Un camino inesperado - Diego Blanco - E-Book

Un camino inesperado E-Book

Diego Blanco

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Beschreibung

¿Quieres vivir una gran aventura? Todavía queda un Anillo y, aunque no lo sepas, lo tienes tú. Sal de la comodidad de tu agujero hobbit y ponte en camino con la comunidad si quieres arrojarlo al fuego y destruirlo para siempre. Tendrás que darte prisa, los Jinetes Negros ya saben quién lo tiene... y no tardarán en encontrarte. Este libro te hará descubrir, de forma sorprendente y trepidante, de qué modo el camino de la fe se encuentra escondido, a modo de magistral parábola, en las páginas de El Señor de los Anillos. Adéntrate en él para descubrir qué significa ser cristiano y embárcate en la lucha contra los orcos y los demás siervos del Señor Oscuro. "Cualquiera que viva el desvelo por hacer llegar a las próximas generaciones la frescura y el gozo del Evangelio de Jesucristo (...) no puede menos que alegrarse enormemente de que podamos contar entre nosotros con la edición de este libro, una `aplicación` católica de la parábola de El Señor de los Anillos". (Del prólogo de José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián)

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Diego Blanco Albarova

Un camino inesperado

Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2016

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 6

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-796-9

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid - Tel. 915322607

www.ediciones-encuentro.es

Para Loli, mi Lúthien Tinúviel, porque «entre las historias de dolor y ruina que nos llegaron de la oscuridad de aquel entonces, hay sin embargo algunas en las que en medio del llanto resplandece la alegría, y a la sombra de la muerte hay una luz que resiste».

Para mis hijos, flechas de guerrero capaces de derribar a un Nazgûl, porque este libro ha sido escrito, en primer lugar, para vosotros.

Para Joserra el Azul, señor de Rivendel, por todo lo que no cabría en mil libros.

Para la segunda comunidad del Anillo de Santa Engracia, en Zaragoza, por soportar a un orco como yo entre sus filas.

Para mi grupo de posconfirmación: Brandon, Débora, Elías, Érika, Fran, Lucía, Miguel, Miriam, Pedro y Rebeca, «para poder decirles lo mucho que los quiero y lo breves que son ciento once años entre hobbits tan maravillosos y admirables».

Para Gandalf, Aragorn y Arwen, y Samsagaz, mis catequistas.

«Los cuentos de hadas no dan al niño su primera idea de los fantasmas. Lo que los cuentos de hadas dan al niño es su primera idea clara de una posible victoria sobre el fantasma. Nosotros hemos conocido íntimamente al dragón desde siempre, desde que supimos imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarnos un san Jorge capaz de matar al dragón. Lo que el cuento de hadas hace exactamente es esto: por una serie de claras representaciones pictóricas, nos acostumbra a la idea de que esos terrores ilimitados tienen un límite; de que esos informes enemigos tienen enemigos; de que esos infinitos enemigos del hombre tienen enemigos en los campeones de Dios; de que hay algo en el universo más místico que las tinieblas y más potente que el miedo poderoso».

G. K. Chesterton

El ángel rojo

PRÓLOGO

El salmo 78 dice: «Lo que hemos oído, lo que nuestros padres nos contaron, no se lo callaremos a sus hijos, a la futura generación lo contaremos. Las alabanzas de Yahvé y su poder, las maravillas que hizo; Él había mandado a nuestros padres que lo comunicaran a sus hijos, que la generación siguiente lo supiera, los hijos que habían de nacer; y que estos se alzaran y se lo contaran a sus hijos, para que pusieran en Dios su confianza y no olvidaran las hazañas de Dios».

Cualquiera que viva este desvelo por hacer llegar a las próximas generaciones la frescura y el gozo del Evangelio de Jesucristo, y no siempre le resulte fácil conseguirlo, no puede menos que alegrarse enormemente de que podamos contar entre nosotros con la edición de este libro, una «aplicación» católica de la parábola de El Señor de los Anillos.

Yo, que no soy experto en Tolkien ni en este tipo de lecturas y películas que han llegado a todos los rincones del mundo, provocando un montón de fans, estoy bien agradecido a Dios por contar con alguien como Diego Blanco, que siendo uno de estos fans, y habiendo experimentado en su propia vida el ser ayudado por El Señor de los Anillos, nos lo cuente a todos con esta profundidad teológica y espiritual.

Y es que poder llegar a las próximas generaciones en su terreno es como ganar un partido fuera de casa: los goles valen doble.

He constatado el bien que ha hecho, por ejemplo, en la diócesis vecina de Pamplona la lectura comentada y la visión de la obra de C. S. Lewis, Las Crónicas de Narnia. Muchos jóvenes han podido acceder al mensaje evangélico de una forma que de otro modo no hubiera sido posible. Como el autor explica en el libro, en el fondo C. S. Lewis no es más que un discípulo aventajado de Tolkien, además de su deudor en su conversión al cristianismo.

Esto nos recuerda lo que dice san Pablo de los judíos: si su rechazo de Cristo hizo tanto bien, ¿qué no será su vuelta? Si ha hecho tanto bien el que alguien nos descifre las más evidentes Crónicas de Narnia, ¿qué no será el que alguien nos descifre, como hace el autor, la obra madre, mucho más profunda El Señor de los Anillos?

Como decía un sacerdote joven: «Sí, todos sabemos que Tolkien era supercatólico, que su obra tenía la pretensión de transmitir la fe; pero eso, ¿dónde se ve y quién nos lo explica?». Aunque conozco varias respuestas a esta inquietud (en Radio María hay varios ejemplos), ninguna como esta obra tan sistemática, que comenta El Señor de los Anillos casi capítulo por capítulo; ni tan actual, ni tan profunda. Contrastada, además, no tanto por las notas a pie de página que la hubieran alejado de sus destinatarios predilectos, sino por la vivencia del autor.

Es estupendo que el autor nos invite a todos a hacer una verificación de la obra del siguiente tipo: ¿Esto me pasa a mí? ¿Se cumple en mi vida? La vida de este joven, padre de 9 hijos, con 39 años, salvado y caminante en una comunidad neocatecumenal, dice que sí. ¿Y la tuya? ¡Ahí queda el reto!

De todas formas, esto no deja de plantearnos una cuestión: ¿por qué Tolkien lo ha hecho todo tan escondido a diferencia de Narnia?

La clave que nos presenta el autor, en el sentido de que Tolkien quería entrar astutamente y hasta la cocina de tantos hogares y corazones para ir haciendo su bien y quizá un día «explotar», no deja de parecerme superinteresante. Ojalá a través de este libro pueda llegar esa explosión a tanta gente, joven y no tan joven, que no tiene acceso a la «bomba atómica de amor» que es el Evangelio de Jesucristo.

Esta «astucia de las serpientes» tolkiniana, no tan lejana de la que Jesús propone en el Evangelio, acompañada de la «sencillez de la paloma», no deja de ser también un arma pastoral que hemos explotado poco en la Iglesia. Y, sin embargo, me parece descubrirla en el mismo Evangelio.

Este libro nos ayuda a entender mejor la explicación de Jesús sobre por qué habla en parábolas: «Por eso les hablo en parábolas porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (Mt 13,13). La nota de la Biblia de Jerusalén sobre esta cita me resulta más luminosa a la luz de la obra de Diego:

«A estos espíritus endurecidos a los que la plena luz sobre el carácter humilde y oculto del verdadero mesianismo no haría sino cegar más, no les podrá dar Jesús más que una luz tamizada por los símbolos: luz a medias que también será una gracia, una invitación a pedir mejor y a recibir más».

De hecho, los discípulos con mejor salud visual piden en el Evangelio (como nosotros a Tolkien) que nos explique las parábolas mientras otros se quedan a media luz... Se trata de un signo de misericordia pastoral por parte de Jesús y también de Tolkien. No es casual, por tanto, que el autor haya subtitulado el libro: «Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos».

Yo mismo animé a Diego a pasar estos contenidos a otros soportes, audiovisuales, por ejemplo. Pero me alegro mucho de que quede constancia escrita en una editorial tan seria como Encuentro, de todo lo que hay en esta visión, no sólo cristiana, sino católica, de la obra de un Tolkien, que supongo feliz de llegar a un público como el español, no menos cerrado a Jesucristo de lo que estaba en su día la Unión Soviética, en la que consiguió penetrar como quien no quiere la cosa.

No me alargo más. Te invito a esta aventura lectora y vital.

+ José Ignacio Munilla Aguirre

Obispo de San Sebastián

BASADO EN UN HECHO REAL

«Hasta el final de sus días Bilbo no alcanzó a recordar cómo se encontró fuera, sin sombrero, bastón o dinero, o cualquiera de las cosas que acostumbraba a llevar cuando salía, dejando el segundo desayuno a medio terminar (...), corriendo callejón abajo tanto como se lo permitían los pies peludos».

El Hobbit, cap. 2 «Carnero asado».

Hace mucho tiempo, en una pequeña ciudad de una pequeña isla, un agnóstico invitó a cenar a un católico y a un anglicano. El agnóstico, al que todos llamaban Jack, aunque este no era su verdadero nombre, era un erudito de reconocido prestigio que había sufrido una aterradora infancia en un internado. El católico era huérfano; su padre había muerto cuando tenía cuatro años, y su madre cuando tenía doce. Trabajaba como profesor y había sido educado y tutelado por un sacerdote desde la muerte de su padre. El anglicano había resultado gravemente herido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

Los tres eran intelectuales, y a los tres les unía una enorme pasión por la mitología. No es de extrañar que al sentarse a la mesa la conversación derivase enseguida hacia ese tema. Hablaron mucho y cenaron más, pues a los tres les encantaba la buena mesa y, como lo único que superaba su pasión por la comida y por la conversación era su caluroso entusiasmo por rodearse de un espeso humo gris procedente del tabaco de sus pipas, pronto se vieron obligados a abrir las ventanas de las habitaciones de Jack. Todavía no hacía demasiado frío. Era septiembre. Al acercarse a las ventanas y contemplar el paisaje, Jack propuso dar un paseo por el sendero que corría bajo sus habitaciones, y que circundaba varios afluentes de un pequeño río. Paseando, podrían continuar con su conversación, y caminar les ayudaría a refrescar la mente, ya que no es saludable irse a dormir inmediatamente después de comer. Además, era un paseo agradable, que discurría entre árboles centenarios, alrededor de una pradera donde correteaban los ciervos.

Así que, una vez encargado el católico de aprovisionarse, antes de bajar de la habitación, de suficientes libras de tabaco como para que los tres pudieran pasar una o dos horas, comenzaron a pasear por el sendero, con andar despreocupado, contemplando el reflejo de la luna en las curiosas florecillas que alfombraban la pradera, exhalando humo como locomotoras y conversando acerca del significado profundo de los mitos.

Al rato, quizá porque comenzaba a cansarse de la conversación, o quizá porque quería cambiar de tema y proponer una excursión por la campiña para la semana siguiente con el fin de poder continuar con su viejo proyecto de elaborar un «mapa de la cerveza» de la isla, Jack quiso dar por zanjada la cuestión.

—Al fin y al cabo —dijo—, aunque parezcan muy hermosos y vivos en esas historias, los mitos son mentiras, y por tanto, no merecen la pena.

—No —contestó el católico—. No son mentiras.

Justo entonces, sopló un repentino viento en medio de aquella noche tranquila y cálida que hizo agitar las hojas y presagiar lluvia. Los tres se quedaron sin aliento.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jack.

—Quiero decir —contestó el católico— que, cuando tú ves una estrella, sabes que es una bola de materia inanimada moviéndose mediante un curso matemático; pero que aquellos que la llamaron por primera vez «estrella» la veían como un ser viviente de color plata, ardiendo en llamas en respuesta a una música celeste que nadie más podía oír. Para ellos toda la creación había sido engendrada por medio de seres fantásticos y terribles, magníficos y poderosos. Y el único género eficaz del que podían valerse para transmitir esto a sus hijos eran los cuentos, los mitos.

—Eso es irrelevante, y además no responde a lo que acabo de decir de que los mitos son mentiras.

—Sí, pero en última instancia, ¿quién es el mentiroso? Es verdad que el hombre puede pervertir su pensamiento con mentiras, pero es otro el que genera sus ideas.

—¿Y quién es ese otro? —inquirió Jack divertido, previendo la respuesta.

—Es Dios. Dios es quien genera sus ideas.

—Ya apareció en escena. No conozco dos personas más distintas que tú y yo. Desde que nos conocimos en el claustro, cuando sales con esas, no dejo de sentirme un enclenque en presencia de un importante clérigo de buena familia tomando el agua bendita a la puerta de una iglesia. Estas cosas desbaratan tu argumentación y le restan credibilidad. No sabes hablar de otra cosa, Tollers.

—Pero si lo piensas —continuó el otro, sonriendo ante la pulla—, sabrás que digo la verdad si afirmo que los pensamientos del hombre y las invenciones que crea su imaginación deben originarse con la ayuda de otro. Del Otro, con mayúsculas. Vamos, Jack, eres inteligente, abandonaste el ateísmo hace meses, convencido de que era imposible vivir coherentemente creyendo que el destino de tu vida no es más que una tumba vacía.

—Sí, y en gran parte por tu culpa. Me molestó especialmente aquello que dijiste de que para no creer en Dios hace falta tanta fe como para creer en Dios. Y acepté el agnosticismo sólo para llevarte la contraria y afirmar que no tengo fe en nada. Ni siquiera en el ateísmo.

—¿Qué significa eso? —intervino el anglicano—. ¿Cómo es que para no creer en Dios hace falta tanta fe como para creer en Él?

—Es una frase gloriosa de tu amigo Tollers —respondió Jack—. Afirma que, si es fácil para un hombre acabar con Dios, lo difícil entonces es esconder el cadáver.

—¿El cadáver?

—Sí —repuso Tollers—. ¿Dónde puedes esconder la presencia, «el cadáver», de ese Dios que ha eliminado el hombre, cuando es precisa una respuesta ante el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, el «quién soy yo» en definitiva, que cada uno tenemos dentro? La única respuesta para un ateo, si quiere ser coherente, es que nada tiene sentido. Nada importa puesto que somos fruto del azar y nadie nos va a pedir cuentas. Entonces, qué más da si soy honrado o no, para qué sirve vivir o casarse o tener hijos. Qué sentido tiene sufrir...

—Ya ves. Tollers ha estado diciendo cosas así de divertidas últimamente —dijo Jack, cargando de nuevo su pipa con una generosa ración de tabaco negro.

Jack observó a su amigo católico mientras continuaba acomodando cuidadosamente el tabaco en la cazoleta de la pipa. «No te fíes nunca de un católico ni de un filólogo», le habían recomendado antes de tomar posesión de su plaza de profesor en la universidad de esa pequeña ciudad, y Tollers (que tampoco era su verdadero nombre) era ambas cosas. Un católico devoto, que recorría varios kilómetros todas las mañanas con su bicicleta para asistir a misa en una pequeña parroquia antes de desayunar; y un filólogo, profesor de universidad como él, apasionado por las lenguas y mitologías nórdicas.

—No. No, mi querido amigo —dijo al fin Jack mientras encendía su pipa—. Me parece que yo no creo en ninguna religión. Ninguna tiene pruebas de nada y, desde un punto de vista filosófico, el cristianismo no es precisamente la mejor de ellas. Todas las religiones, es decir, todas las mitologías con un nombre propio, son meras invenciones del hombre. Para mí, Cristo es igual que Loki.

—No puedes seguir defendiendo esa postura —le interrumpió el anglicano—, si tú mismo llevas meses estudiando la historicidad de los Evangelios, y el otro día en el pub admitiste que era «casi cierto» que hubiera ocurrido lo que relatan. Un «casi cierto» en ti es como un dogma del Papa para Tollers —añadió sonriendo.

—Bien, ¿y qué? Sigue siendo irrelevante que haya ocurrido o no. Mirad, mis piadosos amigos, lo que a vuestro buen viejo Jack no le entra en la cabeza es cómo la vida y muerte de alguien, fuese quien fuese, hace dos mil años me puede ayudar a mí ahora excepto por el ejemplo que me pueda dar. Pero, si como Tollers no se cansa de decir, el ejemplo de Cristo como hombre y como maestro no es el centro del cristianismo, entonces, ¿qué nos queda? ¿Aquello que dicen las cartas de san Pablo cuando hablan de «propiciación», «sacrificio» o «sangre del cordero»? ¿Para qué sirve todo eso? ¿Cómo puede el sacrificio y vuelta a la vida del «cordero» salvar al mundo? Ya sabéis que yo no subestimo el poder del mito, al contrario, pero esa historia de Cristo ya la he leído antes en el dios muerto Balder, hijo de Odín, y por cierto que me he divertido más leyendo su historia que con la del hijo del carpintero de Nazaret.

Tollers se detuvo. Comenzaba a refrescar. El viento que hacía un rato habían sentido de improviso parecía querer rondar de nuevo por allí, más suavemente ahora, como si no quisiera molestar, igual que un niño que asiste a una conversación de adultos y lucha contra el sueño, expectante y casi clandestino, para poder escuchar lo máximo posible antes de que alguien repare en su presencia y lo mande a dormir.

—Ya te lo he dicho antes, Jack —dijo Tollers—. Al crear un mito, el hombre no hace sino reflejar de la única manera que está a su alcance un fragmento de la realidad que necesita de una respuesta. La muerte, el sentido de la vida y del sufrimiento, el amor, los celos, la traición, la tristeza; son realidades que acorralan al hombre desde que es hombre. Dios ha querido inspirarle ciertas verdades, o la verdad, podríamos decir, sobre estas preguntas y el poeta las ha expresado en imágenes, como ha podido. De modo que cada uno de estos cuentos, de estos mitos, contiene un reflejo de la verdad, aunque no la verdad completa. El cristianismo es justo lo mismo. Salvo por la enorme diferencia de que el poeta que lo creó es Dios mismo, y que las imágenes que utilizó para construir su historia son hombres reales, como tú y como yo.

—¿Quieres decir que la muerte y resurrección de Cristo es el viejo mito del «dios muerto que vuelve a la vida» contado de nuevo?

—Sí, eso es exactamente lo que quiero decir —respondió—, salvo por una cosa, y aquí está la clave. Que existe un verdadero Dios muerto y resucitado, localizado de forma precisa en la historia y cuya actuación ha tenido consecuencias históricas definitivas. Este mito es verdad, Jack. Ocurrió, y podemos saber que es real por un hecho determinante.

—¿Cuál es ese hecho?

—Que cambió la vida de las personas. Los apóstoles, por ejemplo, que en la hora de las tinieblas no pudieron demostrar nada más que su cobardía volviendo la espalda a su Maestro, de repente, fueron capaces de dar su vida, pasando por la prueba del fuego para anunciar todo lo que habían visto y oído aceptando con alegría el ser ellos sacrificados de la misma manera. El miedo había sido vencido en ellos de una manera real y profunda.

Jack se sentó en un banco cercano y se arrebujó en su abrigo. Comenzaba a sentir una poderosa sensación de certeza en su interior. No quería escucharlo, pero algo le estaba diciendo que lo que su amigo estaba explicando era verdad y todavía no estaba resuelto a aceptarlo. El anglicano sonreía con un brillo en los ojos mientras miraba la pradera que se extendía más allá de los árboles.

—¿Y hoy? —dijo Jack al fin—. ¿A mí en qué me afecta? Los apóstoles forman parte del mito pero yo no.

—Tú formas parte del mito al igual que ellos —dijo Tollers—, al igual que yo, al igual que todos. Porque lo que cuenta esta historia, este mito que ha ocurrido en realidad, es que el Enemigo del hombre forjó un arma poderosa con la cual podía esclavizarlo y someterlo a su voluntad perversa. Forjó el miedo, que Dios no había creado. Y por eso, viendo que toda la humanidad sucumbía en la batalla contra un arma tan poderosa, el mismo Dios tuvo que hacerse hombre, venir a la tierra, para arrebatársela y destruirla, destruir el miedo, y ofrecer el fruto de su hazaña a todos los hombres para que pudieran ser liberados de esta forma de esclavitud. Es el miedo lo que dirige los pasos del hombre, el miedo a sufrir, a no ser querido, a no encontrar sentido a nada. Y como en última instancia el mayor miedo del hombre es el miedo a la muerte, Dios tuvo que destruir la muerte para aniquilar el arma del enemigo. Esta arma cruel que forjó en secreto en un tiempo inmemorial.

—Creo que entiendo lo que quieres decir, y debo admitir que lo entiendo de una forma que no había alcanzado a comprender antes.

—Eso es porque, quizá, las personas estamos más capacitadas para comprender las verdades profundas si toman la forma de un cuento o una canción, que si se limitan a exponerse en una serie de realidades abstractas. Esto es lo que quiero decir con que el mito es real. Este mito es profundamente real, tanto que ocurrió de veras y desde que ocurrió ha liberado del miedo a millones de personas.

Hubo un silencio incómodo. Era evidente que a Jack no le había dejado indiferente esta conversación. El viento parecía contento ahora, jugueteando con las hojas secas de los árboles que habían caído en el sendero, levantándolas, haciéndolas girar en pequeños remolinos y dejándolas caer de nuevo.

—Bien —dijo Tollers, sacando el reloj del bolsillo de su chaleco—. Santo cielo —carraspeó—, ya son las tres de la mañana. Sigue habiendo un poderoso conjuro en esta pradera capaz de detener el tiempo. Debo marcharme ya.

—Sí, todos debemos —contestó Jack.

Se encaminaron en silencio hacia las habitaciones de Jack. Se despidieron con un apretón de manos.

—Gracias por la cena y la conversación, Jack —dijo Tollers—. Hasta el jueves en el Eagle, como siempre.

—No faltaré, hasta el jueves. Y por cierto, Tollers —exclamó cuando este ya se encaminaba fuera del edificio—, me gustaría oírte contar este cuento otra vez. Confieso que me gustaría saber qué forma tiene esa arma del Enemigo.

—Si quieres —contestó el otro con una sonrisa—, lo pondré por escrito, lo encuadernaré con tapas rojas y vendré a contártelo por las noches para que puedas dormir bien tranquilo y arropado. ¡Adiós!

—No estaría mal —murmuró viéndolo alejarse—, no estaría mal que lo pusieras por escrito. Y quizá llegue un día en el que también lo haga yo. Bien, amigo —dijo volviéndose hacia el anglicano—, tú y yo aún tenemos que dirimir algunas cuestiones así que no nos iremos a la cama hasta las cuatro.

—Así sea, subamos. Además sería una imperdonable descortesía por tu parte conservar algo de ese magnífico whisky que escondes en tu habitación y dejar que se eche a perder en la botella.

Al cruzar el arco que conducía a sus habitaciones, Jack vio tallado sobre el contrafuerte el escudo de la pequeña ciudad de la pequeña isla. Bajo las figuras de un elefante y una nutria podía leerse un lema escrito en latín: «Fortis est veritas», la verdad es fuerte.

Aquella noche, la noche del 19 de septiembre de 1931, Jack no podía estar más de acuerdo con eso.

Doce días después, en aquella pequeña ciudad llamada Oxford, Jack, cuyo verdadero nombre era C. S. Lewis, escribió en una carta dirigida a un viejo amigo llamado Greeves:

«He pasado a creer definitivamente en Cristo, en el cristianismo. Te lo explicaré en otra ocasión, pero mi larga charla con Tollers (que en realidad se llamaba J. R. R. Tolkien) y con Hugo Dyson ha tenido mucho que ver con eso».

INTRODUCCIÓN

El libro de tapas azules, el libro de tapas verdesy el libro con la “X” en la portada

Hacia la otra orilla.

«Y la nave se internó en la Alta Mar rumbo al Oeste».

El Señor de los Anillos, «Los puertos grises».

«El libro es, indudablemente, un objeto sagrado. Los libros encierran las joyas más valiosas en los cofres más pequeños. Pero nada de esto impide que la superstición comience en el mismo punto en que el cofre empieza a ser más valorado que las joyas que contiene».

G. K. Chesterton. Lectura y locura.

No recuerdo qué edad tenía la primera vez que leí El Señor de los Anillos. Sólo recuerdo que era un niño y que desoyendo los consejos de mi primo, que fue el que me prestó su ejemplar (una edición con tapas azules, de Círculo de Lectores, cuyo papel olía maravillosamente y más grueso que una biblia), no comencé leyendo El Hobbit, como hubiera sido lo lógico para un chico de mi edad. Mi hermano mayor y mis primos hablaban del libro constantemente y de una forma tan sugestiva que logró maravillarme y seducirme. Así que me empeñé en tenerlo en mis manos, haciendo caso omiso de los cientos de veces que tuve que escuchar que era demasiado joven para leerlo, demasiado tonto para entenderlo, sin la agudeza visual precisa para descodificar el minúsculo tamaño de la letra y excesivamente perezoso para perseverar en su lectura. Además, me fue profetizado con cierta vehemencia que abandonaría su lectura al segundo párrafo.

Me dio igual.

En aquel primer intento sólo llegué a sentarme con Gandalf y Frodo junto a la ventana abierta del estudio y al fuego brillante del hogar en Bolsón Cerrado. No estuvo mal. Superé los dos párrafos que me habían puesto como límite. Pero descubrí algo más. Había mapas. Mapas maravillosos que recuerdo con una extraña nitidez, un montón de mapas página tras página. Y en el último de ellos, escrito en gigantescas letras negras podía leerse: «Mordor».

Mordor. La sola palabra en sí me apasionaba. Yo sabía por mis primos que Mordor era el lugar donde vivían los malos y recuerdo que, emocionado por mi hallazgo, intenté jugar a Mordor en el colegio con escaso éxito (¿que quieres jugar a qué?). Así que me resigné a patear el balón en los multitudinarios partidos de fútbol que, disputados diariamente, eran el único recurso disponible y aceptado por todos para entretenerse en la media hora del recreo.

Pero el libro seguía en mi habitación, y sus tapas azules ejercían un extraño poder sobre mí. De modo que al tiempo volví al estudio de Bolsón Cerrado a continuar la conversación con Gandalf. Por él me enteré de que el anillo que ahora tenía Frodo era peligrosísimo y terrible. Un arma cruel forjada por el propio malo en persona: Sauron, el Señor Oscuro.

Con aquel segundo intento ya obtuve lo suficiente como para alimentar mi imaginación sin necesidad de seguir leyendo y para, por qué no decirlo, presumir un poco delante de mis compañeros y de mi familia.

—¿Pero se está leyendo eso el niño?

—Míralo. Ahí lo tienes.

Me encantaba escuchar aquello. Podía presumir de haber leído sin haberlo hecho mucho en realidad. La ley del mínimo esfuerzo trasladada a la literatura y con el único fin de aumentar mi ego.

Pero pronto descubrí que el libro de tapas azules era un ser bastante celoso. No dejaba de mirarme desde la estantería, no con despechada dignidad ni con pena o con reproche. Era un ojo de fuego enfurecido y desafiante que me hacía sonrojar y cuya mirada intentaba ignorar lo máximo posible. Y al fin, pasado un tiempo, el libro, molesto por el polvo que se acumulaba sobre su lomo, consumó su venganza, largamente meditada en las tinieblas del estante, harto de la afrenta de tener que soportar a aquel muchachito que presumía de conocer sus secretos sin haber pasado del segundo capítulo.

La venganza tomó forma de una penosa amigdalitis que, como un nuevo san Ignacio, me tuvo postrado en la cama casi dos semanas. Evidentemente, el libro que mi madre colocó en mi mesilla para que me entretuviera (bendita época en la que no había televisores en cada habitación de la casa), fue El Señor de los Anillos. En el pecado está la penitencia, y yo, entre febril y vergonzoso, no tuve más remedio que volver a poner el pie en Bolsón Cerrado.

Allí, me asomé por encima del hombro de Gandalf para ver la inscripción del anillo que Frodo acababa de sacar de la chimenea con unas tenazas. Para mi sorpresa, el libro, una vez consumada su venganza, no parecía guardarme ningún rencor; más bien al contrario. Se había limitado a dar un pescozón a un amigo perezoso, que presumía de ser el mejor de ellos, aunque en realidad le daba pereza ir a visitarle. Lo que en verdad quería el libro de tapas azules era que pudiésemos disfrutar de nuestra mutua compañía.

Fue la mejor enfermedad de mi vida. Recuerdo vívidamente cuando, atravesados ya muchos peligros y habiendo tenido el placer de conocer a personajes tan maravillosos y admirables como Tom Bombadil y su esposa Baya de Oro, llegué con Frodo, Sam y los demás al Poney Pisador. Y una vez en la posada, limpiado el barro del camino, entre el sabor del jarabe y los pliegues de las sábanas, protegido por mantas confortables y calentitas, me quedé de piedra al ver aquella figura embozada de la esquina que fumaba en pipa y observaba a Frodo con demasiado interés.

Por desgracia el jarabe me hizo efecto y me curé al fin y al cabo. Pero desde aquel momento al libro de tapas azules no le volvió a crecer polvo en el lomo, y el niño presuntuoso continuó acompañando a Frodo día a día hasta el fin de todas las cosas.

Consumado el matrimonio, la familia creció. Y pronto hubo que hacer hueco en el estante para acoger dignamente a El Hobbit, que también sustraje de forma indecente de casa de mis primos y cuya lectura me proporcionó muchas horas de felicidad. Al poco tiempo, y mejorada mi ya de por sí asombrosa pericia como saqueador nocturno de los bienes ajenos (había practicado mucho), aparecieron en mi habitación los Cuentos Inconclusos junto a un tal Egidio que era granjero y un pintor llamado Niggle. ElSilmarillion no lo tomé prestado. No estaba en ninguna parte y tuvieron que pasar muchos años antes de que me pudiera hacer con un ejemplar. Poco a poco me fui haciendo mayor y como crecía mi interés por los juegos que en aquella época llamábamos «de especialista», me suscribí a la tristemente extinta revista Líder, especializada en juegos rol y estrategia, donde comencé a leer artículos sobre Tolkien y la Tierra Media.

Asimismo, y como ya comenzaba a sentir el peso del dinero en mi bolsillo, gracias a que ya se me consideraba lo suficientemente mayor como para tener una asignación semanal, pude abandonar el oficio de saqueador nocturno y adquirir por mí mismo los libros, revistas y juegos que necesitaba. He dicho que abandoné el oficio de saqueador, pero mejor sería decir que evolucioné desde el atraco furtivo y culpable hasta los golpes bien planeados de un crápula seductor de guante blanco. Teniendo como víctima a mi abuela, bendita sea su memoria, que a espaldas de mis padres, y desde un monedero negro con cierre de bolitas doradas que tenía propiedades mágicas ya que nunca se vaciaba, financió mis actividades cuando no bastaba la asignación semanal, ni siquiera sumando varias semanas.

También comencé a escribir. Mi primer relato lo titulé Hiriam, el Jorgul y trataba fundamentalmente de Hiriam, que era un jorgul. No mucho más, por desgracia. Huelga decir que copié descaradamente no sólo el estilo sino hasta expresiones literales de los libros de Tolkien.

Pero el brillo de la infancia se me fue apagando poco a poco, hasta que al fin se extinguió dando paso a las tinieblas de la adolescencia.

Tal vez sea necesario aclarar, para poder comprender lo que viene a continuación, que siempre he buscado ser feliz en la aprobación de mis mayores. Quizá reflejo de ello era el intento por destacar leyendo cosas de mayores antes de tiempo, como ya he contado antes. Pero este es solo uno de los muchos aspectos en los cuales he buscado ser admirado por los demás en general, y por mis padres y hermanos en particular. Puede que por ser el pequeño de la familia, por complejo de inferioridad o por alguna otra razón que aún escapa a mi discernimiento, contar con el afecto y el reconocimiento de alguna figura adulta o paterna era vital para mí. Una de estas figuras, quizá de las más sólidas, la encontré en dos religiosos escolapios, profesores de mi colegio, por los que yo sentía un gran respeto y admiración y a los que quería mucho, y por los cuales también me sentía muy querido. A ellos me unía una dulce complicidad, entre otras razones porque ante mis errores y mis faltas, que eran muchas, jamás me sentí juzgado por ellos. Así discurrió mi EGB, entre sus propias luces y sombras y bajo la tutela silenciosa de estos dos sacerdotes. El primer golpe llegó al comenzar el tercer trimestre de octavo de EGB, cuando un infarto repentino se llevó a uno de ellos. Este encuentro con la muerte de un ser querido me afectó realmente, muy en lo profundo, pero a pesar de la conmoción que me produjo no me dejé llevar por la tristeza, porque en el fondo de mi corazón tenía la seguridad de que aún me quedaba el otro, el cual, si acaso, era aún más importante para mí.

Recuerdo que cuando quedaban pocas semanas para finalizar ese curso, y ya que por la imposibilidad de seguir cursando bachillerato en el mismo colegio acababa de formalizar la preinscripción en un instituto público cercano, se me acercó el profesor de inglés de cuyo nombre ya no me acuerdo y me dijo: «¿Sabes? Ayer estuve hablando de ti con tu amigo el padre Niño. Me confesó que, si le daba pena que alguien se tuviera que marchar del colegio, ese eras tú. Te tiene mucho cariño».

Aún hoy, muchos años después, me emociona recordar ese momento en el que me sentí feliz y orgulloso como pocas veces en mi vida.

A la semana siguiente, el padre Niño murió en un accidente de tráfico mientras viajaba a Lourdes en peregrinación.

Aún hoy, muchos años después, me tiembla el pulso al recordar la llamada telefónica que me lo anunció.

Todo se hizo oscuro de repente. Me encontré llorando. Entre los «qué ha pasado» y las respuestas precipitadas, escuché la voz de alguien que decía: «un cura menos», y la oscuridad se hizo más densa, más real y descarnada. La muerte de aquel sacerdote detonó un explosivo tenebroso, cebado de tinieblas, que permanecía escondido en mi alma. El Enemigo del hombre aprovechó este acontecimiento para mostrarme una junto a otra todas mis frustraciones escondidas y todas mis culpas ocultas. Me convenció de que estaba solo y, fingiendo una mueca de piedad, me susurró que nunca nadie me había querido y que nadie podría quererme jamás. Acepté esta insinuación como una liberación porque era el único razonamiento que me pareció que encajaba con la causa de mi sufrimiento y ese día di el primer paso en un camino de perdición que habría de durar varios años.

Comencé, para asombro de muchos, por no ir al entierro del viejo sacerdote. Continué por dejar de ir a misa con mis padres, ocultándome al principio y abiertamente después. Terminé, después de pasar un tiempo radicalizando mi mente con política extremista, por introducirme en el mundillo postmoderno; «siniestros» nos llamaban entonces, «góticos» los llaman ahora. Vestíamos de negro y hacíamos lo posible por permanecer pálidos con el objetivo de parecernos lo máximo posible a espectros, apariciones o cadáveres andantes, que en realidad era lo que éramos.

Me metí en peleas y perdí todas. En una de ellas a un amigo le rompieron dos costillas y yo tuve la suerte de salir, aunque dolorido, mejor parado que él porque escapé corriendo y lo abandoné a su suerte. Hice de todo. Busqué la felicidad en todos los elementos que tenía a mi alcance; no iba a clase, pasaba todo el tiempo posible fuera de casa, bebía, fumaba, miraba pornografía, estaba con chicas, pero nunca lograba pasármelo bien. Odiaba a los curas, porque los curas se morían y me abandonaban. Pinté estrellas de cinco puntas con espray en las paredes de las casas. Buscaba ser feliz, y sobre todo lo buscaba en mi grupo de amigos, mayores que yo, de una forma casi patológica, hasta llegar a hartarles. Cuántas veces me encontraba solo... En muchos de los recuerdos de ese tiempo me veo a mí mismo caminando por la ciudad de casa en casa buscando con quién estar, y después de horas vagabundeando, experimentar el dolor que provenía de la certeza de saber que todo el mundo tenía algo mejor que hacer que estar conmigo. A veces me asomaba a mi antiguo colegio y me detenía a mirar furtivamente cómo entrenaban mis viejos compañeros, y los envidiaba y los odiaba y nunca crucé una palabra con ellos.

Sufría. Sufría enormemente y hacía sufrir a los demás, en especial a mi madre, que no sabía qué hacer para ayudarme. Mis padres me corregían, me castigaban porque no respetaba horarios, porque llegaba mal a casa, y así, al obligarme a estar en casa buscaban protegerme de lo que había fuera. Hacían lo que podían, pero supongo que en el fondo sabían que hay ciertas batallas que uno tiene que librar solo y que hablar conmigo no conduciría a nada, sólo a una confrontación inevitable. Me sentía culpable sin saber de qué. Siempre caía en las cosas que no quería hacer, y me preguntaba por qué no podía dejar de hacerlas. Al tener que pasar tanto tiempo en casa por los castigos y porque nadie quería asumir el ritmo de declive que yo me había marcado, me encerré en mi habitación y esta se convirtió en mi cómplice. Y allí, a ritmo de música oscura, volví a leer. Viajé más allá de las montañas de la locura con Lovecraft, me vengué de todos mis compañeros con Stephen King, aprendí que los héroes se pueden condenar eternamente con Michael Moorcock; y ya que no salía de casa, comencé a vagabundear por ciudades artificiales de la mano de William Gibson. No servía de nada. Al terminar cada libro, una soledad sorda e inmisericorde se reía de mis patéticos esfuerzos por intentar deshacerme de ella por medio de las novelas, y si acaso estas servían para algo era sólo para acrecentar el sinsentido del sufrimiento. Probé con otros autores con planteamientos y temáticas menos morbosas que los anteriores, pero tampoco funcionaba. Fueron quizá las Crónicas de la Dragonlance, de Weis y Hickman, las que me hicieron volver la cabeza hacia la estantería de al lado de la ventana donde el libro de tapas azules descansaba desde hacía tiempo, sumido en un prolongado letargo.

No había querido ni tocarlo. En cierto modo era algo puro, que pertenecía a otro tiempo y a otra vida, y yo no quería manchar su memoria, la memoria de tardes de verano anaranjadas. Pero el libro de tapas azules había vuelto a abrir los ojos y me miraba de nuevo. Y esta vez había compasión en su mirada. Y coraje. Y la promesa de un fuego ardiente en la posada al final de muchas duras jornadas de caminar entre peligros.

Y me sumergí de nuevo en él. Y cuando cerraba sus tapas azules para irme a dormir ya no se oía la risa cruel. Página a página experimentaba una sensación que yo no conocía, comencé a sentir esperanza. Leer El Señor de los Anillos me hacía intuir que la vida no podía ser sólo ese cúmulo de borracheras, resentimiento y soledad en el que vivía atrincherado. Había una fortísima sensación de verdad en sus páginas. Existía una luz en el centro mismo de la oscuridad, una luz que Frodo sacaba de entre los pliegues de su capa élfica para combatir a la monstruosa Ella-Laraña haciéndola brillar ante sus ojos innumerables. Yo no sabía qué era esa luz, pero intuía que tenía que existir realmente. «No podrán vencer siempre», había dicho Frodo poco antes al mirar la corona de flores que se había entretejido alrededor de la cabeza de piedra de la estatua decapitada de un rey antiguo, en la misma frontera de Mordor. A muchas millas de allí, todos estaban pendientes de Frodo y ayudaban a su misión desde la distancia, conteniendo el avance del enemigo. Un rey olvidado volvía a su ciudad y curaba las enfermedades con sus manos. Gandalf, que había regresado del abismo de la prueba donde lo había arrojado un enemigo más fuerte que él, ahora vestía el Blanco y combatía sin desfallecer mientras reavivaba los corazones de los que vacilaban ante el poder del Enemigo. No había tiempo para desesperarse, la misión urgía y exigía dejar de lado toda angustia, porque desesperarse, como el viejo senescal de Gondor, era dar ya la victoria al Enemigo. Y aparecían cobardes que se ceñían de valor y la hora más oscura de la noche sólo era importante porque era la hora que precedía a la aparición inminente del alba.

Pero había algo que me ayudaba aún más. Nadie condenaba a Frodo por sentirse tentado por el Anillo, ni siquiera se condenaba a Boromir por haber intentado apoderarse de él por la fuerza. Toda la culpa recaía en el Señor Oscuro y en el arma mortífera que había forjado en las tinieblas y a la que había dado forma de anillo, no en los mortales que sentían atracción por él, porque con ese poder de atracción había sido concebido y creado.

Y eso me daba esperanza. Una sensación real de que existía un sentido en el sufrimiento, más allá de lo que yo podía percibir en ese momento de mi vida. Yo no sabía dónde se encontraba, como tampoco sabía en qué consistían esa misión y esa luz que Frodo escondía en el pecho. Menos aún podía imaginar quién me había enviado ese libro de tapas azules, ese cofre lleno de tesoros. Un cofre bellísimo, sí. Pero no tan bello como las joyas que contenía. Porque el cofre contenía el anuncio de la salvación y era Dios mismo quien me lo había enviado, en medio de la tormenta, en la hora de la necesidad, para no dejarme sucumbir a la desesperación. Dios me había enviado ese libro para que no me volviera loco. Aunque yo no lo sabía todavía.

El libro de tapas verdes

Comenzaba a tener esperanza, pero continuaba esclavo y ciego. Los lazos del Enemigo me ataban aún con fuerza. Tuvo que pasar un tiempo, una de las horas oscuras y frías que preceden al alba, para que este Dios apareciese en mi vida de forma inesperada. Mis amigos terminaron por abandonarme definitivamente y me sentía más solo y más rabioso que nunca. Como seguía siendo un anticlerical, canalicé esa rabia un día en el instituto en el que me puse en pie en medio de una clase de religión (asignatura en la cual estaba matriculado por imperativo legal materno) y me puse a insultar con violencia al papa Juan Pablo II. A decir verdad, además de la rabia también me empujó a montar un espectáculo semejante la secreta esperanza de ser expulsado de clase, como tantas otras veces, y poder salir al patio a fumar un cigarrillo. Pero el profesor, que acababa de llegar hacía poco al instituto y que aquel día impartía su primera clase con mi curso, en lugar de expulsarme y como toda respuesta a mis exabruptos, me lanzó un librito por el aire para que lo recogiera y me invitó a leerlo porque, según sus propias palabras, me iba a hacer bien. No era más grande que la palma de mi mano, tenía las tapas verdes, y en la portada, junto al dibujo de un arpa se podía leer «Salmos». Como suelo decir, si esto no fuera mi vida de verdad y me estuviera inventando toda esta historia, lo lógico, lo narrativo, lo que el auditorio esperaría escuchar es que esa noche al leer el librito de tapas verdes Dios me habló al corazón y yo escuché su voz que me decía que me amaba. Pero esta es mi historia de verdad, no un cuento, y debo confesar que ni siquiera abrí aquel libro de tapas verdes. Lo que logró impresionarme es que aquel profesor, al que había deshecho su primera clase, no me expulsó ni me mandó al despacho del director, ni se vengó de mí de algún otro modo, sino que respondió a mi ataque haciéndome un regalo.

Poco después me hizo un segundo regalo. Al final de una clase me llamó a su mesa y me invitó a escuchar unas catequesis en la parroquia. No invitó a ningún alumno más de los quinientos que estudiábamos allí. Invitó al que odiaba el concepto mismo de parroquia. Gandalf acababa de hacer una marca en mi puerta redonda. Acepté la invitación sólo para compensar a mis padres por los desastrosos resultados académicos que se vaticinaban para aquel trimestre y las más de sesenta faltas de asistencia que rubricarían, como una posdata macabra, el boletín de evaluación. Pensaba que si acudía a aquellas catequesis, aunque sólo fuera a una, el profesor de religión me premiaría con un sobresaliente. De modo que mi madre, que es una mujer profundamente religiosa, al ver un saldo como aquel entre tantos números rojos pensaría: «Mi hijo es un canalla, eso no hay duda, pero puede que en el fondo tenga buen corazón» y así convencería a mi padre para que cejara en su empeño de estrangularme con sus propias manos y optar por algo más civilizado, como por ejemplo fracturarme las dos piernas.

Escuché las catequesis del Camino Neocatecumenal en el invierno de 1992. Sería muy largo y complejo de explicar todo lo que experimenté allí. Únicamente diré que aunque sólo tenía intención de asistir a una de ellas, al final, gracias a Dios, asistí a todas. Y por primera vez en mi vida me sentí querido tal y como yo era, con todos y cada uno de mis defectos. Y era Jesucristo quien me amaba así, quien siempre me había amado y estaba escribiendo conmigo una historia maravillosa, donde el sufrimiento cobraba sentido y donde era perdonado de todas mis barbaridades. Y me invitaron a vivir una aventura, a ponerme en camino como el viejo Bilbo, a salir corriendo sin sombrero, ni dinero, ni bastón, ni ninguna de las otras cosas en las que yo había buscado hasta entonces mi seguridad.

Sorprendido por la alegría, entré a formar parte de una comunidad neocatecumenal, verdadera comunidad del Anillo, en diciembre de aquel mismo año; y junto con los elfos, hombres y enanos, en ese momento extraños para mí, que también entraron a formar parte de ella, comencé un viaje inesperado, el viaje de la fe.

Para entonces, y recién descubierto el amor de Dios en mi vida, realicé otro descubrimiento asombroso paralelo a este: J. R. R. Tolkien era católico, un hombre de fe sincera y profunda, de lo cual yo hasta entonces no había tenido ni la menor idea. Así que comencé a investigar su vida leyendo su biografía y examinando sus cartas. Y descubrí entonces que Tolkien, además, poseía un formidable celo apostólico que, entre otros, le llevó a anunciar la Buena Noticia y dar así acceso a la conversión a su amigo C. S. Lewis en la noche milagrosa y «mítica» que os he relatado antes de esta introducción. Comprendía al fin por qué aquel cofre del tesoro con tapas azules guardaba esa joya dentro. Por qué al leerlo había aparecido en mí la esperanza; había aparecido porque El Señor de los Anillos había sido escrito precisamente con ese encargo. Y yo lo sabía porque acababa de descubrir cuál era el nombre de aquella joya. Aquella joya era el Evangelio, la Buena Noticia.

Al encontrar a C. S. Lewis, me encontré también con los Inklings, con Oxford y con el pub Eagle&Child. Me hice enseguida (sin usar métodos delictivos) con un ejemplar de El león, la bruja y el armario, en la edición de 1987. Y asombrado pude ver que el mensaje, que en El Señor de los Anillos sólo pude conocer por medio de la intuición, aparecía claramente expresado, pero con un lenguaje mítico similar al de la obra de Tolkien, en las Crónicas de Narnia. Desde entonces y acompañado de nuevos amigos como Chesterton y el Cardenal Newman no he dejado de rebuscar en el maravilloso renacimiento espiritual que se dio en una pequeña ciudad de una pequeña isla a finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.

A día de hoy, permanezco, gracias a Dios, en la comunidad en la que empecé hace más de veinte años. Estoy casado con la mujer de mi juventud, una mujer maravillosa de la que habla la Escritura en el libro de los Proverbios (en el capítulo 31,10-31) y tengo una familia numerosa que me hace comprender perfectamente los sentimientos que abrigaba el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado al ver sus despensas asaltadas por los hambrientos enanos desterrados de Erebor. Mis hijos, que al igual que hicieron Merry y Pippin, han regalado a su padre, un Ent demasiado «arbóreo», el don prodigioso de despertarlo y lanzarlo a la batalla. Y además, les encanta jugar conmigo a Mordor.

Ya sé qué es el Anillo Único, conozco cuál es la misión y llevo escondido en el bolsillo el frasco de luz de Frodo. Ayudarte a descubrirlo, si tú quieres, es el principal motivo por el que existe este libro. He aceptado el riesgo que supone escribirlo porque la misión urge y actuar conforme a lo que el miedo te dicta es otra de las formas de dar la victoria al Enemigo.

Por último, debo decirte que yo todavía no he destruido el Anillo, pero sé que la fe, este viaje inesperado, me lleva lenta e inexorablemente a subir un día al Monte del Destino y arrojarlo allí, en sus grietas, o a fracasar en el intento.

El libro con la “X” en la portada

Como has tenido la suficiente paciencia y amabilidad de haber soportado leer los detalles escabrosos de la vida de un perfecto desconocido, estoy seguro de que, aunque aún no lo sepas, en tu corazón anida el coraje necesario para enfrentarte a este libro que tienes en tus manos.

Este libro con la “X” en la portada, ¿qué pretende? Algo muy difícil y muy sencillo a la vez: desentrañar el significado cristiano de El Señor de los Anillos para ayudarte a escuchar el eco del Evangelio que contiene. Tolkien confesó en una carta de 1953, a su amigo el sacerdote Robert Murray, que revisaba uno por uno todos los capítulos del libro conforme iban siendo escritos, que «El Señor de los Anillos es, por supuesto, una obra fundamentalmente religiosa y católica»(1).

Y en otra carta, esta vez de 1958, dirigida a una admiradora que le solicitaba información sobre su vida personal para alcanzar a entender mejor su obra, tras expresar su disgusto por tener que aportar datos sobre sí mismo, cede al fin y escribe: «Hay unos pocos hechos fundamentales sobre mi vida que, por secamente que se expresen, son en verdad significativos; el que es más importante, es que soy cristiano (lo que puede deducirse de mis historias), y católico apostólico romano por añadidura»(2).

Así que, según Tolkien, El Señor de los Anillos es una obra religiosa y católica, lo cual es fácilmente deducible para cualquiera que la lea. Sin embargo, nos encontramos con que, en realidad, esto no es así. La experiencia nos demuestra que los lectores de esta obra de Tolkien, generalmente, no reconocen haberse encontrado con la Buena Noticia del Evangelio en sus páginas. Incluso muchos especialistas católicos parecen enfrentarse a esta dificultad y para justificar el catolicismo de Tolkien en El Señor de los Anillos tienden a resaltar fundamentalmente los valores morales que aparecen en él, como la fidelidad, el compromiso o el sacrificio entre otros muchos. Eso está muy bien, y es verdad que estos valores vertebran la obra del profesor de Oxford. Pero, a mi modo de ver, reducir a estos aspectos la que para su autor era una obra fundamentalmente religiosa y católica, es quedarse muy, muy corto, como intentaremos ver a lo largo de este libro. He buceado durante años entre los abundantísimos estudios que existen sobre la obra de Tolkien y en la selección de cartas personales publicadas en 1981, en las que se observan enormes contradicciones, pero que hoy por hoy representan casi la única posibilidad de conocer al profesor en primera persona. O al menos algo de él. Este trabajo, unido a mi propia experiencia personal, es lo que me lleva a manifestar la creencia que desarrollo en este libro. Que El Señor de los Anillos y por extensión la mitología de Tolkien, es una obra catequética, que contiene en sus páginas el anuncio explícito del Evangelio y la consecuencia de la aceptación de este anuncio en la vida de las personas, es decir, la vida de fe en comunidad. O dicho de otro modo, que El Señor de los Anillos habla de qué significa ser cristiano, y católico apostólico romano, por añadidura.

Por lo cual da cierta pena ver cómo la fe de Tolkien es considerada, en ocasiones también por los propios cristianos como un elemento anecdótico y no esencial de su obra, o dicho mejor, según conjetura este libro con la “X”, el corazón mismo de su obra. Una prueba a aportar es que, como acabamos de decir, el mismo Tolkien entiende que resulta fácil deducir su cristianismo para cualquiera que lea sus libros. Sin embargo, paradójicamente, que El Señor de los Anillos es una obra cristiana y con un presumible contenido catequético por añadidura, es algo que parecen tener más claro los enemigos de la Iglesia que los propios cristianos. Por eso no es sorprendente ver, como he tenido ocasión de comprobar, en la contraportada de libros como Juego de Tronos, un mensaje como este: «Tolkien ha muerto. Viva George R. Martin», el autor de esa saga. Comentario efectuado por una de las críticas literarias más prestigiosas del New York Times. A mí me suena casi igual que el «Dios ha muerto» de Nietzsche, qué quieren que les diga.

Pongo este como ejemplo paradigmático entre otros muchos que podrían citarse, porque, aunque pudiera parecer lo contrario por el éxito obtenido por las películas de Peter Jackson, el mundo cultural en general no soporta el olor a cristianismo de la obra del profesor de Oxford. Sin embargo, a la mayoría de los cristianos, lamentablemente, el catolicismo de Tolkien les parece una simple anécdota.

Creo, pues, que es necesario reivindicar tanto la fe de Tolkien como su celo apostólico para valorar en su justa medida la intención de sus obras. Para algunos puede resultar difícil de entender cómo puede ser cristiana una obra que no habla de Jesucristo más o menos explícitamente, sino de elfos, orcos, hobbits y magos. Pero al adentrarnos en el modo en el cual Tolkien entiende la fantasía, considerándola como el canal de comunicación más adecuado para transmitir realidades espirituales profundas difícilmente abarcables por un lenguaje solamente racional, comprenderemos cómo al escribir sus obras hacía que estas encarnasen una profunda verdad. Situar esta verdad en el mundo real hubiera privado a sus escritos del carácter evocador del cuento, del mito, y por tanto de su capacidad para hacer llegar un mensaje importantísimo por medio de la intuición. Hubiera llegado incluso a separarlos de aquellos que se sitúan manifiestamente en contra del cristianismo. Y esto, sospecho, hubiera sido lo último que el viejo profesor de Oxford hubiera querido.

Por eso, y aunque lamentablemente, dadas las fuentes documentales «de primera mano» de las que se dispone actualmente, no es posible contrastar todas y cada una de las afirmaciones que hago en este libro, sí que existe una lo suficientemente sólida como para cimentar la hipótesis sobre la intención catequética con la que fue escrito El Señor de los Anillos. Me refiero al epílogo del famoso ensayo de Tolkien «Sobre los cuentos de hadas», donde al hablar del consuelo que supone el final feliz de un cuento de hadas, que es su objetivo último, «su misión más elevada» como allí se afirma, el profesor proclama: «No se trata sólo de un ‘consuelo’ para las tristezas de este mundo, sino de una satisfacción y una respuesta al interrogante: ‘¿Es eso verdad?’».

¿Es verdad el final feliz? ¿Son verdad, por tanto, los cuentos de hadas? Quizá entonces también cabría preguntarse: ¿Es verdad lo que cuenta El Señor de los Anillos?

Tolkien continúa diciendo que: «La respuesta (a esta pregunta) puede ser más importante; puede ser un lejano destello, un eco del evangelium en el mundo real. (...) El Nuevo Testamento ofrece un relato maravilloso, o un relato de género más amplio, que abarca toda la esencia de las historias de fantasía. Nunca los hombres han deseado más comprobar que el contenido de una historia resulta cierto, ni hay relato alguno que por sus propios merecimientos tantos escépticos hayan dado por verdadero».

O sea que para Tolkien los cuentos de hadas son capaces de responder a la inquietud humana sobre la existencia de un final feliz para su vida o para su historia, porque contienen un eco del consuelo que proporciona el Evangelio. Y a su vez, este mismo Evangelio es como un gran cuento de hadas pero «real», porque es capaz de satisfacer la necesidad de un final feliz que tiene el ser humano y sobre todo porque habiendo ocurrido verdaderamente en la historia, aún puede continuar y continúa de hecho actuando la salvación en las personas que lo acogen. Personas que desean comprobar, con todas sus fuerzas, que lo que dice el Evangelio es cierto.

Por último, Tolkien añadirá: «El Evangelio no ha desterrado las leyendas; las ha santificado, en particular el ‘final feliz’. El cristiano ha de seguir trabajando, en cuerpo y alma, ha de seguir sufriendo, esperando y muriendo. Pero ahora puede comprender que todas sus inclinaciones y facultades tienen una finalidad, que pueden ser redimidas»(3).

Porque el final feliz del Evangelio es la resurrección de Jesucristo, garantía de nuestra propia resurrección. Es decir, que la muerte y el sufrimiento con el que cargamos todos los días han sido vencidos en Él. Leyendo esto es difícil no pensar que para Tolkien la simbiosis entre Evangelio y cuento de hadas sea casi total. Pero aun así todavía hay algunos que piensan que El Señor de los Anillos, el grandioso cuento de hadas del que escribe: «El arte se ha autentificado. Dios es el Señor, de los ángeles y de los hombres... y de los elfos»(4), no significa nada. Pues si es difícil de creer que El Señor de los Anillos sea una obra catequética, permítanme decir que resulta aún más difícil de creer que no signifique nada, nada de nada, a la luz de lo que acabamos de leer. Porque opinar que El Señor de los Anillos no significa nada implicaría aceptar que Tolkien cree firmemente en la capacidad de los cuentos de hadas para hacer resonar el eco del Evangelio excepto en un solo caso: los cuentos de hadas escritos por él mismo. Lo cual no tendría ningún sentido. Enseguida veremos las razones por las que Tolkien, sin embargo, se empeña en esconder el sentido cristiano de El Señor de los Anillos ante la mayoría (pero no todos) de sus interlocutores.

De momento, es importante resaltar que esta visión de Tolkien sobre Evangelio y cuentos de hadas no es ajena en absoluto a la experiencia y al pensamiento de la Iglesia. El mismo pueblo de Israel nunca ha subestimado el valor del cuento para explicar las realidades celestes, más bien al contrario. La forma rabínica de comentar los textos bíblicos está basada casi exclusivamente en el cuento. Es así como consiguen adentrarse y explicar los misterios de Dios. La palabra en hebreo con la que designan a estos cuentos es «midrash», cuya raíz «darash» significa «buscar». Así, por medio de los cuentos, «buscan» el significado de la Palabra de Dios y qué sentido tiene esta en sus vidas. Además, los cuentos son el instrumento privilegiado que utilizan para transmitir la fe a sus hijos. La misma Escritura, además del relato histórico, contiene más de un ejemplo admirable de cuento de fantasía cuya lectura en medio de la asamblea concluye con un contundente «Palabra de Dios». Pienso, por ejemplo, en los libros de Job o de Jonás cuyo valor dentro de la revelación o su autenticidad como libros inspirados por Dios no depende de que los personajes que aparecen en ellos hayan existido realmente, sino en la Palabra que transmiten. Este tipo de relato pertenece a la categoría de fantasía, pero como un modo de expresión asequible para que la mente del hombre pueda abarcar ciertas realidades difíciles de comprender para la razón solamente. Un relato capaz de transmitir poderosamente una verdad inmutable.

El mismo Jesucristo usó los cuentos para hacer entender realidades profundas y difíciles de asumir por su audiencia. En la mayoría de los casos no explicó su significado a los que le escuchaban, «el que tenga oídos, que oiga», se limitaba a decir. Así pues, el cuento, usado catequéticamente por el mismo Dios hecho hombre, queda legitimado y suficientemente valorado como un medio adecuado y excelente para transmitir la fe.