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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

“Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo,
diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña
manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible
catástrofe de nuestra marina.”

Presentamos aquí la versión ebook de la obra maestra de Benito Pérez Galdós: Trafalgar.
Una de las novelas históricas por excelencia.
Vuelve a vivir la aventura del joven Gabriel Araceli.

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria 1843 – Madrid 1920) fue un escritor y dramaturgo español, una de las figuras más emblemáticas de la literatura realista de la España del siglo XIX, considerado el más importante después del escritor español Cervantes.

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ISBN 9788899181505

 

© 2016 Infilaindiana Edizioni

Via Nuova 43/A – Santa Tecla

95024 Acireale

www.infilaindianaedizioni.com

[email protected]

 

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Veste grafica, nota introduttiva e cenni biografici

a cura di Infilaindiana Edizioni.

Nota introductoria

 

Presentamos aquí la versión ebook de la obra maestra de Benito Pérez Galdós: Trafalgar.

Una de las novelas históricas por excelencia.

Vuelve a vivir la aventura del joven Gabriel Araceli.

Notas biográficas

 

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria 1843 – Madrid 1920) fue un escritor y dramaturgo español, una de las figuras más emblemáticas de la literatura realista de la España del siglo XIX, considerado el más importante después del escritor español Cervantes.

Trafalgar

 

 

di

 

 

Benito Pérez Galdós

I

 

Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo,

diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña

manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible

catástrofe de nuestra marina.

 

Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que

cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su

parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se

dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta

parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuera de mi

madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de

mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece

indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón

de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos

parezcamos.

 

Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni

menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da

luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la

edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio a un

suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San

Vicente, acaecido en 1797.

 

Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés

propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de

las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi

edad poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la

vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como

yo, me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi

infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de

que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la

Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como

constante empleo de su espíritu el buscar y coger, ya para arrancarles y

vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia

satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.

 

La sociedad en que yo me crié era, pues, de lo más rudo, incipiente y

soez que puede imaginarse, hasta tal punto, que los chicos de la Caleta

éramos considerados como más canallas que los que ejercían igual

industria y desafiaban con igual brío los elementos en Puntales; y por

esta diferencia, uno y otro bando nos considerábamos rivales, y a veces

medíamos nuestras fuerzas en la Puerta de Tierra con grandes y ruidosas

pedreas, que manchaban el suelo de heroica sangre.

 

Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta

propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que

lucí mi travesura en el muelle, sirviendo de a los muchos ingleses que

entonces como ahora nos visitaban. El muelle era una escuela ateniense

para despabilarse en pocos años, y yo no fui de los alumnos menos

aprovechados en aquel vasto ramo del saber humano, así como tampoco dejé

de sobresalir en el merodeo de la fruta, para lo cual ofrecía ancho

campo a nuestra iniciativa y altas especulaciones la plaza de San Juan

de Dios. Pero quiero poner punto en esta parte de mi historia, pues hoy

recuerdo con vergüenza tan grande envilecimiento, y doy gracias a Dios

de que me librara pronto de él llevándome por más noble camino.

 

Entre las impresiones que conservo, está muy fijo en mi memoria el

placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra,

cuando se fondeaban frente a Cádiz o en San Fernando. Como nunca pude

satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables máquinas,

yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas

llenas de misterios.

 

Afanosos para imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos

hacíamos también nuestras escuadras, con, rudamente talladas, a que

poníamos velas de papel o trapo, marinándolas con mucha decisión y

seriedad en cualquier charco de Puntales o la Caleta. Para que todo

fuera completo, cuando venía algún cuarto a nuestras manos por

cualquiera de las vías industriales que nos eran propias, comprábamos

pólvora en casa de la tía Coscoja de la calle del Torno de Santa María,

y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval. Nuestras

flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho;

disparaban sus piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos

abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación;

cubríalas el humo, dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo

de color encontrado en los basureros; y en tanto nosotros bailábamos de

regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos ser

las naciones a que correspondían aquellos barcos, y creyendo que en el

mundo de los hombres y de las cosas grandes, las naciones bailarían lo

mismo presenciando la victoria de sus queridas escuadras. Los chicos ven

todo de un modo singular.

 

Aquélla era época de grandes combates navales, pues había uno cada año,

y alguna escaramuza cada mes. Yo me figuraba que las escuadras se batían

unas con otras pura y simplemente porque les daba la gana, o con objeto

de probar su valor, como dos guapos que se citan fuera de puertas para

darse de navajazos. Me río recordando mis extravagantes ideas respecto a

las cosas de aquel tiempo. Oía hablar mucho de Napoleón, ¿y cómo creen

ustedes que yo me lo figuraba? Pues nada menos que igual en todo a los

contrabandistas que, procedentes del campo de Gibraltar, se veían en el

barrio de la Viña con harta frecuencia; me lo figuraba caballero en un

potro jerezano, con su manta, polainas, sombrero de fieltro y el

correspondiente trabuco. Según mis ideas, con este pergenio, y seguido

de otros aventureros del mismo empaque, aquel hombre, que todos pintaban

como extraordinario, conquistaba la Europa, es decir, una gran isla,

dentro de la cual estaban otras islas, que eran las naciones, a saber:

Inglaterra, Génova, Londres, Francia, Malta, la tierra del Moro,

América, Gibraltar, Mahón, Rusia, Tolón, etc. Yo había formado esta

geografía a mi antojo, según las procedencias más frecuentes de los

barcos, con cuyos pasajeros hacía algún trato; y no necesito decir que

entre todas estas naciones o islas España era la mejorcita, por lo cual

los ingleses, unos a modo de salteadores de caminos, querían cogérsela

para sí. Hablando de esto y otros asuntos diplomáticos, yo y mis colegas

de la Caleta decíamos mil frases inspiradas en el más ardiente

patriotismo.

 

Pero no quiero cansar al lector con pormenores que sólo se refieren a

mis particulares impresiones, y voy a concluir de hablar de mí. El único

ser que compensaba la miseria de mi existencia con un desinteresado

afecto, era mi madre. Sólo recuerdo de ella que era muy hermosa, o al

menos a mí me lo parecía. Desde que quedó viuda, se mantenía y me

mantenía lavando y componiendo la ropa de algunos marineros. Su amor por

mí debía de ser muy grande. Caí gravemente enfermo de la fiebre

amarilla, que entonces asolaba a Andalucía, y cuando me puse bueno me

llevó como en procesión a oír misa a la Catedral vieja, por cuyo

pavimento me hizo andar de rodillas más de una hora, y en el mismo

retablo en que la oímos puso, en calidad de ex-voto, un niño de cera que

yo creí mi perfecto retrato.

 

Mi madre tenía un hermano, y si aquélla era buena, éste era malo y muy

cruel por añadidura. No puedo recordar a sin espanto, y por algunos

incidentes sueltos que conservo en la memoria, colijo que aquel hombre

debió de haber cometido un crimen en la época a que me refiero. Era

marinero, y cuando estaba en Cádiz y en tierra, venía a casa borracho

como una cuba y nos trataba fieramente, a su hermana de palabra,

diciéndole los más horrendos vocablos, y a mí de obra, castigándome sin

motivo.

 

Mi madre debió padecer mucho con las atrocidades de su hermano, y esto,

unido al trabajo tan penoso como mezquinamente retribuido, aceleró su

fin, el cual dejó indeleble impresión en mi espíritu, aunque mi memoria

puede hoy apreciarlo sólo de un modo vago.

 

En aquella edad de miseria y vagancia, yo no me ocupaba más que en jugar

junto a la mar o en correr por las calles. Mis únicas contrariedades

eran las que pudieran ocasionarme un bofetón de mi tío, un regaño de mi

madre o cualquier contratiempo en la organización de mis escuadras. Mi

espíritu no había conocido aún ninguna emoción fuerte y verdaderamente

honda, hasta que la pérdida de mi madre me presentó a la vida humana

bajo un aspecto muy distinto del que hasta entonces había tenido para

mí. Por eso la impresión sentida no se ha borrado nunca de mi alma.

Transcurridos tantos años, recuerdo aún, como se recuerdan las medrosas

imágenes de un mal sueño, que mi madre yacía postrada con no sé qué

padecimiento; recuerdo haber visto entrar en casa unas mujeres, cuyos

nombres y condición no puedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y

sentirme yo mismo en los brazos de mi madre; recuerdo también,

refiriéndolo a todo mi cuerpo, el contacto de unas manos muy frías, pero

muy frías. Creo que después me sacaron de allí, y con estas indecisas

memorias se asocia la vista de unas que daban pavorosa claridad en medio

del día, el rumor de unos rezos, el cuchicheo de unas viejas

charlatanas, las carcajadas de marineros ebrios, y después de esto la

triste noción de la orfandad, la idea de hallarme solo y abandonado en

el mundo, idea que embargó mi pobre espíritu por algún tiempo.

 

No tengo presente lo que hizo mi tío en aquellos días. Sólo sé que sus

crueldades conmigo se redoblaron hasta tal punto, que cansándome de sus

malos tratos, me evadí de la casa deseoso de buscar fortuna. Me fui a

San Fernando; de allí a Puerto Real. Junteme con la gente más perdida de

aquellas playas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sé cómo ni por

qué motivo fui a parar con ellos a Medinasidonia, donde hallándonos

cierto día en una taberna se presentaron algunos soldados de Marina que

hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándose cada cual donde pudo. Mi

buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí,

mostrándome gran interés, sin duda por el relato que de rodillas, bañado

en lágrimas y con ademán suplicante, hice de mi triste estado, de mi

vida, y sobre todo de mis desgracias.

 

Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y

desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de la

Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban de paso en

Medinasidonia.

 

Mis ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de

navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad.

Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño, al poco

tiempo adquirí la plaza de paje del Sr. Don Alonso, al cual acompañaba

en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y

con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí

para despertar su interés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad y

también la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer una

benevolencia a que he vivido siempre profundamente agradecido. Hay que

añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que

yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con la más

desarrapada canalla, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en

poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que algunos

años después, a pesar de la falta de todo estudio, hallábame en

disposición de poder pasar por persona bien nacida.

 

Cuatro años hacía que estaba en la casa cuando ocurrió lo que voy a

referir. No me exija el lector una exactitud que tengo por imposible,

tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el

ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin, después de una larga

vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi mano al manejar la

pluma, mientras el entendimiento aterido intenta engañarse, buscando en

el regalo de dulces o ardientes memorias un pasajero rejuvenecimiento.

Como aquellos viejos verdes que creen despertar su voluptuosidad dormida

engañando los sentidos con la contemplación de hermosuras pintadas, así

intentaré dar interés y lozanía a los mustios pensamientos de mi

ancianidad, recalentándolos con la representación de antiguas grandezas.

 

Y el efecto es inmediato. ¡Maravillosa superchería de la imaginación!

Como quien repasa hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó,

así miro con curiosidad y asombro los años que fueron; y mientras dura

el embeleso de esta contemplación, parece que un genio amigo viene y me

quita de encima la pesadumbre de los años, aligerando la carga de mi

ancianidad, que tanto agobia el cuerpo como el alma. Esta sangre, tibio

y perezoso humor que hoy apenas presta escasa animación a mi caduco

organismo, se enardece, se agita, circula, bulle, corre y palpita en mis

venas con acelerada pulsación. Parece que en mi cerebro entra de

improviso una gran luz que ilumina y da forma a mil ignorados prodigios,

como la antorcha del viajero que, esclareciendo la obscura cueva, da a

conocer las maravillas de la geología tan de repente, que parece que las

crea. Y al mismo tiempo mi corazón, muerto para las grandes sensaciones,

se levanta, Lázaro llamado por voz divina, y se me sacude en el pecho,

causándome a la vez dolor y alegría.

 

Soy joven; el tiempo no ha pasado; tengo frente a mí los principales

hechos de mi mocedad; estrecho la mano de antiguos amigos; en mi ánimo

se reproducen las emociones dulces o terribles de la juventud, el ardor

del triunfo, el pesar de la derrota, las grandes alegrías, así como las

grandes penas, asociadas en los recuerdos como lo están en la vida.

Sobre todos mis sentimientos domina uno, el que dirigió siempre mis

acciones durante aquel azaroso periodo comprendido entre 1805 y 1834.

Cercano al sepulcro, y considerándome el más inútil de los hombres,

¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la patria! En

cambio yo aún puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin

escéptico que te niega, y al filósofo corrompido que te confunde con los

intereses de un día.

 

A este sentimiento consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de

mis últimos años, poniéndole por genio tutelar o ángel custodio de mi

existencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real. Muchas cosas

voy a contar. ¡Trafalgar, Bailén, Madrid, Zaragoza, Gerona, Arapiles!...

De todo esto diré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relato no

será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea

verdadero.

II

 

En uno de los primeros días de Octubre de aquel año funesto (1805), mi

noble amo me llamó a su cuarto, y mirándome con su habitual severidad

(cualidad tan sólo aparente, pues su carácter era sumamente blando), me

dijo:

 

«Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?»

 

No supe al principio qué contestar, porque, a decir verdad, en mis

catorce años de vida no se me habíapresentado aún ocasión de asombrar

al mundo con ningún hecho heroico; pero el oírme llamar

“hombre” me llenó de orgullo, y pareciéndome al mismo tiempo

indecoroso negar mi valor ante persona que lo tenía en tan alto grado,

contesté con pueril arrogancia:

 

«Sí, mi amo: soy hombre de valor».

 

Entonces aquel insigne varón, que había derramado su sangre en cien

combates gloriosos, sin que por esto se desdeñara de tratar

confiadamente a su leal criado, sonrió ante mí, hízome seña de que me

sentara, y ya iba a poner en mi conocimiento alguna importante

resolución, cuando su esposa y mi ama Doña Francisca entró de súbito en

el despacho para dar mayor interés a la conferencia, y comenzó a hablar

destempladamente en estos términos:

 

– No, no irás... te aseguro que no irás a la escuadra. ¡Pues no faltaba

más!... ¡A tus años y cuando te has retirado del servicio por viejo!...

¡Ay, Alonsito, has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!

 

Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda

señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su

lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles

heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria. Era

una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su

belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre

de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura.

 

D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le

contestó:

 

«Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo de recibir de ese buen

Churruca, la escuadra combinada debe, o salir de Cádiz provocando el

combate con los ingleses, o esperarles en la bahía, si se atreven a

entrar. De todos modos, la cosa va a ser sonada».

 

– Bueno, me alegro-repuso Doña Francisca –. Ahí están Gravina, Valdés,

Cisneros, Churruca, Alcalá Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre

esos perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo, que no sirves

para maldita de Dios la cosa. Todavía no puedes mover el brazo izquierdo

que te dislocaron en el cabo de San Vicente.

 

Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto académico y guerrero, para

probar que lo tenía expedito. Pero Doña Francisca, no convencida con tan

endeble argumento, continuó chillando en estos términos:

 

«No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como

tú. Si tuvieras cuarenta años, como cuando fuiste a la tierra del Fuego

y me trajiste aquellos collares verdes de los indios... Pero ahora... Ya

sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha calentado los cascos anoche y

esta mañana, hablándote de batallas. Me parece que el Sr. Marcial y yo

tenemos que reñir... Vuélvase él a los barcos si quiere, para que le

quiten la pierna que le queda... ¡Oh, San José bendito! Si en mis quince

hubiera sabido yo lo que era la gente de mar... ¡Qué tormento! ¡Ni un

día de reposo!

 

Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho de

Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde, a la

Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin

verle, y al fin, si no se le comen los señores salvajes, vuelve hecho

una miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para

volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de

repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest,

a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del Primer

Cónsul... ¡Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ¡qué pronto las

pagaría todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!»

 

Mi amo miró sonriendo una mala estampa clavada en la pared, y que,

torpemente iluminada por ignoto artista, representaba al Emperador

Napoleón, caballero en un corcel verde, con el célebre redingote

embadurnado de bermellón. Sin duda la impresión que dejó en mí aquella

obra de arte, que contemplé durante cuatro años, fue causa de que

modificara mis ideas respecto al traje de contrabandista del grande

hombre, y en lo sucesivo me lo representé vestido de cardenal y montado

en un caballo verde.

 

«Esto no es vivir – continuó Doña Francisca agitando los brazos –. Dios

me perdone; pero aborrezco el mar, aunque dicen que es una de sus

mejores obras. ¡No sé para qué sirve la Santa Inquisición si no

convierte en cenizas esos endiablados barcos de guerra! Pero vengan acá

y díganme: ¿Para qué es eso de estarse arrojando balas y más balas, sin

más ni más, puestos sobre cuatro tablas que, si se quiebran, arrojan al

mar centenares de infelices? ¿No es esto tentar a Dios? ¡Y estos hombres

se vuelven locos cuando oyen un cañonazo! ¡Bonita gracia! A mí se me

estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos pensaran como yo, no

habría más guerras en el mar... y todos los cañones se convertirían en

campanas. Mira, Alonso – añadió deteniéndose ante su marido –, me parece

que ya os han derrotado bastantes veces. ¿Queréis otra? Tú y esos otros

tan locos como tú, ¿no estáis satisfechos después de la del 14?

 

D. Alonso apretó los puños al oír aquel triste recuerdo, y no profirió

un juramento de marino por respeto a su esposa.

 

«La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra – añadió la dama cada

vez más furiosa –, la tiene el picarón de Marcial, ese endiablado

marinero, que debió ahogarse cien veces, y cien veces se ha salvado para

tormento mío. Si él quiere volver a embarcarse con su pierna de palo, su

brazo roto, su ojo de menos y sus cincuenta heridas, que vaya en buen

hora, y Dios quiera que no vuelva a parecer por aquí...; pero tú no

irás, Alonso, tú no irás, porque estás enfermo y porque has servido

bastante al Rey, quien por cierto te ha recompensado muy mal; y yo que

tú, le tiraría a la cara al señor Generalísimo de mar y tierra los

galones de capitán de navío que tienes desde hace diez años... A fe que

debían haberte hecho almirante cuando menos, que harto lo merecías

cuando fuiste a la expedición de África y me trajiste aquellas cuentas

azules que, con los collares de los indios, me sirvieron para adornar

la.

 

– Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Paquita – dijo mi amo –.

Yo no puedo faltar a ese combate. Tengo que cobrar a los ingleses cierta

cuenta atrasada.

 

– Bueno estás tú para cobrar estas cuentas – contestó mi ama – : un hombre

enfermo y medio baldado...

 

– Gabriel irá conmigo – añadió D. Alonso, mirándome de un modo que

infundía valor.

 

Yo hice un gesto que indicaba mi conformidad con tan heroico proyecto;

pero cuidé de que no me viera Doña Francisca, la cual me habría hecho

notar el irresistible peso de su mano si observara mis disposiciones

belicosas.

 

Ésta, al ver que su esposo parecía resuelto, se enfureció más; juró que

si volviera a nacer, no se casaría con ningún marino; dijo mil pestes

del Emperador, de nuestro amado Rey, del Príncipe de la Paz, de todos

los signatarios del tratado de subsidios, y terminó asegurando al

valiente marino que Dios le castigaría por su insensata temeridad.

 

Durante el diálogo que he referido, sin responder de su exactitud, pues

sólo me fundo en vagos recuerdos, una tos recia y perruna, resonando en

la habitación inmediata, anunciaba que Marcial, el mareante viejo, oía

desde muy cerca la ardiente declamación de mi ama, que le había citado

bastantes veces con comentarios poco benévolos. Deseoso de tomar parte

en la conversación, para lo cual le autorizaba la confianza que tenía en

la casa, abrió la puerta y se presentó en el cuarto de mi amo.

 

Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algunas noticias, así como

de su hidalga consorte, para mejor conocimiento de lo que va a pasar.

III

 

D. Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía a una antigua familia del

mismo Vejer. Consagráronle a la carrera naval, y desde su juventud,

siendo guardia marina, se distinguió honrosamente en el ataque que los

ingleses dirigieron contra la Habana en 1748. Formó parte de la

expedición que salió de Cartagena contra Argel en 1775, y también se

halló en el ataque de Gibraltar por el Duque de Crillon en 1782.

Embarcose más tarde para la expedición al estrecho de Magallanes en la

corbeta “Santa María de la Cabeza”, que mandaba Don Antonio de

Córdova; también se halló en los gloriosos combates que sostuvo la

escuadra anglo-española contra la francesa delante de Tolón en 1793, y,

por último, terminó su gloriosa carrera en el desastroso encuentro del

cabo de San Vicente, mandando el navío “Mejicano”, uno de los

que tuvieron que rendirse.

 

Desde entonces, mi amo, que no había ascendido conforme a su trabajosa y

dilatada carrera, se retiró del servicio. De resultas de las heridas

recibidas en aquella triste jornada, cayó enfermo del cuerpo, y más

gravemente del alma, a consecuencia del pesar de la derrota. Curábale su

esposa con amor, aunque no sin gritos, pues el maldecir a la marina y a

los navegantes era en su boca tan habitual como los dulces nombres de

Jesús y María en boca de un devoto.

 

Era Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen,

devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo;

caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que he

conocido en mi vida. Francamente, yo no considero como ingénito aquel

iracundo temperamento, sino, antes bien, creado por los disgustos que la

ocasionó la desabrida profesión de su esposo; y es preciso confesar que

no se quejaba sin razón, pues aquel matrimonio, que durante cincuenta

años habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que

contentarse con uno solo: la encantadora y sin par Rosita, de quien

hablaré después. Por éstas y otras razones, Doña Francisca pedía al

cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras

europeas.

 

En tanto, el héroe se consumía tristemente en Vejer viendo sus laureles

apolillados y roídos de, y meditaba y discurría a todas horas sobre un

tema importante, es decir: que si Córdova, comandante de nuestra

escuadra, hubiera mandado orzar a babor en vez de ordenar la maniobra a

estribor, los navíos “Mejicano”, “San José”,

“San Nicolás” y “San Isidro” no habrían caído en

poder de los ingleses, y el almirante inglés Jerwis habría sido

derrotado. Su mujer, Marcial, hasta yo mismo, extralimitándome en mis

atribuciones, le decíamos que la cosa no tenía duda, a ver si dándonos

por convencidos se templaba el vivo ardor de su manía; pero ni por ésas:

su manía le acompañó al sepulcro.

 

Pasaron ocho años después de aquel desastre, y la noticia de que la

escuadra combinada iba a tener un encuentro decisivo con los ingleses,

produjo en él cierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio, pues, en

la flor de que había de ir a la escuadra para presenciar la indudable

derrota de sus mortales enemigos; y aunque su esposa trataba de

disuadirle, como he dicho, era imposible desviarle de tan estrafalario

propósito. Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta

decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme

voluntad de; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación

de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses,

ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al

mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad,

ni al cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por

Dios, más que a su bendita mujer.

 

Réstame hablar ahora del marinero, objeto del odio más vivo por parte de

Doña Francisca; pero cariñosa y fraternalmente amado por mi amo D.

Alonso, con quien había servido.

 

Marcial (nunca supe su apellido), llamado entre los marineros

Medio-hombre, había sido contramaestre en barcos de guerra durante

cuarenta años. En la época de mi narración, la facha de este héroe de

los mares era de lo más singular que puede imaginarse. Figúrense

ustedes, señores míos, un hombre viejo, más bien alto que bajo, con una

pierna de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén más abajo del codo,

un ojo menos, la cara garabateada por multitud de chirlos en todas

direcciones y con desorden trazados por armas enemigas de diferentes

clases, con la tez morena y curtida como la de todos los marinos viejos,

con una voz ronca, hueca y perezosa que no se parecía a la de ningún

habitante racional de tierra firme, y podrán formarse idea de este

personaje, cuyo recuerdo me hace deplorar la sequedad de mi paleta, pues

a fe que merece ser pintado por un diestro retratista. No puedo decir si

su aspecto hacía reír o imponía respeto: creo que ambas cosas a la vez,

y según como se le mirase.

 

Puede decirse que su vida era la historia de la marina española en la

última parte del siglo pasado y principios del presente; historia en

cuyas páginas las gloriosas acciones alternan con lamentables desdichas.

Marcial había navegado en el “Conde de Regla”, en el “San

Joaquín”, en el “Real Carlos”, en el

“Trinidad”, y en otros heroicos y desgraciados barcos que, al

parecer derrotados con honra o destruidos con alevosía, sumergieron con

sus viejas tablas el poderío naval de España.

 

Además de las campañas en que tomó parte con mi amo, Medio-hombre había

asistido a otras muchas, tales como la expedición a la Martinica, la

acción de Finisterre y antes el terrible episodio del Estrecho, en la

noche del 12 de julio de 1801, y al combate del cabo de Santa María, en

5 de octubre de 1804.

 

A la edad de sesenta y seis años se retiró del servicio, mas no por

falta de bríos, sino porque ya se hallaba completamente desarbolado y

fuera de combate. Él y mi amo eran en tierra dos buenos amigos; y como