Torquemada en la cruz - Benito Pérez Galdós - E-Book

Torquemada en la cruz E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Torquemada en la cruz es la segunda novela del ciclo de novelas del avaro Torquemada de Benito Pérez Galdós. Las andazas del usurero Francisco Torquemada continúan en un intento de extorsionar a una familia que pasa por penurias económicas.-

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Benito Perez Galdos

Torquemada en la cruz

 

Saga

Torquemada en la cruz

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726495584

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Primera parte 1

- I -

—5→

Pues señor... fue el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este punto no hay desavenencia en las historias), del año... (esto sí que no lo sé; averígüelo quien quiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella irreparable desgracia que, por más señas, anunciaron cometas, ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe la de los pavos, de dulce memoria.

Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque D. Francisco Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y compinche, calle de Toledo, número... (tampoco sé el número, ni creo que importe) cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la tarde, un sueñecito reparador que parecía síntoma feliz del término de la crisis nerviosa, —6→ salió él al balcón por tomar un poco el aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez de la mañana; y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil demonios; los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre, que no cabía por las dos aceras arriba; los incidentes propios del mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido, burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil pitidos de pitos del Santo, cuando...

«Señor -le dijo la fámula de doña Lupe, dándole tan tremendo palmetazo en el omóplato 2 , que el hombre creyó que se le caía encima el balcón del piso segundo-, señor, venga, venga acá... Otra vez el accidente. De esta me parece que se nos va».

Corrió a la alcoba D. Francisco, y en efecto, a doña Lupe le había dado la pataleta. Entre el amigo y la criada no la podían sujetar; trincaba la buena señora los dientes; en sus labios hervía una salivilla espumosa, y sus ojos se habían vuelto para dentro, como si quisieran cerciorarse por sí mismos de que ya —7→ las ideas volaban dispersas por esos mundos. No se sabe el tiempo que duraron aquellas fieras convulsiones. Pareciéronle a D. Francisco interminables, y que se acababa el día de San Isidro y le seguía una larguísima noche, sin que doña Lupe entrase en caja.

Mas no habían sonado las nueve, cuando la buena señora se serenó, quedándose como lela. Diéronle de un brebaje, cuya composición farmacológica no consta en autos, como tampoco el nombre de la enfermedad, se mandó recado al médico, y hallándose la enferma en completa quietud de miembros, precursora de la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose a los ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga quería hablarle, y no podía. Ligera contracción de los músculos de la cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas frases que sólo D. Francisco con su sutil oído y su conocimiento de cuanto pudiera pensar y decir la de los pavos podía entender.

«Sosiéguese ahora...-le dijo-. Tiempo tenemos de hablar todo lo que nos dé la gana sobre esa incumbencia».

-Prométame hacer lo que le dije, D. Francisco -murmuró la enferma alargando una —8→ mano, como si quisiera tomar juramento-. Hágalo, por Dios...

-Pero, señora... ¿Usted sabe...? ¿Cómo quiere que...?

-¿Y cree usted que yo, su amiga leal -dijo la viuda de Jáuregui, recobrando como por milagro toda la facultad de palabra-, puedo engañarle? En ningún caso le aconsejaría cosa contraria a sus intereses, menos ahora, cuando veo las puertas de la eternidad abiertas de par en par delante de mí... cuando siento dentro de mi pobre alma la verdad, sí, la verdad, Sr. D. Francisco, pues desde que recibí al Señor... Si no me falla la memoria, ha sido ayer por la mañana.

-No señora, ha sido hoy, a las diez en punto -replicó él, satisfecho de rectificar un error cronológico.

-Pues mejor: ¿había yo de engañarle... con el Señor acabadito de tomar? Oiga la santa palabra de su amiga, que ya le habla desde el otro mundo, desde la región de... de la...

Tentativa frustrada de dar un giro poético a la frase.

«Y añadiré que lo que le predico le vendrá de perillas para el cuerpo y para el alma, como que resultará un buen negocio, y una obra de misericordia, en toda la extensión de la palabra... ¿No lo cree?...».

—9→

-¡Oh!, yo no digo que...

-Usted no me cree... y algún día le ha de pesar si no lo hace... ¡Que siento morirme sin que podamos hablar largamente de esta peripecia! Pero usted se eternizó en Cadalso de los Vidrios, y yo en este camastro, consumiéndome de impaciencia por echarle la vista encima.

-No pensé que estuviera usted tan malita. Hubiera venido antes.

-¡Y me moriré sin poder convencerle!... D. Francisco, reflexione, haga caso de mí, que siempre le he aconsejado bien. Y para que usted lo sepa, todo moribundo es un oráculo, y yo muriéndome le digo: Sr. D. Paco, no vacile un momento, cierre los ojos y...

Pausa motivada por un ligero amago. Intermedio de visita del médico, el cual receta otra pócima, y al partir, en el recodo del pasillo, pronostica, con sólo alargar los labios y mover la cabeza, un desenlace fúnebre. Intermedio de expectación y de friegas desesperadas. D. Francisco, desfallecido, pasa al comedor, donde en colaboración con Nicolás Rubín, sobrino de la enferma, despacha una tortilla con cebolla, preparada por la sirvienta en menos que canta un gallo. A las doce, doña Lupe, inmóvil y con los ojos vigilantes, pronunciaba frases de claro sentido, pero sin correlación —10→ entre sí, truncadas, sin principio las unas, sin fin las otras. Era como si se hubiera roto en mil pedazos el manuscrito de un sabio discurso, convirtiéndolo en papeletas, que después de bien revueltas en un sombrero, se iban sacando, a semejanza del juego de los estrechos. Oíala Torquemada con profunda pena, viendo cómo se desbandaban las ideas en aquel superior talento, palomar hundido y destechado ya.

«Las buenas obras son la riqueza perdurable, la única que, al morirse una, pasa a la cuenta corriente del Cielo... En la puerta del Purgatorio le dan a una una chapa, y luego, el día que se saca ánima, cantan: 'número tantos', y sale la que le toca... La vida es muy corta. Se muere una cuando cree que todavía está naciendo. Debieran darle a una tiempo para enmendar sus equivocaciones... ¡Qué barbaridad!, con el pan a doce, y el vino a seis, ¿cómo quieren que haya virtud? La masa obrera quiere ser virtuosa y no la dejan. Que San Pedro bendito mande cerrar las tabernas a las nueve de la noche, y veremos... Voy pensando que el morirse es un bien, porque si una viviera siempre y no hubiese entierros ni funerales, ¿qué comerían los ministros del Señor?... Veintiocho y ocho debieran ser cuarenta; pero no son más que treinta y —11→ seis... Eso por andar la aritmética, desde que el mundo es mundo, tan mal apañada, en manos de maestros de escuela y de pasantes que siempre tiran a la miseria, a que triunfe lo poco, y lo mucho se... fastidie».

Tuvo un ratito de lucidez, en el cual, mirando cariñosamente a su compinche, que junto al lecho era un verdadero espantajo de conmiseración silenciosa, volvió al tema de antes con igual insistencia: «Mire que me voy persuadida de que lo hará... No, no menee la cabeza».

-Pero si no la meneo, mi señora doña Lupe, o la meneo para decir que sí.

-¡Oh, qué alegría! ¿Qué ha dicho?

Torquemada afirmaba, sin reparo de falsificar sus intenciones ante un moribundo. Bien se podía consolar con un caritativo embuste a quien no había de volver a pedir cuenta de la promesa no cumplida.

«Sí, sí, señora -agregó-, muérase tranquila... digo, no; no hay que morirse... ¡cuidado!, quiero decir, que se duerma con toda tranquilidad... Con que... a dormirnos tocan».

Doña Lupe cerró los ojos; pero no tardó en abrirlos otra vez, trayendo con el resplandor de ellos una idea nueva, la última, recogida de prisa y corriendo como un bulto olvidado que el viajero descubre en un rincón, —12→ en el momento de partir. «¡Si sabré yo lo que me pesco al recomendarle que se junte con esa familia! Debe hacerlo por conciencia, y si me apura, hasta por egoísmo. ¿Usted sabe, usted sabe lo que puede sobrevenir?». Hizo esta pregunta con tanto énfasis, moviendo ambos brazos en dirección del asustado rostro del prestamista, que este se previno para sujetarla, viendo venir otro delirio con traqueteo epiléptico. «¡Ay! -añadió la señora, clavando en Torquemada una mirada maternal-, yo veo claro que ha de sobrevenir, porque el Señor me permite adivinar las cosas que a usted le convienen... y adivino que con su ayuda ganarán mis amigas el pleito... Como que es de justicia que lo ganen. ¡Pobre familia! Mi Sr. D. Francisco les lleva la suerte... Arrimamos el hombro, y pleito ganado. La parte contraria hecha un trapo miserable; y usted... No, no se han inventado todavía los números con que poder contar los millones que va usted a tener... ¡Perro, si no lo merece, por testarudo y por los moños que se pone!... ¡Menudo pleitazo! Sepa (bajando la voz, en tono de confidencia misteriosa), sepa D. Francisco, que cuando lo ganen, poseerán todita la huerta de Valencia, toditas las minas de Bilbao, medio Madrid en casas, y dos terceras partes de la Habana, en casas también... Ítem, una faja —13→ de terreno de veinte y tantas leguas, de Colmenar de Oreja para allá, y tantas acciones del Banco de España como días y noches tiene el año; con más siete vapores grandes, grandes, y la mitad, próximamente, de las fábricas de Cataluña... Ainda mais, el coche correo de colleras que va de Molina de Aragón a Sigüenza, un panteón soberbio en Cabra, y no sé si treinta o treinta y cinco ingenios, los mejorcitos, de la isla de Cuba... y añada usted la mitad del dinero que trajeron los galeones de América, y todo el tabaco que da la Vuelta Abajo, y la Vuelta Arriba, y la Vuelta grande del Retiro...».

Y no dijo más, o no pudo entender don Francisco las cláusulas incoherentes que siguieron, y que terminaron en gemidos cadenciosos. Mientras doña Lupe agonizaba, paseábase en el gabinete próximo con la cabeza mareada de tanto ingenio de Cuba y de tanto galeón de América como le metió en ella, con exaltación de moribunda delirante, su infeliz amiga.

La cual tiró hasta las tres de la mañana. Hallábase mi hombre en la sala, hablando con una vecina, cuando entró el clérigo Nicolás Rubín, y consternado, pero sin perder su pedantería en ocasión tan grave, exclamó: Transit.

«¡Bah!, ya descansó la pobrecita» -dijo Torquemada, —14→ como dando a la difunta el parabién por la terminación de su largo padecimiento. No quiere decir esto que no sintiese la muerte de su amiga: pasados algunos minutos después de oído aquel lúgubre transit, notó un gran vacío en su existencia. Sin duda doña Lupe le había de hacer mucha falta, y no encontraría él, a la vuelta de una esquina, quien con tanta cordura y desinterés le aconsejase en todos los negocios. Caviloso y triste, midiendo con vago mirar del espíritu las extensiones de aquella soledad en que se quedaba, recorrió la casa, dando órdenes para lo que restaba que hacer. No faltaron allí parientes, deudos y vecinas que, con buena voluntad y todo el cariño que se merecía la difunta, le hicieron los últimos honores, esta rezando cuanto sabía, aquella ayudando a vestirla con el hábito del Carmen. De acuerdo con el presbítero Rubín, dictó D. Francisco acertadas disposiciones para el entierro, y cuando estuvo seguro de que todo saldría conforme a los deseos de la finada y al decoro de la familia y de él mismo, pues como amigo tan antiguo y principal, al par de la propia familia se contaba, retirose a su domicilio, echando suspiros por la escalera abajo y por la calle adelante. Ya despuntaba la aurora, y aún se oían, a lo largo de las calles obscuras, pitidos de —15→ pitos del Santo, sonando estridentes por haberse cascado el tubo de vidrio. Oía también D. Francisco pasos arrastrados de trasnochantes y pasos ligeros de madrugadores. Sin hablar con nadie ni detenerse en parte alguna, llegó a su casa en la calle de San Blas, esquina a la de la Leche.

- II -

Sin permitirse más descanso que unas cinco horas de catre y hora y media más para desayuno, cepillar la ropita negra y ponérsela, calzarse las botas nuevas y echar un ojo a los intereses, volvió el usurero a la casa mortuoria, recelando que no harían poca falta allí su presencia y autoridad, porque las amigas todo lo embarullaban, y el sobrino cura no era hombre para resolver cualquier dificultad que sobreviniese. Por fortuna, toda iba por los trámites ordinarios. Doña Lupe, de cuerpo presente en la sala, dormía el primer sueño de la eternidad, rodeada de un duelo discreto y como de oficio. Los parientes lo habían tomado con calma, y la criada y la portera mostraban una tendencia al consuelo que había de acentuarse más cuando se llevasen el cadáver. Nicolás Rubín hociqueaba en su breviario con cierto recogimiento, entreverando —16→ esta santa ocupación con frecuentes escapatorias a la cocina para poner al estómago los reparos que su debilidad crónica y el cansancio de la noche en claro exigían.

De cuantas personas había en la casa, la que expresaba pena más sincera y del corazón era una señora que Torquemada no conocía, alta, de cabellos blancos prematuros, pues su rostro cuarentón y todavía fresco no armonizaba con la canicie sino en el concepto de que esta fuese gracia y adorno más que signo de vejez; bien vestida de negro, con sombrero que a D. Francisco le pareció una de las prendas más elegantes que había visto en su vida; señora de aspecto noble hasta la pared de enfrente, con guantes, calzado fino de pie pequeño, toda ella pulcra, decente, requetefina, despidiendo de su persona lo que Torquemada llamaba olorcillo dearistocracia. Después de rezar un ratito junto al cadáver, pasó la desconocida al gabinete, adonde la siguió el avaro, deseoso de meter baza con ella, haciéndole comprender que él, entre tanta gente ordinaria, sabía distinguir lo fino y honrarlo. Sentose la dama en un sofá, enjugando sus lágrimas, que parecían verdaderas, y viendo que aquel estafermo se le acercaba sombrero en mano, le tuvo por representación de la familia, que hacía los honores de la casa.

—17→

«Gracias -le dijo-, estoy bien aquí... ¡Ay, qué amiga hemos perdido!».

Y otra vez lágrimas, a las que contestó el prestamista con un suspiro gordo, que no le costó trabajo sacar de sus recios pulmones.

«¡Sí señora, sí, qué amiga, qué sujeta tan excelente...! ¡Como disposición para el manejo... pues... y como honradez a carta cabal, no había quien le descalzara el zapato! ¡Siempre mirando por el interés, y haciendo todas las cosas como es debido...! Para mí es una pérdida...».

-¿Y para mí? -agregó la dama con vivo desconsuelo-. Entre tanta tribulación, con los horizontes cerrados por todas partes, sólo doña Lupe nos consolaba, nos abría un huequecito por donde viéramos lucir algo de esperanza. Cuatro días hace, cuando creíamos que la maldita enfermedad iba ya vencida, nos hizo un favor que nunca le pagaremos...

Aquello de no pagar nunca sonó mal en los oídos de Torquemada. ¿Acaso era un préstamo el favor indicado por la aristócrata?

«Cuatro días hace, me hallaba yo en mi finca de Cadalso de los Vidrios -dijo, haciendo una o redondita con dos dedos de la mano derecha-, sin sospechar tan siquiera la gravedad, y cuando me escribió el sobrino sobre la gravedad, vine corriendo. ¡Pobrecita! Desde —18→ el 13 por la noche, su caletre, que siempre fue como un reloj, ya no marchaba, no señora. Tan pronto le decía a usted cosas que eran como los chorros de la verdad, tan pronto salía con otras que el Demonio las entendiera. Todo el día 14 se lo pasó en una tecla que me habría vuelto tarumba si no tuviera un servidor de usted la cabeza más firme que un yunque. ¿Qué locura condenada se le metió en la jícara, barruntándole ya la muerte? Figúrese si estaría tocada la pobrecita, que me cogió por su cuenta, y después de recomendarme a unas amigas suyas a quienes tiene dado a préstamo algunos reales, se empeñaba en...».

-En que usted ampliase el préstamo, rebajando intereses...

-No, no era eso. Digo, eso y algo más: una idea estrafalaria, que me habría hecho gracia si hubiera estado el tiempo para bromas. Pues... esas amigas de la difunta son unas que se apellidan Águilas, señoras de buenos principios, según oí, pobres porfiadas, a mi entender... Pues la matraca de doña Lupe era que yo me había de casar con una de las Águilas, no sé cuál de ellas, y hasta que cerró la pestaña, me tuvo en el suplicio de Tártaro con aquellos disparates.

-Disparates, sí -dijo la señora gravemente-, —19→ pero en ellos se ve la nobleza de su intención. ¡Pobre doña Lupe! No le guarde usted rencor por un delirio. ¡Nos quería tanto...! ¡Se interesaba tanto por nosotras...!

Suspenso y cortado, D. Francisco contemplaba a la señorona, sin saber qué decirle.

«Sí -añadió esta con bondad, ayudándole a salir del mal paso-. Esas Águilas somos nosotras, mi hermana y yo. Yo soy el Águila mayor... Cruz del Águila... No, no se corte; ya sé que no ha querido ofendemos con eso del supuesto casorio... Tampoco me lastima que nos haya llamado pobres porfiadas...».

-Señora, yo no sabía... perdóneme.

-Claro, no me conocía; nunca me vio, ni yo tuve el gusto de conocerle... hasta ahora, pues por las trazas paréceme que hablo con el Sr. D. Francisco Torquemada.

-Para servir a usted... -balbució el prestamista, que se habría dado un bofetón en castigo de su torpeza-. ¿Conque usted...? Muy señora mía; haga cuenta que no he dicho nada. Lo de pobres...

-Es verdad, y no me ofende. Lo de porfiadas se lo perdono: ha sido una ligereza de ésas que se escapan a las personas más comedidas cuando hablan de lo que desconocen...

-Cierto.

-Y lo del casamiento, tengámoslo por una —20→ broma; mejor dicho, por un delirio de moribundo. Tanto como a usted le sorprende esa idea, nos sorprende a nosotras.

-Y era una idea sola, una idea clavada, que le cogía todo el hueco de la cabeza, y en ella estaba como embutido todo su talento... ¡Y lo decía con un alma! Y era, no ya recomendación, sino un suplicar, un rogar como se pide a Dios que nos ampare... Y para que se muriera tranquila tuve que prometerle que sí... ¡Ya ve usted qué desatino!... Digo que es desatino en el sentido de... Por lo demás, como honra para mí, ¡cuidado!, supóngase usted... Pero digo que para aplacarle el delirio, yo le aseguraba que me casaría, no digo yo con las señoras Águilas mayores y menores, sino con todas las águilas y buitres del cielo y de la tierra... Naturalmente, viéndola tan sofocada, no podía menos de avenirme; pero en mi interior, naturalmente, echaba el pie atrás, ¡caramba!, y no por el materialismo del matrimonio, que... ya digo... mucha honra es para mí, si no por razones naturales y respectivas a mí mismo, como edad, circunstancias...

-Comprendido. Nosotras, si Lupe nos hubiera hablado del caso, habríamos contestado lo mismo, que sí... para tranquilizarla; y en nuestro fuero interno... ¡Oh! ¡Casarse —21→ con...! No es desprecio, no... Pero, respetando, eso sí, respetando a todo el mundo, esas bromas no se admiten, no señor; no pueden admitirse... Y ahora, Sr. D. Francisco...

Levantose, alargando la mano fina y perfectamente enguantada, que el avaro cogió con muchísimo respeto, quedándose un rato sin saber qué hacer con ella.

«Cruz del Águila... Costanilla de Capuchinos, la puerta que sigue a la panadería... piso segundo. Allí tiene usted su casa. Vivimos los tres solos, mi hermana y yo, y nuestro hermano Rafael, que está ciego».

-Por muchos años... digo, no: no sabía que estuviera ciego su hermanito. Disimule... A mucha honra...

-Beso a usted la mano.

-Estimando a toda la familia...

-Gracias...

-Y... lo que digo... Conservarse.

Acompañola hasta la puerta, refunfuñando cumplidos, sin que ninguno de los que imaginó le saliera correcto y airoso, porque el azoramiento le atascaba las cañerías de la palabra, que nunca fueron en él muy expeditas.

«¡Valiente plancha acabo de tirarme!» -bramó airado contra sí mismo, echándose atrás el sombrero, y subiéndose los pantalones con movimiento de barriga ayudado de —22→ las manos. Maquinalmente se metió en la sala, sin acordarse de que allí estaba, entre velas resplandecientes, la difunta; y al verla, lo único que se le ocurrió fue decirle con el puro pensamiento:

«¿Pero usted... ¡ñales!, por qué no me advirtió...?».

- III -

Todo aquel día estuvo el avaro de malísimo temple, sin poder apartar del pensamiento su turbación infantil ante la dama, cuya figura y aristocrático porte le cautivaban. Era hombre muy pagado de las buenas formas y admirador sincero de las cualidades que no poseía, entre las cuales contaba en primer término, con leal modestia, la soltura de modales y el arte social de los cumplidos. Pensó que la tal doña Cruz habría bajado la escalera riéndose de él a todo trapo, y se la imaginaba contando el caso a la otra hermana, y partiéndose las dos de risa, llamándole gaznápiro y... ¡sabe Dios lo que le llamarían! Francamente, él tenía su puntillo de amor propio como cualquier hijo de vecino, y su dignidad y todos los perendengues de un sujeto merecedor de ocupar puesto honroso en la sociedad. Poseía fortuna suficiente (bien —23→ ganadita con su industria), para no hacer el monigote delante de nadie, y eso de ser él personaje de sainete no le entraba... ¡cuidado! Verdad que, en el caso de aquel día, él tuvo la culpa, por haber hecho befa de las señoras del Águila, llamándolas pobres porfiadas en la propia fisonomía del rostro de la mayor de ellas, tan peripuesta, tan política, en toda la extensión de la palabra... ¡Ay!, al recordarlo le subían ardores a la cara y apretaba los puños. Porque verdaderamente, ya podía haber sospechado que aquella individua era... quien era. Y sobre todo, ningún hombre agudo dice cosas en desprecio de nadie delante de personas desconocidas, porque el diablo las carga, y cuando menos se piensa salta un compromiso... Hay que mirar lo que se parla, so pena de no poder meter el cuezo en cotarro de gente fina. «Yo -decía poniendo término a sus meditaciones, porque había llegado la hora de la conducción del cuerpo- tengo pesquis, bastante pesquis, comprendo todo muy bien. Dios no me ha hecho tonto, ni medio tonto, ¡cuidado!, y entiendo el trasteo de la vida. Pero ello es que no tengo política, no la tengo: en viéndome delante de una persona principal, ya estoy hecho un zángano y no sé qué decir, ni qué hacer con las manos... Pues hay que aprenderlo, ¡ñales!, que cosas más difíciles se —24→ aprenden cuando sobran buena voluntad y entendederas... Ánimo, Francisco, que a nuevas posiciones, nuevos modos, y el rico no es bien que haga malos papeles. ¡Bueno andaría el mundo, si los hombres de peso, los hombres afincados, los hombres de riñón cubierto fueran cuento de risa!... ¡Eso no, no, no!».

En el largo trayecto fúnebre, en la monotonía de aquel paseo perezoso y triste, los mismos pensamientos le acometieron. Delante veía el monstruoso y feísimo armatoste del carro mortuorio, con balances de barco; su cerebro se aletargaba con el rumor lento, sin solución ni fin, de las llantas de las ruedas rayando el suelo polvoroso de los mal cuidados caminos. Como unos veinte simones iban detrás del coche de cabecera, ocupado por don Francisco, Nicolás Rubín, otro clérigo y un señor, pariente lejano de doña Lupe, personas las tres que al usurero le cargaban, y más en aquella ocasión, por tenerlas tan cerca y sin poder zafarse de ella. No era Torquemada hombre para estar tanto tiempo embutido en angosto cajón, entre tipos que le daban de cara, y no hacía más que cambiar de postura, apoyándose ya en una, ya en otra cadera. Le estorbaban sus piernas y las de Nicolás Rubín, su chistera y la teja del otro cura; le estorbaban el continuo fumar y la charla de —25→ aquellos tres puntos, que no sabían hablar más que del matute y de lo perdido que andaba el Ayuntamiento.

Sin dignarse arrojar en la conversación más que algún vocablo afirmativo para que lo royeran, como hueso, aquellos pelagatos, que no poseían fincas en Cadalso de los Vidrios ni casas en Madrid, Torquemada seguía tejiendo en su meollo la tela empezada en la casa mortuoria.

«Lo que digo, no tengo política... y hay que gastar política para ponerse a la altura que corresponde. ¿Pero cómo había yo de aprender nada tocante a la buena forma, si en mi vida he tratado más que con gente ordinaria?... Esta pobre doña Lupe, que en gloria esté, también era ordinaria, ¿qué duda tiene? No la ofendo, no, ¡cuidado!, persona buenísima, con mucho talento, un ojo para los negocios que ya lo quisieran más de cuatro. Pero, diga ella lo que quiera, y no la ofendo, lo que es persona fina... ¡que te quites! Intentaba serlo, y no le salía... ¡ñales!, no le salía. Su hipo era ser dama... y ¡que si quieres! Aunque se pusiera encima manteletas traídas de París, resultaba tan dama como mi abuela... ¡Ah!, para damas, las de esta mañana. Aquello sí que es del mismísimo cosechero. Y de nada le valió a mi amiga mirarse en tal espejo... —26→ Ya era tarde, ya era tarde para aprender... ¡Pobre señora! Como trastienda y disposición, eso sí, ¡cuidado!, yo soy el primero en reconocer... Pero finura, tono... ¡quiá! Si ella, como yo, no trataba más que con gente de poco más o menos. ¿Y qué es lo que oye uno al cabo del día? Burradas y porquerías. Doña Lupe, me acuerdo bien, decía ibierno, áccido y Jacometrenzo, palabras que, según me ha advertido Bailón, no se dicen así... No vaya a creer que la ofendo por eso... Cualquiera equivoca el discurso cuando no ha tenido principios. Yo estuve diciendo diferiencia hasta el año 85... Pero para eso está el fijarse, el poner oído a cómo hablan los que saben hablar... El cuento es que cuando uno es rico, y lo ha sacado a pulso con su sudor, cavilando aquí, cavilando allá, está muy mal que la gente se le ría. Los ricos deben dar el ejemplo, ¡cuidado!, así de las buenas costumbres como de los buenos modos, para que ande derecha la sociedad, y todo lleve el compás debido... Que sean torpes y mamarrachos los que no tienen sobre qué caerse muertos me parece bien. Así hay equidad; eso es lo que llaman equilibrio. Pero que los acaudalados tiren coces, que los terratenientes y los que pagamos contribución seamos unos... unos asnos, eso no, no, no».

Aún le duraba la correa de aquella meditación —27→ cuando volvían del cementerio, después de dejar los fríos despojos de la gran hacendista perfectamente ennichados en uno de los tristísimos patios de San Justo. Los tres compañeros de coche, volviendo a engolosinarse con la comidilla del matute, contaron mil cuchufletas acerca del modo de introducir aceite, y de las batallas entre los guardias y toda la chusma matutera, mientras la imaginación de Torquemada iba en seguimiento de la señora del Águila, y fluctuaba entre el deseo y el temor de volverla a ver: deseo, por probar la enmienda de su torpeza mostrándose menos ganso que en la primera entrevista; temor, porque sin duda las dos hermanas se soltarían a reír cuando le viesen, tomándole el pelo en la visita. La más negra era que forzosamente tenía que visitarlas, por encargo expreso de doña Lupe y obligación ineludible. Había convenido con su difunta amiga en renovar un pagaré de las dos damas, añadiendo cierta cantidad. Y el nuevo pagaré no sería a la orden de los herederos de la viuda de Jáuregui, sino a las de Torquemada, a quien la difunta había dejado, con aquel y otros fines, algunos fondos, de cuyo producto gozarían unos parientes pobres de su difunto esposo. Que D. Francisco habría de cumplir con recta conciencia cuantos encargos —28→ de este linaje le hizo su socia mercantil, no hay para qué decirlo. Lo difícil era cumplirlos sin personarse en el nido de las Águilas, como categóricamente le había ordenado la muerta, y aquí entraban los apuros del pobre hombre. ¿Cómo se presentaría? ¿Risueño o con cara de pocos amigos? ¿Cómo se vestiría? ¿Con los trapitos de cristianar o con los de diario? Porque pensar en evadir el careo, dando la comisión a otra persona, era un disparate; además, implicaba cobardía, deserción ante el peligro, y esto le malquistaba consigo mismo, pues su amor propio le pedía siempre apencar con las dificultades, y no volver la espalda a ninguna peripecia grave. Resolvió, pues, poner pecho a las Águilas, y en aquella duda sobre el vestir, su natural despejo triunfó de la vanidad, sugiriéndole la idea de presentarse con el traje de todos los días, la camisita limpia, eso sí, que aquella soez costumbre de la camisa de quincena ya no regía desde que el hombre empezó a ver claro en el panorama social. En suma: se presentaría tal cual era siempre, y hablaría lo menos posible, contestando con sencillez a cuanto le preguntasen. Si se reían que se rieran... ¡ñales! Pero no: probablemente le recibirían con palio, atendiendo al favor que les hacía y al consuelo que les llevaba con su visita, —29→ pues debían de estar las pobres señoras, con toda su aristocracia y su innegable finura, esperando el santo advenimiento... como quien dice.

- IV -

Elegida la hora que le pareció conveniente, encaminose el hombre a la Costanilla. La casa no tenía pérdida en calle tan pequeña y con las señas mortales de la tahona. Vio D. Francisco, arrimados a una puerta dos o tres hombres enharinados, y más arriba una tienda de antigüedades, que más bien debiera llamarse prendería. Allí era, segundo piso. Al mirar el rótulo de la tienda, lanzó una exclamación de gozo: «Pues si a este prendero le conozco yo. Si es Melchor, el que antes estaba en el 5 duplicado de la calle de San Vicente». Excuso decir que le entraron ganas de echar un párrafo con su amigo antes de subir a la visita. No tardó el prendero en darle referencias de las señoras del Águila, pintándolas como lo más decente que él se había echado a la cara desde que andaba en aquel comercio. Pobres, eso sí, como las ratas, pero si nadie en pobreza les ganaba, en dignidad tampoco, ni en resignación para llevar la cruz de su miseria. ¡Y qué educación fina, qué manera —30→ de tratar a la gente, qué meterse por los ojos y ganarse el corazón de cuantos les hablaban!... Con estas noticias sintió el avaro que se le disipaba el susto, y subió corriendo. La misma doña Cruz le abrió la puerta, y aunque estaba de trapillo (sin perjuicio de la decencia, eso sí), a él se le antojó tan elegante como el día anterior la vio, de tiros largos.

«Sr. D. Francisco... -dijo la dama, con más alegría que sorpresa, pues sin duda esperaba la visita-. Pase, pase...».

Las primeras palabras del visitante fueron torpes: «¡Cómo había de faltar!... ¿Y qué tal? ¿Toda la familia buena?... Gracias... Es comodidad». Y se metió por donde no debía, teniendo ella que decirle: «No, no; por aquí».

Su azoramiento no le impidió observar muchas cosas desde los primeros instantes, cuando Cruz del Águila le llevaba, por el pasillo de tres recodos, a la salita. Fijose en la hermosa cabeza, bien envuelta en un pañuelo de color, de modo que no se veía ni poco ni mucho la cabellera blanca. Observó también que vestía bata de lana, antiquísima, pero sin manchas ni jirones, con una toquilla blanca cruzándole el pecho, todo muy pulcro, revelando el uso continuo y esmerado de aquellas personas que saben eternizar las prendas de ropa. Lo más extraño era que tenía —31→ guantes, viejos y con los dedos tiznados.

«Dispénseme -dijo con graciosa modestia-, estaba limpiando los metales».

-¡Ah!... ¡perfectamente...!

-Porque ha de saber usted, si ya no lo sabía, que no tenemos criada, y nosotras lo hacemos todo. No, no vaya a creer que me quejo por esta nueva privación, una de las muchas que nos ha traído nuestro adverso destino. Hemos convenido en que las criadas son una calamidad, y cuando una se acostumbra a servirse a sí misma, lleva tres ventajas: primera, que no hay que lidiar con fantasmonas; segunda, que todo se hace mucho mejor y a nuestro gusto; tercera, que se pasa el día sin sentirlo, con ejercicio saludable.

-Higiénico -dijo Torquemada, gozoso de poder soltar una palabra bonita que tan bien encajaba. Y el acierto le animó de tal modo, que ya era otro hombre.

-Con permiso de usted -indicó Cruz-, seguiré. No estamos en situación de gastar muchos cumplidos, y como usted es de confianza...

-¡Oh!, sí, de toda confianza. Tráteme la señora mismamente como a un chiquillo... Y si quiere que la ayude...

-¡Quia! Eso sería ya faltar al respeto, y... De ninguna manera.

—32→

Con la cajita de los polvos en la mano izquierda y un ante en la derecha, ambas manos enguantadas, se puso a dar restregones en la perilla de cobre de una de las puertas, y al punto la dejó tan resplandeciente que de oro fino parecía.

«Ahora saldrá mi hermana, a quien usted no conoce. (Suspirando fuerte.)