2,99 €
Una pasión que Sienna jamás podría olvidar… Cuando Sienna, una mujer muy independiente, perdió la memoria, se vio transportada a las maravillosas noches pasadas con su exjefe, el poderoso empresario argentino Emiliano Castillo. Todavía no se había recuperado de la sorpresa causada por la noticia de que estaba embarazada cuando Emiliano la invitó a pasar unos días en una de sus islas. Al darse cuenta de que Sienna no recordaba que habían roto su relación, Emiliano decidió asegurarse de que formaría parte de la vida de su hijo, ¡y de la de Sienna!, antes de que esta recuperase la memoria. ¿Iba a poder seducirla y convencerla de que su lugar estaba allí… en su cama?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 163
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Maya Blake
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
c, n.º 2594 - diciembre 2017
Título original: The Boss’s Nine-Month Negotiation
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-713-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
NO HABÍA cambiado nada en seis años.
A Emiliano Castillo casi le sorprendió haber pensado, por un instante, que las cosas iban a ser diferentes. Como si no hubiese sabido que en su familia se hacía todo a la antigua o no se hacía.
¿No era aquel empeño en aferrarse a las tradiciones uno de los motivos por los que él les había dado la espalda?
Mantuvo la mirada fija al frente, negándose a girar la cabeza hacia los pastos donde los preciados purasangres y potrillos de la familia solían estar. Y, no obstante, no pudo evitar darse cuenta, mientras su chófer lo llevaba hasta la casa familiar, de que todo estaba curiosamente vacío.
Intentó recuperar el control de sus pensamientos. No iba a dejarse llevar por la nostalgia durante aquella visita. De hecho, tenía planeado que su viaje a la finca Castillo, que estaba a las afueras de Córdoba, en Argentina, fuese tan breve como la convocatoria que le había hecho ir.
Solo había ido por respeto a Matías, su hermano mayor. Si este hubiese podido hablar, Emiliano se habría asegurado de que su hermano les hubiese dicho a sus padres, alto y claro, que él no iba a ir desde Londres.
Pero, por desgracia, Matías no podía hablar.
Y el motivo hizo que Emiliano apretase la mandíbula y que incluso se entristeciese. Por suerte no tuvo mucho tiempo para pensar en aquello, porque el coche enseguida se detuvo delante de la elegante casa en la que habían vivido varias generaciones de orgullosos e intratables Castillo.
Las puertas dobles de roble se abrieron mientras él bajaba del coche.
Emiliano se puso tenso, ya había olvidado que hacía años que ni su madre ni su padre se dignaban a abrir la puerta, sobre todo, teniendo servicio que pudiese hacerlo por ellos.
Subió las escaleras y saludó con un rápido gesto de cabeza al viejo mayordomo. No lo recordaba de otras ocasiones y aquello le supuso un alivio. Cuantos menos recuerdos, mejor.
–Si me acompaña, el señor y la señora Castillo lo están esperando en el salón.
Emiliano se permitió pasar rápidamente la mirada por las paredes de la casa en la que había crecido, por la robusta barandilla por la que se había deslizado de niño, el antiguo armario contra el que había chocado y que había hecho que se rompiese la clavícula.
Había podido hacer todo aquello porque no había sido el primogénito. Su tiempo había sido suyo, para hacer con él lo que quisiera, porque la única persona que había contado en aquella casa había sido Matías. Aunque Emiliano no se había dado cuenta realmente de lo que significaba aquello hasta que no había llegado a la adolescencia.
Se abrochó el botón de la chaqueta del traje, volvió al presente y siguió al mayordomo dentro del soleado salón.
Sus padres estaban sentados en dos sillones idénticos, dignos del mismísimo salón del trono del palacio de Versalles. Aunque no les hacía falta ninguna exhibición de riqueza para demostrar su éxito, Benito y Valentina Castillo rezumaban un orgullo casi regio.
En ese momento ambos lo miraron con altivez e indiferencia, expresiones a las que Emiliano estaba acostumbrado, pero en aquella ocasión vio en ellos algo más.
Nervios. Desesperación.
Apartó la idea de su mente, siguió andando y besó a su madre en ambas mejillas.
–Mamá, espero que estés bien.
Ella cambió de expresión solo un instante.
–Por supuesto, aunque estaría mejor si te hubieses molestado en contestar a nuestras llamadas desde el principio, pero, como de costumbre, has preferido hacer las cosas como te ha dado la gana.
Emiliano apretó los dientes y tuvo que contenerse para no contestar que habían sido ellos los que le habían enseñado a comportarse con aquel desapego. En vez de eso, saludó a su padre con una inclinación de cabeza que él le devolvió, y después se sentó en otro sillón.
–Ya estoy aquí. ¿Me vais a decir para qué me habéis hecho venir? –preguntó, y después rechazó la copa que le ofrecía el mayordomo.
Su padre hizo una mueca.
–Sí, siempre con prisas. Siempre. Supongo que tendrías que estar en algún otro lugar.
Emiliano exhaló lentamente.
–Lo cierto es que sí.
Además de tener una empresa que dirigir, tenía que dar su visto bueno a los preparativos del cumpleaños de Sienna Newman.
Su vicepresidenta de Adquisiciones.
Y su amante.
Pensar en la mujer cuyo intelecto lo mantenía alerta de día y de cuyo cuerpo disfrutaba de noche disipó los amargos recuerdos de su niñez. Al contrario que otras aventuras anteriores, Sienna no había sido fácil de conquistar, se había negado a dedicarle tiempo fuera de la sala de juntas durante meses hasta que, por fin, había accedido a cenar con él.
Todavía le sorprendía haber hecho tantos cambios en su vida para hacer un hueco en ella a su amante. Las pocas personas que lo conocían bien habrían dicho, y con razón, que aquel comportamiento no iba con él. Ni siquiera la cautela que sentía en ocasiones por parte de Sienna le hacía cuestionarse a sí mismo. No lo suficiente para perturbar el statu quo, al menos, por el momento. Aunque, como todo en la vida, tenía fecha de caducidad. Y era el tictac de aquel reloj lo que hacía que se impacientase todavía más y desease marcharse de aquel lugar.
Miró a sus padres con una ceja arqueada, en silencio. Hacía mucho tiempo que había aprendido que nada de lo que dijese o hiciese podría cambiar su actitud hacia él. Por eso se había marchado de casa y había dejado de intentarlo.
–¿Cuándo fue la última vez que fuiste a ver a tu hermano? –inquirió su madre.
Emiliano pensó en el estado de Matías, que estaba en coma en un hospital de Suiza, con pocos signos de actividad mental.
Contuvo la tristeza que quería invadirlo de repente y respondió:
–Dos semanas. He ido a verlo cada dos semanas desde que tuvo el accidente, hace cuatro meses.
Sus padres se miraron con gesto sorprendido y él contuvo las ganas de reírse.
–Si era eso lo que queríais saber, podríais haberme mandado un correo electrónico.
–No es eso, pero… nos reconforta saber que la familia sigue significando algo para ti, teniendo en cuenta que la abandonaste sin mirar atrás –declaró Benito.
A Emiliano se le erizó el vello de la nuca.
–¿Os reconforta? Supongo que en ese caso habría que celebrar que, por fin, he hecho algo bien, ¿no? Aunque será mejor que vayamos directos a hablar del motivo por el que me habéis hecho venir.
Benito tomó su vaso y clavó la vista en el contenido unos segundos antes de vaciarlo de un trago. Fue un gesto tan raro en su padre que Emiliano se quedó de piedra.
Lo vio dejar el vaso con un golpe, otra novedad. Benito lo miró con desaprobación, eso no era nuevo.
–Estamos arruinados. En la más absoluta indigencia. No tenemos nada.
–¿Disculpa?
–¿Quieres que te lo repita? ¿Por qué? ¿Te quieres recrear? –le preguntó su padre–. Muy bien. El negocio del polo, la cría de caballos, todo ha fracasado. La finca lleva tres años en números rojos, desde que Rodrigo Cabrera empezó a hacernos competencia en Córdoba. Nos dirigimos a él y nos compró la deuda, pero ahora nos reclama el préstamo. Si no pagamos antes de final de mes, nos echarán de nuestra casa.
Emiliano se dio cuenta de que tenía la mandíbula apretada con tanta fuerza que no podía empezar a hablar.
–¿Cómo es eso posible? Cabrera no sabe nada de criar caballos. Lo último que oí fue que estaba intentando meterse en el mercado inmobiliario. Además, Castillo es un referente en adiestramiento y cría de caballos en Sudamérica. ¿Cómo es posible que estéis al borde de la quiebra? –preguntó.
Su madre palideció y agarró con fuerza el pañuelo de encaje blanco que tenía en la mano.
–Cuidado con tu tono de voz, jovencito.
Emiliano tomó aire y se contuvo para no replicar.
–Explicadme cómo habéis podido llegar a esas circunstancias.
Su padre se encogió de hombros.
–Tú eres un hombre de negocios… sabes cómo son estas cosas. Un par de malas inversiones y…
Él sacudió la cabeza.
–Matías era… es… un hombre de negocios perspicaz. Jamás habría permitido que llegaseis a la bancarrota sin mitigar las pérdidas e intentar encontrar la manera de cambiar la fortuna del negocio. Al menos, me lo habría contado…
Sus padres volvieron a intercambiar miradas.
–Decidme la verdad. Supongo que me habéis hecho venir porque necesitáis mi ayuda, ¿no?
Su padre lo miró con orgullo un instante, después apartó la vista y asintió.
–Sí.
–En ese caso, contadme.
Todos guardaron silencio varios segundos y entonces su padre se puso en pie. Fue hasta un armario que había en la otra punta de la habitación, se sirvió otra copa y volvió a su sillón. Dejó el vaso, tomó una tableta en la que Emiliano no se había fijado hasta entonces y la encendió.
–Tu hermano dejó un mensaje para ti. Tal vez eso lo explique todo mejor.
Emiliano frunció el ceño.
–¿Un mensaje? ¿Cómo? Matías está en coma.
Valentina apretó los labios.
–No hace falta que nos lo recuerdes. Lo grabó antes de la operación, cuando los doctores le dieron un posible pronóstico.
Había dolor en su voz y tristeza en su mirada. Emiliano se preguntó, y no por primera vez en su vida, por qué nunca había sentido nada tan profundo por él.
Apartó aquello de su mente y se centró en el presente, en lo que podía controlar.
–De eso hace dos meses. ¿Por qué habéis esperado hasta ahora?
–Porque no habíamos pensado que fuese necesario que lo oyeras.
A punto de estallar, Emiliano se puso en pie. Se acercó hasta donde estaba su padre y le tendió la mano para que le diese la tableta.
Benito se la dio.
Al ver el rostro de su hermano congelado en la pantalla, con la cabeza vendada, los muebles de hospital, las máquinas, a Emiliano se le cortó la respiración. Matías era el único que nunca lo había rechazado por haber nacido el segundo. El apoyo de su hermano había sido el principal motivo por el que se había marchado de aquella casa, aunque en el fondo sabía que lo habría hecho de todos modos, incluso sin el aliento de su hermano.
Sintió que temblaba e intentó calmarse. Volvió a su sillón y le dio al play.
El mensaje duraba diez minutos.
Con cada segundo que iba pasando, con cada palabra de su hermano, Emiliano se iba sorprendiendo más. Cuando terminó, levantó la mirada y se dio cuenta de que las de sus padres ya eran menos indiferentes y más… turbadas.
–¿Es esto verdad? –inquirió.
–¿Lo has oído de labios de tu hermano y todavía dudas? –preguntó su padre.
–No dudo de lo que dice Matías, lo que no me puedo creer es que te jugases millones que sabías que la empresa necesitaba.
Su padre golpeó la mesa con la mano.
–¡Es mi empresa!
–¡Y la iba a heredar Matías! O eso has estado diciéndole desde que nació, ¿no? ¿No es ese el motivo por el que se ha matado trabajando? ¿No has sido tú el que lo ha presionado para que te sucediese a toda costa?
–No soy ningún tirano. Lo que Matías hizo por Castillo, lo hizo por voluntad propia.
Emiliano contuvo de milagro una palabra malsonante.
–¿Y se lo pagas tirando los beneficios a sus espaldas?
–Se suponía que el acuerdo que hice con Cabrera era seguro.
–¿Seguro? Te dejaste engañar por un hombre que vio a la legua que eras una presa fácil.
Volvió a bajar la vista a la pantalla, incapaz de creer lo que Matías le había contado, que la empresa había quebrado, que se habían hecho falsas promesas, que toda la carga iba a recaer sobre sus hombros.
Su hermano le pedía en tono muy serio que no le fallase a la familia.
Aquella última súplica, más que nada, fue lo que impidió que Emiliano se levantase y saliese por la puerta. Aunque lo que Matías le pedía, que saldase la deuda que sus padres tenían con Rodrigo Cabrera, fuese tan absurdo que tuviese ganas de reírse a carcajadas.
Pero no se echó a reír porque la mirada de sus padres le confirmaba que todo lo que Matías le había contado era verdad.
–Entonces, ¿acordaste con Cabrera que Matías se casaría con su hija si las cosas iban mal y había que devolver la deuda? –preguntó con incredulidad–. ¿No sigue siendo una niña?
Acudió a su memoria el breve recuerdo de una niña con coletas que corría por el rancho cuando su familia iba a visitarlo. Matías, como de costumbre, había sido paciente y cariñoso con la pequeña Graciela Cabrera, pero Emiliano, que solo había podido soñar con escapar, casi no se acordaba de ella.
–Tiene veintitrés años –respondió su madre–. Sus padres tienen más de una cana debido a sus travesuras, pero ahora es más madura. Matías era su favorito, por supuesto, pero a ti también te recuerda con cariño…
–Me da igual cómo me recuerde. ¡Lo que no entiendo es que no os dierais cuenta de lo que estaba ocurriendo! ¡Se suponía que Cabrera era un amigo de la familia!
Por primera vez, su padre puso gesto de vergüenza, pero no le duró mucho.
–Estamos como estamos, Emiliano. Ahora tú eres el único que puede ayudarnos. Y no te molestes en sacar el talonario. Cabrera ha dejado claro que solo hay una solución. O te casas con Graciela Cabrera, o tu madre y yo lo perderemos todo.
SIENNA Newman salió de la ducha, terminó de secarse y se soltó el moño que había recogido su melena morena todo el día. Pasó la mano por el espejo cubierto de vaho y no pudo evitar sonreírse a sí misma.
La hermana Margaret, del orfanato en el que Sienna había pasado casi toda la niñez, le había dicho con frecuencia que tenía muchas cosas por las que sentirse afortunada. Aunque la matriarca del orfanato no habría aprobado aquella reacción puramente carnal de su cuerpo mientras se ponía en él una crema muy cara y pensaba en la velada que tenía por delante. Por suerte, la hermana M., como la habían llamado los niños, no estaba allí para ver aquella pequeña caída del estado de gracia. Porque Sienna tenía la sensación de que ni siquiera con los viejos ojos redondos de la mujer posados en ella habría podido contener la sonrisa.
Era el día de su veintiocho cumpleaños y había empezado de manera espectacular. Le habían mandado al trabajo cuatro ramos gigantes de calas y rosas blancas, sus flores favoritas, entre las nueve de la mañana y el mediodía, en todas las ocasiones acompañados de un impresionante regalo envuelto en papel de seda blanco y lazos de terciopelo negro. Lo único capaz de superar la impresionante belleza de la pulsera de diamantes que había llegado a las once había sido el conjunto de collar y pendientes de zafiros de las doce. No obstante, lo más especial de todos los regalos habían sido las notas manuscritas de Emiliano que habían acompañado a cada regalo. La letra era fuerte y dominante, como el hombre, sin florituras, pero las palabras de deseo y felicitación le habían llegado al alma.
La tarde había tomado un rumbo distinto, pero igualmente increíble, con exquisiteces culinarias que habían ido de los bombones al caviar, pasando por un único pastelito cubierto de un glaseado rosa y plateado sobre el que descansaba una vela encendida, para que la soplase y pidiese un deseo.
Y Sienna lo había pedido, por supuesto. Era un deseo que tenía desde hacía unos tres meses, cuando se había dado cuenta de que hacía casi un año que tenía una relación con un hombre que, hasta entonces, le había parecido inalcanzable.
El instinto de supervivencia desarrollado a causa de dolorosas experiencias anteriores le había hecho ignorar aquel deseo cada vez más acuciante, pero, con el paso de los días, había empezado a tener la esperanza de no ser rechazada en aquella ocasión.
Salió al dormitorio y su sonrisa menguó un ápice.
El único aspecto ligeramente negativo de aquel fantástico día había sido el tener que ser, una vez más, evasiva con sus compañeros de trabajo acerca de su vida amorosa.
La última vez que habían hablado de hacer pública su relación habían discutido.
Tras un acalorado tira y afloja sobre el tema, se habían retirado a la zona poco neutral del dormitorio, donde él le había expresado su enorme disgusto de manera muy apasionada.
Sienna se ruborizó al recordarlo, pero ya no pudo volver a sonreír.
Lo que también habría hecho que su cumpleaños fuese perfecto habría sido la presencia de Emiliano o, al menos, una llamada de teléfono.
Solo había recibido un correo electrónico deseándole feliz cumpleaños y una línea más en la que le decía que estaba ya subido en su avión, volviendo de Argentina. A ella le había alegrado saber que su viaje de cuatro días había tocado a su fin, pero también había ansiado oír su voz. Tanto que lo había llamado nada más llegar a casa, pero le había saltado el buzón de voz. Lo mismo que la mayoría de las veces que lo había llamado en los tres últimos días. Y la única vez que Emiliano le había respondido había sido brusco, monosilábico.
Intentó contener los nervios y se puso la ropa interior y el vestido que había tardado horas en comprar y que, finalmente, había encontrado en una pequeña tienda en el Soho. Era rojo, sin mangas, y le permitía lucir el ligero bronceado que había adquirido durante el fin de semana que habían pasado en St. Tropez. Se puso el collar y los pendientes nuevos, se peinó la melena, que le llegaba hasta los hombros, y se subió a unos tacones negros. Emiliano seguía siendo mucho más alto que ella incluso con tacones, pero una inyección de confianza siempre le venía bien.
Suspiró e intentó acallar a su vocecita interior que le decía que se lo habían arrancado todo en la vida, salvo su carrera. Y que lo siguiente que le quitarían sería lo que tenía con Emiliano. Se perfumó, tomó el bolso y el chal y fue hacia la puerta.