Tosco clandestino - Roberto C. Avalle - E-Book

Tosco clandestino E-Book

Roberto C. Avalle

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Una novela sobre la última etapa de la vida de Agustín Tosco, el dirigente sindical combativo más respetado de la historia argentina, pero no siempre tan conocido en su humanidad. Tosco tuvo que refugiarse en la vida clandestina a mediados de la década de 1970, cercado por las amenazas de la Alianza Anticomunista Argentina que preparaban el Terrorismo de Estado. En esas circunstancias empezó a cursar una enfermedad para la cual prácticamente no pudo recibir tratamiento. Con esta ficción bien documentada, Roberto Avalle –cordobés como el "Gringo"– reconstruye en primera persona sus compañías, lecturas, convicciones, preguntas y pensamientos durante ese crudo invierno.

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Seitenzahl: 116

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Roberto C. Avalle

Tosco clandestino

 

Saga

Tosco clandestino

 

Copyright © 2019, 2022 Roberto C. Avalle and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726903270

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Juli, Joaquín y Trini.

 

A mis padres.

“Y tu alma no ha temblado, y tu corazón no ha precipitado sus latidos, y tu juicio no ha vacilado una sola vez, ni en el seno de la conflagración, ni en presencia de tus jueces”.

 

Almafuerte

El 7 de septiembre de 1966, en ocasión de una protesta contra el gobierno de facto del general Onganía, es baleado por la policía el obrero y estudiante Santiago Pampillón, quien muere días después en el Hospital de Urgencias de Córdoba.

Este hecho es el punto de partida y desencadenante de una serie de levantamientos populares que, ininterrumpidamente, se extienden por todo el territorio del país y consumen casi una década de la historia argentina.

La autoproclamada “Revolución Argentina” de Onganía, y los métodos empleados para sostenerla, provocan el repudio de la mayoría de la población, lo cual acelera los tiempos y precipita las acciones. Políticas económicas de corte conservador y la represión constante a las voces disonantes, generan una resistencia cada vez mayor al régimen, lo cual se refleja en las posiciones radicalizadas que adoptan algunos gremios. Las protestas, cada vez más frecuentes, son calladas de inmediato, utilizándose cualquier medio a tal fin, incluso el asesinato.

Estas luchas se gestan y tienen su epicentro en la ciudad de Córdoba, y encuentran en Agustín Tosco a su más decidido referente, quien encabeza la resistencia al régimen y a los sectores reaccionarios que lo apoyaban. La CGT, principal organización obrera del país, adopta como política el diálogo y la composición con el gobierno militar.

En este marco, las cada vez más virulentas muestras de disconformidad son reprimidas también con un rigor cada vez mayor. Las detenciones de estudiantes y obreros se vuelven corrientes. El encarcelamiento de opositores y las muertes de manifestantes se suceden sin pausa.

En el mes de mayo de 1969, las profundas diferencias entre la CGT nacional y su delegación de Córdoba se vuelven inocultables. Una serie de hechos represivos ocurridos en Corrientes y Rosario, obligan a la central nacional a plegarse a un paro general promovido por las delegaciones del interior, en especial por la de Córdoba. Se producen fuertes disputas respecto del día y el alcance de la medida, y en franca desobediencia a lo ordenado por la CGT nacional, en una acción rebelde y rupturista, la delegación Córdoba resuelve un paro general por treinta y seis horas con movilización activa, a partir del 29 de mayo. En esta disputa la acción de Tosco es determinante. Ese día estalla el Cordobazo.

 

Casi no pudo dormir. La ansiedad lo mantuvo en una vigilia aguda y permanente. Antes de las seis de la mañana saltó de la cama y se encerró en la cocina. Prendió la hornalla y puso agua a calentar. Mientras, se asomó por la ventana y vio en el pequeño patio la total oscuridad de la madrugada otoñal. De un bolso de lona sacó el plano y lo desplegó sobre la mesa. Apagó la hornalla. Cargó el mate, y sacudiéndolo separó el polvillo de la yerba; el aroma le recordó sus años de juventud en la pensión. Tomó el primero y lo disfrutó. Encendió un cigarrillo y comenzó a repasar los círculos y las líneas que había trazado en el plano el día anterior.

El primer círculo encerraba la intersección de General Paz y Humberto Primo, y desde ese punto bajaba una línea con dirección sur hasta La Rioja. Ahí había dibujado otro. Se desplazó hacia el oeste, en línea recta, y trazó otro más en la esquina de Chubut y Santa Rosa. Estimó que en ese punto, en un par de horas a lo sumo, comenzarían a reunirse los estudiantes del barrio Clínicas y Alberdi. A ese último lo unió con el primero, con una línea que hizo correr en sentido inverso y que atravesaba La Cañada. Desde allí trazó una perpendicular hasta Vélez Sarsfield y 27 de abril. Tomo otro mate y pitó el cigarrillo con impaciencia. Volcado completamente sobre el plano, con la punta de la lapicera corrió en línea recta hacia el sur y remarcó el círculo en el que había escrito “IKA”. Elpidio Torres ya debe estar allá—pensó. Desde ahí trazó una línea con dirección norte, hasta la intersección de Vélez Sarsfield y boulevard San Juan. Son unos nueve kilómetros —se dijo por enésima vez. Calculó mentalmente el tiempo que demorarían en avanzar los que bajarían desde el sur, desde Santa Isabel. Veinte minutos, no mucho más—pensó.

Sobre Vélez Sarsfield, entre las calles 27 de abril y Caseros, confluyeron todas las líneas que nacían de los círculos, y en ese punto trazó una cruz. Miró el plano y siguiendo los trazos con el dedo sesgado, repasó una y mil veces los círculos, las rayas y la cruz.

Por largo rato siguió repasando los hipotéticos itinerarios. Mates y cigarrillos se sucedieron uno tras otro. También hizo varias anotaciones en una pequeña libreta que sacaba y volvía a guardar con nerviosismo en el bolsillo de la camisa. Estaba excitado, con el pulso acelerado.

Una hora después golpearon la puerta de su casa de barrio Los Naranjos.

Observó por la mirilla y reconoció a los dos delegados de la UTA. Los hizo pasar de inmediato, y estos le informaron que el paro ya había comenzado, que no había ni un solo colectivo en la calle. Ante la sorpresa de los visitantes, Tosco, transfigurado y a los gritos les espetó: ¡Diganmé cómo carajo van a llegar los de Santa Isabel hasta el centro! Los delegados, aterrados, guardaron silencio.

Inmediatamente se puso una campera y salió a toda velocidad de la casa.

Al llegar al sindicato eran pocos los que ya estaban reunidos, pero había movimientos no habituales que hacían presumir lo que acontecería unas horas después. La cita era para las nueve y media de la mañana y aún no eran las ocho.

Quiso llamar por teléfono a Santa Isabel; no pudo. No se preguntó si era un problema técnico o si se trataba de sabotaje. Inmediatamente, despachó a un empleado del sindicato con un breve mensaje manuscrito: “La UTA adelantó el paro, pese a lo acordado. Vengan como puedan. Tosco”.

 

Los estudiantes se fueron congregando a la hora establecida. En la marcha, al atravesar el barrio Clínicas y Alberdi, y de acuerdo a lo previsto, muchos se les fueron uniendo y así se hicieron miles por ese lado. Y pese a que algunos vecinos bajaron persianas, cancelando ventanas y balcones, otros salieron a saludar y haciendo flamear banderas, también se sumaron. Al mismo tiempo, desde el sur, avanzaron los cinco mil que mandaba Torres, las hondas al cuello y los bolsillos repletos de tuercas, bulones y cuanto trozo de acero pudieron recolectar en fábricas y talleres; y en su marcha miles más se unieron. Simultáneamente marcharon los que mandaba el Negro López. Con Tosco al frente de los suyos y de los estudiantes, todos perfectamente coordinados fueron avanzando hacia el punto prefijado.

A los que bajaban desde el sur las avanzadas les advirtieron que a mitad de camino se levantaba una colosal pared de policías, perros y caballos, y al llegar la enorme columna a ese punto, lograron cortarles el avance, por lo que se bifurcaron en dos ríos que avanzaron separados, atravesando barrios de estrechas callecitas.

Del mismo modo otra pared, en apariencia inexpugnable, alzada sobre La Cañada, cortó el avance de la columna que encabezaba Tosco, entonces obreros y estudiantes, inmediatamente, arremetieron envueltos en insultos, alaridos y amenazas, poniendo en fuga a policías, perros y caballos. A igual tiempo, unas de las columnas que bajaba desde el sur, en su avanzada se topó con otro muro que pretendía cortarle el paso; en ese momento se descargó una pesada lluvia de acero que deshizo el muro, poniendo en desbandada a los policías. En la estampida se descerrajaron los primeros tiros, y producto del tiroteo, sobre el boulevard San Juan, cayó muerto el obrero Máximo Mena, traspasado el corazón de un balazo. Y hay que decir que la bala que lo asesinó fue disparada en plena huida por un policía montado en un caballo tordillo. Eso lo saben y lo recuerdan los memoriosos.

Apenas muerto Mena, el gobernador del régimen, aterrado por los estruendos que retumbaban desde el centro, telefoneó para pasar el santo. En Buenos Aires lo atendieron y le dijeron que se quedara tranquilo, que eso ya había ocurrido varias veces, y que cualquier novedad volviera a llamar, que resolverían qué hacer.

Ganada la ciudad por la furia, y puestos en retirada los que debían contenerla y reprimirla a como diera lugar, todos los manifestantes se fundieron entre sí, amalgamándose obreros, estudiantes y vecinos; y los combates fueron intensos y no hubo descanso. Las barricadas se erigieron como fortines, y se elevaron en la mañana del otoño los primeros humos. Así, Córdoba se envolvió en un flamígero manto.

Al atardecer, las tropas del Tercer Cuerpo de Ejército, lentamente, fueron tomando las riendas de la situación. No obstante, y con la ciudad completamente a oscuras, los combates siguieron durante varias horas.

 

Cuando el ejército recuperó el control de la ciudad, el general dimensionó los estragos de la jornada. Anochecía y aullaba un viento de calamidad. Lo que quedó fue el silencio falso de sombras deambulantes bajo la luna tapada por el humo. En ese instante tuvo una íntima e inconfesable satisfacción: todo se consumía en brasas, entonces comprendió que algo extraordinario había acontecido.

El jeep se detuvo en una esquina del Clínicas, y ahí leyó escrito en una pared que ese barrio era territorio libre de América. Sonrió e hizo una pausa, encendió un pequeño cigarro y quedó como perdido en la oscuridad. Pensó en lo que había leído un segundo antes y se cagó en aquellos lirismos de tercermundistas. La respiración se le dificultó por el humo que saturaba el aire. Al ponerse en marcha de nuevo, los caños de las azoteas tintinearon desesperadamente, entonces tuvo la impresión de que alguien, no pudo identificar de dónde, gritó su nombre. Con la vista buscó en los techos, pero solamente alcanzó a distinguir el desplazamiento de sombras sobre sombras. Tres soldados apartaron los restos de una barricada, otra más, entonces con un grito seco dio a la infantería la orden de avanzar. Entre escombros anduvo unos metros más mientras las luces del vehículo abrieron un túnel tenue y amarillo en la negrura de la noche, y en ese instante el general sintió algo. Sin decir una palabra, se quitó la boina, revolvió el pelo entrecano y sintió dolorido el cuero cabelludo por las infinitas horas de tensión. El jeep continuó avanzando por la ciudad.

Al detenerse frente a la plaza Colón, vio los restos de un piano de cola que aún humeaban en medio de la avenida. Se acercó, lentamente. Con el cuchillo de paracaidista, grabado en la hoja IV Brigada de Infantería Aerotransportada, arrancó una tecla y la observó en la palma de la mano para luego apretarla fuertemente dentro del puño y guardarla en el bolsillo. La ciudad permanecía oscura y enmudecida. A una distancia indecible, cada tanto, escuchaba algunos tiros que le recordaban el estado de las cosas. Volvió a pitar el pequeño cigarro empapado de su saliva hasta consumirlo completamente y lo arrojó disparándolo con los dedos.

A tientas se desplazó por la avenida. Pisó vidrios, escombros, trozos de metal. Se detuvo, porque sí, y miró hacia abajo para sentir la densidad del día en los párpados.

Volvió a escuchar algunos tiros, pero esta vez le sonaron a nada.

Avanzó hacia los despojos de La Oriental. Entró apartando de su paso los objetos que aún quedaban en el lugar: cuadros rasgados, la barra incendiada, heladeras despanzurradas y abatidas en el suelo, pequeñas esculturas de bronce vueltas amasijo. Deambuló unos minutos. Tuvo sed, entonces buscó y rebuscó hasta hallar una canilla en lo que había sido la cocina a la que el fuego había devorado, pero por más que la forzó no obtuvo agua. La garganta le quemó. Buscó la salida, tropezó, y abandonó el lugar. En la vereda de enfrente apreció idéntico escenario.

Caminó por la calle y en todas partes yacían, aún tibios, esqueletos de autos calcinados. Vio comercios y bancos arrasados, con las mamposterías en el suelo, como si un alud les hubiera pasado por encima, y en sus paredes pintarrajeadas consignas y dibujos. Las mismas imágenes de devastación se repetían hacia los cuatro vientos de la ciudad, según le informaban a cada minuto.

La radio del jeep escupió informes sin pausa; y todos señalaban a los mismos protagonistas: los dejaron hacer —se quejó—, y señalando los árboles de la plaza, le dijo al oficial ayudante que ahí colgarían de las pelotas a los responsables del desastre. Le dieron varios nombres, muy conocidos todos, y fue innecesario que le indicaran los escondites. Supo de antemano adónde mandar las patrullas.

De un segundo a otro la ciudad se le terminó de revelar en sus despojos. Los árboles le parecieron de acero, azules, casi tan tristes como los de los cuarteles. Creyó ver las farolas de la plaza hundiéndose en la nostalgia de un tiempo que desaparecía. No sintió odio, ni temor, apenas se le encendió un recuerdo: el pelotón formado, el fusil calzado en el hombro, el pulso firme y la respiración contenida, la descarga tronando y el hombre que cayó. Volvió a ver el rostro desafiante de aquel soldado.

El general apartó el recuerdo, mantuvo la boca cerrada, el rostro duro, y miró hacia adelante sin pestañear. ¿Qué sentís ahora? —no pudo evitar preguntarse, con los labios sellados, mientras las luces de los vehículos militares se proyectaban fragmentadas en las paredes de las iglesias tiznadas por las barricadas que habían humeado hasta algunas horas antes.