Un cadáver en el Congreso - Sergio Pascual Peña - E-Book

Un cadáver en el Congreso E-Book

Sergio Pascual Peña

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Beschreibung

Esta es la historia de los años de formación de Podemos, de sus primeros pasos en las instituciones públicas y de la crisis interna que frenó en seco un proyecto que parecía no tener techo. Entre el grupo de jóvenes que logró asaltar los cielos de la política, ilusionar a un país con un nuevo lenguaje y una renovada manera de hacer las cosas, se colaron las viejas formas de la conspiración, de las reuniones secretas y, en última instancia, de la traición. En su seno emergieron dos bandos enfrentados e irreconciliables, uno liderado por Pablo Iglesias, el otro por Íñigo Errejón, cuya lucha fratricida debilitó el partido. Sergio Pascual, secretario de organización de Podemos durante sus años más convulsos, ha tardado casi una década en decidirse a escribir esta crónica que reconstruye la evolución de Podemos desde sus orígenes hasta que, en marzo de 2016, Iglesias lo citara en su despacho del Congreso de los Diputados para anunciarle su destitución. El fin de un sueño que se convirtió en pesadilla, cuyas sombras, ya desde la distancia, Pascual rememora para disiparlas y desentrañar las motivaciones y los automatismos que hicieron germinar la semilla de la discordia.

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Prólogo

Los años furiosos

 

Fueron años furiosos. Tan rápidos que, cuando intento recordarlos, las imágenes todavía se suceden a toda velocidad. El fenómeno arrollador que supuso la irrupción de Podemos en la vida política española lo fue también para quienes desde la prensa tuvimos la labor de tratar de explicarlo a los demás. Cubrí a Podemos desde el primer congreso de Vistalegre hasta su entrada en el Gobierno. Sin duda uno de los periodos más apasionantes de mi vida profesional y también uno de los más difíciles.

La relación entre Podemos y buena parte de sus cronistas nunca fue la maquinaria mejor engrasada. El trato nació marcado por la desconfianza y sobre todo por concepciones de la comunicación y del periodismo en muchos casos irreconciliables. Pero nada podía competir con el nuevo partido en términos de demanda informativa en aquellos años. Su resultado en las elecciones europeas lo convirtió en uno de los focos principales de la actualidad política y las redacciones demandaban todo tipo de detalles de aquella nueva criatura.

El periodista es siempre testigo de parte; porque lo es a la fuerza de una parte de la historia. De la que conoce. El puzle completo, la fotografía exacta, esa es la aspiración casi imposible que perseguimos desesperadamente y en cuya búsqueda, en muchos casos, fracasamos. El periodista se ve forzado a trabajar siempre con un margen obligado de imprecisión. La honestidad en nuestro oficio radica en tratar sin descanso de reducir al mínimo ese margen, aunque no siempre se consiga.

Este libro resulta esencial para completar la historia del que probablemente sea el fenómeno político más importante de la última década en España. Y como periodista, por todo lo dicho anteriormente, me veo obligada a afear al autor no haberlo escrito antes.

Los lectores tienen en las manos no solo un testimonio valiosísimo de quien levantó de la nada la primera estructura orgánica de Podemos, sino un conjunto de claves para comprender en profundidad los momentos más determinantes en la historia del partido. Episodios que, en buena medida, explican mucho de lo que iba a suceder después.

No tengo ninguna duda de que mis colegas de profesión devorarán el texto con avidez en busca de datos que les ayuden a completar la crónica a posteriori de aquellos años. No quedarán decepcionados. El autor no se limita a la cronología de los hechos, sino que nos ofrece una narración prolija en detalles y en contexto. Una narración sin artificios en la que la ruptura entre Iglesias y Errejón adquiere una dimensión especial en el relato de quien la observó desde el mismo ojo del huracán.

Pero este no es un libro solo para periodistas. Ni mucho menos. Con la agilidad propia de los acontecimientos de aquellos años, el autor nos guía a dos velocidades por una historia trepidante, repleta de ilusiones, éxitos, y como sucede con todo lo importante, también amarga y no exenta de fracasos, personales y colectivos.

Quienes quieran conocer el Podemos actual encontrarán en este relato elementos imprescindibles para hacerlo, y quienes quieran profundizar en los orígenes del fenómeno político simplemente no pueden obviar su lectura.

Es difícil reconocer los propios errores y más aún plasmarlos por escrito. El autor reconoce haber necesitado un tiempo de reflexión para dejar que el poso de todo lo sucedido se asiente. Pero lejos de una revisión anquilosada, el resultado es un texto vivo. Que vibra.

Una narración, en definitiva, tan trepidante como lo fueron aquellos años furiosos.

MARIELA RUBIO,

 

 

 

A mis padres, por franquearme las puertas del mundo

 

 

 

 

—Espero que podamos seguir mirándonos a los ojos.

Con esas palabras se despedía de mí aquella noche Pablo Iglesias. Rayaba la medianoche del martes 15 de marzo de 2016. En ese instante, España supo que había un cadáver en el Congreso de los Diputados.

Yo, el cadáver —político, claro—, lo había sabido apenas unas horas antes, aunque he de confesar que, en la práctica, mi nueva condición era predecible desde hacía tiempo.

Si revisito notas o reconstruyo diálogos, me cuesta situar el comienzo de aquella pendiente deslizante. ¿Cuándo empezó a pudrirse todo?, ¿en aquella «Despedida de soltera» en la que los miembros del núcleo fundacional de Podemos planificamos el curso político del año 2015?, ¿o cuando acepté ser el número tres, el secretario de organización? Quizá comenzó ya en julio de 2014, cuando cogí el teléfono en el patio del Palacio de Miraflores en Caracas y oí que Errejón me decía: «Tío, tienes que venirte».

Lo que es seguro es que lo irremediable comenzó a tornarse ineludible solo un par de semanas antes del aquel 15 de marzo: durante los convulsos trece días que discurrieron desde el primer discurso fallido de investidura de Pedro Sánchez, el 2 de marzo de 2016 —meses antes de la histórica abstención del PSOE que permitió el gobierno de Rajoy— hasta el martes 15 de marzo, cuando me reuní con Iglesias en su despacho del Congreso de los Diputados.

—Espero que podamos seguir mirándonos a los ojos —me dijo tras el despido definitivo.

—Ya me conoces, lo último que haría sería causarle daño a Podemos —le respondí.

En aquellos quince intensos días se pusieron las primeras piedras de la ruta que llevaría a Sánchez a enfrentarse a su partido y a regresar como héroe del Partido Socialista. Fue en esos días cuando Iglesias y Sánchez, Sánchez e Iglesias, conocieron realmente al animal político que tenían enfrente. En aquellos días —y quizá esa es la historia central de este libro— se fracturó definitivamente el Podemos original y comenzó a cimentarse aquel Unidas Podemos que se asemejaría más al proyecto clásico de Izquierda Unida. En aquellos días, en definitiva, se tejió la urdimbre que nos permite entender las correlaciones de fuerza del panorama político español actual, y es posible que también el de la próxima década.

Este libro es, pues, una crónica de aquellos días en los que se aceleró la historia de España, pero también, y sobre todo, es la crónica de la ruptura política de dos amigos y dos corrientes de la izquierda española, la de Iglesias y la de Errejón, la principista y la pragmática, la leninista y la laclausiana. Es una crónica vista desde una atalaya privilegiada en las entrañas de Podemos y al tiempo también una historia personal, de afectos, de asombros y experiencias, muchas de las cuales me marcaron y me permitieron comenzar a conocer un poco mejor mi país y a su gente y, sobre todo, me enseñaron algunos de los porqués detrás de las pertinaces desuniones de la izquierda española.

En cualquier caso, el lector no está ante unas memorias al uso, sino más bien ante un texto escrito desde lo que Clifford Geertz llamó el «yo testifical», o lo que es lo mismo, una suerte de etnografía en prosa con algunas licencias. Lo cierto es que yo considero estas páginas algo así como una humilde novela basada en hechos reales, una crónica de unos instantes…

Para entender aquellos quince días acelerados y a este autor he tenido que retrotraerme en el tiempo algunos años. La historia entrelaza dos velocidades, la del tiempo condensado de aquellas dos semanas y la de la lenta historia personal de los personajes que protagonizan esta historia: Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y yo mismo.

 

Primera parte:

 

Años de formación

I. Phnom Penh, 2004

 

 

 

La conciencia tiene una textura extraña. No es continua. Salta. A veces se desboca.

Recuerdo que aquella noche tórrida que me marcaría para siempre cenábamos cuatro viajeros en el restaurante de un decrépito hotel en la capital camboyana, Phnom Penh. Las grandes aspas de los ventiladores de madera del restaurante de estilo colonial no podían con el sofocante calor húmedo de las orillas del Mekong, así que habíamos decidido salir a cenar a la terraza, donde corría una suave brisa y se dominaba el espectáculo de una ciudad que aún bullía entre calles de albero y barcazas fluviales atestadas.

Había llegado a Camboya en 2004 como cualquier veinteañero, ilusionado por conocer mundo, con ansias de aventura y ganas de fiesta. En aquella ocasión, a las cuantiosas dosis de frivolidad juvenil le añadí un componente central: intriga por el cinematográfico y mitificado rincón indochino. Me obsesionaba aquella historia, la de la guerra de Vietnam, la heroicidad de un pequeño país que se había resistido a la invasión milenaria del gigante chino para después expulsar a los japoneses, a los franceses y finalmente a los todopoderosos estadounidenses. ¿Cómo había sido posible?, ¿qué se escondía detrás de aquella historia?

Me ha sucedido siempre, me rebelo cuando me faltan piezas del puzle. Necesito entender. De pequeño, me desvelaba noche tras noche tratando de desentrañar los pormenores de las soluciones de los juegos algebraicos con los que me entretenía mientras preparaba aquella Olimpiada Matemática que nunca gané. Con apenas trece años, compilaba noticias de prensa de la primera guerra del Golfo tratando de hacerme un mapa mental del conflicto. Más tarde, durante los estudios de Ingeniería de Telecomunicaciones que cursé, fueron los campos electromagnéticos o la teoría de control automático los que me desvelaron.

Para preparar aquel viaje leí hasta la extenuación: sobre el genocidio camboyano a manos del totalitarismo ultraizquierdista de los Jemeres Rojos, sobre los criminales e ilegales bombardeos estadounidenses de aquel pequeño país a manos de Richard Nixon, sobre los crímenes de lesa humanidad contra la población rural vietnamita de My Lai, sobre las leyendas tras el mito del Ramayana labrado primorosamente en piedra en las paredes del templo dedicado a Vishnu de Angkor Watt, sobre el napalm y sobre los ataques de falsa bandera que justifican en televisión las guerras que se deciden en los despachos…

Fue así que cuando llegó el momento de elegir destino aquel verano lo tuve claro: Indochina.

En aquella ocasión, mis compañeros de viaje no compartían conmigo la extraña pasión que yo sentía por la lejana historia vietnamita. Solo conseguí llevarme finalmente el gato al agua y convencerles de que me acompañaran tras hacerles una promesa: si me acompañaban me raparía el pelo al cero. En todas las fotos de aquel viaje germinal aparezco con el cráneo pelado como un monje budista…, quizá una premonición de lo que me iba a deparar Indochina.

En cierta medida, ahí están las raíces de mi politización, que fue autodidacta e internacionalista. Es cierto que mis primeros contactos con la política surgen al calor de la labor sindical de mi padre. Era yo un niño cuando fue elegido por el voto popular de sus compañeros y compañeras al frente de la Junta de Personal de Salud de la provincia de Sevilla y, entre la neblina de la memoria, se me hacen presentes sus tribulaciones, discusiones y conflictos durante la época en la que ocupó aquel cargo y se enfrentó a la burocracia primero de la Unión General de Trabajadores (UGT) y más tarde del Sindicato Andaluz de Ayudantes Técnicos Sanitarios (SATSE) del que acabaron echándole… Ironías de destinos que se repiten. Con él pegué también mis primeros carteles electorales cuando aún no tenía apenas uso de razón. Y aunque mi padre siempre me advirtió de las frustraciones que vienen de la mano de la participación en estructuras de poder jerárquicas como los sindicatos, reconozco que nunca llegué a comprender del todo sus palabras hasta que no tuve mi propia experiencia. Supongo que es cierto aquello de que nadie escarmienta en cabeza ajena.

Con el tiempo, fueron los libros y un espíritu viajero los que me hicieron acercarme antes a la historia política de otros lugares que a la realidad de mi propia tierra. Así enraíza mi errática y autodidacta formación política. En aquel 2004, con un enfoque más bien historicista y desde la economía política, aún sin la formación en Antropología que adquirí años después, logré asomarme a la esencia de aquel pueblo valiente, de aquel David capaz de vencer a Goliat.

Y sin embargo aquella noche en aquella terraza de Phnom Penh, no fue esa historia heroica la que me golpeó.

 

Cenábamos rumiando el recuerdo de la visita a Tuol Sleng, un campo de concentración convertido en lugar de memoria en el mismo epicentro del genocidio que entre 1975 y 1979 acabó con dos millones de camboyanos. Fue entonces cuando, apenas a unos metros de donde nos sentábamos, en la misma terraza de nuestro hotel, se hizo imposible no ver y oír a dos gringos cincuentones bebiendo y riendo a voz en grito. Estaban en compañía de dos niñas camboyanas. Dos niñas. Aquellos tipos repulsivos, con esos atuendos inconfundibles, chanclas y calcetines hasta la rodilla, camisas hawaianas desbotonadas, sudorosos, obesos, con la piel sonrosada, borrachos como cubas, devoraban con miradas primitivas, lascivas y nauseabundas a aquellas niñas. Niñas.

¿En qué mundo puede, lo peor de la sociedad, destruir con absoluta impunidad, a la vista de todos y sin temor a represalia alguna, la juventud de dos niñas que apenas se asomaban a la vida?

Os confieso que aquella noche me invadió la brutal necesidad de arrojar terraza abajo a aquellos mierdas.

No lo hice, no me dejaron, no me atreví a pagar las consecuencias… Qué se yo…, supongo… supongo que no soy ningún héroe, pero esa noche la pasé anegado en lágrimas de frustración en mi habitación. Aquel día algo muy dentro de mí se rompió.

A partir de aquel momento, «hacer algo» se convirtió en un imperativo. Era un «hacer algo» informe, sin contenido ni lógica precisa, pero imperativo. No sé si han sentido alguna vez esa molesta sensación en la boca del estómago que recuerda que falta algo por hacer, que dejaron algo inconcluso, que uno no puede relajarse del todo. Tenía que «hacer algo», aunque no supiera muy bien qué. Y la indignación es un motor muy poderoso. A mí me llevó de una cosa a la otra y así, al poco tiempo, comencé a militar políticamente de forma activa en la Solidaridad Internacional. Mi vida dio un vuelco. Poco a poco fui pasando más tiempo con jóvenes con los que compartía idéntica desazón, el mismo impulso por hacer algo, y claro, cada vez pasaba menos tiempo con quienes no sentían ese impulso.

A mi regreso de Camboya, ya en 2005, el internacionalismo español tenía los ojos puestos en un remoto país andino: Bolivia. En Bolivia había elecciones a la vista. Su ya expresidente, Gonzalo Sánchez de Losada, ni siquiera hablaba castellano y había huido a EE.UU. acusado de ser el autor intelectual de las masacres que dejaron decenas de muertos durante los levantamientos de 2003. En ese contexto, ganaba peso la posibilidad de que Evo Morales, un dirigente indígena cocalero, llegara a la presidencia del país y nacionalizara el gas. Por aquel entonces, empresas como Repsol obtenían pingües beneficios de la explotación del subsuelo y dejaban escasos réditos a la población boliviana. Morales pretendía revertir los términos: un 82% del beneficio quedaría en territorio boliviano y un 18% recompensaría a las empresas extractoras, exactamente al contrario de como se daba el reparto hasta entonces. En la prensa mundial se anunció el cataclismo, la fuga de capitales y el fin de una inexistente prosperidad boliviana. La prensa española asoció a Evo Morales con Hugo Chávez e hizo frente común en defensa de la transnacional «española». Entre tanto, con mi indignación en máximos tras el episodio camboyano y preso de una fascinación por América Latina alimentada durante años por el Aureliano Buendía de García Márquez, el Colegio Militar Leoncio Prado de la Lima del primer Vargas Llosa, la Maga de Cortázar o los viajes Amazonas arriba con Maqroll, el gaviero de Alvaro Mutis, me embarqué en el proyecto de fundación del Colectivo de Solidaridad con América Latina de Sevilla (Colecamelat). Como las siglas eran impronunciables al final Colecamelat se quedó en Macondo y fue desde ahí que comenzamos a organizar campañas de solidaridad con Morales e incluso algún plantón en gasolineras de Repsol de Sevilla. Era mi primera experiencia militante y tenía a América Latina en el centro.

Pronto encontramos una sede en el Ateneo Tierra y Libertad, un pequeño local del Sindicato de Obreros del Campo de Juan Manuel Sánchez Gordillo, situado en la calle Miguel Cid de Sevilla. Compartíamos el local con Amigos de la Tierra, el Sindicato Andaluz de Trabajadores e Izquierda Anticapitalista.

En aquella época éramos un puñado de jóvenes inquietos que irradiábamos iniciativas. Al final, acabamos por compartir los mismos grupos y el activismo acabó por convertirse en nuestra forma de vida, los colectivos fueron nuestra familia.

El roce hace el cariño, así que no tardé en politizarme con los compañeros de Izquierda Anticapitalista, un colectivo trotskista del Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional. Parece increíble, pero en aquel entonces militar a tiempo completo en aquel grupúsculo producto de infinitas divisiones en la izquierda tenía todo el sentido del mundo para mí. Hoy sé que, muy al contrario de lo que piensan y sueñan sus militantes, el papel real de estas organizaciones no es hacer la revolución y derrocar el sistema capitalista. En la práctica, son las responsables de algo mucho más importante: enseñar gimnasia militante a la juventud de izquierdas. Son las responsables de formar y politizar a muchos de los cuadros políticos, sociales, e incluso empresariales, del futuro. Son una hermosa escuela que se cree ejército y no sabe que nunca lo será.

Pasé los siguientes años en ese tipo de militancia. Una cosa me llevó a otra. Visité la Cuba de Fidel en mi primera brigada sociopolítica. Allí pude conocer otra forma de organización social y económica, imperfecta, cómo no, pero funcional y capaz de dar lugar a la sociedad más instruida, sana y capaz de América Latina. Las inquietudes se agolpaban y decidí estudiar Antropología Social. Mi formación en ciencias —soy ingeniero de telecomunicaciones— se me antojaba entonces insuficiente para entender el mundo que se desplegaba ante mis ojos.

Como dirigente regional de Izquierda Anticapitalista —Espacio Revolucionario Andaluz nos llamábamos entonces— me involucré en la fundación del primer comité sindical del SAT — Sindicato Andaluz de Trabajadores— de la Junta de Andalucía, donde trabajaba como funcionario. Aquella, sin duda, fue mi primera experiencia al frente de un movimiento de masas. Fui coportavoz de una red de empleados públicos que pusieron en jaque al Gobierno andaluz de José Antonio Griñán convocando paro tras paro y manifestación tras manifestación. La red pretendía poner freno al proceso de externalización de funciones en la Administración andaluza. Nuestro objetivo: combatir la privatización de la Administración pública y favorecer la ampliación de servicios. Pronto descubrimos que los ánimos que nos llevaban a la calle no eran homogéneos entre los convocados. Muchos funcionarios acabaron por adherirse a los sectores corporativos de la movilización, sectores que dejaban de lado la lucha por un servicio público y de calidad y que se centraban en el interés material concreto de los funcionarios. Para ellos, interinos o personal de la Administración externa eran adversarios, no compañeros; para ellos, los usuarios de la Administración eran meros daños colaterales.

Estos sectores reaccionarios se llevaron el gato al agua y en las elecciones sindicales nos barrieron del mapa por 30 a 2. Siempre me quedó el regusto amargo de que un efímero encuentro de voluntades en torno a una meta común puede esconder dentro enormes disparidades y antagonismos. Canalizar el momento de convergencia y aplazar la aparición de las diferencias acabó siendo mi tarea en el siguiente movimiento de masas que me tocó cabalgar: Podemos.

En aquellos años, conocí también a buena parte de la izquierda política andaluza, como a Diego Cañamero o a Juan Manuel Sánchez Gordillo, el histórico alcalde de Marinaleda, un pueblo sin desempleo y con acceso universal a la vivienda en la comunidad con más paro y desahucios de España. A Gordillo me lo encontré por primera vez en los domingos rojos que organizaba en su pueblo. Voluntarios como yo, trabajadores y vecinos se unían los domingos de cosecha para recoger aceitunas para la cooperativa que daba empleo al pueblo. Me recordó a las mingas andinas, momentos de encuentro en los que los miembros de una comunidad ayudan de modo altruista a alguno de ellos a reparar o construir su casa.

Cuba, Marinaleda y los Andes me enseñaron aquello que leía en los libros de antropología económica: no todos los intercambios tienen por qué estar mediados por lo económico.

Tuve tiempo para montar emisoras alternativas de radio en el psiquiátrico penitenciario de Sevilla, para participar en el movimiento estudiantil antiBolonia contra la mercantilización de la universidad, y hasta para participar en la ocupación de la finca del ejército de Somontes, que logramos por un tiempo convertir en una cooperativa agrícola productiva.

En esos espacios crecí y sobre todo conocí a inmensos compañeros y compañeras, a Marta, Auxi, David, Edu, Luis, las Milas, Pablo, Tere… Nos acompañamos desde entonces en todas las luchas. Algunos de ellos siguen siendo hoy grandes amigos.

El motor empujaba con fuerza y, casi sin darme cuenta, en 2008, me arrastró al otro lado del océano. Acabé trabajando para la Fundación CEPS (Centro de Estudios Políticos y Sociales) y pasé los siguientes seis años en un ir y venir primero por Bolivia, luego por el ministerio de Coordinación de la Política del Ecuador de Rafael Correa y finalmente por la Caracas de Chávez.

Allí me pilló la puesta de largo de Podemos la primavera del 2014, cuando oí al teléfono aquel «tío, tienes que venirte».

La Fundación CEPS había sido fundada por un grupo de valencianos y valencianas vinculados al derecho constitucional y estaba liderada por Roberto Viciano, uno de esos personajes inenarrables que solo pueden darse en el Levante español: inmensa mezcla de socarronería, buen yantar y claridad en las ideas.

CEPS colaboraba con distintas administraciones latinoamericanas (Colombia, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Venezuela…). Estaba centrada en labores de apoyo institucional, de desarrollo del estado de bienestar, y de fortalecimiento del Estado de derecho y la democracia, siempre desde una perspectiva progresista.

Fue en una asamblea de la Fundación CEPS, en 2008, donde conocí a Pablo Iglesias y a Íñigo Errejón, que por entonces eran amigos.

Había tenido mi primer contacto con la Fundación un año antes. Debió de ser en torno a 2007. La coincidencia de intereses y de orientación respecto a lo que sucedía en América Latina entre Macondo y CEPS nos llevó desde Macondo a conectar con ellos a través de Alfredo Serrano, entonces el responsable de CEPS para la región. Alfredo es de la Línea de la Concepción y, como todos los campogibraltareños, tiene una energía inagotable y un talento natural para las relaciones humanas. No tardamos en trabar amistad y aquel encuentro acabó por marcarme de por vida, primero con CEPS y más tarde con el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica, CELAG, un proyecto de Alfredo que ayudamos a fundar Íñigo Errejón, Auxiliadora Honorato y yo mismo, y en el que sigo militando hoy día a tiempo completo.

Aquellos años en tierras latinoamericanas me tatuaron la piel y el alma. Supongo que es imposible vivir una inmersión cultural como la que yo experimenté sin que, o bien te marque, o bien te haga huir. Aquella Caracas de la primera década del siglo bullía. Era la Caracas de los Encuentros de la Juventud, la Caracas que había logrado unir al continente más allá de ideologías en una organización —UNASUR— que por primera vez en su historia no estaba tutelada por EE. UU. Era la Caracas de los altos precios del petróleo que permitían financiar salud, educación y vivienda en el país y en medio continente. Aquella Caracas irradiaba participación ciudadana y el salto adelante en calidad de vida era evidente. Kirchner, Morales, Correa, Lula, Lugo y Chávez arrasaban en las elecciones y contingentes enteros de pobres desarraigados e indígenas tenían carta de ciudadanía por primera vez en la historia y se incorporaban a sus frágiles democracias.

No tardó en llegar la caída del precio del petróleo y con ella las crisis económica, social y política. Pero esto es parte de otra crónica.

En Caracas conseguí hacerme una precisa composición de lugar sobre ese fenómeno al que los economistas llaman «la enfermedad holandesa» o la maldición de la abundancia. Esta enfermedad hace que el vaivén de los precios de tulipanes en el siglo XVIII, o el del petróleo hoy, puedan arruinar a un país en un abrir y cerrar de ojos. También conocí la brutal compartimentación de las sociedades latinoamericanas. Aquellas son sociedades brutalmente divididas en grupos estancos en los que la gente parece vivir realidades paralelas. Grupos humanos que comparten ciudad teóricamente pero que no se hablan entre sí, no pisan los mismos parques ni restaurantes, no comparten escuelas ni hospitales y acaban por vivir en códigos y realidades radicalmente diferentes. Recuerdo vivirlo en primera persona en mi lugar de trabajo, junto a la plaza Bolívar, en lo que para los habitantes del este acomodado de Caracas era «zona roja». Las clases medias altas de Chacao, Baruta o El Hatillo jamás pisaban el centro de la capital de su país, y nunca, jamás, se montaban en el masificado metro de Caracas. Hasta se llegó a acuñar un término para los que caminan por la ciudad, los que no se desplazan en coche; son los «pataenelsuelo», los pobres. Imagínenselo por un momento, piensen que los vecinos del barrio de Salamanca no se atrevieran a pisar la Puerta del Sol o que nunca, bajo ningún concepto, usaran el metro. Creo que solo una vez se ha comprendido esa brutal disociación puede entenderse el desconocimiento pertinaz de los resultados electorales del chavismo en estos barrios ricos. Cuando uno les preguntaba a sus habitantes el porqué de sus convicciones, por qué estaban tan seguros de que Chávez les robaba las elecciones, siempre se obtenía la misma respuesta: «No conozco a nadie que vote a Chávez»… y en parte era cierto. Solo en parte, porque muchos de los trabajadores que servían copas, atendían restaurantes, peinaban cabelleras o reparaban autos en sus zonas acomodadas vivían en aquellas zonas rojas. Aunque sí, quizá es cierto que «no los conocían», lo que no quiere decir que no existieran.

Allí tomé conciencia también del rol, la función y el peso en política de los liderazgos trascendentes, esos que a veces son más que carismáticos, casi próceres en vida. La hipermediatización de la política española ha hecho soñar a muchos con jugar este papel a este lado del charco, aunque lo cierto es que solo en países con unas instituciones frágiles pueden construirse este tipo de liderazgos. Solo en situaciones de absoluta desesperación, esas que únicamente pueden darse en países en los que el Estado solo ejerce la función represiva de mantenimiento del orden, dichos liderazgos podían ser, y de hecho son, los catalizadores naturales de la esperanza indignada.

Quién me iba a mí a decir que, en poquísimo tiempo, la España del desmantelamiento del estado de bienestar, de la traición al contrato social y de la crisis llegaría a parecerse en lo político —que no en lo económico— a estos países, y que la función del liderazgo carismático iba a cobrar cierta vigencia en figuras como la de Pablo Iglesias.

Creo que fue allí también, en Caracas, donde construí una idea más precisa de la fragilidad de la democracia representativa como forma de organización política, de la necesidad de contrapesos que eviten el caciquismo y el abuso de poder, ya sea de un hombre, de un partido, de un medio de comunicación o de una ideología.

Allí tomé conciencia de la importancia de los «procesos», esa parte de la política real, la que pasa inadvertida porque transcurre alejada de los titulares y focos. Es la política que se cocina en lo que Pepe Mujica —el genial expresidente uruguayo— llama los «mientras tanto», en el tiempo que transcurre entre la «idea genial» que se vende en los medios y su realización efectiva.

Con la experiencia aprendí que es en los procesos, en los «mientras tanto», donde se acaban pagando los costes impagables o las insalvables dificultades de las utopías transformadoras. Son los procesos la razón por la que el fin no justifica los medios. En demasiadas ocasiones hay «mientras tanto» inasumibles —sean cuales sean los hipotéticos beneficios de la meta a alcanzar— para quienes respetamos la vida humana. Un buen baño de experiencia y realismo ahorraría gran parte de los problemas que asolan la política española.

Leí años más tarde La gran transformación, del economista y antropólogo austriaco Karl Polanyi. Las piezas encajaban con aquello que viví. En el genial texto, Polanyi —como luego hizo Gonzalo Pontón en La lucha por la desigualdad, Pasado y Presente— narra con sobrecogedora precisión los costes humanos que trajo consigo la revolución industrial en la Inglaterra del siglo XVIII, esos costes que nunca se cuentan. «El molino satánico» lo llamó, una trituradora humana que supuso el mayor salto adelante de la historia desde el mercantilismo gremial del medievo al capitalismo industrial primitivo que lo cambió todo. La pregunta queda flotando en el texto: ¿a qué precio? Deberíamos hacernos más a menudo estas preguntas.

En fin, el caso es que en Caracas me vacuné de principismo y me doctoré en realismo, aunque luego de la teoría a la práctica vaya un mundo. Tendría que llegar el Sergio Pascual secretario de organización de Podemos para tropezarme con mis propias contradicciones.

II. Pablo Iglesias, Valencia, 2008

 

 

 

La primera vez que escuché a Iglesias, o al menos que tomé conciencia de su figura, fue en el Centro Excursionista de la plaza de Tavernes de Valldigna, en Valencia, en una asamblea de colaboradores de la Fundación CEPS. Aquel 2008, Auxiliadora Honorato y yo, compañeros por aquel entonces, nos habíamos desplazado desde Sevilla a Valencia para asistir a las ponencias de las Jornadas sobre el Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano en las que participaban, año tras año, personajes de la talla de Antonio Navarro Wolf (uno de los tres presidentes de la Constituyente colombiana de 1991), Héctor Arce (expresidente de la Asamblea Plurinacional boliviana), Carlos Gaviria (expresidente de la Corte Constitucional colombiana), Alberto Acosta (presidente de la Asamblea Constituyente ecuatoriana), ministros como Héctor Rodríguez (Venezuela) o Roberto Aguilar (Bolivia), etcétera.

La historia de aquel edificio, el del Centro Excursionista, en pleno barrio del Carmen, presagiaba los derroteros de lo que luego fue Podemos y además replica la realidad urbana de muchas ciudades españolas. El edificio de cuatro plantas fue sede y centro social autogestionado por sus otrora propietarios hasta que, quebrados estos, Bankia lo embargó. Finalmente, el Ayuntamiento valenciano se hizo con él y hoy se aspira a que sea una biblioteca municipal.

Aquel lugar señorial, de techos imponentes y suelos que crujían al paso, fue un espacio único para el encuentro de activistas de los cuatro rincones de España concitados por la Fundación CEPS en el icónico rincón valenciano.

Aunque tengo entrelazadas en la memoria aquellas asambleas, recuerdo bien que conocí a Pablo y a Íñigo en la de aquel año, 2008. Era la primera vez que asistía a uno de estos encuentros y por eso, en la mañana de aquel sábado, pude pasar inadvertido y camuflarme entre los asistentes.

A mediodía, tras las habituales palabras de la presidencia de la Fundación, los asistentes nos dividíamos en dos grupos: los que trabajaban en España y aquellos con interés por los fenómenos políticos que surgían a borbotones en América Latina.

En aquel entonces estaban en plena efervescencia las constituyentes boliviana de 2006 y ecuatoriana de 2007-2008, y aún resonaban los ecos de la victoria de Cristina Fernández de Kirchner en 2007. Pablo Iglesias, entonces para mí un chaval con coleta, no podía esconderse entre el público. Él era el encargado de abrir el juego en el primero de los talleres.

Apareció junto con Errejón, a última hora, y con esas útiles gafas de sol que tratan de evitar lo inevitable del aspecto del día siguiente… Con todo, Iglesias se marcó uno de esos elocuentes discursos que luego lo caracterizaron y le permitieron izar las velas del barco de Podemos. Muchos nos despertamos de golpe y preguntamos a izquierda y derecha: ¿y este quién es?

Hasta casi tres años después no entablé cierta relación personal con él. Fue a finales del verano de 2011. En aquel entonces, planeaba viajar de nuevo a Venezuela para incorporarme a colaborar en una de las asesorías que en materia de políticas públicas mantenía la Fundación CEPS. Llegaba a Caracas desde Ecuador, donde había pasado unos días visitando a algunos buenos amigos fraguados tras pasar por el país andino en el otoño-invierno de 2009, cuando trabajé para el ministerio de Coordinación de la Política. Como tenía algo de tiempo, decidí encaminarme a Venezuela sin prisas y a contrapelo, cruzando Ecuador hacia el sur, para buscar un vuelo económico a Caracas desde el aeropuerto de Lima. No me importaban los más de mil ochocientos kilómetros de ruta por la Panamericana.

Llegado a Venezuela me incorporé a la misión de la Fundación CEPS y allí me encontré con Iglesias. Andaba en Caracas para cumplir una de las «milis» obligatorias para los miembros de la dirección de la Fundación. Esas milis eran cortas temporadas forzosas, de un par de semanas a lo más, en los países en los que se mantenía misión activa; estaban diseñadas para dar descanso y vacaciones a quienes dirigían los equipos en los diferentes países.

A pesar del clima tropical, Iglesias no renunciaba a las camisas de leñador de cuadros que acabó por convertir en iconos. De aquellos fugaces días, recuerdo noches de cervezas en la plaza del barrio de los Palos Grandes y su enciclopédica cultura cinematográfica, que utilizaba para ilustrar discursos e informes. Siguió haciéndolo. En julio de 2019, durante otro de los múltiples debates de investidura que hemos vivido en España en los últimos tiempos, Pablo Iglesias citaba una maravillosa película de Nanni Moretti.

Coincidimos brevemente, pero aquel encuentro y los días en los que compartimos despacho, redacción de informes y botellas de agua Minalba hicieron que a partir de entonces intercambiáramos con normalidad ideas en torno a cuestiones logísticas de la Fundación.

Aquel despacho era un auténtico pandemónium. Hasta cuatro ordenadores portátiles —compus, como los llaman allí— salteaban un espacio copado por papeles de viejos informes en carpetas azules —las que iban destinadas al presidente— y periódicos recortados y leídos. Apenas nueve metros cuadrados y un gran ventanal con vistas a un horrendo muro de hormigón que apenas nos aislaba de la zona noble de Miraflores. Para llegar al despacho debíamos entrar por un paso secundario, un gran portalón de acceso al garaje del palacio desde el que salvábamos la primera planta, donde se encontraba la guardería del complejo de oficinas. Siempre sirvió de inspiración cruzarnos en las escaleras con las abnegadas profesoras, que hacían malabares para encauzar la mucha energía caribeña de aquel tropel de pequeños.

Lo mejor de aquel lugar era su proximidad a la plaza Bolívar, la manzana central de Caracas, fundada en 1567. Como apuntaba hace algunas líneas, hoy es un rincón prohibido para una parte del país que se niega a mezclarse con sus connacionales menos afortunados.

Presidida por una estatua de Bolívar sobre un caballo encabritado —a pesar de que los cánones de la escultura ecuestre ordenarían que tuviera las cuatro patas posadas en tierra, pues no murió en combate—, a la plaza central capitalina no le falta ningún ingrediente de los imprescindibles en las plazas principales de América Latina: árboles exuberantes, buhoneros que comercian con mecheros —aunque depende donde se encuentre la plaza se llamarán encendedores o yesqueros—, bolígrafos —que aquí o acullá se llamarán puntabolas o esferos—, vendedores de guayoyo —café americano—, abuelos que acompañan a sus nietos a jugar con las palomas, ofrendas florales al prócer… un rincón vivo en el que dejarse llevar con los rostros que se reencuentran en este eterno lugar de citas, siguiendo el deambular errático de quienes se buscan a sí mismos o el paso del tiempo de quien descansa en la hora del almuerzo…

Allí conocí el proyecto de Iglesias, La Tuerka, en principio solo la apuesta por una humilde irrupción en el escenario mediático español.

Iglesias sabía que en la sociedad del espectáculo en la que vivimos cualquier opción política que pretendiera abrirse paso en un marco institucional tan sólido como el español tenía que disponer necesariamente de una ventana mediática desde la que expresarse. La Tuerka acabó siendo una inmejorable plataforma de entrenamiento para el salto que dio después.

Recuerdo que una semana más tarde, ya de vuelta en España para asistir como delegado andaluz a la conferencia electoral de mi partido de entonces —Izquierda Anticapitalista—, participé por primera vez en La Tuerka, que cubría el xxxviii Congreso del PSOE, celebrado en Sevilla y en el que se eligió a Alfredo Pérez Rubalcaba tras la debacle electoral del 20 N de 2011.

Ese mismo otoño de 2011 volvimos a encontrarnos; estaban presentes, además, Errejón y Miguel Urbán. Fue el 17 de noviembre. Coincidían en Sevilla los mítines de los cabezas de cartel de las elecciones generales de Izquierda Anticapitalista (Miguel Urbán) e Izquierda Unida (Cayo Lara).

Iglesias y Errejón eran parte del equipo de asesores de Cayo Lara en aquellas elecciones y, como por aquel entonces yo tenía línea más directa con los dos amigos madrileños que otros compañeros de la dirección de mi organización, fui el primero en enterarme de aquello.

Resulta divertido releer algún chat (transcribo aquí algunas partes del mismo) con Miguel Urbán, el todavía hoy eurodiputado de Podemos y entonces miembro de aquella dirección política Anticapitalista. Hablábamos sobre la participación de Errejón e Iglesias entre los asesores de IU y me tocó defender la participación de ambos en aquel staff ante la visión de quienes no acababan de entender su apoyo no ya al PSOE, sino a IU :

 

Yo: sabes que Pablo e Íñigo currarán para IU en la campaña?

MU: yo sé que las mesas de convergencia están metiendo gente en las listas de IUMU: lo de Pablo e Íñigo es seguro?

Yo: sí

Yo: seguro

MU: en qué?

Yo: apoyo a la campaña hasta el 20 N

Yo: no en las listas

Yo: en el staff de campaña

MU: ya supongo que no en listas

Yo: ajá

MU: cómo se les ha ido tanto la olla

MU: sobre todo a Íñigo

Yo: no hombre

Yo: a mí no me parece tan raro

Yo: tb trabajamos en AL para gobiernos q no son estrictamente socialistas…

Yo: una cosa es defender el discurso y otra cosa es la asesoría política

MU: ya sé que la presión en el CEPS puede ser muy fuerte

MU: pero no es lo mismo

Yo: es un grupo q tendrá sus defectos pero no deja de ser de izquierdas, tronco

Yo: te recuerdo q estábamos dentro hace 3 días…

Yo: y no te creas

MU: sí pero vienen de donde vienen

Yo: en CEPS les presionaron en sentido contrario

Yo: para no visibilizarse

Yo: no ven estratégico IU

Yo: la ven una organización en declive

MU: pero no como asesores de campaña

MU: eso tiene implicación en su sector de gente joven

 

Mientras Errejón e Iglesias tenían la vista puesta en la política institucional, los Anticapitalistas seguían —siguen— en la lógica de cavar trincheras. Por mi parte, aunque cada vez me encontraba más lejos de su estrategia, me apresté a colaborar con mi partido y cerré la lista de Anticapitalistas en Sevilla, una experiencia electoral de la que no esperábamos nada pero que entendíamos que nos ayudaría a pasar del gueto de la extrema izquierda a la política real. A mí me tocaba arrimar el hombro en las labores de organización de recogida de firmas, materiales de campaña y cómo no, del mitin de cierre en el parque de los Perdigones —por la otrora fábrica de perdigones— de Sevilla. El momento estrella del mitin lo ponía el concierto de la FRAC, la Fundación de Raperos Atípicos de Cádiz, populares por sus encendidas letras contra esa extendida pero oculta forma de discriminación hacia Andalucía que constituye el «hablismo», la segregación que se da por el acento, la que hace que todas las trabajadoras de hogar y los conserjes sean andaluces en el cine y en las series y rara vez lo sean médicas o empresarios: «… Cuando mandamo ar caraho, lo hasemo sin la jota; una h intercalá, pa que suene: ¡carahota!…», reza una de sus letras.

Tras cerrar el mitin de IU , Errejón e Iglesias se acercaron al parque de los Perdigones, donde estábamos Urbán, Auxiliadora Honorato y yo.

Se sentían más cómodos con nosotros, jóvenes que jugábamos a hacer política sin votos, que con los dinosaurios políticos, diputados y alcaldes, a los que asesoraban sin mucho éxito. La noche la acabamos los cinco en la Alameda de Hércules, zona de ocio por excelencia de quienes frecuentábamos el gueto de la izquierda sevillana. Hoy es un espacio «gentrificado» más, pero entonces era un territorio comanche en el que durante décadas se mezclaron casas okupas, prostíbulos y todo tipo de locales en los que esperar la salida del sol de cháchara y en torno a la gran alameda rectangular de albero.

Allá estábamos, frente a una mesa con patas de hierro forjado y unas Cruzcampo en el sevillanísimo Corto Maltés. Las oportunidades electorales para IU e IA en aquel entonces eran nulas y recuerdo la frustración de ambos a la hora de intentar hacer entender a Lara y su equipo las virtudes de un discurso «nacional popular» que articulara las demandas insatisfechas de los distintos grupos sociales y que renunciara —¡siquiera parcialmente!— a los rituales y símbolos evocadores de batallas —y derrotas— pasadas de una izquierda nostálgica. En vano intentaban que IU —el PCE— se alejara de significantes caducos o contraproducentes fuera de la academia (proletariado, capital, burguesía…). Se esforzaban ambos en proponerles un léxico que les permitiera politizar un momento de efervescencia social como aquel noviembre post 15 M. IU , sin embargo, aún soñaba con alguna carambola que le permitiera formar Gobierno con el PSOE y se cuidaba mucho de seguir máximas del 15 M, como la de «PSOE, PP, la misma mierda es»… Aquella noche, Cayo Lara no siguió los consejos de sus jóvenes spin doctors que sugerían agrupar discursivamente a ambos partidos como la «casta política» que denunciaba la ciudadanía. Lara optó por cuidar a su posible futuro socio: «Le estamos disputando en muchas provincias de España un diputado no al PSOE, al Partido Popular, a los restos que tiene el PP», clamaba aquel 17 de noviembre de 2011 Cayo Lara entre banderas comunistas en la Cartuja de Sevilla.

En aquel 2011, IU no supo prever, participar, ni canalizar el cambio de ciclo que representaba el 15 M en España. Años más tarde, tampoco iba a saber prever, participar, ni aceptar lo que representaba ese profesor con coleta que iba acompañado por un equipo de jóvenes conocedores del sistema electoral español.

Como era previsible, aquel 20 N ni IU ni IA tuvieron mucho que hacer, así que tras la anunciada debacle electoral de toda la izquierda —incluso la socioliberal del PSOE— yo me volví a Caracas.

Volaba un 2 de enero de 2012 y me tocaba hacer noche en Madrid. La casualidad quiso que tuviera que dejar a Iglesias documentos de la Fundación CEPS, así que me crucé a la carrera con él en un parque cercano al apartamento que por entonces compartía en Madrid. Me dejó las llaves y cuatro instrucciones básicas de funcionamiento y acabé pasando la noche allá ahorrando una noche de hotel a las precarias arcas de la Fundación.

Casi un año después, a finales de 2012, nos reencontramos en una nueva asamblea de CEPS