Vladimir - Gustavo Bargellini - E-Book

Vladimir E-Book

Gustavo Bargellini

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Beschreibung

Vladimir y sus amigos asesinos realizan un safari de cacería humana en Argentina. Además de divertirse, tienen el objetivo de terminar con lo que el señor ¿? dejó inconcluso. Se enfrentarán con la inspectora Eugenia Dramonde y su equipo. ¿Quién casará a quién? Una trama electrizante que ahonda en la maldad y el placer hacia el sadismo. ¿Cuál es el límite de maldad al que puede llegar un ser humano?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Foto de tapa: Gustavo Badano ([email protected])

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Bargellini, Gustavo Daniel

Vladimir / Gustavo Daniel Bargellini. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

288 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-717-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Bargellini, Gustavo Daniel ([email protected])

© 2023. Tinta Libre Ediciones

A Claudia, Florencia y Lucía,

mi esposa y mis hijas.

Los tres motores de mi vida.

Todos los planes del Diablo no son nada comparados con la maldad que puede apoderarse de un hombre.

Joe Hill

Vladimir

Los sitios y personajes son ficticios, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Prólogo

El Gulfstream G550 que había alquilado Vladimir Ahmad aterrizaba en el aeropuerto de Nueva York.

No es que a Vladimir le faltara dinero para tener un avión de su propiedad. Su fortuna era incalculable, de hecho, tenía un Cirrius Vision SF50, pero su autonomía de vuelo de hasta dos mil trescientos kilómetros no hubiese servido para emprender este viaje. A ese avión generalmente lo utilizaba para moverse dentro de Europa.

El viaje desde París fue muy tranquilo y placentero. El buen clima los acompañó durante todo el trayecto y les mostró un atardecer maravilloso con escaso viento. En todos los kilómetros recorridos, el cielo estuvo casi totalmente despejado. Durante el vuelo solo atravesaron algunos bancos de nubes blancas, algodonosas, de esas nubes que sirven de adorno en el paisaje aéreo sin presagiar lluvias o tormentas.

Ya estaba anocheciendo cuando el avión aterrizó, habían despegado de París a las 11:45 hora de Nueva York, por lo que luego de las más de ocho horas que duró el trayecto, ya a las 20 se asomaban las primeras estrellas.

Luego de tomar tierra, los pasajeros descendieron, presentaron la documentación correspondiente y se dirigieron a dos autos que los llevaron al hotel Mandarín Oriental donde tenían reservadas tres suites.

Vladimir, Atilio y Christoph, con sus correspondientes damas de compañía, estaban por comenzar el tour que tanto habían planificado y soñado durante los últimos meses.

1

Luego de la exitosa participación en el caso del Señor ¿?, sucedido hacía más de dos años, todo el cuerpo policial interviniente obtuvo un ascenso. Pero, más importante aún y lo que hacía la actividad mucho más interesante, habían conformado un grupo especial dentro de la organización policial.

Ese grupo, para alegría y tranquilidad de sus integrantes, no tenía necesidad de los inútiles y eternos papeleos que además de ser engorrosos, solo sirven para entorpecer y retrasar las acciones policiales. Apenas un informe dirigido a su inmediato superior al concluir un caso era suficiente para mantenerse dentro del sistema legal. Fuera del grupo eran tantas las exigencias burocráticas que en la generalidad de los casos se terminaban ralentizando las acciones

El pequeño grupo especial abarcaba inteligencia y acción directa en casos de crímenes complejos. Solo respondían ante el comisario principal Meguino que se encargaba de la intercomunicación con los superiores cuando era necesario, pero el grupo disponía de una autarquía operacional absoluta. Meguino respondía por ellos, quienes, a su vez, jamás defraudarían al comisario principal. Era como un pacto tácito en el que todos sin que hiciera falta que mediaran palabras estaban de acuerdo.

Trabajaban en relación constante con el GEOF (Grupo Especial de Operaciones Federales) sobre quienes se les había otorgado superioridad. A veces, dependiendo de qué tipo de operaciones se estuvieran desarrollando, se necesitaba la incursión de gente entrenada, como la del GEOF.

El grupo, que recibía el nombre de ICAD (Inteligencia Criminal y Acción Directa), estaba comandado por la principal Eugenia Dramonde. Aunque, en realidad, no hubiese hecho falta: todos sus integrantes sabían que hacer en cada situación y se manejaban solos, sin necesitar a nadie que diera órdenes. Dramonde solo era la cabeza responsable, porque las actividades siempre las acordaban en reuniones conformadas por todos los miembros del ICAD.

Nadie, además de sus miembros, sabía de manera cierta de la existencia del grupo. Era como una especie de rumor, como si fuera una agrupación fantasma que aparecía en el momento indicado y luego desaparecía. Funcionaban en un enorme galpón que había sido adecuado a las necesidades edilicias del grupo y se encontraba en Caballito, un barrio de Buenos Aires, en el centro de la capital federal. En ese lugar, que parecía un exsupermercado de barrio, no había ningún cartel ni indicio que hiciera sospechar de la existencia de uno de los equipos más eficaces de la lucha contra el crimen.

El aviso para ponerse en funcionamiento se hacía a través de Meguino: a él le llegaba el mensaje de que se necesitaba a sus muchachos y un llamado a Dramonde, a través de un teléfono seguro, bastaba para que la maquinaria comenzara a funcionar.

Pero ahora los integrantes del ICAD estaban aburridos. Hacía unos días que habían terminado de desmantelar y apresar a los miembros de varios grupos de trata de mujeres. Eran bandas que antes comandaba alguien a quien le decían “El Jefe”, pero desde que habían volado su cabeza junto a la del “Mono” Antibes, uno de sus ayudantes principales, los integrantes de las redes de trata habían comenzado a cometer errores, errores que llevaron a que esos grupos fuesen rápidamente disueltos y así se pudiera apresar a sus integrantes principales. Además, el ICAD había tenido la fortuna de interceptar un camión de transporte de carne en cuyo acoplado se trasladaba a quince mujeres secuestradas en Paraguay.

Sentados tomando café, jugando al truco, escribiendo algunos informes, esperaban que los llamara Meguino para darles tarea, sin saber que ese llamado pronto llegaría.

2

Vladimir estaba sentado en uno de los sillones semicirculares del salón MO del hotel. Las vistas de Manhattan desde los inmensos ventanales del salón eran espectaculares. Le encantaba ese salón; los tonos amarronados de la decoración, el tapiz que cubría el piso, las curvaturas del cielorraso y los excelentes margaritas que preparaban en el bar le generaban un estado de placidez total. Cada vez que visitaba Nueva York se hospedaba en ese hotel.

La noche anterior había sido muy excitante gracias a Mirna. Ella junto con Ivana y Dubravka eran las tres prostitutas croatas que había contratado para que los acompañaran en el viaje a él y a sus amigos. Acordó con ellas un salario de mil dólares por día y, cuando llegaran a Buenos Aires, pasajes de vuelta a París donde trabajaban habitualmente. Las tres habían embarcado clandestinamente en el yate de Atilio para no aparecer en la lista de pasajeros que seguramente les pedirían en los puertos que fuesen tocando, sobre todo en el de Buenos Aires adonde desembarcarían definitivamente. «¿Definitivamente?», lo verían más adelante. El embarque clandestino le había costado a Christoph unos cuantos miles de dólares, pero, bueno, era parte de la aventura. Lo mismo tuvieron que hacer con Adalberto, un marinero portugués que se encargaría de los trabajos pesados durante la travesía, pero que tampoco debería aparecer en los listados del personal embarcado.

Vladimir estaba por la mitad de su segundo café expreso cuando llegaron, charlando alegremente, sus amigos Christoph y Atilio.

—¡Todo organizado! —mientras lo decía con la alegría de una misión cumplida, Atilio se sentó en un sillón individual frente a Vladimir—. ¡Las tres en el barco y Adalberto también!

—Sí, claro, pero en total me costó veinte mil dólares —refunfuñó Christoph mientras se sentaba en un extremo del sillón semicircular en el que estaba Vladimir

—Bueno, no seas amarrete. ¿Sabés cuánto le debe haber costado a Vladimir alquilar el avión y pagar este hotel…? Por cierto… Muy lindo, muy cómodo, la suite esa donde estuve, con vistas al Central Park, estaba espectacular.

—Sí, es cierto —aceptó Christoph—, excelente elección. Anoche, cuando se durmió Dubravka, me llevé un sillón al lado de la ventana, me serví un whisky y me puse a contemplar el paisaje… ¡Impresionante! Está para quedarse un día más y disfrutar del spa, ¿no?

—No, muchachos —Vladimir no podía contener su ansiedad—. Salgamos cuanto antes porque no veo la hora de llegar. Además, el viaje en el yate va a estar divertido, tenemos excelente compañía y vamos a tocar puertos espectaculares.

Atilio era un experto navegante, era capitán con toda la formación, cursos y documentación necesaria, y esa función cumpliría en el viaje. Su yate era un Amels Full Custom de superlujo, con setenta y ocho metros de eslora y dormitorios por más de los necesarios. No llevaban personal de limpieza, esa tarea la cumplirían las croatas, así se había pactado y ese servicio estaba incluido dentro de los mil dólares diarios.

—Bueno, entonces… ¿Qué más nos faltaría para zarpar? —Vladimir no quería olvidarse de nada, sabía que un pequeño error podía derrumbar el éxito del tour que tenían planeado.

—Ahí llega una de las cosas más importantes —dijo Atilio señalando con su pocillo de café hacia la entrada del salón.

La belleza de Bianca Ferrara, su andar felino y la madurez que le otorgaban sus cuarenta y cinco años provocaron que las miradas de todos los hombres que estaban en el salón la siguieran hasta donde estaban sus amigos.

—¡Hola, chicos!

—¡Querida Bianca…! Puntual como siempre —Vladimir realmente se alegraba de verla.

—No me voy a perder este viaje por nada del mundo —aclaró Bianca con una sonrisa.

—¿Nos vas a hacer la comida en el yate? —a Atilio le encantaba esa posibilidad.

—¡Por supuesto, chicos! Yo disfruto cocinando.

—Sí, pero, ¡por favor!, no nos cocines tu especialidad —Christoph se lo decía medio en broma, pero también medio en serio… era casi como una súplica.

Bianca era una chef renombrada y reconocida en el mundo de la gastronomía. Italiana de origen, había emigrado a los Estados Unidos a los diecisiete años. Ya en esa época había comenzado con su carrera de cocinera la que, gracias a su belleza física, a su simpatía y a sus cualidades culinarias, fue meteórica. Hoy era propietaria de uno de los restaurantes más lujosos y caros de Nueva York. Ella, cada tanto, ofrecía su especialidad: milanesas a la Ferrara con puré de papas y calabaza a la italiana. Era un plato exclusivo que debía reservarse con antelación ya que las porciones (que costaban más de doscientos dólares) eran escasas. En la carta del restaurante se ofrecían, firmado por Bianca, como Milanesas de nalga de mis presas.

Lo que nunca supieron los distinguidos comensales era que había un pequeño detalle que no se explicaba en la carta: las presas de las que hablaba Bianca eran humanas.

3

Diego Aridelo se transformó en el periodista estrella luego del caso del Señor ¿?. No solo era privilegiado en el diario donde trabajaba, sus notas también se reproducían, contra el pago de los correspondientes derechos, en los diarios más importantes del país. Sus comentarios y opiniones se solicitaban en distintos noticieros y paneles de debates televisivos acerca de casos criminales. Diego no estaba muy cómodo con tanta exposición mediática, tenía un perfil bajo y no le gustaba, pero cuando recibía los jugosos honorarios que le pagaban en cualquiera de esos programas, su disgusto se reducía llamativamente.

Esa noche estaba junto con un amigo tomando una cerveza y charlando animadamente. El bar quedaba cerca de la esquina de Uriarte y Gorriti, era un lugar muy acogedor adonde Diego concurría cuando quería pasar un momento tranquilo sin demasiado bullicio y, fundamentalmente, sin demasiada gente. Haber aparecido tantas veces en programas de televisión había logrado que su rostro fuera fácilmente reconocido. Es interesante como para mucha gente el que alguien haya aparecido en la pantalla de su tele lo transforma en una persona especial, normalmente no se sabe especial de qué, pero sí estuvo en la tele… por algo sería. Cuestión que inmediatamente comenzaban los pedidos de autógrafos, las selfis y cualquier otra cosa que arruinara su momento de distención.

Estaban por la mitad del segundo chop de cerveza tirada y bien helada, comiendo maní salado sin parar… Eso de la cerveza fría con el maní salado era una combinación pocas veces igualada. De pronto, la alarma de mensaje entrante en su WhatsApp lo sacó de la charla. Se fijó de quién se trataba porque, salvo algunos contactos que consideraba indispensables para atender… su actual pareja, algunos amigos, una línea de contacto del trabajo y nada más… al resto los tenía silenciados, lo que le daba la posibilidad de no ser molestado ni interrumpido en su vida diaria. Recibía tantos mensajes que, si sonaran, su celular estaría de la mañana hasta altas horas de la noche emitiendo unos pitidos insoportables.

Pero sonó. Capaz que era Valeria, su pareja, que necesitaba comunicarse o alguna otra cosa importante, pensó. Entonces miró de quién se trataba, pero no, solo un número, es decir, un contacto desconocido.

—¡Uy, dió! —Diego tiró el celular sobre la mesa—. Otro que sacó mi número de algún lado. Me tienen podrido, Facu, me parece que voy a tener que cambiar el celu y listo. Me pasaré un día entero pasándole mi nuevo número a los contactos que me interesan, pero capaz que no me joroban más.

—Y… lo que pasa es que el pibe es famoso. —Facundo se reía mientras se ponía el centésimo maní salado en la boca.

—No seas idiota, Facu. Ya estoy podrido, loco, ahora es un numero treinta y tres no sé qué… No paran nunca, che.

—¿Cómo treinta y tres, huevo? Tiene que ser cincuenta y cuatro.

—No, treinta y tres… mirá. —Diego le tendió el celular a Facundo.

—Es rarísimo porque eso es el código del país. Dejame ver a qué país corresponde.

Facundo se fijó en Google a que país correspondía el código treinta y tres y también el código que indicaba la localidad.

—¿Qué tul? Te mandaron un mensaje desde Francia, en realidad desde París.

—¡Chauuu…! Me estoy haciendo internacional.

Los dos amigos se rieron.

—Fijate qué te decía el mensaje…, me intriga.

Un poco a regañadientes, Diego abrió el mensaje, lo leyó y contestó.

(Remitente desconocido):

¡Hola, Diego!

El celular mostraba que estaba en línea.

(Diego Aridelo):

Hola, ¿quién sos?

Las tildes, al principio grises, se transformaron en celestes de inmediato, como si se tuviera el celular en la mano esperando el mensaje.

(Remitente desconocido):

¿Sos Diego Aridelo?

(Diego Aridelo):

Sí, pero ¿me podés decir quién me está escribiendo?

(Remitente desconocido):

Solo quería verificar que tuvieras el mismo número. Pronto nos volveremos a comunicar.

Luego el número dejó de estar en línea.

—No sé si me escribió un tipo o una mina, pero sea quién sea está repirado, che —Diego le mostró el celular a Facundo que levantó los hombres en gesto de restarle importancia; y continuaron charlando, comiendo maní salado y tomando cerveza hasta bien entrada la noche.

4

Su rostro estaba destrozado. A pesar de las muchas intervenciones quirúrgicas que había tenido a lo largo de estos años, no habían logrado modificar el aspecto monstruoso de su cara. Él quiso suicidarse, puso el cañón de la pistola dentro de su boca y disparó… pero no sabía que la bala era de salva. No hubo proyectil que lo ultimara, pero sí hubo pólvora que explotó y esa deflagración convirtió su cara en una masa deforme digna de una mala película de terror.

Con un sorbete de plástico rígido —mientras le caía baba de la boca al no poder cerrarla y estar inclinado—, intentaba beber sorbos de esa cosa caliente y lechosa que llamaban, solo de nombre y para diferenciarla de otras cosas igualmente horribles, café con leche: casi nada de café y algo de leche en polvo, a veces leche líquida que ya vencida algún supermercado donaba para reducir impuestos. Pero ese era su desayuno, eso y algo de pan de ayer que no podía comer porque masticar le resultaba casi imposible. Su alimentación se basaba en sopas y caldos, los sólidos los tenía que cortar en trozos lo suficientemente pequeños como para tragarlos directamente sin utilizar las pocas muelas que le quedaban ni sufrir el sacrificio de mover su mandíbula.

Llevaba un poco menos de dos años en prisión y le quedaban muchísimos más, los suficientes como para haberse resignado a no salir con vida de la cárcel. Sobre él pesaban un asesinato directo, dos asesinatos indirectos de los que era, además, el autor intelectual, había confesado que proveyó del elemento que acabó con la vida de esas dos personas. También se le adjudicaban secuestros, extorsiones y un sinnúmero de cargos más que ni valía la pena detallar. Pero no se arrepentía, había podido vengar al amor de su vida y podía estar en paz. Lamentaba, sí, el haberse visto obligado a perder (en realidad, a matar) a su mejor amigo; y más que todo le dolía no haberse dado cuenta de la carga de esa bala de salva en su pistola. Su intención había sido terminar con su vida, deseo que no pudiera cumplir y que le produjera el destrozo que hoy lo convertía en un ser repugnante.

Santoro nunca había dejado de pensar en la existencia de esa bala en el cargador de su pistola. «¿Cómo apareció ahí?, ¿pudo haber una confusión en los proyectiles que utilizó para llenar el cargador?». Él mismo vio cuando la bala anterior mató a Federico, un impacto directo en el corazón que llenó de sangre el estar de su departamento de San Telmo y dejó sin vida al amigo de tantos años. Pero tuvo que hacerlo, Federico se estaba echando atrás del plan de desagravio que habían tramado durante tanto tiempo y lo hubiera podido arruinar. La memoria de Irene y de Natalia tenía que ser vengada y él solo vivía para eso. Seguramente ese fue el motivo por el que no dudó en sacarse de encima el estorbo que representaba Federico.

Pero el plan no pudo cumplirse, al menos no del todo. Durante los años en prisión se enteró de que lo del suicidio del petulante, soberbio y mentiroso doctor Brasso había sido todo un montaje. «¿Cómo se dejó engañar tan fácil?». La conocía a Dramonde, sabía que era capaz de cualquier cosa y eso, precisamente lo que hizo, eso es lo que el mismo hubiera hecho… Debería haberlo previsto… No se podía perdonar un error como ese. Pero lo que más lo angustiaba era no haber cumplido con la promesa que tantas veces le había hecho a Irene. Había empeñado su palabra, que cuando diera fin al plan de venganza se quitaría la vida para poder estar junto a Irene por toda la eternidad… Pero esa odiada bala de salva se lo había impedido… «¿O habrá sido otro el motivo?». Había hecho la promesa de que al concluir con la vindicación se quitaría la vida… Pero… «¿la venganza había concluido?… ¿No sería, tal vez, que, al haber quedado Brasso con vida, el desagravio no se había cumplido del todo?».

5

Esa tarde zarparon del puerto de Montevideo con rumbo a Buenos Aires, pero no lo hicieron siguiendo el trayecto más corto. Desde Uruguay se adentraron en alta mar como si estuvieran haciendo un recorrido extra para demorar la llegada al destino final de la travesía.

El trayecto desde Nueva York fue fantástico, un clima excelente desde que salieron, por supuesto con las diferencias térmicas que marcaban las latitudes, pero en todo el camino se encontraron con cielos despejados y muy poco viento, solo algunas brisas que parecían acariciar más que agredir.

Mañana arribarían al puerto de Buenos Aires y entonces habrían demorado treinta y un días en hacer todo el recorrido, bastante más de lo necesario, pero habrían disfrutado al máximo. Habían hecho muchas paradas para hacer buceo. A los cuatro les encantaba esa actividad y el yate estaba equipado con una sala específica para ese deporte: había ocho equipos completos con lunetas, esnórqueles, reguladores de última generación, tanques con blackpad, chalecos compensadores, cinturones de lastre, aletas, trajes completos con cascos, guantes, botas y todos los accesorios imaginables. Además, contaban con un compresor con capacidad de carga para tres tanques a la vez: parecía el Calypso. También hicieron paseos por los puertos donde anclaban y en todos dejaban alguna impronta de su presencia. Habían intentado deleitarse en todo momento porque la idea era precisamente esa: todo debía ser perfecto en ese tour que habían organizado durante los últimos meses.

Era un anochecer hermoso, totalmente despejado con el mar calmo, solo un suave movimiento ondulante del yate. Estaban los seis sentados a la mesa del suntuoso comedor mientras Bianca servía los platos de la exquisita comida que había preparado.

Ella decía que era la última cena y debía esmerarse. Habían comprado provisiones en el puerto de Montevideo para tener todo lo necesario. La entrada estaba compuesta por caviar Alma y el plato principal se componía de langosta y puré de papas y calabaza, todo estaba regado con una botella de María Carmen Chardonnay del 2021… Una fiesta para el paladar.

—Espero que lo disfruten, chicas —les dijo Bianca a las croatas mientras se sentaba.

—¡Un brindis por la última noche del viaje! —Atilio levantó su copa invitando al resto a brindar.

Luego del brindis comenzaron a comer, todo estaba delicioso. Tanto la exquisita comida como el vino unidos al arrullo suave de altamar en una noche calma hacían que el momento fuera maravilloso.

—¿Ya estamos en la posición que acordamos, Atilio? —Vladimir quería estar del todo seguro.

—Sí, Vladimir, estamos a doscientas cincuenta millas de la costa. Después de la cena y de todo lo demás ponemos rumbo a Buenos Aires. Estaríamos llegando a la mañana, como dijimos.

—Faltaría el tema de Adalberto, ¿no? —Bianca estaba preocupada, lo había utilizado un par de veces durante el viaje como juguete sexual y quería saber si esa última noche, antes de desembarcar en Buenos Aires, estaría disponible.

—Ya lo solucioné, Bianca —Atilio respondió luego de un trago de vino—. Después me tienen que dar una mano para terminar, yo no voy a poder solo con tanto peso.

—¡Qué mal tipo que sos! —Bianca se lo decía entre risas—. Me lo podrías haber dejado una horita más, con eso me hubiera alcanzado.

—Vos y tus vicios —Christoph hizo el comentario sonriendo. Y a los cuatro les agarró un ataque de risa casi convulsiva mientras las tres croatas los miraban sin entender lo que estaba pasando.

Y así, entre charlas amenas, risas y chistes continuaron con la apetitosa cena, a la que siguió un café con unos dulces del tipo delicatessen que Bianca se había encargado de comprar en Montevideo.

Atilio le había encomendado a Adalberto que, cuando anclaran en el puerto de Montevideo para reponer víveres y combustible, llenara con arena los cuatro baldes de pintura de diez litros que se habían utilizado para pintar el yate y ahora estaban vacíos. Según el peso específico de la arena, cada balde pesaría unos quince kilos y con eso ya sería suficiente. Con los baldes embarcados, Atilio se ocupó de sellar bien las tapas y comprobar que los asideros estuvieran firmes, de ellos ató cuatro tramos de soga plástica de metro y medio cada uno que cortó de uno de los cabos de vida del salón de buceo. Cuando terminó con todos los preparativos, le pidió a Adalberto que llevara los tarros a la planchada que se utilizaba para pasar del yate a la lancha. Adalberto no entendió para qué lo necesitaban, pero los quince mil dólares que le pagarían por el viaje ameritaban cumplir cualquier orden, aunque fuese descabellada.

—Amigos, creo que ya sería hora, ¿les parece? —Vladimir dijo esto mirando su reloj cuyo valor pagaría la cena de más de cien personas.

—Sí, creo que sí —Christoph levantó las cejas mientras hacía gestos de afirmación con la cabeza.

—Chicas, se terminó el viaje para ustedes —Vladimir se dirigió a las croatas con una amplia sonrisa, disfrutando de antemano lo que sabía que sucedería a continuación.

—¿Nos van a pagar ahora? —Ivana lo preguntaba creyendo realmente en esa posibilidad.

—¡Nena, que boba sos! —Bianca lo decía con sorpresa ante la ingenuidad de Ivana—. ¿Me dejan llevar a esta piba? Por estúpida se merecería que no fuera tan rápido.

—No, Bianca, pará —Atilio estaba ansioso por llegar a Buenos Aires—. No quiero perder más tiempo.

Así fue como, entre los cuatro amigos, arrastraron de los pelos y por el piso a las croatas mientras les propinaban golpes de puño y patadas, y Bianca les hacía pequeños tajos con un cuchillo cerámico recién estrenado que había comprado en Montevideo para tal fin.

Las llevaron hasta la planchada donde estaban los baldes llenos de arena, las desnudaron para que las ataduras —utilizarían cinta adhesiva plástica de cuatro centímetros de ancho— se pegaran sobre la piel y no sobre la ropa ya que al mojarse se podrían aflojar… Mientras Bianca miraba a Dubravka y pensaba en las maravillosas milanesas que hubiera conseguido, los tres amigos aseguraron las ataduras para que no pudieran mover ni brazos ni piernas, le ataron un balde a cada una y las arrojaron al mar. El lastre de quince kilos hizo que desaparecieran al instante de la superficie.

Lo que más les costó fue hacer lo mismo con el cadáver de Adalberto, sus más de noventa kilos sumados a los quince kilos de lastre lo hacían muy difícil de manejar, además, tenía la cabeza casi totalmente destrozada por la bala que había salido de la pistola de Atilio. Un problema imprevisto porque ahora tendrían que limpiar la sangre que había quedado en la sala de máquinas.

6

Andrés Mireo había recibido el encargo diez meses atrás. Las directivas eran extrañas pero claras: tenía que buscar una casa bien grande, de cinco dormitorios o más. En la nota que le envió Ahmad le especificaba que cuantos más dormitorios tuviera sería mejor, con estar, comedor, cocina y todas las dependencias que hicieran falta acordes a la cantidad de ambientes. En esa casa residirían cuatro personas: una mujer y tres hombres. Además, le decía que necesitaba que se encargara de contratar a todo el personal que hiciera falta menos al mayordomo que ya estaba designado. La cantidad de personas y el tipo de actividades de cada una de ellas se resolvería cuando consiguiera la casa. Además, la residencia debería estar ubicada aproximadamente a una hora de auto desde Buenos Aires capital.

Era un tipo raro este Vladimir Ahmad. Se había contactado con él a través de un anuncio en la sección de ofertas de trabajo en un diario que él compraba todos los días. A Andrés le encantaba leer las notas en la sección policiales de un amigo periodista que se llamaba Aridelo. Este Aridelo se había hecho famoso hacía un par de años porque fue al que le mandaban cartas o algo así en un caso de un loco que se hacía llamar Señor ¿?. El pibe tenía pasta para escribir, sus notas eran espectaculares.

La cuestión era que este Ahmad le hacía los encargos, le pasaba la plata que se necesitara y le daba comisiones rejugosas, todo sin ninguna vuelta ni pedido de rebaja. Lo que era un poco extraño es que no hubiera nadie que lo controlara; si quería, Andrés podría hacerle alguna trampita a ese Vladimir y sacarle unos pesos más, pero mejor no. Cuando la cosa se pintaba tan fácil, era por algo. Capaz que el tío tenía algún tipo de control que él no conocía; además, por la plata que manejaba se notaba que era un peso pesado. No quería ni imaginarse lo que le podría pasar ante una traición.

Luego de dos meses de búsqueda encontró una estancia en venta por la zona de Lobos. Antes, había recorrido en auto gran parte de un sector del círculo que había trazado con un compás en el mapa de Buenos Aires. Lo que había hecho fue pinchar en el obelisco y abrir el compás en lo que serían, en escala, cien kilómetros. Dentro de ese sector tuvo que encontrar la vivienda. El circulo no estaba completo porque se cortaba cuando llegaba a las orillas del Río de la Plata.

Finalmente, había encontrado un lugar que le parecía ideal para lo que se le había encargado. Solo tenía que confirmar que cumpliera con todos los requerimientos solicitados por Ahmad. Se pasó unos cuantos días sacando fotos de los exteriores y en visitas al lugar junto con los dueños de la estancia y los representantes de la inmobiliaria que la tenía publicada. También sacó fotos de los interiores.

Cuando tuvo toda la información reunida la envió a la dirección de mail que le había dado Ahmad. Al mes le llegó la respuesta que confirmaba la operación, pero condicionada a que se entregara con todo el mobiliario que integraba la residencia en la actualidad. A los propietarios no les gustó mucho esa condición (parecía que muchos muebles y adornos tenían carga afectiva o algo así), por eso el precio que se pidió por la venta en esas condiciones fue sideral. Andrés se lo comunicó a Ahmad pensando que lo rechazaría por absurdo. Para su sorpresa, la respuesta que recibió decía que estaba todo bien, que estaba de acuerdo con el monto. Bueno, finalmente no era dinero suyo, lo que le importaba era la comisión que cobraría por haber gestionado la compra.

El resto lo arreglaron entre Ahmad y la inmobiliaria.

También se le había encomendado a Andrés que contratara al personal. Acordaron con Ahmad que, por la envergadura de la propiedad, harían falta el mayordomo que ya estaba contratado, tres personas para la limpieza y el mantenimiento cotidiano, alguien para la cocina con un ayudante para preparar el almuerzo. Salvo el mayordomo, Amad no quería que nadie estuviera en la casa durante la noche. Por último, tres jardineros permanentes que trabajarían ocho horas diarias de lunes a viernes. Si el personal era femenino o masculino no importaba, lo importante era que comenzaran a trabajar lo antes posible como para poder tener todo listo dentro de unos cuatro o cinco meses en los que llegarían los residentes. El mayordomo se pondría en contacto con él los próximos días para acordar cuándo comenzaba. Los jardines deberían estar impecables, parece que a la mujer que vendría a vivir en la residencia, una tal Bianca, le encantaban las rosas, los tulipanes y las lavandas. Esas flores tenían que plantarse por todos lados. El resto de los arreglos necesarios quedaban a criterio de Andrés, ya se verían personalmente dentro de pocos meses.

7

La vida personal de la principal Eugenia Dramonde era un verdadero desastre.

Hacía solo unos meses que había roto con su nueva pareja que, como todas las anteriores, no soportó ser la segunda opción de la vida de Eugenia en todo momento. Para ella, que ya tenía treinta y siete años, siempre el trabajo estaba primero y más aún cuando estaba en medio de un caso que consideraba importante. Entonces, las ausencias físicas y emocionales eran cotidianas y hacían muy difícil, casi imposible, mantener una relación sentimental estable. Nadie podía soportar vivir con esa desvalorización constante, siempre como actor de reparto, jamás como protagonista de la historia.

Estas rupturas provocaban en Eugenia pozos depresivos y replanteos profundos de su vida. ¿Estaba bien lo que sentía y hacía?, ¿valía la pena sacrificarse de esa manera? Pero todos esos cuestionamientos quedaban sepultados en la descarga de alegría que le producía resolver un caso, sentir que gracias al granito de arena que ella podía aportar había un malo menos en el mundo.

Eso le había pasado cuando pudieron disolver con el ICAD las redes del asesinado Jefe. El hombre comandaba redes de todo tipo, desde trata de blancas y prostitución de menores, hasta narcotráfico, pedofilia y todo otro tipo de obscenidades inimaginables. La frutilla del postre fue cuando abrieron un camión frigorífico lleno de mujeres secuestradas, sintió tanta felicidad en ese momento, ver la cara de alegría de esas chicas hizo que para ella todo tuviera sentido. Esa noche estuvieron de festejos como cuando cerraron el caso del Señor ¿?. Recordaba esa fiesta, la misma alegría, tanto alcohol. Finalmente terminó acostada con su amigo, con Diego. Pero se aterrorizó pensando que eso podría destruir la amistad, que el sexo con un amigo podría tener un mal final.

Al tiempo conoció a Ezequiel, hicieron el intento de vivir juntos como pareja, todo bien hasta que llegó la noche del contenedor. Hasta ese momento Ezequiel constantemente se quejaba de que siempre era dejado de lado. Era tanta la algarabía que provocó el rescate de las chicas secuestradas que los festejos duraron hasta las cuatro de la madrugada. cuando llegó a su casa la encontró vacía, solamente una nota que le había dejado Ezequiel sobre la mesa del comedor, nota que decía: ME VOY, NO TE SOPORTO MÁS.

Sin embrago, el golpe enorme lo sufrió cuando descubrió que su amigo Marcelo Santoro era el tan buscado Señor ¿?. Para Eugenia, Marcelo era casi un ídolo que simbolizaba todo lo que estaba bien, era alguien a quien seguir y en quien confiar sus problemas y angustias. Siempre un buen consejo, siempre un hombro sobre el que descargarse. Por eso le provocó tanto dolor la situación final: cuando lo vio suicidarse creyó que se le hacía un hueco en el alma, un hueco que jamás podría rellenar. No podía creer que su amigo idolatrado fuera el responsable de tantas muertes. Además, le dolía que de todas las víctimas que ella predijo en el transcurso del caso solo había podido rescatar a una. También estaban los secuestrados. A ellos pudieron liberarlos, a todos ellos. No creía que Marcelo hubiera cumplido con las abominables amenazas que había hecho. No creía capaz al Santoro que ella conocía de hacer esas atrocidades.

A Marcelo lo movía el amor casi enfermizo que había sentido desde su adolescencia por Irene, la esposa de su amigo Federico. En la locura quiso vengar su tragedia, pero ¿hubiera sido capaz de lastimar a un inocente como eran todos los secuestrados…? No… Marcelo no hubiera sido capaz… Pero esa duda, ese no poder estar segura de la actitud que su amigo hubiera tomado la lastimaba todos los días. No podía dejar de pensarlo, de sopesar posibilidades, de reflexionar sobre las maneras de proceder durante años. Eugenia iba y venía en ese cielo tormentoso en el que se ponían en duda muchos de los principios éticos con los que había construido su vida.

El ICAD para ella se había transformado en su hogar.

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