Todo el mundo sabe que vuelves a casa - Natalia Sylvester - E-Book

Todo el mundo sabe que vuelves a casa E-Book

Natalia Sylvester

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Beschreibung

Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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TODO EL MUNDO SABE QUE VUELVES A CASA

ULTRAMAR

Narrativa actual allende el mar...

Coordinación de Difusión Cultural

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

TODO EL MUNDO SABE QUE VUELVES A CASA

NATALIA SYLVESTER

Traducción de Isabel Zapata

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICOMÉXICO 2020

Ésta es un obra de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, lugares,

incidentes y eventos son producto de la imaginación de la autora o

bien han sido utilizados de manera ficcional. Cualquier parecido con eventos

o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Para Ceci

La memoria guardará lo que valga la pena.

La memoria sabe de mí más que yo;

y ella no pierde lo que merece ser salvado.

—Eduardo Galeano

Días y noches de amor y de guerra

Capítulo 12 de noviembre de 2012El gran día

Se casaron en Día de Muertos, lo cual no llamó la atención de nadie en todos los meses de planeación, hasta que el difunto suegro de la novia se apareció en el auto cuando terminó la ceremonia. Se ma­nifestó detrás del volante y estiró su brazo por detrás del asiento del copiloto para ver de frente a Isabel y a Martín.

—Hermosa ceremonia, mijo —expresó.

Las sonrisas de la pareja se congelaron. Tardaron lo que pareció una eternidad en pronunciar palabra, y cuando lo hicieron no pu­dieron más que balbucear.

Toda la vida, Isabel había oído historias sobre espíritus que ve­nían a pasar este día con su familia. De niña construía altares para sus bisabuelos, conmovedores tributos hechos con cajas de zapatos abiertas, adornadas con flores de papel e imágenes de figuras reli­giosas que se parecían mucho a los dioramas que hacía en primaria. De adolescente, su familia se congregaba en torno a la tumba de su tía abuela para limpiarla; un año su madre incluso llevó una aspira­dora de baterías para la lápida. Hoy recordamos a nuestros muertos, decía siempre su madre. Los honramos.

El padre de Martín lucía más agotado que muerto, como si hu­biera llegado tarde por estar atorado en el tráfico. Isabel miró a su nuevo esposo para saber qué hacer y le sorprendió notar que estaba molesto. No asustado, porque honestamente su suegro parecía in­ofensivo, como en las pocas fotos suyas que había visto. No, Martín tenía cara de haber mordido un chile que picaba más de lo esperado.

—¿Sabías que esto pasaría? —le preguntó.

—No, pero es típico de él. Típico. Sólo alguien tan descarado se aparece en una boda sin invitación.

—¡Martín, por favor!

No esperaba que fuera tan grosero. Isabel no se esperaba nada de esto, pero tenía muy arraigado el instinto de mantener la cordialidad y respetar a sus mayores —incluso más que sus supuestos sobre la vida y la muerte, aparentemente— así que sus esfuerzos por entender la situación fueron rápidamente superados por su deseo de hacer que todo el mundo se sintiera a gusto.

Era la primera vez que veía a su suegro. Acomodó su vestido blanco, que abultaba cada centímetro del asiento, y enderezó el velo sobre sus hombros.

—¿No nos vas a presentar?

El viejo permaneció sentado, esperando.

—No pienso hablarle —dijo Martín.

—Martín, no lo dices en serio.

En ese momento, su suegro sonrió y se acercó a ella a través del pequeño espacio que separaba la parte delantera y la trasera del Rolls—Royce que habían rentado.

—Habla en serio, te lo juro. La terquedad corre por nuestras venas. Isabel, soy Omar. Aunque espero que al menos te hayan dicho mi nombre.

—Claro, encantada —dijo.

En circunstancias ordinarias, se hubiera acercado para darle un beso, hasta un abrazo, pero éstas no eran circunstancias ordinarias. No conocía las leyes que gobernaban a los muertos. ¿ Pueden tocar?

¿Sentir?¿ Sujetar? Parecía que Omar podía hacer avanzar el auto en cualquier momento. En vez de eso puso su mano sobre la de Isabel y ella no sintió un toque sólido sino una calidez viva, una suave electricidad. Sus ojos se encendieron, pero Martín se burló y volteó para otro lado.

—Omar —dijo ella, dejando que su nombre le vaciara los pulmones—. ¿Quieres venir a la recepción? —Qué tontería decir eso.

—Eres muy amable en preguntar, Isabel. Gracias.

Salió por la puerta del auto, que seguía abierta, y empezó a caminar rumbo a los jardines de la iglesia. Ni Isabel ni Martín trataron de seguirlo.

De algún modo extraño, sabía que no lo vería cuando ella y Martín abrieran pista con su canción ni cuando partieran su pastel de bodas. En toda la noche, no volteó ni una sola vez a ver si su suegro había llegado. Y como lo último que quería era hacer enojar a su nuevo esposo, hizo como si nada hubiera sucedido.

Isabel no lograba conciliar el sueño en su noche de bodas. Los recién casados hicieron el amor distraídamente, como si no fuera nada nuevo, y claro que para ellos no lo era. No eran, bajo los estándares de la Iglesia, buenos católicos. Antes de hoy, ninguno de los dos había ido a misa en años. Habían empezado a acostarse a la tercera cita y media y habían usado condones y anticonceptivos y espermi­cida, a veces los tres al mismo tiempo.

Aunque no era nada nuevo, Isabel había imaginado que el sexo matrimonial se sentiría diferente. Marido y mujer juntando sus cuerpos, y por primera vez no importaría que alguien los escuchara o que los pillara o que el condón tuviera ocho agujeros. Ahora estaban casados. Juntos para siempre.

Martín batalló con los botones perfectamente redondos que es­calaban, imposiblemente cerca uno del otro, la columna vertebral de su esposa. Isabel no se dio cuenta, hasta que se quitó el vestido, de cómo el corsé la había constreñido toda la noche. Tuvo que tomarse un momento para respirar y las hendiduras que la estructura dejó en su piel, ahora expuestas, le dieron comezón.

Le hubiera gustado hacerle el amor de maneras nuevas, de verdad que sí, pero más que eso lo que quería era acostarse junto a él, cerrar los ojos y abrirlos para ver que Martín seguía ahí al día siguiente y el siguiente y el siguiente después de eso.

Cuando terminaron, mientras desenredaban sus cuerpos, los recién casados miraron al techo. Ella suspiró. Hubiera querido decir algo como estuvo maravilloso, pero las palabras que salieron de su boca fueron:

—¿Qué pasa?

—No sabía que estaba muerto —dijo Martín, con la mano en la frente.

De pronto se dio cuenta de que ella tampoco lo sabía, pero el encuentro entero había sido tan surreal que no había quedado tiempo para procesar la logística. Llevaba años pensando en el papá de Martín como alguien ausente. Lo poco que sabía de él era por Claudia, la hermana menor de Martín.

—Mi padre nos dejó hace años —dijo la primera vez que Isabel le preguntó por él, durante un recreo en tercer año.

—¿O sea, está muerto o se mudó a otra ciudad?

A los ocho años, carecía de tacto y de tolerancia ante la ambigüedad. A Claudia la pregunta le había dolido tanto que Isabel pensó que su amistad no pasaría de ese recreo, pero su amiga se recuperó rápido y ella decidió nunca volver a tocar el tema.

Buscaba pistas, claro, cada vez que iba a casa de Claudia. No había fotos del padre por ningún lado y nunca le dio la impresión de que su ausencia estuviera asociada a alguna clase de nostalgia. Lo más cerca que estuvo de obtener una explicación fue el día en que un vendedor telefónico particularmente insistente le colmó la paciencia a la mamá de Claudia.

—¡No sé cuándo va a regresar! —gritó Elda después de la cuarta llamada—. Nos abandonó hace años, así que mejor usted dígame a mí qué pensar.

Colgó, satisfecha consigo misma. Isabel miró fijamente su plato de cereal, fingiendo que no había escuchado nada.

Años después, Isabel aún podía recordar con facilidad la cadencia de esa negación familiar. Cuando ella y Martín se comprometieron e invitaron a Elda a su prueba de pastel, el repostero preguntó si debían esperar también al papá del novio.

—Mi suegro ya no está con nosotros —dijo Isabel.

Esperó a ver si Martín la corregía; si quizá, después de todos estos años, una boda podría bastar para que se reconciliaran. Él preguntó sobre los diferentes betunes y el asunto terminó ahí.

Excepto que ahora los ojos de Martín se nublaron y su vasta mi­rada se quedó fija en el ventilador del techo como esperando a que el aire le ahorrara la vergüenza de las lágrimas. Cuando pareció no funcionar, enterró la cara en el cuello de Isabel y estiró un brazo sobre su estómago.

Ella nunca lo había visto así. Sabía que debía compartir su sufri­miento, pero una parte de ella se sentía reivindicada. Una parte de ella pensaba: esto es lo que cambió, esto es lo que significa estar casados. Saber que nunca más habría alguien con quien Martín pudiera mos­trarse tan vulnerable hizo que Isabel quisiera ser fuerte para él.

—Por lo menos ahora puedes dar el asunto por concluido —di­jo—. Pudo haber sido peor. Se pudo haber muerto y desaparecido para siempre y nunca te hubieras enterado.

—No quiero dar nada por concluido. No quiero verlo ni hablar con él. Nada más no te acerques si regresa, ¿ok? —Sus palabras le quemaron la piel—. Lo arruina todo.

—Nadie ha arruinado nada.

Le acarició el cabello con los dedos hasta que se quedó profun­damente dormido. Luego se deslizó para levantarse, se vistió y se dirigió a una pequeña sala que había en su suite nupcial.

Ahí estaba otra vez Omar, encorvado en el sillón de cachemira con las manos en las rodillas. A Isabel se le bloqueó la garganta.

—Me asustaste.

Omar se encogió de hombros como pidiendo perdón.

—Bu.

—No es chistoso.

—Un poco sí.

—¿Has estado ahí todo el tiempo? Mientras nosotros...

Dios mío, no. Nada de eso.

—¿Pero entonces supiste cuándo regresar? ¿Cómo?

—Sólo lo supe.

Le lanzó una expresión confundida, y después de algunos bal­buceos y falsos comienzos, Omar pareció encontrar las palabras para explicarse.

—Cuando estás muerto, sientes todas las cosas que te perdiste en vida. Humores, ritmos, el estado de ánimo de una persona. No sus pensamientos —añadió rápidamente—. Pero de algún modo estamos más vivos que antes.

Se acercó a él. No había nada en este hombre que no la intrigara. Mientras caminaba rodeando la mesa de centro y el lujoso sillón blanco que había entre ellos, deseó que éste fuera un hotel menos elegante, de esos que tienen cafeteras con bolsitas de plástico indi­viduales de café molido. Pero éste era el tipo de lugar donde había servicio a la habitación las 24 horas. A pesar de que la boda fue un viernes para bajar los costos, habían rebasado su presupuesto para reservar la suite. Se imaginó explicándoles a los empleados del hotel que el espíritu de un difunto había entrado a su sala. Casi le dio risa.

—¿Qué es tan chistoso? —preguntó Omar.

—No me estaba riendo.

—Pero tu humor cambió. Hace un minuto estabas asustada.

—No realmente asustada. Sorprendida.

Se sentó frente a él. Incluso con las luces apagadas, podía ver sus rasgos profundos bañados en la frescura de las luces de la calle que brillaban a través de las ventanas. Ahora que tenía un momento para observarlo, le impactó cuánto se parecía a Martín, o más bien cuánto se parecía Martín a él. Tenía una cabellera canosa y una barba espesa y entrecana. El cabello de Martín era completamente negro y él siempre estaba rasurado al ras, pero para el mediodía sus cachetes ya picaban. Como resultado, la piel de ambos hombres lucía gruesa; sus poros abiertos les daban una apariencia tosca y ero­sionada que ella siempre había encontrado atractiva. Omar era un poco más bajo que su hijo, con hombros más anchos. Era un ejemplo perfecto del después del antes de Martín, una representación inquie­tante de la progresión natural del tiempo.

Claro que también estaba la pequeña diferencia de la morta­lidad. Antes, en el auto, ella había estado demasiado abrumada para notar que la quietud de Omar oscilaba. Cuando lo veía di­rectamente parecía tan sólido como cualquier otro ser, pero en el momento en que veía hacia otro lado y la imagen de Omar se desplazaba a su periferia, vacilaba, como una llamada en video que se actualiza constantemente si la conexión es de mala cali­dad.

Tenía ganas de despertar a Martín, de abrazarlo y dejar que la anclara en su mundo. Pero se resistió al recordar lo que su esposo le había pedido antes de quedarse dormido.

Esposo. Hasta pensarlo se sentía como una revelación.

Omar se cruzó de piernas y deslizó su tobillo hacia arriba para ponerlo encima de su rodilla.

—Dios mío, hasta tienen los mismos gestos —dijo ella.

—¿Es demasiado raro para ti? Puedo irme.

Esta vez Isabel no se molestó en reprimir su risa.

—Tienes razón. Por supuesto que lo es —dijo él.

—Lo único que podría ser más raro que el hecho de que estés aquí sería que te pidiera que te fueras ahora que estás.

—Me parece que mi hijo no estaría de acuerdo contigo —dijo, bajando la voz.

Puede ser que tengas razón. Pero no tienes que susurrar. Él no despertaría ni aunque hubiera un terremoto.

El sueño de un hombre muy feliz.

No se molestó en discutirle eso. Afuera había comenzado a llover, gotas silenciosas que no golpean las ventanas pero silban cuando los autos resbalan sobre ellas en las calles apenas mojadas.

—No pensé que fueras a regresar después de lo que pasó en la tarde.

—No planeaba hacerlo. Intenté visitar a Elda y a Claudita antes de que empezara la recepción, pero no quisieron verme.

—Qué raro —siempre había sospechado que Elda aprovecharía cualquier oportunidad para reclamarle a Omar—. No parecían para nada molestas esta noche —al contrario, Claudia estaba desacostumbradamente alegre.

—Entonces me alegra saber que no les arruiné la fiesta.

—¿Por qué no estarían contentas de verte? ¿Por qué Martín no lo estuvo? Yo lo habría esperado, después de tantos años.

El tiempo no hace desaparecer los sentimientos. Sólo hace que la gente esté más dispuesta a hacerlos a un lado. Pero ellos no. Tendría que morirme ochenta veces para que estuvieran felices de verme, e incluso así simplemente disfrutarían la oportunidad de verme morir otra vez.

—Lo dudo.

—No conoces a mi familia como yo.

Sus palabras le dolieron a Isabel más de lo que esperaba. Él pareció arrepentirse de inmediato.

—No debí decir eso. Es insensible de mi parte señalarlo el día de tu boda.

—¿Pero no niegas que sea verdad?

Omar se quedó callado e Isabel sintió cómo se le escurría la última gota de adrenalina del día. En tan sólo unos minutos, Omar había expuesto el único punto ciego de su relación que ella llevaba años ignorando. Cada vez que Martín fingía que la ausencia de su padre no era la gran cosa, ella fingía creerle. Se sentía avergonzada, como si la hubieran sorprendido diciendo una mentira.

—Perdóname —dijo finalmente Omar. Miró su reloj, en el que el minutero se acercaba más y más a la medianoche—. Tampoco debí decir eso. A veces, por la prisa de probar un punto, me olvido de mis modales.

—Está bien. Es sólo que supongo que perdí mi oportunidad de causarte una buena impresión. Una esposa más leal no haría preguntas. Respetaría la petición de su esposo de no hablar contigo.

—¿Te dijo que no hablaras conmigo?

Omar se incorporó, como sintiéndose halagado de que su hijo lo hubiera siquiera mencionado. Isabel no dijo nada más, temerosa de haber traicionado ya la confianza de Martín.

—Si te hace sentir mejor, nunca me han impresionado las personas que no hacen preguntas —dijo Omar.

No pudo evitar sonreír.

—A mí tampoco. Perdona la franqueza pero... es que me pides empezar mi matrimonio haciendo algo a espaldas de mi esposo.

—Por favor nunca te disculpes por ser franca.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—Sí. Cada minuto que pasa estoy más y más orgulloso de mi hijo.

—Gracias —dijo Isabel.

Se paró y respiró hondo, ajustándose la bata. Era el tipo de silencio que ella consideraba socialmente universal, esa pausa pesada y decidida al final de la velada que indica a los invitados que es hora de irse. Si Omar lo reconoció, no hizo nada para demostrarlo. Un rubor de pánico apareció en su cara. Ella esperó un momento antes de aclarar la garganta.

—Discúlpame. Sólo me quedan unos minutos. ¿Podemos hablar?

Isabel volvió a sentarse y cruzó las manos sobre sus piernas, enderezándose.

—¿Sobre qué tema?

Su franqueza pareció confundirlo. Quizá la pregunta era demasiado simple como para contestarla con simpleza.

Él sonrió y acarició la mejilla de su nuera con la punta hormi­gueante de los dedos.

—Tú dime. Pregúntame lo que quieras. Cualquier cosa con la que te sientas cómoda.

—Está bien. ¿Por qué estás aquí, Omar?

—¿Contigo? Ya te dije. Elda no quiso verme, así que vine aquí. No era exactamente lo que Isabel quería saber, pero lo dejó pasar.

—¿ Y por qué no quiere?

Se encogió de hombros.

—Tendrías que preguntárselo a ella.

—¿Y qué me dices de Martín? —Su paciencia se estaba agotando.

—Me sorprendió que me viera —Omar negó con la cabeza en desconcierto—. Pero a fin de cuentas es el día de su boda y yo soy su padre, a pesar de que...

—¿A pesar de que te fuiste cuando tenía siete años?

—Ah. ¿Qué más te dijo?

—Lo suficiente para aclarar por qué no quería que estuvieras aquí.

No era del todo cierto. Martín tenía una manera de contestar preguntas sin responderlas o (si no podía evitarlo) dando respuestas a preguntas completamente distintas. Era encantador cuando se trataba de cosas triviales como qué tal había estado su día, pero en cuanto el tema cambiaba a su padre o su infancia, ofrecía una feliz anécdota familiar sin sustancia real.

—¿Qué más te gustaría saber? —preguntó Omar.

Isabel quería probar que conocía a su familia más de lo que él pensaba. Recordó una de las pocas historias que Martín le había contado que incluían tanto a su padre como a su madre.

—Cuéntame de la vez que jugaron escondidillas y él se escondió tan bien que nadie pudo encontrarlo durante más de una hora.

—¿Qué?

—Él tenía cuatro años. ¿En el clóset? Se ganó un listón. Le encanta contar esa historia.

—¿Cuando vivíamos en el departamentito de Pecan?

—Sí, ésa.

—Yo no... Me sorprende que se acuerde. Llevábamos apenas cuatro años aquí. Habíamos traído a mi familia de México. Primero mis padres y luego mi primo Julio. Nunca debimos haberlo ayu­dado. Había sido problemático desde que éramos niños y no sé cómo se me metió en la cabeza que él cambiaría de adulto. Todos éramos demasiado ingenuos en esa época. Pensábamos que venir a este país lo cambia todo, y quizá lo hace, pero no de la manera que esperábamos. Elda lo sabía, sin embargo. Por eso insistió en que le ofreciéramos nuestro sofá, pero sólo durante un mes. Era todo el tiempo que tendría para encontrar un trabajo y un lugar donde quedarse. Un día me estaba ayudando a arreglar una fuga en nuestro baño cuando nos dimos cuenta de que necesitábamos otro tipo de llave. Pero yo tenía que ir al trabajo, así que él se ofreció a pasarme a dejar, llevarse el auto y arreglar el lavabo. Quedamos en que pasaría a recogerme cuando se acabara mi turno. No sé en qué estaba pensando cuando le entregué la llave. Horas después, seguía esperándolo como un tonto. Tomé el autobús al trabajo y, cuando llegué a la casa, Elda estaba esperándome con una amiga, pero Julio no estaba. Por supuesto que nos imaginamos lo peor: tuvo un accidente, se metió en un pleito o hizo algo para que lo arrestaran y deportaran. Y nunca lo sabríamos, porque no era como si pudiéramos llamar a algún lado, ¿sabes? Así que simplemente esperamos. Finalmente escuchamos sirenas a la distancia, luego más cerca y luego ... ¿ves ese momento en que suenan extra fuerte y esperas a que pasen porque tienes la certeza de que se seguirán de largo? Pues no lo hicieron. Las luces rojas y azules empezaron a brillar en nuestra sala y Martín despertó preguntando qué pasaba y no teníamos idea, pero sabíamos que no era nada bueno. Elda me dijo: “hazte cargo de tu sobrino y yo me hago cargo de nuestro hijo”. Así que salí y vi que estaban arrestando a Julio a menos de cincuenta pies de la entrada de nuestro departamento. Le estaban aplicando una de esas pruebas de equilibrio. La cosa no iba muy bien, y yo no podía dejar de pensar que era el fin, que iban a regresado y que quizá volvería a verlo meses después, si es que lograba reunir el dinero para volver a cruzar. También pensé que nos iban a descubrir a todos y a mandar de vuelta. Así que me detuve a mitad de camino en el estacionamiento y fingí que iba a la máquina de refrescos a comprar una coca. Hice como si nunca lo hubiera visto, mi propia carne y sangre. Y es probable que él tampoco me haya reconocido, estaba tan borracho que no hubiera distinguido a un policía de un payaso.

Torné mi refresco, regresé a la casa, apagué todas las luces y espera­mos a que Julio y los policías desaparecieran. Pasó más de una hora. Martín estuvo en el clóset todo el tiempo. Elda se la pasó cami­nando por la casa, pensé que por nervios, pero ahora supongo que estaba fingiendo que lo buscaba. Me dijo que así protegió a Martín de la verdad esa noche. No sabía lo del listón.

—Ésa...ésa no es la historia que esperaba —dijo Isabel. Volvió a sentarse en el sillón.

—¿Cómo la cuenta mi hijo?

Es uno de sus primeros recuerdos. Habla de eso como si fuera una de sus primeras victorias. Se acuerda de lo tarde que era. Supongo que eso es parte de la emoción. Un niño que desafía su hora de dormir y logra jugar a las escondidillas, romper un record familiar y ganar un premio.

—Ay, Elda. Siempre tan buena con él.

—¿Y tú? ¿Tú eras bueno con él?

Ahora era el turno de Omar de levantarse y amagar con su salida. Cuando estiró los brazos, Isabel se preguntó si sus huesos crujían, si sus extremidades se cansaban o si el movimiento era un hábito y nada más.

—Supongo que depende a quién le preguntes.

—Te estoy preguntando a ti. A él le pregunto después —dijo ella, levantando las cejas en dirección al dormitorio.

Omar miró la puerta con nostalgia.

—Supongo que lo fui. Intenté serlo. Pero a veces nuestras mejo­res intenciones se convierten en nuestros peores errores.

Algo en la manera en que su voz tomaba distancia de ella, como si quisiera esconder esta confesión, la impresionó. Era peor que impotencia, era injustica: peor incluso que despojar a una persona de su último deseo. Aquí estaba, sufriendo al intentar decir las cosas que nunca tuvo oportunidad de decir, pero la reticencia de ella a escucharlo lo había reducido a acertijos y verdades a medias. Le hubiera gustado hacer más por él.

—Dile a mi hijo que volveré a buscarlo el año que viene.

Le dio un beso en la frente, suave como brisa. Isabel sonrió y cerró los ojos. Cuando los abrió, Omar había desaparecido.

En las semanas que siguieron a su boda, Isabel y Martín descubrieron que la vida de casados se parecía mucho a la vida premarital, y disfrutaron diciéndole a la gente que les preguntaba, una y otra vez: "¿Cómo los trata la vida de casados?", que era más o menos lo mismo.

Pero eso es bueno, por algo me casé con ella —decía Martín tras una pausa incómoda.

Le encantaba este chiste y a veces Isabel lo complacía fingiendo que estaba tan sorprendida como la persona a la que se lo estaba contando, para luego unirse con los demás en una sonora carcajada.

—¿Cuándo crees que la gente nos deje de preguntar? —dijo Martín una noche.

Estaban caminando a su auto desde el departamento de Claudia, cargando una botella de ron a medio terminar que su novio, Da­mián, había insistido en que se llevaran a su casa para la próxima vez. Para alivio de Isabel, los invitados habían sido una mezcla de profesores de la escuela de Damián y auxiliares de vuelo que trabajaban con Claudia. Hicieron las preguntas acostumbradas que la gente hace para conocerse, pero eventualmente la sala se convirtió en una reunión de profesores mientras los amigos de Claudia tomaban vino y compartían historias de terror de pasajeros en la cocina. Isabel escuchó la mayor parte del tiempo y se rio de los chistes de aviones aunque no los entendiera. Era mucho más fácil que intentar tener una conversación de verdad con Claudia, que mantenía su distancia con ella desde que se habían reencontrado.

—Por lo menos un año —dijo Isabel, contenta de poder pensar en otra cosa—. O hasta que alguien más se case. La verdad no me importa.

—Me sigues la corriente con el chiste, así que me imagino que no.

—Estaba en mis votos: aguantar los chistes tontos de mi marido.

¿Cómo no me di cuenta?

—Subtexto. Nunca fuiste bueno con el subtexto.

—Ya veo —le dio la vuelta al auto y, en un movimiento teatral, abrió la puerta del copiloto para ella—. Mientras nos comportemos como un buen matrimonio.

Isabel se rio y se metió al auto con las piernas levemente adormecidas por las tres copas de vino. En momentos como éste le parecía increíble que estuvieran juntos. Si bien lo conocía desde niños, Martín siempre la tomaba por sorpresa. Habían retomado contacto en los últimos dos años, durante una serie de encuentros extraños en fiestas de amigos en común en las que se encendieron chispas de interés en los peores momentos posibles.

La primera vez que se encontraron, Isabel casi no lo reconoció. Tenía el pecho ancho y era varias pulgadas más alto que ella, de modo que su quijada quedaba justo al nivel de su vista. Su cabello oscuro caía en picada sobre su frente, y sus ojos (que a ella siempre le habían parecido demasiado grandes para su cara) ahora estaban perfectamente enmarcados en unos lentes de armazón delgado. Todo en él era igual, sólo que más resuelto y refinado. A Isabel le dio gusto ver que había superado lo que ella y Claudia llamaban secretamente su fase Kenny G, y por un momento dudó si decírselo. Al final optó por preguntarle cómo estaba su familia.

Se quedaron platicando en el pasillo estrecho del departamento de dos recámaras de su amiga, haciendo fila para el baño. Él bromeó sobre cómo, en una relación, la gente se pasa la mitad del tiempo ocultando sus funciones humanas más básicas y sin embargo uno está perfectamente dispuesto a pararse afuera de un baño a quejarse de cuánto debe esperar como si lo único que fuera a hacer al entrar fuera admirar las formas del mosaico.

—O los jabones —dijo Isabel—. Me encantan los que tienen forma de caracol de mar.

Él sonrió e intentó repetir "caracol" tres veces seguidas, pero no pudo. Se rieron y, cuando se abrió la puerta, Isabel se dio cuenta de que Martín había estado esperando a su novia.

Se volvieron a encontrar cuatro meses después. Isabel estaba soltera. Reconoció a la novia de Martín antes de verlo a él, y al observar sus piernas largas y caderas anchas, sospechó que ella nunca sería su tipo. Se dijo a sí misma que probablemente no quisiera serlo. Terminaron la velada jugando Scattergories, y ella y Martín tuvieron las mismas respuestas tantas veces (cosas que la gente tira a la basura: vidas) que se volvió una misión personal superar al otro.

Para cuando Martín estuvo soltero y la invitó al cine y a cenar, Isabel llevaba casi un año saliendo con uno de los representantes farmacéuticos del hospital donde trabajaba. La sorprendió tanto la invitación, que entendió que le estaba proponiendo una cita doble.

—Richard se muere por probar el nuevo menú —dijo, demasiado tarde para corregir su error.

La noche se puso incómoda en cuanto la chica que iba con Martín les preguntó de dónde se conocían.

—Nos conocemos de toda la vida —dijo Martín.

Le verdad es que apenas se conocían; sólo querían conocerse.

Meses después de que por fin habían aprovechado una ventana de oportunidad para empezar a salir, Martín admitió que había decidido que le caía mal el ex de Isabel desde antes de terminar de cenar.

—Cada vez que yo intentaba dejar de verte, notaba que él estaba mirando hacia otro lado. Como si no supiera lo que tenía.

Su relación había sido enloquecida y apresurada. No había necesidad de presentarla en su familia: desde la primera vez que la volvió a ver, Elda actuó como si Isabel fuera una hija suya que acababa de regresar de un lago viaje. Claudia, por otro lado, la saludó con la indiferencia de alguien que ni siquiera se hubiera dado cuenta de que se había ido. Al principio no le importó demasiado; Isabel se lo mencionó a Martín y él le aseguró que su hermana era un poco huraña y nada más. Ella ya lo sabía, pero había otra cosa. Siempre era Elda, no Claudia, la que insistía en ponerse al corriente de los detalles de la vida de Isabel después de noveno año. Claudia jamás dirigía la conversación hacia el pasado, así que su historia como mejores amigas parecía irrelevante, como si su único propósito hubiera sido que Isabel y Martín se enamoraran. Empezaron a salir en verano y se comprometieron poco después de Año Nuevo.

—Lo sabía —dijo Claudia cuando se lo contaron.

—Gracias — Isabel no sabía si ella estaba contenta por la noticia o por el hecho de que había podido anticiparlo.

—Siempre esperé que terminaran juntos —dijo Elda.

Isabel escuchó a Martín reprimir una risa y supo que estaban pensando lo mismo: una mañana, después de que las niñas habían tenido una pijamada, Elda regañó a Martín por entrar a la cocina en calzones y lo mandó a vestirse insistiendo en que a Isabel todavía no iban a impresionarle sus cuatro pelos en pecho.

—Mamá, me avergonzaste frente a Isabel cada vez que tuviste la oportunidad —dijo Martín.

—Porque eran muy jóvenes para estar pensando en esas cosas.

—Nosotros no éramos los que estaban pensando en eso.

En momentos así, cuando Isabel sentía que era la única que no había olvidado su amistad con Claudia, Martín siempre se acordaba.

Pero no se acordaba de todo.

—¿Nunca te preguntas por qué tu hermana y yo dejamos de hablarnos? —dijo Isabel.

Miró cómo los faros del auto convertían al abismo frente a ellos en carretera; su pesada cabeza oscilaba en cada curva.

—Pensé que simplemente se habían distanciado. Cuando te cambiaste de escuela.

Lo vio encogerse de hombros en el reflejo de la ventana.

—O sea cuando se murió mi papá.

—No sabía que eso tenía algo que ver. Perdón.

—No tenías por qué, supongo.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Sólo que, si para tu hermana no fue la gran cosa, ¿por qué lo sería para ti? Ahora lo entiendo.

—¿Qué cosa?

—La manera en que todos ustedes enfrentan las cosas. O no lo hacen.

Durante su luna de miel y desde que habían vuelto a casa, había algunos momentos en los que Martín se quedaba callado y ella sabía que estaba pensando en su padre. Ella siempre le preguntaba si quería hablar de eso y él siempre le daba un beso en la frente, como si fuera ella la que necesitara consuelo, y decía: "no hay nada de qué hablar". Una vez que ella insistió diciendo que dudaba que eso fuera cierto, él añadió con brusquedad:

—Él nos abandonó sin una palaba. ¿Por qué habría yo de darle más que eso?

—Dame a mí más que eso —hubiera querido decir, pero lo había dejado, como siempre, para otro momento. Su frustración había crecido como una planta en la oscuridad cuyos retoños se alzan para encontrar la luz.

Apoyó la cabeza en el respaldo y volteó a ver a Martín.

En nuestra noche de bodas, después de que te dormiste, tu padre regresó.

—¿Regresó? ¿Al hotel?

Se detuvieron en una intersección junto a una via de acceso. La bandera de Texas dibujada en uno de los muros de contención se alzaba sobre ellos, y las luces más allá del paso a desnivel brillaban azules y luego rosas, delineando los bordes de la cara de Martín en neón. Por la manera en que él apretaba los labios, Isabel sabía que estaba intentando controlar sus emociones. Incredulidad y enojo, quizá. O un sentimiento de traición.

—¿Cuándo planeabas decírmelo?

Estaba esperando el momento oportuno.

—Dios mío, Isa. ¿Qué quería?

—Sólo hablar. Dijo que quería ver a tu madre...

—¿Mi madre? —empezó a frotar el volante con las manos.

—Y a tu hermana también, pero no funcionó, así que regresó con nosotros. Pero sólo yo estaba despierta —añadió, con la voz dudosa de haber dicho algo obvio.

Cuando por fin llegaron a su condominio, él le lanzó una mirada expectante.

Bueno, ¿y qué te dijo?

—Nada importante. Sólo... nos conocimos un poco. Él resopló levemente con la nariz.

—Mira qué bien.

Salió del coche y tomó algunas cosas de la cajuela; todo retumbó cuando la cerró con fuerza. Las luces interiores del auto se atenuaron, como si no percibieran que Isabel seguía ahí, y ella se permitió, durante un breve momento, fundirse con el silencio del estacionamiento. Vio que Martín la observaba desde la entrada de su dúplex, pero no tenía ninguna prisa por alcanzarlo.

Para cuando entró, Martín estaba en la cama con un libro cerrado sobre las piernas. Fingió no notar su presencia mientras ella se desvestía, se lavaba la cara y se ponía crema en el contorno de los ojos.

Cuando finalmente se metió a la cama, se abanicó con las páginas del libro y suspiró ante esa brisa.

—¿Entonces te cae bien? Ella se encogió de hombros.

—Apenas lo conozco.

Bajó la mirada y asintió, comprensivo.

—Mi mamá solía contarme historias sobre mi tío abuelo del lado de su papá, que murió una noche en que hubo un apagón porque no les había alcanzado para pagar la electricidad. Ese Día de Muer­tos, y durante varios años, le ponían su altar y prendían todas las luces de la casa. Querían que estuviera en paz. Querían que supiera que todos estaban bien —Martín serio, tapándose la boca con las manos—. No sé qué clase de paz cree merecer mi padre ahora. Pero de mí no la va a obtener, ni de mi mamá ni de mi hermana. Y si piensa que puede usarte para acercarse a nosotros...

—No estaba haciendo eso —dijo Isabel, quitando una pelusa de la colcha— ¿Nadie llamó para avisarles que se había muerto?

—¿Quién lo habría hecho? Cuando te digo que se fue, Isa, es como si se hubiera muerto. Desapareció de un día para otro. Como si nada. De cualquier forma ya no importa.

Pero sí importaba.

Dijo que volvería. Para intentar hablar contigo.

Martín volvió a reirse.

Tendría más suerte volviendo a la vida.

—¿Así que eso es todo? ¿Lo rechazarías? ¿Después de todo lo que hizo para verte?

—Eso es justo lo que me daba miedo. ¿Por qué seguimos hablando de él? ¿Por qué todo tiene que tratarse de él?

—¡Porque nada se trata nunca de él!

Las palabras salieron disparadas. El silencio entre ellos temblaba, revelando el impacto causado. Isabel puso sus manos en las de él, acostándose de lado para estar más cerca.

—¿En serio es mucho pedir? ¿Amarte y querer saber todo de ti?

—Yo no soy mi padre, Isa. Y él no es una especie de atajo a la persona que yo soy. No puedo creer que pienses siquiera que necesitas algo así.

Esta idea le pareció dolorosa y dulce, pero el hecho de no saber qué intención tenía su esposo al decirla sólo acentuaba lo que ella había querido decir. Quizás a eso se refería Martín al hablar de su padre. Algunas personas no hacen más que causar problemas en las vidas de los demás, y todo mejora una vez que se marchan.

—Todo esto es ridículo —dijo Isabel finalmente—. Perdóname por darle tantas vueltas.

Levantó con cuidado la mano de su esposa para llevarla a sus la­bios y le dio un beso húmedo, frío.

—No hay problema. Sólo prométeme que no se lo vas a contar a nadie. No quiero que se entere mi mamá.

—¿Crees que él le haría daño?

—No sé.

—¿Alguna vez lo hizo?

—No sé. La mayoría de la gente respondería esa pregunta con sí o no, pero yo no tengo idea. Ninguna de las dos cosas me sorprendería.

Con el tiempo, Isabel se esforzó en olvidar el recuerdo de Omar. A veces, cuando estaba a punto de quedarse dormida y se ponía a pensar en su noche de bodas, no estaba enteramente segura de si había sido un recuerdo o un sueño. Se despertaba y caminaba de puntitas a la cocina para servirse un vaso de leche tibia y revisar sus emails o leer las noticias en su celular. Eso la hacía sentir como si estuviera reemplazando un tipo de pensamiento con otro, algo etéreo con algo concreto, pero al terminar siempre quedaba inquieta e insatisfecha.

Intentaba encontrar maneras de preguntarle a Claudia por su padre, pero cada vez que reunía el valor para hacerlo, entraba la contestadora. Llámame cuando aterrices, le escribía en un mensaje, pero Claudia sólo contestaba: ¿Todo bien?

Sólo llamaba para saludarte .

Gracias. Estoy súper cansada, hablamos luego en casa de mi mamá?

Pero eso casi nunca sucedía.

Al aproximarse el Año Nuevo, Isabel decidió enfocarse en su vida con Martín: ahora, el año siguiente y los cinco después. Hicieron planes, presupuestos, propósitos.

Un domingo, mientras iban en el auto rumbo al cine, Isabel vio un letrero escrito a mano que decía: Open House y le pidió a Martín que diera la vuelta en U. Casi se pierde entre el mar de letreros del desarrollo inmobiliario más reciente que estaban construyendo en lo que solía ser una plantación de cítricos.

—Vamos a perdernos la película —dijo Martín como afirmación, no como protesta.

Un joven agente inmobiliario les entregó unos volantes en cuanto entraron. El lugar era una reliquia, intacto desde principios de los ochenta, pero con buena estructura. Se sentía familiar de una forma en que los centros comerciales dispersos y los vecindarios enrejados que habían aparecido en McAllen nunca se sentirían. Aquí —al interior de estas paredes amarillas y techos inclinados que terminaban en punta, como el dibujo a crayola que un niño hace de una casa— ocurriría la vida.

Capítulo 2Marzo de 1981

—Cada uno carga su propia agua —les dijo en inglés, y luego, cuando como respuesta sólo obtuvo miradas confundidas que apuntaban en su dirección (seis pares de ojos asustadizos negándose a hacer contacto visual) lo repitió lentamente.

—Agua. Cada uno carga su propia agua.

Los migrantes asintieron al mismo tiempo. Los dos hombres se pusieron de pie y arrastraron los pies hasta el pequeño vestidor de la habitación de motel para tomar una cantimplora para cada uno de los miembros del grupo.

El coyote intentó no ver cómo sus manos, agrietadas y sucias, apretaban el metal brillante. Además del dinero para gasolina que le había pagado a un amigo para dejarlo de este lado de la frontera, las cantimploras habían representado el mayor gasto. Le habían dicho que los migrantes quizá trajeran una propia, pero cualquier cosa hubiera podido pasarles en el largo trayecto del que venían llegando. A algunos les habían robado, otros simplemente habían perdido sus pertenencias, demasiado exhaustos como para cuidarlas. Así que trajo algunas extra. Planeaba recogerlas al llegar, junto con lo que restaba de la tarifa.

Los hombres regresaron a la esquina de la habitación donde estaban todos amontonados, cada uno con dos cantimploras de agua.

La esposa, novia o lo que fuera de uno de ellos se quedó viéndolo con los brazos cruzados, balbuceando algo sobre necesitar dos más para su amiga, la única del grupo que no estaba acompañada de un hombre. Eso sí, no se despegaba de su hijita, que no tenía más de cinco o seis años.

Les había dicho que los niños no estaban permitidos, pero había dos. Por lo menos el otro era varón, unos años mayor. Parecía más o menos de la misma edad que él tenía cuando empezó a trabajar el campo. Los niños aguantan el calor, pensó, dándole la espalda a la niña y a las dos mujeres. 99 grados fahrenheit a la mitad del desierto y ellas parecían muertas de frío.

Eran las 4: 25 de la mañana. Les había dicho que pasaran al baño antes de salir. Pronto dejarían el motel y lo seguirían siete cuadras hacia la carretera. Se dirigirían al norte, avanzando por la orilla de la carretera antes de internarse en los arbustos que estaban más allá del río. El resto era engañosamente simple, millas y millas de caminar y aguantar lo que sabía que ellos ni siquiera podían imaginarse todavía. Lo había hecho incontables veces, pero hoy era la primera vez que dirigía a un grupo él solo.

—Texas no es como su hogar —dijo, esta vez intentando no mirarlos—. Es como estar en un horno. Si siguen caminando no se cuecen. Eso no tuvo que repetirlo. Pero en cuanto puso su mano en la manija, escuchó la voz grave de uno de los migrantes que les daba a sus compañeros palabras de aliento. Se detuvo al percatarse de que la niña también estaba escuchando. Se arrodilló para verla bien y le insistió en que tomara un trago de su cantimplora.

—¿Estás lista para una pequeña aventura? —le preguntó.

Todos asintieron, como si la pregunta hubiera estado dirigida al grupo entero.

El migrante se puso de pie. Era apenas dos o tres pulgadas más alto que el resto, pero delgado y con una constitución mucho más atlética que los demás. Traía puesta una camiseta a rayas azules y grises y una mochila negra que le quedaba demasiado alta sobre la espalda, casi tocando la base de su cuello.

Mr. hero, pensó el coyote, y sabía que el apodo iba a pegar, al menos en su mente, porque este hombre se convertiría en el líder del grupo.

Él era sólo el guía, el que se sabía el camino, y para cruzar necesitaban más que instrucciones. Siempre era así: la esperanza y la fuerza tenían que salir de algún lado. Le alivió enterarse tan pronto de cuál sería la fuente.

Los miró mientras reunían sus cantimploras y bolsas de plástico llenas de fotos y ropa. Al salir de la habitación, contó sus cabezas de cabello oscuro. Seis. Le habían dicho que eran siete, pero sabía que no debía preguntar por el que faltaba. Hizo las cuentas como siempre, contando los días y los estómagos hambrientos de sus hijos, que lo esperaban en casa. Seis eran suficientes, siempre y cuando no tardara en venir otro grupo.

—Vamos —dijo, alzando la voz más de lo necesario en tal oscu­ridad.

Capítulo 32 de noviembre de 2003Año uno: papel

La mañana del sábado de su primer aniversario, Isabel despertó pensando en Omar. Dudaba de que volvería a verlo, o al menos se había convencido a sí misma de que lo dudaba, porque sabía que cuando uno espera algo nunca sucede, y cuando no lo espera, sucede. Se deslizó hasta el centro de la cama y puso el brazo encima del pecho de Martín. La agencia donde él trabajaba estaba grabando un comercial para uno de sus clientes nuevos y era la primera vez que él coordinaba un evento así de importante. Isabel tampoco tenía el día libre, pero estaba agradecida de no tener que trabajar el turno nocturno para poder celebrar el aniversario por la noche.

—Buenos días, esposo.

Le seguía encantando cómo sonaba. Las parejas de gente mayor les advertían todo el tiempo que el matrimonio es difícil y está lleno de sorpresas, y en su primer año hubo las dos cosas. En abril, la casa se inundó; en junio, el aumento con el que Martín había contado no se logró; en agosto tuvieron un susto de embarazo que jamás pensaron que los asustaría.

—Aguanten todo y verán que al final serán más fuertes.

Eso le encantaba decir a Elda y últimamente Isabel lo estaba considerando con más seriedad.

Se alistaron para el trabajo, como de costumbre. Los lavabos de su baño estaban tan pegados el uno al otro que chocaban cada vez que intentaban tomar una toalla o un peine. En cada choque, Martín aprovechaba para darle un beso a su esposa. Un beso en el cuello. Uno en el hombro. Ella estiraba el brazo para poner el cepillo de dientes en su lugar y él se acercaba a besarla.

No todas las mañanas había tiempo para estas cosas. Pero aunque no recibiera nada más de aniversario, Isabel estaba agradecida de que su esposo entendiera que el verdadero romance está en llenar de dicha los pequeños momentos.

Se despidió de Martín mientas él salía en reversa del garaje y empezó a preparar sus cosas. Abrió el refrigerador y casi tira su comida al suelo cuando vio una figura oscura detrás de la puerta.

Un alarido le arañó la garganta.

—¡Chingada madre! —gritó, y luego se tapó la boca, los ojos abiertos depar en par por la vergüenza de darse cuenta de que era su suegro.

Omar soltó una carcajada; su manzana de Adán subía y bajaba ante su falta de refinamiento.

—Perdón. Es que escucharte decir groserías es como sorprender a una bailarina echándose un pedo.

—Dios mío, Omar.

Intentó esconder una sonrisa mientras se iba a parar junto al lavabo. Sus brazos estaban extrañamente quietos; abrazarlo no parecía la mejor idea, pero no hacerlo tampoco. Sólo se habían visto una vez, exactamente un año antes.

—Ya sé que se te hace tarde para el trabajo —dijo Omar—. Pero esperaba encontrarte a solas uno o dos minutos.

—Pensé que no volverías.

Se preguntó si Omar podría notar las mentiras piadosas, si había alguna diferencia entre ellas y el engaño.

Entiendo que tienes prisa. Vete, vete.

—¿A dónde vas a ir?

—Oh, ya sabes. Quizá me le aparezca a algunas viejas novias. O le ayude a un par de amigos a hacer trampa en el póker.

Temblor de sus labios fue suficiente para que Isabel se repor­tara enferma. Todo lo demás parecía irrelevante. No darle a Omar algunas horas de su tiempo hubiera sido como rechazar a un men­digo que le pidiera unos centavos que había encontrado en la ban­queta. Es injusto desechar lo indispensable.

—¿Dame un segundo, sí?

Cuando colgó el teléfono, su primer instinto fue ofrecerle algo de tomar.

Hace diez años te hubiera aceptado un whisky, derecho.

—¿Ya no puedes beber?

—Ni puedo ni necesito hacerlo. El cuerpo pierde importancia, ya sabes. No sé cómo más explicarlo.

—¿No sientes nada? Sonrió.

—Al contrario. A veces creo que siento demasiado.

Se aflojó el cuello de la camisa moviéndolo de un lado a otro. Traía puesta una camisa delgada, de manga larga, que a ella le recordaba a las páginas de un viejo libro de la biblioteca, y jeans gastados de mezclilla oscura con un cinturón de cuero marrón con la hebilla del tamaño de su puño. Había menos de cuatro pies de distancia entre ellos, y al observar sus movimientos Isabel se dio cuenta de que eran silenciosos. Los huesos no crujían. La ropa no sonaba al raspar las superficies. No se escuchaba siquiera el más mínimo suspiro, aunque podía ver que su pecho se expandía cuando él la miraba a los ojos.

—¿Duele? ¿Venir aquí?

Él caminó por la sala, trazando el perímetro de los estantes de madera y las puertas de vidrio que conducían al patio de atrás. Eran las diez de la mañana y la luz del sol inundaba la habitación. Pasó junto a fotos enmarcadas de su boda, de una cena familiar de domingo en casa de Elda y una foto instantánea de Isabel y Martín sentados en el pasto en un concierto al aire libre. Se detuvo un par de segundos en cada imagen antes de ver la si­guiente.

Parece que pasa una eternidad cuando no estoy y todo sucede en un flash cuando estoy aquí —dijo—. Pero supongo que así es la vida, también. Dime de qué me perdí. ¿Cómo estuvo tu año?

Si se lo hubiera preguntado cualquier otra persona, Isabel hubiera dicho: "bien", satisfecha de sustituir con esta palabra una conversación con más sustancia. A veces eso era más fácil que ser honesta.

—Supongo que en algunas décadas, cuando pensemos en nuestro primer año, sólo recordaremos con claridad uno o dos momentos definitivos. El resto estará borroso. Es triste, si lo piensas.

Se sirvió un vaso de jugo y caminó hacia el sillón, esperando que Omar la siguiera. Pero él parecía decidido a mantener cierta distancia entre ellos, como un extraño mantiene su distancia en una fila con mucha gente.

—Y dime, ¿cuáles son esos momentos que te vienen a la mente de este año? No lo pienses demasiado. Los primeros dos que se te ocurran.

Claro que no podía decirle, sin filtros, lo que estaba pensando.

—Cuando dejamos nuestro departamento, el día en que se lo entregamos al casero, yo me tomé un día libre en el trabajo, pero Martín no pudo hacerlo. Así que rentamos una camioneta la noche anterior, y como él no quería que nuestras cosas se quedaran ahí toda la noche, nos despertamos a las cuatro de la mañana para llenarla de cajas y muebles. No sé por qué pienso en eso ahora. Nos esforzamos mucho por hacerlo en silencio. Nos sentíamos ladrones robándonos nuestras propias vidas. Terminamos al amanecer. Recuerdo ver a Martín estirar su brazo para bajar la puerta de la camioneta, sorprendida de que nuestra vida cupiera en ella.

—¿Sorprendida o asustada?

—Las dos cosas —admitió—. Estaba asustada de dejarlo todo atrás. Pero también era reconfortante la idea de empezar de cero. De estar juntos sin importar a dónde fuéramos —lo recordó cerrando la puerta de la camioneta mientras pequeños rayos de sol le tocaban la espalda—. La mayoría de los días pienso en Martín corno una extensión de mí misma. Es una gran simplificación, pero en el día a día, cuando pienso en nosotros como un todo, formamos un frente unido.

Omar asintió, como si ya pudiera ver a dónde quería llegar ella.

—Esa mañana pude ver que Martín era una persona completamente distinta. No sé lo que él sienta o piense. No realmente. En esencia, vivo junto a un extraño en el que confío más que en nadie en el mundo.

—Es una confianza hermosa.

—Lo es.

No dijo más. No tenía sentido decirle a Omar lo fugaz que fue ese momento. Más tarde ese mismo día, en el departamento vacío, había pintado las paredes de blanco otra vez. Había visto, llorando en silencio, cómo su hogar se convertía en un lienzo en blanco.

—Pero te entristece. ¿ Por qué?

—Por nada en particular. Sólo las subidas y bajadas. No todos los momentos pueden ser valiosos.—Ay, mija. Hasta los peores lo son. Un día pensarás en tu pasado y estarás en duelo por lo viva que te sentiste en los momentos malos.

Tomó su vaso, sintiendo cómo su cuello se hundía más y más en sus hombros.

—Ese dolor es mejor que nada.

—Prefiero que algo me duela a olvidarlo. O que me olviden —añadió rápidamente—: ¿Cuál es el segundo momento? Me dijiste que eran uno o dos.

Isabel sonrío, envuelta en un nuevo recuerdo.

—La primera vez que todo el mundo vino a casa un domingo a cenar.

Omar se sorprendió.

—¿Aquí? ¿No a casa de Elda?

—Tampoco yo podía creerlo.

Era una tradición semanal que llevaban años celebrando; Isabel tenía apenas nueve años la primera vez que Elda la recibió en la mesa familiar. Su mamá había pasado tarde por ella y tuvo miedo de que hubiera vuelto a beber. Elda sonrió y le pidió que le ayudara a poner la mesa, entregándole un plato y juego de cubiertos extra.

—Fue idea suya, cuando compramos la casa. Le pregunté si estaba segura y me dijo: "¿De qué otra manera puedes convertir una casa en un hogar?" Así que invitamos a toda la familia. Parecíamos un anuncio de supermercado.

Todo se había sentido tan natural que Isabel pensó que ella y Claudia podrían volver a acercarse.

Tomó a Omar de la mano para conducirlo a la mesa del comedor, pensando en lo lindo que hubiera sido invitarlo a esa cena. Su piel se sentía cálida, pero Omar la soltó.

—¿Qué pasa?

—Nada. Me acabo de dar cuenta de que no les he deseado a ti y a mi hijo un feliz aniversario. ¿Qué se regala el primer año?

—Se supone que papel.

—Ah, cierto.

Le escribí una carta de amor. Pensé que sería romántico.

Omar Sonrió, pero Isabel pudo notar, por la manera en que sus ojos miraban a través de ella, que no la estaba escuchando. Su corazón se estrujó. No podría evitar desear la atención y aprobación de Omar, aunque a nadie más le importara.

Él dio un paso atrás y se frotó la frente.

Perdón. Te molestaste. Tienes todo el derecho a hacerlo. Isabel empezó a incomodarse.

—Ya sé que querías ver a Martín. Lamento que no esté.

—Ése no es el problema.

Juntó sus manos por detrás de la espalda y empezó a caminar junto a la mesa con la mirada fija en los surcos de la madera.

—El problema es que no me extraña, así que no podría verme.

Estoy segura de que una parte de él extraña a su padre.

—No entiendes. ¿Sabes qué es lo que impide que los muertos se mueran de verdad, Isabel? La memoria. Las ganas. Que tus seres amados te mantengan en sus corazones, que te extrañen. El año pasado no lo entendía. Fue un milagro que Martín me viera. Pero ya no piensa en mí. Ahora realmente no quiere tener nada que ver conmigo, y no puedo culparlo. Pero mientras se sienta así, no existo para él. Ni para Elda ni para Claudita. Por eso que no pude hablar con ellas.

—Dijiste quete rechazaron.

—Dije que no me vieron. Es diferente. No puedo ir a donde no soy bienvenido. Empiezo a pensar que sólo vuelvo por ti.

Le puso una mano en el hombro, sin moverla, y a ella se le sacudieron las entrañas.

—No puedo ser sólo yo —dijo, a punto de reír.

—¿Entonces porqué aparecí hasta que Martín se había ido?

—No es justo —dijo ella, pero en ese momento el aire acondicionado se encendió con un sonido fuerte e intrusivo y no supo si la había escuchado—. Yo no puedo ser la única razón para que estés aquí.

—Claro que no.Pero estoy aquí a través de ti y me siento muy agradecido por eso.

—¿Y el por qué?

Merecía saber esto, por lo menos.

—Para redimirme, ¿por qué más? Una segunda oportunidad.

¿No es siempre así?

Omar sonrió y se encogió de hombros, rindiéndose ante el lugar común en el que estaba cayendo.

Se quedaron parados sin propósito, preguntándose qué hacer. Isabel pensó en el verano que cumplió quince y su mamá la inscribió en el Club Boys & Girls porque no sabía qué más hacer con ella. En la alberca, entre rondas de Marco Polo y carreras al extremo más profundo y de regreso, ella y los demás niños recuperaban el aliento. Recorrían el agua preguntándose si debían seguir jugando o secarse. Isabel siempre estaba de acuerdo con lo que decidieran los demás. Era raro mantener la cara tan seria, la respiración tan nivelada, mientras sus brazos y piernas remaban bajo la superficie de la alberca, aferrándose al más mínimo pedazo de masa que la ayudara a mantenerse a flote.

¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Omar de la manera en que lo haría un vecino mientras se acercaba a la puerta para salir.

Le aseguró que no tenía planes, que Martín no volvería hasta la noche. Él parecía tener menos prisa entonces, como un hombre agotado que admite finalmente que necesita descansar un poco.

Pasaron horas juntos. Era un día gris de otoño y el sol se sentía estancado, atrapado entre tantas nubes que era difícil saber qué hora era. Isabel le preguntó si quería recostarse un poco.

—No, nonecesito más de eso.

Se reía exactamente como Martín. Lució complacido cuando Isabel se lo dijo.

—Tengo una idea —dijo ella—. Espérame aquí.

Que su familia no quisiera verlo no significaba que él no pudiera ver a su familia. Fue por fotos viejas y cajas de zapatos llenas de recuerdos para intentar reunir todo en una narrativa coherente. Algunas ya las había visto: Martín en su graduación, Martín bailando como chambelán en la fiesta de quince años de una amiga. Había collages que ella y Claudia habían hecho en secundaria con fotos de ellas en el centro comercial o en el equipo de porristas.