Toda la Rabia - Darcy Lockman - E-Book

Toda la Rabia E-Book

Darcy Lockman

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Beschreibung

¿Por qué los hombres hacen tan poco en casa? ¿Por qué las mujeres hacen tanto? ¿Por qué nuestros valores igualitarios no coinciden con nuestras experiencias? La periodista y psicóloga Darcy Lockman ofrece una mirada lúcida al problema más pernicioso al que se enfrentan las madres y padres modernos: cómo las relaciones progresistas se convierten en tradicionales cuando se introducen los niños en el hogar. En una época de activismo feminista, concienciación y cambio aparentemente sin precedentes, los datos muestran que persiste obstinadamente un área de desigualdad de género: la desproporcionada cantidad de trabajo parental que recae en las mujeres, independientemente de su origen, clase o estatus profesional. 'Toda la Rabia' investiga la causa de esta omnipresente desigualdad para responder por qué, en los hogares en los que ambos progenitores trabajan a jornada completa y están de acuerdo en que las tareas deben repartirse a partes iguales, las contribuciones de las madres a la gestión del hogar, la carga mental y el cuidado de los hijos siguen superando a las de los padres. ¿Cómo es posible que en una cultura que defiende de boquilla la igualdad de la mujer y alaba los beneficios de la participación del padre -beneficios que van mucho más allá del bienestar de los propios hijos-, el compromiso con la equidad en el matrimonio se desvanezca con la llegada de los hijos? Al contar con parejas masculinas que compartirán la carga, las mujeres de hoy en día se han quedado con lo que los politólogos denominan expectativas crecientes insatisfechas. Históricamente, estas expectativas insatisfechas son la causa de revoluciones, insurrecciones y disturbios civiles. Si tantas parejas viven así, y tantas mujeres están enfadadas o simplemente agotadas por ello, ¿por qué seguimos tan estancadas? ¿Dónde está nuestra revolución, nuestra insurgencia, nuestra agitación civil? Darcy Lockman profundiza en la búsqueda de respuestas, explorando cómo la promesa feminista de una verdadera pareja de hecho casi nunca se cumple. Empezando por su propio matrimonio como caso de estudio, se desplaza hacia el exterior, relatando las experiencias de un amplio abanico de mujeres que crían a sus hijos con hombres; visitando grupos de madres primerizas y especialistas pioneros en coparentalidad; y entrevistando a expertos de distintos campos académicos, desde profesores de estudios de género y antropólogos hasta neurocientíficos y primatólogos. Lockman identifica tres principios que han sostenido la división cultural del trabajo en función del género y desgrana las formas en que tanto hombres como mujeres perpetúan involuntariamente las viejas normas. Si todos estamos de acuerdo en que a igual trabajo, igual salario, ¿podemos decir lo mismo del trabajo no remunerado? ¿Puede por fin llegar la justicia a casa?

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Introducción

Un problema sin nombre

Casada con hijos

¿Estoy siendo injusta con mi marido?

Es un sábado gris de primavera de 2016, víspera del Día de la Madre. Ha llovido durante los últimos diez días, y he pasado la mitad de ellos en Michigan con mis hijas, sin mi marido, visitando a mis padres. Me encanta llevar a mis hijas a Detroit, pero criar sola a Liv y Tess es agotador, sobre todo porque soy la única persona disponible para dar y hacer cumplir las tristes órdenes de la primera infancia, esas que empiezan al despertar y no cesan hasta la noche, cuando el peso de sus párpados, suaves como pétalos, se vuelve finalmente demasiado pesado para resistirlo. Ve al baño. Lávate los dientes. Ponte los calcetines. Ponte los zapatos. No pegues a tu hermana. Limpia la habitación. Quítate los zapatos. Ponte los zapatos. No pegues a tu hermana. Quítate los zapatos.

Al regresar a Nueva York, decido que lo que más me apetece con motivo de este Día de la Madre es tiempo para mí misma. Le pido a George que lleve a nuestras hijas, de 6 y 3 años, a pasar la noche con su madre en la residencia de ancianos en Pensilvania. Ruth estará encantada. George se sentirá bien pasando el día de fiesta con su madre. Las niñas tomarán helados, jugarán en Chuck E. Cheese y nadarán en la piscina cubierta del hotel. Todos saldremos ganando.

Cuando esa mañana George se va al gimnasio antes del viaje, se detiene, eligiendo sus palabras con el cuidado de los casados, y me dice: «Voy a hacer la maleta para las niñas, pero si se te ocurre algo que pueda olvidar, ¿podrías dejarlo sobre la cama?».

Si eres madre o padre, o has estado en compañía de una persona que es madre o padre, probablemente no te sorprenderá saber que George nunca ha hecho las maletas para nuestras hijas. En los seis años y medio que han transcurrido desde que nos convertimos en padres, yo he hecho todas las maletas y todas las demás cosas parecidas a hacerlas, y mi marido sabe —porque se lo he dicho insistentemente en los últimos años y porque he considerado este hecho nada menos que el punto de partida de un libro— que ya no me complace ocuparme de ello en su lugar. Los estudios en ciencias sociales subrayan que estamos dentro de la norma en dos aspectos. Nuestra transición a la paternidad no ha sido fácil para nuestra relación, y nuestra división del trabajo ha sido el centro de ese malestar, un polvorín siempre a punto de estallar.

Soy igual de cuidadosa que mi marido a la hora de responder. Quiero ser amable sin perder mi compromiso de rechazar la responsabilidad de cada detalle y reforzar este enloquecedor sistema que hemos construido en el que yo soy la encargada de todas las cosas. Le pregunto: «¿Qué es lo que crees que puedes olvidar?». Piensa. «Sus trajes de baño», dice. «Pues mira, ahora te has acordado», digo, sonando a mi oído como la madre tejón ecuánime de los libros infantiles de Frances. Me encanta. Asiente y sale por la puerta.

Una parte de mí se siente bien por el intercambio. Me he defendido, lo he hecho con buen humor y George se acordará de los bañadores con los que las niñas dormirán alegremente cuando al final se olvide de sus pijamas. Pero el diablo que tengo sobre el hombro, ese que he interiorizado durante décadas de ruido blanco sobre las mujeres y sus responsabilidades y su lugar relativo, me asalta: no estás siendo justa con él. Al fin y al cabo, se las está llevando. Prepara algunas cosas. Es solo un viaje de una noche. Te llevará treinta segundos. ¿Cuál es el maldito problema? Recojo el iPad y algunos juguetes y los meto en una bolsa, una ofrenda al diablo, y a mi marido, que deseo por encima de todo que sea justo.

No lo vi venir

En 2003, cuando yo tenía 30 años, mi amiga Tanya dio a luz a su primer hijo. Era unos años mayor que yo y, como estábamos en Nueva York (la ciudad de la edad materna avanzada), también era la primera de mis compañeras locales en tener un bebé. Unos meses más tarde, se convirtió en la primera de mi grupo en ser madre trabajadora a tiempo completo, y luego la primera con la que perdí el contacto debido a las nuevas exigencias que atravesaba. Intentábamos reunirnos cada seis semanas, pero nunca lo conseguíamos. Por fin, una tarde, Tanya me explicó por teléfono, como si todo aquello tuviera sentido, que no iba a poder quedar nunca para cenar porque su marido no podía quedarse solo con el bebé toda la noche. El trabajo de John consistía en entretener a los clientes, así que sabía que Tanya solía quedarse sola con su hijo después del trabajo. Si ella podía hacerlo, ¿por qué él no?, me pregunté. Ella dudó antes de responder: «No podría». Le pregunté por qué. Seguimos hablando durante un rato. Colgué desconcertada y desdeñosa por lo que parecía estar permitiéndole a su marido, que renunciase a tantas responsabilidades. Ambos trabajaban. ¿Por qué iban a ser menos que compañeros a partes iguales en casa? Desafiaba toda explicación razonable.

Los golpes graciosos de esta historia no son pocos ni están demasiado espaciados en el tiempo. Baste decir que seis años después también yo me encontré en la situación de compartir la crianza con un marido. Fue un acontecimiento afortunado, muy bien planeado y llevado a cabo sin problemas. Pero no tuvo que pasar mucho tiempo desde el nacimiento de nuestra primera hija para que me acordara de la difícil situación de Tanya, ya que ahora era la mía, y si era la mía, también era la de la mayoría de las madres trabajadoras con las que me encontraba en mi vecindario de familias con dos sueldos en un frondoso barrio de Queens. Al igual que yo, las mujeres que conocí en las idas y venidas al preescolar y al parque infantil trabajaban a jornada completa, y, al igual que yo, después del parto se habían encontrado con que tenían que soportar en casa la mayor parte de las cargas domésticas, hasta entonces inimaginables. Fue algo que vi no solo entre mis amigos del barrio, sino también entre mis pacientes, puesto que soy terapeuta.

En mi consulta, en la frontera entre Chelsea y Midtown, vi cómo esto empezaba ya durante el embarazo. De veintiocho semanas y en ropa de trabajo premamá, una mujer observó con cierta sorpresa y una incipiente exasperación: «Jason parece muy interesado en el tipo de cochecito que vamos a comprar, pero también da por sentado que yo voy a hacer toda la tarea de búsqueda». Me mordí la lengua porque mi primera reacción me pareció poco amable y demasiado cínica. Pero no pude evitar pensar: así empieza todo.

Así fue como empezó para mí. La primera pelea que tuve con mi marido sobre las responsabilidades compartidas de la paternidad ocurrió cuando nuestra hija Liv aún no tenía un mes. Yo estaba en lo que viene a considerarse una baja por maternidad: me había tomado ocho semanas libres sin sueldo en la clínica donde estaba terminando mis horas de posdoctorado. George, a quien había conocido en la escuela de posgrado, trabajaba como psicólogo para la Policía de Nueva York, un trabajo en la ciudad con buenas prestaciones y un horario de nueve a cinco. Disfrutaba de mi tiempo en casa con el bebé tanto como puede hacerlo cualquiera con un horario de sueño infantil y los pechos congestionados. Incapaz de descansar durante el día, hacía pruebas prácticas por ordenador para mi examen de grado mientras Liv dormía la siesta, y en algunas hermosas tardes de otoño ella y yo nos reuníamos con amigos que disfrutaban de su hora del almuerzo en el césped de Bryant Park. Todo aquello le parecía francamente hedonista a mi marido, cansado y atrapado en una pequeña oficina sin ventanas de Lefrak City Plaza, entrevistando a candidatos a agentes de policía siete horas y media al día.

George estaba acostumbrado a ir al gimnasio la mayoría de las noches después del trabajo, y un par de semanas después del nacimiento de nuestra hija quiso retomarlo. Era una petición bastante inocua desde su punto de vista, que entonces era muy distinto del mío y, en realidad, lo sigue siendo también hoy en día. Él pasaba largas jornadas en la oficina y quería hacer ejercicio. Yo pasaba largas jornadas en casa con nuestro recién nacido y quería un poco de alivio. Aunque ya no recuerdo con claridad qué era lo más difícil de estar sola con un bebé —pregúntale a cualquier madre de dos o más hijos y seguramente te dirá lo mismo—, sí recuerdo los nervios crispados por los lamentos ininterrumpidos de Liv cada tarde, entre las cuatro y las siete, aquellos primeros meses. Se llama la hora bruja. Búscalo en Google junto con la palabra bebé y accederás a una serie de páginas web que aconsejan a las madres cómo gestionar este periodo diario de inquietud extrema. Las páginas están dirigidas a las mujeres: «Recuerda, no has hecho nada malo, no eres una madre terrible, y esto es normal». Si George venía directamente a casa después del trabajo, llegaba a las cinco cuarenta y cinco; luego del gimnasio, llegaba a las siete en el mejor de los casos.

Cuando le hablé de esto a mi marido, no se mostró inmediatamente de acuerdo con mi postura. George creía que yo no comprendía su necesidad de desahogarse. Se equivocaba: mi consideración hacia él no llegaba al extremo de anular mis propias necesidades para satisfacer las suyas. Pasamos unos días de hostilidad mutua hasta que conseguimos ponernos de acuerdo en que iría al gimnasio antes del trabajo. Su concesión resolvió el problema material, pero generó cierto disgusto. A pesar de haber llegado a una solución que nos tenía en cuenta a los dos, George parecía aferrarse a la idea de que yo estaba equivocada, además de ser floja —claramente— y caprichosamente impositiva. En mi mente, nuestra decisión mutua y bien meditada de formar una familia ponía ahora límites a su libertad, al igual que a la mía. En su mente, o eso daba a entender su actitud, él no tenía por qué soportar esos límites. Llevábamos seis años juntos y yo había aprendido a leer sus miradas antes de Liv, llenas de amor o de buen humor o del deseo de tener tiempo para él. Cuando nació nuestra hija, apareció una nueva categoría de mirada: ¿cuál era mi puto problema?, ¿por qué me había vuelto tan exigente? Con gran esfuerzo, me lo tomé muy en serio. Quizá debería aceptar mi papel de progenitor principal con naturalidad. Al fin y al cabo, tampoco es que él no hiciera nada en casa.

Seguí luchando contra esta mirada —internamente y con él— a medida que pasaban los años y criábamos un segundo hijo. Mis peticiones de ayuda eran atendidas esporádicamente, pero solo después de algunas peleas y algún que otro recordatorio tenso, cada uno de los cuales servía para reforzar el mismo fondo implícito: las necesidades de nuestros hijos eran mi responsabilidad. «Mi resentimiento» se convirtió en tema de conversación en nuestra eventual terapia de pareja, sin que George se diera cuenta del puñetazo que me daba en las tripas cada vez que se refería a mi enfado de ese modo, como si fuera un sarpullido en la espalda que me había salido espontáneamente y que no tenía nada que ver con él. Hablando desde la experiencia, nuestro paternal y amable terapeuta nos dijo lo siguiente: «La forma en que vivimos en los hechos parece no haber alcanzado nuestros relativamente nuevos ideales». ¿Por qué nadie me lo había dicho antes?

Tanya me lo había dicho seis años atrás, pero en ese momento pensé que era su experiencia, y no algo común a todas las mujeres. La dinámica de género había cambiado mucho desde mi infancia, al menos esa era la impresión que tenía antes de ser madre. Y, sin embargo, George y yo seguíamos esos guiones domésticos que ya habían caducado. Cuando Liv cumplió un año, me di cuenta de que cualquier historia que pudiera haber contado sobre la asombrosa capacidad de mi marido para abdicar de las cargas domésticas —para no saber siquiera de su existencia— podría haber sido contada por cualquier madre que conociera. Había niños pequeños vestidos con la ropa de la estación equivocada, permisos que permanecían sin firmar en las carpetas, el constante fracaso a la hora de empaquetar cualquier tipo de provisión. («¿Te has acordado de los pañales?», me preguntaba George en un tono ligeramente acusador cada vez que subíamos al coche). Había un mensaje tácito pero claro: no es mi trabajo.

Los maridos que conocía, incluido el mío, estaban comprometidos de mil maneras con sus hijos, nada que ver con el estereotipo retro del tipo que rara vez salía de la oficina y se negaba a limpiar un culito sucio. Pero una vez que superaban a Don Draper en los anales de la paternidad, estos hombres parecían contentos de retirarse a sus camas con sus teléfonos. Todos, hombres y mujeres, vivíamos con la conciencia de un pasado reciente en el que no se esperaba gran cosa de los padres en casa. Entonces, ¿quiénes éramos las madres para enfadarnos, para no celebrar cada participación de nuestras parejas con al menos una docena de rosas y aplausos?

En cuanto a estos hombres, por lo demás decentes, su conciencia de que estaban más implicados que los padres de antaño también les llevó a mucha confusión, a su incapacidad para asimilar y responder a las sensatas réplicas de sus esposas de que ese más no era suficiente. Me convertí en mi peor enemiga: siempre en conflicto con mi derecho a preguntar, cohibida por mi creciente enfado y, con demasiada frecuencia, atrapada en la disyuntiva entre luchar u ocuparme yo sola de lo que fuera. Era desalentador. A mi alrededor, las mujeres expresaban sus frustraciones antes de minimizarlas hasta el olvido. «Al menos ayuda», oía decir a esas mujeres, avergonzadas por su propia furia y protectoras de las mejores intenciones de sus parejas. El hecho de que ningún hombre en la historia hubiera estado en condiciones de pronunciar esa frase —«Al menos ella ayuda»— era un pensamiento que no nos entusiasmaba. Con una madre, por el mandato de su género, podían compartir las alegrías de la paternidad, pero no sus cargas recalcitrantes: la compra de pañales, los regalos, la planificación de las comidas, la búsqueda de guarderías, la clasificación y el almacenamiento de ropa usada. Nosotras podíamos cuestionar la rectitud moral de esta verdad, pero no esperar que algún día cambiara. En los primeros años de la paternidad, algunas dificultades tardan tiempo en hacerse evidentes, y no recuerdo en qué momento la desazón se convirtió en profunda discordia para mí, en qué momento ver a mi marido empezar a comer mientras yo volvía a cortar la comida de nuestro hijo pequeño fue suficiente para sentirme disgustada durante horas. Era el zumbido constante de las pequeñas cosas.

Juntos adorábamos a Liv. Sola, hacía listas en mi cabeza de los detalles necesarios para mantenerla. ¿Mi afán por gestar y amamantar a nuestra hija me llevaba a un acuerdo tácito de que su manutención era responsabilidad mía? Lo asumí como si así fuera. Si yo no hubiera buscado niñera y luego guardería, ¿lo habría hecho George?

Una vez que encontré un centro de preescolar, cada domingo por la noche me encargaba de preparar la mochila de Liv para la semana y de asegurarme de que el lunes por la mañana —el día que yo llevaba a la niña— tenía sábanas limpias para la siesta en el centro. Solo en las raras semanas que el lunes era festivo me enfrentaba al hecho de que George, responsable de dejar a la niña el martes, ni siquiera sabía de la existencia de la mochila del domingo por la noche, con sábanas limpias y ropa extra. Esas semanas, si su profesora no lo mencionaba, Liv dormía la siesta en una cuna desnuda porque su padre no había traído sus cosas. Ocurrió lo mismo con nuestra segunda hija tres años después. No era el fin del mundo para las niñas. Pero para mí sí lo era. Porque yo vivía como un ciudadano de segunda clase en mi propia casa. Intenté comunicar mi infelicidad a George, pero él solo podía oírlo como una crítica, así que nunca lo conseguí. ¿Mochila? ¿Qué maldita mochila?

Ninguno de nosotros lo vio venir

A la luz del progreso social, cuando muchas cosas han cambiado para las mujeres en el ámbito público, se nos podría perdonar que no intuyéramos las limitaciones de esos cambios en lo privado. En medio de ese marasmo, George y yo nos convertimos en padres, con la vaga suposición de que estábamos juntos en esto y sin ningún sentido concomitante de todo aquello contra lo que estábamos luchando o del esfuerzo que podría costar conseguirlo. Empecé a leer sobre el problema.

Por recomendación de un amigo, leí The Second Shift, el detallado relato de hace treinta años de la socióloga Arlie Hochschild sobre el modo en que las parejas heterosexuales de los años setenta y ochenta organizaban su vida laboral y familiar. Me sentí tan identificada con las agobiadas madres de su estudio que se convirtió en el primer libro académico que me hizo llorar (fue después del nacimiento de nuestra segunda hija, Tess, momento en el que todo el proceso me había dejado agotada).[1] Hochschild realiza un seguimiento de un grupo de familias a lo largo de varios años, observando a cada uno de los hombres y mujeres implicados en sus esfuerzos por hacer las paces cognitivamente con la eterna desigualdad en la distribución del trabajo en sus hogares. El hecho de que muchas de esas parejas acabaran divorciándose pone de manifiesto el coste de la quimera de la armonía.

Lo que más me llamó la atención, sin embargo, fue la revelación de la profesora Hochschild en su prefacio de que sus estudiantes universitarias de Berkeley en los años ochenta no «eran demasiado optimistas a la hora de imaginar que encontrarían un hombre que planeara compartir el trabajo en casa». En los años noventa, mis compañeras de clase de la Universidad de Michigan y yo habríamos predicho justo lo contrario: por supuesto que nuestros maridos compartirían. Claramente, las expectativas que teníamos cerca del cambio de siglo eran más optimistas que la muestra de Hochschild. Solo en retrospectiva podemos saber que en gran medida no se han cumplido.

Cuando empecé a leer sobre el tema, no me faltó material. A finales de 2015, Newsweek informó sobre un estudio de doscientas parejas del estado de Ohio: «Los hombres comparten las tareas domésticas por igual, hasta el primer bebé».[2] El estudio descubrió que los miembros de las parejas trabajadoras realizaban cada uno quince horas semanales de tareas domésticas antes de tener hijos. Sin embargo, una vez que tienen hijos, las mujeres añaden veintidós horas de cuidado de los niños, mientras que los hombres solo añaden catorce; asimismo, estos últimos compensan el esfuerzo eliminando cinco horas de cuidado de la casa, mientras que las mujeres mantienen sus quince.

Los padres más jóvenes, que alcanzaron la mayoría de edad en tiempos teóricamente más igualitarios, no estaban mejor.[3] «Los hombres de la generación del milenio no son los padres que pensaban que serían», escribió The New York Times en julio de 2015, citando una investigación de ciencias sociales de la Universidad de California en Santa Bárbara, según la cual los hombres de 18 a 30 años tienen actitudes más contemporáneas sobre los roles de género en el matrimonio que sus predecesores, pero «luchan por alcanzar sus objetivos una vez que empiezan a formar una familia».

Una encuesta del Pew Research Center de ese mismo año reveló que los hombres creen que tienen el mismo peso en casa, pero sus esposas lo ven de otra manera.[4] El 64 por ciento de las madres afirmaron que se ocupaban más de las necesidades de sus hijos que sus maridos. El 41 por ciento de los padres, frente al 31 por ciento de las madres, dijeron a Pew que sus responsabilidades se repartían a partes iguales. Una encuesta realizada en 2017 por The Economist a padres de ocho países occidentales arrojó aproximadamente el mismo resultado: el 46 por ciento de los padres declararon que las tareas se repartían, frente al 32 por ciento de las madres.[5] Múltiples observaciones del problema en publicaciones de ciencias sociales dicen algo como esto del Journal of Marriage and Family: «Debido al beneficio potencial de compartir el trabajo familiar, al rápido aumento de la participación de las mujeres en la fuerza laboral y al creciente apoyo popular a los ideales de igualdad en el matrimonio, muchos predijeron que la división del trabajo doméstico se volvería más neutral desde el punto de vista del género. Sin embargo, los estudios […] parecen ofrecer poco apoyo a esta noción. Esto dejó a los investigadores con una importante pregunta sin respuesta: “¿por qué los hombres no hacen más?”».[6]

Esta era también la cuestión de fondo de las vidas de las madres que conocí, incluso de las que se habían casado con feministas declarados y daban por sentado que su ideología compartida se traduciría en una experiencia vivida. La mayoría de las veces no fue así. Por ejemplo, mi amiga Lisa, en el punto álgido de su rabia por la ausencia general de su marido y su falta de participación, se cortó la mano mientras cortaba verduras, un desliz freudiano demasiado literal que la dejó vendada e incapaz de realizar una serie de tareas imprescindibles con su hijo pequeño durante semanas. Mi amiga Beth se negó a tener un segundo hijo cuando su marido no le prometió una mayor implicación la próxima vez (al final tuvieron otro de todos modos; al menos esta vez sabía en lo que se metía, me dijo con un suspiro y encogiéndose de hombros). Mi amiga Sara, para asegurarse de que su marido compartiera a partes iguales el nacimiento de su segundo hijo, ideó un plan en el que ninguno de los dos se quedaría a solas con sus hijos, lo que requería cambios en los horarios de trabajo de ambos y la renuncia a todas las actividades sociales exclusivas de los adultos.

Andrea, mi paciente, que necesitaba ayuda por las mañanas antes de ir a trabajar, creó un calendario de Google que le permitía programar las horas a las que su marido debía levantarse durante la semana. En los muchos días en los que él seguía durmiendo hasta tarde, ella preparaba los almuerzos de la familia con un niño a medio vestir tirándole de la falda. Otras mujeres que conocí se las arreglaban como podían hasta que ya no podían más, y entonces se peleaban con los padres de sus hijos y veían cómo apenas cambiaba nada. Al final, ningún esfuerzo parecía surtir efecto. Así eran las cosas, y ninguno de los implicados podía decir exactamente por qué ni reconfigurar el impulso de una forma más equilibrada y equitativa.

¿Por qué los hombres no hacen más?

«Creo que es biológico», afirmó mi madre, de visita en la ciudad, mientras seguíamos a mis hijas por el espacio de juegos al aire libre del Salón de la Ciencia de Nueva York. «Las mujeres son más sensibles a las necesidades de sus hijos». Me encogí ante tal sugerencia. Irritó mi sensibilidad intelectual. Mi madre, una trabajadora social que en su momento se había manifestado a favor de la Enmienda para la Igualdad de Derechos y que se había pasado mi adolescencia diciéndome que habría sido mucho más feliz si hubiera trabajado fuera de casa cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, había empezado recientemente a definirse como conservadora y a decir cosas como: «Ojalá me hubiera dado cuenta de que mis hijos eran lo más importante». Pero yo también me resistí, porque había pensado lo mismo sobre la naturaleza y sus inclinaciones ineludibles. Mi orientación hipervigilante a las necesidades de mis hijas a menudo me parecía fuera de mi control, no era más fácil de resistir que un martillazo de goma en la rodilla. George podía llegar tarde a casa después de salir por la noche con dos niños cansados y desaparecer inmediatamente en el baño para lavarse los dientes. Yo quería a las niñas cambiadas y delante del lavabo antes de empezar a considerar mis propias necesidades. «Si hubieras esperado, ya me habría ocupado yo», me reprendía mi marido cuando ya estaban en la cama. Pero, en realidad, no lo hubiera hecho.

«Es una cuestión de personalidad», dice Ellen Seidman, escritora, editora y madre de tres hijos en Nueva Jersey, cuya entrada en el blog sobre su «superpoder para ver» —el equivalente en maternidad a superar edificios altos de un solo salto— había llamado mi atención en Facebook. «Según mi experiencia, y también la de mis amigas, las mujeres tienden a ser más detallistas en las tareas domésticas y el cuidado de los niños». Con esto, Seidman ofrecía una versión menos determinista del canto a la biología de mi madre. «Yo soy especialmente detallista. Me fijo en las cosas. Tengo mis propios sistemas. Sé que tengo que llamar al médico la semana que viene para reservar las revisiones físicas de mis hijos para otoño, y que tengo que contratar al fotógrafo al que vemos una vez al año para que nos haga las fotos de familia. Tengo listas físicas y mentales. Mi marido no. No es su modus operandi». Está claro que las mujeres no son más propensas que los hombres a ser intrínsecamente organizadas, y Seidman también reconocía que esta tendencia a estar más atenta a las necesidades de los demás es algo que ella ha decidido cultivar en su vida familiar, ahorrándole el trabajo a su marido.

Al definirse a sí misma como poderosa subraya su orgullo por su capacidad y por lo bien que cuida de su familia. Me siento identificada. También atenúa su frustración por la posición inferior que ocupa en su hogar, la encargada de ver todo. «Vimos a nuestras madres llevando las riendas de nuestros hogares y a nuestros padres dejando pasivamente que eso ocurriera», dice, y añade que espera algo diferente para su propia hija. «Esos son los estereotipos de género que aprendemos. No desaparecen porque haya cada vez más parejas con dos ingresos. Es un ciclo. No estoy segura de cómo se rompe».

«Privilegio masculino», me dijo mi mejor amiga de la universidad, entonces sin hijos, cuando le pregunté qué pensaba de ello. El patriarcado, la reliquia que una vez creí haber esquivado por haber nacido en el lugar adecuado en el momento adecuado (¡Ja!). La idea de que la maternidad convierte a muchas mujeres en feministas es un tópico. Como escribió Jane O’Reilly en el artículo de portada de la edición inaugural de la revista Ms. allá por 1971: «Al final todas somos amas de casa, las personas a las que acudir cuando hay algo desagradable, inconveniente o inconcluso por hacer».[7] No hay nada como la paternidad en la vida moderna que cree tantas tareas acordes con esa descripción: todas esas interminables cargas de ropa sucia, todos esos desayunos que preparar.

Y tal vez la pregunta de por qué los hombres no hacen más fue mejor respondida por un invitado masculino a una cena organizada por O’Reilly antes de la publicación de su artículo. «Estoy de acuerdo con algunas cosas, igual salario por igual trabajo, me parece justo […],pero no pretenderás decirme que la liberación de la mujer significa que yo tengo que fregar platos, ¿no?».[8]

«Es estructural», me dijo por teléfono la socióloga Veronica Tichenor, de la Universidad Estatal de Nueva York, especializada en la división del trabajo en las familias. «El trabajo no ha cambiado. Los lugares de trabajo siguen actuando como si todo el mundo tuviera una esposa en casa. Todo el mundo debería ser el trabajador ideal y no tener que ausentarse para cuidar a un niño enfermo. Si una familia tiene dificultades para compaginarlo todo, es un problema personal. ¿Todas esas familias tienen el mismo problema? Eso es un problema social». No cabe duda de que Tichenor tiene razón, al igual que los autores de los artículos y libros que explican los problemas de nuestro sistema que dificultan el bienestar familiar en el siglo XXI: desde las exigencias de dedicación total de muchas profesiones, pasando por la desaprobación implícita —o las consecuencias que ponen en peligro el empleo— a las que se enfrentan los trabajadores que dan prioridad a las obligaciones familiares, hasta la embrutecedora escasez de ayudas institucionales para los cuidadores en Estados Unidos y en otros países occidentales afectados por este problema.

Los hombres no hacen más porque el mundo se lo ha puesto difícil. «Hay que cambiar la estructura del trabajo», subraya Tichenor. Pero si solo es posible mejorar la vida personal de las mujeres mediante cambios radicales en la política y la economía, en el momento de escribir este libro no soy optimista si pienso en el futuro de mis hijas o en el de las suyas.

Expectativas crecientes e insatisfechas

La información más reciente sobre el uso diario del tiempo recopilada por Pew Research y la Oficina de Estadísticas Laborales de EE. UU. Revela sistemáticamente que las mujeres que trabajan fuera de casa asumen el 65 por ciento de las responsabilidades del cuidado de los hijos, y sus parejas masculinas, el 35 por ciento.[9] Estos porcentajes se han mantenido estables desde el año 2000.[10] En los últimos veinte años, esa cifra no ha variado. Algunos académicos y padres detallan anécdotas de situaciones más igualitarias, y, por supuesto, hay excepciones a la regla. Pero el plural de la anécdota no es el dato, y nadie discute el trabajo empírico que demuestra que las mujeres, a pesar de su creciente poder económico, siguen viviendo una situación de desigualdad en el hogar.

La socióloga Claire Kamp Dush, del estado de Ohio, llegó a sugerirme que los estudios sobre el uso del tiempo en el hogar —que analizan a hombres y mujeres en su conjunto, en lugar de a los maridos en comparación con sus esposas— presentan en realidad una visión demasiado optimista del progreso. «Cuestiono lo que sabemos sobre el uso diario del tiempo. Nuestro patrón de resultados, observando a las parejas el mismo día, es diferente. Muestra que los hombres hacen incluso menos». Es una sombría realidad para las generaciones de mujeres que no supieron prever semejante callejón sin salida.

Esperando encontrar parejas masculinas que compartieran, nos hemos quedado con lo que los politólogos llaman expectativas crecientes e insatisfechas. Históricamente, estas expectativas son causa de revoluciones, insurrecciones y disturbios civiles. Si tantas parejas viven así, y tantas mujeres están enfadadas o simplemente agotadas por ello, ¿por qué seguimos tan estancados? ¿Dónde está nuestra revolución, nuestra insurrección, nuestra agitación civil?

Cuando hablé con madres y expertos, coincidieron en tres grandes categorías explicativas de la tenacidad del problema: la biología, los mandatos culturales en torno a la devoción materna y la omnipresente priorización de las necesidades y deseos de los hombres en relación con los de las mujeres. Me propuse examinar cada una de ellas. ¿Hay algo innato que impida a las madres aligerar sus cargas después del destete o que los padres se hagan cargo de ellas? ¿Son las exigencias sociales de una maternidad superimplicada tan evidentes que incluso quienes no comulgamos conscientemente con ese ideal estamos destinadas a vivirlo, dejando atrás a nuestros cónyuges? ¿Tan ciegamente aceptan los hombres la subordinación pasiva de las mujeres que, en el mejor de los casos, el cambio es improbable?

Me propuse entrevistar a cien madres; empecé con amigas y conocidas de amigas, pero al final recurrí sobre todo a grupos de madres en Facebook para reclutar sujetos. Cuando llegué a unas cuarenta mujeres, empecé a ver que las entrevistas eran sorprendentemente similares. No importaba la edad, la raza, la región o el nivel socioeconómico de la mujer —entre mis entrevistadas había una diversidad de realidades—, todas tenían la misma historia que contar. Me pregunté si no sería un reflejo de los límites de mi habilidad periodística.

Me sentí aliviada cuando la escritora Cheryl Strayed relató una experiencia similar. Para su columna de consejos«Dear Sugar», Strayed solicitó en sus redes sociales mensajes de mujeres sobre la división del trabajo. Observó una respuesta abrumadora, y también que «la mayoría de los mensajes podrían haber sido escritos por la misma persona, todas ellas mujeres que describían [...] a un compañero “estupendo” que no hace la parte que le corresponde de las tareas domésticas y de organización necesarias para llevar una casa». Me detuve en cincuenta madres.[11]

Las sociólogas Toni Calasanti y Carol Bailey han argumentado que «centrarse en la persistencia de la diferencia de género en la división del trabajo doméstico, en lugar de en los factores que explican la pequeña cantidad de cambio, puede ser más fructífero para comprender y erradicar la desigualdad».[12] Cuanto más sepamos sobre esta norma tan mordaz, estaremos en mejor posición para combatirla. Como ha reconocido la escritora feminista de la tercera ola Amy Richards, «la cruzada del feminismo sigue inacabada porque examinar lo “personal” es mucho más amenazador que condenar lo político».[13] Este libro es, en última instancia, una inspección minuciosa de lo personal.

[1]Arlie Hochschild, The Second Shift (Nueva York: Viking Adult, 1989), cap. XIV.

[2]Claire Kamp Dush, «Men Share Housework Equally‒Until the First Baby» (publicado el 5 de octubre de 2015). <https://www.newsweek.com/men-share-housework-equally-until-first-baby-330347>.

[3]Claire Cain Miller, «Millennial Men Aren’t the Dads They Thought They’d Be» TheNew York Times (30 de julio de 2015). <https://www.nytimes.com/2015/07/31/upshot/millennial-men-find-work-and-family-hard-to-balance.html>.

[4]«Raising Kids and Running a Household: How Working Parents Share the Load», Pew Research Trends (4 de noviembre de 2015). <https://www.pewsocialtrends.org/2015/11/04/raising-kids-and-running-a-household-how-working-parents-share-the-load/>.

[5]«Sharing Chores at Home: Houses Divided», The Economist (5 de octubre de 2017). <https://www.economist.com/international/2017/10/05/houses-divided>.

[6]Scott Coltrane, «Research on Household Labor: Modeling and Measuring the Social Embeddedness of Routine Family Work», Journal of Marriage and Family 62, n.º 4 (noviembre del 2000), pp. 1.208-33.

[7]Jane O’Reilly, «The Housewife’s Moment of Truth», Ms. (20 de diciembre de 1971). <http://nymag.com/news/features/46167/>.

[8]Ibíd.

[9]«Time spent in primary activities by married mothers and fathers by employment status of self and spouse 2011-15», Bureau of Labor Statistics. <https://www.bls.gov/tus/tables/a7_1115.pdf>.

[10]«Time spent in primary activities by married mothers and fathers by employment status of self and spouse… 2005-09», Bureau of Labor Statistics. <https://www.bls.gov/tus/tables/a7_0509.htm>.

[11]Cheryl Strayed y Steve Almond, «Save Me from This Domestic Drudgery!» TheNew York Times (8 de mayo de 2018). <https://www.nytimes.com/2018/05/08/style/household-parenting-marriage-share-work.html>.

[12]Toni Calasanti y Carol Bailey, «Gender Inequality and the Division of Household Labor in the United States and Sweden: A Socialist-Feminist Approach», Social Problems 38, n.º 1 (febrero de 1991), pp. 34-53.

[13]Amy Richards, Opting In (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2008), p. 9.

I

De cómo es la vida

La falacia del padre moderno e implicado

Según todos los criterios con los que me he encontrado, actualmente los hombres que viven con sus hijos se implican más que los padres de hace cincuenta años. Desde 1965, los papásque comparten la convivencia han triplicado la cantidad de tiempo que pasan con sus hijos.[14] El 32 por ciento de los padres declaran ser una fuente habitual de cuidados para sus hijos, frente al 26 por ciento de la década anterior.[15] La Red Nacional de Padres en Casa[16] estima que hay 1,4 millones de padres amos de casa en Estados Unidos, el doble de los que había hace diez años.[17] Aproximadamente el mismo porcentaje de padres que de madres afirman que la crianza es extremadamente importante para su identidad.[18] En 1965, las madres dedicaron cuatro veces más horas al cuidado de los hijos que los padres, y el doble de horas en 2010.[19] Entre 1965 y 2003, la parte del trabajo familiar no remunerado correspondiente a los hombres pasó en EE. UU. de menos del 20 por ciento a casi el 35 por ciento,[20] y así se ha mantenido desde entonces.[21]

Los historiadores han documentado cambios significativos en la paternidad en los últimos quinientos años. En épocas coloniales (c. 1600-1800), el trabajo se desarrollaba en las granjas familiares y los hombres eran los responsables de la educación y de la formación moral de sus hijos. Durante la industrialización (c. 1800-1950), el trabajo asalariado se trasladó fuera del hogar, bifurcando así las vidas de los hombres y de las mujeres occidentales en dos esferas diferenciadas: la pública y la privada. A las mujeres se les asignaban tareas domésticas no remuneradas, incluso cuando también aportaban un salario gracias a trabajos a domicilio u otros esfuerzos generalmente considerados marginales. Los hombres iban a trabajar a las fábricas o a los comercios. Los padres se volvieron distantes y ausentes. Finalmente, con la urbanización de los últimos cincuenta años, hubo un incremento de las contrataciones y de las ganancias maternas, creando las condiciones que generaron al padre moderno e implicado.[22] El que lleva a sus hijos a la escuela. El que sabe dónde guardan los calcetines. El que reacciona ante pesadillas y vómitos. El que no se refiere a estar solo con sus hijos como un servicio de niñera. El que acude a las reuniones de padres y profesores. El que hace la cena de vez en cuando.

El arco del universo moral es muy amplio, y se ha inclinado hacia la justicia, y ahora las mujeres lo tienen mejor que sus madres y que las madres de estas. No tienes por qué ser una licenciada en Historia para constatar este acto misericordioso. No hace tanto tiempo que las mujeres casadas carecían de derechos legales porque eran propiedad de sus maridos.[23] Las mujeres solteras pertenecían a sus padres: los honoríficos «Sra.» y «Srta.» sirven para aclarar si una mujer se debe a un padre o a un marido.[24] Hasta la aprobación de la Ley de Derechos Civiles en 1964, era legal para cierta clase de empleadores despedir o no contratar a mujeres casadas, porque ya tenían un trabajo: el de obrera física y emocional de su familia.[25] No fue hasta 1980 que el Censo de EE. UU. dejó de llamar oficialmente a cada esposo «cabeza de familia».[26] Alcancé la mayoría de edad en una época de igualdad de oportunidades en la educación y en los empleos de nivel básico para mujeres jóvenes, y supuse que esta trayectoria tendría un recorrido ilimitado. En algunos pódcast he escuchado a mujeres como Sheila Nevins —que nació en 1939 y fue durante mucho tiempo presidenta de la sección de documentales de HBO— explicar la dificultad de empezar una carrera de teatro al acabar el Posgrado de Bellas Artes en la Escuela de Arte Dramático de Yale: «Mi marido me quería en casa por las tardes. Me quería en casa los fines de semana. Pero el teatro se hace por la tarde y los fines de semana, así que eso descartó cualquier posibilidad de hacer teatro». (Este fue su primer marido, del que se divorció «hace tiempo»).[27] Así era el matrimonio en la década de los años sesenta. Un hombre podía imponer sus deseos y esperar que su esposa cediera ante ellos, sin importar el coste para la individualidad de la mujer. Me sonaba muy anticuado.

¿O realmente no era tan anticuado? Cuando George y yo nos mudamos a nuestro primer piso pocos años antes de casarnos, un monoambiente sin ascensor, no tardó en ofrecerse como voluntario para pasar la aspiradora y sacar el polvo. Le gustaban ese tipo de cosas, me dijo, y las haría cada semana. Lo que yo no le respondí, porque soy una mujer y él un hombre, era que no me molaba que me dejara el baño y la cocina. Él se podía quedar con lo de quitar el polvo, a lo que nunca le di demasiada importancia, pero yo quería pasar la aspiradora. Si yo iba a fregar la bañera, él debía fregar el suelo de la cocina. Pensé en decir todas estas cosas, pero el tiempo se detuvo y, en vez de hablar, callé. Al fin y al cabo, ¿no debería estar agradecida de que él quisiera hacer algo? En silencio, nos pusimos de acuerdo en la última parte. Corría el año 2005.

Es más fácil sentirse agradecida por todas las cosas que han cambiado que reconocer todo lo que queda por cambiar. La gratitud es la condición previa para que haya menos conflictos, en lugar de cada vez más. Para las mujeres que crían a sus hijos con un padre moderno e implicado, existe cierta presión —autoimpuesta y de otra índole— para que se decanten por el agradecimiento, los buenos modales y la obediencia.[28] «Cuando aparece un padre, aplaudimos», afirma Jay Miranda, madre y bloguera de Los Ángeles, al describir su clase semanal «Mi mamá y yo».[29]

¡Qué suerte compartir ideales igualitarios sobre el matrimonio aunque no siempre se manifiesten en el comportamiento! Después de todo, estos ideales no son todavía universales. Molly, de 27 años, trabajadora del sistema de acogida y madre de un niño pequeño en Tennessee, me cuenta: «No es habitual ver compañerismo igualitario por aquí. Incluso mis amigas sin hijos dicen; “Hoy trabajo hasta tarde, así que tengo que asegurarme de tener la cena preparada para mi marido”. Yo me moriría si mi marido se enfadara porque trabajo hasta tarde y debe alimentarse por sí mismo. Así que cuando digo que estoy agradecida de estar casada con él, lo digo en serio, aunque estoy totalmente agotada de hacer la mayor parte del trabajo para nuestro hijo».

Shannon, de 42 años, una madre de Oklahoma City que trabaja como funcionaria en los juzgados, me explica: «Donde yo vivo todavía está todo muy atrasado, y son de la vieja escuela. Mi marido cree que debe traer un cheque a casa y que con eso es suficiente. No tiene pelos en la lengua al respecto. No me pega. No bebe en exceso. He aprendido a gestionar las cosas para poder llegar a todo. Ya no tiene sentido pelear por ello, porque no va a cambiar». Sin embargo, añade: «Si te soy sincera, la vida sería más fácil si estuviera soltera. No esperaría que nadie me ayudara, y no me afectaría que no lo hicieran». No está de más señalar que Oklahoma es uno de los estados con la tasa más alta de divorcio.[30]

Dado que siempre habrá un compañero sin nombre ni rostro entre bastidores cuya pereza y falta de atención sea peor que la de tu marido, las mujeres agradecidas con su vida y sus relaciones son reacias a reconocer su descontento. La sociología explica esto mediante la teoría de la privación relativa: solo cuando una se ve más desfavorecida que otros miembros de su grupo de referencia se sentirá con derecho a protestar firmemente. Michelle, de Portland, Oregón, de 44 años, comerciante y madre de un niño de 9 años, dice: «No sé lo igualitarios que somos. Pero me siento muy afortunada cuando oigo hablar de los maridos de otras personas. Tengo muchísimas amigas cuyos maridos nunca acostaron a los hijos porque ese trabajo les corresponde a ellas, porque ellas son sus madres».

Laura, de 38 años, dueña de un negocio en Nueva York y madre de un niño de 4 años, me cuenta que se siente como una madre soltera, pero que está de acuerdo con su marido en que las cosas podrían ser peores. De hecho, la respuesta típica de su compañero, cuando ella intenta abordar el desequilibrio, es: «Hago mucho más que otros hombres». Una frase mucho más sencilla de pronunciar que: «Sí, nuestros acuerdos son injustos contigo, pero ese es el destino de las mujeres, así que apechuga».

Erica, de 38 años, de Portland, Oregón, jefa de proyectos y madre de dos hijos menores de 7 años, expresa sus sentimientos encontrados de la siguiente manera: «Él es genial con los niños cuando está aquí, y por lo que me cuentan algunas amigas, hace mucho más que otros». Interrumpe sus pensamientos para asegurarse de que voy a cambiar su nombre. (Estoy cambiando los nombres de todas las madres). Acaban de empezar terapia de pareja, y ella se siente culpable hablando de esto. «Él está con el teléfono o en el ordenador mientras yo corro de un lado a otro como una loca recogiendo las cosas de los niños, poniendo lavadoras. Él toma su café por la mañana y lee en su móvil, mientras yo preparo la comida, saco la ropa de nuestra hija, ayudo a nuestro hijo con sus deberes. Él está ahí sentado, simplemente. No lo hace a propósito. No es consciente de lo que sucede a su alrededor. Cuando le pregunto acerca de ello, se pone a la defensiva. Cada tarde es igual. Ayuda con la cena, pero luego me toca a mí lavarles los dientes, ponerlos a dormir, y él está ahí sentado mirando su móvil».

¿Por qué actúan así los hombres? ¿Por qué lo toleran las mujeres? «Las convenciones que encarnan la dominación masculina han cambiado mucho menos en “lo personal” que en el mundo laboral», afirma Paula England, socióloga de la Universidad de Nueva York y autora de The Gender Revolution, Uneven and Stalled, desde el escritorio en su despacho de grandes ventanales con vistas a Greenwich Village. «Vamos al grano, hablamos de paridad, pero la idea a la que la gente se aferra es: las mujeres deben cambiar. Las mujeres pueden tener carreras, estar en el ejército, hacerse del clero. Pero la realidad es que nada de eso funciona si las cuestiones del hogar no cambian. Y algunas cosas son más inmunes al cambio que otras. La suposición de que el cambio es continuo probablemente es poco realista».

De hecho, muchas de las mujeres con las que hablé —las compañeras de los padres modernos e implicados— permanecen en lo que la periodista Jill Filipovic, en su libro The H-Spot: The Feminist Pursuit of Happiness, llama «un extraño limbo, donde las acciones de los hombres no han alcanzado del todo las expectativas de las mujeres».[31] O, como dicen Carolyn y Philip Cowan, psicólogos de Berkeley e innovadores en el ámbito de la investigación familiar: la ideología de la pareja igualitaria está muy adelantada a su tiempo.[32]

Monique, de Queens, Nueva York, de 32 años y madre de un niño pequeño, explica cómo ve el problema su marido: «Él se da cuenta de que no es justo, pero sencillamente lo acepta como algo en lo que no estamos de acuerdo. Creo que él siente que no hay nada que pueda hacer al respecto. De hecho, ya me lo ha dicho antes. No hay nada que él pueda hacer, así que sería de gran ayuda que no me enfadara por eso».

Me tomaré la molestia de afirmar aquí —y no volveré a repetirlo a lo largo del libro porque se trata de una obviedad— que la inmensa mayoría de los padres modernos e implicados son seres humanos bienintencionados y razonables. Hoy en día hay menos hombres en contacto con sus hijos que en cualquier otro momento de la historia, o al menos desde que Estados Unidos empezó a tener estadísticas fiables.[33] Aunque la colaboración del padre en las familias biparentales ha aumentado en las últimas décadas, también hay menos familias con presencia paterna.[34] Está claro que los hombres que se quedan para amar y pastorear a su descendencia no deben ser calumniados... Hoy es sábado, y George pasa el día con nuestras hijas para que yo pueda escribir. Más temprano ha resuelto lo de la zapatilla de ballet perdida de Liv, evitando que perdiera su primera clase después de las vacaciones de verano.

Estoy en la cafetería del barrio, y frente a mí hay un padre con su hijo tomando un chocolate caliente. El brazo del padre rodea afectuosamente los hombros de su joven hijo. Cuando se marchan, son reemplazados por otro dúo padre-hijo; el niño es algo mayor que el anterior y están echando un pulso (en serio, eso hacen). Recibo un mensaje de texto del padre de la mejor amiga de Liv, que se queda a dormir hoy por su cumpleaños. Me pregunta si debe traer el saco de dormir de Maya esta tarde o si preferimos pasar a recogerlo de camino a casa después de la cena.

Los hombres están entre el 3 y el 5 por ciento de los mamíferos macho que contribuyen de alguna manera con la posinseminación de su prole.[35] Los padres en los Estados Unidos trabajan de manera remunerada tres horas más por semana que los hombres sin hijos.[36] La mayoría de los hombres de EE. UU. que mantienen una relación creen que la división igualitaria del trabajo doméstico es muy importante para el éxito del matrimonio.[37] Este es el vaso medio lleno. Amén.

Pero no vayamos tan deprisa. Los informes sobre el padre moderno e implicado también han sido ampliamente exagerados, o, al menos, como han argumentado algunos investigadores, «este cambio se percibe más en la “cultura de la paternidad” que en el comportamiento real».[38] Según un informe de Oxfam del año 2018, las mujeres de todo el mundo hacen entre dos y diez veces más tareas de cuidados no remunerados y trabajo doméstico que los hombres (el valor global de dicho trabajo se estima en 10 billones de dólares).[39] La proporción del trabajo gratuito de las mujeres con respecto al de los hombres es menor en los países escandinavos. En Noruega, cuyo Gobierno destinó en 1993 una parte del permiso parental remunerado exclusivamente a los padres,[40] las mujeres dedican tres horas y media al día al trabajo familiar, frente a las tres de los hombres.[41] Este ratio es todavía más desigual para las mujeres de los países subdesarrollados.

ONU Mujeres, una rama de las Naciones Unidas que se centra en la igualdad de género, estima que la brecha de trabajo no remunerado es más grande en Asia del Sur, donde las mujeres llevan a cabo el 90 por ciento de las tareas de cuidados familiares.[42] En la India, las mujeres realizan seis horas diarias de trabajo gratuito por día y los hombres solo una.[43] En Uganda, una mujer con familia es probable que dedique seis horas por día a recoger agua.[44] Algunas investigaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sugieren que hay una importante relación entre la brecha de género del trabajo no remunerado y la prosperidad: cuanto más pequeña es la brecha, más rico es el país.[45]

MenCare, la campaña internacional de paternidad que trabaja por la paridad de los cuidados de los hijos en cuarenta y cinco países, estima que, con la tasa actual de cambio, faltan setenta y cinco años para que las mujeres logren a nivel global la igualdad de género en sus hogares.[46] El primer mundo quizá esté marcando el camino, pero eso no significa que hayamos llegado a la meta. Es fácil perder la noción de esto en los países con infraestructura moderna, en hogares sin hijas ni hijos. Antes de la llegada de los hijos, no hay mucho que se tenga que hacer, y parece inofensivo dejar pasar sin señalar las pequeñas cosas, como por ejemplo quién dedica más tiempo a fregar bañeras y suelos. Pero, como explica la psicóloga social de Mount Holyoke, Francine Deutsch, en Halving It All, su estudio final sobre la desigual distribución del trabajo no remunerado entre las parejas norteamericanas con dos sueldos e hijos: «Los hijos […] crean una desigualdad de proporciones críticas».[47]

El desencanto de la madre moderna e implicada

Monique, de Queens, valora sus circunstancias. Trabajadora e inteligente, ha construido la vida que las chicas de clase media como ella que crecieron en el último tercio del siglo XX sabían que era factible para sí mismas. Un trabajo interesante en la administración pública, un matrimonio amoroso, una hija y en busca de un bebé. «Ella es perfecta», me dice Monique refiriéndose a su hija, «así que imagino que eso significa que las cosas van bien». Duda. Se escapó de la oficina para encontrarse conmigo en una somnolienta zona de restaurantes en Jamaica, Queens, para hablar de sus sentimientos con respecto a la desigualdad en su vida doméstica desde el nacimiento de su hija; algo que ha supuesto un revés para sus expectativas y que no va nada bien.

Se adaptó a las demandas de la crianza asumiendo algunos cambios en su vida laboral. Se trasladó a una oficina más cercana al hogar, y está menos disponible para sus clientes por las tardes. También recurrió a una niñera a tiempo parcial y a las abuelas de su hija. Le encantan las tardes con su pequeña. Eso no lo cambiaría. Pero le sorprende lo poco que han cambiado las prioridades de su marido. Le molestan las libertades que él sigue tomándose con su tiempo, la suposición de que su participación en el hogar sigue siendo opcional, y que todas las tareas recaigan invariablemente en ella. «Es frustranteque no sienta que tenemos las mismas responsabilidades. Él tiene un cojín que yo no tengo. Si tiene un proyecto importante en el trabajo, él simplemente dice: “¡Ah! Hoy voy a trabajar hasta tarde”. No tiene que preocuparse por llegar a casa para que la niñera pueda irse a tiempo de volver con sus propios hijos. Si me surge algo en el trabajo, me las tengo que ingeniar; si puede, viene mi madre, pero si no puede, ¿cómo me lo voy a montar? Para él es más simple: “Tengo que trabajar, y otra persona se ocupará de ello”. Esto genera tensión. Cuando estaba embarazada, hablábamos de cómo iría todo, y finalmente decidimos que contrataríamos a una niñera tres días, que mi madre bajaría del norte para estar con nuestra hija los jueves y los viernes, y que mi suegra saldría temprano del trabajo los viernes para que mi madre llegara al autobús de vuelta a casa. En un momento dado dije: “Esto no va a funcionar, son demasiadas cosas”; y él estaba en plan: “No entiendo por qué no puedes ponerle más ganas”, a lo que yo respondí: “¡Eres tú el único que nunca vuelve temprano a casa ni altera la agenda para nada!”. Finalmente, ese es el plan que acordamos, y por lo general funciona. Todas las mujeres nos hemos unido para que funcione».

Monique y sus compañeras del sexo femenino —como yo, como mis propias compañeras— crecieron con la emocionante retórica de la igualdad de género. Las chicas pueden hacer todo lo que hacen los chicos. Obtuvimos el Title IX.[48] Obtuvimos el posgrado. Pero la retórica se frenó con nosotras, el corolario obvio y necesario nunca se pronunció. «Los chicos pueden hacer todo lo que hacen las chicas» no es algo que se diga muy comúnmente. Así que ahora Monique es abogada, pero su marido no es el progenitor principal.

Los cambios en sus vidas tras el nacimiento de su hija prácticamente empezaron y acabaron con ella. «Definitivamente, hay resentimiento», dice. «Ese resentimiento no es un factor decisivo, pero ahí está. Así que cuando los tres estamos juntos estoy tensa. Si él sugiere que nuestra hija necesita algo, tengo una reacción visceral inmediata, y resulta difícil no comenzar una discusión porque la insinuación es que yo debería ocuparme de ello. Intento decir algo amablemente. Pero no siempre lo digo con amabilidad. Cuando se nos ocurren maneras de cambiar o arreglar esto, él nunca se ciñe a los acuerdos, ni yo los impongo. En un primer momento acordamos que él se encargaría de las tardes de los martes y los jueves. Y luego eso no sucedía porque se quedaba hasta tarde en el trabajo o tenía planes. Para decir luego: “Sí, sí, lo siento, no volverá a ocurrir”. Pero vuelve a ocurrir. Se esfuma. Me preocupa la idea de estar siempre peleando por esto. Él sabe cómo me siento, pero no ha mostrado ningún cambio significativo, consistente. ¿Cuánto se puede intentar convencer a alguien?».

Y continúa: «Fui a una escuela de arte progresista, hice toneladas de cursos de estudios sobre la mujer. Y había todo ese debate sobre las dinámicas de matrimonio y sobre cómo las cosas tendían a caer automáticamente en cierto patrón, y recuerdo que en esas clases yo pensaba: “No sé por qué hacen esto. Esa no voy a ser yo”. Y luego eso fue lo que pasó».

La realidad del padre moderno e implicado

Actualmente, cuando los investigadores preguntan a los futuros padres cómo anticipan la distribución de las tareas domésticas y los cuidados de los niños, la mayoría responden que sus esposas harán un poco más, por lo general debido a la lactancia, pero que ellos no se quedarán atrás. Cuando las criaturas alcanzan los seis meses, estos mismos padres informan que las madres están haciendo mucho más de lo esperado, mientras que ellos están haciendo menos.[49]

Lo que empieza como un imperativo potencialmente limitado en el tiempo, debido a la lactancia materna, se convierte en precedente. Los padres han asumido una parte más grande de los cuidados de los niños en las últimas décadas, pero el cambio ha sido bastante modesto, incluso cuando se compara con el volumen de trabajo doméstico asumido por los hombres. Entre 1980 y 2000, cuando la participación de la mujer en el mercado laboral aumentó drásticamente, la proporción de tareas domésticas realizadas por hombres subió del 29 al 39 por ciento.

Esto contrasta fuertemente con el aumento del cuidado de los niños declarado por los propios encuestados en las mismas circunstancias: en 1980, los padres informaron que realizaban el 38 por ciento del cuidado de los niños, y en el año 2000 declararon que se encargaban del 42 por ciento. En 1980, las madres consideraban que sus maridos se hacían cargo del 31 por ciento del cuidado de los niños, mientras que las madres del año 2000 opinaban que los hombres asumían alrededor de un 32 por ciento. En la actualidad, según diversos estudios, las mujeres trabajadoras dedican aproximadamente el doble de tiempo al cuidado de la familia que los hombres.[50] Y por si has pensado en mudarte a un país más progresista para escapar del problema, incluso en la igualitaria Suecia los padres dedican al cuidado de sus hijos solo el 56 por ciento del tiempo que dedican sus compañeras.[51]

No existe, de hecho, ninguna sociedad humana en la que los hombres sean los responsables del grueso de la crianza. Antropólogos interculturales informan que en todos los rincones del mundo, dentro de un amplio abanico de actividades de subsistencia e ideologías sociales, las madres están más implicadas en los cuidados de sus retoños que los padres.[52] En un informe de 2018, las Naciones Unidas estimó que las mujeres realizan de promedio 2,6 veces el volumen de cuidados domésticos y de la infancia que hacen los hombres.[53]

En los últimos setenta y cinco años, las mujeres con hijos pequeños del mundo desarrollado —en el conjunto de treinta y seis países que pertenecen a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico— han empezado a trabajar de forma remunerada en un número cada vez mayor.[54] Actualmente, a lo largo de la OCDE, el 71 por ciento de las madres con un solo hijo son asalariadas, así como el 62 por ciento de mujeres con dos o más hijos. Aun así, algunos estudios comparativos del uso del tiempo sugieren que los padres en estos países —que incluyen EE. UU., Canadá y gran parte de Europa, así como México, Nueva Zelanda y Japón, por nombrar algunos— dedican menos de un cuarto del tiempo que sus compañeras a las rutinas domésticas, y menos de la mitad del tiempo a los cuidados de los niños.[55] Un informe de 2017 elaborado por la OCDE calificó la desigual distribución del trabajo no remunerado dentro de la casa como uno de los mayores problemas actuales relacionados con la igualdad de género. En la historia reciente, los padres de todo el mundo han hecho pequeños cambios ante las crecientes exigencias de las madres trabajadoras. Pero la historia que nos contamos, aquella del gran avance hacia el logro de la crianza compartida paritaria, es la del vaso medio lleno. ¿Debemos seguir estando agradecidas?

La gratitud tiene una escandalosa cara B. Investigaciones de diferentes culturas a lo largo del mundo descubren constantemente que los padres primerizos experimentan un cambio cualitativo en su relación que es, para citar a una pareja, «abrupto, adverso por naturaleza, de magnitud relativamente grande».[56] Los estudios de seguimiento revelan que la satisfacción conyugal alcanza su punto álgido en torno al momento de la boda, y luego disminuye al doble de velocidad en el caso de los padres que en el de quienes no lo son.[57] Algunos estudios sugieren que la caída más pronunciada ocurre antes del primer aniversario del hijo, otros que sucede luego.[58]