Un beso en Tokio - Cristina Carrillo de Albornoz - E-Book

Un beso en Tokio E-Book

Cristina Carrillo de Albornoz

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Beschreibung

Kengo Ōe, un arquitecto japonés en la cúspide de su carrera profesional, decide romper con todo para encontrar la armonía y el impulso vital perdidos. A lo largo de un periplo vital y emocional, desde China y hasta Zimbabue, su viaje se convierte en un peregrinaje por el universo estético de los siglos XX y XXI que le permitirá redescubrir el deseo y reflexionar sobre el azar en nuestra existencia, sobre la compleja naturaleza del amor y de la ausencia, sobre la realidad y los sueños, el misterio de la belleza, y, en definitiva, sobre la invencible felicidad del ser. Por el libro, que resulta un verdadero retrato del artista, desfilan grandes de la cultura: desde el arquitecto Tadao Ando a los artistas Chagall, Giacometti, Balthus, Harland Miller, Damien Hirst, Manolo Blahnik, Mercedes Lara o intérpretes de la música como María Callas, Herbert Von Karajan, Miles Davis o Ryuichi Sakamoto. A través del cine, de la música o de la arquitectura, contemplados por el espíritu creativo del personaje de Ōe, sentimos cómo el arte puede diluir fronteras, también las de Oriente y Occidente.

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CRISTINA CARRILLO DE ALBORNOZ FISAC Exdiplomática de las Naciones Unidas (UNESCO y PNUD) en Suiza y Francia, trabaja actualmente como comisaria de arte independiente en los principales museos del mundo.

Su trabajo ha aparecido desde 1992 en publicaciones como las ediciones española, italiana, alemana y mexicana de Vogue; The Art Newspaper, The European y The Observer en el Reino Unido; en Beaux Arts y L’OEil en Francia; en La Repubblica en Italia. En España ha colaborado en El País, ABC, XL Semanal, El Mundo, y El Cultural.

Desde 1996 es comisaria de arte y ha colaborado en instituciones como el Museo del Hermitage de San Petersburgo, la Galería Nacional de Berlín, la Gliptoteca de Múnich, el Museo Kampa y la Galería Nacional de Praga, el Museo Nacional de Beijing, el Museo Botero de Bogotá, la Colección Thyssen de Madrid, el Museo Reina Sofía de Madrid, el Círculo de Bellas Artes, la Fundación Telefónica, y la Filmoteca de Catalunya en Barcelona. También ha trabajado para la Colección Berardo en Portugal, la Colección Julián Castilla, el Centro Nobel de la Paz en Oslo, la Fundación Internacional Jorge Luis Borges en Buenos Aires.

Durante los últimos cinco años ha trabajado con Arthemisia, la organización de exposiciones de arte más prestigiosa de Italia, con Iconic Images uno de los archivos de fotografía más importantes del mundo y colaborado con galerías como la Marlborough de Nueva York y la White Cube de Londres.

Ha publicado doce libros en editoriales como Thames&Hudson, Rizzoli o Assouline sobre Balthus, Fernando Botero (incluida su primera monografía en China), Wim Wenders, Terry O’Neill, Mahatma Gandhi, Satyajit Ray, Santiago Calatrava, Ai Weiwei, Manolo Blahnik, Borges y María Kodama y Sorolla.

Un beso en Tokio es su primera novela.

Kengo Ōe, un arquitecto japonés en la cúspide de su carrera profesional, decide romper con todo para encontrar la armonía y el impulso vital perdidos. A lo largo de un periplo vital y emocional, desde China y hasta Zimbabue, su viaje se convierte en un peregrinaje por el universo estético de los siglos XX y XXI que le permitirá redescubrir el deseo y reflexionar sobre el azar en nuestra existencia, sobre la compleja naturaleza del amor y de la ausencia, sobre la realidad y los sueños, el misterio de la belleza, y, en definitiva, sobre la invencible felicidad del ser.

Por el libro, que resulta un verdadero retrato del artista, desfilan grandes de la cultura: desde el arquitecto Tadao Andō a los artistas Chagall, Giacometti, Balthus, Harland Miller, Damien Hirst, Manolo Blahnik, Mercedes Lara o intérpretes de la música como María Callas, Herbert Von Karajan, Miles Davis o Ryuichi Sakamoto. A través del cine, de la música o de la arquitectura, contemplados por el espíritu creativo del personaje de Ōe, sentimos cómo el arte puede diluir fronteras, también las de Oriente y Occidente.

«Una reflexión novelada sobre la paradoja eterna de la belleza efímera y el amor imperfecto. Sobre la desazón y la insatisfacción inesperada del éxito. Sobre la inquietud y la serenidad. Sobre la fuerza de la luz, del espacio, del tiempo. Sobre el continuo tránsito vital. Sobre el encuentro y el desencuentro. Sobre el reencuentro. La primera novela de Carrillo de Albornoz se ancla en la arquitectura, en la literatura, en lugares míticos. La autora capta con detalle la esencia del “genius loci”. Tokio, Ronchamp, Nahosima, Berlín, Nueva York. La historia inesperada e inacabada de las relaciones de Kengo Ōe, el protagonista de Un beso en Tokio, nos seduce y nos hace amarlo»

Elena Foster Fundadora y CEO de Ivorypress

Un beso en Tokio

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

CRISTINA CARRILLO DE ALBORNOZ

Un beso en Tokio

ESLES DE CAYÓN

2023

© De los textos: Cristina Carrillo de Albornoz Fisac

 

Madrid, abril 2023

Edita: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN 978-84-18657-40-5

D. L.: M-7473-2023

Diseño de cubierta: La Huerta Grande

Imprime: Gracel Asociados, Av. Valdelaparra 27. 28108 Alcobendas, Madrid

Impreso en España/Printed in Spain

Para la impresión de este libro se ha utilizado papel con certificación FSC, ECF y PEFC

 

 

Mi objetivo es diseñar una arquitectura de serenidad,

que viva en los corazones de la gente.

La inteligencia artificial cambiará el mundo,

pero la arquitectura nunca será el trabajo de ordenadores.

La inteligencia humana debe estar por encima de todo.

Tadao Andō

Contamos / los colores, los años, / las vidas y los besos (…)

Oda a los números, Pablo Neruda

El sueño

Alberto Giacometti colocó un paño húmedo sobre la cabeza que estaba esculpiendo, luego cerró su estudio y se dirigió al Sphinx, el burdel de lujo situado en el centro de París, donde solía tomar una copa al final de la tarde. Al entrar vislumbró a Caroline: ¡había vuelto! Desnuda de cintura para arriba, como tantas veces, era de sus ojos magnéticos de donde no podía apartar la mirada. Unos ojos de terciopelo pulverizado que lo absorbían instantáneamente y que, a su vez, ¡oh, paraíso!, jugaban con los suyos. De nuevo se sintió feliz…

—¡Ah! —exclamó Kengo Ōe al levantar la cabeza de la mesa de su despacho y golpearse contra el foco de luz. Se había quedado de nuevo dormido.

Miró por la ventana del piso treinta de la torre de Roppongi Hills, sede principal de San & Ōe Arquitectos y Asociados, uno de los más célebres despachos de arquitectura del mundo. Se dio cuenta de que era de noche en medio del brillantemente iluminado Tokio. Rodeado de rascacielos, sintió nostalgia del horizonte infinito, pero el dolor causado por el golpe lo devolvió a la realidad. Había vuelto a soñar con la relación entre Alberto Giacometti, el gran escultor suizo, y Caroline, su última modelo, musa y amante, una prostituta que conoció cuando él tenía cincuenta y ocho y ella veinte; una historia nada convencional y muy liberadora que le recordaba a la que en otro tiempo había gozado con su esposa Fukiyo.

Seguía haciendo caso omiso a los buenos consejos de su socio, Shomei San; continuaba en el despacho hasta altas horas de la noche.

La llamada de Shomei San

A las siete en punto de cada tarde, desde el rincón del mundo donde se encontrase, el genial arquitecto japonés Shomei San, acérrimo humanista, realizaba una de las escasas llamadas diarias al despacho San & Ōe Arquitectos para recordar, a quienes aún permanecieran en uno de sus cuatro pisos, que se marcharan. De no hacerlo, casi todos continuarían trabajando hasta la madrugada, convencidos de que era la única forma de forjar una carrera seria. Lejos de estar de acuerdo con ellos, el maestro San, asiduo lector de Bertrand Russell, no solo tenía fe ciega en la capacidad regenerativa del ocio, sino que estaba convencido de que, sin la ociosidad, la humanidad no habría salido de la barbarie.

Sin embargo, su socio Kengo Ōe, de cuarenta y ocho años, que siempre había compartido la misma filosofía, hacía tiempo que permanecía casi mecánicamente hasta entrada la noche en su despacho. Cuando llegaba a su casa se quitaba los zapatos, se ponía las getas que su esposa Fukiyo le dejaba en la entrada y automáticamente se precipitaba al ordenador para teclear: «¡Ya estoy en casa!».

El día comienza. Sé deseable

Era ya costumbre en el estudio San & Ōe Arquitectos y Asociados que todo se efectuara en un terso silencio. Se saludaban con un cortés «buenos días», con los ojos clavados en el suelo, sin desacelerar el paso. Las comunicaciones se realizaban por correo electrónico, incluso cuando el compañero estaba sentado al lado. Hablar de manera directa e improvisada los paralizaba, de tal forma que cuando se recibían llamadas por las líneas fijas de los teléfonos la mayoría de los empleados no se movían para descolgar el auricular.

Durante los descansos, obsesionados por los likes que obtendrían en sus redes sociales, intercambiaban mensajes y fotografías retocadas con conocidos de fuera. Parecía que sus teléfonos se hubieran tragado la realidad. Cuando milagrosamente surgían conversaciones, estas eran sobre temas cool del momento: los nuevos zapatos de tacón de cuña de dieciséis centímetros, el fabuloso diseño interior de coches descapotables, los masajes espirituales en el nuevo Anti-Spa o los perfumes excitantes que te prometían ser bellamente deseado. To be or not desirable; that was the question. Quien no era deseado no era nadie, no era nada.

Trabajaban un total de veinticinco arquitectos, escogidos entre los alumnos más brillantes de las mejores universidades. Al llegar a la oficina en la mañana, apretaban el botón de encendido del ordenador, comprobaban las novedades e hipnóticamente permanecían frente a las pantallas durante horas. Todos parecían extraños e invisibles a los otros. Los veinticinco arquitectos pertenecían a esa nueva generación de screenagers. «Vivían» rodeados por los demás, pero en realidad estaban aislados. Interactuaban con y a través de los maravillosos aparatos. En ese universo se sentían perfectamente a salvo; no necesitaban temer ni sentir. Presionando una tecla obtenían lo que deseaban. A veces, observándolos, Shomei San, que consideraba la nueva realidad alarmante para la práctica de la arquitectura y para la existencia humana, recordaba con nostalgia a su maestro de escuela explicándoles la complejidad del mundo a través de hechos tan simples como pelar y descomponer una manzana. Entonces Shomei San soñaba que un virus acababa con los ordenadores, alterando por completo el ritmo de la desquiciada vida online.

Cuando Shomei San y a Kengo Ōe convocaban a sus jóvenes arquitectos a una reunión y les pedían sus opiniones, la única respuesta que obtenían era un sonido onomatopéyico: «¡Uhmm!»; se quedaban ensimismados y los más resueltos de entre los veinticinco, se confesaban «agotados de tanto pensar» ante el ingente trabajo diario. Ambos estaban convencidos de que «sus veinticinco», como los llamaban, seguramente tendrían muchos conocimientos, pero la inconsolable realidad era que no sabían discurrir ni ejercían la sana actividad de reflexionar. Horrorizados ante el estremecedor empobrecimiento espiritual del ser humano, San y Ōe no cesaban de inculcar a sus veinticinco la importancia de cultivar los valores básicos de cortesía, empatía y gratitud.

Este desasosiego ante la soledad y el aislamiento de la sociedad moderna lo compartían en sus conferencias en universidades con grandes filósofos como Zygmunt Bauman. Por ello, cuando Shomei San y Kengo Ōe aceptaban una invitación siempre concluían su presentación de la misma forma: «Levantad vuestras miradas de la pantalla del ordenador. Para ser un buen arquitecto hay que ser primero un buen ser humano. A ser posible también un humanista. Dejad la vanidad de un lado. Si no sentís lo que sucede a vuestro alrededor, si no conectáis con los demás, no vais a poder ser arquitectos».

En la cima

Kengo Ōe trabajaba incesablemente. Era el primero en llegar al despacho y el último en irse, e incluso celebraba reuniones el domingo por la noche para preparar las tareas del lunes. Pero la suya no era una existencia aislada ni anclada en la aparente seguridad virtual de los jóvenes arquitectos de su despacho, y menos aún en el deseo de ser el mejor en la arquitectura de su época. Su caso era más complejo.

Cuando dos décadas atrás Kengo Ōe y Shomei San, ambos con veintiocho años, habían fundado la firma San & Ōe Arquitectos, San entreveía en el idealista y extrovertido Kengo Ōe al perfecto socio para lograr la vida que él soñaba e idear construcciones que mejoraran el futuro, deleitaran a la gente y redefinieran con un nuevo pensamiento el universo cambiante de la arquitectura.

Kengo Ōe era uno de los arquitectos más prometedores y refinados en el Japón de los noventa. Poseía el don que los griegos consideraban «regalo divino», el de captar la atención y admiración de otras personas gracias a sus cualidades excepcionales, su carismática personalidad y una bella apariencia. Con su pelo ligeramente largo y ondulado, sus modales intachables y la palabra perfecta siempre en los labios, era un seductor nato. Hablaba lentamente, pero con pasión, como si estuviera resolviendo dudas a la vez, algo por lo que se ganó la reputación de arquitecto filósofo. De ideas revolucionarias e innovadoras, Ōe trabajó desde el comienzo apuntando hacia una arquitectura sobria que transcendiera el aspecto puramente material del edificio. Quería crear una obra que perdurase en la memoria, como lo hace un recuerdo, más allá de la forma o de la estricta necesidad. Soñaba con una nueva perfección, lejos de las reglas, con raíces en la modernidad y la tradición de Japón y en los maestros occidentales modernos. Este ideal arquitectónico, poético y perfeccionista, se reflejaba también en su persona, y en su atuendo depurado, siempre con impecables trajes, una gardenia en el ojal de la chaqueta y zapatos de cuero de Togo. Aunque Ōe y San se habían conocido antes de comenzar la carrera en un viaje por el sur de Francia y se frecuentaron en la universidad, solo fueron conscientes de su profunda afinidad cuando Kengo Ōe, tras finalizar la carrera, realizaba unas prácticas en el despacho del célebre maestro Tadao Andō. Asistieron juntos a una conferencia del maestro sobre la arquitectura y la luz y, acto seguido, se fueron a cenar. A los pocos meses fundaron una nueva firma de arquitectos juntos.

Kengo Ōe fue el primero en hablar abiertamente a Shomei San de lo mucho que amaba la arquitectura y de cómo debería estar conectada a sus vidas, a sus propios sueños, a la poesía y a la gente. Acostumbrado al trato reservado, le sorprendió gratamente que alguien japonés se refiriera a una profesión en términos de «amor» y no tanto de «interés». Al maestro Shomei San siempre le había asombrado la naturalidad con la que en Europa la gente expresaba sus opiniones y hablaba de lo que amaba y de lo que no. La educación de Shomei San había estado marcada por los códigos del honor, la obligación, el rigor y le habían inculcado que no todas las opiniones importan y que sus puntos de vista debían manifestarse sin oprimir ni ofender a los demás. Había sido un estudiante sobresaliente y, como en Japón tan solo los mejores gozaban de la oportunidad de estudiar arquitectura, Shomei San consiguió matricularse y se convirtió en arquitecto.

Por el contrario, el maestro Kengo Ōe necesitaba que sus ideas y opiniones, ya fueran bellas o chocantes, fueran claramente entendidas. Provenía de una prestigiosa familia de samuráis, y su padre, un poeta reconocido internacionalmente, lo había educado de manera más abierta. Ello se traducía en su visión innovadora y cosmopolita de la arquitectura. Optimista incurable, proyectaba entusiasmo en todo lo que se proponía. Ese hombre con luz y fuerza era el socio con el que Shomei San había comenzado a trabajar hacía veinte años.

A lo largo de esas dos décadas juntos habían proyectado aeropuertos y residencias privadas en Estados Unidos, torres en Europa, museos en Oriente Medio, puentes en Asia y también edificios para las mejores casas de moda parisinas en Tokio. Planeaban nuevos proyectos en San Petersburgo, Chicago, Abu Dabi… Había sido un arduo camino hasta que sus ideas, consideradas por muchos como imposibles de edificar, fueron reconocidas, y sus proyectos, que sorteaban los códigos estrictos de la construcción, se realizaron. Consiguieron lo que se habían propuesto: crear un lenguaje arquitectónico novedoso imprimiendo las nuevas bases de la arquitectura del siglo XXI.

En el precipicio

Cuando el futuro aún les brindada lo mejor, Kengo Ōe sufrió un atroz golpe. Dos años antes Ōe y San se habían desplazado a Dubái para inaugurar la Torre del Milenio, una construcción «inteligente», de una ligereza sorprendente, que habían tardado diez años en finalizar. En una de las entrevistas, el periodista, especializado en arquitectura, acabó dirigiéndose a Kengo Ōe para decirle en voz baja:

—Maestro, ya sabe cuánto admiro su trabajo y quería decirle que siento muchísimo lo de su hijo Natsumiko.

El arquitecto, que planeaba viajar al día siguiente a Barcelona para reunirse con su hijo, no entendió la pregunta.

—Perdone, pero no comprendo. ¿A qué se refiere?

Fue el periodista abrumado, y pidiendo perdón por lo poco apropiado de la situación, el que le comunicó que su hijo Natsumiko había tenido un accidente y había fallecido esa misma madrugada. Ōe, temblando, cogió su teléfono silenciado y vio, entre muchas perdidas, las numerosas llamadas de la soprano Lola Montez, la novia de su hijo que vivía con él en Barcelona. Salió de la habitación, marcó su número y ella, descompuesta y entre sollozos, le explicó cómo había ocurrido. El día anterior Natsumiko había sufrido ataques de dolor especialmente agudos y ella lo había acompañado toda la mañana en el hospital. Por la tarde, reducido el malestar, se fueron a casa. Lo dejó descansando, pues ella cantaba en el Liceo. Tras el concierto, Lola Montez vio muchas llamadas de Natsumiko en su teléfono, pero no tenía ningún mensaje de él, así que se apresuró a llegar a casa. Natsumiko no estaba, y había olvidado su móvil. Lo buscó, primero en el hospital y luego por los lugares que solían frecuentar. Finalmente, de madrugada, un amigo común le dijo que había tomado varias copas con él en el Hotel Casa Fuster y que suponía que estaría durmiendo allí. No le extrañó porque era un habitual. En el hotel, Lola confirmó que estaba alojado allí. Al explicar la situación y al no tener contestación en la habitación, el manager en servicio nocturno del hotel accedió a abrírsela. Lo encontraron inconsciente, rodeado de botes de analgésicos y barbitúricos vacíos. Avisaron a una ambulancia e intentaron reanimarlo, pero no pudieron hacer nada por él.

Natsumiko no podía haber sido mejor hijo. Tenía solo veintitrés años. Todo había ido siempre bien hasta que, a los veinte años, sufrió un accidente que le causó un daño cerebral irreparable; un autobús lo atropelló mientras iba en bicicleta a buscar un regalo para el cumpleaños de su madre, Fukiyo Ideta. Se quedó inconsciente en el suelo y le salió sangre por la boca y el oído. Pensaron que estaba muerto. Cuando despertó en el hospital había perdido el sentido del olfato y el gusto. Padecería desde entonces unas migrañas espantosas. Sin embargo, gracias a la cantante de ópera Lola Montez, a la que conoció en Londres meses después, había comenzado a recuperar su pasión vital, tanto que hacía un año había decidido trasladarse a Barcelona para vivir con ella y acabar su tesis sobre Gaudí, la Sagrada Familia y el estilo gótico. Natsumiko escribió un diario, y cuando Kengo y su esposa Fukiyo llegaron a Barcelona para hacer las gestiones de la repatriación de su cuerpo, Lola Montez se lo entregó diciéndoles:

—Nunca se separaba de su diario, era un torrente de ideas y las escribía constantemente. He sido muy afortunada a su lado; me llenó de confianza. Él quería siempre lo mejor para mí y yo para él, por encima de nuestros propios intereses. Ahora todo va a girar alrededor de Natsumiko porque seguirá con nosotros.

Montez cantó en el entierro de Natsumiko en Tokio y su voz se escuchó con una hondura y una belleza tan conmovedoras como dramáticas. Al acabar, miró a los padres esperando haber aportado consuelo; Kengo Ōe sostenía a Fukiyo Ideta, quien apenas lograba mantenerse en pie.

Al final del entierro fue tal el grito que lanzó Fukiyo que muchos pensaron que no lo resistiría, pero ella, aunque rota de dolor, se dijo que no se dejaría vencer por el desánimo. Kengo se convenció al principio de que con entereza transcenderían su hondo sufrimiento y lo transformarían en un recuerdo de lo mejor de su hijo.

Aquel terrible drama les imponía un nuevo comienzo, pero lo cierto era que nada, nada podía haberlos preparado para un infortunio tan desgarrador.

Dos años después Kengo continuaba al límite del abismo con el corazón en los huesos.

Vivir con la luz. La Casa de Flor de Loto

«Los meses y los días son viajeros de la eternidad. El año que se va y el que viene también son viajeros. Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos, todos los días son viaje y su viaje mismo es su casa»

Matsuo Bashō

Kengo Ōe residía en La Casa de Flor de Loto1 a las afueras de Tokio con su esposa Fukiyo. Se trataba de una construcción de cristal a base de muros ultraligeros y piedra flotante para favorecer sus hábitos como practicante de la ceremonia del té, la meditación, la caligrafía y su pasión como coleccionista de arte antiguo oriental y de arte contemporáneo occidental. Frente al estanque de flores de loto que rodeaba la casa, presidían en el gran salón octogonal dos pianos de cola, un Yamaha CFIIIS y un Steinway, uno en el que solía tocar él y el otro para su hijo Natsumiko. Disponía también de una estancia de meditación construida hacía quinientos años, que había adquirido en una subasta. En la planta superior, al lado de los dormitorios, se encontraba una tradicional casa de té de estilo sukiya, realizada por el maestro arquitecto Togo Murano, que había hecho transportar de Kioto para su esposa.

Fukiyo, tras finalizar su carrera en Bellas Artes, se había especializado en el estudio de la ceremonia del té en el templo de Yakushiji, uno de los siete más grandes de Nara. Encarnaba el ideal femenino de Kengo Ōe; una mujer misteriosa, sensual y dulce, divertida e independiente. Poseía un rostro muy expresivo, iluminado por una sonrisa magnética y una mirada intensa que le hacía pensar en las grandes olas que rompen en los acantilados. Había recibido, como Kengo Ōe, una educación moderna, abarcando la cultura occidental y la oriental, y sin embargo iba siempre vestida con tradicionales kimonos. Era discreta y a la vez espontánea, y a Kengo Ōe le sorprendía, siempre, su manera tan sutil de mostrar sus emociones y expresar sus opiniones.

Fukiyo había sido determinante para el éxito de Kengo Ōe. Los comienzos de su matrimonio no fueron fáciles en lo económico, pero eran jóvenes, alegres, bellos y geniales; la impactante pareja que formaron durante la primera década los catapultó en todos los círculos sociales de élite y abrió nuevas puertas a la carrera de Kengo Ōe. Para Fukiyo, Kengo había sido y seguía siendo el hombre más seductor y atractivo que jamás había conocido. Le encantaba acariciar su pelo ondulado y mirar sus ojos chispeantes, pero lo que más le había cautivado desde el primer día era su capacidad infinita de hacerla reír.

Sin embargo, desde hacía varios años, la relación entre Kengo y Fukiyo, en otro tiempo envidiablemente feliz, se había ido deteriorando. A veces amar podía ser una pesada carga. Invadida por la melancolía, Fukiyo salía ocasionalmente, tan solo a compromisos importantes. Pasaba los días profundizando en el estudio de wabi-sabi y escuchando incesablemente el adagio del concierto de piano veintiuno de Mozart o Nulla in mundo pax sincera de Vivaldi; en los momentos más ligeros se decantaba por Sinatra, cuyas canciones le tatareaba de niña su padre, un reconocido artista japonés que había sido profesor en la Central Saint Martins de Londres. Su hermana Megumi la invitaba constantemente a Londres para aliviar su estado de intolerable dolor e intentaba convencerla de que debía resucitar lo poco que quedaba de su delicioso sentido del humor. Le gustaba bromear con ella, le decía que al menos no había perdido la curiosidad, ya que, cuando se encontraba con fuerzas, alternaba prolongadas sesiones de películas y lecturas. Extrañamente, La novela de Genji se había convertido en su libro favorito; ese príncipe Genji que, en busca del tiempo perdido va destruyéndose en su deseo incesante de vivir una y otra vez la experiencia de enamorarse, embelesado por el amor. Le fascinaba que lo hubiera escrito la dama Murakami, una mujer del siglo XI a quien nunca le fue permitido consumarlo y que sin embargo escribió de forma tan bella sobre el amor.

La Casa de Flor de Loto era un verdadero capricho, una edificación de siete amplias estancias a las afueras de Tokio que habría deleitado la existencia de cualquiera. Sin embargo, aquella construcción, donde habían sido dichosos, se había convertido en un monumento-homenaje al hijo ausente. En una de las cartas que envió desde Barcelona cuando era estudiante de arquitectura y urbanismo, escribió: «Rodearse de belleza y calma llena de optimismo y transciende el dolor. Sin embargo, mirar la belleza no es suficiente. Espero ser capaz de saber ver la belleza».

Cuando la releyó, Kengo sintió una punzada y comprendió que Natsumiko no había olvidado la lección que le había dado de niño, cuando le decía: «Ahora, y cuando seas mayor, donde quiera que te encuentres y pase lo que pase, tienes que ser capaz de ver la belleza. ¿Entiendes, Natsumiko?».

Sintió entonces que su hijo, de alguna manera, le pedía realizar algo excepcional. Así fue como comenzó a planificar un nuevo jardín que rodearía la casa con una gran plantación de loto, una flor que en el budismo simboliza la conquista de la iluminación.

Cuando Kengo contempló el jardín de loto terminado, sintió que la casa contenía la belleza y la luz buscadas y que les ayudaría a vencer el sufrimiento. Allí encontraría el centro del ser, donde está la calma y de donde brota la fuerza. Allí alcanzarían de nuevo la ecuación humana del amor. «¿No es misión de la buena arquitectura abrir el corazón de la gente?», se repetía Ōe. La luz es el material por excelencia de la arquitectura, y si algo había aprendido en tantos años de práctica, es que la luz siempre penetra en lo más oscuro.

Y en ese camino hacia la luz, en sus horas de meditaciones, retornaba a su mantra: «El amor es lo que nos hace indispensables en este mundo. El amor es lo que hace el viaje a esta tierra valioso…».

Tenía que reaprender a ser feliz porque sí o porque recordaba la risa con alas, la risa contagiosa de su esposa y de su hijo juntos…

_________

1. Esta construcción está inspirada en la arquitectura de Kengo Kuma.

Volved felices sueños

Kengo era un noctámbulo incorregible. Adoraba la noche; actuaba en él como un bálsamo que aliviaba sus tensiones diarias. La noche siempre había disparado su pasión por la vida. Cuando las circunstancias lo permitían, se iba a la cama al alba y, tumbado, se abandonaba a los más diversos pensamientos; se refería a ello como su «gimnasia mental» para despedir cada día, avivando en la noche la esperanza de hacer retornar a su antiguo yo.

La vida le había quitado mucho, ¡pero le había dado tanto!

Con este consuelo finalmente cerraba los ojos. Quizás volverían los dulces sueños.

La fuerza de la gravedad

«Si no me hubieran dicho qué era el amor,

yo hubiera creído que era una espada desnuda»

Jorge Luis Borges citando a Rudyard Kipling

Al levantarse, nada más posar los pies en el suelo, imaginaba su ser microscópico en posición horizontal —¿o hacia abajo?— con respecto a la Tierra, girando perpetuamente. «Pegado» al planeta y cavilando acerca de la misteriosa fuerza de la gravedad, a la que científicos culpaban del envejecimiento, abría el grifo de la bañera y subía la mirada hacia el gigante cerezo que veía junto a la ventana de su baño. Finalizado el ritual del aseo, uno de los más placenteros momentos del día, se acomodaba en la sala de la meditación, una práctica que le ayudaba a que su contacto con lo real fuera más iluminador, más intenso, más fortalecedor.

Desde hacía dos años el saludo matutino a Fukiyo para celebrar un nuevo día se había reducido a un gesto lacónico, una inclinación de cabeza; ella esbozaba una minúscula sonrisa y elevaba sus ojos. Y, a pesar de todo, aquella pequeña sonrisa, sorprendentemente distinta, continuaba cautivándole y consolándole, animándolo cada día. Nunca había existido rutina entre ellos. Pocas cosas son más atractivas en la existencia que la sorpresa, pero ¿cómo habían llegado a esa situación de incomunicación?

Ante la conmovedora sonrisa de Fukiyo, él se inclinaba, juntaba las manos en un ademán de agradecimiento y, mientras la miraba, pensaba en cómo Neruda había escrito:

«Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca».

Luego se iba a trabajar.

Horas de ocio. Chen Yifei y la decisión

«La vida es como un largo viaje con muchas estaciones.

A veces tienes que detenerte para descargar

o cargar algo para la próxima estación»

Chen Yifei

Kengo Ōe solía ir al trabajo en bicicleta, recorriendo casi cuarenta kilómetros, y practicaba diariamente la natación. En sus días libres llegaba a nadar cuatro horas. Le ayudaba a recuperar el ritmo vital; al fin y al cabo, pocas cosas amaba más que el silencio del agua.

Su esposa Fukiyo le había regalado una tarjeta de socio del club Nagomi, situado en el piso cincuenta de un moderno edificio acristalado. Algunos fines de semana se refugiaba allí con muchos libros y una escultura de Giacometti. Esos dos días transcurrían entre lecturas, natación, saunas y masajes; pero con lo que más se deleitaba era con las clases de tiro al arco zen y las lecciones sobre el significado de las palabras.

Le divertía la práctica del tiro al arco zen porque el desafío no residía tanto en acertar al blanco sino en la perfección de los disparos. Lo complicado era comprender cómo tensar el arco japonés, con los brazos por encima de los hombros; para lo demás, una frase de su profesor le abrió los ojos:

—Piense en lo que el zen enseña del tiro al arco; no somos nosotros quienes efectuamos el tiro, sino que nos limitamos a colocar el arco en la posición adecuada. Se trata de una andadura hacia la esencia.

Poco a poco, el tiro al arco se fue transformando en un medio de reflexión para lograr el equilibrio personal. Y a la vez, paradójicamente, esa necesidad de abrir los brazos al extremo le hacía reflexionar sobre un «arte» que Ōe llamaba «el arte de los abrazos» y que le había enseñado a su hijo cuando crecía. «Hay muchas clases de abrazos, pero todos se quedan en el cuerpo y te hacen fuerte».

Luego disfrutaba de las lecciones para el uso preciso de las palabras. Ōe, el arquitecto filósofo, siempre estaba en busca de la palabra perfecta como expresión de lo más hondo del ser. En cada clase analizaban dos nuevas, a modo de viaje por la mente… Ese fin de semana de abril era turno del estudio de «penetrante» y «tacto».

«¿El tacto…? No es tocar. El tacto tampoco es solo una cuestión de sutileza, amabilidad y buenos modales. El tacto es el sentido que da la capacidad de sentir. ¿Y el tacto como término musical? La palabra “penetrante”… ¿está relacionada con “agudo”?, ¿o con “punzante”?… ¿O es “penetrante” sinónimo de “intenso”? ¿Y ser intenso va unido a ser pasional?».

Tras la cena se instalaba en el café Maduro, especializado en puros y jazz. Allí saboreaba el tiempo lentamente, escuchaba música y a veces se encontraba con un conocido. Al menos dos veces al año solía reunirse con su gran amigo Chen Yifei, un pintor y director de cine que vivía en Shanghái. Ese fin de semana de abril habían quedado en el café Maduro para luego cenar y compartir el día siguiente. Yifei, educado en las tradiciones chinas y occidentales, era un conversador ameno, divertido y erudito, y también un trabajador compulsivo. Había sido uno de los primeros en desmitificar al camarada Mao en sus cuadros, y también en capturar la atmósfera del Shanghái cosmopolita de la década de 1930.

Sin embargo, Yifei no apareció. En su lugar, Kengo recibió la llamada de un pariente del pintor que le comunicaba que había fallecido repentinamente a causa de una hemorragia gástrica, por exceso de trabajo. Tenía cincuenta y siete años y había hecho siempre lo que su voluntad le había dictado. Sus últimos meses de vida los había pasado rodando una nueva película y no había dudado en permanecer hasta cuatro días enteros sin descansar.

Al colgar el teléfono, Kengo se estremeció al punto de sentir cómo su cuerpo temblaba. Más confuso y derrotado aún de lo que estaba, tras una hora mirando a la pared, el espíritu flotante de Kengo Ōe salió del café Maduro y se dirigió a su suite, como un reo va al patíbulo. Entró en el ascensor acristalado y mientras observaba las vistas panorámicas sobre Tokio pensó en Chen Yifei, en su trabajo y en la infinidad de horas al día que pasaba en el despacho…

Salió del ascensor y se quedó paralizado en el descansillo del piso veintidós.

De pronto, los fines de semana en el club, hasta entonces terapéuticos, le produjeron una cierta aflicción. Esa paz en un universo aislado de pronto le asfixió y le produjo una profunda desazón. Por primera vez en mucho tiempo sintió el peso de la soledad. No era que aquel lujo no le resultara agradable, incluso necesario, pero eso no podía ser su horizonte.

Debía mudarse, avanzar, pero no sabía hacia dónde ni cómo. Pensó en lo que le decía Chen Yifei: «La vida es como un largo viaje con muchas estaciones. A veces tienes que detenerte para descargar o cargar algo para la próxima estación».

Una alegre pareja fue a coger el ascensor, su alborozo le hizo darse cuenta de que permanecía absorto en el descansillo. Había pasado allí casi una hora y sentía el corazón latiendo en su garganta.

Se dirigió hacia su habitación asumiendo que tenía que cambiar, como decía Chen Yifei, de estación de tren. Podía ir a cualquier lugar del mundo y del tiempo que deseara, pero ¿dónde ir? ¿Por dónde empezar?

Entre márgenes. Mercedes Lara.

Despedida. ¿Cómo decir adiós?

«Ya sos mayor de edad.

Tengo que despedirte,

pesimismo»

Chau pesimismo, Mario Benedetti

El sonido del clic de su llave para abrir la habitación despertó e iluminó su mente, como si fuera el silbato de partida de su nuevo tren. En ese instante tomó una gran decisión que le pareció una orden divina e inevitable: se tomaría un año sabático. Dejaría todo, su trabajo y también a su esposa Fukiyo. Se marcharía solo.

Alentado por su decisión entró en la habitación y se dio una ducha, muy larga y muy caliente. Luego lloró desconsolado por la pérdida de su amigo hasta que los recuerdos de Chen Yifei se tornaron agradables. Llamó al servicio de habitaciones para pedir un cóctel Singapore Sling con triple de ginebra y unas aceitunas, el favorito de ambos. Le hubiera gustado llamar inmediatamente a la esposa de Yifei y pensó en su hijo, que tenía solo ocho años, pero lo haría al día siguiente. Ahora les enviaría un centro de cien gardenias, las flores que siempre le regalaba en sus cumpleaños.

Tras varias horas y muchos cócteles más, se tumbó en la cama, exhausto. Sin lograr conciliar el sueño, comenzó a imaginar cómo transcurriría ese año sabático de su vida. Vería a sus amigos para los que desde hacía muchos años no había tenido tiempo, las obras de arte que ya no visitaba nunca y las construcciones a cuyas aperturas siempre rechazó la invitación; se sentaría por la noche para oír cómo rompen las olas del mar en alguna playa remota, se tendería en la arena del desierto para ver las estrellas rodeando la luna… Iría a celebrar el nuevo año del Tigre en el Club Tang, visitaría la restauración de la Ciudad Prohibida… Y no podría dejar de ir a Zimbabue para estar con su amigo de adolescencia, que de joven barrendero en las cataratas Victoria había prosperado hasta convertirse en un importante constructor. Y por supuesto visitaría el Cristo de la Sagrada Familia de Barcelona, sobre el que su hijo le escribía.

Ese año solo haría un proyecto: la puesta en escena y los decorados de Madama Butterfly para el Met, la Ópera Metropolitana de Nueva York, cuya interpretación de la desafortunada geisha Cio-Cio-San correría a cargo de Lola Montez. Le había prometido encontrarse con ella en Barcelona en septiembre para trajabar en sus ideas del decorado del tercer acto. El Met ya estaba construyendo su diseño de la primera escena, en la que aparece la casa del teniente Pinkerton en Nagaski. Apasionado de la ópera y del Metropolitan, lo más importante para Kengo era que Lola Montez realizaba su debut en el mítico teatro neoyorkino y que cantaría ese papel rindiendo homenaje a su hijo Natsumiko.

Ese año sabático repensaría sus prioridades. Sería un viaje de catarsis hacia la luz, hacia la belleza y hacia los otros. Un viaje hacia el ser humano que añoraba; un viaje en búsqueda de una vida nueva. Desatendería su dolor y haría resurgir su buen humor. Sería capaz de volver a gozar con la vida.

Recordó entonces una lección del tiro al arco zen:

«El desplazamiento exterior corresponde a una búsqueda interior. Tempestad en calma, buen viaje».

El nómada y su viaje interior

«Por eso tengo que volver

a tantos sitios venerados,

para encontrarme conmigo

y examinarme sin cesar

sin más testigo que la luna

y luego silbar de alegría

pisando piedras y terrones

sin más tarea que existir

sin más familia que el camino»

Fin del mundo, Pablo Neruda

Se había olvidado. Visitaría a su amigo fotógrafo Nasrollah Kasraian en Irán y al pequeño templo de la meditación de la Unesco en París de Tadao Andō. Iría a África con su hermano Yasuhiro… ¿O quizás sería preferible no hacer muchos planes?

Sumido en la confusión por la súbita desaparición de su amigo Chen Yifei, no podía evitar seguir imaginando y proyectando, y lo hacía con cierta euforia. Su viaje era una nueva fuente de energía y de claridad, y le aportaba un ímpetu vital que ya casi no recordaba. Comenzó a reírse a solas, mientras se escuchaba a sí mismo liberarse en cada una de sus carcajadas. Entonaba luego en voz baja una canción que compuso su padre, Home is everywhere: «el hogar verdadero está en los pensamientos y en los sentimientos. El hogar no es algo que dejamos atrás sino algo que llevamos dentro. El hogar está dentro de nosotros».

En el fondo siempre había sido un nómada ligero de equipaje en busca de un lugar al que dar vida. Eso significaba ser un arquitecto.

Su nuevo lujo sería no medir el tiempo, la dimensión que siempre le faltaba o le sobraba. Viviría lentamente. Lo que se aprende despacio no se olvida nunca.

Del deseo a la eternidad

«El estilo del deseo es la eternidad»

Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges

Pasado el efecto calmante y efervescente de los cócteles, rememoró el enamoramiento de Chen Yifei por todo lo bello en el mundo y evocó el misterioso legado de su obra, tan íntima como poderosa. Cogió la novela que tenía en la mesilla, El placer de Gabriele D’Annunzio, y releyó la parte en la que escribía sobre el deseo en la intimidad del amor en palabras del conde Andrea Sperelli. Kengo Ōe consideraba la intimidad un valor tangible, y sintió placer ante el recuerdo de las noches en las que solo existía su mujer. Qué fascinante era sentirse dentro de Fukiyo. «¿Será cierto que podemos llegar a estar a cero coma cero un centímetro el uno del otro?». De la euforia del recuerdo de su mujer pasó al desconsuelo del presente en el que no solo era incapaz de hablar detenidamente con Fukiyo, sino que tampoco sabían ayudarse mutuamente. Kengo Ōe había gozado de una relación intensa con su esposa, física y espiritualmente. Ella era de esa clase de mujeres capaces de transportarlo y de hacer pensar a cualquiera que el mundo podía ser realmente bello. Cuando le besaba parecía que en el mundo solo existiera él.

La evocación del deseo se acabó bruscamente al mirar por el enorme ventanal del Grand Hyatt y contemplar la inmensidad de Tokio, el gigante de más de doce millones de habitantes en el que lo ultramoderno y lo tradicional convivían naturalmente. Entonces, mirando al infinito, pensó: «¿Será el deseo un intruso para que la vida cobre atractivo? ¿Será el deseo una emoción liberada pero nunca satisfecha?».

Cerró el libro y pulsó la tecla del CD que había en la habitación del hotel: «Música de la naturaleza», decía. Comenzó a escuchar el sonido del mar. «El mar» —leía en la carátula— «que curaba a Mahatma Gandhi, el mar de Pablo Neruda, que se salía de sí mismo a cada rato, el mar que llevó a Gauguin a las Antillas, el mar del Caribe sin el cual la poesía de Derek Walcott se quedaría en simulacro, el mar fascinante de la Bahía de Cádiz de Rafael Alberti, que recoge todo un océano íntimo y completo en una sola de las millones de olas que se expanden por la arena de las playas…».

«Del abatimiento te saca alguien. O algo», recordó que le decía su madre cuando, muy joven, volvió de Berlín con el corazón roto, desengañado por el amor truncado de una mujer llamada Cosima.

A Kengo Ōe le revitalizaba el mar casi tanto como su colección de arte.

En la soledad buscada de la noche a veces entablaba conversaciones con alguna de sus piezas de la colección, pero había una que siempre llevaba consigo: la primera obra que había adquirido, la minúscula escultura de una mujer realizada por Giacometti. La adquirió con gran esfuerzo en Berlín, cuando siendo un joven estudiante de arquitectura pasó más de un año con una beca en la capital alemana. Trabajaba en un proyecto de fin de carrera sobre el espíritu moderno de la arquitectura a través de las grandes superficies acristaladas y cubiertas planas de Walter Gropius —fundador de la Bauhaus— y el ánima de los pintores de posguerra existenciales como Gerhard Richter, Anselm Kiefer, Sigmar Polke o Georg Baselitz, obsesionados con la lucha en la existencia. Le gustaban las obras de aquellos artistas porque carecían de tabúes a la hora de expresar las emociones más hondas del ser humano.

Fue en un Berlín en pleno cambio. Durante su estancia fue testigo privilegiado de la caída del muro, aquella página que culminaba la historia moderna. Había llegado en julio de 1988, más de un mes antes de comenzar sus estudios de posgrado, para asistir al concierto de Bruce Springsteen en Berlín Este. Tumbado en la cama de su habitación, recordó la primera canción que entonó, amarga y al tiempo esperanzadora, convirtiéndose en toda una declaración de principios: «Por los que tienen una idea / una idea profunda / de que no es ningún pecado / alegrarte de estar vivo. / Quiero encontrar un rostro / que no me examine…».

Qué fascinantes recuerdos. Le maravillaba deambular por las calles y bulevares de aquel Berlín. En una de sus largas caminatas por la capital, vio en un escaparate una figura que le atraía como un omnipotente imán. Era una pequeña misteriosa escultura de bronce con forma de mujer alargada, a mitad de camino entre el ser y la nada, una de las esculturas que Alberto Giacometti realizó en un esfuerzo titánico por recrear el cuerpo femenino. Kengo Ōe, que, como Giacometti, también estaba seducido por lo femenino y su psique, se sintió desbordado por la fuerza inquietante de la figurita que le parecía la encarnación del deseo y también del vacío, del desamor. Entró en aquella galería ya hipnotizado. Observándola de cerca aún se sorprendió más de lo minúscula y potente que era. Gracias a su personalidad embaucadora y dadas las difíciles condiciones económicas que atravesaba el Berlín Este, logró reservarla con un depósito de cuatrocientos marcos. Negoció abonar cierta cantidad semanalmente. En la época de Berlín, además de estudiar, Kengo prestaba servicios como «acompañante» a mujeres adineradas que no deseaban asistir solas a los relevantes actos sociales. En ese año de la reunificación había una intensa interacción entre el Berlín Este y el Berlín Oeste; era relativamente común que mujeres de Berlín Este pagaran a un hombre para que las llevara a la ópera o a una fiesta. Un amigo americano le introdujo por azar en ese mundo y le dijo que con su galante personalidad y su exotismo japonés tendría mucho éxito. A Kengo Ōe, quien no quería cargar de gastos a su padre, le pareció algo aceptable, incluso interesante. Como su amigo americano preconizaba, tuvo éxito entre las mujeres alemanas, lo que le supuso una considerable fuente de ingresos. Cuando se marchó de Berlín se llevó consigo la pequeña escultura. Desde entonces había sido como su ángel guardián, la veladora de sus sueños. Nunca se separaba de ella. Una vez, mientras buscaba información sobre Giacometti —algo que hacía de forma casi inconsciente— encontró un catálogo de la colección de maestros del siglo XXI del Museo Botero, colección que el pintor colombiano había formado a lo largo de veinticinco años y que cedió a Bogotá, colocando para siempre a la ciudad en el mapa artístico. Lo abrió en la página donde estaba el retrato Carolina sobre fondo blanco, de la última amante de Giacometti. Fue justamente en Bogotá, con diecisiete años y visitando aquel museo, donde conoció y quedó prendado de la historia del maravilloso amor fou entre el pintor suizo y su última modelo; una historia que le hablaba de los misteriosos vínculos entre el alma y el deseo. Ese deseo en toda su amplitud, el que arranca el cuerpo de la tierra y nos magnetiza hacia otro cuerpo, y también el deseo místico suspendido en las noches obscuras de San Juan de la Cruz que nos transporta por donde Dios camina…

Tras muchas meditaciones, acabó recordando a su amigo, el director de cine polaco Krzysztof Kieslowski, que se consideraba «el más material de los espirituales», un título que a Kengo le gustaba también para sí mismo. Muchas fueron las cenas que compartieron cuando rodaba Rojo, su última película, en Ginebra. En todas hablaban del deseo. «Lo importante» —le decía el director polaco— «es que la gente sienta el amor de la misma forma que se es monárquico o republicano o comunista. Que sientan el amor como el dolor, los celos, el odio o el miedo a la muerte».

Las diosas de Giacometti y los mágicos laberintos

«Yo gusto tanto de ella que no sé cómo desearla…»

El amor es una compañía, Fernando Pessoa

La compra de la escultura de Alberto Giacometti en Berlín llevó a Kengo Ōe a sumergirse en la vida del escultor y en su universo artístico.

Lo primero que le sorprendió fue que el once de enero de 1966, el día que él había nacido, fuera el mismo día de la muerte del artista suizo. «Esto» —se decía— «no puede ser una mera coincidencia». Le gustaba pensar en Giacometti como su misterioso alter ego, como si en su vida anterior hubieran vagado juntos por el París de Montparnasse, con «todo el Louvre en la cabeza, sala por sala», como aseguraba Giacometti.

También, como él, rechistaba y renegaba de realizar algo «aceptable» convencionalmente. «La vida», pensaba Kengo Ōe, «debe de vivirse al límite; hay que rebelarse». Si no hubiera sorteado convencionalismos y normas, ¿cómo habría sido posible que hiciera la arquitectura que soñaba? ¿Cómo hubiera podido vivir felizmente junto a las prostitutas en Berlín o haber sido acompañante de mujeres con tanta naturalidad?

Como Giacometti, Kengo Ōe adoraba y necesitaba la compañía femenina. Lo que le llamaba la atención de Giacometti era el gran respeto y la atracción, declarada públicamente y en sus escritos, por las prostitutas; le maravillaban y sorprendían. Su fascinación le llevó a considerarlas auténticas diosas, y la observación asidua de ellas contribuyó a la producción de muchas de sus esculturas, como la que estaba en la colección de Kengo Ōe y que tenía consigo en su habitación del hotel en Tokio. Volvió a contemplar su escultura preguntándose cómo Giacometti afirmaba que las prostitutas eran diosas. Mientras leía, Ōe concluyó que esta visión solo podía venir de la mente de un artista; trascendía lo que los ojos ven y, a la vez, encerraba grandes preguntas. ¿Hasta qué punto somos libres de nuestros sentimientos? ¿Deberíamos establecer límites en las tempestades de la pasión? ¿Cuál es el verdadero goce?…

Su curiosidad por el universo de Giacometti lo había llevado hacía años a París. Le asombró su estudio, sobrio como la celda de un monje, y se sorprendió ante la arquitectura y la historia tan peculiar de uno de los lugares que frecuentaba: Le Sphinx, en el barrio de Montparnasse. Le Sphinx había sido uno de los burdeles de lujo, una verdadera leyenda en el París vibrante de los años treinta. El propio Giacometti lo describía como «el lugar más maravilloso de todos». Se distinguía por una arquitectura y una decoración de inspiración neoegipcia. Una efigie de piedra con cuerpo de león y cabeza humana esculpida en relieve recibía desde la fachada a la afortunada clientela, trasportándola hacia un lugar que, mucho más allá del parisino Montparnasse, recordaba a El Cairo. Si alguien decía: «Vamos al boulevard Edgar-Quinet», todos los iniciados sabían a qué se refería. Allí Alberto Giacometti se cruzaba con artistas e intelectuales como Samuel Beckett, Ernest Hemingway, Simone de Beauvoir o Jean-Paul Sartre; acudían atraídos por aquella atmósfera inusual cercana al templo de galantería francesa que poseía un listado de perversiones refinadas para su diversión pero que no les obligaba a subir a las habitaciones. Cuando en 1946 el estado francés obligó a cerrar todas las casas públicas, Giacometti siguió rindiendo homenaje en sus obras de arte a aquel burdel atípico en sus series depinturas tituladas Au Sphinx. Lo que le interesaba a Kengo Ōe de esas figuras menguantes y alargadas de Giacometti era que le recordaban el valor de flotar por encima de la realidad cotidiana.

Kengo Ōe no se cansaba de leer y releer la historia de Giacometti y Caroline, un laberinto mágico que implicaba también a su mujer Annette. Cada nueva lectura le sugería algo distinto. En 1942 el artista de origen suizo volvió una temporada a Ginebra donde vivía su madre. Allí conoció a Annette, una mujer directa cuyos ojos, como decía Simone de Beauvoir, devoraban el mundo. Esa misma emoción sintió Ōe cuando por primera vez vio los ojos grandes de Fukiyo quien, como Annette, no soportaba perderse nada o vivir sin riegos. Se reía de todo como una niña. ¿Habría sido su relación con Fukiyo en realidad más similar a la de Giacometti y Annette, y no tanto como la que él vivía en sueños, la de Giacometti y Caroline?

La relación entre Anette y Giacometti, sin embargo, no era nada convencional. Él incluso aceptó que ella estuviera con su mejor amigo, el filósofo japonés Isaku Yanaihara, que había llegado a París para estudiar el existencialismo. Se conocieron a través de Sartre. Yanaihara se convirtió en modelo para Giacometti y, con su consentimiento, también en amante de su mujer. Muchas veces cenaban los tres juntos en los mejores restaurantes. Un trío que se repitió luego cuando Ivonne Marguerite Poiradeau, la prostituta que se hacía llamar Caroline, entró en la vida del artista en el bar Chez Adrien. Kengo Ōe siempre había anhelado tener una relación atípica como la de Giacometti y Caroline quienes, a pesar de llevarse treinta y siete años, sintieron una atracción mutua e instantánea. A Alberto Giacometti le fascinaba la forma de mirar de la gente y la fijeza de los ojos de Caroline le resultaba terriblemente seductora. Así se lo contó a una amiga: «Sus ojos eran tan grandes que podías ser absorbido por ellos y cuando encendía un cigarrillo, me penetraban directamente».

Giacometti quedó prendado por su carácter salvaje, por su desafío a la moral pública y también por su fortaleza. Caroline fue una hija no deseada en una familia con muchos hijos. Siempre habitó en la marginalidad. Su padre había sido un proxeneta que terminó sus días suicidándose. Ella fue enviada a un internado del que se escapó. Acabó en un reformatorio. Tras su intento de suicidio, comenzó a hacer la calle.

Tras posar durante diez años para él en un estudio frío y sucio, Annette se cansó, y fue Caroline, deseosa de vender su tiempo y disponible también en la noche, quien la remplazó. Ella entendió la fragilidad emocional de Giacometti y su exquisita sensibilidad como nadie, aunque también supo aventajarse y jugar con su vulnerabilidad. La adicción de Caroline al juego y a los coches rápidos y sus relaciones con chulos y gánsteres la llevaban a robarle. Desaparecía a su antojo. Él la buscaba desesperadamente, pero ella siempre volvía, porque sentía la necesidad de estar ahí, para él. Parecían ser uno solo. Estuvieron juntos los tres últimos años de la vida de él. Se convirtió así en la última modelo de Giacometti.

Tras acabar de leer de nuevo aquella historia, Kengo Ōe miró de nuevo su escultura, La toute petite figurine, acariciando la idea firme de su año sabático y concluyendo que sería maravilloso terminarlo asistiendo a la inauguración de Las mujeres de Giacometti, una exposición que se preparaba para el centenario del nacimiento del artista en la galería Pace Wildenstein, en Nueva York.

¿Cómo va tu ilusión?

Al día siguiente, Kengo Ōe volvió a su casa sobrecogido por la tragedia de su amigo y le explicó a Fukiyo las circunstancias del fallecimiento de Chen Yifei. Luego, tras una larga conversación, le comunicó, sin titubeos, su decisión de tomarse un año sabático y de partir solo. Fukiyo honró su arrojo. En el fondo se sintió aliviada, incluso contenta por su decisión. En realidad ella necesitaba esa separación tanto o más que él.

Se dijo que había que celebrarlo preparando una extraordinaria ceremonia del té poco antes de su partida. No se lo comunicaría a Ōe hasta el último momento. Esta perspectiva también la animó; invitaría a su hermana Megumi, la mujer más divertida que conocía y que desde hacía cinco años vivía entre Shanghái y Londres. Casada con Qing Shui, que se decía descendiente de los emperadores chinos, era cónsul honorario de Portugal en China y además un brillante hombre de negocios, empresario, bon vivant, diseñador de modernos qipaos, marchante de arte y fundador de los más elitistas clubs en Asia, resultaba siempre ingenioso y agradable hasta el extremo, siendo la mejor compañía. También convocaría a los dos hermanos de Kengo Ōe con sus esposas. El mayor, Hitoshi, era diputado del partido liberal democrático —siguiendo la tradición de su abuelo—; un personaje carismático que destacaba por sus corbatas vistosas y sorprendía por su afición al béisbol y al rock y por ser un amante apasionado de Richard Wagner así como de la banda de heavy metal X Japan. Yasuhiro era el hermano pequeño, guapo y transgresor había comenzado a estudiar economía en la universidad de Keiō pero lo había dejado al hacerse rico en el programa televisivo Quién quiere ser millonario. No podía faltar su socio y gran amigo Shomei San junto a su esposa Makiko, igual que tampoco podía faltar su mejor amiga Kayoko, la diseñadora de joyas casada con un excéntrico pintor inglés. Se reunirían con las personas que amaban. Pediría también a su antiguo gran maestro del templo Yakushi-ji que se uniera a ellos. El templo Yakushi-ji, en Nara, era uno de los más antiguos de Japón, su diseño era perfectamente simétrico y había sido construido en el siglo VII por el Emperador Tenmu para que su mujer enferma se recuperara.

A quien le resultaba más difícil informar de su marcha era a Shomei San. Kengo Ōe resolvió citarlo en un lugar que le gustara y en donde el encuentro no levantara sospechas. Eligió el Museo Mori por la vista que dese ahí había de Tokio y porque se inauguraba una retrospectiva del fotógrafo Hiroshi Sugimoto, un gran amigo de San a quien ambos admiraban, titulada El fin del tiempo. Lo citó el martes siguiente a las tres de la tarde porque entonces estaría también Hiroshi Sugimoto, un artista capaz de estar años ante el mar o ante un paisaje hasta capturar con su cámara fotográfica la conciencia y el espíritu del tiempo que los habitaba. De gran paciencia y sabiduría, trabajaba como un artesano sobre el misterio de la existencia. Sugimoto llegó con uniforme habitual, camisa y jersey de seda y chaqueta de lino blanco; era un hombre con una sonrisa especial y con un humor irónico, sarcástico, que entendía que, para ser artista, uno debía tener previamente una profunda experiencia de la vida y así poder expresar luego lo que había aprendido del mundo.

Para Hiroshi Sugimoto, el espacio en la arquitectura, hecho por el hombre, era una ilusión, la ilusión más bella que uno era capaz de realizar.

Cuando Shomei San le hablaba sobre su arquitectura, le hacía siempre la misma pregunta:

—¿Cómo va tu ilusión?

El misterio y el fin del tiempo