Tu muerte es vida. Una historia de confianza, superación y amor eterno - Laura Montesinos - E-Book

Tu muerte es vida. Una historia de confianza, superación y amor eterno E-Book

Laura Montesinos

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Beschreibung

Si descubrieras que la muerte no es el final y tuvieras la certeza de que nada acaba, sino que todo empieza, ¿vivirías como hasta entonces o te centrarías en lo que verdaderamente importa? La vida es muy heavy y cuando menos te lo esperas da un giro radical a tus planes. Nadie está preparado para perder a un ser querido, es algo tan doloroso que, incluso, solo de pensarlo uno puede estremecerse. No obstante, para los que nos quedamos aquí la vida sigue, y abordar esa pérdida, de la mejor manera posible, se convierte en una tarea de vital importancia para poder continuar siendo felices. Tu muerte es vida es una historia de vida, no de muerte. En sus páginas, Laura Montesinos, creadora de @viajarentrelineas, abre de forma autobiográfica su corazón y nos cuenta, a través de una inspiradora historia de amor, cómo encontró luz en mitad de un dolor muy profundo y halló el sentido real de su existencia. Cómo empezó a vivir de una manera nueva, con gran esperanza, sin miedos y con la firme confianza de que nada de lo que ha ocurrido a lo largo de su vida ha sido un error, sino que todo está dentro de un plan perfecto para alcanzar la verdadera felicidad. «El 18 de mayo de 2018 fue un antes y un después, y ya nunca podré ser la misma porque es imposible. Aquello fue un gran despertar para mí, un saber que, aunque los planes que yo deseaba quizás nunca se cumplirían, podría ser feliz a pesar de ello si me fiaba de lo que estaba ocurriendo. Es impresionante cómo puede transformarse un corazón cuando se llena de amor. No es que anteriormente no amara, claro que sí, pero amaba de otra manera, con vistas a esta tierra…, y era feliz, muy feliz. Pero lo que no sabía es que algo muy bueno me quedaba por descubrir, a pesar de todo…, y precisamente de eso va esta historia».

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Tu muerte es vida. Una historia de confianza, superación y amor eterno

© 2023, Laura Montesinos

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: María Pitironte

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 9788491399841

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Darse y amar, verdaderas claves para triunfar

1. A través de la ventana

2. Doctora de profesión, viajera de corazón

3. El chico de la camisa de rayas

4. «Eres mi orgullo, Laura»

5. En una calle de París

6. Todos los días de mi vida

7. Una luna de miel perfecta

8. Nuestra nueva vida

9. Un sueño más cumplido

10. Un fin de semana muy especial

11. ¿Qué te está pasando, Manu?

12. El día más bonito de su vida

13. La carta

14. Un golpe de realidad

15. «Este es mi regalo, que lo sepas»

16. La viudedad es un estado civil, no un estado de ánimo

17. Amor Eterno

18. Déjate de historias y vive

19. La cruz duele, pero no hace daño

20. @viajarentrelineas

Menos razón y más corazón

 

 

 

 

 

 

A ti, Manu, porque nuestro amor es eterno.

Y a nuestra hija Rocío, que me recuerda cada día que tengo muchos motivos por los que seguir dando gracias.

Darse y amar, verdaderas claves para triunfar

 

 

 

 

 

He de decir que todavía me sorprendo de estar empezando este libro. Si contara todos los planes que yo tenía y lo que después ha sucedido, nos echaríamos unas buenas risas. Y es que mis planes, desde luego, eran otros, y escribir un libro, aunque dicen que es una de las tres cosas que tienes que hacer para tener una vida «completa» antes de morir, no era de mis prioridades.

A mí, que siempre me gustó escribir, soñaba con un blog conocido o acabar de columnista en una revista de viajes relatando mis aventuras por el mundo porque, a pesar de todo, soy una viajera empedernida. Pero hace un tiempo todo cambió, mi vida cambió, y cambió mucho, y entonces me di cuenta de que mis planes no eran míos. Y tuve la suerte de descubrir el verdadero sentido de mi existencia y poder entender también la muerte. Y tanto fue así que un buen día algo en mi interior me pidió que saliese de mí y que contara lo que estaba ocurriendo en mi corazón.

Dicen que las cosas buenas se cuentan y aquí estoy yo para hacerlo. Pero no es tan fácil. Han tenido que pasar años, vivir determinadas experiencias, algunas muy duras, y sobre todo tener un poco de perspectiva de lo ocurrido para poder sacar importantes lecciones de vida. Porque la vida son cuatro días, y en la medida en que aprendemos a enfrentarnos a ella y a saber aprovechar cada momento, podemos sacarle más jugo y no dejarnos nada en el tintero.

Esta historia que me dispongo a contar he de reconocer que me ha costado ponerme a ello, sí, y mucho, en algún momento incluso me he visto tentada a abandonar el barco, porque lo reconozco, me impone abrir mi corazón sin tapujos, detallar lo que ha ocurrido en él y, al fin y al cabo, desvelar parte de mi intimidad. Pero hay algo que me ha hecho continuar, que me ha impulsado a seguir navegando, y es el amor. El amor se comparte, y uno, cuando está enamorado, no puede ocultarlo.

Pienso que si no era ahora, hubiera sido más adelante, porque el ronroneo de mi corazón no me dejaba en paz. He comprobado que el corazón, cuando algo quiere, no descansa hasta conseguirlo. Y es que en realidad considero que esta historia de amor es digna de ser contada. Una experiencia vital que nunca imaginé que me tocaría vivir y que hoy, a pesar de toda la dureza de lo vivido, me mantiene alegre y con muchas ganas de continuar.

Hasta hace un tiempo mi vida estaba complemente planificada. Soñaba con una familia numerosa de tres hijos, un marido bueno al que amar, un trabajo estable como médico, una casa decorada a mi gusto, veranear cerca del mar y viajar por cada rincón de esta tierra. He sido una persona luchadora y muy peleona, así que entendía que si ponía de mi parte, todo eso llegaría de algún u otro modo. Nunca imaginé otro escenario que no fuera ese, porque hasta entonces cada cosa que yo deseaba, siempre con esfuerzo y tesón, había llegado a mi vida. Pero la vida es muy heavy, ¡vamos si lo es!, y a mí me dio un tortazo, pero de esos de los buenos, me hizo despertar y darme cuenta de que todo puede cambiar en un solo segundo y que lo realmente importante va más allá de lo que a veces el mundo te ofrece.

Vivimos en ocasiones sometidos a unos cánones de los que se supone tiene que ser tu vida según en el ambiente donde te mueves. Y eso puede ser muy frustrante si al final no lo consigues, porque parece que no has luchado lo suficiente o no eres merecedor de ello. Pero la vida tiene mucho más que ofrecernos, y si abrimos nuestro corazón, existe una realidad que llena toda tu vida y es capaz de cambiarla por completo, y pase lo que pase, siempre a mejor.

El 18 de mayo de 2018 fue un antes y un después, y ya nunca podré ser la misma porque es imposible. Aquello fue un gran despertar para mí, un saber que, aunque los planes que yo deseaba quizás nunca se cumplirían, podría ser feliz a pesar de ello si me fiaba de lo que estaba ocurriendo. Es impresionante cómo puede transformarse un corazón cuando se llena de amor. No es que anteriormente no amara, claro que sí, pero amaba de otra manera, con vistas a esta tierra…, y era feliz, muy feliz. Pero lo que no sabía es que algo muy bueno me quedaba por descubrir, a pesar de todo…, y precisamente de eso va esta historia.

Dicen que nuestra vida es una maravillosa obra de arte en manos de un gran artista, y como tal uno a veces debe dejarse modelar, ser dócil y fiarse de que está en las mejores manos. Y en ocasiones los grandes artistas rasgan, clavan cinceles y a veces los clavan mucho. Pero si uno se deja y no opone resistencia, ese trabajo en manos del mejor artista se convierte en una maravillosa obra de arte digna de ser vista y admirada. Porque, no nos engañemos, el maestro sabe lo que tiene que hacer, él es el experto, y los grandes resultados se ven siempre al final.

Yo me imagino mi vida como esa obra de arte. A mí me han clavado cinceles por todos lados, en determinados momentos he visto las estrellas… y he llorado y mucho, pero he querido siempre fiarme de que estaba en las mejores manos, de que nada era un error y de que todo tenía un sentido. Y desde que me fío, vivo mucho más tranquila, abandonada en los planes de ese gran artista que tiene preparado lo mejor para mí.

Sin más dilación me presento. Me llamo Laura, tengo treinta y siete años, soy madre de una maravillosa niña, trabajo como médico de familia y vivo tan enamorada de la vida que no me lo puedo callar. Nunca pensé, ni siquiera atisbé que algún día contaría una historia como la que contaré a continuación. Pero la vida, si te dejas, no para de sorprenderte, y yo aún sigo ojiplática de todo lo ocurrido. Y aquí estoy, claro que sí, decidida a hacerlo a pesar de todo, porque he visto que realmente vale la pena, sobre todo si a alguien le ayuda, porque repito, las cosas buenas se cuentan SIEMPRE. ¡Allá vamos!

1 A través de la ventana

 

 

 

 

 

Es increíble cómo la vida va haciendo que las cosas ocurran. Y es que ahora mismo me encuentro mirando a través de una ventana que me muestra el lugar donde empezó todo… Mis primeros recuerdos están aquí, en el patio del colegio al que acudí, y hoy, más de treinta años después de aquello, mis ojos se empañan porque me veo reflejada en cualquiera de las niñas que corren por ese patio. Donde los árboles que yo misma intenté escalar están mucho más altos y frondosos y el estanque donde nadaban aquellas carpas naranjas se ha secado. Recuerdo alguna caída que otra mientras saltábamos a las piedras que sobresalían del estanque…, íbamos sorteándolas hasta llegar a la más grande, que hacía la función de isla. A veces nos caíamos, pero es que nos gustaba mojarnos, ya fuera verano o invierno, ese era el juego…, llegar empapadas a casa. Porque cuando eres pequeña te importan pocas cosas, más que jugar y divertirte con tus amigas, y en mi caso hacer alguna que otra pillería, porque yo era así, «pillina» por naturaleza y llena de vida.

Y así veo a esas niñas, llenas de ilusión y fantasías, con sus trenzas y coletas perfectamente hechas, con sus mofletes sonrosados por el frío, pero es que nada importa, porque hoy tienen que jugar. Veo en su mirada la inocencia propia de un niño, esa misma que tenía yo, mirada del que confía pero sobre todo se fía de aquellos que quieren lo mejor para él. Hace unos años —a mí me parece que fue ayer—, estaba igual que estas niñas que ahora mismo corren por los mismos lugares que yo lo hacía. Me veo y jamás pensé que esa niña llena de ilusiones, proyectos e inocencia a rabiar estaría hoy, desde esta ventana que me traslada al pasado, empezando a escribir la historia de su vida.

A través de esta ventana veo tantas cosas… Aquí aprendí a ser quien soy, crecí como persona y me fui labrando un futuro. Me enseñaron la cultura del esfuerzo, que lleva implícita mucha renuncia, y doy gracias por esos esfuerzos que tuve que hacer desde bien pequeña para lograr la excelencia en el trabajo bien hecho. He tenido la suerte de poder trasladarlo luego a mi vida personal, esto es de las enseñanzas más importantes que saqué de aquellos años escolares. Es importante saber enfrentarse a la adversidad desde bien temprano. Evitar esos esfuerzos o sufrimientos puede resultar contraproducente, pues la vida es dura, no nos engañemos, y no por eso deja de ser maravillosa, pero hay que aprender a enfrentarse a los problemas. Y opino que se aprende desde niños, con pequeñas cositas, con «esfuercitos», como yo decía. Es un preparar para el futuro… y la verdad es que con el tiempo, y echada la vista atrás, he entendido muchas cosas. No pensé que podría aprender a vivir determinadas situaciones, sufrimientos fuertes que nunca esperas que te puedan tocar. Me he dado cuenta de que no es algo mío que surgió de la nada, sino que es algo que fui trabajando con el consejo de aquellos que me querían y querían lo mejor para mí… y que llegado el momento, he podido aplicarlo, con errores, por supuesto, pero poniendo empeño en todo lo que ha ido aconteciendo.

 

 

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS

 

Entre coletas, libros y amigas fueron pasando aquellos años inolvidables, siempre digo que los mejores de mi vida. Aquel tiempo en el colegio Guadalaviar fue una verdadera vida en familia para nosotras. Mis amigas y yo, cuando nos juntamos, muchas veces acabamos contando anécdotas de aquella infancia feliz en la que nos criamos, entre algunos problemas, como todos, pero al fin y al cabo muy feliz. Recordar historias de aquel entonces me hace esbozar una sonrisa llena de nostalgia.

Desde bien pequeña fui un tanto traviesa, y como he dicho las pillerías eran mi especialidad. Tenía mucha imaginación, y me gustaba jugar a los oficios, entre ellos me imaginaba que era peluquera. Yo no sabía quedarme en un simple juego, a mí me gustaba ir más allá y poner las cosas en práctica. Así que las tijeras azul clarito que utilizaba para hacer recortables en clase de plástica quise que no se quedasen solo en eso, y pensé en darles otros usos. Entre clase y clase me dedicaba a dejar estupenda a alguna de mis amigas. Recortaba flequillos, igualaba puntas y lo que me echasen. Lo que pasa es que la amiga que solía elegir era pelirroja y ella y yo éramos la pareja inseparable. Íbamos siempre mano a mano en toda travesura que se nos pasase por aquellas cabezas. Después de terminar la faena, el pelo rojizo que quedaba en el suelo inevitablemente nos delataba. La profesora lo tenía muy fácil para identificar a las autoras del «delito». Delito que algún castigo nos costó, porque no fueron ni una ni dos veces las que dejamos el baño como un salón de belleza pendiente de limpiar. Y mientras escribo esto, me estoy imaginando a la madre de mi amiga, con qué cara se quedaría cada vez que la niña llegaba a casa. Porque yo la verdad no me andaba con tonterías, me gustaba apurar y cortar en cantidad. ¡Vamos!, que tenía el trasquilón asegurado.

Hablando de melenas, recuerdo aquellos corros en mitad del patio que solíamos formar todas cogidas de la mano cantando Raffaella Carrà como si no hubiera un mañana, y moviendo el pelo a lo loco poniéndonos en el papel de la diva italiana. Ahora lo pienso y si había algún piojo disfrutaría más que nosotras con nuestros bailes. Tenía melenas por las que trepar, saltar e incluso bailar, pero es que a nosotras nos daba igual, nos gustaba sentirnos libres cantando aquel «explota, explota…» y la realidad era que nuestro corazón explotaba de pura alegría cada vez que montábamos aquellos corros.

O quién no ha jugado alguna vez a Lluvia de estrellas, el mítico programa presentado por un Bertín Osborne perfectamente vestido de esmoquin, en el que imaginé alguna vez salir. Me ha gustado siempre la música y cantar, así que cada viernes, mientras veía al niño de turno actuar, me imaginaba que un día podría ser yo la que atravesase la puerta que te convertía en una estrella por unos minutos… Al final de cada programa Bertín entonaba con su bonita voz la famosa canción que aún recuerdo a la perfección. La verdad es que yo cogía cualquier cosa que pudiese parecerse a un micrófono… y cantaba, a la vez que soñaba con aquella estrella que llevaba dentro, esa que en realidad todos llevamos dentro. Y no me refiero a nada que tenga que ver con la televisión o el mundo de la fama, sino a la estrella que mueve nuestro corazón y da brillo y sentido a nuestra vida. La estrella del amor.

Yo, mientras jugaba, deseaba dar vida a esa estrella, no sabía muy bien cómo, era pequeña, pero siempre supe que la tenía ahí, que estaba llamada a algo, y que algún día podría brillar con la intensidad suficiente para no quedarme en el conformismo o la mediocridad. Ya desde niña me gustaba soñar a lo grande. Y no quise quedarme en un simple destello de luz, quería trabajármelo para que aquella estrella pudiese resplandecer de verdad. Porque desde luego la luz atrae, acerca y despierta lo que hay alrededor. Una estrella que brilla con la luz del amor, aunque sea en el mayor de los anonimatos, está destinada a un éxito rotundo. Así que, movida por ese palpitar de mi corazón, me puse manos a la obra, busqué sin descanso y di rienda suelta a aquello que me gustaba y me hacía sentir libre.

Escribir ha sido una de esas facetas liberadoras que fui descubriendo poco a poco. En estos últimos años se ha convertido en una maravillosa vía de escape. Entre líneas he podido plasmar tantos sentimientos y momentos vividos que me han permitido descargar todo lo que llevaba dentro y ponerle nombre a cada uno de esos impulsos internos. En realidad siempre me gustó escribir, aunque nunca destacaron mis escritos en el colegio o al menos no fui consciente de ello. Si me pongo a pensar cómo empecé a hacerlo, me sale otra sonrisa al recordarlo. Si algo me gustaba mucho era aprovechar entre clase y clase y, no vamos a mentir, también durante alguna clase que me aburría un poco más de lo habitual, para escribir cartitas a mis amigas. Y digo cartitas porque eran pequeños trozos de papel mal cortado donde nos contábamos de todo.

Por aquel entonces no existían los móviles, era todo mucho más rústico y natural. Lo máximo que teníamos era un teléfono fijo al que nos dejaban llamarnos y por tiempo limitado, porque se pagaba cada minuto, después de terminar los deberes y por supuesto no todos los días. Así que la mayor ilusión para una de nosotras era llegar a casa y ver si alguna amiga te había metido en el bolsillo de la mochila o en la agenda de forma clandestina algún mensajito de aquellos. Uno puede imaginarse el contenido de los mismos, he de confesar que aún conservo algunos y cuando los leo me echo a reír por aquella incipiente adolescencia. Los chicos que nos gustaban ocupaban gran parte del papel, y en ellos dábamos rienda suelta a la imaginación y hacíamos nuestras cábalas a ver quién le gustaba a quién. Era un medio perfecto para contar aquello que nos daba vergüenza, propia de la edad, y muchas veces los utilizábamos incluso para disculparnos y pedirnos perdón. Si los saco, podría escribir unos cuantos capítulos con ellos, pero como no nos competen las conversaciones de unas adolescentes de doce-trece años, lo dejaré aquí.

 

 

UNA PEQUEÑA SEMILLA EN MI CORAZÓN

 

Mi vida transcurría como la de cualquier niña feliz, reconozco que nunca me faltó de nada y he sido consciente y agradecida por ello. Mi corazón era inquieto y estaba siempre en búsqueda. Fui educada en la fe católica y desde muy pequeña, prácticamente desde que tengo uso de razón, recuerdo saber de la existencia de Jesús. Me lo presentaron de una forma muy natural a lo largo de los años…, sobre todo en el colegio, y también en casa. Fue formando parte de mi vida sin darme cuenta. Jesús para mí era Dios, un Padre que sabía me quería y que cuidaba de mí y al cual le podía pedir grandes y pequeñas cosas. Esto era algo aprendido, que me habían explicado, pero que reconozco me costaba experimentar. Yo era de esas que me sentaba delante de un sagrario y no sentía nada, me sentía tonta e incluso me daba vergüenza que me vieran allí.

Me doy cuenta ahora de que siempre tuve anhelo de Él, pero aparentemente no lo necesitaba como tal. Recurría a Él en los momentos de necesidad porque sabía que ahí estaba sin excepción, pero yo lo tenía un poco en la sombra. Cualquier práctica que fuera más allá de eso me parecía extrema y exagerada. Estaba bien como estaba. No obstante, nunca dejé de practicar mi fe porque estaba segura de que para mí era bueno, pero ese Dios que había conocido me parecía algo distante y mi relación con Él era de pedir más que de dar. Era lo que se llama una católica de herencia. Mi fe era heredada, enseñada y yo realmente no había tenido experiencia de un Dios vivo en mi corazón. Aun así, no dejé de ser consciente de que todo aquello que ocurría en mi vida era en parte por la mano del cielo, por lo que no dejé de dar gracias a la vez que intentaba poner empeño en cada cosa que hacía, porque si algo tenía claro es que las cosas hay que trabajárselas y que todo cuesta mucho esfuerzo y dedicación. Una especie de «a Dios rogando y con el mazo dando». Por eso desde bien pequeña y porque así lo vi en mi casa, tuve claro que si quería tener un buen trabajo y una vida plena, tenía que poner mucho de mi parte.

2 Doctora de profesión, viajera de corazón

 

 

 

 

 

La medicina rápidamente empezó a entrar en mis planes, aunque previamente, y fruto de la inmadurez, pasaron por la cabeza de la niña que fui varias profesiones que duraron dos telediarios. Contaré por orden cronológico cómo se desarrollaron aquellos deseos, propios de una personita a la que le gustaba, como ya he dicho, soñar mucho.

Con unos cuatro o cinco años tuve el primer deseo fugaz de ser kiosquera. Sí, sí, lo que lees, kiosquera. El mero hecho de pensar que podría estar toda una vida rodeada de chuches y chocolates, con lo que a mí me han gustado siempre, me hacía plantearme un futuro muy dulce.

Rápidamente y con un poquito más de edad quise ser deportista. Sin especificar ningún deporte en concreto. Me gustaba la cultura del deporte y me parecía divertido pasar toda una vida haciendo algo así. La verdad es que nunca he destacado en ninguno en concreto, he sido del montón, sin más. Por eso esa idea se fue disipando rápidamente.

Lo siguiente que pasó por mi cabeza fue algo que sorprendía mucho, no por la profesión en sí, necesaria y maravillosa, sino por la seguridad y por la forma con que lo decía un retaco de unos pocos años. Así que cuando surgía la famosa pregunta de aquellos adultos curiosos que iban buscando respuestas variopintas, ¿qué quieres ser de mayor?, mi respuesta era contundente. La verdad, es una pregunta muy amplia, tanto, que las respuestas que se han podido escuchar acerca de ella darían para un libro, y más cuando se la haces a un niño. Los niños son así, espontáneos y transparentes, y puedes esperar cualquier cosa. Sonrío ahora mientras recuerdo cómo la respondía, siempre muy firme y segura de mí misma:

—Yo quiero ser callista.

La gente se reía y le hacía gracia que una niña tan pequeña quisiese dedicarse al arte de los pies; de hecho, me lo han recordado años después.

—¿Te acuerdas cuando decías que querías ser callista?

Mira si me acuerdo que lo estoy plasmando en un libro y aquí quedará para siempre. Imagino que también sorprendía la forma de responder, porque podología hubiera sonado a algo serio, pero lo de callista tenía su gracia. Yo la verdad pensaba por aquel entonces que la podología sería mi futuro, por eso era tan firme. Aunque es cierto que quizás poco a poco y con la madurez iría definiendo lo que tiempo después y hasta el día de hoy quise que fuera mi profesión.

En mi casa siempre ha estado presente la medicina; mi madre, doctora en Medicina y muy enamorada de su carrera, me lo transmitió desde bien pequeña. Recuerdo verla estudiar o acudir a la facultad para hacer su tesis doctoral. Le hacía mucha ilusión poder compartir su trabajo conmigo, máxime cuando mis dos hermanos mayores ya miraban para otras carreras. Quedaba yo, la pequeña y mimada por ella. Siempre tuve una excelente relación con mi madre, de la que he aprendido mucho en esta vida, sobre todo del esfuerzo y del trabajo bien hecho. Es muy buena y cariñosa, y nunca ha dejado de estar a mi lado, al igual que mi padre, al que me parezco bastante.

Mi madre ha sido abrigo y descanso para mí. Cuando tenía miedo, la llamaba y ella me calmaba, me ponía en su regazo y, allí, yo descansaba. Otras veces me daba su mano y me prometía que todo iba a pasar y que no se iría de mi lado. Recuerdo noches en vela con ella, sin dejarla dormir por los miedos propios de una niña. Lo que es una madre buena, nunca jamás la he visto quejarse por no dormir, por limpiar uno o varios vómitos, por estudiar Medicina durante largas noches mientras criaba a mis dos hermanos mayores cuando mi padre trabajaba horas y horas, por tener nuestro hogar como lo ha tenido siempre de cuidado, por ser nosotros lo primero de su vida, quedando ella en segundo lugar y por tantas y tantas cosas más. No hay madre perfecta, pero yo casi la he tenido.

No le puedo estar más agradecida a Dios por mi familia, con sus peculiaridades y nuestros problemas, que los ha habido como en cualquier otra, porque nada es perfecto y mi familia menos, pero a mí nunca me ha faltado el amor bajo ninguna circunstancia, y eso es fundamental a la hora de ser feliz. La pequeña de tres hermanos con los que me llevo bastantes años, fui deseada y muy querida, no les he dado ningún disgusto gordo a mis padres, porque aunque cabezota y peleona en muchos momentos, era bastante obediente.

Tengo un carácter exigente y perfeccionista, y como he dicho he peleado por alcanzar las metas que yo misma me he puesto. Quise estudiar Medicina y puse los medios para poder cumplir ese deseo. En los últimos años del colegio estudié más que en mi vida y empecé a plantearme la entrada en la universidad. Por aquel entonces me habían hablado muy bien de la Universidad de Navarra, Medicina allí tenía mucho prestigio, así que pedí los papeles para la admisión. Estuve pensándolo mucho, pero al final decidí quedarme en mi tierra, Valencia. Y reconozco que fue una gran decisión, porque realmente no sé lo que hubiera sido de mi vida en Pamplona, pero desde luego algo sí sé, y es que no estaría aquí hoy escribiendo este libro.

Tras pasar con éxito las pruebas de acceso a la universidad, entré en la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia. Ya había cumplido: el esfuerzo, la renuncia y la dedicación habían tenido sus frutos. Me tocaba disfrutar.

 

 

LA SALA DE DISECCIÓN

 

El primero de los recuerdos de aquellos días de inicio de la carrera está en la sala de disección. La asignatura de Anatomía es básica para cualquier médico. Conocer cada esquina de nuestro cuerpo es una obligación; de hecho, es una de las asignaturas con más peso de toda la carrera. Por eso teníamos que pasar por aquella sala donde los cadáveres conservados en formol yacían en mesas de disección hechas en acero inoxidable, esperando para que los pequeños futuros médicos fueran familiarizándose con la vida, el cuerpo humano y, por supuesto, también con la muerte.

La primera práctica la tengo grabada. Esperábamos en la puerta a ser llamados por la profesora. Íbamos por mesas según nuestros apellidos por orden alfabético. Mi apellido Montesinos, al empezar por la eme, estaba a mitad de la lista. Aquella espera, recuerdo, se me hizo eterna. Previamente había hablado con mi madre de mi miedo a los cadáveres. Mi experiencia con la muerte era nula, todo lo que quería lo tenía en esta tierra. A mi abuela paterna no la conocí y mi abuelo paterno había fallecido cuando tenía cinco años, el resto seguían a mi lado, así que jamás había acudido siquiera a un entierro ni era un tema de conversación que yo tocase. Estaba a otras cosas.

Mi madre le quitaba hierro al asunto, decía que me acostumbraría, que aquello que tenía delante no tenía otra función que el aprendizaje y esa era la mirada que debía utilizar. Me repetía con gran cariño que era cuestión de días y que me acabaría acostumbrando. Me armé de valor y, cuando oí mi nombre, atravesé aquella puerta recordando cada consejo de mi madre, vestida con mi primera bata blanca que con tanta ilusión había comprado.

En aquellos momentos, la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia no estaba reformada, la sala era un poco lúgubre y sobre todo poco acogedora y fría, nada que ver con lo que es hoy. El fuerte olor a formol inundaba la estancia. Miré de reojo y allí estaba un cuerpo sin vida, ya no había vuelta atrás. Si quería ser médico, debía aguantar estoicamente la hora de práctica. La cuestión es que aguanté esa hora como pude, se me hizo muy larga, mis manos humedecidas por los nervios sujetaban la libreta donde iba recogiendo apuntes. Miraba el reloj continuamente, intentaba concentrarme y no pensar en cosas negativas. Por fin terminó aquella práctica interminable, salí muy feliz, había conseguido no marearme y de alguna manera superar el miedo absurdo que me impedía disfrutar de ese trabajo que tanto me iba a enseñar.

Fueron días hasta acostumbrarme, en efecto, mi madre tenía razón y empecé a ver esos cuerpos sin vida como verdaderas herramientas para el aprendizaje. Así que en pocos días se convirtieron en las mejores prácticas que he realizado durante los seis años de carrera en la facultad. Allí pasábamos largos momentos investigando, buscando pequeños músculos, encontrando el origen de algunos tractos nerviosos, las diferentes partes del cerebro humano; estudié cómo era el corazón y sus diferentes cavidades, me sorprendió el gran tamaño del hígado humano, lo había imaginado más pequeño. Entendí la funcionalidad del sistema esquelético o cómo es el recorrido de cada una de nuestras venas y arterias. He de reconocer que cuando uno conoce el funcionamiento del cuerpo humano, se llega a plantear muchas cosas, es tan perfecto que me llevaba a preguntarme el origen de esta gran obra de arte que es nuestro cuerpo, y cómo puede estar todo tan bien concatenado para que no haya ningún fallo.

En esa sala de disección aprendí muchas cosas, lo primero a controlar mi mirada, porque a veces influye más cómo uno mira que lo que en realidad está mirando y en todo ello influye mucho la voluntad de uno mismo. Aprendí a superar mis miedos irracionales, esos que no están fundamentados en nada y en los que la cabeza nos puede jugar una mala pasada. Pero sobre todo aprendí a entrar en contacto con lo que en los años venideros sería mi profesión. El médico trata con la vida, pero también con la muerte. En el juramento hipocrático que hacemos al acabar la carrera nos comprometemos a cuidar de nuestros pacientes y velar por su salud. Pero muchas veces llega ese instante de la muerte que tanto miedo y respeto nos da y nosotros debemos estar para acompañar y hacer de ese momento algo muy digno. Y eso lo vamos aprendiendo poco a poco. Qué profesión tan bella y tan humana, qué responsabilidad más grande tenemos en nuestras manos y qué importante es formarse adecuadamente para que, llegadas esas situaciones tan duras que inevitablemente vivimos, sepamos actuar de la mejor manera posible, priorizando la dignidad humana y dando valor a la vida.

Todo esto fui aprendiéndolo desde las primeras clases y prácticas. Y así pasé de no conocer la muerte a tener un primer contacto con ella. No obstante, la veía lejana, pero sobre todo ajena, algo que no iba conmigo y que era de otros. No pensaba en ella porque me imponía, tampoco me había planteado mucho más, tenía dieciocho años y unas ganas enormes de vivir y comerme el mundo.

 

 

LA VIDA UNIVERSITARIA

 

Mis años de facultad fueron un despertar, como el de cualquier joven que pasa de la época escolar al mundo universitario. La exigencia de la carrera y la mía propia hicieron que siguiera estudiando, pero ya de otra manera. No me impidieron vivir la vida que yo quería vivir. En casa tenía bastante libertad para hacer lo que quisiera, siempre hubo confianza en mí por parte de mis padres y no me pusieron muchas barreras para hacer lo que yo deseaba. La verdad, no he fumado ni bebido alcohol nunca, he llevado una vida sana. Tampoco me ha hecho falta, el que me conoce sabe que tengo aguante para rato y que la música forma parte de mi vida. He bailado y cantado como la que más, y lo sigo haciendo porque me da la vida. Raffaella Carrà solo fue el principio. Mi gusto por la música es infinito, soy de esas que no pueden impedir canturrear o mover