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Toda la vida por venir es una novela encantadora y deliciosa, pero también dolorosa, acogedora, íntima y coral, que explora los mecanismos de la vergüenza y del duelo, pero sobre todo los del afecto y del cuidado, y los saca a relucir con sabia delicadeza, capaz de fascinarnos y de sorprendernos. Un desgarro que parecía imposible reparar, una familia que con el paso de los años vuelve a encontrar su camino mediante la fuerza de los vínculos. Hay libros que se le meten a uno dentro, que nos acompañan de la mano en el día a día. Esto es lo que sucede con el magnético debut de Roberta Recchia, una historia de la que uno no quisiera separarse, con protagonistas vivos y auténticos. Como Marisa y Stelvio Ansaldo, que se enamoraron en la Roma de los años cincuenta en la tienda del padre de ella, el sor Ettore. La suya es una de esas familias de las películas de amor en blanco y negro, hasta que, años más tarde, su adorada hija Betta, de dieciséis años -una joven bellísima y resuelta-, es asesinada en la costa del Lacio, lo que provoca que todos acaben perdiendo su centro. Ese cariño y esa complicidad mutua ya no existen, solo hay el dolor por la hija perdida para siempre. Nadie sabe, sin embargo, que en la playa, junto a Betta, se encontraba su prima Miriam, tímida e introvertida, ella también víctima de una violencia imposible de describir. En el contexto de una investigación frenada por omisiones y prejuicios hacia una adolescente que encaraba la vida con la exuberancia propia de su edad, Marisa y Miriam deberán afrontar el peso cotidiano de su tragedia. El secreto de esa noche se convierte en un muro infranqueable para Miriam hasta que -llegada ya al límite- su encuentro con Leo, un joven del extrarradio, aporte una luz inesperada: el comienzo de un amor que abre una brecha por donde nadie se ha atrevido a mirar.
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Seitenzahl: 624
Veröffentlichungsjahr: 2024
ROBERTA RECCHIA
Toda la vida por venir
Traducido del italiano por Xavier González Rovira
Hasta el último de sus días, Marisa Ansaldo conservaría un vívido recuerdo de aquel despertar de principios de agosto.
En la memoria, como si todo hubiera sucedido el día anterior, se vería hundir la cara en las manos llenas de agua fría y estremecerse de alivio. Aquella mañana, el aire parecía estancado. Más allá de la ventana abierta, más allá de la playa, el mar permanecía en silencio. A medida que la luz del sol avanzaba sobre los azulejos del baño, se cepilló el pelo lentamente, observando con una pizca de vanidad el tinte bien aplicado, casi idéntico al castaño dorado que tenía de niña. Luego, sin amargura, dejó caer su mirada sobre las señales del medio siglo de edad que pronto cumpliría.
También durante las vacaciones en la casa de la playa, se levantaba temprano por la mañana. Se tomaba esos momentos solo para ella, en silencio, antes de realizar los gestos que precedían al ritual del café con el que despertaba a su marido.
Sin embargo, ese día, con la bata con cierre cruzado en la cintura, en la puerta de espejo del armario captó la imagen reflejada de Stelvio. Él, empapado en sudor, aún dormía un sueño profundo en la cama que compartían. Tuvo un pensamiento algo perverso, como hacía tiempo que no ocurría. El deseo ya no era como el de hacía unos años; solían justificar el sopor de los sentidos por el cansancio, por aquella hija que siempre estaba en casa, por el oído vigilante de la suegra que los intimidaba. Marisa se giró con lentitud y, en la penumbra de la habitación, sintió el impulso de rozarle el pecho desnudo, de acariciarle la barba hirsuta. Tal vez lo que había hecho que le subiera hasta los labios un cosquilleo sediento de sus besos ásperos, un calor agradable entre los muslos, era la idea de las vacaciones que acababan de empezar, el silencio denso de la intimidad.
La pasión había aflorado de nuevo, impaciente.
Justo en ese momento, a través de la puerta entrecerrada, oyó el paso arrastrado de Letizia, la madre, que recorría el pasillo. Sonrió para sus adentros, resignada ante la oportunidad perdida, y salió de la habitación con una mirada de afecto a su marido.
Esa fue la última vez que Marisa Ansaldo sintió deseo carnal.
El último despertar de la vida de antes.
Pero ¿cuándo había empezado la vida de antes? Cuando decidió casarse con Stelvio Ansaldo, habría respondido Marisa con toda seguridad.
Comenzó en el momento en que, mientras caminaban uno al lado de la otra en silencio, por via del Moro, ella se volvió para mirarlo.
—¡Quiero casarme contigo! Casémonos, Ste’.
Se lo dijo de repente y como si lo estuviera retando a cometer una locura.
Él se quedó mirándola, sin entender bien qué estaba pasando. En sus labios mudos se agolpaban muchas preguntas, los los los Pero el enamoramiento de esa mujer que tenía unos hoyuelos que le aparecían en las mejillas cuando sonreía, de esa mirada viva y franca que no sabía mentir, le dio todas las respuestas. Asintió, sin decir nada. Mientras la tomaba bajo el brazo, estrechándole una mano entre las suyas, comenzó la vida de antes.
Era un domingo de noviembre de 1956.
Antes de su boda con Stelvio, estaba la vida en familia. En su recuerdo, los años de infancia y de su primera juventud se mezclaban un poco de cualquier manera, como en un gran álbum de recuerdos en blanco y negro. Escenas que cada vez estaban menos claras, a medida que el tiempo difuminaba los contornos, agrietaba lentamente los detalles. Habían sido los años con su hermana, Emma, con sus padres. Una larga sucesión de días tranquilos o ruidosos, pero siempre acogedores, como el abrazo de su padre contra esa barriga que tanto se parecía a una gran sandía, envuelta constantemente en un delantal de charcutero.
Marisa no recordaba cuándo vio por primera vez a Stelvio. Había aparecido en su vida como un extra en el cine, en un plano secundario de una película que veía sin prestar atención. Quizá fue a principios de 1954, cuando Ruggero, el repartidor de la panadería Camastra, dejó el trabajo para marcharse a Turín en busca de fortuna. Completamente volcada en sus cosas y en sus tareas en la tienda de comestibles familiar, durante mucho tiempo Marisa no se fijó en él, en ese jovenzuelo silencioso que acudía a primera hora de la mañana a la tienda de Ruggero para entregar el pan de Camastra. Todos los días, antes de la hora de apertura, ella ordenaba los productos en las estanterías, fijaba los precios, tomaba nota de los pedidos que entregar, mientras su padre, con el delantal inmaculado, colocaba los productos frescos en el nuevo mostrador refrigerado del que se sentía tan orgulloso como si fuera un hijo. Cuando Stelvio llegaba, daba con los nudillos dos discretos golpecitos en el cristal de la puerta, esperaba a que el padre abriera y le entregaba la cesta con los panecillos y los bastones; a continuación, la otra, con las hogazas. Su padre se daba prisa en vaciarlas, para devolvérselas y, mientras tanto, él venía a la caja para que le firmara el albarán. Solo un cordial «buenos días» y un «gracias», cada mañana, salvo los domingos. En aquella época, ella tenía la cabeza en otra parte, pensaba en Francesco, el novio que dos años antes se había marchado a Suiza para trabajar de camarero en el hotel Bellavista, a orillas del lago de Ginebra. Era un sacrificio, por supuesto. Tenían que estar lejos, conformarse con las cartas, pero las promesas alimentaban la paciencia de la espera. Para consolarla, Francesco le recordaba constantemente que estaba allí por ellos, para ahorrar el dinero necesario y poder abrir un gran café, allí mismo, en la plaza, que sería la envidia de los de via Veneto. Cuando lograba regresar a Roma unos días, después de hacer el amor, él le describía con todo lujo de detalles lo que sería su Gran Caffè Malpighi: las mesitas con sillas estilo el mármol rosado, los estucos bajo el techo, los escaparates iluminados y enmarcados con hierro forjado, la música después de las cinco de la tarde. Francesco había decidido que ella no debía estar en la caja ni tampoco sirviendo: para esas cosas tendrían empleados. Ella se dejaría ver de vez en cuando, envuelta en pieles, como corresponde a la dueña. La primera vez, Marisa se había reído y había objetado que no le importaba tener que trabajar, pues estaba acostumbrada: trabajaba en la tienda familiar desde que había dejado la escuela, era algo que no le pesaba. Además, con un trabajador menos se podía ahorrar, sobre todo al principio. Pero él no quiso ni oír hablar del tema, porque quería recompensarla por toda aquella espera y hacerse perdonar por sus padres, quienes, después de tanto tiempo, ya tenían cierta prisa por verla establecida.
Marisa era joven, estaba enamorada y distraída. En noviembre del año 55, después de seis meses sin verse, Francesco bajó a Roma para el funeral de su tía materna. No les afectó mucho el dolor por la pérdida, llevados hasta el éxtasis por la pasión que la distancia había alimentado; justo después de Navidad, Marisa tuvo la certeza de que estaba esperando un hijo.
Una mañana de finales de diciembre, entre lágrimas, le suplicó al médico de cabecera que se lo ocultara a sus padres, se fue corriendo a la tienda, donde le justificó el retraso a su padre con un trivial contratiempo. Con otra excusa bajó al pequeño almacén y empezó a caminar arriba y abajo. La vergüenza, el miedo con Francesco tan lejos… Se permitió un breve llanto, abrumada por el desconcierto, luego se presionó bien los ojos con agua fría y se dijo que, al fin y al cabo, aquello no era el fin del mundo. Se podría organizar la boda al cabo de unas semanas, podría acompañar a Francesco a Suiza y quedarse allí el tiempo necesario. Ella se lo había propuesto muchas veces en el pasado, pero él había preferido no hacerlo: en el Gran Hotel le daban comida y alojamiento en una habitación doble, que compartía con un compañero. Era una buena forma de reunir unos ahorros: a final de mes, descontando lo que enviaba a su familia, conseguía ahorrar casi todo el salario. Pero ahora esa criatura lo cambiaba todo, necesitaban arreglar las cosas rápidamente, con un pretexto cualquiera: poco importaba que la gente murmurara.
El domingo siguiente, con la excusa de ir a visitar a una amiga hospitalizada en el Santo Spirito, llamó a Francesco desde la cabina telefónica de un hotel del centro. La joven de la centralita la hizo esperar una eternidad. El hombre del Grand Hotel, que por suerte hablaba italiano, le hizo esperar de nuevo mientras pasaba la llamada al restaurante. Marisa rezaba en su interior para que se dieran prisa, ya no le quedaban muchas fichas telefónicas, con el recargo de la urgencia. Finalmente, la voz de Francesco resonó en su oído, al otro lado del hilo, tan hermosa y veteada de preocupación que le gustó y proporcionó un mínimo de alivio a la angustia que anidaba en su estómago desde hacía dos días.
—¡Mimì! ¿Qué ha pasado? —La llamaba así desde siempre: Mimì. Se notaba que había ido corriendo enseguida al teléfono.
Marisa lo cortó: cada vez quedaban menos monedas.
—France’, ha pasado una cosa. Tienes que venir a Roma, porque tenemos que hablar.
—¿A Roma? ¿Ahora? Pero ¿qué ha pasado?
—No puedo decírtelo. Tenemos que hablar. —Bajó la voz lo suficiente para que la ternura le suavizara el tono, mientras sonreía antes de añadir—: Tienes que venir pronto, pero no te preocupes. Estoy bien…, estamos bien.
Al otro lado, bajo el crepitar de la línea, se oyó un largo silencio, perturbado tan solo por un tintineo lejano de platos.
—¿Has hablado con alguien? —Lo dijo con voz tan baja que ella apenas lo oyó.
Marisa negó lentamente con la cabeza, descolocada por aquella inesperada pregunta.
—No, claro que no.
—Bajaré después de Año Nuevo, pero no se lo digas a nadie. Nos vemos el jueves por la tarde, a las seis, en casa de mi tía. Te esperaré allí.
Antes de que ella pudiera terminar de susurrar su «de acuerdo», él ya había colgado sin despedirse.
Marisa regresó caminando, arrebujada en su abrigo de lana. Cada vez hacía más frío. Un viento ligero pero insistente agitaba su bufanda, con la que se había envuelto el pelo y el cuello. Los tranvías pasaron raudos por su lado más de una vez, pero ella los ignoró a pesar de que le dolían los pies. Por suerte, ya había oscurecido: así podía dejar que la decepción y el desaliento desbordaran sus ojos sin tener que preocuparse por las miradas indiscretas. ¿Era posible que Francesco no la hubiera entendido? Y si, por el contrario, como ella creía, la había entendido, ¿qué clase de reacción era aquella? El distanciamiento imprevisto, la frialdad de una cita como para resolver algún asunto. Sin delicadeza. Sin emoción. Marisa hizo un esfuerzo por comprender: siempre había sido un hombre ambicioso, con sus proyectos bien definidos en la cabeza, claros. No quería llevar la misma vida que su padre, un trabajador de la TETI, la compañía de teléfonos, con cinco hijos que alimentar y pocos recursos. ¿No le había gustado también por eso? Obviamente, no podía negar que un niño tan inesperado, que llegaba antes de tiempo, complicaba las cosas. Pero, bueno, llevaba ahorrando una buena temporada, ella misma había reunido algo en su libreta; luego estaba la parte que heredaría por la venta del piso de su tía materna, que había muerto solterona. Se convenció de que, si lo pensaban juntos, encontrarían una solución para arreglarlo sin tener que renunciar a demasiadas cosas. Antes de llegar a casa, se dijo que la frialdad de Francesco, al fin y al cabo, había que entenderla, y casi se sentía culpable por no haber sido capaz de encontrar una forma más propia de decirle que estaba a punto de ser padre.
Esos días hasta el jueves de después de Año Nuevo se le hicieron eternos. Para justificar el sombrío estado de ánimo, fingió una leve gripe, una febrícula acompañada de dolor de garganta, una jaqueca que no había manera de que se le pasara. Aceptó de buena gana los cuidados a base de leche caliente y miel prodigados por su madre, las horas de descanso impuestas por su padre, y permaneció largo tiempo encerrada en la habitación que antaño había compartido con Emma, la hermana mayor que se había casado hacía dos años. Emma nunca había querido saber nada de la tienda de la familia; a los catorce se había ido a trabajar a una sastrería porque quería ser modista; como se le daba muy bien, a principios de 1951, sus padres le prestaron dinero para que pudiera abrir un pequeño taller de corte y confección en via Pinerolo. Luego conoció a Emanuele Bassevi, un empresario textil judío que por amor hacia ella quemó los puentes con su familia, aceptó que lo borraran de su mundo de intransigencia y soportó el dolor de oír la maldición de su padre repetida incluso en su lecho de muerte. Ahora eran una pareja tranquila, a pesar de todo. Habían llamado Donato a su primogénito, como su difunto abuelo paterno. A Emanuele, en definitiva, le pareció que así reparaba las ofensas infligidas a ese padre que hasta su boda con Emma lo había amado profundamente y que nunca había dejado que le faltara de nada. Durante su noviazgo con Francesco, Marisa había soñado con una unión así, capaz de soportar los golpes, los disgustos.
Cuando llegó el jueves por la tarde, dijo que se encontraba mejor y que se iba a la peluquería de Clelia para que le arreglaran el pelo, que en realidad ya se había lavado y peinado más que bien. Era una amiga de la que se fiaba, así que la avisó para que le siguiera el juego, y luego cogió el tranvía para Porta Maggiore. Llegó a la cita con una hora de anticipación, pero llamó de todas formas: primero un golpe de nudillos vacilante, luego más decidido, y Francesco salió a abrirle. Iba en mangas de camisa, los tres primeros botones desabrochados y los puños arremangados. La saludó sin luz en la cara. «Entra», le dijo únicamente, haciéndose a un lado. Paralizada por el disgusto, Marisa ni siquiera tuvo el instinto de un abrazo.
Ya habían estado en ese apartamento varias veces en los dos últimos años, pues la tía Costantina, antes de morir, pasaba más tiempo en el sanatorio que en casa. Iban allí a escondidas, para estar juntos, desde el día en que Marisa decidió entregársele para que no fuera a buscar en otra parte lo que ella podía darle, pues se amaban. Después de pasar la primera tarde en el pomposo dormitorio de Costantina, Marisa supo con aún más certera que Francesco Malpighi era el hombre de su vida. Verlo allí tumbado, a su lado, con los ojos llenos de ella, había hecho que perdiera toda clase de pudor, todo sentido común. Entonces había sido feliz; sin embargo, esa tarde, Marisa sintió que las paredes forradas de amaranto y los muebles adornados con baratijas la oprimían, le cortaban la respiración.
Francesco le señaló el carrito de los licores.
—¿Quieres una copita?
Mientras Marisa negaba lentamente con la cabeza, él le indicó con un gesto que se pusiera cómoda. Ella obedeció sin darse cuenta: se sentó en el sofá del respaldo alto, con ribetes en oro, los cojines gastados y mullidos, donde se hundió un poco más de lo que debería. Aún llevaba el abrigo puesto, las asas de su pequeño bolso cogidas con ambas manos.
De repente, aquella figura viril, esbelta, capaz de mantener la elegancia incluso en la fatiga, aquel cuerpo que había conocido con todos los sentidos que la naturaleza le había dado, le resultaba desconocido. Él se había quedado de pie, la postura rígida, las manos en los bolsillos, la distancia estudiada. Fruncía el ceño con la cara vuelta en su dirección, pero no la había mirado ni siquiera cuando había puesto los ojos sobre ella. Como un ciego, estaba delante sin verla. O, mejor dicho, la miraba sin querer verla. Y Marisa, en vez de desesperación, sorprendentemente sintió surgir en su interior una gran calma. Se había preparado para el llanto, las súplicas, porque ella sabía cómo iban a ir las cosas, lo había sabido desde el día de la llamada, allí, en la cabina del hotel. Había reunido las fuerzas necesarias para afrontar ese momento como si fuera una batalla y, en cambio, ahora el corazón se le había calmado, su respiración se había relajado y lo miraba fijamente a la cara, a la espera.
—Pensaba en bajar en febrero y hablar contigo, Mimì.
Abrió un poco los codos, sin sacarse las manos de los bolsillos.
Marisa escuchó, paciente.
—Han cambiado tantas cosas… —continuó él—. ¿Qué puedo decirte? —El silencio de ella y su mirada quieta, fija en él, comenzaron a ponerlo nervioso—. El tiempo, la distancia… Yo siempre te he querido, pero las circunstancias cambian. —Su tono apenas se había alterado, como si respondiera a preguntas que ella no había pronunciado en ningún momento—. ¡Tienes que comprenderme, Mimì!
Marisa respiró lenta y profundamente.
—Pero este hijo también es tuyo —dijo en voz baja, sin énfasis.
—Lo sé, lo sé —asintió con energía y cierto fastidio. Sacó las manos de los bolsillos y agitó las palmas para enfatizar la desesperación, como para mostrársela—. Quería decírtelo de otra manera, en otro momento…
—¿Decirme qué?
Francesco se lo confesó sin asomo de vergüenza:
—¡En Suiza me he comprometido con otra!
Marisa solo le permitió a su estupor un mínimo movimiento de las cejas.
—La hija del dueño. ¿Entiendes lo que eso significa para alguien como yo? —Las palabras le estallaron de los labios, mientras se inclinaba ligeramente sobre ella, volviendo a meterse las manos en los bolsillos—. ¡La hija del dueño, Mimì!
Marisa asintió de un modo imperceptible.
—La dueña…
La comisura del labio se le frunció en una sonrisa amarga. Se hizo un silencio que solo perturbó el tictac del reloj de péndulo. De pronto sintió la necesidad de llevar su mente a otra parte y dejó que su mirada se moviera lentamente hacia la mesita redonda a un lado del sofá. Junto a un jarrón de cristal vacío, se alzaba una estatuilla de fina porcelana blanca: una damisela melancólica se balanceaba, eternamente inmóvil, en un columpio colgado de una rama florida, cubierta por una compacta capa de polvo. Sintió pena por la tía Costantina, que durante tantos años tal vez no había tenido más compañía que la banalidad de aquellos adornos. Nunca, en todos esos meses, había percibido la senil soledad que exudaban aquellas paredes.
—¿Y qué hago yo ahora? —preguntó sin mirarlo, con los ojos fijos en la damisela.
Percibió el movimiento de la mano de él, que esta vez salía del bolsillo, vacilante.
—Aquí está la dirección de una persona de confianza, en Garbatella. Si vas allí un jueves por la tarde, sobre las dos, ella te dirá lo que has de hacer.
Marisa levantó la mirada hacia lo que él le tendía sin desasosiego, casi expeditivo. Era una entrada de cine doblada en dos, arrugada, en la que alguien había escrito la dirección con una caligrafía elemental que le resultaba desconocida. Lo miró de nuevo a la cara, como para asegurarse de que realmente era él, el hombre con el que había planeado pasar el resto de su vida, con quien se había reído en la intimidad, boca contra boca, con la pasión sacudiéndolos por dentro.
Permaneció inmóvil y él se inclinó para cogerle la muñeca y ponerle la entrada en la palma de la mano a la fuerza. Era la primera vez que la tocaba desde que había llegado. La rudeza de aquel gesto la hizo retraer el brazo de golpe, mientras se levantaba y dejaba caer el papel.
—¡Mimì, debes entenderme! —repitió en una caprichosa súplica, agachándose para recogerlo.
—¿Qué tengo que entender? —murmuró.
—¡Así me estás buscando la ruina!
Ella se apartó más.
—Vuélvete a Suiza. Yo no quiero nada de ti.
Francesco le apretó el brazo con la mano. Era más alto que ella y su rostro se había ensombrecido por un resentimiento que la dejó más incrédula que las palabras.
—¡Mari’, si este niño nace, todo el mundo sabrá que es mío!
Ella se zafó de su presión con un gesto decidido de la mano.
—¿Y qué? ¿No puedes ser un cornudo? —lo provocó, sosteniéndole la mirada.
—¡No digas tonterías!
—De la misma manera que me fui contigo, podría haberme ido con cualquiera, ¿no?
La ira brotó de su cuerpo con un chorro de aire que salió de sus fosas nasales.
—Pero ¿por qué no entras en razón? —gritó—. ¡Por Dios! ¿Qué ganamos con que nazca este niño?
A Marisa le habría gustado abofetearlo, pero le fallaron las fuerzas. Cogió el bolso que había dejado deslizar sobre los cojines del sofá y se encaminó hacia la puerta. Él la sujetó de nuevo, tiró de ella lo suficiente para poder agacharse y coger algo del bolsillo de un abrigo tirado en el reposabrazos del sillón. Ella intentó liberarse de la presión, inútilmente. Esta vez, en la mano, Francesco Malpighi le colocó un pequeño cilindro forrado, muy muy apretado, con papel de periódico y cinta adhesiva.
—Son francos suizos, no me ha dado tiempo a cambiarlos. En el paseo de Santa Susanna hay un gran banco, te los cambiarán enseguida. —Se tomó un momento, luego deslizó en el bolsillo la entrada de cine con la dirección, antes de añadir, casi tranquilizador—: La cifra no está nada mal. A la señora de Garbatella ya le he pagado yo, esto es para ti.
Marisa miró el rollo de billetes. Los había colocado cuidadosamente, quizá por discreción o para que no le estorbaran. O tal vez pensaba que para una charcutera como ella sería mejor así. De repente, sintió que tenía en la mano la infinita ruindad del hombre.
—Eres una mujer inteligente —le susurró él con renovada amabilidad, aflojando la presión en su brazo poco a poco, como si quisiera darle tiempo para recuperar el sentido común antes de dejarla marchar.
Lo miró a los ojos. Leyó en sus ojeras todo el tormento que había pasado en los últimos días: la angustia, el sueño perturbado por el miedo del cobarde, los remordimientos de conciencia, de los que no había sabido defenderse más que refinando la maldad.
—Si yo hubiera sido una mujer inteligente, hoy no estaría aquí —le respondió con calma.
Lentamente se sacó del bolsillo la entrada del cine y se la puso casi con delicadeza en la mano, junto con el pequeño cilindro de billetes. Se demoró, con los dedos apretados sobre los suyos, para que él también tuviera tiempo de sentir todo el peso de su ruindad sobre la palma de la mano. Le habría gustado decirle que no volviera a dar señales de vida, pero sabía que no era necesario.
Le dio la espalda y sintió que sus ojos la seguían, que la miraban al abrir la puerta del piso y marcharse.
Marisa lo dejó allí, en la polvorienta casa de la tía Costantina.
Tomó el tranvía para volver a casa. Jamás se había sentido tan cansada. Estaba sentada en un asiento junto a la ventanilla, los ojos obstinadamente fijos en la calle, porque no podía ni siquiera soportar la idea de encontrarse con otra mirada. Más que la desesperación era la vergüenza lo que la hacía sentirse tan mal. No era vergüenza por lo que había hecho, no por ese hijo que era fruto de un amor que para ella había sido auténtico; tampoco por lo que ocurriría cuando las circunstancias la obligaron a confesar a sus padres cómo estaban las cosas. Se avergonzaba de sí misma, por dejar que la ingenuidad y la confianza ciega en un hombre cuya naturaleza no había llegado a conocer la hubieran dejado en una situación más propia de un folletín. Ahí estaba ella, Marisa Balestrieri, como una de las heroínas de los melodramas de Matarazzo que solía ver junto con su madre en el cine. Pensaba cuánto había juzgado a aquellas mujercitas despistadas con el desdén de la mujer moderna que no entiende cómo se podía ignorar la evidencia del engaño. «Cuánta estupidez», había comentado muchas veces entre escena y escena. Y «cuánta estupidez» se repetía ahora a sí misma, mientras el tranvía chirriaba de regreso a casa.
Por más que se esforzaba en recuperar un poco la lucidez, no lograba atisbar una solución que no comportara dolor. Francesco le había propuesto su solución, que ella consideraba inaceptable. No era una cuestión de moral: no quería deshacerse de ese hijo porque ya lo quería. Había empezado a quererlo en el mismo momento en que tuvo la sospecha de su existencia, y ese amor no había vacilado ni por un momento, ni siquiera mientras los sentimientos que la habían unido a su padre se desmoronaban. Se sentía como una de esas ciudades bombardeadas en tiempos de guerra: en la superficie, solo destrucción; pero en su vientre guardaba una criatura que guardaba como un tesoro. Toda esa incertidumbre la dejaba agotada. ¿Qué podía esperar de sus padres? ¿Cómo afrontaría la decepción en los ojos de su padre, quien constantemente la alababa ante la clientela, lleno de orgullo? Los gritos, los llantos, las acusaciones de la madre; sentía que eso podría soportarlo. Pero el disgusto de Ettore Balestrieri no, esa idea hacía que el suelo le temblara bajo sus pies.
Tal vez fue retrasar un poco la mirada de sus padres lo que la hizo bajarse del tranvía dos paradas antes; a paso ligero se fue a buscar consuelo entre los brazos de su mejor amiga, Maria Elena Frau. Su marido escuchaba las noticias, en el comedor, y ella se lo contó todo entre susurros. Sentadas a la mesa de la cocina, lloraron juntas aquella desgracia. La amiga se prodigó en solidarias maldiciones contra Malpighi, quien, para ser sincera, nunca le había gustado; le prometió que siempre estaría a su lado. No la juzgaba, insistió en repetírselo varias veces. Podía contar con ella para lo que fuera.
Para no llegar demasiado tarde, Marisa se despidió justo media hora después y recorrió a pie el tramo de calle que faltaba hasta su casa. Cuando llegó, su madre estaba tan furiosa por el retraso que ni siquiera se dio cuenta de que no llevaba el pelo peinado. Le soltó una buena reprimenda, mientras ella farfullaba alguna excusa, y la dejó cenando sola, pues Ettore y ella ya lo habían hecho: era una falta de respeto hacerlos esperar sin avisar. Mientras tragaba a la fuerza unas cucharadas de sopa fría y pasada, su padre se asomó por el umbral, a escondidas de su madre.
—¿Estás bien? —le preguntó en voz baja, solícito.
—Claro que sí… —Marisa le sonrió—. Me paré a charlar con Maria Elena y no me fijé en la hora que era.
Él asintió con la cabeza antes de desaparecer.
En ese mismo momento, en el teléfono de casa Frau, para calmar un poco su turbación, Maria Elena le contaba confidencialmente a su hermana, Ivana, que vivía puerta con puerta con los Balestrieri, la tragedia que le había caído en desgracia a la pobre Marisa. Respecto a que, en el fondo, aquello más o menos se lo había buscado ella, estaban de acuerdo. Porque era de sobra conocido que Francesco Malpighi, antes de conocerla, era un mujeriego, y resultaba difícil creer que una chica despierta como Marisa no se hubiera dado cuenta. El hecho de ser guapa, de buena familia, al fin y al cabo, no le garantizaba un trato privilegiado. Antes de terminar la llamada, suspiraron al unísono para subrayar que, cuando una se vuelve demasiado desenvuelta, las consecuencias eran inevitables.
Menos de veinticuatro horas después, Marisa, la hija del charcutero, se había convertido oficialmente en una mujer desacreditada.
Al día siguiente, la familia Balestrieri se reunió en casa de Emma para la comida de Reyes. Marisa decidió guardar silencio, dejar que su familia disfrutara al menos lo que quedaba de las fiestas. Solo Dios sabía cuándo podrían reunirse alrededor de una mesa en paz, después de aquel lío que había montado. Ella misma se obligó a no torturarse demasiado y colmó de atenciones a su sobrinito, más de lo habitual. Ya le salía de forma espontánea comportarse como si tuviera con las criaturas otra familiaridad, como si una sabiduría ancestral le estuviera brotando de su interior mientras lo sentaba bien en la trona, asegurándose de que estuviera cómodo, de que no fuera a hacerse daño. Le hablaba en un tono más suave, mientras le acariciaba la piel aterciopelada con la sonrisa de quien siente una alegría inminente y se preguntaba si a ella también le tocaría en suerte un varón. Se resolvió a no dedicarle ni un solo pensamiento, ni siquiera por despiste, a Francesco Malpighi. Estaba convencida de que lograría sacárselo fácilmente de la cabeza, pese a que, en ocasiones, ese dolor casi físico que latía en su pecho amenazaba con romperse en un llanto desesperado que a duras penas lograba contener.
Fue precisamente por todo ese esfuerzo en mostrar una alegría que no sentía por lo que, a la mañana siguiente, tras unas horas de sueño ligero y turbado por pesadillas, se despertó fatigada y deprimida. Bajó a la tienda antes de lo previsto y se puso a trabajar para buscar algo de distracción. Bastante antes de la apertura ya había colocado todos los productos en las estanterías, así que se puso tras la caja, hojeando una revista, mientras su padre, silbando alegremente, distribuía el pan.
—¿Se encuentra bien, señorita Marisa?
Dio un respingo: esas palabras, diferentes del «buenos días» y del «gracias», le habían sonado como salidas de la boca de un desconocido. Levantó los ojos sobre Stelvio Ansaldo, que le había puesto el albarán junto a la caja y la miraba con un velo de aprensión en sus ojos oscuros.
Tuvo el instinto de cortar la conversación con un «claro», si bien un poco asombrado. Sin embargo, por alguna razón, dijo otra cosa.
—Sí… Es solo un poco de cansancio. He tenido la gripe.
—Me lo dijo el señor Ettore —asintió dos veces, para enfatizar que se había interesado.
Marisa firmó el albarán y se lo devolvió con una sonrisa cortés apenas esbozada.
Stelvio lo guardó con esmero, un poco más despacio que de costumbre, antes de despedirse con un «gracias» y un «hasta mañana», a lo que ella respondió sin mucho entusiasmo, volviendo a su revista.
Hacia la una, poco antes del cierre, Marisa subió a casa para llevar el pan y ayudar a su madre a poner la mesa, como de costumbre. Esta vez, en lugar de ocupada en la cocina, la encontró sentada a la mesa del comedor, en la cabecera, con los brazos apoyados en el tablero y los dedos entrelazados, como si estuviera absorta en una oración. De la cocina no llegaba ningún olor, ningún murmullo impaciente de cacerolas. Letizia seguía vistiendo el vestido y los zapatos de tacón con que había bajado a hacer la compra.
Marisa se quedó de pie en el umbral, sosteniendo con firmeza contra su pecho el cuarto de hogaza envuelta en papel.
La madre apartó lentamente la mirada del centro de flores de porcelana de Capodimonte y la posó encima de ella, inexpresiva.
Marisa contuvo la respiración.
Ella movió los labios de un modo casi imperceptible.
—Pero ¿qué has hecho?
Era difícil entender lo que expresaba aquel tono forzadamente bajo. Más que asombro, dejaba entrever una ira enjaulada en el hielo.
—Iba a contártelo esta noche… —respondió con calma, sosteniendo su mirada.
—¿A quién se lo has contado?
—Solo a Maria Elena —se apresuró a decir.
—¿Y no sabes lo cotillas que son ella y su hermana? —Solo en ese momento Letizia elevó un poco el tono, mientras negaba incrédula con la cabeza—. ¿Tan tonta eres?
Marisa solo pudo agachar la mirada. No era necesario responder.
—He tenido que enterarme por la vinatera… —Letizia se llevó a la frente la palma de la mano abierta, el codo sobre la mesa—. Ya lo saben tirios y troyanos.
Marisa avanzó en la habitación lo suficiente como para apoyar las manos sobre el respaldo de la silla, después de depositar el cuarto de hogaza sobre la mesa. Hasta unos días antes, la amistad traicionada le habría roto el corazón, pero ahora solo sentía que la decepción la había vaciado de todas sus energías, incluso las necesarias para sentir ira.
—Siempre has sido una descarada… —murmuró Letizia con un hilo de voz, casi como si hablara consigo misma—. Una impúdica… —Hizo una pausa, antes de añadir con voz ahogada—. ¡Pero esto no! ¡Esto no!
—¡Yo amaba a Francesco! —Lo único que se le ocurrió fue esa amarga excusa.
—¿Y ahora qué? —la apremió la madre, como si ella no hubiera abierto la boca—. ¿Qué vas a hacer ahora?
Como era una descarada, Marisa Balestrieri se limitó a esbozar una sonrisa que sabía a vago asombro. Esa pregunta sonaba como una provocación; su madre debía de saber perfectamente que esas palabras le martilleaban en la cabeza desde hacía dos días.
—No lo sé —dijo con un encogimiento de hombros y una ligera negación con la cabeza.
—Ah, no lo sabes… —se hizo eco—. ¿Y mientras hacías tus cosas con Malpighi no pensaste que vienes de una familia respetable?
Marisa se desabrochó lentamente el abrigo y se lo quitó.
—No —respondió mientras iba a colgarlo en el perchero del vestíbulo.
No añadió nada más antes de encaminarse hacia su habitación y cerrar la puerta tras de sí.
Al principio se quedó un rato sentada en el borde de la cama. Ya se esperaba que su madre no la comprendiera. Ella era así, rígida, intransigente consigo misma y con los demás, sobre todo cuando se trataba de los buenos modales. Para Marisa siempre había sido un misterio cómo y por qué el matrimonio con su padre había nacido de un amor recíproco que no se había visto afectado por el tiempo. Ettore Balestrieri era un hombre de buen carácter, jovial, sociable; Letizia era reservada, cerrada, siempre pendiente de las apariencias. Si Emma hubiera nacido solo unos meses antes, Marisa habría jurado que se había tratado de una boda reparadora. Pero qué va: se habían conocido, un amigo común los había presentado, se habían gustado y se habían amado. Se equilibraban. Ettore minimizaba el carácter quisquilloso de su esposa con una mesurada ligereza, y ella lo correspondía reservando solo para él la indulgencia hacia ciertas maneras de proceder que le parecían inaceptables en los demás. No era raro, cuando estaban solos en su habitación, oírlos riéndose al otro lado de la pared. De inmediato, le llegaba también, apenas perceptible, la voz de su madre, quien, con fingida contrariedad, le ordenaba que se callara mientras la risa de su padre se tornaba más profunda.
Marisa sabía que su madre jamás la perdonaría. Tal vez Emma la comprendería y quizás incluso le tendiera una mano, pero la esperaban tiempos difíciles.
De manera espontánea, le dio por levantarse y empezar a reunir algunas de sus pertenencias. No le parecía tan improbable que, ahora que el barrio sabía, Letizia le pidiera que se largara a otra parte. En definitiva, ella podía volver a ponerse tras la caja de la tienda.
Estaba ocupada revisando las prendas necesarias en el cajón de la ropa interior cuando su padre abrió la puerta sin llamar.
—Ven conmigo —fue lo único que dijo. El tono fue plano, indefinible, sin duda carecía de la ternura con la que solía hablarle. Luego desapareció sin esperarla.
Marisa lo siguió sin prisa.
Encontró a sus padres sentados a la mesa del comedor. La madre se había quedado en la cabecera de la mesa, cosa poco habitual, y él estaba a su derecha, con un vaso de agua medio lleno que tal vez su esposa le había llevado por miedo a que la noticia le provocara un ataque. ¡Siempre le decía que debía adelgazar, que algún día le daría un infarto! Aunque, al final, no quería cambiar nada de su marido, se sentía la más afortunada.
—Siéntate —ordenó él con un gesto con el índice, pero sin levantar la mano de la mesa.
Marisa se sentó frente a él. La madre seguía manteniendo la mirada en el centro de mesa para enviarle el claro mensaje de que ella no habría querido tenerla sentada a esa mesa.
Ettore bebió un sorbo de agua. Se notaba que no tenía sed, solo estaba ganando tiempo. Dejó el vaso y entrelazó los dedos como había hecho su madre, empezando a entrechocar las yemas de sus pulgares una contra otra.
—Debes decirme si quieres casarte con Malpighi.
Marisa se quedó desconcertada. Dudó. Miró a su madre instintivamente, como si esperase una ayuda, una sugerencia. Ella permanecía rígida como una estatua.
—Pero es que Francesco me ha dejado, papá —le respondió en un murmullo.
—Eso no es lo que te he preguntado. Te he preguntado si quieres casarte con él.
—Tiene otra, en Suiza.
Ettore se permitió otro sorbo de agua.
—Mari’, si tú me dices que quieres casarte con él, yo cojo la escopeta de caza de tu abuelo, que está por ahí, y esta misma noche me subo al tren para Suiza y mañana te lo traigo hasta aquí. Según y cómo, vivo o muerto…
La miró como para decirle que la entendía: ahí estaba la ternura de un padre que en ese momento no podía permitirse debilidad alguna, pero que la amaba. A pesar de todo. A él, la vergüenza no le importaba, tal vez ni siquiera la conocía: le importaba su hija.
—No, papá. —Esta vez habló sin vacilar—. Yo a Francesco no quiero volver a verlo.
Letizia insinuó una risa histérica, mientras miraba a su marido, incrédula.
—Entonces hay que encontrar otra solución —sentenció Ettore.
—¿Y qué solución quieres encontrar? —soltó Letizia.
El padre respiró hondo, para reforzar la paciencia que su mujer ponía a prueba continuamente. Se reclinó sobre el respaldo de su silla, cruzando los brazos sobre la cúspide de su prominente barriga, luego habló en un tono tranquilo pero firme que Marisa nunca había oído.
—Mari’, los tiempos han cambiado, pero un hijo bastardo siempre tendrá una vida desgraciada.
Ella agachó la mirada, dolida por aquella dureza que le ponía delante una verdad que no se podía discutir.
Permanecieron en silencio durante un breve tiempo que, no obstante, pareció infinito.
—¿Y si se marcha a Grottaferrata? ¿Tú crees que Emanuele dirá que no? —propuso Letizia de repente, mirando a su marido con aire esperanzado.
—¿Y por qué? ¿La barriga es el problema? —replicó él, molesto.
—Ella da a luz allí… En Rocca di Papa están las monjas…
Marisa se estremeció.
—¡No voy a dejar a mi hijo con las monjas! —gritó, mientras se ponía en pie de un respingo. La silla se tambaleó y cayó hacia atrás con un ruido sordo, mientras se inclinaba hacia su padre con las palmas de las manos abiertas sobre la mesa—. ¡El hijo es mío y me lo quedo!
Letizia, que con sus tacones le sacaba un palmo de altura, también se levantó.
—¿Y qué clase de vida querrás que lleve, con la gente hablando a sus espaldas, eh?
—¡A mí la gente me importa un comino!
—¡A ti no te importa nadie nada!
—¡Sentaos u os echo de casa a las dos! —atronó Ettore, que asestó un poderoso manotazo sobre la mesa, los ojos clavados en ambas.
Marisa levantó la silla. Volvieron a sentarse, en silencio.
Ettore se tragó lo que quedaba del vaso de agua, convencido de que si hubiera sido un buen su humor habría sido menos funesto. Nunca le dio importancia al hecho de que no tuvieran un hijo varón. Todas aquellas cuestiones referidas al apellido le hacían reírse un poco: si hubiera sido un Saboya, a lo mejor sí que habría sido una preocupación, pero ¿a quién le importaba tener un Balestrieri más o menos sobre la faz de la Tierra? Claro está que lamentaba un poco no tener a alguien a quien dejar el oficio. Antes de que Marisa conociera a Malpighi, había tenido la esperanza de dar con un yerno que se enamorara como él de su tienda. La gente solía venir a ella desde lejos, sabían que en el negocio de Ettore solo había productos de primera calidad: tenía ojo experto, para sus clientes elegía lo mejor, se le daba bien hacer negocios con los proveedores, así que los precios siempre eran buenos. Que fueran a preguntar incluso en Porta San Giovanni quién era el Ettore. Con el nombre bastaba, no era necesario decir Balestrieri. Y, sin embargo, en aquella ocasión echó en falta a un hijo varón sentado a su lado, alguien con quien razonar sin toda aquella irritación femenina, que no se obstinara en remar contra la corriente. Alguien a quien solo le importara el bienestar de Marisa y de la criatura que llevaba en su seno, que en cualquier caso seguía siendo un Balestrieri.
Fue en ese momento, mientras toqueteaba entre sus gruesas manos el vaso vacío, cuando se fue abriendo paso en su cabeza la idea que iba a cambiarle la vida a su hija y, en cierta medida, también la suya.
—Stelvio Ansaldo —dijo en voz alta, convencido de que no había pronunciado ni una palabra.
Las mujeres se miraron instintivamente para asegurarse de que al menos la otra supiera de qué estaba hablando. Pero solo pudieron intercambiar la misma mirada de estupor.
Letizia fue presa de una punzada de angustia, por miedo a que aquel disgusto le hubiera provocado una repentina demencia.
—¿Y quién es este Ansaldo?
—El mozo de los recados de Camastra —se apresuró a explicar Marisa, con el ceño fruncido.
—¿Y qué pinta en todo esto —preguntó Letizia, impaciente.
Ettore volvió a levantar la mirada hacia su hija y, medio absorto en sus reflexiones, dijo:
—La dueña de la tahona de Camastra me dijo que su sobrino, Ruggero, no ha tenido suerte en el norte. No está contento, quiere regresar y recuperar su puesto de trabajo. —Hizo una breve pausa antes de continuar—. Dijo que lamentaba tener que despedir a Stelvio porque es un gran trabajador, pero que no puede negarle ese puesto a su sobrino, así que me pidió que le echara una mano para encontrarle a ese chico otra ocupación.
—¿Y qué?
Cuanto más escuchaba Letizia, menos entendía.
Marisa no, ella empezaba a vislumbrar por dónde iban los tiros.
—Llevo tiempo pensando en contratar a alguien para que me ayude —continuó—, tal vez media jornada…, y había pensado en Stelvio. Es muy capaz, honesto, agradable…, trabajador.
—¡Pero yo no amo a Stelvio Ansaldo! —exclamó Marisa, horrorizada.
Letizia se sobresaltó.
—Pero ¿es que quieres entregarle tu hija al mozo?
Si no hubiera tenido miedo a que los vecinos la oyeran, habría pegado un grito.
Ettore abrió los brazos.
—¿Se entregó a un canalla, y ahora no va a poder entregarse al chico de los recados?
La mujer se llevó la mano a la boca.
—¡Estás loco!
—Entonces encontrad vosotras una solución —las invitó con las manos, como se hace con los invitados a un banquete—. Que tu hija está embarazada lo sabe todo el mundo, desde aquí hasta via Merulana, tú misma lo has dicho. ¿Qué crees? ¿Que ahora van a hacer cola para casarse con ella?
Marisa se abandonó a un llanto desesperado, con los codos sobre la mesa y sus dedos contraídos entre su pelo.
—Pero ¿quién es este… Ansaldo? —Letizia pareció de repente un poco menos malhumorada, mientras se informaba, cautelosa—. ¿Conoces a su familia?
—¿Qué familia? Los padres fueron evacuados por los bombardeos en San Lorenzo, se instalaron en las barracas del acueducto Felice y al cabo de dos años habían muerto los dos. Él estuvo con los curas un par de años, porque era un chiquillo; luego le encontraron un trabajo y lo pusieron de patitas en la calle. Vive en una habitación de alquiler en casa de unos conocidos de Camastra.
—Jesús —murmuró Letizia, y no era una invocación porque se hubiera visto movida a compasión por las desgracias de Stelvio Ansaldo.
Ettore se levantó, con un sonoro chirrido de la silla sobre el mármol del suelo. Miró a su hija, que estaba llorando, sacudida por los sollozos, con la cabeza gacha.
—Ese chico se te come con los ojos —le dijo—. Tú nunca te has dado cuenta porque es un jovencito respetuoso. Yo, como padre, he hecho como si no pasara nada, ya que es un chico educado. Al fin y al cabo, tampoco es culpa suya que seas guapa. —Soltó un suspiro elocuente—. A mí no se me ocurre otra solución —concluyó—. Y ahora me voy al otro lado a descansar. Habéis hecho que pierda el apetito.
En las horas que siguieron, y durante toda la noche sucesiva, Marisa no tomó ni siquiera en consideración la propuesta de su padre. Incluso tenía que esforzarse para creer que realmente había pronunciado aquellas palabras. Es más, le parecía absurdo que precisamente él, tan leal, tan honesto, pudiera pensar en prestarse a semejante enredo. Y, pese a todo, el silencio del padre durante la tarde, y en la cena, fue más que elocuente: en verdad, él no tenía otras soluciones.
Su madre no la miraba ni le dirigía la palabra. Había cerrado las persianas de todas las habitaciones, se sentía perseguida por los chismes incluso entre las paredes de casa. La radio, que por regla general los reunía durante una horita en el comedor después de cenar, estaba apagada: cada uno experimentaba el abatimiento a su manera, en una atmósfera tan pesada que parecía que incluso respirar suponía un esfuerzo.
Marisa dio mil vueltas en la cama, sin conseguir pegar ojo. Pensaba en cómo llevar una vida nueva con ese hijo sin aplastar a su familia bajo el peso de la vergüenza. Podía marcharse lejos, buscarse un trabajo, pero la idea de separarse de sus afectos le rompía el corazón. Y, además, sabía muy bien que se podía ir a cualquier parte, pero también que un hijo sin padre lleva consigo la vergüenza, a todas partes. «¿Qué he hecho? Pero ¿qué he hecho?», se repetía constantemente, con una cólera mezclada con una desesperación tan grande que se habría puesto a darle dentelladas a la almohada. De repente, empezó a suspirar de remordimiento recordando los años felices de la infancia, de la adolescencia, que se habían ido para siempre. Le parecía oír aún la llamada de su madre en sus oídos, mientras que con la mirada las buscaba a ella y a Emma por la calle, asomándose a la ventana. Las llamaba para que ayudaran con la cena, antes de que su padre regresara de la tienda. Entonces Emma interrumpía la charla con sus amigas, en el vestíbulo, y ella dejaba de jugar, a la rayuela, a la comba. Ni siquiera habían tenido tiempo de despedirse de sus compañeras cuando la voz de su madre resonaba de nuevo, impaciente, seguida por el repiqueteo de sus pasos por la escalera. Las cenas familiares habían seguido siendo casi idénticas incluso en los años duros de la guerra. Nada cambiaba, salvo ellos. Emma y ella crecían, sus padres envejecían, pero parecía que no se hubieran dado cuenta al respecto hasta que Emma se casó. La primera noche, aquella silla vacía los desconcertó. La madre mantuvo la mirada gacha, el padre se permitió un vaso de más para echar a dormir a la melancolía y a la pena que sentía por cómo pasaba el tiempo, que se llevaba lejos lo que más apreciaba. Fue en ese momento cuando Marisa empezó a soñar con tener una familia como la suya, donde el tiempo feliz estuviera marcado por cenas en torno a una mesa, alegres excursiones fuera de la ciudad, vacaciones en la playa tras un año de trabajo. Cuando esa noche interminable dio paso a las primeras luces del amanecer, en vez de llorar desesperada por aquel sueño hecho añicos, acabó con el llanto de la tristeza infantil.
El domingo por la mañana, Marisa acababa de caer en un duermevela agitado cuando su madre entró en la habitación sosteniendo una pequeña bandeja con galletas y café con leche. La colocó en la mesita de noche y se sentó en el borde de la cama, sin darle ni un mísero «buenos días». Aún llevaba puesta la bata, pero ya estaba perfectamente peinada, pues no soportaba la dejadez. Era hija de unos hoteleros arruinados por la Gran Guerra, cuando era una adolescente, y a su alrededor no quería nada que le recordara las penurias que había pasado. Ettore, para tomarle el pelo, le decía que se había casado con el chacinero para asegurarse de que nunca volvería a pasar hambre. Pero no, cuando se quedaban solos, Letizia le repetía a su marido que se habría casado con él aunque hubiera sido un muerto de hambre. A su lado no necesitaba nada más.
—¿Qué tiene de malo este Ansaldo? —dijo en tono seco, sin mirarla.
Marisa intentó sacarse de encima su sopor, mientras buscaba una respuesta. Se le ocurrían muchas y, sin embargo, ninguna le parecía la correcta.
—¿Es feo? —la apremió—. ¿Es un paleto?
Mientras se incorporaba para sentarse, Marisa se pasó los dedos por el pelo desgreñado para apartárselo de su pálido rostro, marcado por unas profundas ojeras.
—No… —Esbozó un encogimiento de hombros—. No lo sé… ¿Quién sabe cómo es?
—Tu padre dice que es muy correcto —le recordó.
—Sí —reconoció ella tras un momento de vacilación—. Me parece una persona como Dios manda.
—¿Y entonces? ¿Qué le pasa? ¿Es pequeño? ¿Gordo? ¿Raquítico?
—¡Claro que no! —soltó Marisa, exasperada—. Es normal, como muchos. Nada de especial.
Letizia respiró hondo y por fin la miró, seria, pero esta vez con menos desapego, como si intentara restablecer una forma de complicidad entre madre e hija.
—Entonces tendrás que hacer que te guste, Mari’.
Marisa dejó escapar un gemido.
—¿Ansaldo? ¿Tú te crees que es tan fácil? ¿Qué hago? ¿Voy allí y le digo que estoy comprometida, que estoy esperando un hijo de otro y que necesito un marido?
—Tú tienes que encontrar la forma. —El tono se había vuelto frío de nuevo—. Ya has oído a tu padre: ese chico se te come con los ojos. Al fin y al cabo, con Malpighi has practicado, ¿verdad?
Marisa agachó la cabeza bajo el peso de la humillación, que la hería mucho más porque procedía de su madre. Contuvo las lágrimas. Sabía que la habría irritado más aún, en lugar de hacer que se apiadara de ella. Después de todo, no había esperado su comprensión al respecto: siempre había sido una madre severa. Las había criado de manera que quedara claro que sobre la educación y el buen nombre de los Balestrieri no quería sombras; aborrecía los cotilleos. Solo había aceptado el revuelo del compromiso de Emma porque Emanuele era un hombre recto, que había hecho una elección amorosa respetando sus reglas; además, nadie en el vecindario se había atrevido a decir ni una palabra de más sobre ellos. Que fuera judío importaba poco: a Emma, a cambio, le tocaría la opulencia, puesto que gran parte del patrimonio lo había heredado ya de su abuelo paterno, que había muerto en América.
—¿Tú nunca te has equivocado? —murmuró Marisa, incapaz de levantar la mirada.
Letizia dejó escapar una mueca amarga, se ajustó el borde de la bata, que se le había deslizado por la rodilla, y estiró la tela contra el muslo con la palma de la mano, lentamente. Posó la mirada en su hija, con un profundo suspiro.
—Evidentemente, sí —respondió ella antes de levantarse y salir sin añadir nada más.
Ese mismo lunes, en el momento de la entrega del pan de Camastra, Ettore Balestrieri llamó aparte a Stelvio Ansaldo y le ofreció un trabajo a tiempo completo en la tienda. Él, que se había enterado de la inquietud de los dueños de la tahona debido al regreso de Ruggero, aceptó lleno de gratitud, estrechándole enérgicamente la mano, muy contento. Prometió que trabajaría con ganas, que aprendería rápido, el esfuerzo no lo asustaba. En señal del aprecio que parecía tenerle, Ettore le dio una palmada en el hombro, vestido con la chaqueta desgastada que llevaba sobre la bata de la panadería.
—Claro, claro… —murmuró con un poco de desdén hacia sí mismo.
El amor que sentía por su hija no justificaba que estuviera intentando salvar el honor de la chica a cambio de sacrificar a ese jovenzuelo.
Marisa había seguido la escena desde detrás de la caja, incómoda. Fingía estar contando un puñado de monedas, pero perdía la cuenta y empezaba desde el principio una y otra vez. Observó con alivio que Ansaldo no era bajito; al contrario, tal vez midiera incluso un palmo más que su padre. Era un poco torpe, sin duda, pero de todas formas sus rasgos no resultaban desagradables. Tenía unos bonitos ojos, expresivos. Quizá la nariz era un poco grande, sí, pero sobre una cara tan ancha como la suya una más pequeña habría sido poco viril. De repente se le ocurrió pensar que había pasado de soñar con el Gran Caffè Malpighi a pretender agenciarse un marido como si estuviera en el mercado de los jamelgos; los ojos se le llenaron de lágrimas. No por la desilusión, sino porque, simplemente, le disgustaba el engreimiento con que se permitía juzgar a ese pobrecillo.
Justo en ese momento, Stelvio se volvió hacia su lado, como para hacerla partícipe de su entusiasmo y, cuando la vio tan cerca del llanto, la sonrisa se le murió en los labios.
—¿Todavía no se encuentra bien, señorita Marisa?
Se acercó a la caja, pero no demasiado.
—Solo es un poco de debilidad —respondió ella, restándole importancia a la situación.
Stelvio la miró con aprensión.
—Está muy muy pálida.
Miró a Ettore, para asegurarse de que él también lo viera.
Ettore asintió enérgico.
—¿Has visto? ¡Es que come poco! El médico ha dicho que tiene que tomar vitaminas para animarse un poco. Esta gripe… —Se fue a poner detrás del mostrador, pero se detuvo a medio camino, sonriendo ante una repentina buena idea—. Escucha, Stelvio, ¿por qué no me acompañas a tomar un café con leche caliente bien azucarado a esta hija mía? Aquí, en la lechería de la esquina… —Acompañó las palabras con un gesto de la mano.
Marisa dio un respingo, y puso los ojos como platos. Stelvio extendió los brazos, incómodo, sonrojándose.
—Pero… yo, yo no quisiera molestar —farfulló.
Ettore volvió tras sus pasos con aire decidido, fue a buscar a su hija del brazo, detrás de la caja, y se la puso a su lado.
—Dale algo de beber y tómate algo tú también; luego le dices a Berardo que lo ponga en mi cuenta, ¡que eres mi invitado! —ordenó empujándolos fuera de la puerta, las manos abiertas sobre sus espaldas—. Mientras tanto, yo llamo a Camastra y le digo que tardarás diez minutos en la siguiente entrega por un fallo mío.
En cuanto estuvieron en la acera, Stelvio Ansaldo se dio la vuelta de golpe.
—¡El abrigo, señor Ettore! ¿Qué quiere, que la chica la palme de frío?
Mientras tanto, instintivamente, le había rodeado los hombros con el brazo, con delicadeza, para protegerla del frío viento de enero, que soplaba con fuerza.
Ettore se quedó un momento como atontado, en el umbral, mirándolos. Luego se apresuró a ir a buscar el abrigo de su hija. Stelvio la ayudó a ponérselo para que se tapara rápidamente.
Mientras se alejaban, en dirección a la lechería de Berardo, Ettore Balestrieri los siguió con la mirada. Estaba sonriendo.
Marisa sabía perfectamente por qué la mujer de Berardo la observaba con descaro mientras se sentaba en la mesita junto a Stelvio Ansaldo.
Se tomaron dos cafés con leche y él insistió en obligarle a comer aunque fuera un relleno de mermelada. Permanecían en silencio, incómodos, con la cabeza gacha, cada uno sobre su vaso. Marisa agradeció que a esa hora la lechería aún estuviera vacía, no habría soportado más ojos encima de ella.
—¿Le molesta que su padre me haya contratado como trabajador? —preguntó él de golpe.
—¿Y por qué debería molestarme?
—No lo sé, tal vez le habría gustado que el señor Ettore le hubiera ofrecido ese trabajo a su prometido.
Mientras se imaginaba a Malpighi con el delantal, detrás del mostrador, cortando jamones, Marisa no pudo contener una media carcajada, no habría sabido decir si nerviosa o divertida. Soltó medio suspiro.
—No tengo novio. Ya no.
Stelvio levantó los ojos y ella hizo lo mismo.
—¿Ha sido por eso por lo que no se encontraba usted demasiado bien? —Marisa se dio cuenta de que en su tono no había ni rastro de curiosidad morbosa, solo una preocupación sincera.
—Sí, también por eso —admitió.
—Lo siento —le respondió él con una voz repentinamente firme, cálida.
—Son cosas que pasan.
—Pero uno querría que no pasaran nunca, ¿verdad?
—Verdad —asintió ella con una sonrisa triste, sorbiendo su café con leche y calentándose las manos alrededor del vaso. Mordisqueó un poquito su luego le señaló el platito—. ¿Quiere un poco?
—Cómaselo usted, necesita recuperar fuerzas. —Le sonrió.
Marisa se fijó en que tenía los dientes blancos y regulares.
—Pero ¿cómo es que se llama usted Stelvio? —le preguntó sin saber por qué, dándose cuenta demasiado tarde de que su tono ciertamente no delataba agrado por ese insólito nombre.
—Mi padre estuvo en la guerra. En el 18, durante los combates en las montañas, cierta noche encontró una cueva en el Stelvio que lo salvó del frío. Mientras temblaba, le juró a Nuestra Señora que, si lograba salvar el pellejo y regresar a casa, a su primer hijo lo llamaría así, Stelvio. —Hizo una breve pausa: hablar de su padre aún le quebraba la voz—. Mantuvo su promesa.
Marisa inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado.
—Qué bonito… —murmuró con una nota de sincera emoción.
—Ya, y luego el tifus lo mató en las barracas del acueducto —concluyó, encogiéndose brevemente de hombros.
—Lo siento. —Posó su mano sobre la de él. Fue un gesto repentino, espontáneo.
Stelvio le dedicó una sonrisa de agradecimiento por aquella cercanía, a pesar de que eran poco más que unos desconocidos.
—Ahora tengo que irme. —Marisa se levantó, quería librarse del malestar que le provocaba la insistente mirada de la mujer de Berardo—. Abrimos dentro de un rato.
—¿Se siente un poco mejor?
Marisa se tomó unos instantes antes de contestar.
—Sí —respondió, sincera.
Él le rogó que esperara solo un momento, mientras pagaba las consumiciones. La acompañó de vuelta hasta la puerta de la tienda y se desearon mutuamente un buen día, sin añadir nada más. A través del escaparate, Stelvio y Ettore intercambiaron un breve gesto de saludo con la mano.
A la mañana siguiente, Marisa y su padre lo encontraron delante de la entrada de la tienda, pasando frío. Dijo que vivía lejos y que había tenido miedo de llegar tarde, porque el autobús pasaba bastante lejos de su casa. Lo hicieron entrar, y Ettore, con la solemnidad de una ceremonia de investidura, le dio una bata vieja, pero en buen estado, que había llevado él cuando pesaba treinta kilos menos, y un delantal. Le dijo que Marisa se encargaba de lavar la ropa, y quería que se cambiara el delantal cada mañana, sin discusiones: al día siguiente encontraría otro limpio y planchado. Stelvio dirigió a Marisa una mirada de disculpa por aquella carga de trabajo que le daba, luego se arregló bien.
Ettore lo llevó toda la mañana pegado como una sombra; empezó por lo básico, le explicó que los ojos, la nariz y el tacto eran las primeras herramientas del oficio. Le advirtió que requería su tiempo, que en un lugar como aquel la única escuela era la experiencia. Sin perderse ni una palabra, Stelvio asentía, emocionado: tras la muerte de sus padres, el Ettore era el primero que le enseñaba algo como un padre. Con los sacerdotes había aprendido carpintería y horticultura, y había trabajado durante mucho tiempo en la carga y descarga en los mercados centrales, dado que era de complexión robusta; pero allí, en la tienda de los Balestrieri, era otra historia. El orden, la pulcritud, los agradables olores de los víveres frescos y de primera calidad, los productos que la señorita Marisa colocaba en las vitrinas y sobre las estanterías con un esmero femenino, prestando atención a los colores, las cajas todas en la misma dirección, los precios escritos con una hermosa caligrafía. Y la propia señorita Marisa, allí, a la derecha, que olía a rosas.
