Un acuerdo amistoso - Cathy Williams - E-Book

Un acuerdo amistoso E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Bianca 3066 ¿Quién se unirá al millonario aristócrata en el altar de Venecia? Las prioridades del multimillonario Dante D'Agostino eran el éxito de sus negocios y la felicidad de su hija. Pero la última voluntad de su tío, el hombre que se lo había dado todo, era verlo casado. Solo había una mujer en la que Dante confiase lo suficiente como para hacerla parte de su familia... Kate, la niñera, se quedó atónita cuando su jefe le ofreció un nuevo contrato... ¡para hacer el papel de su esposa de conveniencia! A cambio, él le daría el dinero que su familia necesitaba desesperadamente. Era un simple acuerdo amistoso… hasta que el primer beso durante la fiesta de compromiso desveló una incómoda e ineludible atracción.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Cathy Williams

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un acuerdo amistoso, n.º 3066 - febrero 2024

Título original: Unveiled as the Italian’s Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805926

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DANTE, hijo, es hora de que vuelvas a casarte. Ha llegado el momento.

Antonio D’Agostino tomó la delicada servilleta que había a un lado de su plato para secarse una lágrima y Dante frunció el ceño.

Convocado desde Milán al palacio de su tío cerca de Venecia, observó el emotivo espectáculo con cierto escepticismo. Antonio había estado dando vueltas en torno a ese espinoso tema durante años, evitando delicadamente cualquier conversación abierta, pero lanzando indirectas continuamente.

De modo que apartó su plato, se acomodó en la silla y estiró sus largas piernas.

Estaba acostumbrado a la emotividad de su tío. Antonio D’Agostino lloraba con gran facilidad. Derramaba lágrimas por todo, desde la difícil situación de las personas desplazadas hasta el destino de los perros callejeros.

No se parecía en nada a sus padres y él lo adoraba por ello.

Fue su tío quien le abrió los ojos al hecho de que la vida podía ser divertida. Miembros de la nobleza italiana, sus padres habían sido la personificación del deber y su ascendencia aristocrática conllevaba interminables obligaciones. Nunca se habían permitido olvidar eso y tampoco habían dejado que él lo olvidase. Estaba incrustado en su ADN desde el día que nació, como una cadena invisible alrededor de sus tobillos desde el día que empezó a caminar.

Hasta el día que murieron, junto a su mujer, Luciana, en el accidente que había cambiado el curso de su vida para siempre, sus padres siempre habían hecho lo que se esperaba de ellos: administrar las extensas propiedades de los D’Agostino y codearse solo con las personas adecuadas, con la cantidad justa de sangre azul corriendo por sus venas.

Cualquier otra cosa hubiera sido inaceptable.

Habían hecho todo lo posible para que Dante, su único hijo, siguiera el mismo camino, sin tener en cuenta a un tío irreverente, trotamundos y amante de la diversión que, de no ser por el fallecimiento de Efisio y Sofía, probablemente se habría pasado toda la vida viviendo de su herencia.

Antonio se había convertido en el accionista mayoritario de la empresa familiar, ya que Dante había renunciado a gran parte de sus participaciones. Su tío había aportado una fortuna considerable al imperio familiar y, a cambio, él podía dedicarse a llevar las riendas de sus propios negocios, sin dividir el poco tiempo que tenía a su disposición.

–Sabes lo que pienso del matrimonio –le dijo, con tono de advertencia–. Y las lágrimas no van a hacer que cambie de opinión.

–Deberíamos tomar un coñac –sugirió su tío, poniéndose en pie.

Dante no sabía dónde quería llegar, pero el cariño que sentía por aquel hombre le impidió descartar de plano la conversación.

–Tengo trabajo que hacer.

–¿Con qué frecuencia vienes a Venecia para visitar a tu frágil y anciano tío? ¿Una vez al año?

–Una vez cada seis semanas –respondió Dante, riendo–. Y no olvides el verano, cuando a pesar del sofocante calor y las multitudes de turistas, dejo mi trabajo para venir a verte.

–Trabajo, trabajo, trabajo –Antonio hizo un gesto con la mano–. Será mejor que me tomes del brazo. Ya no soy joven y me cuesta caminar.

Dante puso los ojos en blanco.

–Tienes setenta y dos años, no eres tan viejo.

Sonriendo, tomó a su tío del brazo para salir del comedor y dirigirse a su cuarto de estar favorito, el que daba a los cuidados jardines.

¿Era su imaginación o Antonio había perdido peso? Aunque eso no le haría ningún daño. Lo había regañado muchas veces por su afición a los dulces y a las comidas ricas en calorías.

–Esta vez no vas a distraerme, Dante. Es hora de que te cases, hora de que dejes atrás a Luciana. Sé que todavía la quieres, pero hace más de cuatro años que se fue y Angelina necesita una madre.

Dante se puso rígido. Antonio nunca había sido tan poco diplomático. La emotividad podía ser un terreno familiar para su tío, pero no era el suyo. Su educación, rigurosa y carente de afecto, no había dejado espacio para las emociones.

El palacio veneciano era pequeño en comparación con muchas otras de sus propiedades, pero la decoración era perfecta para su extravagante tío. Las paredes eran de un dramático color rojo y la sala estaba llena de objetos curiosos y obras de arte que había ido recolectando en sus viajes por todo el mundo, desde una sacerdotisa africana de caoba a una alfombra persa de la más fina seda o exquisitas acuarelas del Lejano Oriente.

–¿Vas a contarme qué ha provocado esa repentina urgencia de buscarme una esposa? –le preguntó mientras lo ayudaba a sentarse en un sillón.

Su tío sacó un papel arrugado del bolsillo y lo miró, con los ojos llenos de lágrimas.

–He decidido renunciar a todo esto, Dante –Antonio señaló a su alrededor–. Las fincas, las empresas, todo. Incluso este palacio, que es demasiado grande para un anciano como yo.

–¿Vas a renunciar al palacio?

–He llegado al final del camino y te necesito. Escapé de mis deberes durante el tiempo que pude y volví a hacerme cargo cuando murió tu padre. He disfrutado del viaje, pero estoy agotado –Antonio se aclaró la garganta mientras le ofrecía el papel–. Lee esto, hijo. Es una carta de mi médico.

–Tu médico –Dante lo miraba, perplejo.

–Me estoy muriendo, Dante, por eso tienes que casarte. Necesitas tener a alguien a tu lado cuando asumas el mando.

–¿Qué?

–¿Cómo voy a enfrentarme a mi Creador sabiendo que todavía estás a la deriva, que Angelina se queda sin madre y tú sigues atrapado en el pasado? Tendrás que estar presente en la gestión del imperio familiar y tú sabes que los miembros del consejo de administración son muy conservadores. Tus otros parientes me preguntan a diario cuándo vas a sentar la cabeza…

–¡Olvídate de mis conservadores parientes! ¿Qué es esa tontería de enfrentarte a tu Creador? ¿Desde cuándo te estás muriendo?

Le temblaban las manos mientras sacaba la carta del sobre. La leyó y luego volvió a leerla, tranquilizándose un poco al descifrar un destello de optimismo en el diagnóstico.

–No me habías dicho que tuvieras un problema de próstata –lo amonestó sombríamente.

–Eres un hombre muy ocupado. No quería preocuparte.

–Llamaré a tu médico a primera hora de la mañana…

–¡No harás tal cosa!

–Crees que vas a morir y ni siquiera sabes a ciencia cierta cuál es el pronóstico.

–Necesito un tratamiento. Me han hecho pruebas, pero deben hacer más.

–No deberías asustarte…

–¡Pero estoy asustado! Mi vida está llegando a su fin y quiero irme sabiendo que mi sobrino favorito…

–Tu único sobrino –lo interrumpió Dante.

–Está casado –terminó Antonio la frase–. Tú sabes cuánto quiero a Angelina, ¿y qué le espera sin la mano de una madre que la guíe? Me he guardado mis pensamientos durante muchos años, pero esta sentencia de muerte…

–Deja de hablar de la muerte, Antonio. Este no es momento para dramas. ¿Qué pruebas te han hecho?

Mientras su tío respondía a la pregunta, la mente de Dante era un torbellino. Aunque reacio a admitirlo, Antonio tenía razón. No veía lo suficiente a su hija y, aunque la niña tenía todo lo que el dinero podía comprar, él era un padre ausente. No sabía cómo peinarla, cómo elegir vestidos para ella o cómo responder a sus preguntas sobre esmaltes de uñas y cosas así. Para eso estaba Kate, su niñera.

Angelina era un ángel, una niña poco exigente, pero eso no lo hacía sentir menos culpable.

Antonio estaba asustado y su preocupación no era del todo infundada. Temía enfrentarse a su propia mortalidad de inmediato y que estuviese en lo cierto o no, era irrelevante. Al fin y al cabo, ya tenía cierta edad.

–Difícilmente puedo encontrar una esposa así, de repente –murmuró Dante, doblando la carta y dejándola sobre la mesa.

–Debes sentar la cabeza, hijo. Si abres los ojos, verás que hay muchas jóvenes encantadoras por ahí y harías tan feliz a un viejo moribundo…

Dante tomó un pañuelo de papel y se lo entregó, suspirando. Un suministro constante de pañuelos era imprescindible durante esas visitas.

–No vas a morirte, Antonio. He leído el informe y, si te olvidas de la intricada terminología médica, verás que lo que describe no es una situación terminal. Solo quieren hacerte más pruebas.

Quería tranquilizar a su tío, pero podía detectar genuina ansiedad en el rostro del anciano. Y Dante lo quería mucho. Lo quería como nunca había querido a su remoto y distante padre. Lo quería porque de vez en cuando había ido a rescatarlo al internado para llevarlo a un partido de fútbol o a una obra de teatro. Incluso habían pasado fines de semana juntos.

La vida en su jaula dorada había sido triste y su tío había sido el único que, de vez en cuando, abría los barrotes de esa jaula y le mostraba lo que había fuera.

Muy bien, Antonio quería que volviera a casarse y había pocas cosas que él no hiciera por su tío.

Dante intentó relajarse y empezó a pensar como lo hacía siempre: racionalmente, fríamente, sin emociones. Todo era posible cuando eliminabas las emociones. La vida le había enseñado eso desde muy pequeño. Al confiar en la fría lógica nunca perdías el rumbo.

Su tío representaba la libertad, las aventuras y el afecto, pero solo eran momentos robados a una vida anclada en el trabajo duro y el deber. Quería a Antonio, pero nunca había deseado emularlo.

Quizá, reflexionaba a menudo, el ADN triunfaba sobre todo lo demás.

¿Volver a casarse? Tal vez no sería tan mala idea. Y, de hecho, conocía a la mujer a la que llevaría al altar.

Dante sonrió mientras se encogía de hombros.

–Tú ganas –anunció, levantando las manos en un gesto de rendición.

–¿Sentarás la cabeza? ¿Por mi bien? –preguntó su tío.

–Lo haré –respondió Dante–. Pero hablaré con tu médico mañana y a partir de ahora no se tomará ninguna decisión sobre el tratamiento sin que yo esté a tu lado. ¿De acuerdo?

Antonio, por fin, esbozó una sonrisa.

–De acuerdo.

 

 

Kate no esperaba que Dante volviese a Milán hasta tres días después. Había ido a Venecia a ver a su tío y luego iría a Nueva York para mantener una reunión de negocios.

Llevaba más de dos años trabajando allí y conocía a su hija de ocho años, Angelina, mucho mejor que Dante porque él siempre estaba trabajando o de viaje.

Dante D’Agostino veía a la niña cuando el trabajo se lo permitía, lo que generalmente consistía en ir a buscarla al prestigioso colegio en el que estudiaba e invitarla a comer en algún restaurante caro antes de llevarla de vuelta a casa.

Dos veces al mes mantenían una reunión informativa para hablar sobre la educación de Angelina, pero nada más. Y, durante sus vacaciones, simplemente cambiaba una niñera por otra. Sara, una joven de su edad, se quedaba con la niña cuando ella volvía a Inglaterra para ver a sus padres.

Angelina adoraba a su padre y se aferraba a los momentos que pasaban juntos como si fueran un tesoro, pero él no parecía darse cuenta.

En su opinión, Dante D’Agostino era un padre frío y distante.

También era mucho más guapo de lo que debería y tan increíblemente rico y sofisticado que la hacía sentir cohibida, pero todas las críticas quedaban eclipsadas por la considerable cantidad de dinero que le pagaba a fin de mes.

Y necesitaba el dinero.

Eran poco más de las ocho y estaba viendo una película en el cuarto de estar, parte de sus habitaciones en la gran mansión a las afueras de Milán, cuando sonó su móvil.

Se le hizo un nudo en el estómago al escuchar la voz profunda de Dante al otro lado, preguntándole amablemente si era demasiado tarde para llamar.

–Pero… ¿dónde está? –le preguntó, confusa–. Pensé que había ido a Nueva York.

–No, estoy en la cocina.

–¿Está aquí? –exclamó ella.

–Acabo de llegar a Milán. Supongo que Angelina estará dormida.

–Sí, claro.

–Bueno, da igual. Quiero hablar contigo un momento, Kate. Nos vemos en cinco minutos.

–Muy bien.

No había tiempo para cambiarse, pensó. Ella no usaba uniforme y, con el frío que hacía en Milán en pleno invierno, su atuendo solía consistir en faldas de lana, gruesas medias y prácticos jerséis. Pero no había esperado que Dante volviese de viaje y, en ese momento, llevaba unos vaqueros desteñidos y una vieja camiseta de rugby que le había regalado su padre años atrás.

No podía hacer nada, de modo que se atusó el pelo a toda prisa frente al enorme espejo veneciano junto a la puerta.

Veinticuatro años, metro setenta, de constitución delgada, cabello lacio de color castaño que le llegaba por los hombros, rasgos normales…

Se preguntó si esa era la razón por la que Dante siempre la hacía sentir tan cohibida. Él era tan ridículamente guapo que, a su lado, se sentía tan exótica como un vulgar gorrión.

Después de dos años, estaba familiarizada con la enorme villa, aunque el mármol, las columnas y las escaleras que separaban las distintas alas nunca dejarían de impresionarla.

Kate se apresuró a bajar a la cocina, pero se detuvo en la puerta y respiró hondo antes de entrar. Dante estaba frente a una de las ventanas, mirando la sombría noche de noviembre, y cuando se volvió su expresión era indescifrable.

Cada vez que lo veía era como si lo viese por primera vez y, como la primera vez, se sentía cautivada por su increíble atractivo mediterráneo.

Medía más de metro ochenta, con el pelo negro como la noche, muy corto, sus aristocráticas facciones exquisitas, su cuerpo fibroso y viril.

–Espero no haber interrumpido nada importante –Dante tomó una botella de vino de la encimera de mármol, sin dejar de mirarla–. ¿Te apetece una copa?

–No, gracias.

–Puedes sentarte, Kate. No hay necesidad de estar nerviosa, no voy a regañarte. ¿Cómo está Angelina?

–Bien, muy bien.

–¿Qué tal los últimos exámenes?

–Ha sacado unas notas estupendas en Matemáticas y Lengua. De hecho, su profesora le pidió que leyera una redacción en voz alta para toda la clase.

–¿En serio?

Kate asintió con la cabeza.

–La semana que viene harán la obra navideña y me pregunto si usted podría acudir….

–No veo por qué no. Le pediré a mi ayudante que limpie mi agenda para ese día. Aunque, naturalmente, no puedo prometer nada.

Dante se sirvió una copa de vino y miró el líquido rojo durante unos segundos antes de levantar la cabeza.

Kate llevaba más de dos años trabajando para él, pero no sabía casi nada sobre su vida personal. En realidad, nunca había tenido mucho interés. Era una niñera competente y Angelina la adoraba, eso era lo único importante.

Siempre había marcado las distancias con sus empleados pero, por alguna razón, había algo en aquella chica que atraía su mirada. Tal vez su esbelta figura, sus delicados rasgos o el indicio de una naturaleza apasionada que contradecía ese exterior tranquilo.

–Angelina se alegraría mucho. Siempre se emociona cuando asiste a algún evento escolar.

Dante se preguntó si había una crítica implícita en ese comentario, pero luego decidió que no era así.

–Supongo que te preguntarás por qué quería charlar contigo a estas horas.

–No, en absoluto. Trabajo para usted y, naturalmente, querrá saber cómo está Angelina.

–Acabo de ver a mi tío –dijo Dante entonces.

–¿Cómo está?

Kate sentía un gran cariño por Antonio, a quien visitaban a menudo. Cómo demonios podía estar emparentado con Dante era un misterio porque no podrían ser más diferentes.

–No muy bien, me temo.

–Dios mío, ¿qué le pasa?

–Le han diagnosticado un posible cáncer. No hay nada confirmado, pero hay que tomárselo en serio –Dante levantó una mano al ver que Kate lo miraba con cara de susto–. Personalmente, no creo que sea tan serio como él parece creer, pero está muy asustado.

–Es lógico.

–He pasado unos días con él y he ido a ver a su médico para tener una idea más clara de lo que se puede esperar.

–¿Y qué le ha dicho el médico?

–Que hay que hacer más pruebas. Las cosas no están tan claras como habían supuesto, dados los síntomas, pero no parece estar totalmente convencido de que sea un cáncer –Dante tomó un sorbo de vino–. Desafortunadamente, eso no ha tranquilizado a mi tío.

–Lo entiendo. Debe ser muy difícil para él.

–Antonio parece pensar que ese diagnóstico lo coloca al borde de la muerte. Se ha convencido a sí mismo de que la guadaña acecha a la vuelta de la esquina y quiere poner sus asuntos en orden.

–¿Qué significa eso?

–Para empezar, que va a renunciar a la gestión de las propiedades familiares. Francamente, gran parte de los negocios ya está a cargo de las personas que nombré cuando mis padres murieron, pero él lo ha supervisado todo durante estos años. Ahora dice querer retirarse al campo, aunque no hay ninguna necesidad de un cambio tan drástico.

–Supongo que el palacio es muy grande para un hombre solo.

Dante frunció el ceño.

–¿Qué tiene que ver el tamaño?

–Puede que se sienta un poco solo en un sitio tan enorme.

–Esta casa no es mucho más pequeña y yo nunca me he sentido solo.

Kate se encogió de hombros, pensando que Dante D’Agostino se movía en un mundo en el que palacios, castillos, viñedos y villas eran algo totalmente normal. Tan normal que ni siquiera se le ocurría pensar que, para un anciano enfermo, tal vez un enorme palacio era un lugar solitario.

Pensó entonces en algunos de los sitios en los que ella había vivido con sus padres, viajando por todo el país, saltando al continente de vez en cuando, yendo de una caravana a un barco o a una casa prefabricada.

Uno de los pocos sitios permanentes había sido una comuna en Escocia, donde habían vivido durante más de dos años, tiempo durante el que se había puesto al día con sus estudios, disfrutando de la dicha temporal de tener raíces.

Sus padres nunca habían contemplado la idea de establecerse en un sitio fijo y nunca habían vivido en una casa con más de dos habitaciones.

Y allí estaba años después, con un hombre que no entendía por qué un palacio podría ser un sitio demasiado grande y solitario para un anciano.

–¿Por qué sonríes?

Kate parpadeó.

–¿Estaba sonriendo?

Dante la miraba fijamente y, por un segundo, se quedó sin aliento.

–Antonio está pensando en la apicultura como su nueva afición –le contó él, poniendo los ojos en blanco–. No sé de dónde habrá salido eso. Creo que vio un documental hace unos días… en fin, la cuestión es que está reevaluando el camino a seguir y eso parece involucrar a otras personas.

Kate sintió una leve punzada de inquietud. Le había dicho que no debía estar nerviosa, pero aquella conversación era muy extraña. ¿Y si iba a despedirla?

De repente, sintió pánico. Dependía de esos ingresos y la perspectiva de perderlos la dejaba paralizada. Dos años antes, su padre había sufrido un accidente con su maldita moto. Tenía cincuenta años, pero aún se sentía joven y la moto tenía prioridad sobre el viejo coche de su madre.

Había perdido una pierna en el accidente y los días de aventura habían terminado abruptamente. Su padre, el hombre más afable del mundo, siempre dispuesto a bromear, un oso tierno que habría hecho cualquier cosa por su familia, se había hundido en una terrible depresión.

El cambio en su estilo de vida, los intensos meses de fisioterapia y la pérdida de los ingresos que los habían mantenido a flote habían sido demasiado para él.

Y también la vergüenza. Sus padres siempre habían vivido al día, sin pensar en el futuro. Al tener poco a lo que recurrir, su padre se vio abrumado por una sensación de fracaso que le rompía el corazón.

En ese momento, Kate había empezado a trabajar como profesora en una escuela primaria de Windsor. Sus padres habían alquilado una casita en la costa y planeaban quedarse allí durante todo el verano. Su madre vendería en los mercadillos locales las pulseras y collares que hacía y su padre encontraría trabajo en algún vivero. Era un buen paisajista, con un conocimiento enciclopédico sobre las plantas.

El accidente había dado al traste con todos esos planes y, por primera vez en la vida, sus padres se habían visto obligados a afrontar la dura realidad. No tenían dinero ahorrado y la lista de espera para el tipo de fisioterapia que su padre necesitaba era infinita. Además, necesitaba la ayuda de un psicólogo para superar la depresión.

Y para todo eso se necesitaba mucho dinero.

Fue entonces cuando encontró aquel trabajo. Había presentado la solicitud pensando que no había ninguna posibilidad porque el sueldo era fantástico…

¿Qué haría si Dante la despedía?

Enviaba dinero a sus padres todos los meses y había dado la entrada para una casita en Lancashire, pero tenía que pagar la hipoteca. La recuperación de su padre estaba siendo todo lo que podrían haber esperado, pero aún era propenso a sufrir ataques de depresión, de modo que seguía viendo a un psicólogo una vez a la semana.

La casa tenía media hectárea de terreno y, después de hacer algunos gastos, habían logrado cultivar verduras para su propio consumo, pero sus únicos ingresos eran los collares y pulseras que su madre vendía en los mercadillos

Todo requería dinero y ella aún tenía que ahorrar para comprar su propia casa algún día.

Si Dante la despedía…

Kate palideció al imaginar una bola de demolición derribando todos sus sueños y expectativas.

¿Cuánto tiempo había esperado que durase aquel trabajo? Angelina se hacía mayor, de modo que no podía durar para siempre. ¿Por qué no había tenido en cuenta que todo el mundo era prescindible, y más una joven profesora que había conseguido el puesto por pura casualidad?

–Sé lo que va a decirme –murmuró, después de aclararse la garganta.

Las circunstancias de su vida la habían endurecido. Era una persona independiente, capaz de hacerse cargo de cualquier situación, se dijo a sí misma. El accidente de su padre, y todo lo que había sucedido después, solo había servido para hacerla más fuerte.

Pero en ese momento se sentía débil.

–Lo dudo mucho –murmuró Dante.

–Cuando un ser querido cae enfermo, todo cambia. Su tío está enfermo y usted ya no necesita mis servicios.