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Beschreibung

Una denuncia innovadora y urgente desde la primera línea del "Trabajo Sucio", el trabajo que la sociedad considera esencial pero moralmente comprometido. Pilotos de drones que llevan a cabo asesinatos selectivos. Inmigrantes indocumentados que trabajan en los mataderos industriales. Guardias que patrullan los pabellones de las prisiones más violentas y abusivas de Estados Unidos. En 'Trabajo Sucio', Eyal Press ofrece una visión que cambia el paradigma del panorama moral de la América contemporánea a través de las historias de las personas que realizan los trabajos éticamente más problemáticos de la sociedad. Como muestra Press, cada vez estamos más protegidos y distanciados de una serie de actividades moralmente cuestionables que otras personas menos privilegiadas realizan en nuestro nombre. La pandemia de COVID-19 ha atraído una atención sin precedentes sobre los trabajadores esenciales y sobre los riesgos para la salud y la seguridad a los que están expuestos los trabajadores de prisiones y mataderos. Pero 'Trabajo Sucio' examina un conjunto menos familiar de riesgos laborales: las dificultades psicológicas y emocionales como el estigma, la vergüenza, el TEPT y el daño moral. Estas cargas recaen desproporcionadamente sobre los trabajadores con bajos ingresos, los inmigrantes indocumentados, las mujeres y las personas racializadas. A través de las conmovedoras y a veces desgarradoras historias de las personas que realizan el Trabajo Sucio de la sociedad, y examinando incisivamente las estructuras de poder y complicidad que conforman sus vidas, Press revela verdades fundamentales sobre las dimensiones morales del trabajo y los costes ocultos de la desigualdad en Estados Unidos.

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Introducción

Una tarde de mayo, en la ciudad de Fráncfort, un estadounidense llamado Everett Hughes fue a visitar a un arquitecto alemán. Era el año 1948, y Fráncfort, al igual que el resto de Alemania, había quedado reducido a escombros. Las casas derruidas apenas dejaban entrever los bulevares, que los Aliados habían bombardeado sin cesar durante la campaña aérea contra los nazis. Barrios enteros habían sido arrasados. Unas semanas antes, Hughes, junto con algunos compañeros, había conducido por las carreteras salpicadas de boquetes de la diezmada ciudad en busca de una zona que hubiera logrado mantener intactos sus escaparates y edificios residenciales a pesar de la guerra. Al rato, tuvieron que darse por vencidos. Hughes escribió en su diario: «Siempre faltaba al menos un tejado o una casa, y casi siempre la mitad o más».[1]

Sin embargo, Hughes no estaba en Fráncfort para analizar el desastre. El sociólogo de la Universidad de Chicago estaba allí para pasar un semestre impartiendo clases en el extranjero. Nacido en 1897, fue discípulo de Robert Park, antiguo periodista y asistente de Booker T. Washington, fundador a su vez de la escuela de sociología de Chicago, que subrayaba el valor de la observación directa en el estudio de lo que Park denominaba «ecología humana». Hughes era un gran observador y amante de la literatura, y contaba con una habilidad especial para detectar patrones generales en lo que podrían parecer sucesos menores y aislados. El estadounidense rara vez dejaba atrás sus diarios cuando salía de casa; en ellos apuntaba ideas que a menudo acababan plasmadas en sus trabajos académicos.

En el diario que escribió durante su estancia en Fráncfort, Hughes describió cómo se relacionaba con «intelectuales progresistas que por sus ideas generales, actitudes y pensamiento cosmopolita podrían pertenecer a cualquier país occidental». En ese sentido, la visita al arquitecto no tenía nada de especial. Estuvieron sentados en un gran estudio lleno de bocetos, tomaron té y charlaron sobre ciencia, arte y teatro. «Ojalá pudieran juntarse todas las personas inteligentes del mundo entero», comentó una profesora alemana que también estaba con ellos. En un momento de la velada, después de que la profesora se quejara de que algunos de los soldados estadounidenses con los que se había topado en Fráncfort eran bastante maleducados (la ciudad aún seguía ocupada por Estados Unidos), Hughes sacó a relucir un tema algo más delicado preguntándole si estaba al tanto de cómo se habían comportado muchos soldados alemanes durante la guerra.

El arquitecto respondió: «Cada vez que pienso en ello, me avergüenzo de lo que han hecho los míos, pero nosotros no sabíamos nada. Lo supimos todo después. Y debe tener en cuenta la presión a la que estábamos sometidos; teníamos que afiliarnos al partido, cerrar la boca y hacer lo que se nos decía. La presión que sentíamos era horrorosa».[2] Y siguió diciendo: «Aun así, me avergüenza. Pero, mire, habíamos perdido nuestras colonias e hirieron nuestro honor nacional. Y esos nazis se aprovecharon de ese sentimiento. Y los judíos, es que eran un problema […] gente de lo peor, llenos de piojos, sucios, pobres, siempre correteando por sus guetos vestidos con caftanes andrajosos. Y tras la primera guerra, llegaron aquí y se enriquecieron, no sé muy bien cómo. Ocuparon todos los cargos importantes. En los puestos de sanidad, derecho y gobierno, por cada alemán había diez judíos».

En ese momento, el arquitecto perdió el hilo de lo que estaba diciendo. «¿A qué venía todo esto?», preguntó. Hughes le recordó que se estaba quejando de cómo los judíos «habían acaparado todo» antes de la guerra.

«Ah, sí, eso. Por supuesto, esa no era la manera de solucionar el problema judío. Pero, ciertamente, había un problema, y se tenía que solucionar de alguna manera».

Pasada la medianoche, Hughes se marchó de casa del arquitecto, pero no se olvidó de la conversación que habían mantenido. A su vuelta a Norteamérica, habló de ella en una conferencia que impartió en la Universidad McGill, en Montreal. Catorce años más tarde, en 1962, publicaron una versión de su conferencia en la revista Social Problems. Para entonces ya habían surgido numerosas teorías que pretendían explicar los horrores que perpetraron los nazis y que llevaron al genocidio: la existencia de una «personalidad autoritaria» exclusivamente alemana; el fanatismo de Adolf Hitler. Hughes se centró en otro aspecto que implicaba a individuos que no tenían nada de fanáticos y que no era en absoluto exclusivo de los alemanes. El sociólogo sostenía que quienes habían llevado a cabo los espantosos crímenes bajo el mandato de Hitler no actuaban únicamente por deseo del Führer. Eran «agentes» de «gente de bien», como el arquitecto que evitaba hacer demasiadas preguntas sobre la persecución de los judíos porque, hasta cierto punto, no le parecía del todo mal.

Se han empleado diversos términos para denominar la campaña llevada a cabo por los nazis para exterminar a los judíos, como «holocausto» o «judeocidio». Hughes escogió una expresión más prosaica: lo llamó «trabajo sucio», un término que se refería a algo repugnante y desagradable pero que los estratos más respetables de la sociedad no rechazaban del todo. A partir de las reflexiones del arquitecto sobre «el problema judío», que encontraron eco en otras conversaciones que Hughes mantuvo durante su estancia en Fráncfort, llegó a la conclusión de que incluso entre las personas cultas que no eran nazis convencidos no estaba mal vista la idea de limpiar Alemania de «razas inferiores». Sobre el arquitecto, Hughes escribió lo siguiente: «Dejó muy claro que él no tenía nada que ver con esa gente y admitió que eran un problema; al parecer, estaba dispuesto a permitir que otras personas hicieran el trabajo sucio que él no habría hecho, y por el que se avergonzaba».[3]Esta era la naturaleza del trabajo sucio, tal y como la concibió Hughes: algún tipo de actividad no ética que se delega en ciertos agentes y de la que después se reniega convenientemente. Lejos de tratarse de individuos despiadados que actúan por cuenta propia, los responsables a quienes se les encarga este trabajo responden a las «exigencias inconscientes» de la sociedad.

En los últimos años, una creciente cantidad de pruebas ha confirmado que los nazis se aprovecharon de esas exigencias. En su libro Backing Hitler (Apoyando a Hitler), publicado en 2001, el historiador Robert Gellately muestra que las campañas violentas contra los judíos y otros «indeseables» no eran ningún secreto para los alemanes de a pie, que estaban al tanto de lo que ocurría y no pocas veces colaboraban en pos de la purificación de la raza. En este sentido, el artículo que Hughes publicó en Social Problems, titulado «Good People and Dirty Work» (Personas buenas y trabajo sucio), fue profético; sin embargo, tal y como repitió el investigador hasta la saciedad, su objetivo no era ese: «Si estudio el caso de la Endlösung (solución final) de los nazis y el problema judío, no lo hago para condenar a los alemanes, sino para que nos percatemos de los peligros que siempre nos acechan y están a nuestro alrededor».

Hughes, que se crio en un pequeño pueblo del Ohio rural, había vivido de cerca estos peligros. Era hijo de un pastor metodista cuyo compromiso con la tolerancia racial no gustaba al Ku Klux Klan. Cierta noche, el grupo envió a varios de sus emisarios de túnicas blancas a quemar una cruz en el jardín de la familia Hughes. Esta experiencia le inculcó un odio de por vida a cualquier tipo de chovinismo, y le hizo ver que había tendencias muy oscuras en su propia sociedad. Durante la Guerra Fría mantuvo una actitud escéptica, rehuía del patriotismo y no le convencía la idea de que Estados Unidos fuera una nación excepcional inmune a las taras morales que sufrían otros países. Después de que se publicara su artículo sobre el trabajo sucio, el sociólogo Arnold Rose escribió a la revista Social Problems quejándose de que Hughes había infravalorado la naturaleza asesina única de la ideología racial nazi. En respuesta, Hughes enfatizó una vez más que no lo había escrito teniendo en mente solo la historia alemana. «Escribí [el artículo] para dirigirme a los norteamericanos […] para que estuviéramos alerta (en especial los estadounidenses) de nuestros propios enemigos internos —afirmó—. Estamos tan acostumbrados a la violencia racial y a otros tipos de violencia que no dedicamos mucho tiempo a pensar en ello. Eso era lo que quería transmitir en mi conferencia de 1948. Y lo repito con mayor énfasis ahora, en 1963, cuando muchos de nosotros, estadounidenses, seguimos llevando a cabo linchamientos privados y torturas policiales, lo que equivale a que los cuerpos legislativos se conviertan en inquisidores y jueces penales, mientras que al resto eso no nos preocupa, no nos atrevemos a ponerle freno o no hemos encontrado la manera de pararlo».

Este intercambio sugiere que Hughes tenía interés en que surgieran preguntas sobre una dinámica que estaba convencido de que existía en todas las sociedades, y la suya no iba a ser menos. Por supuesto, no había una equivalencia moral entre las injusticias del Estados Unidos de la posguerra y las atrocidades del nazismo, que Hughes describía como «la labor de trabajo sucio social más grande y dramática que se haya visto jamás».[4] Pero para que otros tipos de trabajo sucio menos extremo que se daban en países menos autocráticos pudieran llevarse a cabo seguía siendo necesario el consentimiento tácito de la «gente de bien». De hecho, se podría decir que este consentimiento es más importante si cabe en una democracia (donde se toleran las discrepancias y los cargos públicos pueden ser destituidos por medio de votaciones) que en una dictadura como la de la Alemania nazi. Al igual que los demás habitantes de otros países democráticos, los estadounidenses tenían la libertad de cuestionarse y, en teoría, detener cualquier tipo de actividad no ética que se hiciera en su nombre. «Las preguntas se refieren a qué se hace, quién lo hace y cuál es la naturaleza del mandato que les damos los demás a quienes lo hacen. Puede que les demos la orden inconsciente de que vayan más allá de cualquier cosa que nosotros querríamos hacer o admitir», escribió Hughes.[5]

Han pasado ya más de cincuenta años desde la publicación de su artículo, y las preguntas que planteaba siguen siendo relevantes. ¿Qué tipo de trabajo sucio se lleva a cabo en el Estados Unidos contemporáneo? ¿Cuánta cantidad de este tipo de trabajo proviene de un mandato inconsciente de la sociedad? ¿Cuánta «gente de bien» prefiere no saber demasiado sobre lo que se hace en su nombre? ¿Y hasta qué punto es fácil mantenerse ignorante cuando lo que se hace se delega en una clase separada y en gran medida invisibilizada de «trabajadores sucios»?

Desde el invierno de 2020, ha quedado muy claro que el funcionamiento de nuestra sociedad está en manos de trabajadores invisibles. Esto salió a la luz durante la pandemia del coronavirus, que apremió a los políticos a establecer una cuarentena y llevó a la pérdida o suspensión de decenas de millones de empleos. La pandemia reveló hasta qué punto los estadounidenses más privilegiados, que tenían el lujo de poder trabajar desde casa, dependían de millones de trabajadores con menor sueldo (cajeras de supermercado, conductores de reparto, trabajadores de almacenes) cuyos empleos se consideraron tan fundamentales que no se les permitió dejar de trabajar. Estos trabajos recaían en su mayoría sobre mujeres y personas racializadas; se trataba de trabajadores que cobraban por hora, en condiciones duras y a la sombra de una economía global cuyos beneficios nunca llegaban a conocer. Durante la pandemia, las funciones que llevaban a cabo estos empleados recibieron una nueva denominación: «trabajo esencial». Este cambio de nomenclatura no supuso un cambio de condiciones laborales: a muchos se les siguió negando el acceso a servicios sanitarios, a bajas por enfermedad remuneradas e incluso a equipos de protección personal, aunque se estaban exponiendo a un virus que podía ser mortal; pero desveló una verdad básica, y es que la sociedad no podía funcionar sin ellos.

Sin embargo, hay otro tipo de trabajo invisibilizado que es necesario para la sociedad; un trabajo que muchas personas consideran moralmente comprometido y que está mucho más oculto: el trabajo de gestionar los centros psiquiátricos de las cárceles y prisiones de Estados Unidos, por ejemplo, que ya son las instituciones de salud mental más grandes (superando a los hospitales) en muchos estados, lo que ha llevado a actos de crueldad silenciados y a infracciones constantes de los códigos deontológicos médicos entre el personal, permitiendo que los guardias de seguridad abusen de las personas encarceladas. O el trabajo de encargarse de los «asesinatos selectivos» de las interminables guerras estadounidenses, que han ido desapareciendo de los titulares a pesar de que el número de ataques mortales que se han llevado a cabo sin apenas supervisión haya ido aumentando sin cesar.

Quienes critican los encarcelamientos en masa y los asesinatos selectivos con drones seguramente dirían que estos trabajos son de todo menos esenciales, pero son necesarios para mantener el orden social actual, ya que resuelven algunos «problemas» que muchos estadounidenses quieren que se solucionen pero sobre los que no quieren pensar demasiado, y menos aún encargarse de ellos. «Problemas» como dónde poner a todas las personas con enfermedades mentales graves que no tienen acceso a los cuidados necesarios en su comunidad, cientos de miles de las cuales han sido encerrados en cárceles y en prisiones y rápidamente olvidados. O cómo seguir luchando en guerras interminables cuando la gente ha perdido el interés en las costosas intervenciones en el extranjero y en los incómodos debates sobre la tortura y las detenciones por tiempo indefinido, un dilema que el uso de drones armados resuelve.

A lo largo del pasado año, algunos de los trabajadores que se encargan de este tipo de problemas se hicieron un poco más visibles, sobre todo los trabajadores principalmente afroamericanos y racializados que se ocupan de los mataderos de Estados Unidos donde se descuartiza a los animales en condiciones brutales —que los consumidores no llegan a ver— para poder satisfacer la gran demanda de carne barata. La pandemia del coronavirus hizo que se prestara atención a los riesgos físicos a los que se enfrentaban los trabajadores de las plantas bovinas, porcinas y avícolas, que tuvieron que permanecer en funcionamiento incluso mientras muchos empleados morían y decenas de miles caían enfermos. Los trabajadores de los mataderos, al igual que muchos otros trabajadores sucios, están normalmente expuestos a riesgos físicos extremos en su puesto de trabajo, producto de las duras condiciones de sus industrias y su relativa falta de poder. Pero están sujetos también a otro tipo de riesgos laborales, menos conocidos, debidos a la naturaleza innoble del trabajo que llevan a cabo. A muchos estadounidenses las matanzas masivas de animales en mataderos industriales, al igual que el confinamiento masivo de personas con enfermedades mentales en cárceles y prisiones, les provocan incomodidad, incluso asco y vergüenza. Estos sentimientos reflejan a su vez, inevitablemente, la percepción social que tienen de los trabajadores que se encargan de las matanzas y de los encarcelamientos, y, hasta cierto punto, cómo se ven a sí mismos los propios trabajadores. En su clásico libro The Hidden Injuries of Class, los sociólogos Richard Sennett y Jonathan Cobb reclaman que el centro de atención de los análisis de clase pase de las condiciones materiales a «las cargas morales y emocionales»[6] que tienen que soportar los trabajadores. Para quienes llevan a cabo el trabajo sucio, estas cargas son el estigma, los remordimientos, la pérdida de la dignidad y el menoscabo de la autoestima. En algunos casos pueden llevar a trastornos de estrés postraumático y «daños morales», un término que emplean los psicólogos militares para describir el sufrimiento que padecen algunos soldados tras obedecer órdenes que van en contra de los valores sobre los que sustentan su identidad.

La idea de que el trabajo puede causar daños morales no ha pasado del todo desapercibida. En el punto álgido de la pandemia del coronavirus, se escribieron múltiples artículos, a menudo con detalles conmovedores, sobre la situación de médicos y enfermeros que se veían obligados a tomar decisiones atroces ante la oleada de casos de COVID-19: ¿a qué pacientes se les proporcionaba oxígeno?, ¿cuáles había que mantener con vida? «No volveremos a ser los mismos»,[7] escribió una médica de urgencias de Nueva York que durante la pandemia estuvo trabajando en atención primaria y publicó una narración en primera persona sobre la angustia que sentían tanto ella como quienes trabajaban a su lado. Cabe destacar, eso sí, que fue necesaria una crisis sin precedentes para que los médicos se vieran en una situación como esa; una crisis que, finalmente, acabó remitiendo. Para la mayoría de los trabajadores sucios, las decisiones dolorosas y la angustia que causan son su pan de cada día debido a cómo está organizada la sociedad y a las características de sus trabajos. Es más, al contrario que el personal sanitario, estos trabajadores no cuentan con la admiración de sus conciudadanos por llevar a cabo una labor que se considera noble, sino que más bien son estigmatizados y se les reprocha que tengan trabajos de baja categoría y de último recurso.

Habrá quien defienda la idea de que quien está dispuesto a trabajar en asuntos moralmente comprometedores con el único objetivo de ganarse un sueldo merece esos reproches. Esto es lo que piensan los defensores de los derechos de los inmigrantes respecto a los agentes de patrullas fronterizas que han sido la mano ejecutora de las inhumanas políticas de inmigración de Estados Unidos de estos últimos años. Es también el motivo por el que los activistas por la paz acusan a los pilotos de drones encargados de llevar a cabo asesinatos selectivos de tener las manos manchadas de sangre. Y, hasta cierto punto, tienen razón. Quienes se encargan del trabajo sucio, cuyas historias vamos a conocer a lo largo de las próximas páginas, no son las principales víctimas del sistema al que sirven; de hecho, para quienes sufren las consecuencias de sus acciones, no son víctimas en absoluto: son perpetradores, encargados de funciones que a menudo causan un inmenso sufrimiento y dolor.

Pero señalar como únicos culpables a quienes llevan a cabo estas acciones puede ser una manera útil de ocultar las dinámicas de poder y las capas de complicidad que perpetúan su conducta. También sirve para desviar la atención de las desventajas estructurales que determinan quién se acaba encargando de estas cosas. Aunque en Estados Unidos haya trabajo sucio de sobra, su reparto no es nada aleatorio. Como veremos, esta carga recae de manera desproporcionada sobre quienes tienen menos opciones y oportunidades, como las personas sin estudios superiores que viven en zonas rurales empobrecidas, los inmigrantes indocumentados, las mujeres y las personas racializadas. Al igual que los trabajos con sueldos irrisorios y que conllevan riesgos físicos, este tipo de labor se reserva para los menos privilegiados, que no cuentan con las habilidades y la titulación necesaria ni con la movilidad y el poder social que sí tienen los ciudadanos más ricos y con mayor nivel educativo.

Los dilemas y las experiencias de estos trabajadores hablan mucho del Estados Unidos contemporáneo y arrojan luz sobre una dimensión de la desigualdad a la que los economistas han prestado poca atención. Generalmente, la desigualdad se suele medir y describir teniendo en cuenta dos aspectos: la concentración de la riqueza en cada vez menos gente y la congelación salarial. Para comunicar estos datos se emplean estadísticas que dramatizan cuán pocos estadounidenses se han beneficiado del crecimiento económico de las últimas décadas. Y es que las estadísticas son dramáticas de verdad. Según los economistas Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, la parte de la renta nacional que se lleva el 1 por ciento más rico de los estadounidenses casi se ha duplicado entre 1980 y 2014, mientras que la parte que se lleva la franja inferior se ha desplomado prácticamente a la mitad. Según otro estudio, las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos tienen ahora más riqueza que la de todos los afroamericanos juntos.

Sin embargo, la desigualdad económica refleja y refuerza algo más: la desigualdad moral. Del mismo modo que los ricos y los pobres viven en mundos totalmente diferentes, también existe un gran abismo entre las personas que llevan a cabo los trabajos más ingratos y éticamente comprometidos en Estados Unidos y aquellas que quedan exentas de estas actividades. Como el resto de las cuestiones de una sociedad que ha ido haciéndose cada vez más desigual, la carga de ensuciarse las manos (o el beneficio de tener la conciencia tranquila) depende cada vez más de los privilegios, de la posibilidad de distanciarse de los lugares aislados en los que se desarrolla el trabajo sucio, dejando que sean otros quienes se ocupen de los detalles más sórdidos. Las personas menos afortunadas no solo tienen más probabilidades de dedicarse a estos trabajos, sino que también es más frecuente que se las culpabilice por ello: cuando sale a la luz algún caso de violencia sistémica permitida y a veces incluso incentivada por sus superiores, se les echa la culpa a estas personas acusándolas de ser «mala gente». Los políticos y los medios de comunicación suelen referirse a estos momentos, en los que el sistema queda expuesto, como «escándalos», y se centran en los individuos corruptos exhibiendo un alarde de ira que puede acabar por ocultar las injusticias más mundanas y cotidianas. Mientras tanto, los cargos superiores y la «gente de bien» que condenan tácitamente lo que ha ocurrido quedan exentos de culpa, libres para declarar que no sabían nada de lo que pasaba y para juzgar a los chivos expiatorios, que quedan señalados.

Por supuesto, no todos los trabajadores sucios creen que lo que están haciendo esté mal; algunos disfrutan con ello. Es más, se podría argumentar que en toda sociedad resulta inevitable llevar a cabo cierta cantidad de trabajo sucio, y que muchos trabajadores de mayor estatus tampoco son trigo limpio, como los banqueros de Wall Street que venden productos financieros cuestionables o los ingenieros de software que diseñan mecanismos de seguimiento ocultos que permiten a las empresas recopilar datos personales de los usuarios sin su conocimiento. Pero para esta élite su trabajo tiene ventajas significativas: en el caso de los banqueros de Wall Street, un salario generoso más comisiones; en el caso de los ingenieros de software, un lugar en los altos puestos de la meritocracia. En una sociedad en la que el éxito en lo mundano lleva tiempo percibiéndose como señal de ser una persona de valor, lograr este tipo de puestos tiene una valencia moral positiva y confiere virtudes a los ganadores que han llegado a lo alto de la cima social. Los meritócratas de éxito pueden también sentirse más seguros para quejarse o presentar su dimisión cuando son presionados para hacer algo éticamente comprometedor: tomar esa decisión no es que no suponga ningún riesgo, pero conseguir otro puesto con buenas condiciones es muchísimo más fácil para quienes tienen formación y estudios.

Los trabajadores sucios que se presentan en este libro no cuentan con ese privilegio. Muchos se sienten atrapados por lo que hacen, se aferran a su trabajo para poder llegar a fin de mes y no tienen ninguna alternativa. No todos los trabajadores son pobres. Para algunos, hacer trabajo sucio puede ser la manera de salir de la pobreza. En algunos casos, es el único empleo al que pueden acceder que les ofrece algún tipo de seguro de salud o con el que ganan algo más que el salario mínimo. Pero el precio que pagar por una mayor cobertura sanitaria o un mejor sueldo es muy alto: el sentimiento de sentirse despreciado y deshonrado, el mancharse las manos en un trabajo de mala reputación. En la medida en que su vida depende de este tipo de trabajos, los empleados cargan con una doble cruz, ya que padecen la precariedad económica y, al mismo tiempo, soportan el peso de un trabajo moralmente comprometedor.

El significado común de «trabajo sucio» es el de una tarea ingrata, desagradable. Sin embargo, en este libro, el término se refiere a algo diferente y más específico. Para empezar, se trata de un trabajo que causa daños considerables, ya sea a otras personas, a animales no humanos o al medioambiente, y a menudo mediante el uso de la violencia. En segundo lugar, requiere que sea algo que la «gente de bien» (es decir, los miembros respetables de la sociedad) vea como algo malo, moralmente comprometedor. En tercer lugar, es un trabajo perjudicial para las personas que lo hacen, lo que las lleva a sentirse despreciadas y estigmatizadas por los demás o a sentir que están traicionando sus propios valores e ideales más arraigados. Por último, y lo que es más importante, está supeditado a un mandato no verbalizado de la «gente de bien», que lo considera un trabajo necesario para mantener el orden social, pero no lo aprueba explícitamente y, llegado el caso, puede desvincularse de las responsabilidades que conlleva. Para que esto sea factible, el trabajo tiene que recaer sobre «otras» personas: por eso el mandato se basa en la creencia de que alguien se ocupará del trabajo pesado día tras día.

El presente libro no ofrece una lista exhaustiva de todos los trabajos que comparten estas características, sino que se centra en estudiar una serie de casos que ponen de manifiesto las dinámicas del trabajo sucio en diferentes aspectos de la vida en Estados Unidos. En la parte I se examina el trabajo sucio que tiene lugar en el interior de los centros psiquiátricos de las cárceles del país, que son a menudo escenario de abusos escalofriantes. Es sencillo culpar de estos abusos a los agentes que ostentan los cargos más bajos y que se comportan de manera sádica, pero hay que recordar que los guardias de nuestras cárceles y prisiones son los agentes de una sociedad que ha criminalizado las enfermedades mentales, haciendo que la brutalidad y la violencia resulten prácticamente inevitables. La parte II se centra en otro tipo de violencia: la que llevan a cabo desde la distancia los analistas de imágenes que ayudan a seleccionar los objetivos de ataques letales con drones. Los agentes gubernamentales suelen describir este tipo de ataques como «precisos» y «quirúrgicos»; es decir, lo contrario a sucios. Como veremos, la realidad para muchos «soldados virtuales» es mucho más perturbadora, lo que nos lleva a pensar que la distancia y la tecnología pueden aumentar la problemática moral de la guerra y la violencia, más que disminuirla. Al igual que los trabajadores de las prisiones, los combatientes que participan en programas de drones llevan a cabo funciones pautadas por el Gobierno; ponen en marcha políticas que se supone que cuentan con el apoyo de las autoridades y de muchos ciudadanos. Pero el trabajo sucio también puede tener lugar en instituciones que no tienen una conexión formal con el Estado, como son los mataderos industriales, que es a donde nos lleva la parte III. También los trabajadores de estos mataderos son nuestros agentes, no porque lleven a cabo funciones públicas, sino porque su trabajo está relacionado con nuestros hábitos de consumo. El estilo de vida de muchos estadounidenses (la comida que comemos, los coches que conducimos) se sustenta en el trabajo sucio. En la parte final del libro, me centraré en mostrar que esta realidad no es exclusiva de Estados Unidos, sino que está presente en la mayor parte del mundo, y examinaré el trabajo sucio que se oculta en el lubricante del capitalismo global: los combustibles fósiles que los trabajadores sucios extraen mediante perforaciones y fracking en lugares como el golfo de México; el cobalto que se extrae de África para que pueda llegar a los dispositivos inalámbricos que han permitido la revolución digital.

Una característica que comparten casi todos los tipos de trabajo sucio es que están ocultos, lo que facilita a la «gente de bien» no verlo ni pensar en ello. El deseo de no presenciar lo que es sucio o repugnante no es nada nuevo. Sigmund Freud, en El malestar en la cultura, decía lo siguiente: «Cualquier forma de desaseo nos parece incompatible con la cultura. […] Ni siquiera nos asombramos cuando alguien llega a establecer el consumo de jabón como índice de cultura».[8] Entre los pensadores sobre los que influyó Freud está el teórico social alemán Norbert Elias, cuyo trabajo más reconocido, un estudio de dos volúmenes titulado El proceso de la civilización, sigue el recorrido de la moral y los modales de Occidente y muestra cómo se fueron apartando paulatinamente de la vida pública aquellos comportamientos que pasaron a considerarse perturbadores o desagradables (como escupir o mostrarse de forma violenta o agresiva). Elias acabó su libro en 1939, lo que puede explicar por qué no se le prestó atención durante varias décadas: para muchos, la sombra del nazismo supuso un desenmascaramiento de la cara salvaje de Occidente. Pero Elias no establecía un paralelismo entre el «proceso de la civilización» y el progreso moral. Al igual que Freud, lo relacionaba con una mayor cohibición social; es decir, que las prácticas consideradas más indecorosas se hacían con mayor discreción. En teoría, eso podría hacer que las cuestiones más desagradables, lejos de disminuir, se generalizaran más. Elias apuntaba lo siguiente: «Lo que sucede es que lo que se ha hecho desagradable de ver se realiza ahora entre los bastidores de la vida social. […] Esta figura de la separación, de la “relegación entre bastidores” de aquello que se ha hecho desagradable es absolutamente característica para la totalidad del proceso al que llamamos “civilización”, como podrá verse repetidas veces en esta obra».[9]

Entre bastidores es donde se desarrolla el trabajo sucio en Estados Unidos, en los cuartos y recovecos de instituciones remotas como prisiones y mataderos industriales; instituciones que suelen estar situadas en zonas aisladas con una gran concentración de población pobre y racializada. Hasta cierto punto, los trabajadores que se afanan en estos mundos apartados de todo son los «intocables» de Estados Unidos, que tienen trabajos moralmente corruptos necesarios para una sociedad que los condena en silencio y los hace invisibles. Esta invisibilidad se mantiene mediante barreras físicas, como vallas y muros que acordonan los lugares en los que se lleva a cabo el trabajo sucio, y se refuerza mediante barreras legales: leyes de confidencialidad que limitan lo que puede llegar a saber el ciudadano de a pie. Pero quizá la más importante de las barreras es la que hay en nuestra mente: los filtros mentales que bloquean aquello que nos resulta incómodo de las cosas que estamos dispuestos a consentir.

En los márgenes del diario que escribió durante su estancia en Fráncfort, Everett Hughes recogió una expresión con la que se refería a las personas que erigen este tipo de barreras: las llamaba «demócratas pasivos». Los demócratas pasivos eran personas que en principio tenían actitudes tolerantes y que «no tienen intención de hacer nada sobre absolutamente nada, excepto mantener conversaciones deliciosas e indiferentes». El problema con este tipo de gente no era que no supieran nada de las cuestiones inadmisibles que ocurrían a su alrededor, sino que les faltaba una cosa que Hughes denominaba «voluntad de saber»: para mantener su conciencia tranquila, preferían seguir en la ignorancia.

Es difícil saber qué habría ocurrido si los demócratas pasivos hubieran sido más activos durante la Alemania nazi; después de todo, vivían en una dictadura en la que las discrepancias se aplastaban y el Estado exigía una obediencia absoluta a sus ciudadanos. Pero ya hemos mencionado antes aquí que Hughes no escribió su artículo sobre el trabajo sucio pensando únicamente en la Alemania nazi: pensaba más bien en sus compatriotas estadounidenses, ciudadanos de una democracia en la que una participación activa podría marcar la diferencia y animar un debate sobre si deberían seguir permitiéndose prácticas de dudosa moralidad.

En las décadas que han seguido a la publicación del artículo de Hughes, parece que la pasividad de los estadounidenses no ha hecho más que aumentar. En las recientes elecciones a la presidencia, decenas de millones de votantes no se han molestado en ejercer un derecho por el que generaciones anteriores lucharon y murieron. Gracias a la tecnología, nunca ha sido tan sencillo que el ciudadano de a pie acceda a información; también es más fácil que nunca hacer la vista gorda y clicar en otro enlace cuando aparece algo que no nos gusta. Ahora que vivimos inmersos en la cultura de la distracción y nuestra capacidad de atención disminuye cada vez más, ¿quién tiene paciencia para adentrarse en revelaciones inquietantes que puede que nos hagan sentir implicados? ¿Qué contenidos de los que vemos en internet quedan lo suficientemente grabados en nuestra mente como para que los recordemos al día siguiente? Hay investigaciones sobre estudiantes universitarios que demuestran que la empatía ha decaído en los últimos años: junto con la voluntad de saber, parece que la voluntad de ponerse en la piel del otro también está a la baja.

Un país de demócratas pasivos es un país en el que no se hacen demasiadas preguntas cuando surgen prácticas preocupantes. Es lamentable, ya que se puede aprender mucho de la situación moral de nuestra sociedad si tiramos del hilo del trabajo sucio que se ovilla en la vida cotidiana de los estadounidenses. Como veremos, estamos todos enredados en esos hilos, aunque no los veamos. El filósofo Charles Mills sostiene que las ventajas que benefician a los blancos en las sociedades occidentales están sujetas a un «contrato racial» invisible: la aceptación implícita de que «todo aquel que no es blanco es una persona inferior» mantiene el orden racial, aunque muchos de quienes se benefician de ello no lo perciban ni lo reconozcan. También es invisible el contrato que establece el trabajo sucio, en cuyos términos se establece que quienes lo toleran y se benefician de él no tienen que saber mucho del tema. Al igual que lo que ocurre con el contrato racial, estas disposiciones no están especificadas en ningún documento formal, lo que hace que sea sencillo ignorarlas y que, cuando salen a la luz por algún motivo, también sea sencillo echar la culpa a otros o atribuirlas a fuerzas externas demasiado grandes como para que se puedan cambiar. Craso error. Por muy inamovible que parezca, el trabajo sucio de Estados Unidos no es una cuestión predeterminada, sino que es el resultado de una serie de decisiones específicas que han sido tomadas por personas con nombre y apellido, y que, en teoría, se pueden enmendar. Se trata de medidas, leyes y decisiones que se han adoptado y que hacen referencia a todo tipo de cuestiones: desde cómo se luchan nuestras guerras hasta dónde confinamos a algunos de nuestros compatriotas más vulnerables. Lo que pensamos sobre esto revela algo fundamental sobre nuestra sociedad: cuáles son nuestros valores, cuál es el orden social que inconscientemente queremos mantener y qué estamos dispuestos a aceptar que se haga en nuestro nombre.

[1]Artículos de Everett C. Hughes, Special Collections Research Center, University of Chicago Library. A menos que se indique lo contrario, todas las citas de Hughes de la introducción provienen de estos artículos.

[2]Everett Hughes, «Good People and Dirty Work», Social Problems, vol. 10, n.º 1, verano de 1962, p.5.

[3]Ibid., p. 7.

[4]Ibid., p. 3.

[5]Ibid., p. 8.

[6]Richard Sennett y Jonathan Cobb, The Hidden Injuries of Class, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1972, p. 76.

[7]Helen Ouyang, «I’m an E.R. Doctor in New York», New York Times Magazine, 14 de abril de 2020.

[8]Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents, Nueva York: W. W. Norton, 1989, p. 46 [trad. cast.: El malestar en la cultura, Madrid: Alianza Editorial, 2019].

[9]Norbert Elias, The Civilizing Process: Sociogenetic and Psychogenetic Investigations, Cambridge (Massachusetts): Blackwell, 1939, trad. del alemán al inglés de Edmund Jephcott, reeditado en 1994, p. 121 [trad. cast.: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Leganés: Fondo de Cultura Económica, 1987].

01

Doble lealtad

Al poco de que Harriet Krzykowski empezara a trabajar en la Institución Correccional de Dade, en Florida, un recluso le susurró: «Sabes que nos matan de hambre, ¿no?». Era el otoño de 2010. El Dade, una prisión estatal situada a unos sesenta y cinco kilómetros de Miami, había contratado a Harriet, profesional de la salud mental, para ofrecer a los internos con problemas clínicos de comportamiento un seguimiento de sus tratamientos médicos. El recluso estaba alojado en el centro psiquiátrico de la prisión, un lugar conocido como la Unidad Transitoria de Cuidados (UTC). Se trataba de un conjunto de edificios de dos plantas conectados mediante pasillos cubiertos y equipados con espejos unidireccionales y cámaras de vigilancia. Al principio, Harriet pensó que el hombre se estaba imaginando cosas. «Pensé: “Bueno, tendrá paranoias o será esquizofrénico”». En otro momento escuchó las quejas de otro preso, de otra zona de la UTC, que protestaba porque las bandejas de comida le solían llegar vacías a su celda. Al percatarse de que varios hombres de la UTC tenían un aspecto preocupantemente delgado, decidió trasladarle sus inquietudes a la doctora Cristina Perez, quien se encargaba de supervisar la unidad de hospitalizados.

En aquel momento Harriet tenía treinta años, la piel clara, los ojos azules y aspecto tímido. El campo de la psicología correccional atrae a un buen puñado de idealistas que tienden a ver a todos los prisioneros como víctimas de la sociedad y desconfían de cualquiera que lleve una placa de personal de seguridad; los agentes los suelen llamar «ama-matones». Sin embargo, el apelativo no describía a Harriet, que nunca había trabajado en una institución carcelaria y que llegó al Dade teniendo muy presentes los riesgos de su nuevo empleo. Sabía que en esa prisión había violadores, pedófilos y asesinos; condenados por delitos graves que no le inspiraban pena, sino temor. Harriet consideraba que los agentes de seguridad del Dade tenían una labor difícil que merecía respeto, sobre todo por proteger a aquellos empleados con menos experiencia que no llevaban la placa de seguridad. Suponía que si alguno de los agentes no se comportaba como debía, sus superiores querrían estar al tanto para tomar cartas en el asunto.

La doctora Perez, de unos cuarenta años, tenía un aire frío y sereno, y no pareció preocuparse mucho cuando Harriet le contó que había oído que «a esta gente no le están dado de comer». «No te puedes fiar de lo que te digan los reclusos», le recordó a Harriet. Cuando esta le informó de que las quejas le estaban llegando desde distintas alas de la UTC, la doctora le aseguró que aquello no era inusual, ya que los presos solían idear métodos muy innovadores para pasar mensajes por todo el centro.

Harriet también le mencionó que había escuchado que algunos guardias acosaban a los presos. Delante de ella, un guardia le había dicho a uno: «Venga, suicídate, nadie te va a echar de menos». Tampoco esto pareció escandalizar a la doctora Perez: «Las palabras se las lleva el viento». Después se acercó a Harriet y le dio un consejo: «Recuerda que tenemos que tener una buena relación laboral con el personal de seguridad».

Al poco de mantener esta conversación, a Harriet le tocó trabajar un domingo. Uno de los guardias le dijo que por cuestión de falta de personal, los internos de la UTC no iban a poder acceder al patio. El patio era un espacio cuadrado de cemento, plagado de malas hierbas y con pocas instalaciones, pero para muchas personas de la UTC era el único lugar en el que podían respirar aire fresco y hacer ejercicio. Una de las responsabilidades de Harriet en sus turnos de fin de semana era precisamente supervisar esta actividad. El domingo siguiente, se les volvió a denegar el acceso al patio, y la situación se fue repitiendo semana tras semana, siempre con explicaciones que a Harriet le sonaban cada vez más a excusas. Cuando finalmente decidió insistirle a un guardia al respecto, este le dijo: «Es el día del Señor y estamos descansando». Harriet le contó esta conversación y su frustración a la doctora Perez en un correo.

Unos días después, Harriet tenía que hacerse cargo de un «grupo psicoeducativo», una sesión de una hora durante la cual los reos se juntaban para hablar mientras ella observaba su estado de ánimo y sus sentimientos. Cuando ya había entrado una docena de participantes, levantó la vista y se dio cuenta de que el guardia que había estado hasta entonces en la puerta se había marchado. Estaba sola en una habitación llena de convictos. Harriet llevó a cabo la sesión sin incidente alguno, y pensó que seguramente habrían llamado al guardia para alguna cuestión urgente. Pero después, mientras estaba en el patio, el guardia que tenía que estar con ella también desapareció, dejándola una vez más sin protección entre los presidiarios.

Fue también en esa época cuando las puertas de metal que controlaban los guardias de seguridad para regular el tráfico entre los diferentes edificios de la UTC empezaron a abrirse más despacio para Harriet. No era infrecuente que pasaran varios minutos antes de que uno de los agentes la dejara pasar, aunque fuera ella la única empleada en un pasillo repleto de prisioneros. Harriet intentaba aparentar tranquilidad, pero al recordar estas situaciones admite que «estaba muerta de miedo».

En teoría, la UTC había sido diseñada con la idea de ofrecer a los presos con enfermedades mentales un espacio seguro en el que recibir tratamiento antes de reincorporarse a las instalaciones principales del Dade. En realidad, Harriet se dio cuenta de que muchas de las personas a su cargo permanecían encerradas en celdas aisladas durante meses. Se suponía que el aislamiento estaba reservado a individuos que hubieran cometido infracciones disciplinarias graves. En este aislamiento forzoso, con frecuencia el estado de los hombres de la UTC empeoraba rápidamente, mostrando un aspecto demacrado, afligido y la mirada perdida. «Había muchos que cuando entraban estaban ágiles y con ganas de hablar, y a los pocos meses estaban durmiendo en su celda entre sus propios excrementos», comentó Harriet.

A pesar de su inexperiencia, Harriet empezaba a dudar de que la UTC estuviera cumpliendo con la función que se le atribuía. Además, estaba convencida de que los guardias del Dade la estaban castigando por el correo electrónico que le había enviado a la doctora Pérez sobre su dificultad para acceder al patio. Pero temía que seguir quejándose de la situación solo la llevase a sufrir más represalias. Ni siquiera quiso comentárselo a Steven, su marido, por miedo a que, si le contaba sus desventuras, él le insistiera para que dejara el puesto, lo que complicaría más aún su ya precaria situación económica.

En aquella época, Harriet y su marido vivían en casa de la madre de ella, en Miami, con sus dos niños. Él era ingeniero informático y estaba en paro. Ella ganaba doce dólares a la hora en el Dade. Para ir tirando, tenían que complementar los modestos ingresos de Harriet con vales de comida y préstamos puntuales de su madre. Harriet ya estaba acostumbrada a condiciones duras como esas. Nació en un pueblo pequeño del noroeste de Misuri, y cuando tenía siete años su madre la llevó, junto con su hermana mayor, a una destartalada casa de acogida para mujeres para poder escapar de la violencia de su padre, un bebedor empedernido que aceleró la huida de su mujer y sus hijas cuando estampó al gato de la familia contra la pared. Cinco años más tarde, después de que sus padres se divorciaran, Harriet se encontró viviendo en un pueblo más pequeño aún, en el estado de Illinois, donde el sueño de su madre, que era poder dedicarse al arte (era ceramista), no tardó en irse al traste. En su lugar, sobrevivían a base de ayudas públicas y del trabajo que consiguió su madre como empleada en una gasolinera. Vivían en una casa humilde donde los armarios solían estar vacíos.

En 1998, Harriet acabó el instituto y se mudó a Miami con su madre, donde su situación económica mejoró. Su madre empezó a trabajar de enfermera, y ella se matriculó en la Universidad Internacional de Florida. Decidió estudiar Psicología, cautivada por la idea de ayudar a los demás a controlar sus impulsos destructivos para que pudieran tener una vida mejor. Pero durante un tiempo fue Harriet la que no consiguió dominar sus impulsos destructivos. Se empezó a pegar atracones y engordó veintidós kilos; después dejó de comer y perdió casi treinta. Salía mucho de fiesta y consumía muchas drogas: afrontó el choque cultural de Miami sumergiéndose en su hedonística vida nocturna. Al principio, la experiencia era muy estimulante, pero fue perdiendo el interés con el paso del tiempo. Cuando una de sus compañeras de piso dilapidó todo el dinero que tenía en drogas, Harriet se apartó de ese estilo de vida y pasó un año centrada en cuidarse. Una noche, soñó con un amigo de su infancia llamado Steven, a quien conoció en una parada de autobús cuando estaban en quinto de primaria. Se puso en contacto con él y le pidió que fuera a visitarla. Unas semanas más tarde, apareció y acabó quedándose junto a ella. En 2007, contrajeron matrimonio.

Para entonces, Harriet ya tenía su grado de Psicología y se había matriculado en un máster de salud mental, porque quería trabajar como psicóloga forense. Pero la crisis financiera de 2008 y el estallido de la burbuja inmobiliaria habían sumido a Florida en una profunda y devastadora recesión, ya que su economía se basaba en gran medida en la especulación inmobiliaria. Harriet no tuvo suerte en su búsqueda de empleo, hasta que encontró una oferta de Corizon, una empresa de contratación privada que estaba a cargo de los servicios de salud mental del Dade.

Incluso durante el punto álgido de la crisis económica había trabajo de sobra en los centros penitenciarios de Florida: la población penitenciaria del estado era la tercera más grande del país, solo por detrás de Texas y California. No es que las prisiones pudieran elegir si ofrecían o no a sus reclusos cuidado psiquiátrico: estaban obligadas por la Constitución. Gracias al caso Estelle contra Gamble, de 1976, el Tribunal Supremo de Estados Unidos estableció que «la indiferencia deliberada hacia las enfermedades graves de los reos»[10] suponía un castigo cruel y extraordinario.

Sobre la misma época, en otro caso, el de O’Connor contra Donaldson, el Tribunal Supremo dictó sentencia a favor de un hombre de Florida, llamado Kenneth Donaldson, que había sido recluido durante quince años en un hospital psiquiátrico de ese estado contra su voluntad, lo que violaba sus derechos constitucionales. La sentencia dio un gran impulso a la campaña a favor de la «desinstitucionalización» de los enfermos mentales. La penosa situación que sufrían se dramatizó en una serie de reportajes periodísticos que pusieron el foco de atención en las deplorables condiciones de los centros psiquiátricos del país: centros lúgubres y sucios donde se apiñaban pacientes catatónicos vestidos con harapos raídos. Los activistas por los derechos de las personas con discapacidad denunciaron que había asilos mentales llenos de «personas desnudas hacinadas como ganado», en palabras de un testimonio.[11] A lo largo de las décadas siguientes, estados de todo el país fueron cerrando estos centros, tanto para ahorrar dinero como para satisfacer las exigencias de los activistas.

Quienes pedían estas reformas albergaban buenas intenciones, que tenían su origen en la ley sobre salud mental comunitaria que John F. Kennedy firmó en 1963. En ella, el presidente proponía la creación de una red de quinientos centros de salud mental comunitarios para que «se sustituya la piedad fría de los cuidados asistenciales por la acogedora calidez de la comunidad».[12] Pero lograr materializar esta visión resultó ser bastante más difícil de lo que parecía, no porque tuviera puntos débiles en sí, sino por las decisiones que tomaron los políticos y las personas que los votaron. Según dice el sociólogo Christopher Jencks en su libro The Homeless (Los indigentes), los fondos que se ahorraron al cerrar los asilos se podrían haber empleado para financiar viviendas sociales y servicios para pacientes no hospitalizados. Por desgracia para los defensores de la reforma y la desinstitucionalización, los cierres coincidieron con un nuevo clima de austeridad fiscal y rebeliones de los conservadores contra los impuestos. En Washington, el Gobierno de Reagan endureció las condiciones necesarias para poder acceder a ayudas federales por discapacidad, lo que excluyó a más de un millón de personas de las listas de beneficiarios. Al mismo tiempo, los legisladores de los estados presionaban a los hospitales para que dieran el alta incluso a pacientes con enfermedades crónicas, que pronto comenzaron a inundar las calles. Para el año 1987, había en las calles 100.000 personas con enfermedades mentales y 1,7 millones más que tenían alguna enfermedad que les impedía trabajar; una situación sin parangón en otras sociedades occidentales. «Ningún otro país rico ha abandonado a sus enfermos mentales hasta este punto»,[13] señalaba Jencks.

La desinstitucionalización coincidió con otra tendencia exclusiva de Estados Unidos: una ola de medidas disciplinarias para combatir la delincuencia que fomentaron un crecimiento sin precedentes de la población encarcelada, como las sentencias mínimas obligatorias o las leyes que obligaban a cumplir parte de la condena a ciertos reos antes de ofrecer la libertad condicional. La encarcelación masiva tuvo un efecto particularmente devastador sobre la población afroamericana, a quienes se arrestaba, condenaba y encarcelaba muchísimo más que a los blancos. También tendría consecuencias igual de devastadoras sobre la población con enfermedades mentales, que acababa en las redes del sistema judicial en cantidades igual de alarmantes. En las décadas siguientes, en algunas partes del país, la proporción de personas con enfermedades mentales graves a quienes se arrestaba era de una de cada dos, a menudo por infracciones leves que eran un resultado directo de sus dolencias. En lugar de ser acogidos por la calidez de la comunidad, muchos quedaron a merced de una situación aún más fría que la de los cuidados asistenciales: el creciente archipiélago de cárceles y prisiones del país.

Llegados a 1990, las prisiones se estaban convirtiendo en los nuevos asilos de Estados Unidos; un gran depósito en el que entraba cada vez más gente que necesitaba cuidados psiquiátricos con urgencia. La situación era especialmente complicada en Florida, que, a excepción de Idaho, era el estado que menos invertía per cápita en salud mental. Al mismo tiempo, entre 1996 y 2014, el número de presos de Florida con enfermedades mentales aumentó un 153 por ciento, tres veces más rápido que el resto de la población encarcelada.

En el caso de Estelle, el Tribunal Supremo dictaminó que desatender los cuidados psiquiátricos necesarios de las personas encarceladas iba en contra de sus derechos y era inaceptable. Lo que no especificó el Tribunal fue cómo había que administrar dichos tratamientos en un ambiente de castigo en el que la principal preocupación es la seguridad. Según los expertos en ética médica, los psiquiatras de centros penitenciarios suelen sentir una «doble lealtad»; es decir, una tensión entre el impulso de ceder ante las actuaciones del personal de seguridad y el deber de cuidar a sus clientes. Como los guardias ofrecen a los empleados una protección que les resulta crucial, desafiarlos es arriesgado; pero si son demasiado permisivos, corren el riesgo de ser cómplices de prácticas que causan a sus pacientes daños muy graves.

«No seas testigo»

Tras reunirse con la doctora Perez, Harriet se dijo a sí misma que quizá estaba siendo demasiado susceptible, que los chicos eran así. Consciente de que era una recién llegada al mundo de las prisiones, se convenció de que los guardias del Dade estaban mucho más preparados que ella para saber qué hay que hacer para mantener el orden.

Una mañana, durante una reunión del personal, un psicoterapeuta llamado George Mallinckrodt expuso una visión distinta. Contó que el día anterior un paciente le había enseñado la cantidad de magulladuras horrorosas que tenía en el pecho y en la espalda. Las heridas se las había hecho un grupo de guardias, que lo esposaron, lo arrastraron hasta un pasillo estrecho y lo pisotearon sin cesar con las botas. Según dijo el psicoterapeuta, otros prisioneros corroboraron su testimonio. Durante la reunión, Mallinckrodt acusó al personal de seguridad de «sabotear nuestros casos» y exigió que se hiciera algo inmediatamente.

Harriet no asistió a esa reunión, pero se enteró de lo que había contado Mallinckrodt y, como el resto de sus compañeros, creyó que era un poco exagerado. «Pensé que “sabotear” era una palabra un poco dura, con muchas connotaciones». Se sabía que Mallinckrodt se llevaba muy bien con algunos de los presos de la UTC; demasiado bien, según Harriet: «Pensé que se estaba implicando demasiado con los pacientes y que no era capaz de ver las cosas con objetividad. Creí que se convertiría en su defensor, en un “ama-matones”, ya sabes a qué me refiero».

Harriet no tenía la menor intención de ser así, lo único que quería era hacer su trabajo, pero enseguida se dio cuenta de que su capacidad para tomar decisiones, incluso las más básicas, era muy limitada. Cuando la contrataron, la propia doctora Perez le dijo que además de ofrecer asistencia en los tratamientos individuales, se encargaría de ayudar a las personas de la UTC a participar en veinte horas de actividad semanales, que era lo que establecía la ley en ese estado. Pero cada vez que Harriet tenía alguna propuesta (musicoterapia, yoga…), sus superiores la rechazaban. El motivo que alegaban era siempre que suponía un riesgo para la seguridad, aunque las actividades tuvieran como objetivo tratar la agresividad. Un día, Harriet llevó una caja con tizas con la idea de que los presos pudieran dibujar en el suelo del patio. En otra ocasión, le dio a un hombre con esquizofrenia una pelotita roja de goma, porque pensaba que le haría bien tener un poco de estimulación táctil. Un guardia le devolvió ambas cosas, porque, al parecer, podían convertirse en un riesgo para la seguridad. Al final, Harriet empezó a pensar que le estaban dando una lección sobre cuál era su función. «El mensaje que se me transmitía constantemente era que la salud mental no puede estar por encima de la seguridad. Lo que digan los de seguridad es lo que importa».

Estas restricciones frustraban a Harriet, pero sabía por experiencia propia lo peligroso que podía ser enemistarse con los de seguridad y trabajar sin su amparo, como había sucedido después de que le enviara a la doctora Perez el correo sobre la dificultad para acceder al patio. Un día que estaba precisamente en el patio, el guardia encargado de vigilarlo le dijo que se tenía que ir un momento. «Enseguida vuelvo», le dijo. Al poco, un prisionero se acercó a Harriet por detrás y le agarró el culo. A ella se le pasó por la cabeza gritar para pedir ayuda, pero temía provocar más aún al hombre, que padecía una psicosis extrema. En vez de eso, se quedó quieta y, al rato, se fue apartando sin mirar atrás. El preso no la siguió. A pesar de ello, el incidente la dejó muy marcada. «Podía haber hecho conmigo lo que quisiera: me podría haber atacado, violado… Cualquier cosa».

Trabajar en estas peligrosas condiciones ya sería lo bastante estresante en un espacio limpio y bien organizado. El lugar de trabajo de Harriet estaba sucio y descuidado: las paredes estaban cubiertas de moho y los pasillos llenos de suciedad. Las celdas de la UTC se inundaban y no se limpiaban durante días, lo que hacía que el ambiente fuera pestilente. De los techos caían goteras constantemente, y en la sala del personal las cucarachas habían invadido la zona de la cocina, incluyendo el microondas. Para evitar usarlo, Harriet se llevaba fideos ramen para comer y los preparaba con agua del grifo de la cocina (que salía tan caliente que no tenía que hervirlos ni meterlos en el microondas).

Un sábado de junio, en 2012, Harriet estaba a punto de acabar su turno cuando oyó que un recluso de la UTC, de nombre Darren Rainey, había defecado en su celda y se negaba a limpiarla. Rainey tenía cincuenta años y era un hombre alto y de espaldas anchas que, según relató Harriet más tarde, a veces te miraba de manera inquietante, «como si quisiera verte por dentro». Lo habían encarcelado por posesión de cocaína y sufría una severa esquizofrenia.

—¿Qué le pasa a Rainey? —le preguntó Harriet a un guardia.

—Bah, no te preocupes, ahora lo llevaremos a la ducha —le respondió él.

Al escuchar eso, Harriet se quedó tranquila. «Pensé, mira qué bien, igual eso lo calma porque las duchas sientan muy bien. Una ducha agradable, tranquila, con agua calentita».

Al día siguiente, Harriet volvió al trabajo y unas enfermeras le contaron que, efectivamente, la noche anterior unos guardias llevaron a Rainey a la ducha. También le contaron que no volvió a su celda. Se desplomó cuando estaba bajo el agua. A las diez y siete minutos de la noche certificaron su muerte.

Harriet supuso que o bien había sufrido un infarto, o bien había encontrado algún modo de suicidarse. Las enfermeras le dijeron que no era eso lo que había pasado: los guardias lo habían encerrado deliberadamente en la ducha y, utilizando una manguera que controlaban desde fuera, habían dirigido contra él un chorro de agua hirviendo. El agua que pasaba por la manguera estaba a más de ochenta grados: lo suficientemente caliente como para hervir una taza de té, o, como pensó Harriet enseguida, hacer unos fideos. Más tarde se supo que Rainey tenía quemaduras en el 90 por ciento del cuerpo y que con solo tocarlo se le caía la piel.

Harriet no daba crédito, y les dijo a las enfermeras que sin duda alguna el incidente acarrearía de inmediato una investigación. Una de ellas le respondió que «no, algo harán para evitarlo».

En los días que siguieron a la muerte de Rainey, varios prisioneros de la UTC le contaron que él no había sido el único al que habían encerrado en la ducha, pero sí el primero en morir en ella. La Harriet de antes habría puesto los ojos en blanco ante esas declaraciones, pero ahora se preguntaba cómo había podido estar tan ciega. Y aunque estaba muy turbada por los hechos, no presentó ningún informe para que los guardias que mataron a Rainey sufrieran las consecuencias. Tampoco lo hizo ningún otro miembro del personal sanitario. «Me decía que alguien debería denunciar los hechos, y que debería ser alguien que trabajase aquí, pero no yo». Uno de los motivos fue el recuerdo de lo que supuso para ella plantear una queja sobre algo muchísimo menos grave. Otro era que temía que despidieran a los empleados que fueran demasiado honestos.

Esta última preocupación no era infundada. El año anterior, George Mallinckrodt, tras enterarse del incidente del preso al que habían pateado, decidió consultar la página del Departamento Correccional de Florida. En la web se establecía que cualquier empleado que sospechara que se había cometido algún tipo de abuso estaba obligado a denunciarlo. Mallinckrodt había tenido noticia del ataque por una compañera, que lo había llamado tras ser testigo de los hechos. Entre lágrimas, la sanitaria le dijo que había visto a un grupo de guardias dar una paliza al prisionero en un pasillo, pateándole con las botas en las costillas mientras el hombre se retorcía en el suelo. Ella había observado la escena a través de una ventana que daba al pasillo, en el que no había cámaras. Los guardias solo habían parado de machacar al hombre cuando ella les empezó a gritar. Todos estos detalles coincidían con lo que le contaron a Mallinckrodt los participantes de su terapia grupal, en la que la víctima se levantó la camiseta para que pudiera verle las marcas.

La compañera que le había contado esto a Mallinckrodt estaba presente en la reunión en la que él trató el tema, pero no dijo nada. Si bien estaba muy enfurecida, no tenía la más mínima intención de dar parte de ello por miedo a las represalias que pudiera sufrir si enfadaba a los guardias. Ninguno de los compañeros de Mallinckrodt respondió a su llamada a la acción.

Como nadie más lo quiso ayudar, Mallinckrodt decidió hacerlo por su cuenta. En julio de 2011, denunció los hechos tanto al Departamento Correccional de Florida como a la oficina del inspector general de Florida, en Tallahassee. Fue también entonces cuando llegó al Dade un nuevo alcaide, Jerry Cummings. Mallinckrodt