Toda el agua del mar - Beatriz Valdivia Navarro - E-Book

Toda el agua del mar E-Book

Beatriz Valdivia Navarro

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Beschreibung

Ángela y Laura Saval son dos hermanas gemelas con una vida plena y feliz, pero un horrible accidente de tráfico acaba con las vidas de Ángela y Luis, el padre de ellas. Isabel, su madre, con la que Laura nunca se ha llevado bien, se sume en una profunda depresión y el mundo de Laura, de la noche a la mañana, se rompe en mil pedazos. Con la ayuda incondicional de Candela y Matías, sus abuelos paternos, su íntima amiga Estela y su «tata» de toda la vida, Gaby, Laura tendrá que comenzar a reconstruir su vida, pero se irá dando cuenta de que nada es lo que parece y la pesadilla en la que está sumergida no ha hecho más que comenzar. Secretos familiares, mentiras, traiciones y engaños acabarán con la ingenuidad de Laura, llevándola hasta una peligrosa situación que podría costarle la vida o entrar en prisión. Drama, acción y misterio envuelven esta novela donde la protagonista tendrá que reaccionar y luchar para salir del infierno; un infierno que se desarrolla entre Barcelona, Torre del Mar y Sitges.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Beatriz Valdivia Navarro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Brian Fernández Rodríguez

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1181-351-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

A mi padre, Juan Pedro Valdivia, el hombre más bueno del mundo. Ojalá pueda abrazarte de nuevo algún día.

PRÓLOGO

Me encantan las noches de tormenta. El sonido de los truenos y la fuerza de la lluvia me producen una sensación muy excitante. Parece que el cielo se rompe en millones de cristales negros.

A Ángela nunca le gustaron, es más, la aterrorizaban. Cuando con un primer rayo, la noche avisaba que una tormenta estaba en camino, corría hacia mi cama, se metía dentro y me abrazaba temblando. Yo la tranquilizaba y jamás me burlé de ella. Las fobias pueden llegar a ser tan angustiosas, que son capaces de paralizar. A mí me ocurre con las agujas, no soporto los análisis de sangre y, sin embargo, llevo cuatro tatuajes en mi cuerpo. Paradojas de la vida.

Ahora, cuando una tormenta me despierta e ilumina la habitación con la luz de los relámpagos, salto de la cama, abro la puerta de la terraza y salgo descalza.

Pronuncio su nombre sin poder evitar las lágrimas. Unas lágrimas que se funden con la lluvia porque la siento a mi lado y con cada trueno noto que me abraza.

Nunca se marchó del todo, nunca me dejó sola.

Nunca.

Primera parte

ACCIDENTE

Tengo los ojos cerrados y, con una mano en la frente, sujeto mi cabeza. La palabra «NO» martillea y retumba dentro de ella una y otra vez. No quiero abrirlos; el dolor que me atraviesa las entrañas cuando lo hago y veo el féretro de mi padre delante de mí, además de ser insoportable, hace que la pesadilla en la que estoy sumergida sea real. Él ya no despertará jamás, y mi hermana, en la UCI, se debate entre la vida y la muerte, intubada y conectada a un monitor que no deja de repetir que sus constantes vitales penden de un hilo.

Su frágil salud desde que nació, hacía que por un simple catarro la temperatura de su cuerpo se disparase, y si ella ayer hubiera tenido fiebre, como le había ocurrido durante toda la semana, ahora no se encontraría postrada en la cama de un hospital porque no se habrían acercado a la playa y las víctimas del borracho que colisionó frontalmente contra ellos, conduciendo a una velocidad desorbitada, serían otras. Si la fiebre no hubiera remitido, ahora no estaría en este estado tan deplorable. ¡Qué ironía de la vida!

De la noche a la mañana mi mundo ha estallado en mil pedazos tan minúsculos, que va a ser muy difícil de recomponer por no decir imposible.

En el momento del accidente, yo paseaba por las calles de Figueras y el corazón comenzó a latirme muy deprisa hasta alcanzar la taquicardia. Se había disparado la alarma; algo estaba ocurriendo y, al cabo de media hora, mi madre me llamó contándome lo ocurrido con una voz que no era voz.

Mi padre muchas veces me contó que nuestro parto fue largo y que yo no quería salir; como si prefiriera quedarme dentro y no asomarme a la vida porque ya percibía que esta golpea a su antojo.

Necesito salir de la habitación. Me estoy ahogando con este olor a muerte y con la gente que transita por mi casa diciéndome lo mucho que siente lo sucedido. No puedo soportarla más. Me pesa el aire y los murmullos, tanto como las enormes cortinas que cubren los ventanales que dan al jardín. Quiero regresar junto a mi hermana y suplicarle que abra los ojos, que no se vaya. Mi cabeza va a estallar. Tan grande es el dolor que me envuelve, que apenas recuerdo el viaje de vuelta; solo conservo un vago recuerdo de llegar deprisa al hospital donde papá falleció a las pocas horas de ingresar. Aturdida y destrozada, no dejo de rogarle encarecidamente a Dios que no se lleve a Ángela. Él no la necesita y yo no concibo un mundo donde ella no esté. Ya es bastante con que me haya arrebatado a mi padre de un modo tan terrible.

Ángela nació con un pequeño defecto en la cadera y, cuando camina, se acusa en ella una leve cojera que siempre ha pasado desapercibida para la gente que no nos conoce bien, pero ahora eso es como una gota en un océano. En el accidente ha perdido la mano derecha, su pierna izquierda está fracturada por tres partes diferentes, igual que su mandíbula y clavícula. Magulladuras y heridas recorren todo su cuerpo, y un traumatismo craneoencefálico severo, con consecuencias nada claras todavía, silencian a los médicos, que no dicen nada; parece que se esconden detrás de un desenlace que me niego a contemplar.

La cojera de mi hermana es la única diferencia física que hay entre las dos, porque somos idénticas; gemelas monocigóticas. La misma altura y complexión delgada, el mismo color de cabello rojizo y de igual longitud. Ojos rasgados de un color verde claro, herencia de mi abuelo materno y, sin embargo, completamente diferentes en el carácter. Tan distintas como el día y la noche. Como el blanco y el negro, pero siempre juntas.

Me levanto despacio y me acerco al ataúd. Rozo con suavidad la madera y la tela acolchada con la yema de los dedos y un escalofrío me recorre la espalda. Le acaricio la cara y beso su frente. Noto la frialdad de su rostro y mis lágrimas mojan sus mejillas. Le digo al oído en un susurro, como si pudiera escucharme, cuánto le quiero y cómo lo voy a echar de menos, pero ya se ha marchado y lo único que me mantiene en pie es regresar junto a Ángela, porque, si permaneciendo a su lado fuera a despertar, me quedaría todo el tiempo que hiciera falta.

Mi madre, en estado de shock, permanece en su habitación. Sufre ataques de ansiedad, no deja de llorar y le han suministrado tranquilizantes. Un psicólogo y dos amigas suyas se están ocupando de ella. Me voy al hospital, no quiero estar en otro lugar que no sea cerca de mi hermana. Cojo el bolso y bajo las escaleras muy deprisa; como si esa velocidad estuviera ligada a su mejoría. Algo más allá del absurdo.

Salgo a la calle, veo que un taxi se acerca y le hago una señal con la mano para que se detenga. Entro y escondo todo mi dolor detrás de unas grandes gafas oscuras, al mismo tiempo que pronuncio la dirección del hospital del Mar. El taxista se da cuenta de mi voz cavernosa, me observa por el espejo retrovisor, pero no dice nada. Me ha tocado uno prudente y es algo que agradezco.

Cuando solo faltan unos metros para llegar, aparece delante de mí el edificio blanco inmaculado, salpicado de docenas de ventanas. Parece que me observan y esto me causa un temor que se convierte en angustia.

—Veintisiete con catorce —me dice cuando llegamos a las escaleras de la puerta principal.

Le entrego treinta euros, bajo del taxi sin esperar el cambio y me dirijo con paso apresurado hacia la UCI, pero no me dejan entrar. Tengo que esperar a la hora de visitas.

No puedo coger su mano izquierda, acariciarla y decirle al oído lo mucho que la quiero y la necesito, que se va a recuperar y contarle cosas divertidas que nos han ocurrido a lo largo de estos veinticuatro años, como si mis palabras pudieran cambiar de rumbo lo que puede ser inevitable. No quiero permanecer en el pasillo como si fuera un elemento decorativo. Hasta que llegue la hora de poder entrar a verla, decido bajar a la capilla para rogarle al cielo que ocurra un milagro.

Alguien se acerca. Escucho unos pasos y vuelvo la cabeza. Veo caminar por el pasillo central a Juan Carlos, el novio de Ángela. Está tan destrozado como yo, porque más es imposible. Se sienta a mi lado y comienza a sollozar de una manera desconsolada mientras intenta decirme que Ángela pronuncia palabras sueltas e ininteligibles.

«Papá…, tengo… Juan…, quiero…». Nos abrazamos con fuerza intentando consolarnos sin conseguirlo. Al cabo de un rato, regresamos a la UCI y cada vez que entra o sale algún médico, preguntamos, pero sus semblantes lo dicen todo sin pronunciar palabra. No es difícil entender que no hay esperanza.

Diez días después del fallecimiento de mi padre, Ángela también se va para siempre y yo comienzo a odiar a Dios.

DESCONSUELO

Tumbada en la cama, abrazo la almohada de mi hermana porque es así como consigo sentir algo de alivio, junto con los somníferos que me hacen caer, agotada de llorar, en un sueño obligado que me permite olvidar por unas horas este infierno. Cuando despierto, me cuesta abrir los ojos por la hinchazón causada por el llanto y continúo sobreviviendo porque esto no es vivir. Me levanto despacio y un poco mareada; me acerco a la ventana y observo que los geranios se han marchitado. También las flores acusan el ambiente tan devastador que reina en esta casa. Bajo un poco la persiana y me quedo en penumbra.

Abro el armario y cojo la blusa preferida de Ángela. Me la llevo a la cara y aspiro su olor y su perfume que todavía están impregnados en ella.

No quiero ver a nadie, no quiero hablar con nadie, no quiero estar, no quiero ser, no quiero nada; solo morirme y marcharme con ellos.

Durante toda la estancia de mi hermana en el hospital, solo me separé de ella la mañana que enterramos a mi padre. Caminaba por el cementerio como un autómata, necesitando la ayuda de mi amiga Estela. Sentía como si una pesada losa, imposible de sostener, me hubiera caído encima. Mi madre no ha acudido a ninguno de los dos funerales. Se ha encerrado en su dormitorio y permanece allí, metida en la cama, sin querer saber nada de nada. He tenido que ocuparme yo sola de todo lo que conllevan dos entierros en menos de quince días.

Tengo la boca seca, salgo de mi habitación y me dirijo a la cocina. Al pasar por delante de la puerta del dormitorio de mi madre, escucho entre sollozos unas palabras que me dejan paralizada: «No me queda nada, he perdido a mi marido y a Ángela, mi niña cariñosa y dulce. ¡Por qué no se ha ido Laura, por qué!».

Mi cuerpo se tensa, no puedo creer lo que estoy escuchando. Esto es una pesadilla dentro de otra. Siempre supe que a mí no me quería igual que a mi hermana, pero no hasta el punto que acabo de escuchar. Me agarro a la barandilla de la escalera, me siento despacio en un peldaño y trago saliva cerrando los ojos, el dolor que siento es lacerante.

Nunca pensé que el alma también puede doler.

Quiero correr y no parar hasta que el corazón se me salga por la boca. Bajo las escaleras deprisa, abro la puerta y cruzo hacia el parque. No sé hacia dónde me dirijo; corro sin rumbo mientras pienso que de la noche a la mañana mi familia se ha destruido. El blanco se ha convertido en negro, la luz en oscuridad, la alegría en tristeza y Dios en mi enemigo.

Me siento en un banco apenas sin aliento, clavo la vista en un punto fijo y me estremezco porque también me enfrento a una soledad aplastante y a una madre que siempre fue distante, pero que ahora se aleja de mí a la velocidad de la luz. Regreso a casa caminando despacio y subo a mi habitación. Abrazo de nuevo la almohada de Ángela y me quedo dormida llorando.

Los enfrentamientos con mi madre son cada vez mayores y más sórdidos. No cuenta conmigo para nada, todo le parece mal, casi no me mira ni me dirige la palabra y, cuando lo hace, me habla como si fuera una extraña. Me siento huérfana de padre y madre porque su comportamiento es gélido. Deberíamos estar más unidas que nunca y apoyarnos la una en la otra; sin embargo, es todo lo contrario. Encuentro consuelo en mis abuelos paternos que también están sufriendo la pérdida de su único hijo y de una de sus nietas. Una de sus estrellas; así nos han llamado desde siempre. Hablo con ellos a diario y siento el cariño que me trasmiten.

Los días van pasando, las fechas de Navidad se acercan y mi madre, una vez más, se enclaustra en su habitación. Solo le permite la entrada a Gaby, la mujer que vive con nosotros, ayudando a mi madre desde que nacimos.

—No hagas caso a las palabras de tu madre, cariño. Está tan destrozada por el dolor, que ya no sabe ni lo que dice. Debes tener paciencia con ella, hija —me dice Gaby mientras me abraza.

Decido llamar a mis abuelos y decirles que necesito pasar una temporada con ellos.

Quiero poner tierra de por medio porque no puedo más. Subo a mi dormitorio y, al pasar por la puerta de la habitación de mi madre, la observo con desdén. Ni siquiera estuvo junto a mi hermana hasta que se marchó. Busco mi portátil, pero entre tanto caos de ropa por todas partes, zapatos, libros, papeles y tazas con posos de infusiones, no lo encuentro.

Mi cuarto es una auténtica leonera, como diría esta persona que hace unos días me acribilló con unas palabras imposibles de olvidar. Es una desconocida de la que no quiero saber nada.

Encuentro el ordenador debajo de una montaña de revistas de viajes. Lo enciendo y la fotografía que tengo como fondo de pantalla me golpea como un puño americano. Ángela y yo, abrazadas y sonriendo. Una foto preciosa que nos hizo mi padre hace menos de tres meses. Reservo el primer billete de autobús que sale hacia Torre del Mar, pero con la vuelta abierta porque no tengo ni idea de cuándo voy a regresar. Debo darme prisa porque sale esta misma tarde y no quiero permanecer ni un solo segundo más en esta ciudad.

RECUERDOS

En la estación, me dirijo hacia el panel de salidas. Mi autobús está situado en el andén número siete. Compro una botella de agua y me dirijo hacia allí. Subo y miro el número de mi asiento. Se encuentra al final, junto a la ventanilla. No hay mucha gente en su interior, no es época estival. Coloco la maleta y el abrigo en el portaequipajes y me siento apoyando la cabeza en el cristal. El cansancio me aplasta; tanta tristeza me provoca un enorme agotamiento. El autobús se pone en marcha y miro el asiento de al lado que permanece vacío. Paso suavemente la mano por la tapicería apretando los labios porque siempre estaba ocupado por mi hermana. Ahora lo ocupa la soledad. Una compañía obligada que detesto.

Montones de hermosos recuerdos comienzan a aflorar. Cuando terminábamos el curso, este mismo autobús nos llevaba de nuevo hacia la playa con mis abuelos, con nuestros amigos, hacia veranos maravillosos donde descubrimos los primeros amores, las verbenas nocturnas, las hogueras en la playa con guitarras y canciones. Recuerdos que permanecían ocultos por su simpleza, pero que ahora se han convertido en latigazos.

Descorro la cortina y observo cómo salimos de Barcelona, cómo la ciudad se queda atrás, dando paso a un paisaje diferente de campos y arboledas. Cómo amaba Ángela la naturaleza. Siempre que podía, se escapaba a bosques cercanos o realizaba excursiones a la montaña. El valle de Arán era su refugio. Sentía pasión por los animales, en especial por los gatos, y este año hubiera terminado la carrera de Veterinaria.

En la parte delantera del autobús, escucho los gimoteos y quejas de una niña hacia una mujer que debe de ser su madre. El motivo de su enfado es que no quiere seguir leyendo un libro que ha tirado al suelo y los recuerdos se suceden de nuevo. Mi maleta siempre iba cargada con libros de texto y apuntes por mis pésimas notas. En la de mi hermana, si había metido alguno, no era precisamente de ninguna asignatura y en el bolso siempre llevaba su libro electrónico. Conozco a pocas personas que lean tanto como ella lo hacía. Comienzan a pesarme los ojos y me quedo dormida.

Me despierta la voz del conductor anunciando la próxima parada. Me levanto y me preparo porque es mi destino. Torre del Mar. Bajo del autobús y busco al abuelo entre la gente. Cuando lo veo, corro hacia él llamándolo. Se vuelve y me paro asombrada por lo mucho que ha envejecido en tan solo un mes desde la tragedia. Nos abrazamos llorando y así permanecemos unos minutos. El abrazo del abuelo me reconforta porque hace que me sienta en casa y, sobre todo, muy querida. Nos dirigimos hacia la calle principal y observo la iluminación. Docenas de luces de colores, que se encienden y se apagan, me recuerdan que faltan dos días para Navidad. Lo había olvidado por completo y siento una punzada en el pecho. La gente sale de las tiendas con paquetes y regalos, sonrientes y contentos. Me gustaría saber cuándo volveré a sonreír.

Le pregunto por la abuela y me dice que está paseando por la playa porque su mala circulación en las piernas se ha agravado y caminar le hace bien. Pero se equivoca, porque cuando llegamos a casa, la veo en la puerta extendiéndome sus brazos con ojos llorosos.

—Laura, hija mía…

—Abuela…

Nos fundimos en un abrazo interminable.

—Tu visita es como un bálsamo para nosotros y sobre todo en estas fechas. Desde ahora tendremos que aprender a vivirlas de otra manera —me dice con la voz emocionada y entristecida.

Entramos y subo las escaleras hacia mi habitación para dejar el equipaje. Abro la puerta y el corazón me da un vuelco al ver las dos camas y saber que una de ellas siempre estará vacía. Dejo la maleta encima de la mía, abro la ventana y una gélida brisa entra de puntillas. Observo el horizonte y el mar. Cierro los ojos y trago saliva.

Durante la cena, la abuela me pregunta por mi madre. Han llamado muchas veces, pero a ellos tampoco les coge el teléfono y están preocupados.

—No se encuentra bien, pero no quiero hablar de mi madre, abuela. Necesito desconectar de todo y que mi mente descanse —contesto en voz baja.

—Claro, hija —me dice mientras me coge la mano y la aprieta con la fuerza exacta para que sepa y sienta que están al tanto de todo.

Terminamos de cenar y ayudo a recoger la mesa. El abuelo se dispone a encender la chimenea y la abuela nos pregunta si queremos alguna infusión. Los dos contestamos afirmativamente a la vez y ella se va a la cocina para prepararlas.

Después de encender el fuego, el abuelo se sienta en su sofá y yo lo hago en el suelo junto a él. Apoyo mi cabeza encima de sus piernas y noto cómo me acaricia el cabello. Así permanecemos callados, sin decir nada, escuchando el crujir de la madera y observando las llamas. La abuela regresa con tres humeantes tazas en una bandeja, las deja encima de la mesa y se sienta en el sofá, cerca de mí.

Observamos el fuego los tres juntos en un silencio acogedor, lleno de amor y cariño, pero envuelto en tristeza.

—Abuela, ¿has visto alguna vez una estrella fugaz? —pregunto sin dejar de mirar el fuego que me va hipnotizando cada vez más.

—No, cariño, ¿y tú?

—Sí. Ángela y yo vimos una el verano pasado, una noche, tumbadas en el césped del jardín. Es mentira eso que cuentan sobre pedir un deseo. Es todo mentira. Pedimos permanecer siempre cerca la una de la otra, pasara lo que pasara, y mira lo que ha ocurrido.

El abuelo deja de acariciarme el cabello, levanto la cabeza para mirarlo y veo que llora en silencio. Su semblante me hace daño. Ellos han perdido a su único hijo y a una de sus nietas. Todos somos perdedores, pero con dolores diferentes.

El viejo reloj de pared anuncia que ya es medianoche. Se me ha pasado el tiempo volando.

Me levanto del suelo y me masajeo la nuca.

—Me voy a la cama, creo que por hoy ya hemos tenido suficiente —digo al mismo tiempo que le doy un abrazo a cada uno.

—Buenas noches, cariño —contesta la abuela con una mirada llena de ternura.

Entro en el dormitorio y los pies se me van solos hacia la cama de Ángela. Noto como si una fuerza extraña me empujase hacia allí. Me siento y paso la mano por encima de la colcha cerrando los ojos. Durante unos instantes, siento a mi hermana a mi lado. Apoyo la cabeza en su almohada y me quedo profundamente dormida.

Me despierto temprano, el sol me ciega y por un momento no sé dónde estoy.

Me incorporo y me doy cuenta de que he dormido vestida encima de la cama de Ángela.

Salgo al pasillo y huelo el aroma del café recién hecho que viene de la cocina. Siento frío y regreso a la habitación para coger una chaqueta. Bajo despacio y con cuidado porque el abuelo duerme todavía y no quiero despertarlo. Entro en la cocina y, a través de la ventana, veo a la abuela sentada en la mesa del jardín, envuelta en su enorme chal de lana con un vaso en la mano. Está mirando el mar con la vista perdida. Me acerco y le beso en la sien.

—Buenos días, cariño; te has levantado muy pronto, no son ni las nueve de la mañana, ¿estás bien? —me dice con un punto de picardía.

Me siento a su lado, le hago una mueca parecida a una sonrisa, pero le agradezco esta pincelada de sarcasmo. Sé por qué lo dice. Siempre me levantaba después de las tres de la tarde, cuando los abuelos y Ángela habían terminado de comer y conversaban en el porche o simplemente escuchaban el sonido de las olas al romper contra los acantilados mientras mi abuela tejía tapetes de ganchillo para las monjas del convento de Santa Inés.

Me tomaba un café para despejarme y bajaba a la playa por la tarde, con el propósito de capturar los últimos rayos de sol. Vivía de noche, sumergida en el mundo de las discotecas y el bullicio. Entre humo y luces estrepitosas, bailaba sin parar en la pista hasta caer exhausta.

—¿Has descansado, hija?

—í abuela; he dormido muy bien.

—Eso es porque lo necesitabas. El cuerpo es muy sabio.

—Voy a salir a caminar por la playa y a respirar la brisa del mar. Me vendrá bien —le digo al mismo tiempo que me siento a su lado y me sirvo una taza de café.

Termino de desayunar y subo a mi habitación. Abro la maleta y saco unos tejanos, un jersey de color ocre y las botas camperas de mi hermana. Sus botas preferidas que llevaba constantemente. Se las regalé yo las pasadas Navidades y le gustaron tanto que se las ponía hasta en verano. Ahora las llevo yo y también muchas prendas suyas. Al vestirme con su ropa, hace que la sienta cerca, como si estuviera a mi lado.

Me obligo a entrar en la ducha. Mi estado de ánimo me ha conducido a una dejadez que no puedo consentirme. Abro el grifo y regulo la temperatura. Durante un par de minutos, el agua resbala por mi cara y me reconforta. Cuando termino, limpio el espejo lleno de vaho con la manga del albornoz y veo a Ángela, porque ella soy yo y yo soy ella. Deslizo las yemas de los dedos por el espejo con los ojos cerrados como si de esta manera pudiera tocarla. Trago saliva con una impotencia cargada de rabia porque mi cerebro todavía se niega a aceptar lo ocurrido.

Al bajar, veo que mi abuelo ya se ha levantado y los dos hablan en voz baja en la puerta del porche. Me acerco y le doy un beso.

—Me voy, no tardaré; voy a caminar hasta los acantilados

—Ten cuidado, hija. El mar está un poco picado por el viento —me advierte mientras acaricia mi mejilla.

Asiento con la cabeza y, al marcharme, cierro la puerta despacio. Mientras camino por el paseo, observo que el mar ruge con fuerza y cierro la cremallera de mi cazadora hasta el cuello.

Llego hasta los acantilados y me siento en la arena. El mar continúa rugiendo, como si estuviera enfadado porque Ángela no volverá a jugar con sus olas y porque ya no volverá a correr por la orilla, cuando lo primeros rayos de sol anuncian un nuevo amanecer. Lo miro fijamente hasta más allá del infinito y el cabello me tapa los ojos por el viento. Me gusta conversar con el mar; es reparador y siempre me sorprenden sus respuestas. Dibujo una A sobre la arena; una A de ausencia y de amor. Una A de Ángela. No tengo ni idea de cómo voy a poder continuar sin ella y sin mi padre. Una enorme ola moja mis botas y parte de los pantalones. El mar acaba de contestarme.

Regreso a casa a la hora de comer, entro en la cocina y mi abuela me pregunta por el paseo. Me dice que la comida estará lista en diez minutos y, al percibir el aroma del tomate y el atún, me doy cuenta de que ha preparado mi plato favorito.

—Gracias, abuela —le digo mientras le doy un abrazo

—Estás muy delgada, hija, tienes que comer. Ayer por la noche casi no cenaste y esta mañana solo has tomado una taza de café. Si continúas así, vas a caer enferma —me contesta acariciándome un brazo.

No tengo apetito, tengo el estómago cerrado, pero sé que tengo que hacer un esfuerzo por mí y por ella, porque ya no sabe qué hacer para complacerme. Es fuerte la abuela, fuerte y generosa y, a pesar de la tragedia, se mantiene en pie como un roble por el abuelo y por mí. No debe de ser nada fácil tampoco perder un hijo, pero ese dolor yo no lo puedo entender.

—Olvidé decirle a tu abuelo que comprara el pan. ¿Te importa acercarte un momento a la panadería de Remedios?

—Claro, me cambio y voy ahora mismo.

Subo a mi habitación, me quito las botas y los pantalones, y me pongo otros del mismo color con unas zapatillas tan viejas como cómodas.

Al llegar a la panadería, las guirnaldas de colores que adornan el escaparate vuelven a recordarme que es Nochebuena. Abro la puerta y percibo el aroma de los panettones recién hechos. Todos se felicitan y se besan deseándose una feliz noche. Pido dos barras de pan y salgo con el estómago encogido y los dientes apretados. Voy enfureciéndome por momentos. La tristeza da paso al enojo y siento que la vida me está retando en un macabro juego.

Llego a casa cabizbaja y dejo el pan encima de la mesa de la cocina. Salgo al jardín y veo a la abuela recoger la ropa del tendedor.

—Abuela, ¿sabes qué día es hoy? —le pregunto apoyada en el marco de la puerta.

—Sí, hija. Es Nochebuena —me contesta bajando la mirada.

—¿Para quién, abuela? —le pregunto con amargura.

—Laura, tenemos que… —No le dejo terminar la frase.

—No tenemos nada, abuela. No hay nada que celebrar, ni esta noche ni ninguna. No sé qué es lo que vosotros tenéis pensado hacer, pero conmigo no contéis.

Me doy la vuelta sin esperar a que mi abuela pueda decir algo; necesito un analgésico porque la cabeza comienza a dolerme. Busco en el cajón del baño y entre los medicamentos encuentro lo que estoy buscando. Cojo la caja y cuál es mi sorpresa cuando veo que debajo hay una estampa muy vieja de un Cristo crucificado. La tomo con cuidado como si fuera una brasa encendida. La miro con ojos llenos de odio, la rompo en mil pedazos y la tiro a la basura.

He pasado toda la tarde durmiendo. Miro el reloj y veo que marca las nueve de la noche.

Me incorporo y me siento con las piernas cruzadas. La abuela llama con los nudillos en la puerta.

—¿Laura?

—Sí, abuela, estoy despierta —contesto con desgana.

—La cena estará lista en una hora, hija —me dice con tono preocupado.

—No tengo hambre, no voy a cenar, pero voy a salir un rato.

Mi abuela no dice nada y escucho cómo sus pasos se alejan de la puerta. Me levanto y me acerco a la ventana. Aunque estemos en diciembre, la noche no es fría. Cojo una chaqueta del armario y bajo al cuarto de estar.

—Voy a caminar un rato, tengo las piernas entumecidas y me vendrá bien un paseo.

Los abuelos me miran apesadumbrados. Cierro la puerta con cuidado y me dirijo hacia la calle San Miguel para doblar la esquina. Camino con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Estoy furiosa y con ganas de llorar. Esta noche pesa mucho más de lo que yo pensaba. Subo la cuesta empedrada y veo que, aunque es Nochebuena, sus tres bares están abiertos. Entro en uno de ellos y me acerco a la barra. Una muchacha joven se acerca y me pregunta qué voy a tomar. Le digo que me sirva un vodka bien cargado con tónica.

Mientras espero a que regrese con mi consumición, observo a las personas que se encuentran allí y me pregunto por los mundos de toda esta gente; qué historia tendrá cada uno que contar.

La joven camarera vuelve con mi copa y me la bebo casi toda de un trago, ante la mirada sorprendida de un par de chicos que están sentados a mi lado. Pago y me voy a otro bar, a seguir bebiendo, porque me apetece y porque me da la gana. La bebida hace más llevadero el dolor que me corroe por dentro. Llamo a mis abuelos para decirles que estoy con unos amigos que hacía tiempo que no veía y que voy a llegar tarde, que no se preocupen y que no me esperen despiertos. Una mentira a medias, porque el vodka y la ginebra son esos amigos a los que no había vuelto a ver, desde la noche que llegué a casa, borracha como una cuba, vomitando sin parar, y Ángela me hizo prometerle que dejaría de llevar una vida de crápula. Pero mi hermana ya no está y el no beber no va a hacer que vuelva. Entro en todos los bares que veo, en cada uno de ellos realizo el mismo ritual y en el último compro, además, dos botellas que me vende el dueño al que conozco de otros veranos.

Me dirijo hacia el paseo marítimo y bajo a la playa, me descalzo y camino por la orilla haciendo eses, con una botella en la mano y otra en el bolsillo de la chaqueta. Comienzo a llorar y a gritar, exigiéndole a la vida que me explique la razón de todo lo ocurrido.

Caigo de bruces y me revuelco como un animal herido arañándome la cara y el cuello.

Más tarde, me contarían que la Policía me encontró a las siete de la mañana, tirada en la arena como si fuera un fardo de ropa vieja, empapada, con el cabello enmarañado y, como si me hubiera peleado con alguien por las heridas que me he provocado en el rostro. Se agacharon y con suavidad me zarandearon el brazo sin yo responder. Tomaron mi muñeca y acusaron un levísimo pulso apenas perceptible. Llamaron rápidamente a una ambulancia porque dormía en un coma etílico.

DOLOR

Despierto; no sé dónde estoy. Incertidumbre y dolor en todo el cuerpo, pero nada comparado al que siento en mi cabeza. Cansancio, agotamiento; percibo una luz y me cuesta mucho abrir los ojos. Me parece escuchar voces a lo lejos sin comprender lo que dicen. No puedo mover el pie izquierdo. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Por qué parece que floto en una nebulosa?; no entiendo nada y estoy asustada.

La luz se asoma por las rendijas de una persiana medio bajada. Noto algo en el brazo y, con la vista nublada, veo colocada una vía intravenosa. También me escuece la cara.

Mi cerebro lanza un fogonazo de débil memoria… Arena, vodka, desconsuelo, lágrimas, ira… Ahora comprendo.

Estoy en la cama de un hospital y las voces ahora me llegan más nítidas. Alguien llora, conozco esos sollozos; es mi abuela. Mi abuela está llorando.

Consigo con gran esfuerzo abrir un poco más los ojos; su mano sostiene la mía. Una mano delgada, llena de años y arrugas con las venas marcadas, me acaricia temblorosa. También veo al abuelo que, sentado junto a ella, tiene la cara tapada con las manos. Cierro de nuevo los ojos, me pesan los párpados como si fueran de hierro.

La puerta de la habitación se abre y, pasados unos segundos, es cerrada con cuidado.

—Parece que va despertando —escucho de una voz desconocida y femenina—; le cambio la bolsa del gotero y aviso al doctor.

Intento sin éxito abrirlos de nuevo, pero no me quedan fuerzas y esa misma voz me acaricia la cara con el dorso de sus dedos.

Abro los ojos de nuevo, esta vez me cuesta mucho menos y me doy cuenta de que estoy sola en la habitación. Debo de haberme quedado dormida otra vez.

Tengo mucha sed, quiero beber agua e ir al cuarto de baño. Me incorporo con dificultad y, al hacerlo, regresa el dolor a mi pie izquierdo. Me agarro a los barrotes de la cama para poder levantarme, pero no lo consigo y me desplomo de nuevo en la cama como si fuera un peso muerto.

La puerta de la habitación se abre y aparece un hombre alto, de cabello castaño, lleva unas gafas de pasta y viste una bata blanca. Mis abuelos aparecen detrás de él.

Se acerca y se sienta en la cama despacio.

—Hola, Laura, soy el doctor Gallego; me ha dicho la enfermera que estás despertando. ¿Cómo te encuentras? —pregunta con voz amable al mismo tiempo que me mira los ojos con un oftalmoscopio.

—Estoy muy cansada, me duele el pie izquierdo y me escuece la piel —contesto con un hilo de voz lleno de vergüenza.

—Es normal que te duela el pie; tu tobillo está torcido. El cansancio irá remitiendo poco a poco y el suero mantendrá el nivel de hidratación. Las heridas de la cara y el cuello no son profundas y no dejarán marca. Puedes levantarte y caminar, pero con cuidado y con una muleta; es posible que puedas sufrir algún leve mareo.

Lo miro tímidamente, pero no digo nada.

—Pasaré a verte un poco más tarde y, si todo va bien, hoy podrás regresar a casa a última hora. Procura descansar.

Se levanta, se despide con afabilidad y abandona la habitación. Su diagnóstico me hace pensar. Ha dicho «heridas en la cara y cuello». Quiero un espejo, necesito saber por qué me ha dicho esto último.

Me dispongo a levantarme para ir al baño. La abuela se acerca para ayudarme; me apoyo en ella, pero no hablamos porque las palabras en estos momentos no tienen cabida alguna. Entro en el baño y, al mirarme en el espejo, un grito ahogado sale de mi garganta. Tengo toda la cara y el cuello lleno de arañazos y heridas como si me hubiera caído dentro de un zarzal espinoso. Me siento en una pequeña silla que hay al lado del lavabo y comienzo a llorar con la cabeza agachada. Mi abuela se acerca, me abraza y llora conmigo.

—Hija, pero ¿qué has hecho?, ¿te parece poca desgracia la que nos ha caído encima para que tú también te quieras matar?

—Lo siento, abuela, lo siento muchísimo —digo entre sollozos sin levantar la vista del suelo.

—Lo que nos ha ocurrido es horrible, cariño, pero tienes que reaccionar, tienes que hacer un esfuerzo, aunque solo sea por el abuelo y por mí. Nosotros te necesitamos y te queremos, si tú nos faltas ya no nos quedará nada —dice la abuela mientras me acaricia la espalda y me consuela como solo ella sabe.

Permanecemos abrazadas unos minutos hasta que me tranquilizo y regreso a la cama.

La abuela me tapa como cuando éramos pequeñas y vuelvo a quedarme dormida.

A última hora de la tarde me dan el alta y regresamos a casa. Durante el viaje, los abuelos hablan de trivialidades y asuntos que nada tienen que ver con lo ocurrido.

Sé que lo hacen para quitarle importancia al asunto y actúan como si solo hubiera pasado por un resfriado.

Cuando llegamos a la entrada del pueblo, el enorme abeto navideño que adorna la calle principal me hace cerrar los ojos y tragar saliva.

—Abuela, quisiera quedarme con vosotros hasta que finalicen estos días… Si no os importa —digo de pronto.

—Contaba con ello, cariño, y tanto tu abuelo como yo agradecemos tu decisión. Es el mejor regalo de Navidad que podíamos recibir —me contesta con una mirada que desborda ternura.

Una triste emoción hace que frunza los labios. Apoyo la cara contra el frío cristal de la ventanilla y pierdo la mirada en un lugar inexistente.

REFLEXIONES

Tumbada en el balancín del porche, después de desayunar y envuelta en una manta, pienso en la noche del 24. No estoy recuperada del todo. Arrastro un cansancio que recurre, como si quisiera quedarse conmigo para siempre.

El balanceo me hace pensar en el ir y venir de la vida. Todo puede cambiar en un segundo y el detalle más insignificante puede desencadenar un caos de dimensiones alarmantes. El agotamiento psicológico que llevo encima, sumado con el maltrato físico que yo misma me he provocado, hace que mi estado de ánimo sea el que es.

El tobillo y el espejo no se olvidan de recordármelo. Busco el paquete de tabaco y lo encuentro encima de la mesa junto a la baraja del abuelo. Enciendo un cigarrillo y la observo. La vida, cuando nacemos, nos regala una a cada uno de nosotros, sin ser iguales para todos. Algunas vienen con las cartas marcadas, a otras les faltan los cuatro ases. A mí me ha tocado una de estas últimas. Es un juego difícil y complejo contra una vida injusta e incomprensible donde todo son preguntas y las respuestas están contadas, pero, sin embargo, estoy dispuesta a ganar la partida.

Observo el enorme rosal que cubre toda la celosía del jardín; sus espinas son tan dañinas como el odio que no puedo evitar sentir hacia mí misma al haber hecho pasar a los abuelos por semejante situación. En ningún momento se me pasó por la cabeza acabar con todo; la rabia e impotencia que llevaba dentro se convirtió en un torrente de hechos a cual más lamentable, comenzando con una primera copa y acabando autolesionándome en un ataque de profundo dolor. No puedo volver a perder el control, aunque por dentro me domine la tristeza. Tengo que comenzar a aprender a vivir sin ellos, despertar a la guerrera que llevo dentro y luchar para salir de esta espiral que me conduce a ninguna parte.

Las grandes piedras que ribetean el sendero que conduce hacia la fuente del cenador, hacen que sea consciente de que mi camino es ahora tortuoso, pero debo continuar por mis abuelos, por Estela, por mí… Sobre todo por mí, aunque solo sea por curiosidad.

No quiero regresar a Barcelona todavía y enfrentarme a un montón de detalles que antes parecían insignificantes y, sin embargo, ahora se han convertido en recordatorios constantes de lo ocurrido. No puedo ni quiero engañarme.

De pronto, un pájaro se posa encima de la mesa, cerca de las migas de pan que han quedado en el plato del desayuno. Las observa y también a mí. El plumaje de su pecho es anaranjado como mis cabellos… Como los de Ángela. Parece no tener miedo; le acerco el plato y comienza a picotear.

Suena el teléfono y lo ignoro; prefiero observar las nubes que abundan en esta fría mañana de diciembre. No parecen algodón, son como montañas de nata espesa y compacta de diferentes tamaños y me llega el recuerdo de los días que Ángela y yo jugábamos con papá a mirarlas y buscar en ellas formas o parecidos. Mi hermana siempre encontraba flores o animales, yo no encontraba nada y me inventaba lo primero que se me pasaba por la cabeza: un pirata, un loro, una camiseta rota.

Ángela reía por mis ocurrencias y me daba un golpe en el hombro lleno de complicidad y ternura.

La abuela aparece secándose las manos en el delantal y me pregunta por mi tobillo; sin embargo, nunca me pregunta por las heridas del rostro.

—Hola, abuela —le contesto, al mismo tiempo que le hago un gesto para que se siente a mi lado en el balancín—, estoy mirando las nubes, como cuando éramos pequeñas.

Se sienta a mi lado, me acaricia el brazo y fija su vista en el cielo. De pronto, veo cómo los rayos del sol se filtran entre una enorme nube, formando ráfagas de luz brillantes y poderosas. Aparto la mirada y agacho la cabeza.

—¿Qué ocurre, hija?

—¿Por qué crees en un ser duro e injusto?

La abuela frunce el ceño en señal de extrañeza y me mira

—Sí, abuela, no me mires con esa cara. Sabes que me refiero a ese Dios que desde pequeña me pintaron en el colegio como un ser bueno y misericordioso. Todavía recuerdo una frase tan patética como ridícula en mi primer libro de religión: Un Dios que «premia a los buenos y castiga a los malos».

La abuela me mira con cara de asombro y los ojos muy abiertos.

—Laura, hija, Dios no es culpable de lo que ha ocurrido —contesta con voz apesadumbrada—, la culpa fue del conductor del coche.

—¿Y no podía haber hecho un milagro como el que hizo con ese tal Lázaro al que resucitó?, la Biblia dice que «todos somos iguales ante los ojos del Señor» —le digo con tono sarcástico y haciendo una mueca.

—Cariño, los caminos del señor son inescrutables —contesta en voz baja.

—¡Basta, abuela, estoy harta de tanta palabrería barata y tanta tontería!, y te diré más: si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, entonces sí que tenemos un grave problema, porque el ser humano es malo por naturaleza y, por esta regla de tres, estamos en manos de un ser despiadado —respondo mientras aprieto la mandíbula con fuerza.

Permanecemos calladas unos segundos hasta que, apoyándome en la muleta, me levanto y me dirijo hacia la puerta de entrada. En ese momento sale el abuelo, y por la forma en que me mira, me doy cuenta de que ha escuchado toda la conversación. Se sienta en el balancín junto a la abuela.

—No te vayas tan rápido, Laura, siéntate un momento —me dice mirándome con solemnidad extendiéndome la mano. Emito un suspiro de hastío y me siento en la esquina de una de las sillas de forja blanca.

—Yo también dudo, Laura, muchas veces… No eres la única. La vida es tan injusta como maravillosa, todo es una contradicción constante que no cesa, pero así es y es lo que tenemos. Entiendo perfectamente que pienses así, es parte del proceso del duelo por el que estás pasando —me dice acariciándome el brazo.

Cierro los ojos y hago un gesto de negación con la cabeza.

—Me estoy volviendo loca, abuelo; no puedo odiar a un ser en el que no creo… o estoy dejando de creer.

Abro los ojos y veo que el pájaro, ajeno a todo, continúa con su festín de migas. Se acerca dando pequeños saltos hacia mí, me mira y alza el vuelo.

DESPEDIDA Y REGRESO

Las fiestas navideñas afortunadamente han terminado y con ellas, mi estancia en Torre del Mar. Ya puedo caminar sin bastón, el tobillo no me duele, pero tengo que tener cuidado porque la torcedura no ha sido ninguna tontería. Voy metiendo poco a poco la ropa dentro de la maleta que tengo encima de la cama. No tengo prisa, no me espera nadie en Barcelona, pero debo regresar y comenzar de nuevo. Confieso que tengo miedo; cuando suba al tren volveré a estar sola, sin el calor y la comprensión de los abuelos; desnuda de un afecto necesario para poder continuar, como un apoyo invisible que sienta y me ayude, porque no va a ser fácil.

La abuela entra en la habitación con varias prendas de ropa en los brazos.

—Toma, cariño, limpias y planchadas —me dice al mismo tiempo que las deja encima de una silla.

—Gracias —le contesto con una triste sonrisa de agradecimiento.

—¿A qué hora sale el autobús? —pregunta sentándose en la cama.

—A las siete y media, el abuelo me lleva a la estación y quiere ayudarme con la maleta. Ya lo conoces, cuando se le mete una cosa en la cabeza no admite un no por respuesta.

—En eso te pareces mucho a él, hija, sois los dos igual de cabezotas —dice con una mueca de paciencia—. Voy a prepararte algo de comer para el viaje —me dice mientras se levanta y se lleva una mano a la cadera—. Mis pobres huesos, esto de hacerse viejo es una faena —se queja mientras sale por la puerta.

—No hace falta, abuela, no te molestes, solo hay una hora de camino y no tengo hambre —le digo colocando un jersey dentro de la maleta.

—Ahora la cabezota soy yo y no te vas a marchar sin algo de comer —me dice volviendo a entrar y dándome una palmada cariñosa en el dorso de la mano.

Una tímida sonrisa se adueña de mi rostro porque para ella continúo siendo una niña que no ha crecido.

Bajo al comedor, el abuelo ya se ha puesto el abrigo y me espera sentado mirando el fuego de la chimenea y fumando su pipa. La abuela sale de la cocina con una bolsa blanca de tela.

—Aquí llevas un bocadillo, un zumo de naranja y un plátano. —Me la entrega con una ternura que hace que me estremezca.

—Gracias, abuela… Os quiero muchísimo y siento en el alma lo ocurrido —les digo mientras no puedo evitar las lágrimas.

La abuela me abraza y me acuna transmitiéndome un cariño infinito.

—Llámanos de vez en cuando, hija —me pide mientras me acaricia con cuidado una mejilla porque las heridas no han cicatrizado del todo.

—Te lo prometo, os llamaré todas las semanas.

El abuelo coge mi maleta y salimos al porche. Abrazo a la abuela de nuevo y apoyo la cabeza en su hombro durante unos segundos. Entro en el coche y, mientras nos alejamos, la observo por el cristal de la ventanilla trasera diciéndome adiós con la mano. Así permanezco hasta que su silueta desaparece en la distancia.

Llegamos a la estación con tiempo y nos dirigimos hacia la cafetería. El abuelo se acerca a la barra y yo busco una mesa cerca de la puerta para poder ver el panel informativo. Unos segundos más tarde se sienta enfrente de mí con un par de cafés.

—¿Qué tienes pensado hacer cuando llegues a Barcelona, Laura?

—No lo sé —le digo mientras abro el sobre de azúcar—; tampoco sé qué es lo que me voy a encontrar cuando llegue.

—Tómate tiempo, hija, no seas dura con tu madre y, por favor, no hagas ninguna tontería, ya sabes que si necesitas cualquier cosa, nosotros estamos aquí.

—Lo sé, abuelo —contesto en voz baja mientras le doy vueltas al café con la cucharilla.

—Tu vida tiene que continuar y el tiempo irá enseñándote cómo vivir con lo ocurrido. —Su voz es seria, pero reconfortante—. Eres fuerte y valiente, siempre lo has sido; desde el día en que naciste llorabas y gritabas más veces que tu hermana para desesperación de todos. Yo reía para mis adentros porque ya demostrabas que eras toda una Savál como yo, como tu padre. Sabrás encajar todo esto, Laura.

Le aprieto la mano y le sonrío con tristeza al mismo tiempo que asiento con la cabeza.

Anuncian mi autobús. Nos levantamos y nos dirigimos al andén número tres. En la puerta, y antes de subir, me abrazo con fuerza al abuelo y me prometo que no me rendiré ante ninguna adversidad por muy dura que sea. Ante ninguna.

En el viaje de vuelta pienso en mi madre. No he recibido ni una sola llamada de ella en todo este tiempo, pero tampoco la he llamado yo. Cada vez que recuerdo lo que escuché delante de la puerta de su habitación, no puedo evitar sentir cómo el corazón se me encoge.

Comienzo a ver por la ventanilla los primeros edificios de la ciudad y mi temor crece. Respiro hondo e intento relajarme sin apenas conseguirlo. Siento frío y, sin embargo, me sudan las palmas de las manos.

El tren se detiene y espero que baje hasta la última persona, porque los molestos movimientos de los pasajeros, bajando y descargando sus equipajes, me agobian.

Cuando me quedo sola, me levanto y cojo mi maleta. Bajo del autobús y un gélido aire me golpea en la cara. Me coloco unas gafas de sol y me subo el cuello del abrigo.

Allá voy…, a enfrentarme con la vida.

Segunda Parte

AUSENCIA

El taxi me deja enfrente de casa, pago la carrera y el taxista baja antes que yo para sacar la maleta. Me pregunta si quiere que la lleve hasta el portal, pero amablemente niego con la cabeza. Me desea una buena noche y se marcha.

La calle está desierta, hace mucho frío y comienza a llover. Me resguardo en la marquesina de la parada del autobús que hay a mi lado. Me siento en el banco y entrelazo las manos. Observo el edificio; toda la fachada está oscura, todo está apagado excepto la habitación de Gaby, de donde sale una luz tenue.

Abro el bolso y busco las llaves. Mi bolso es como mi habitación, un caos absoluto lleno de cosas innecesarias. No encuentro las llaves por ninguna parte; miro por todos los bolsillos y al final lo vacío encima del banco. Las llaves no están. O me las he dejado en casa de los abuelos o no las cogí cuando me marché. Seguro que están encima de mi mesa, debajo de la cama o dentro del cajón de la ropa interior. Vete tú a saber. Reconozco que soy muy desordenada, pero es algo que nunca me ha importado.

La lluvia se ha convertido en un diluvio y el aire en un incómodo viento. Vuelvo a meter todo en el bolso, cojo la maleta y cruzo la calle cuando el semáforo cambia a verde. Solo han sido unos metros lo que he recorrido desde la marquesina hasta el portal y parece que me haya caído en una piscina. Comienza a tronar y un relámpago ilumina las ramas desnudas de los árboles de la avenida. El cielo podría desplomarse en cualquier momento.

Me refugio en la última escalera y llamo al timbre. Pasan unos segundos, que me parecen interminables, y cuando me dispongo a llamar otra vez, la puerta se abre y veo a Gaby.

—¡Virgen Santa, Laura! —exclama con una voz asombrada.

—Hola, Gaby, no llevo llaves —le digo mientras entro rápidamente—, he visto luz en tu habitación y he supuesto que estarías despierta.

—Cuánto me alegro de que hayas vuelto, hija —me dice con una voz emocionada al mismo tiempo que me abraza.

—Estoy empapada, no quiero mojarte; espera que me seque.

Gaby no me hace caso y continúa con ese abrazo que yo le devuelvo y que me reconforta.

—Vamos arriba, tienes que cambiarte de ropa y secarte o cogerás un resfriado, o algo peor.

Cuando deshacemos el abrazo, me mira y su semblante cambia.

—¡Laura…, tu cara! —exclama asustada.

—Ya te lo contaré, no me preguntes ahora; estoy cansada. ¿Mi madre está en su habitación?

—No, hija, tu madre no está. Se marchó antes de ayer y no dijo ni a dónde iba, ni cuánto tiempo estaría fuera; solo me pidió que me quedara hasta que tú regresaras —me contesta bajando la mirada, con una voz cargada de pena.

—¿Se marchó… sola? —pregunto en un susurro.

—Sí, sola y muy desmejorada.

Cierro los ojos y paso las yemas de mis dedos por la cicatriz de la herida que tengo en la cara. Levanto la cara y veo que Gaby tiene los ojos llenos de lágrimas. Le doy un beso y, sin decir nada más, me dirijo hacia las escaleras para subir a mi habitación.

—¿Quieres algo de cenar, hija? —me pregunta mientras voy subiendo.

—No, gracias, no tengo hambre, solo quiero cambiarme de ropa y secarme. Vete a la cama y no te preocupes más. Hablamos mañana.

Voy subiendo despacio, la sensación que experimento me paraliza, y, al llegar al final de la escalera, me giro y observo desde arriba toda la entrada con el enorme hall. Ya no hay calor, ni risas, ni el aroma del tabaco que papá fumaba. También ha desaparecido la música clásica que salía de su despacho…, incluso echo de menos la voz de mi madre cuando me regañaba por mis constantes bromas a todos.

Esto ya no es un hogar, esto es un enorme caserón frío y oscuro donde las sombras asustan.

Paso por delante de la puerta del dormitorio de mi madre y la recorro con la mirada; la abro y siento una sensación de rechazo que hace que la cierre deprisa.

Entro en mi dormitorio, enciendo la luz y no me gusta lo que veo. Otra vez dos camas y mis llaves encima de la mesilla de Ángela. Dejo la maleta en una esquina y cojo una toalla del primer cajón del armario. Me desvisto y, a la vez que me seco, busco el teléfono para llamar a mis abuelos y decirles que he llegado bien. En la pantalla hay cinco llamadas perdidas de Estela, de diferentes días. La llamaré mañana y también intentaré ponerme en contacto con mi madre; quiero saber si está bien y, sin embargo, tampoco sé por qué lo quiero saber, pero lo necesito. Además, sé a dónde ha ido. Sé dónde está.

Me siento en la cama de mi hermana y miro despacio todo el dormitorio; me estremezco y me abrazo a mí misma para consolarme y protegerme no sé muy bien de qué.

Busco un pijama de mi hermana y me lo pongo. Abro su cama, me meto y me tapo entera con el nórdico. Ella ya no está, pero si ocupo su espacio, no se habrá ido del todo; es una sensación que solamente puedo entender yo.

Abrazo la almohada y cierro los ojos susurrando su nombre.

SOLEDAD

Despierto por el sonido de la lluvia contra el cristal. Me desperezo, estoy en casa y recuerdo que mi madre no está. El reloj marca las diez y media de la mañana; esperaré a que sea más tarde para llamarla porque a ella nunca le ha gustado madrugar.

Me dirijo a la cocina y veo que Gaby está preparando café.

—Buenos días, hija —me dice sonriendo.

—Buenos días, creo que necesito un café bien cargado —le contesto, al mismo tiempo que ahogo un bostezo y me siento encima de la encimera.

Gaby me sirve una taza y me acerca el azucarero.

—Sé dónde está mi madre, Gaby —le digo mientras echo azúcar en el café.

Gaby me mira con curiosidad.

—Está en Gerona con sus padres. La llamaré a lo largo del día… o cuando termine de desayunar —digo con desgana.

Los padres de mi madre nunca me gustaron, los llamo por su nombre: Aurora y Manuel.

Ella es fría, distante y altiva, y prácticamente no tengo relación con ellos. Ángela era su niña bonita y perfecta y yo, la oveja negra rebelde y contestona. Con siete años, me dio un bofetón por haber comido caramelos antes del almuerzo. Me castigó sin postre y sin ver la televisión en toda la tarde. Todo lo contrario que mis abuelos paternos. Ese día se fracturó mi relación con ella y fue la primera vez que sentí odio.

A su marido lo tiene manipulado y anulado como si fuera un pelele. Nunca los he querido y ahora ya es tarde.

Termino el café y me dirijo al salón para buscar el teléfono de su casa en Gerona; me importan tan poco, que ni siquiera lo tengo registrado en mi móvil. Me siento en el sofá y abro el cajón de la mesa. Encuentro la libreta de direcciones y teléfonos de mi madre.

La pereza me invade; lo último que me apetece es escuchar la voz de esa arpía estirada.

Marco, suena la señal y espero, pero no contesta nadie. Cuelgo; llamaré más tarde.

Respiro hondo y decido llamar a Estela; ya es hora de que le devuelva sus numerosas llamadas.

—¡Laura, por fin! —me dice mi amiga en cuanto contesta.

—Hola, Estela, no me acribilles a reproches, por favor, déjalo para otro momento.

—No voy a preguntarte cómo te encuentras, sería idiota si lo hiciera, pero me gustaría mucho verte; además…, tengo algo que proponerte y estoy segura de que puede interesarte.

—Te llamo esta tarde y si no estás ocupada quedamos para cenar —le digo con cariño

—Me encantará darte un abrazo, torbellino.

Cierro los ojos y sonrío porque este calificativo lo llevo por bandera desde siempre.

Vuelvo a la cocina y me apoyo en el marco de la puerta. A través de la ventana veo que ha parado de llover y un sol tímido comienza a asomarse entre las nubes. Me gustaría salir a correr, el tobillo ya no me duele, pero el médico fue muy claro cuando me dijo que nada de ejercicio por lo menos en un mes.

Gaby está pelando patatas, la radio está encendida con el sonido alto porque no oye bien; una otitis, bastante importante cuando era joven, hizo que perdiera audición. Le gusta escucharla fuerte y me imagino que ahora más todavía, al haberse quedado sola en semejante caserón sin nadie con quien hablar.

—Gaby —le digo al mismo tiempo que bajo un poco el volumen de la radio—, me gustaría hablar contigo un momento.

—Claro, hija, ¿qué ocurre?

—Quiero cambiar mi habitación. No quiero ver dos camas cada vez que entre, no quiero ver dos sillas, dos mesas de estudio, dos mesillas, dos lámparas, dos alfombras, dos, dos, dos… No quiero, Gaby, no puedo. Todavía no.

Me coge la mano y asiente en silencio.

—Llevaremos todos esos muebles al sótano y los cubriremos con sábanas para que no se estropeen. ¿Podrías llamar a tu hermano para que nos ayude?, nosotras solas no creo que podamos con todo.

—Claro que sí, hija, cuando tú me digas —me dice sin soltarme.

—Cuanto antes, Gaby, cuanto antes…, por favor.

Me dirijo a la ducha, al mismo tiempo que pienso en mi madre. No puedo olvidar esas horribles palabras y la relación que tenemos ahora, la cual ya no puede ser peor. Abro el grifo y el agua caliente me reconforta, pero los ojos se me llenan de lágrimas porque mis sentimientos ya no pueden ser más encontrados. Intento ponerme en su lugar y hacer caso a los consejos de mis abuelos y de Gaby, pero parece que nadie se pone en el mío; como si mi dolor tuviera que ser mucho menor por ser hija y hermana, y no ser esposa y madre. Ni existe, ni existirá una vara de medir sentimientos y sensaciones. Lo que, para una persona, alguna circunstancia puede ser una tontería, para otra puede llegar a ser un profundo desconsuelo. Todo es relativo y complejo; me muevo en aguas farragosas y tengo que salir de ellas como sea. Al fin y al cabo, es mi madre y sé que me quiere, aunque sea a su manera, o eso es lo que quiero pensar sin engañarme.

Qué sola me siento.

Se me ha pasado la mañana volando sin apenas hacer nada. Busco el teléfono para llamar de nuevo a mi madre. Marco el número y esta vez, después de tres tonos, descuelgan.

—¿Dígame?

La voz gélida de Aurora me estalla dentro del oído.

—Hola, Aurora… Soy Laura.

Silencio, segundos de silencio interminables.

—Quiero hablar con mi madre, sé que está ahí con vosotros —le digo con tono cansado.

—Tu madre no puede ponerse, está descansando —me contesta con desprecio.

—No me vengas con tonterías, Aurora, quiero hablar con ella —le espeto enfadada.

—Vaya, vaya, con la señorita, veo que continúas siendo imposible y descarada; te digo y te repito por última vez que tu madre no puede ponerse, y encima no vengas con exigencias, cuando la dejaste sola en Barcelona y te marchaste a Torre del Mar.

Mi ira comienza a ponerse en marcha y las palabras de esta bruja me taladran las entrañas.

Por un momento me siento culpable, pero también recuerdo las de mi madre.

—No tienes ni idea de nada, Aurora, ¡de nada! —le escupo con furia—. ¡Dile a mi madre que estoy en Barcelona, si es que le importa!

Cuelgo el teléfono sin esperar contestación. Miro al frente y veo el crucifijo de madera y esmalte que siempre ha estado colgado junto al ventanal del salón. Cojo el cenicero de mármol que hay encima de la mesa y lo arrojo contra él, destrozándolo por completo.

Salgo del salón con tal estado de ansiedad, que me cuesta respirar. Abro el armario pequeño que hay al lado de la puerta de entrada. Ahí se guardan las llaves del lugar donde necesito estar en estos momentos. Solo quiero estar allí, el resto del mundo me sobra. Me tiemblan las piernas y las manos, cuando cojo el bolso, me pongo el abrigo y salgo de casa. Ni siquiera me despido de Gaby porque no quiero que me vea en estas condiciones. Un taxi con la luz verde se acerca y el brazo me pesa como si fuera una barra de hierro cuando lo levanto. Se detiene, entro y cierro la puerta.

—Lléveme al cementerio…, por favor.

LÁGRIMAS SOBRE PIEDRA

Antes de entrar, me detengo en el puesto de las flores y compro lirios y rosas blancas; las flores preferidas de mi hermana.

Camino hacia el panteón por un sendero con altos cipreses a ambos lados, que se mecen con la brisa y parece que me saludan. Llego a la puerta, saco la llave y la abro, pero no puedo levantar la losa de hierro por la que se accede a las escaleras; pesa demasiado. Miro alrededor y veo a un hombre que se acerca por el camino con una pala apoyada en el hombro derecho. Viste un pantalón gris con una franja amarilla.

—Disculpe, ¿trabaja usted aquí? —le pregunto.

—Sí, ¿necesita ayuda? —me dice con amabilidad.

—Quisiera levantar la losa, pero no tengo fuerza para hacerlo.

—No se preocupe, yo me encargo.

El operario la levanta como si fuera de papel y engancha la cadena que cuelga de ella, a una claraboya de un barrote. Me asomo y observo una incómoda oscuridad.

—Baje con cuidado, las escaleras no son seguras.

—Lo tendré, no se preocupe, desgraciadamente conozco su estado —le contesto agradecida.

—Estaré por aquí cerca, cuando suba, yo cerraré la tapa. No lo haga sola, podría lastimarse.