Un hombre feliz y otros cuentos de humor - Antón Pávlovich Chéjov - E-Book

Un hombre feliz y otros cuentos de humor E-Book

Antón Pávlovich Chéjov

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Antología que recoge treinta y tres cuentos de humor de Chéjov, el creador del relato moderno, escritos con la distinción característica de sobriedad, economía de recursos, lenguaje sencillo.

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© LOM ediciones Primera edición: septiembre 2023 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560017383 ISBN Digital: 9789560017710 Diseño de cubierta: Estelí Slachevsky A. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro N°: 308.023 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

Introducción

De origen modesto, nieto de un siervo de la gleba, Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) era el tercero de los seis hijos de un comerciante de Taganrog, una pequeña ciudad a orillas del Mar Negro. En 1879, al finalizar sus estudios en la escuela, Chéjov viajó a Moscú para estudiar medicina. Por entonces, la situación de la familia Chéjov era muy comprometida, pues su padre había quebrado y ya en 1876 se había trasladado a la capital para evadir a los acreedores. Antón Pávlovich vuelve a reunirse con su familia en Moscú y comprende que deberá hacerse cargo de mantener a sus padres y hermanos. Con ese propósito comienza a alternar sus estudios universitarios con la redacción de breves relatos humorísticos, crónicas, que empezarán a publicarse a partir de 1880. A este período corresponden los cuentos que integran la presente antología.

El joven Chéjov, que por entonces solía firmar con el seudónimo Antosha Chejonté (de risibles ecos franceses), escribió en revistas humorísticas y literarias, y de esa época datan los ciclos Cuentos de Melpómene (1884), Relatos abigarrados (1886), En el crepúsculo (1887) y Palabras inocentes (1887). En ellos hallamos algunos de los rasgos característicos de su posterior narrativa: laconismo, economía de recursos, lenguaje sencillo, atención al detalle. Según las memorias de sus contemporáneos, Chéjov podía inspirarse con el primer argumento que apareciera ante sus ojos, examinarlo desde un ángulo cómico o triste y bosquejar ya un relato: a veces un simple episodio, una pequeña escena, a veces una sátira, a menudo una broma.

En estas narraciones, la risa de Chéjov es con frecuencia la manifestación de un temperamento jovial, alegre, puesto que por sí misma es un indicador de un ánimo sano, vivaz. Sin embargo, ya en ellas el humor es empleado para revelar los contrastes de la vida o las consecuencias del ambiente social. Chéjov no se preocupa tanto por la verosimilitud de la situación que recrea. La caricaturización y la hipérbole son sus recursos habituales. Nombres y apellidos inventados, cargados semánticamente, subrayan las intenciones acusadoras o burlescas del autor («Una noche de espanto», «La visita», «El orador»).

A la par de las caricaturas y de esas escenas imaginarias, el joven Chéjov ya deja entrever una gran capacidad de observación y una singular facilidad para dibujar del natural siluetas artísticas: estudiantes, niños, funcionarios, solicitantes, borrachos se nos muestran en toda su dimensión.

En ocasiones, cierto instinto oculto lo conduce a denunciar las aberraciones sociales, pero Chéjov no es aún un auténtico satírico y solo por momentos, como involuntariamente, se aproxima a la sátira («El gordo y el flaco»); dicha denuncia, en efecto, no hace pie en una concepción del mundo determinada, en una teoría definida, sino en el más llano sentido común, en la presentación sin ideas preconcebidas de una persona normal, moral y físicamente saludable que sigue las inclinaciones espontáneas de su ser y persigue ambiciones netamente humanas. Más tarde, Chéjov haría de este procedimiento su credo de artista libre, buscando evadir la tradición moralista que había seguido la literatura de su país en el siglo XIX.

Paradójicamente, o no tanto, el humor de Chéjov redime quizás más que los grandes alegatos religiosos y humanistas de su tiempo. La escala humana de sus personajes, con sus vicios, manías y defectos, sirve en buena medida para producir el efecto de comicidad, ya que el lector se reconoce en esos enredos y malentendidos cotidianos, en los cuales la fuerza de lo omitido es mayor que la de lo expresado.

Alejandro Ariel González

Una obra de arte

Llevando bajo el brazo algo envuelto en el número 223 de La gaceta bursátil, Sasha Smirnov, hijo único, puso una mueca agria y entró en el despacho del doctor Koshelkov.

–¡Ah, querido joven! –lo recibió el doctor–. Y ¿cómo nos sentimos? ¿Qué cuenta de nuevo?

Sasha empezó a parpadear, se llevó la mano al corazón y dijo con voz conmovida:

–Iván Nikoláevich, mamita le envía un saludo y me manda agradecerle... Soy su único hijo, y usted me salvó la vida... me curó de una enfermedad peligrosa, y... ninguno de los dos sabemos cómo agradecérselo.

–¡Bueno, joven! –lo interrumpió el doctor, derritiéndose de placer–. Hice lo que cualquiera habría hecho en mi lugar.

–Soy su único hijo... Somos gente pobre y, claro, no podemos pagarle por su trabajo, y... nos da mucha vergüenza, doctor, aunque, por lo demás, mamita y yo..., su único hijo, le pedimos encarecidamente que acepte en señal de nuestra gratitud... esta cosa, que... Una cosa muy valiosa, de bronce antiguo... una extraordinaria obra de arte.

–¡No hacía falta! –frunció el ceño el doctor–. A ver, ¿a qué viene esto?

–No, por favor, no lo rechace –continuó farfullando Sasha mientras abría el paquete–. Si lo rechaza me ofenderá a mí y a mi mamita... Es una cosa muy linda... de bronce antiguo... Nos quedó de mi difunto papito, y la hemos conservado como un recuerdo querido... Mi papito compraba bronce antiguo y lo vendía a los aficionados... Ahora mamita y yo nos dedicamos a lo mismo...

Sasha desenvolvió el objeto y lo puso con solemnidad sobre la mesa. Era un candelabro no muy alto de bronce antiguo, un trabajo artístico. Representaba un grupo: en el pedestal había dos figuras de mujer con ropas de Eva y en unas posturas para cuya descripción no tengo el suficiente coraje ni el debido temperamento. Las figuras sonreían coquetas y su aspecto general indicaba que, si no fuera por la obligación que tenían de sostener la palmatoria, saltarían del pedestal y armarían en la habitación un escándalo tal que solo pensar en él, mi lector, resulta indecoroso.

Después de examinar el regalo, el doctor se rascó lentamente detrás de la oreja, carraspeó y se sonó la nariz con gesto inseguro.

–Sí, en efecto es un objeto hermoso –musitó–, pero... por así decir, no es adecuada..., no es muy poética que digamos... Eso ya no es un escote, sino el diablo sabrá qué...

–Es decir, ¿a qué se refiere?

–Ni la serpiente bíblica podría haber concebido algo más obsceno. ¡Poner sobre la mesa semejante fantasmagoría sería manchar el honor de toda la casa!

–¡Qué modo raro tiene de apreciar el arte, doctor! –se ofendió Sasha–. ¡Si se trata de un objeto artístico! ¡Mírelo bien! ¡Hay en él tanta belleza y gracia que nuestra alma se embarga de un sentimiento piadoso y se nos hace un nudo en la garganta! Cuando ves tanta belleza olvidas todo lo terrenal... ¡Mire cuánto movimiento, cuánta ligereza, cuánta expresividad!

–Todo eso lo entiendo muy bien, querido mío –lo interrumpió el doctor–, pero yo soy un hombre de familia, mis hijitos corretean por todas partes y a casa suelen venir señoras.

–Claro, mirado desde el punto de vista de la masa –dijo Sasha–, por supuesto, esta gran obra artística adquiere otra luz... Pero usted, doctor, colóquese por encima de la masa, más aún cuando con su negativa a aceptarlo nos amargaría profundamente a mi mamita y a mí. Soy su único hijo... usted me salvó la vida... Le entregamos el objeto que más queremos, y... y no puedo más que lamentar no tener la pareja de este candelabro...

–Gracias, querido, les agradezco mucho... Envíele un saludo a mamita, pero, en verdad, piense que aquí corretean mis hijitos y suelen venir señoras... ¡Pero bueno, por lo demás, déjelo aquí! Es inútil disuadirlo.

–No hay más que hablar –se alegró Sasha–. Coloque este candelabro aquí, junto al jarrón. ¡Qué lástima que no tengo su pareja! ¡Qué lástima! Bueno, adiós, doctor.

Cuando Sasha salió, el doctor contempló largo rato el candelabro rascándose la oreja y cavilando.

«Es un objeto magnífico, sin dudas –pensaba–, y da lástima tirarlo... Pero dejarlo aquí es imposible... ¡Hum!... ¡Vaya problema! ¿A quién regalarlo o darlo como pago?».

Tras largo cavilar, recordó a su mejor amigo, el abogado Újov, con quien estaba en deuda por haberle llevado un juicio.

–Perfecto –decidió el doctor–. Como es mi amigo, le resultará incómodo aceptarme dinero, y quedará muy bien si le regalo algo. ¡Le llevaré a él este adefesio! Además es soltero y frívolo...

Sin dar largas al asunto, el doctor se vistió, tomó el candelabro y se dirigió a casa de Újov.

–¡Hola, amigo! –dijo al encontrar a su amigo en casa–. He venido... He venido a agradecerte, hermanito, por las molestias que te has tomado... Como no quieres aceptarme dinero, toma al menos esta cosita... aquí tienes, hermanito mío... ¡Una cosita de lujo!

Al ver la cosita, el abogado entró en un éxtasis indescriptible.

–¡Vaya pieza! –exclamó el abogado lanzando una carcajada–. ¡Ah, diablos! ¡Ni el mismísimo demonio inventaría algo así! ¡Magnífico! ¡Admirable! ¿De dónde sacaste esta preciosura?

Luego de haber desahogado su entusiasmo, el abogado miró temeroso hacia las puertas y dijo:

–Solo que, hermano, llévate tu regalo. No lo tomaré...

–¿Por qué? –se asustó el doctor.

–Pues porque... Aquí suele venir mi madre y también los clientes..., y hasta de los criados me daría vergüenza.

–No, no, no... ¡No te atrevas a rechazarlo! –dijo el doctor agitando las manos–. ¡Sería una cochinada de tu parte! Es un objeto artístico... tanto movimiento..., expresividad... ¡No quiero ni hablar! ¡Me ofendes!

–Si al menos estuviera envuelto o cubierto con hojas de higuera...

Pero el doctor agitó aún más las manos, salió del cuarto de Újov y, satisfecho por haberse sacado de encima el regalo, se fue a su casa...

Cuando el doctor salió, el abogado examinó el candelabro, lo palpó con sus dedos por todos los costados y, al igual que el doctor, se devanó los sesos preguntándose qué haría con él.

«Es un objeto precioso –razonaba–, y da lástima tirarlo, pero tenerlo en casa sería indecente. Lo mejor será regalárselo a alguien... Ya sé, hoy a la noche le llevaré este candelabro al cómico Shashkin. Al canalla le gustan estas cosas, y además hoy justo tiene una función benéfica...».

Dicho y hecho. Por la noche, un candelabro minuciosamente envuelto fue entregado al cómico Shashkin. Durante toda la noche el camarín del cómico fue tomado por asalto por hombres que querían admirar el regalo; todo el tiempo se oían allí exclamaciones y risas exaltadas semejantes a relinchos de caballo. Si alguna de las actrices se acercaba a la puerta y preguntaba: «¿Se puede pasar?», enseguida se oía la voz ronca del cómico:

–¡No, no, madrecita! ¡No estoy vestido!

Después del espectáculo, el cómico, encogiéndose de hombros y abriendo los brazos, decía:

–Y bien, ¿dónde meteré esta porquería? ¡Porque vivo en un cuarto privado! ¡Suele haber actrices en casa! ¡Esto no es una fotografía, no puedes ocultarlo en un cajón!

–Usted, señor, véndalo –le aconsejó el peluquero mientras lo desvestía–. Aquí en el arrabal vive una viejita que compra bronce antiguo... Vaya y pregunte por Smirnova... Todos la conocen.

El cómico obedeció. Dos días después Koshelkov estaba sentado en su despacho y, con el dedo apoyado en su frente, pensaba en los ácidos biliares. De pronto se abrió la puerta y en el despacho irrumpió Sasha Smirnov. Estaba sonriente, radiante y toda su figura irradiaba felicidad... En sus manos sostenía algo envuelto en un periódico.

–¡Doctor! –dijo sofocándose–. ¡Imagínese mi alegría! ¡Por suerte para usted, hemos logrado adquirir la pareja de su candelabro!... Mamita está tan feliz... Soy su único hijo... usted me salvó la vida...

Y Sasha, temblando de gratitud, colocó ante el doctor el candelabro. El doctor abrió la boca, quiso decir algo, pero no pudo: se había quedado sin habla.

La visita

Al abogado Aguaséltzev se le cerraban los ojos. La naturaleza se había sumido en las tinieblas. La brisa había cesado, los coros de pájaros se habían llamado a silencio, el ganado yacía inmóvil sobre la hierba. La esposa de Aguaséltzev ya hacía tiempo que se había acostado, los criados también habían conciliado el sueño, los animales de la granja se habían dormido; solo Aguaséltzev no había podido retirarse a su cuarto, a pesar de que los párpados le pesaban como plomo. Ocurre que tenía en casa a una visita, el vecino de la dacha contigua, el general retirado Malaliéntov. Este, así como había llegado después del almuerzo y se había arrellanado en el sofá, no se había levantado una sola vez, como si se hubiera pegado. Permanecía sentado y con voz ronca y gangosa relataba cómo en 1842, en la ciudad de Kremenchuk, un perro rabioso lo había mordido. Había finalizado y vuelto a empezar. Aguaséltzev era presa de la desesperación. ¡Qué no había hecho para mandar de paseo a su visita! A cada momento miraba el reloj, decía que le dolía la cabeza, a cada instante salía de la habitación en la que estaba la visita, pero no había remedio. La visita no comprendía y seguía con lo del perro rabioso.

«¡Este viejo podrido se quedará hasta la mañana! –pensaba furioso Aguaséltzev–. ¡Vaya alcornoque! Bueno, si no entiende las alusiones más sencillas, habrá que emplear métodos más rústicos».

–Escuche –dijo en voz alta–, ¿sabe por qué me gusta la vida en la dacha?

–¿Por qué?

–Porque aquí puede uno regular la vida. En la ciudad es difícil observar un régimen determinado, pero aquí sucede lo contrario. A las nueve nos levantamos, a las tres almorzamos, a las diez cenamos y a las doce dormimos. De hecho, a las doce yo siempre estoy en la cama. Que Dios me guarde de acostarme más tarde: ¡al otro día no podría librarme de la jaqueca!

–Ni que lo diga… Cada cual tiene sus costumbres, en efecto. Vea usted, yo tenía un conocido, un tal Kliushkin, un capitán ayudante. Lo conocí en Sérpujov. Pues bien, este Kliushkin…

Y el coronel tartamudeando, chasqueando la lengua y gesticulando con sus gruesos dedos, se puso a contar sobre Kliushkin. Dieron las doce, la aguja del reloj se acercaba a las doce y media y él seguía contando. Aguaséltzev empezó a transpirar.

«¡No entiende! ¡Qué estúpido! –se decía furioso–. ¿Acaso piensa que su visita me resulta placentera? ¿Cómo lo mandaré de paseo?».

–Escuche –interrumpió al coronel–. ¿Qué debo hacer? ¡Me duele mucho la garganta! El diablo me habrá mandado ir a visitar hoy por la mañana a un conocido mío cuyo hijo tiene difteria. Seguro que me contagié. Sí, siento que me contagié. ¡Tengo difteria!

–¡Suele pasar! –exclamó impasible y con voz gangosa Malaliéntov.

–¡Es una enfermedad peligrosa! Además de estar enfermo yo, puedo contagiársela a otros. ¡Es una enfermedad sumamente contagiosa! ¡Ojalá que no se la pegue a usted, Parfeni Sávvich!

–¿A mí? ¡Je, je! He vivido en hospitales para enfermos de tifus y no me contagié, y ahora resulta que me voy a contagiar de usted. Je, je… A mí, viejo repollo, ya no me agarra ninguna enfermedad, padrecito. Los viejos somos vivaces. En nuestra brigada había un anciano muy viejito, el teniente coronel Trèbien…, de origen francés. Bueno, este Trèbien…

Y Malaliéntov empezó a contar sobre la vivacidad de Trèbien. El reloj dio las doce y media.

–Perdone que lo interrumpa, Parfeni Sávvich –gimió Aguaséltzev–. ¿Usted a qué hora suele acostarse?

–A veces a las dos, a veces a las tres, y hay ocasiones en las que directamente no me acuesto, sobre todo si estoy en buena compañía o si el reumatismo hace de las suyas. Hoy, por ejemplo, me acostaré a eso de las cuatro, porque dormí bien antes del almuerzo. Puedo prescindir por completo del sueño. En la guerra pasábamos semanas enteras sin dormir. Una vez ocurrió esto. Estábamos cerca de Ajaltsija…

–Perdón, pero yo siempre me acuesto a las doce. Me levanto a las nueve, por eso a la fuerza debo acostarme temprano.

–Por supuesto. Levantarse temprano además es bueno para la salud. Así que bueno…, estábamos cerca de Ajaltsija…

–¿Qué diablos será esto? Tengo escalofríos, ardo de fiebre. Siempre me ocurre lo mismo antes de un ataque. Debo decirle que a veces me agarran extraños ataques de nervios. A eso de la una de la noche…, de día no me ocurre…, de pronto en la cabeza siento un zumbido: zzzz… Pierdo la conciencia, pego un salto y empiezo a arrojar a los míos lo primero que encuentro. Si encuentro un cuchillo, les tiro un cuchillo; si es una silla, les tiro una silla. Ahora tengo escalofríos, seguro que me dará un ataque. Siempre empieza con escalofríos.

–Qué me dice… ¡Debería tratarse!

–Lo hice, pero no dio resultado… Todo lo que hago es advertir, poco antes del ataque, a mis conocidos y a mi familia para que se retiren. El tratamiento lo dejé hace rato…

–Psss… ¡Cuántas enfermedades hay en el mundo! Peste, cólera, toda suerte de ataques…

El coronel meneó la cabeza y quedó pensativo. Se hizo el silencio.

«Le leeré mi trabajo –pergeñó Aguaséltzev–. Por ahí anda esa novela mía que escribí cuando todavía iba a la escuela… A lo mejor sirve para algo…».

–Ah, por cierto –interrumpió Aguaséltzev los pensamientos de Malaliéntov–, ¿no quiere que le lea mi obra? La compuse así nomás durante mi tiempo libre… Es una novela en cinco partes con prólogo y epílogo…

Sin aguardar respuesta, Aguaséltzev dio un salto y sacó de un cajón del escritorio un manuscrito viejo y mohoso en cuya primera página decía con grandes letras: «Marea baja. Novela en cinco partes».

«Ahora seguro que se irá –fantaseaba Aguaséltzev, hojeando los pecados de su juventud–. Le leeré hasta arrancarle aullidos…».

–Bueno, escuche, Parfeni Sávvich…

–Con gusto… me agrada…

Aguaséltzev comenzó. El coronel cruzó las piernas, adoptó una postura más cómoda y puso un semblante serio; por lo visto, se disponía a escuchar por largo tiempo y de buena fe… El lector empezó con una descripción de la naturaleza. Cuando el reloj dio la una, la naturaleza cedió su lugar a la descripción de un castillo en el que vivía el protagonista de la novela, el conde Valentín Blenski.

–¡Si uno pudiera vivir en un castillo así! –suspiró Malaliéntov–. ¡Y qué bien escrito! ¡Me quedaría escuchando toda la vida!

«¡Ya verás, espera! –pensó Aguaséltzev–. ¡Vas a terminar aullando!».

A la una y media el castillo cedió su lugar a la bella apariencia del protagonista… A las dos en punto el lector, con voz queda y abatida, leía:

«¿Usted me pregunta qué deseo? ¡Oh, deseo que allí, lejos, bajo las bóvedas del cielo austral, su pequeña manito tiemble lánguida sobre la mía… Solo allí, allí mi corazón se entregará por entero al olvido, bajo las bóvedas de mi edificio espiritual…! ¡Amor, amor!...». No, Parfeni Sávvich…, no tengo más fuerzas… ¡Estoy agotado!

–¡Pues deje! Mañana terminará, y ahora hablaremos… Así que bien, todavía no le he contado lo que sucedió cerca de Ajaltsija…

Aguaséltzev, exhausto, se dejó caer contra el respaldo del sofá y, con los ojos cerrados, empezó a escuchar…

«He probado todos los medios –pensaba–. Ni una sola bala ha hecho daño a este mastodonte. Ahora se quedará hasta las cuatro… Señor, daría cien rublos en este momento con tal de echarme a dormir... ¡Eso es! ¡Le pediré que me preste dinero! Un recurso delicioso…».

–¡Parfeni Sávvich! –interrumpió al coronel–. Lo interrumpo una vez más. Quería pedirle un pequeño favor… Ocurre que últimamente, viviendo aquí en la dacha, he gastado un horror de dinero. No me queda ni una kopeika, y recién a finales de agosto cobraré mi sueldo.

–Caramba…, qué tarde se me ha hecho… –resopló Malaliéntov, buscando su visera con los ojos–. Ya son más de las dos… ¿Qué me decía?

–Quisiera que alguien me prestara doscientos o trescientos rublos… ¿Conoce a alguna persona que pudiera ayudarme?

–¿Cómo voy a saberlo? Caramba…, ya tiene usted que ir a hacer noni-noni… Que lo pase bien… Salude a su esposa de mi parte…

El coronel tomó la visera y dio un paso en dirección a la puerta.

–Pero ¿adónde va usted?... –saboreó el triunfo Aguaséltzev–. Yo quería pedirle a usted… Conociendo su bondad, confiaba en que…

–¡Mañana! Ahora vaya con su mujer, ¡en marcha! Debe estar esperando con impaciencia a su amigo del alma… Je, je, je… Adiós, ángel… ¡Vaya a dormir!

Malaliéntov estrechó aprisa la mano de Aguaséltzev, se calzó la visera y salió. El dueño estaba exultante.

El orador

En una hermosa mañana enterraban al asesor colegiado Kiril Ivánovich Vavilónov, muerto de dos enfermedades muy extendidas en nuestra patria: una esposa malvada y alcoholismo. Cuando el cortejo fúnebre partió de la iglesia hacia el cementerio, uno de los colegas del difunto, un tal Poplavski, se sentó en el pescante y salió a toda prisa a casa de su amigo Grigori Petróvich Mamádov, un hombre joven pero ya bastante popular. Mamádov, como ya saben muchos lectores, tenía un talento extraordinario para improvisar discursos nupciales, conmemorativos y fúnebres. Podía hablar cuando fuera: medio dormido, en ayunas, borracho como una cuba o con fiebre. Su discurso fluía profuso, suave, parejo, como el agua de lluvia por una canaleta. En su repertorio de orador había más palabras lastimeras que cucarachas en cualquier taberna. Hablaba siempre con elocuencia y holgura, así que a veces, sobre todo en las bodas de comerciantes, para detenerlo había que recurrir a la ayuda de la policía.

–¡Hermano, vengo a buscarte! –comenzó Poplavski cuando lo halló en casa–. Ya mismo te vistes y partimos. Murió uno de los nuestros, ahora lo estamos enviando al otro mundo, así que, hermano, hay que decir alguna tontería para despedirlo... Todas las esperanzas están puestas en ti. Si hubiera muerto algún pelele, no te habríamos molestado, pero se trata del secretario..., un pilar del servicio, de alguna manera. No queda bien enterrar a semejante pez gordo sin decir algún discurso.

–¡Ah, el secretario! –bostezó Mamádov–. ¿Ese borracho?

–Sí, ese borracho. Habrá panqueques, una picada... tendrás propina. ¡Vamos, hombre! ¡Suelta allí junto a la tumba algún discurso patético y ciceroniano y ya verás qué agradecidos te estarán!

Mamádov aceptó gustoso. Se desgreñó el cabello, puso aire melancólico y salió a la calle con Poplavski.

–Conozco a tu secretario –dijo sentándose en el pescante–. Era un pícaro y un granuja como pocos, que en paz descanse.

–Bueno, Grisha, no está bien maldecir a los difuntos.

–Claro que no, aut mortuis nihil bene, pero igual era un bribón.

Los amigos alcanzaron el cortejo fúnebre y se unieron a él. Llevaban lentamente al difunto, así que antes del cementerio hicieron a tiempo a entrar unas tres veces en la taberna y beber al eterno descanso de su alma.

En el cementerio se celebró una misa. La suegra, la esposa y la cuñada, fieles a la costumbre, lloraban mucho. Cuando bajaron el ataúd a la tumba, la esposa incluso gritó: «¡Bájenme con él!», pero no bajó a la tumba con su marido, quizás al recordar la pensión por viudez. Luego de esperar a que todo se calmara, Mamádov dio un paso adelante, echó un vistazo a su alrededor y comenzó:

–¿Podemos dar crédito a nuestros ojos y oídos? ¿No será una pesadilla este ataúd, estos rostros llorosos, estos sollozos y lamentos? ¡Ay, no, no es un sueño ni tampoco la vista nos está engañando! Aquel a quien hace tan poco veíamos tan vigoroso, tan juvenilmente puro y lozano, quien hace tan poco, a la vista de todos nosotros, cual incansable abeja, llevaba su miel a la colmena común del bienestar del Estado, aquel quien... ese mismo se ha convertido ahora en polvo, en un espejismo material. La inexorable muerte ha puesto su entumecida mano sobre él cuando todavía se hallaba, a pesar de su avanzada edad, en pleno apogeo de fuerzas y radiantes esperanzas. ¡Una pérdida irreparable! ¿Quién lo sustituirá ahora? Tenemos muchos buenos funcionarios, pero Prokofi Osípich era único. Consagrado hasta lo más profundo de su alma a su honrado deber, no reparaba en esfuerzos, no dormía por las noches, era desinteresado, insobornable... ¡Cómo despreciaba a los que intentaban sobornarlo en detrimento del interés común, a los que trataban de inducirlo mediante tentadores bienes terrenales a traicionar su deber! Sí, a la vista de todos, Prokofi Osípich repartía su modesto salario entre sus compañeros más pobres, y ustedes mismos han oído ahora los sollozos de las viudas y de los huérfanos que vivían de su caridad. Consagrado al cumplimiento del deber y de la bondad, no conoció alegrías en este mundo y hasta renunció a la dicha de la vida familiar. ¡Todos saben que fue soltero hasta el fin de sus días! ¿Y quién lo sustituirá como compañero? Si me parece ahora estar viendo su rostro afeitado y conmovido dirigido a nosotros con una bondadosa sonrisa; si me parece ahora estar oyendo su voz suave, tierna y amistosa. ¡Que en paz descanses, Prokofi Osípich! ¡Descansa, noble y honrado trabajador!

Mamádov continuó, pero los oyentes empezaron a cuchichear. El discurso gustó a todos, arrancó lágrimas, pero había mucho de extraño en él. Primero, no se comprendía por qué el orador llamaba al difunto Prokofi Ósipovich cuando en realidad se llamaba Kiril Ivánovich. Segundo, todos sabían que el difunto había librado a lo largo de su vida una guerra con su legítima esposa, y por tanto no podía ser llamado soltero. Tercero, tenía una espesa barba pelirroja que no se afeitaba jamás y por ello no se entendía a santo de qué el orador hablaba de su rostro afeitado. Los oyentes estaban perplejos, intercambiaban miradas y se encogían de hombros.

–¡Prokofi Osípich! –continuó el orador mirando inspirado la tumba–. ¡Tu rostro era feo, hasta deforme, eras sombrío y severo, pero todos sabíamos que bajo esa aparente envoltura latía un corazón honrado y amistoso!

Pronto los oyentes comenzaron a advertir algo extraño en el orador. Clavaba su vista en un punto, se agitaba y se encogía él mismo de hombros. De pronto se calló, quedó boquiabierto y se volvió hacia Poplavski.

–¡Oye, está vivo! –dijo con mirada aterrada.

–¿Quién está vivo?

–¡Pues Prokofi Osípich! ¡Está ahí parado junto a una estatua!

–¡Si no murió! ¡El que se murió fue Kiril Ivánovich!

–¡Pero si tú mismo me dijiste que se les había muerto el secretario!

–Kiril Ivánovich era el secretario. ¡Te has confundido, torpe! Prokofi Osípich fue nuestro anterior secretario, es verdad, pero hace dos años lo trasladaron a jefe de despacho de la segunda sección.

–¡Ah, ni el diablo los entiende!

–Pero ¿por qué te has detenido? ¡Continúa, que queda mal!

Mamádov se volvió hacia la tumba y continuó su interrumpido discurso con la misma elocuencia que antes. Junto a una estatua, en efecto, se hallaba Prokofi Osípich, un viejo funcionario con la cara afeitada. Miraba al orador enfadado y con el ceño fruncido.

–¡Cómo se te ocurre hacer algo así! –reían los funcionarios cuando volvían del entierro junto con Mamádov–. ¡Enterrar a un hombre vivo!

–¡Eso no está bien, joven! –rezongaba Prokofi Osípich–. Su discurso quizás valga para un difunto, pero aplicado a un vivo es una burla. ¡Por favor, qué cosas ha dicho! ¡Desinteresado, insobornable, no acepta sobornos! Pues solo en burla se puede decir algo así de un vivo. Y nadie le pidió tampoco, señor, explayarse sobre mi rostro. Será feo y deforme, pero ¿qué necesidad tenía de hablar de él ante todo el mundo? ¡Es una ofensa!

La noche antes del juicio

(Relato de un acusado)

–¡Va a ocurrir una desgracia, señor! –dijo el cochero volviéndose hacia mí y señalando con el látigo una liebre que se nos atravesaba en el camino.

Ya sin la liebre sabía yo que mi futuro era desolador. Viajaba al juzgado del distrito S*, donde debía sentarme en el banquillo de los acusados por bigamia. Hacía un tiempo horrible. Hacia la noche, cuando arribé a la posta del correo, me sentía como un hombre al que hubieran cubierto todo de nieve, luego le hubieran arrojado agua y después lo hubieran zurrado a latigazos... a tal punto estaba helado, mojado y atontado por el monótono traqueteo del camino. En el correo me recibió el inspector de postas, un hombre alto con calzones a rayas azules, calvo, somnoliento y con unos bigotes que parecían salirle de la nariz y no lo dejaban oler.

Y vaya si había qué oler. Cuando el inspector, murmurando, resoplando y rascándose el cuello, me abrió la puerta que daba a los «aposentos» de la posta y, sin abrir la boca, me señaló con el codo mi lugar de descanso, me invadió un olor tan denso a posca, a lacre y a chinche aplastada que casi me asfixio. Sobre la mesa humeaba como tea un pequeño candil de hojalata que iluminaba las paredes de madera sin pintar.

–¡Pero aquí apesta, señor! –dije al entrar, mientras colocaba la valija sobre la mesa.

El inspector olió el aire y movió la cabeza con incredulidad.

–Huele como de costumbre –dijo, y se rascó–. Se lo figura usted por la helada. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores no tienen mal olor.

Dejé ir al inspector y me puse a examinar mi alojamiento temporal. El diván en el que tenía que acostarme era ancho como una cama de dos plazas, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del diván, en la habitación había una estufa de hierro, una mesa con el susodicho candil, unas botas de fieltro, un maletín de viaje y un biombo que cubría un rincón. Detrás del biombo alguien dormía plácidamente. Luego preparé mi lecho y comencé a desvestirme. Mi olfato pronto se acostumbró al hedor. Me quité la levita, los pantalones y las botas, me desperecé innumerables veces, sonriéndome y encogiéndome, y me puse a dar brincos junto a la estufa levantando bien mis pies descalzos... Esos saltitos me hicieron entrar aún más en calor. Tras aquello, solo quedaba tenderme en el diván y dormirme, pero ahí sucedió un pequeño incidente. Mi mirada recayó sin querer sobre el biombo e... ¡imagínense mi horror! Por detrás del biombo me miraba una cabecita de mujer con cabellos sueltos, ojitos negros y sonrisa franca. Sus cejas negras se movían; en sus mejillas se dibujaban unos hoyuelitos hermosos... Sí pues, se estaba riendo. Quedé desconcertado. La cabecita, al advertir que la había visto, también se desconcertó y se ocultó. Como si fuera culpable de algo, agaché la vista y me dirigí calladito hacia el diván, me acosté y me tapé con el abrigo.

«¡Qué chasco! –pensé–. ¡Quiere decir que me ha visto saltar! Qué mal...».

Y, recreando los rasgos de esa hermosa carita, me entregué involuntariamente a los sueños. Por mi imaginación desfilaron un cuadro más bello y seductor que otro, y... como si se tratara de un castigo por esos pensamientos pecaminosos, sentí de golpe en mi mejilla derecha un dolor fuerte y agudo. Me tomé la mejilla y no encontré nada, pero adiviné qué pasaba: comenzó a oler a chinche aplastada.

–¡Esto es horrible, horrible! –oí en ese momento una voz femenina–. ¡Las malditas chinches, por lo visto, se proponen devorarme!

¡Hum!... Recordé mi sana costumbre de llevar siempre conmigo en el camino polvo de Persia. En aquella ocasión tampoco había faltado a mi costumbre. En un segundo saqué la cajita de mi maleta. Ahora solo restaba ofrecerle a la hermosa cabecita un medio contra las chinches y... conversación iniciada. Pero ¿cómo ofrecérselo?

–¡Es horrible!

–Señora –dije con la voz más dulce de la que era capaz–. Según me pareció entender por su última exclamación, la están picando las chinches. Pero yo tengo polvo de Persia. Si desea, yo...

–¡Ah, por favor!

–En ese caso ya mismo... me pongo el abrigo y se lo llevaré... –dije alegre.

–No, no... ¡Pásemelo por encima del biombo, no venga aquí!

–Claro que se lo pasaré por encima. No se asuste, no soy un malhechor...

–¿Quién puede saberlo? Si está aquí de paso...

–¡Hum!... Pero si pudiera pasar tras el biombo... No hay en ello nada de particular, más aún... cuando soy doctor –mentí–, y los doctores, los comisarios y los peluqueros de damas tienen derecho a inmiscuirse en la vida privada...

–¿Es verdad eso que dice de que es doctor? ¿Es en serio?

–Palabra de honor. ¿Me permite entonces que le lleve el polvo?

–Bueno, si es doctor... por favor... Aunque ¿por qué va usted a esforzarse? Puedo llamar a mi marido para que venga... ¡Fedia! –dijo la morena en voz alta–. ¡Fedia! ¡Despiértate de una vez, lirón! ¡Despiértate y ve tras el biombo! El doctor ha tenido la amabilidad de ofrecernos polvo de Persia.