Todo es un arma - Mark Galeotti - E-Book

Todo es un arma E-Book

Mark Galeotti

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Beschreibung

Guerra híbrida, guerra en la zona gris, guerra sin restricciones… hoy en día, el conflicto tradicional –combatido con armas convencionales– se ha vuelto demasiado caro de librar, demasiado impopular en casa y demasiado difícil de gestionar, como está demostrando la guerra entre Rusia y Ucrania, abordada ya por Mark Galeottien su anterior libro, el aclamado Las guerras de Putin. Estamos en una época en la que el mundo se encamina hacia una nueva era de conflictos permanentes de baja intensidad, a menudo soterrados, no declarados e interminables, en la que potencias, actores nacionales y otros agentes como grupos terroristas y criminales libran batallas en sordina. Todo es un arma. Una guía de campo para las nuevas guerras ofrece un estudio exhaustivo y pionero de las nuevas formas de hacer la guerra, que en muchos casos no son tan nuevas: el uso del espionaje, la propaganda, el soborno, la falsificación y la extorsión, a menudo en colaboración con el hampa, tiene muchos precedentes históricos, como describe Galeotti. Estas actividades, más allá del umbral de la guerra, no son sino aspectos permanentes y perennes del sistema internacional. Recorriendo todo el planeta, Todo es un arma muestra cómo los conflictos actuales se libran con todo tipo de medios, desde la desinformación y el espionaje hasta la delincuencia y la subversión, lo que conduce a la inestabilidad dentro de los países y a una crisis de legitimidad en todo el planeta. Pero en lugar de sugerir que cabe esperar volver a una era pasada de guerra «estable», Galeotti detalla formas de sobrevivir, adaptarse y aprovechar las oportunidades que presenta esta nueva realidad.

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Todo es un arma. Una guía de campo para las nuevas guerras

Galeotti, Mark

Todo es un arma / Galeotti, Mark [traducción de Antonio Padilla Esteban].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023. – 232 p. ; 23,5 cm – (Siglo XXI) – 1.ª ed.

D.L.: M-14442-2023

ISBN: 978-84-124985-6-1

94(4+7)(5-11) 341.322

341.326 341.322.5

TODO ES UN ARMA

Una guía de campo para las nuevas guerras

Mark Galeotti

Título original:

The Weaponisation of Everything. A Field Guide to War in the 21st Century

Originally published by Yale University Press.

Publicado en origen por Yale University Press.

© 2021 by Mark Galeotti

ISBN: 978-0-300-25344-3

© de esta edición:

Todo es un arma. Una guía de campo para las nuevas guerras

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º dcha.

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-126588-6-6

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Traducción: Antonio Padilla Esteban

Primera edición: junio 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Para Anna, cuando es de prever queen el futuro seguirá habiendo másespadas que rejas de arado.

Índice

Introducción

1   La armamentización vuelve por sus fueros

PRIMERA PARTE: NO MÁS GUERRAS A TIROS

2   ¿Unas guerras sin armas de verdad?

3   Ya no basta con hacer la guerra y la subcontratación de la geopolítica

SEGUNDA PARTE: NEGOCIOS Y OTROS CRÍMENES

4   Negocios

5   Cómo comprar amigos e influir en las personas

6   Crimen

TERCERA PARTE: LA GUERRA NOS ENVUELVE

7   La vida

8   Las leyes

9   La información

10   La cultura

CUARTA PARTE: BIENVENIDOS AL FUTURO

11   La inestabilidad es un arma

12   Bienvenidos a la guerra permanente y sin sangre

Introducción

Pasado mañana. De pronto, las luces comienzan a apagarse. Los trenes van perdiendo velocidad hasta detenerse en las vías, la actividad nocturna en las fábricas se ralentiza y cesa por completo. Frustrados, los adolescentes de todo el país se preguntan qué ha pasado con la señal de internet. Más tarde se sabrá que, durante más de un año, los piratas informáticos habían sorteado, con sumo cuidado y profesionalidad, el en principio imponente despliegue de defensas y sistemas de seguridad y respaldo destinado a garantizar el funcionamiento de las redes eléctricas suministradoras del este y el oeste de Japón. Las centrales nucleares, las turbinas eólicas y los quemadores tradicionales de combustibles fósiles siguen generando electricidad, pero esta, sencillamente, no va a ninguna parte, pues las redes nacionales están paralizadas. Serán necesarias cuarenta y ocho horas para eliminar el malware hostil de los sistemas y proceder a su reinicio. Dos días en los que todos vuelven a tener clara su dependencia de la electricidad ininterrumpida, abundante y –sobre todo– fiable.

En lo primordial, el ataque ha sido incruento… pero no del todo. Se han producido fallecimientos en las unidades de cuidados intensivos, donde los generadores de emergencia son insuficientes o han tardado demasiado en conectarse. El apagón de los semáforos provoca setenta y una muertes. Hay un rosario de minúsculas tragedias inesperadas, las de quienes se caen por las escaleras bajo la oscuridad repentina, por poner un ejemplo. En Osaka, un hombre atrapado en un ascensor sufre tal acceso de pánico que hace añicos la ventana a patadas y se tira al vacío.

¿A quién llamas cuando se produce una crisis nacional con todas las de la ley? El ejército ha sido movilizado para hacer frente a algunos de los efectos secundarios. Una pérdida colateral: la de su capacidad para tomar parte en las maniobras Espada Acerada que las fuerzas territoriales niponas iban a llevar a cabo en conjunción con Estados Unidos. Los soldados están demasiado ocupados transportando generadores a asilos y residencias o ayudando a la policía a patrullar las calles para evitar los esporádicos episodios de pillaje.

El gobierno no tarda en anunciar que se ha tratado de un ataque, aunque de momento no está en situación de aclarar cómo ha tenido lugar y menos aún quién es el agresor. Sin embargo, durante los últimos meses, ciertos medios de comunicación hostiles han ido trabajándose a la opinión pública, han llamado su atención y despertado su indignación al hacerse eco de corruptelas varias y, en particular, de la mala gestión de la infraestructura nacional. Como resultado, la gente no sabe qué pensar. Y acaba por tomarla con el gobierno, de forma masiva y contundente, después de que la filtración de unos correos electrónicos oficiales demuestra que los ministros estaban advertidos de que la combinación de sistemas anticuados y la cicatería a la hora de actualizarlos conllevaba el riesgo de que se produjeran fallos catastróficos y en cascada de las redes eléctricas. Lo peor de todo es que estos correos existen, son una realidad. Los portavoces hacen lo posible por explicar el contexto: junto con estas advertencias, otros informes dejan claro que el sistema era robusto y cumplía su cometido. Empero, todo esto suena vago e interesado, y más cuando sale a la luz que varios de los documentos mencionados han desaparecido de los archivos del gobierno.

Desde fuera, todo esto suena a encubrimiento de lo sucedido. Los argumentos del gobierno naufragan en el aluvión de denuncias en los medios de comunicación, efectuadas por figuras influyentes a sueldo, sinceramente escandalizadas o simples oportunistas: desde políticos a estrellas de TikTok. Un vídeo en el que se burlan del primer ministro, pues aparece hablando bajo el infortunado lema electoral «energía para hacer las cosas bien», se torna viral al tiempo que la imagen de una fotogénica joven que llora en el funeral de su abuelo fallecido a los 96 años –un antiguo camillero que a los ochenta aún participaba en maratones benéficos– se convierte en un emblema de las repercusiones del desastre. Un periódico amarillista publica un titular sangrante: «Señor primer ministro, ¿diría que el abuelito no “cumplía su cometido”?».

Dos años antes, Beijing se presentó al concurso establecido para la renovación de las redes eléctricas primarias del país, pero el gobierno nipón vetó la propuesta por consideraciones de seguridad nacional. Ahora, un consorcio perteneciente en un 51 % a una corporación energética china hace una nueva oferta: reconstruir la red con su propia tecnología, a precio de saldo y a toda prisa. El presidente de la comisión parlamentaria de asuntos exteriores y defensa, uno de los más acérrimos críticos de la propuesta inicial, no tiene tiempo de expresar su opinión, pues lo asesinan en un atraco chapucero, o eso dice la policía a falta de más indicios. No obstante, hay quienes siguen afirmando que todo eso es una compleja maniobra destinada a obtener el contrato y, con este, el control potencial de las redes nacionales. En todo caso, el consorcio incluye unas cuantas compañías japonesas de menor tamaño, unas empresas que ven peligrar los dividendos a conseguir. Y que a su vez cuentan con los servicios de abogados de colmillo retorcido cuyas minutas no salen precisamente baratas, con el resultado de que llueven las querellas por difamación. El mucho o poco recorrido final de estas denuncias viene a ser irrelevante, pues la perspectiva de tan costosos litigios sitúa a muchos fuera de combate y amedrenta a bastantes más. La gente deja de hablar de los riesgos asociados al proyecto, en público cuando menos.

Por su parte, Beijing se muestra moralizante y dice esperar que la «sinofobia» no determine la actuación de los políticos. Y en paralelo, echa mano a la artillería más pesada de todas y ofrece el gigantesco oso panda Chu Lin al zoológico tokiota de Ueno. Se aprueba el acuerdo de renovación. China consigue el contrato, una victoria y, quizá, la capacidad de influencia a largo plazo que andaba buscando.

Se trata de una situación hipotética de pesadilla, y muy poco probable, sin duda. Tan improbable –conviene recordarlo– como que diecinueve yihadistas pertrechados con cúteres pudieran secuestrar cuatro aviones comerciales en el espacio aéreo estadounidense en 2001 y llevar a cabo uno de los atentados terroristas más sangrientos de la historia. O, yéndonos a Irán, como que un virus informático llamado Stuxnet, introducido de contrabando en una memoria USB en el complejo nuclear de Natanz –un centro subterráneo a profundidad considerable, vigilado por tropas de élite, sistemas antiaéreos y concertinas de alambre con cuchillas– pudiera provocar la autodestrucción de las centrifugadoras destinadas a enriquecer uranio para bombas. O como que Rusia pudiera conquistar parte de un estado vecino en 2014 sin apenas disparar un tiro, mientras aseguraba que la cosa no iba con ella en absoluto. Todos y cada uno de los elementos en la mencionada situación hipotética, desde el sabotaje informático a una infraestructura hasta el asesinato, ya se han utilizado en las guerras en la sombra, no declaradas, de nuestro siglo XXI.

Las armas convencionales cada vez son más y más costosas; las opiniones públicas (incluso en los regímenes autoritarios), menos y menos tolerantes con las bajas en combate y, por lo demás, han pasado a la historia los días en los que el poder se medía en función del número de minas de carbón, puertos de aguas cálidas o kilómetros cuadrados de superficie agrícola. Los estados desde siempre han empleado medios no militares para intimidar, provocar o enredar al enemigo y hacerse con el triunfo. Sin embargo, el mundo de hoy es más complejo y –sobre todo– está interconectado de una forma mucho más inextricable que en cualquier otro momento anterior. Tradicionalmente se consideraba que la interdependencia evitaba las guerras. Lo que en cierto modo era verdad, pero las tensiones que llevaban a una contienda no desaparecieron, de manera que la interdependencia se convirtió en el nuevo campo de batalla. Las guerras sin combates, los conflictos dirimidos con toda suerte de medios no convencionales, desde la subversión a las sanciones, de los memes a los asesinatos, bien pueden estar convirtiéndose en la nueva normalidad.

Como resultado, las líneas divisorias entre la guerra y la paz pueden desdibujarse hasta la práctica irrelevancia, y la «victoria» ya no pasa de señalar que la jornada de hoy ha sido buena, sin garantías de ninguna clase sobre lo que el mañana deparará. En su lugar, vamos a vivir en un mundo marcado por el conflicto permanente de baja intensidad, con frecuencia inadvertido, indeclarado e interminable, en el que –por si no bastara con lo anterior– incluso nuestros aliados pueden ser nuestros oponentes. Hemos llegado a un momento en el que, sobre todo en lo tocante a la actual confrontación entre Rusia y los países occidentales, se habla de la «transformación en un arma» de esto o aquello, desde la información hasta las hinchadas futbolísticas de carácter violento. Por extraño que resulte esto último, sí: después de que los seguidores fanaty de la selección de Rusia se enfrentaran a hooligans británicos en Francia durante la Eurocopa de 2016, una «fuente del gobierno nacional» declaró al periódico londinense The Observer, con pretensiones de superioridad moral y escaso fundamento, que «lo sucedido parece ser una prolongación de la guerra híbrida puesta en marcha por Putin».

Cuando todo puede ser convertido en un arma, se diría que este concepto pasa a perder todo significado. Se trata de una objeción válida hasta cierto punto, pues, por mucho que todas las cosas son susceptibles de su utilización como arma, algunas de ellas son más susceptibles que otras. Este libro es una guía de campo sobre la nueva forma de la guerra o, quizá sobre una nueva forma de guerra o, incluso, el nuevo mundo de la guerra. No es tanto una predicción como una introducción a una posible trayectoria en el futuro. Como la pandemia del COVID se ha encargado de recordarnos, la vida da muchos giros inesperados, y algunos de ellos pueden cambiar el mundo. Lo más fácil es considerar que el futuro aquí descrito es un futuro distópico, caracterizado por el conflicto eterno, en el que todo –desde la beneficencia hasta el derecho– puede ser empuñado como un arma. Y, sin embargo, por mi parte prefiero, con mucho, que me ataquen con memes en lugar de con misiles nucleares y, por suerte, la guerra de la información no incluye bombardeos de artillería. Ni por asomo imagino un futuro caracterizado por los conflictos incruentos –las personas siguen muriendo como resultado de las sanciones económicas, la desinformación antivacunas y la apropiación indebida de fondos destinados a sanidad–, pero sí uno cuando menos no tan sangriento, en el que la guerra directa entre un estado y otro resulta cada vez menos practicable como método por defecto. También es un mundo donde los buenos de la película, si se ponen las pilas, están en situación de usar esos mismos instrumentos con tanta efectividad como los malos de turno. Sí, estoy haciendo uso de estos términos con ironía, pues en la geopolítica todo el mundo atiende a los propios intereses, que raras veces son buenos o malos en su conjunto, sino feos en distinto grado. Y, sin embargo, es posible trazar unas líneas, débiles y borrosas, que separan a aquellas potencias más o menos comprometidas con la estabilidad y el orden internacional basado en la legalidad de quienes por lo general no tienen empacho en hacer caso omiso de ambos.

En último término, empero, el propósito de esta obra no es partidista. Guste o no, este es uno de los caminos que el mundo bien puede estar enfilando: sencillamente, ha llegado el momento de pensar bien dicha posibilidad. Siempre cabe el recurso de quejarse de la utilización en nuestra contra que otras potencias más despiertas y ágiles, con menores escrúpulos, pueden estar haciendo de estos instrumentos, pero si lo único que hacemos es reaccionar, nunca pasaremos de la queja. Y al fin, a la postre, nada es tan poderoso como la armamentización del intelecto y la imaginación a nuestro servicio.

Londres, abril de 2021

CAPÍTULO 1

La armamentizaciónvuelve por sus fueros

Primera hora de la mañana del 23 de febrero de 2014 en Novo-Ogaryovo, la residencia de Vladímir Putin al oeste de Moscú. Llega a su fin una reunión que se ha prolongado la noche entera, centrada en la crisis en la vecina Ucrania, donde las manifestaciones populares han puesto fin a la presidencia de Víktor Yanukóvich, un amigo de Moscú. Putin se gira hacia su jefe de seguridad e indica: «Hemos de comenzar a trabajar para devolver Crimea a Rusia».

Situada en Ucrania, pero rusa hasta 1954, la península de Crimea tiene tanto valor sentimental como estratégico. Es de reseñar que sigue albergando la base de la flota rusa en el mar Negro.

Las manifestaciones de apoyo al nuevo gobierno ucraniano de tendencia proeuropea que tienen lugar en Crimea no tardan en encontrarse frente a movilizaciones de signo contrario. Junto con los auténticos partidarios de que Moscú vuelva al redil hay cosacos, miembros de la famosa banda de moteros los Lobos de la Noche (con los que Putin ha recorrido kilómetros de carretera) y ciertos rufianescos «voluntarios locales de autodefensa». Muchos de ellos resultan ser miembros de los dos grandes grupos mafiosos en Crimea, los Salem y los Bashkaki. Los agentes del Servicio Federal de Seguridad ruso han tenido que recurrir a la oportuna combinación de amenazas y promesas para lograr que estas dos agrupaciones que se odian a muerte trabajen juntas, pero, de momento, es lo que están haciendo. Una campaña orquestada de manifestaciones magnifica y agudiza el sincero resentimiento contra el lejano gobierno ucraniano que lleva años sin prestar la debida atención a Crimea. Los paniaguados de la comunicación aseguran que Kiev oprime a los crimeos y los agentes provocadores azuzan el descontento de las multitudes.

El 27 de agosto, las fuerzas especiales rusas se hacen con el control de edificios del gobierno local. Vestidos con uniformes verdes, estos extraterrestres surgidos de la nada no llevan distintivos y Moscú niega toda vinculación con ellos. La martingala salta a la vista, pero Kiev y los países occidentales siguen haciéndose preguntas. ¿Es posible que se trate de mercenarios? ¿O que la flota del mar Negro haya montado este operativo por su cuenta y riesgo? Los asaltantes aprovechan estas vacilaciones para establecer puestos de mando, imponerse a las guarniciones ucranianas y ocupar el istmo que une la península al continente. En paralelo, Moscú ha establecido contacto con los mandos de las tropas ucranianas acuarteladas en Crimea, a los que ofrece ascensos y gloria si cambian de bando. El servicio ruso de inteligencia militar –el llamado GRU– recurre a una combinación de agentes, desinformación y ciberataques para destruir las líneas de comunicación con Kiev. Las acciones de estos «voluntarios» no muy dados a la disciplina tienen escaso valor táctico, a pesar del misterioso y novedoso armamento que empuñan, pero facilitan el expediente de rechazar toda implicación al tiempo que las fuerzas rusas proceden al metódico cierre de la península.

Al llegar el 1 de marzo han impuesto a su primer ministro crimeo –vinculado a los «voluntarios» mencionados– y obligado a la rendición a todos aquellos defensores que no han desertado. Llegan refuerzos rusos –por mar y aire, sin esconderse– para asegurar la región. Apenas se ha disparado un balazo (tan solo han muerto cinco personas: dos civiles, dos soldados ucranianos y un «voluntario» que es posible que se disparara a sí mismo por error), pero los rusos han tomado Crimea, gracias a un operativo en el que la subversión, la criminalidad y la información engañosa han sido por lo menos tan decisivas como la fuerza militar.

Hubo quienes consideraron que esta operación suponía algo nuevo, la primera conquista de verdad obtenida a través de la «guerra híbrida». El engaño y la alevosía nada tienen de novedoso, pero toda una industria de expertos, analistas y autores se empeñaba en hacernos saber que acababa de nacer «una nueva forma de guerra». ¿Lo sucedido era una simple muestra del extremo más patibulario en el espectro de la diplomacia y el arte de gobernar? ¿En la naturaleza del conflicto se daba algo nuevo de veras? ¿O en el fondo era más de lo mismo de siempre? Quizá nuestro propio vocabulario no está a la altura de los tiempos.

¿QUÉ MÁS DA UN NOMBRE U OTRO?

Guerra híbrida. Guerra de zonas grises. Guerra asimétrica. Guerra destinada a poner a prueba la tolerancia del oponente. Guerra no restringida. Guerra no lineal. Hay toda una plétora de expresiones poco esclarecedoras. Algunos se limitan a hablar de la Doctrina Guerásimov, una diabólica creación del jefe del Estado Mayor ruso, el general Valeri Guerásimov. Esta doctrina no existe. Soy el más indicado para saberlo, pues fui quien, de forma imprudente y frívola, la formulé de la nada para titular un artículo, sin sospechar en lo más mínimo que ciertos lectores se la tomarían como verdad revelada. Moraleja: hay que andarse con cuidado con los titulares llamativos, a riesgo de que ejerzan mayor impacto que lo que escribes más abajo. Pero si no me hubiera inventado lo de la Doctrina Guerásimov, los todólogos seguramente se habrían encaprichado de alguna otra cosa. Es un hecho que todo el mundo parece querer o necesita creer que algo nuevo está saliendo a la luz. En Helsinki hoy incluso existe cierto Centro Europeo de Excelencia para Contrarrestar las Amenazas Híbridas, por mucho que nadie esté muy de acuerdo sobre la naturaleza de tales amenazas. Por su parte, en Moscú, asimismo, están empeñados en creer a pies juntillas que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) tiene su propia estrategia de gibridnaia voiná –guerra híbrida–, cuyas esotéricas artes facilitan la aparición de rebeliones contra los aliados de Rusia en el mundo árabe y la Eurasia postsoviética.

El tema recurrente es el de la combinación de métodos. El concepto chino de «guerra sin restricciones», desarrollado en el decenio de 1990, sostiene que, en el enfrentamiento con un enemigo con ventaja tecnológica y más poderoso en el plano militar, uno todavía puede ganar, mediante el desplazamiento del conflicto a la economía, el terrorismo y hasta el derecho. En los países occidentales, el mencionado Centro Europeo de Excelencia define «una amenaza híbrida» como «una acción llevada a cabo por actores estatales o no estatales con el objetivo de socavar o dañar a un oponente a batir a través de medios encubiertos o no encubiertos militares y no militares». La guerra híbrida –expresión acuñada por el pensador militar estadounidense Frank Hoffman, con la particular intención de entender cómo una fuerza no estatal como el movimiento militante de Hezbolá en Líbano se las arregla para hacer frente a un ejército convencional como el de Israel– ha asumido un significado aún más amplio, hasta denotar la combinación de combate en el frente, subversión encubierta, desinformación, ciberataques y cualquier otro ingrediente adicional que uno u otro bando pueda agregar a la mezcla.

Lo que vino a continuación fue la denominada «ola de armamentización», es decir, la idea de que elementos y conceptos raras veces asociados a un conflicto –bulos, meteorología, fotos de lindos gatitos– pasaron de pronto a formar parte de los medios de comunicación convencionales y, por consiguiente, del discurso político. (¿Y los lindos gatitos qué tienen que ver? La idea es que los mensajes tóxicos combinados con entradas en las redes sociales que son atrayentes y compartibles logran mayor difusión). El término –incluido en el título de este libro medio en serio, medio en broma– ha hecho fortuna y venido a convertirse en un cliché. El sociólogo Greggor Matson ha descubierto que la palabra «armamentización» existe desde hace décadas pero comenzó a extenderse de verdad en 2017, al parecer relacionada con las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016 y las acusaciones de injerencia rusa, hasta tal punto que daba la impresión de desdibujar las fronteras entre la vida civil y el conflicto incivil, al tiempo que reflejaba una especie de amnésica nostalgia por un mundo perdido que de hecho nunca existió, en el que se suponía que una y otra esfera estaban disociadas con rigidez.

De pronto, todo se puede usar como un arma, como parte de la creciente panoplia (y hasta arsenal) de metáforas militares que nos rodea por todas partes. Tiene su gracia que a medida que el lenguaje de las verdaderas guerras se torna eufemístico y anodino (con «sistemas de entrega» que causan «daños colaterales»), el discurso civil se vuelve cada vez más marcial. Comenzando por la «guerra contra las drogas» y «la batalla contra el coronavirus» (el primer ministro británico Boris Johnson llegó a celebrar la aparición de vacunas como prueba de que «la caballería científica» estaba llegando al rescate «por el otro lado de la colina»), hoy todo parece venir formulado en terminología militar. En parte puede ser el reflejo de los nuevos tiempos, en los que la bomba del terrorista o las sanciones del rival pueden damnificar a cualquiera, en cualquier momento, haciendo que nos sintamos como reclutas a la fuerza en un invisible campo de batalla.

Pero toda esta idea de que nos encontramos ante una inaudita «nueva forma de guerrear» suscita dudas. Sí, es verdad que la interconectividad del mundo moderno, sin parangón en la historia, brinda oportunidades para que los estados combatan sin combatir. Y sí, como trataremos en el próximo capítulo, la guerra entre estados al estilo tradicional, la guerra de toda la vida a bayonetazo y tiro limpio, se ha vuelto menos útil y menos asequible. Pero toda contienda de la historia, desde que una banda de cavernícolas se enfrentó a otra por la posesión de la cueva con menores humedades, ha sido del tipo «híbrido». Tan solo en los videojuegos ganas una guerra dando muerte a todos y cada uno de los soldados enemigos. En su lugar, las guerras son una forma extrema de la diplomacia coercitiva, unas acciones intrínsecamente políticas, unos medios de imponer tu voluntad al otro a través del deterioro de su capacidad de resistencia. La matanza de sus tropas y la demolición de sus ciudades no pasa de ser un medio para conseguir un fin, y lo más seguro es que tan solo funcione en combinación con iniciativas destinadas a socavar su espíritu de lucha.

Esto es lo que Basil Liddell Hart, el militar británico reconvertido en teórico, quería decir al escribir que «en todas las campañas decisivas, la perturbación del equilibrio psicológico y físico del enemigo ha sido el preludio vital a su derrota». O lo que el veterano académico y diplomático George Kennan llamaba el proceso de guerra política, «el empleo de todos los medios al alcance del país, sin llegar a la guerra abierta en el campo de batalla, para obtener sus objetivos nacionales. Estas operaciones tienen lugar tanto a cara descubierta como de forma clandestina. Incluyen acciones visibles como las alianzas políticas, las medidas económicas […] y la propaganda “blanca” al igual que operativos encubiertos como el apoyo subrepticio a elementos extranjeros “amigos”, iniciativas de propaganda psicológica “negra” y hasta el fomento de la resistencia clandestina en estados hostiles». Nótese que Liddell Hart escribió estas líneas en 1954; Kennan, en 1948.

El hecho es que, hoy día, los cadetes de la oficialidad de todos los países están obligados a leer a Sun Tzu, el filósofo-general chino que, hace dos mil quinientos años, escribió aforismos tales como «toda guerra se basa en el engaño» y «el supremo arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin combatir». Más que decir algo nuevo, Sun Tzu se limitaba a codificar lo que todo general anterior y posterior tenía que saber. Los caudillos vikingos ordenaban lanzarse al asalto a los berserkers bajo su mando, enloquecidos de ardor guerrero y envueltos en pieles de oso, no ya solo como tropas de choque, sino para aterrorizar al enemigo. Los mongoles del siglo XIV hacían que sus partidas de jinetes galoparan al ataque arrastrando ramas de árboles tras los caballos, para generar enormes nubes de polvo que llamaran a engaño y llevaran a pensar en una arremetida del grueso de sus tropas. La deserción en 1435 del duque de Borgoña, cuidadosamente alentada por Carlos VII de Francia, supuso un punto de inflexión en la Guerra de los Cien Años contra Inglaterra. Siempre lo mismo: desmoralizar, engañar, despistar, subvertir. Es posible que el mundo de hoy ofrezca nuevos medios para confundir al enemigo, haciendo mella en su mente y su moral de combate, pero las circunstancias no han cambiado en lo fundamental.

MÁS ALLÁ DEL NEOMEDIEVALISMO

Tras averiguar que sus enemigos de siempre planeaban conquistar una de sus posesiones en el exterior, la red de inteligencia del estado respondió poniendo en marcha una serie de operaciones. Primero hizo que unas cuantas figuras influyentes en la capital del enemigo afirmasen que no valía la pena embarcarse en una ofensiva contra una plaza secundaria de tan escaso valor. Y pagó estos cabildeos con generosidad. En segundo lugar hizo transportar en secreto ocho recipientes sellados y llenos de veneno a la región en cuestión, con el propósito de emponzoñar el suministro de agua potable de la fuerza atacante, de tal manera que todo apuntase a una enfermedad y no a una operación encubierta. Hasta llegó a hacer que ciertos mercaderes que trataban con el enemigo dijeran que los asaltantes habían sido tan estúpidos como para beber de unas aguas que no eran potables, como todo el mundo sabía. Con ello se logró redondear la estratagema.

Este operativo, de hecho, tuvo lugar en 1570 bajo la dirección del Consejo de los Diez, los más que capaces responsables de la inteligencia de la República de Venecia. Por medio de un emisario papal reconvertido en agente veneciano, el Consejo se enteró de que los turcos otomanos planeaban tomar Spalato –hoy conocida como Split–, una de sus colonias en Dalmacia. La respuesta militar directa era inviable, ya que Venecia estaba obligada a reservar sus fuerzas para defender Chipre, pues se sabía que el sultán otomano Selim II tenía previsto asaltarla. De ahí la combinación de intrigas en Estambul, que incluía la desinformación divulgada por pescadores croatas que vendían sus capturas en puertos bajo control otomano y el terrorismo por las bravas, con la finalidad de conseguir lo que era difícil que la simple fuerza de las armas lograra. Y funcionó: Spalato siguió en manos venecianas hasta 1797.

En el decenio de 1970, el académico Hedley Bull propuso la idea de que el futuro bien puede estar presente en el pasado, que no nos encontramos con un gobierno mundial (utópico o distópico), sino con un «neomedievalismo», en el que la soberanía de las regiones, países y entidades supranacionales es parcial y se encuentra superpuesta. En la era medieval, un señor feudal europeo estaba obligado a compartir su autoridad con los vasallos que se hallaban por debajo de él y con el Sacro Emperador Romano por arriba. Situación que a Bull le parecía excelente, pues consideraba que los derechos individuales y la generalizada aspiración al bien común reemplazaban o moderaban el egoísmo inherente a los estados soberanos. Es una forma de verlo.

En 1648, la Paz de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años, un desdichado y despiadado conflicto religioso que redujo a escombros Alemania y supuso el inicio de la era de la auténtica soberanía nacional. Pasó a considerarse que los estados tenían autoridad total en el interior de sus fronteras y ninguna en absoluto en el exterior de ellas. En el siglo XX, las nuevas ideas sobre la ley internacional empezaron a diluir este viejo concepto, coadyuvadas por la ascensión de las corporaciones transnacionales y los grandes bloques ideológicos. El hundimiento de la Unión Soviética a finales de 1991 hizo desaparecer la amenaza del apocalipsis nuclear, al menos durante un tiempo, pero el nuevo mundo que está saliendo a la luz es un mundo donde el poder del estado es tan enorme como frágil. El dinero, las personas, los bienes, la información y las ideas se desplazan por el mundo con mayor velocidad que nunca, y cada vez que cruzan unas fronteras nacionales las debilitan, un poco cada vez.

Es posible que en el futuro contemplemos la época westfaliana como una aberración, pero en lugar de una nueva era medieval –y recordemos que en el Medievo las guerras eran tan habituales como horrorosas–, el modelo acaso más adecuado sea el del Renacimiento italiano, cuando las ciudades-estado y los principados competían y cooperaban con idéntica facilidad. La época de las guerras a cañonazo limpio entre unos estados y otros no se ha acabado, por supuesto, pero las contiendas de este tipo se han vuelto cada vez más escasas, lo cual se agradece. Pero, entonces, ¿el mundo está en paz? ¿Las naciones coexisten felizmente en aras del bien común? Ni por asomo. Más bien, nuestras actuales ideas sobre la guerra, como algo que se declara y termina formalmente, dirimido en el campo de batalla antes que en cualquier otro lugar, con unas leyes establecidas para proteger a los no combatientes y definir las formas de fuerza aceptables, están volviéndose cada vez menos relevantes. En su lugar, la guerra ahora se subcontrata y se sublima, y se resuelve por medio de la cultura y del crédito, de la fe y de la hambruna, con tanta frecuencia como a través de la fuerza directa de las armas.

El Renacimiento de los siglos XIV a XVI se caracterizó por las compañías de mercenarios y por las confrontaciones militares breves y decisivas, sí, pero también por la circunstancia de que el enemigo de hoy era el aliado de mañana, y viceversa. Y de que la banca, la cultura y la información eran armas tan efectivas como la espada y la pica. Los rumores se convirtieron en munición política, al tiempo que las fake news pasaban a formar creciente parte integral de la cultura y la diplomacia por obra de una nueva y móvil clase transnacional de diplomáticos, emisarios, creadores de opinión y espías, mercenarios todos ellos.

EL RENACIMIENTO DEL RENACIMIENTO

Constantini de’ Servi fue un renombrado pintor y escultor, así como un famoso paisajista que era bienvenido en todas las cortes, ya fuera la de Persia o la de Inglaterra, por mucho que, si uno se fija, no parece que llegara a terminar el diseño de jardín o parque alguno. Eso sí, siempre se las arreglaba para encontrarse allí donde estaba teniendo lugar uno u otro decisivo acontecimiento geopolítico. De’ Servi trabajaba como espía para los Medici de Florencia y estaba especializado en la divulgación de embustes e información engañosa. Llegado 1611, Florencia estaba tratando de arreglar un matrimonio por conveniencia entre Catalina de Medici y Enrique, príncipe de Gales. Cuando el príncipe –un adolescente– se echó atrás porque nunca había visto a la novia que le proponían, el embajador florentino se vio en un apuro. Pero De’ Servi al instante sacó a relucir el dibujo de una hermosa joven y aseguró –sin el menor fundamento– que se trataba de Catalina. Si Enrique no hubiera muerto poco después de tifus, el oportuno recurso a esta suerte de fake news bien podría haber facilitado una unión dinástica que habría cambiado el equilibrio de poder en la Europa del momento.

El poder se basa en la percepción, la influencia en la imaginación. A la hora de competir por atraer a los mejores artistas, poetas y escultores a sus cortes respectivas, los príncipes del Renacimiento no lo hacían tan solo en aras del disfrute personal; se trataba de otro frente de batalla en las guerras políticas y culturales entabladas entre las ciudades-estado. Este mecenazgo mostraba la riqueza material y la autoridad cultural de la ciudad o el linaje de turno. La catedral de Santa María de las Flores en Florencia, la basílica de San Pedro en Roma y el castillo de Sforza en Milán eran imponentes símbolos de poder y ambición construidos en ladrillo, mármol y oro. De forma parecida, la primera misión china en solitario a Marte, Tianwen-1, y el programa estadounidense Artemis destinado al desembarco de un hombre y una mujer en el polo sur de la luna en 2024 tienen tanto que ver con la proyección de liderazgo, poder tecnológico y ambición como con la exploración y la ciencia.

La construcción de catedrales y el encargo de estatuas también eran alardes de recursos económicos o políticos. Y, de hecho, los primeros podían transformarse en los segundos. En el momento de gravar a los cristianos de toda Europa para que Miguel Ángel pintara el techo de la Capilla Sixtina, el Vaticano no tan solo se proponía financiar una obra de arte. También lo hacía para dejar claro su poder y generar unos recursos que podían ser desviados a otros proyectos y, de paso, enriquecer a figuras señeras, ganándose así su lealtad con un gesto de supuesta piedad. El poder engendra dinero y el dinero engendra poder.