel ([email protected])

© 2023. Tinta Libre Ediciones

A Claudia, Florencia y Lucía,

mi esposa y mis hijas,

siempre por ellas y para ellas.

La venganza es el manjar más sabroso condimentado en el infierno.

Walter Scott

TIC-TAC

Gustavo Bargellini

1

Eran casi las 23 y la redacción del diario estaba llegando al cierre de la edición de ese día. Quedaban solo quince minutos para entregar todo el material terminado para que el redactor en jefe le diera una revisión final y pasase las notas a la sección de maqueteado.

El sonido casi nervioso de los teclados contribuía con el aumento de la tensión, como sucedía todos los días; no querían cerrar las notas hasta el final, porque siempre había novedades de último momento. Los que se encargaban de las ediciones digitales la tenían fácil, ellos podían ir variando la ubicación de las publicaciones a lo largo del día a medida que se sucedían las noticias. Distinta era la edición en papel: los redactores se esclavizaban hasta el día siguiente, y corrían el riesgo de que una nota quedara vetusta.

Aridelo, uno de los redactores de la sección policial, estaba tecleando en su computadora como un poseso. Sabía que faltaban pocos minutos y no le gustaba el cierre de la nota que estaba escribiendo, le parecía insulso, un poco soso; necesitaba encontrar una frase final para darle un toque interesante. De hecho, quería que esa frase se pudiera usar como copete.

—Che, Aridelo, ¿tenés para mucho? —le preguntó el jefe de sección—. Quiero pegarle un vistazo a tu nota antes de pasarla.

Aridelo no se creía un redactor estrella; de hecho, la sección de Policiales era la que siempre quedaba oculta por otras secciones como Política, Deportes, Actualidad y, por supuesto, la glamorosa sección de Cultura. Pero Diego se había convertido en un redactor de culto. La manera en la que describía los crímenes y su forma vívida de armar las noticias, a pesar de ser un poco sensacionalista, hicieron que la mayoría de los que compraban el diario se dirigieran a su sección para leer la nota del día. Tan así era, que algunos directivos tenían la certeza de que parte de las ventas se las debían a Aridelo.

—Tranqui, Carlos —contestó Aridelo—. Ahí te mandé la nota, fijate y decime qué te parece. Yo me voy a fumar un pucho afuera.

Tras decir esto, Diego salió de la redacción. Como estaba apenas en el tercer piso del edificio, decidió bajar por las escaleras para desentumecer las piernas después de pasarse tantas horas sentado. En la planta baja estaban los escritorios de recepción, ya a esa hora vacíos, y un par de agentes de seguridad que lo saludaron cuando lo vieron. Diego les avisó que salía a fumar un cigarrillo, cosa habitual cuando terminaba sus notas; todo estaba dentro de la normalidad cotidiana.

Ese cigarrillo era el que más disfrutaba de los que se fumaba por día. En realidad no eran muchos, se había autoimpuesto fumar solo los cigarrillos que tenía ganas y tiempo de terminar y descartar aquellos que, como le pasa a la mayoría de fumadores, se prenden solo por el vicio de encender un pucho pero, a las dos o tres pitadas, solo molestan en la mano y no se sabe qué hacer con ellos. Este no, este era “su” cigarrillo del día.

La noche era cálida, el cielo estaba despejado y no soplaba nada de viento, era un placer estar afuera mirando el movimiento de los autos en la avenida que tenía enfrente y disfrutando del cigarrillo. Hasta que sonó la alarma de las notificaciones de su celular; era el aviso de llegada de un WhatsApp. Diego se sorprendió ya que tenía silenciados todos sus contactos, la idea era que el celular no lo interrumpiera cuando estaba trabajando con sus notas, pero esta vez el mensaje provenía de un número desconocido.

(Remitente desconocido):

¡Hola Diego!

Diego se quedó unos segundos mirando el mensaje sin entender. En realidad no había nada para entender, seguramente alguien que lo conocía de algún lado o algún pirado que quería comunicarse. Diego respondió:

(Diego Aridelo):

¿Quién sos?

Los tildes, al principio grises, se transformaron en celestes; en la esquina superior izquierda del celular apareció el texto que indicaba que el número estaba escribiendo.

(Remitente desconocido):

Pregunta equivocada, Aridelo . La pregunta no es quién soy, sino qué quiero.

Diego se sintió algo inquieto y expuesto. ¿Quién era el idiota este, que se ponía a jorobar a más de las once de la noche?, ¿de dónde había sacado su nombre, apellido y número?

(Diego Aridelo):

Mirá, flaco, si no me decís quién sos te bloqueo, no tengo ganas de boludear a las once de la noche.

La respuesta fue inmediata.

(Remitente desconocido):

Diego, Diego, calmate un poco. ¿De dónde sacaste que soy varón?, fijate que errores como ese te pueden costar mucho cuando comencemos el juego. Nada tiene por qué ser lo que parece si no se verifica.

(Diego Aridelo):

¡¿PERO DE QUÉ JUEGO HABLÁS, FLACO?!

Diego se puso nervioso, trató de que se entendiera que estaba gritando al usar mayúsculas.

(Remitente desconocido):

¡Qué enojado estás, Aridelo! Bueno, no importa, mañana te escribo… ¡Que tengas tu última noche tranquila!

2

El colorado Byrne hacía dos días que había salido de la cárcel. Seis años le habían dado, seis años de prisión efectiva que hubieran sido menos si él hubiese querido. Le habían ofrecido reducirle la pena si estaba dispuesto a hablar. Solo tenía que dar nombres, delatar a sus compañeros y, sobre todo, delatar al Jefe… ¡Ni bosta! Él no era ningún buchón; además, si llegaba a delatar al Jefe capaz que salía antes de la cárcel, pero no pasarían más que un par de días hasta que apareciera muerto en un zanjón. Así eran las leyes que él respetaba.

En estos últimos seis años, su más de metro ochenta y cinco y su brutalidad lo habían ayudado a mantener el respeto de los demás presos; tuvo que destrozar unas cuantas caras los primeros meses, pero después la cosa se tranquilizó, todos entendieron quién era y quién era su padrino. Por eso pudo pasar el resto de los años tranquilo y fumando el cartón de cigarrillos que, todas las semanas, le hacía acercar el Jefe a través de alguno de sus muchachos.

Ahora estaba tirado sobre la cama de la casilla que habían reservado para él dentro de la Villa 31. Le dieron un celular nuevo y la promesa de que en un par de días el Jefe se pondría en contacto para darle trabajo.

Mientras veía ascender la columna de humo que salía de su cigarrillo recién encendido, no podía sacarse de la cabeza las imágenes del día en que lo apresaron… ¡Qué mala leche, carajo! Era enero, y el Jefe los había mandado a la costa para pispear y afanar en las casas que la gente dejaba solas para irse a la playa; a él le había tocado Pinamar, buena plaza para los afanos, pero era un mes con un calor de mierda. Además el trabajo se hacía entre las tres y las cinco de la tarde de los días más soleados… Chivaba como un loco. Ese miércoles había entrado en una casa que estuvo vigilando todo el martes, la de un matrimonio joven con una pibita de unos cuatro o cinco años; el chabón tenía un auto de alta gama, ahí seguro que había mucha guita. La orden del jefe era solo sacar plata en efectivo y, si se encontraba, alguna joya; nada más. Y además, ser furtivos, evitar cualquier enfrentamiento.

Con los ricachones no se había equivocado: no bien ingresó en la casa, se encontró con una de esas cajas fuertes que se compran por internet. El Colorado no sabía si eran seguras o no, pero no hacía falta, era lo suficientemente liviana como para llevársela sin abrirla, después el Jefe vería. Sobre un estante de una especie de cristalero había un fajo con un montón de billetes, más de cien lucas seguro. Entró en lo que parecía ser el dormitorio de la pareja para revisar si encontraba alguna joya. Como no vio nada de interés, metió las cosas dentro de una bolsa de supermercado y salió de la casa.

Su auto estaba estacionado en la vereda de enfrente. «¡Qué boludo!, lo dejé al sol». Abrió la puerta tratando de no quemarse con la manija recalentada; tendría que haber entrado por la otra puerta, que estaba en la sombra. En fin… Metió la llave lo más rápido que pudo y quiso ponerlo en marcha… nada. El burro de arranque sonó al dar vueltas, pero el motor ni se enteró… «¡La puta que te parió, auto de mierda!». Probó otra vez, y lo mismo. «¡Pero me cagaría en la hostia!». Las gotas de sudor le empapaban la cara y provocaban que sus ojos comenzaran a soltar ríos de lágrimas. Una última prueba antes de salir caminando: llave, contacto, burro… Finalmente el motor, después de dos explosiones de ahogo, arrancó. El Colorado piso a fondo el acelerador y, con un chirrido de neumáticos, salió disparado hacia adelante.

Pero no vio a la nena que venía andando en bicicleta frente a él, una nena de unos seis años, una nena a la que los padres le habían dicho “¡hoy basta de playa, que estuvimos toda la mañana y esta noche no vas a poder dormir!” y entonces salió a andar con su bici y se encontró con ese bólido metálico que se le vino encima.

La impactó sin reducir la velocidad, solo frenó cuando se dio cuenta de que el cuerpo había quedado abajo del auto.

—¡Mierda!, ¡mierda! —Dio marcha atrás para intentar escapar, pero las ruedas pasaron por encima de la cadera de la nena y produjeron un ruido a huesos rotos, y ya el lugar se llenó de gente.

—¡Hijo de puta!

—¡Salí del auto!

Y llegaron dos policías en bicicleta y lo apuntaron con sus pistolas, y después tres patrulleros… Y ya no había nada que hacer.

Ahora, después de seis años, estaba tirado en una cama, fumando y tomando cerveza, a la espera de que lo llamasen para darle trabajo. Sonó la alarma de un WhatsApp entrante en su celular. El Colorado miró, pero, lógico, el celular era nuevo y casi no tenía contactos agendados; no era raro que el menaje apareciera con un número.

(Remitente desconocido):

Hola, Colorado.

(Colorado Byrne):

Hola. ¿Quién sos?

(Remitente desconocido):

¿Qué te importa? Te aviso que mañana te llamo así empezamos a jugar.

(Colorado Byrne):

¿A jugar a qué? No me jodas, che.

(Remitente desconocido):

¡Ja, ja, ja! No, no te jodo… ¡Qué descanses!, aprovechá ahora que podés.

3

El sobre era de papel madera tamaño A4, como el que recibía cada mes. Como siempre fue entregado en mano por alguien que no conocía. El emisario cambiaba todos los meses, nunca era el mismo; nunca un rostro para recordar. Dentro del sobre de papel madera siempre había otro sobre, blanco, de papel grueso, bien cerrado. El tipo llegó al juzgado, le dijo al secretario del juez Andrada Llorerte que le preguntara si lo recibiría, el secretario preguntó y, como el tipo dijo la palabra acordada para ese mes, se lo hizo pasar al despacho del juez. El tipo se acercó al escritorio, abrió su portafolio, sacó el sobre, se lo entregó a Andrada Llorerte, se dio media vuelta y se fue, sin decir ni una palabra. En realidad, si las hubiera dicho, estarían totalmente de más.

Andrada Llorerte esperó hasta que el emisario saliera de su despacho. Luego, con una sonrisa dibujada en su rostro, rasgó el sobre de papel madera que, como todos los meses, no tenía nada escrito, ni destinatario ni remitente. Dentro estaba el sobre blanco en el que solo estaba escrito Sr. Juez; lo sopesó sin abrirlo para comprobar que estaba lleno, como en todas las entregas, y lo guardó en su maletín. Finalmente se arrellanó en su cómoda silla de escritorio, y justo entonces sonó la alarma de mensaje entrante del WhatsApp de su celular.

El mensaje provenía de alguien que no estaba en sus contactos, por lo que aparecía como un número. Por este motivo Andrada Llorerte estuvo a punto de desechar el mensaje sin leerlo; «alguna propaganda», pensó. Pero algo lo atrajo y lo abrió.

(Remitente desconocido):

Hola, Sr. Juez. —Ese era todo el mensaje.

(Andrada Llorerte):

¿Quién es usted, señor o señora?

(Remitente desconocido):

¡Muy bien, Sr. Juez! Eso de no dar por sentado si el mensaje proviene de un varón o una mujer habla de que usted piensa antes de proceder.

(Andrada Llorerte):

Mire, lo suyo me suena un poco irónico, pero no tengo tiempo para estar perdiendo. ¿Qué quiere usted?

(Remitente desconocido):

Ahora nada, querido juez, ahora nada. Mañana comenzará el juego, que usted descanse.

Andrada Llorente se exasperó:

(Andrada Llorerte):

¡¿Pero de que está hablando?!

Pero los exabruptos ya no servían de nada, el número había dejado de estar en línea.

4

El Dr. Brasso era un neurocirujano de esos que los demás médicos llaman eminencia. Es habitual dentro de esa profesión elegir a un miembro, darle el título de eminencia y luego rendirle pleitesía con una actitud casi canina, es decir: todo lo que la mencionada eminencia dice, piensa o hace no solo es indiscutible sino que, además, es recibido casi con un movimiento de cola y la lengua afuera por sus colegas.

El Dr. Brasso tenía sus oficinas–consultorio en una zona céntrica de la ciudad de Buenos Aires. El lugar no era suntuoso —en realidad, casi ninguna edificación de esas zonas paquetas de Buenos Aires lo es—, pero la ubicación generaba en muchos habitantes de la Capital Federal la impresión de estar frente a una suerte de aristocracia edilicia. La arquitectura del edificio pasaba a un segundo plano en el orden de categorización.

El lugar se componía de un despacho donde el Dr. Brasso recibía a sus pacientes, decorado con mucha madera, que le daba un tono amarronado al ambiente, y con un escritorio enorme de caoba detrás del cual, arrellanado en una cómoda silla de oficina, estaba sentado el buen doctor. Unos sillones que casi nunca se utilizaban y una enorme biblioteca que ocupaba dos paredes del lugar, llena de libros lujosamente encuadernados que no habían sido leídos desde hacía años, completaban el ambiente. Sobre el escritorio, el obligatorio ordenador que sí se utilizaba en forma permanente, para estar al tanto de las últimas actualizaciones. Por supuesto, y como siempre sucede con las eminencias, el despacho estaba siempre con las puertas cerradas.

A continuación se encontraba la casi obligatoria sala de espera. Un espacio con algunos sillones y un revistero con publicaciones de dos o tres años de antigüedad que utilizaban los pacientes a los que siempre se hacía esperar; muchas veces el Dr. Brasso solo estaba jugando al buscaminas en su celular o tomando un café, pero el hecho de hacer esperar al paciente creaba esa sensación de superioridad que tanto le gustaba al Dr.

Finalmente se encontraba la recepción, amueblada con un escritorio detrás del cual se sentaba la secretaria del Dr. Brasso. Ella se encargaba de dar los turnos y atender el teléfono, actividades que jamás haría una eminencia como el doctor.

Si bien dos pacientes estaban esperando para ser atendidos, el doctor estaba en medio de un excitante partido de buscaminas que le requería toda su atención; por eso se molestó cuando sonó el timbre de aviso de mensaje entrante en su WhatsApp. Al fijarse se dio cuenta de que el mensaje provenía de un número, es decir, de alguien que no estaba dentro de sus contactos. No le hubiera dado importancia y hubiera seguido jugando su partido si no le hubiera molestado el tono del mensaje.

(Remitente desconocido):

¡Buen día, querido Brasso!

¿Cómo alguien podía osar llamarlo así? ¿Cómo se atrevía a no llamarlo doctor, como correspondía? Esto exasperó al Dr. Brasso. Respondió rabioso:

(Dr. Brasso):

¿Quién es usted? ¿Quién se cree que es para dirigirse a mi persona de esa manera?

(Remitente desconocido):

Brasso… Brasso… Calmate, querido… El ponerte nervioso te va a hacer mal a tu edad.

(Dr. Brasso):

¡Pero usted es un impertinente!

Transcurrieron unos segundos hasta que apareció un emoticón de risa. Luego, el siguiente mensaje.

(Remitente desconocido):

Querido, mañana vamos a comenzar con un juego mucho más interesante que ese buscaminas con el que estás perdiendo el tiempo y boludeando… Descansá mientras puedas… ¡Saludos!

El rostro del Dr. Brasso estaba lívido de indignación.

(Dr. Brasso):

Usted es un maleducado…

El buen Dr. continuó escribiendo imprecaciones, pero el número ya no se encontraba en línea.

5

Luego del último mensaje con el Dr. Brasso, se apoltronó en uno de los sillones que componían el suntuoso mobiliario de su estudio, le cambió el tabaco a su pipa, la encendió y se recostó en el mullido almohadón para disfrutar viendo cómo ascendían las volutas de humo al darle caladas al dulce tabaco mientras, con la otra mano, sostenía un vaso con una generosa ración de whisky importado. Estaba satisfecho. Durante el día les había dado aviso a todos los participantes del juego que comenzaría al día siguiente y que había urdido durante los últimos tres años evaluando cada una de las posibilidades. Ya estaba listo para comenzarlo desde hacía tiempo, pero debió esperar a que ese al que le decían “Colorado” Byrne saliera de la cárcel; tal vez fuera la pieza más tonta y frágil del tablero, pero debía ser la primera en pagar su culpa. Así estaba organizado el juego de venganza pronto a iniciarse y así quería que fuera, todo tenía que funcionar como un reloj.

Cuando terminó su tabaco se dirigió a su ordenador para escribir, en Word, la nota de bienvenida que pondría al día siguiente cuando armara el grupo de WhatsApp. La idea era incorporar a cada uno de los participantes y luego, sin dejar pasar nada de tiempo, copiar y pegar la nota de bienvenida; por eso utilizaba WhatsApp web, era la manera en la que más cómodo se sentía.

Al grupo lo pensaba llamar Club de la Justicia, y su seudónimo sería SEÑOR ¿?… Sí, esos nombres reunidos provocarían, de entrada, algo de tensión; luego, con el correr del poco tiempo que tenía pensado que durara, los participantes entenderían la realidad de los premios y castigos del juego. Ya tenía seis casas seguras repartidas dentro de la provincia de Buenos Aires, cada una con las adecuaciones pertinentes al uso que les pensaba dar, y una pequeña flota de cinco autos con las patentes cambiadas. Su fortuna era enorme. Desde el fallecimiento de su hija, cuatro años atrás, se había dedicado a pleno a su empresa, que había crecido en forma exponencial; un poco por el empeño y la dedicación que había invertido, sí, pero en gran parte gracias a golpes de suerte que él adjudicaba al destino. Otros llamarían distinto al comercio clandestino de armas y al narcotráfico. Ese crecimiento había hecho que su empresa se transformara en algo apetecible para los eventuales compradores. Poco más de un año atrás la había vendido para obtener unos cuantos miles de millones de dólares, capital que, sumado a sus cuantiosas propiedades repartidas por el mundo, lo hacían un personaje económicamente muy poderoso.

Nadie sabía a ciencia cierta cuál había sido el origen de la fortuna de los Valdeserte. El padre de Federico llegó a 1976 con un acervo hereditario importante, que aumentó de manera sideral los siete años siguientes. Se rumoreaba que el matrimonio Valdeserte tenía dos hijos, aunque solo se conocía a Federico; la familia siempre había elegido el mayor anonimato posible.

Al fallecer su hija, Federico se quedó viviendo solo en la mansión de San Isidro. Su esposa se había suicidado hacía ya cinco años. Esperó un tiempo, trató de ser todo lo optimista que le permitía la realidad cotidiana pero, un año después del accidente de su hija y al ver los despojos en los que se había convertido su niña, que solo respiraba, hacía sus necesidades y se alimentaba a través de conductos, no pudo soportarlo; la encontraron, una tarde, colgada de una de las vigas de madera del techo de estructura vista del dormitorio principal. Ahora, él solo estaba acompañado por el mayordomo, la cocinera y el personal de limpieza, quienes tenían prohibido el ingreso en el estudio. Ese lugar estaba planteado como un santuario, y desde esa habitación se planificaron día a día todos los pormenores del plan.

Esa noche le pidió a la cocinera que le hiciera su plato preferido, lasaña de jamón y queso, plato que regaría con el vino de una botella de Rutini Malbec que tenía reservada para la ocasión. Les avisó a todos los empleados que al día siguiente saldría temprano porque tenía agendado un viaje a Italia, por lo que estaría ausente unas semanas. En realidad no pensaba retornar a la mansión, sus planes para el final del juego eran muy distintos, pero de esa manera y durante un tiempo nadie se preocuparía por su ausencia.

Todo ordenado, todo perfecto, nada sin contemplar, al día siguiente se pondrían en marcha los engranajes del reloj.

6

El día amaneció gris, con la neblina y la llovizna características de Buenos Aires en esas jornadas tan húmedas que provocan la sensación de estar mojado por el solo hecho de estar en el exterior. ¡Cuántas cosas padecen los porteños y los bonaerenses! Cosas que provocan la risa oculta de los habitantes de casi todas las demás provincias del país ante la supuesta superioridad que tratan de mostrar muchos bonaerenses.

A las ocho en punto de la mañana, Diego Aridelo, el Colorado Byrne, el juez Andrada Llorerte y el Dr. Brasso fueron incorporados, por un número desconocido, a un grupo de WhatsApp llamado Club de la Justicia. Inmediatamente, se recibió en el grupo el siguiente mensaje que provenía del número del administrador:

(Remitente desconocido):

¡Buenos días a todos! ¡Bienvenidos al Club de la Justicia! Este es un grupo cuyos participantes van a intervenir en un juego de tiempo, premios y castigos, pero antes de contarles las reglas, para lo cual precisaré toda su atención, les adelanto tres conceptos importantísimos: 1) De este grupo no se puede salir; el que, a pesar de estar informado, pretenda hacerlo, provocará que aparezca una nota que diga Fulanito intentó salir del grupo… Ese intento será castigado. 2) Este celular, aparentemente, no puede rastrearse; los que me cobraron unos cuantos miles de dólares por él me aseguraron que no recibe llamadas si yo no quiero y que es imposible rastrearlo. Espero, por el bienestar futuro de esa gente, que no me hayan mentido. De todas maneras, quédense tranquilos, que ya fue probado. 3) A partir de ahora agéndenme como SEÑOR ¿? ¡Ah! Otra cosa… Como imaginarán, en este grupo solo el administrador, es decir yo, puede escribir. Aproximadamente en una hora y media les vuelvo a enviar un mensaje.

Escrito esto, el SEÑOR ¿? clickeó en la esquina superior derecha del texto que había escrito, precisamente en la pestaña que dice Info. del mensaje; primero verificó que su bienvenida hubiera sido entregada a todos los participantes del grupo, y luego, en el transcurso de la próxima media hora y mientras preparaba el desayuno para sus dos invitados, comprobó que los cuatro participantes la hubiesen leído.

Cuando el desayuno, que constaba de una taza plástica de café con leche, unas tostadas con manteca y dulce y dos medialunas recalentadas en el microondas, estuvo preparado, lo colocó en dos bandejas para llevárselo a sus jóvenes invitados. No quería que sufrieran más de la cuenta, no tenía sentido; ellos solo eran parte de los premios o castigos del juego en el que participaban los otros, los personajes que sí quería que sufrieran.

Cada uno de los invitados estaba en una habitación de las varias que tenía la casa, ubicada en medio de un bosque de unas diez hectáreas; las viviendas las había elegido así, alejadas de cualquier visita inoportuna y lo suficientemente distanciadas como para que él no tuviera que preocuparse por un eventual grito o pedido de auxilio. Las habitaciones tenían las ventanas totalmente tapiadas con mampostería, tarea que se había tomado el tiempo de efectuar hacía tiempo; había descubierto una actividad que, sin ser obligatoria, era bastante divertida: preparar los morteros, acarrear ladrillos y pegarlos lo entretuvo durante un tiempo. Cada habitación, al no tener ventanas y no poder ventilarse de manera natural, poseía una rejilla embutida en el cielorraso de losa revocada como terminal de un sistema de ventilación que recorría toda la vivienda. Todas las habitaciones tenían un baño privado con artefactos sanitarios y griferías de primera marca, pero sin espejos. Finalmente, una amplia ducha con mampara de policarbonato remataba el lugar. Con la reposición de papel higiénico, pasta dental, toallas y toallones no habría problema: sus invitados estarían allí pocos días, serían liberados o asesinados según lo decidieran los participantes del juego.

Por supuesto, las habitaciones no tenían computadoras conectadas a internet ni celulares, ni ningún otro medio para comunicarse con el exterior. Poseían un televisor conectado a un servicio de cable con programación completa y cámaras, una en la habitación y otra en el baño, que habían sido ubicadas estratégicamente para no dejar ningún sector ciego. De todas maneras, había dos grandes diferencias con estar en un hotel: la primera era que sus invitados no estaban ahí por decisión propia, habían sido raptados, y la segunda era que estaban totalmente desnudos. La desnudez no era una cuestión sexual del SEÑOR ¿? por mirón ni nada parecido: la idea provenía de que había leído que los prisioneros, al estar desnudos, perdían iniciativa propia y esto les generaba, al poco tiempo, una especie de sensación de sumisión. Fuera cierto o no, lo había puesto en práctica.

Se acercó a las habitaciones con las bandejas del desayuno luego de verificar en las pantallas que los invitados-prisioneros estuvieran ubicados lejos de la puerta, como habían acordado en la charla de recepción. Todas tenían un sistema de cierre y apertura electrónica manejado con un mando a distancia. Había una segunda puerta de rejas, también cerrada con sistema electrónico pero con botón de apertura propio; tenía un pasador para bandejas y un receptáculo del lado interior.

Al dejar una de las bandejas, el SEÑOR ¿? dijo:

—Te dejo el desayuno, Luciana. En una media hora vengo, que tenemos que filmar un video para unos señores.

Dicho esto, el SEÑOR ¿? cerró la puerta nuevamente.

7

Luciana no dejaba de temblar. Eso de que su secuestrador viniera a filmar un video había disparado más alarmas de las que de por sí no la dejaban dormir desde que fuera raptada. Toda la información recibida a lo largo de sus catorce años de edad a través de charlas con su madre, con sus amigas y con sus profes en el colegio redundaba en dos posibilidades que le resultaban terroríficas: una era que el tipo la violara y que filmara la violación, vaya a saberse el recorrido que podría tener el video; la otra era que la filmaran para venderla en el mercado de la trata. Pensar en cualquiera de las dos posibilidades hizo que no pudiera contener más el llanto que intentaba reprimir desde que le habían traído el desayuno.

El SEÑOR ¿? miró su reloj. Ya eran las nueve, tendría que comenzar a preparar las cosas para el video que tenía que filmar si quería tenerlo terminado y enviarlo a la hora que había dicho; si bien había mencionado “aproximadamente”, lo que le daba cierto margen, él quería ser lo más puntual posible durante todo el plan, la puntualidad de relojería tenía su premio. Lo primero que hizo fue dirigirse a la habitación donde estaba alojada Luciana; antes de entrar, y mirando desde la pantalla del pasillo, tomó el micrófono de comunicación con los dormitorios.

—Hola, Luciana, espero que te haya gustado el desayuno —dijo a través de los parlantes ubicados en el cielorraso de la habitación.

—¿Qué me va a hacer? —A Luciana apenas se le entendía al tener la voz entrecortada por el llanto.

Al SEÑOR ¿? le dio pena, pobrecita, era solo una nena. Pero el plan debía continuar.

—Acá las preguntas las hago yo, vos solo te callás y obedecés. ¿Estamos?

Esperó unos segundos para que Luciana asimilase su situación de absoluta esclavitud.

—Bueno. Ahora en el techo, en el centro de la habitación, se va a abrir una puertita y van a bajar dos cadenas con dos esposas… ¡ponetelás!

El llanto de Luciana aumentó, se transformó en uno desconsolado. Mientras lloraba negaba con la cabeza y rogaba para que no la hicieran atarse.