Un marido misterioso - Maya Blake - E-Book

Un marido misterioso E-Book

Maya Blake

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Beschreibung

"Cásate conmigo y, así, nuestro hijo gozará de la protección de mi apellido". Romeo Brunetti había sobrevivido a su infancia y conseguido un éxito meteórico enterrando sus emociones hasta que, en un momento de imprudencia, se dejó llevar por la belleza de una desconocida, Maisie O'Connell. Cinco años después, su familia le exigió que se hiciera cargo de su terrible herencia y supo que había concebido un hijo. Maisie no sabía qué la había sorprendido más: el regreso de Romeo o su proposición matrimonial. Haría lo que fuera por proteger a su hijo, pero ¿iba a correr el riesgo de entregarse de nuevo al enigmático padre de su hijo?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Maya Blake

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un marido misterioso, n.º 2474 - junio 2016

Título original: Brunetti’s Secret Son

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8116-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

La horrible mansión era como la recordaba en sus pesadillas: el naranja chillón del exterior contrastaba con las grandes contraventanas azules. Lo único que no concordaba con lo que veía era el sol brillando sobre las enormes estatuas de mármol que custodiaban la verja de entrada.

El último recuerdo que tenía Romeo Brunetti de aquel lugar era el de un día de fría lluvia, con la ropa pegada al cuerpo mientras estaba escondido en los arbustos del otro lado de la verja rogando que no lo descubrieran y, al mismo tiempo, con la esperanza de que lo hicieran, porque eso significaría el final de sus sufrimientos, del hambre y del dolor del rechazo que consumía su cuerpo de trece años de la noche a la mañana.

Por desgracia, el destino no lo había favorecido y había permanecido escondido en los arbustos, helado y casi catatónico, hasta que el hambre lo había obligado a salir.

Romeo miró las lanzas que las estatuas sostenían en las manos y recordó a su padre alardeando de que eran de oro macizo.

Su padre, que lo había llamado bastardo antes de ordenar a su lugarteniente que lo echara de la casa, ya que no le importaba que el hijo que había engendrado con una prostituta en un callejón de Palermo viviera o muriera, con tal de que él, Agostino Fattore, no tuviera que volver a verlo.

Su padre… Aquel hombre no se merecía ese nombre.

Romeo apretó el volante del Ferrari y se preguntó una vez más por qué estaba allí, por qué una carta que había hecho pedazos con furia después de leerla lo había obligado a renunciar al juramento que se había hecho veinte años antes.

Al final, bajó la ventanilla y marcó el código que todavía recordaba. Cuando la verja se abrió con un chirrido, volvió a pensar qué hacía allí.

¿Y qué si la carta apuntaba a algo más? ¿Qué podía ofrecerle en su muerte un hombre que lo había rechazado brutalmente en vida?

Necesitaba respuestas.

Necesitaba saber que la sangre que le corría por las venas no tenía un poder desconocido sobre él que le trastocara la vida cuando menos se lo esperase; que las dos veces que en su vida había perdido el control hasta el punto de no reconocerse a sí mismo serían las únicas y que no le volvería a suceder más.

Lamentaba enormemente haber desperdiciado cuatro años de su vida, después de la última noche en la mansión, buscando que lo aceptaran en algún sitio. Más que odiar al hombre que lo había engendrado, odiaba los años que había pasado intentando buscar un sustituto que reemplazara a Agostino Fattore.

Haber dejado de hacerlo a los diecisiete años había sido la mejor decisión de su vida.

«Entonces, ¿qué haces aquí?», pensó. «No te pareces en nada a él».

Tenía que estar seguro. Aunque Agostino ya no viviera, quería examinar su legado y asegurarse de que el niño perdido que creía que su mundo se acabaría si volvían a rechazarlo estaba completamente olvidado.

Apretó el acelerador y tomó el camino asfaltado que conducía al patio. Se bajó del coche y caminó hasta la doble puerta de entrada, que abrió de un golpe.

Entró en el vestíbulo. Estaba allí para acabar de una vez con sus fantasmas, esos que habían permanecido agazapados en su cerebro y que habían resucitado una noche, cinco años antes, en los brazos de una mujer que lo había hecho perder el control.

Se volvió al oír unos pasos lentos que se aproximaban, seguidos de otros más decididos. Romeo sonrió al pensar que el antiguo orden no había cambiado. O tal vez fuera que su furia se había transmitido de alguna manera al antiguo lugarteniente de su padre, lo que había hecho que el anciano que se acercaba buscara la protección de sus guardaespaldas.

Lorenzo Carmine le tendió las manos, pero Romeo observó el recelo en sus ojos.

–Bienvenido, mio figlio. Ven, la comida está lista.

Romeo se puso tenso.

–No soy tu hijo y no voy a estar aquí más de cinco minutos, por lo que más vale que me digas lo que me tengas que decir y no me hagas perder más tiempo –dijo con desprecio.

Los ojos de Lorenzo brillaron de rabia, una rabia que Romeo había presenciado la última vez que había estado allí. Pero unida a ella estaba el reconocimiento de que Romeo ya no era un niño incapaz de defenderse.

Lentamente, la expresión de Lorenzo se transformó en una sonrisa.

–Tendrás que perdonarme, pero mi constitución me obliga a comer a horas fijas.

Romeo se volvió hacia la puerta al tiempo que lamentaba la decisión de haber ido hasta allí. Había sido una pérdida de tiempo.

–Entonces, ve a comer y no vuelvas a ponerte en contacto conmigo –apuntó mientras se dirigía a la puerta.

–Tu padre dejó algo para ti, algo que va a interesarte.

Romeo se detuvo.

–No era mi padre y no hay nada que poseyera en esta vida o en la otra que pueda interesarme.

–Sin embargo, has venido hasta aquí cuando te lo he pedido. ¿O ha sido solo para hacerle la peineta a un anciano?

–Suéltalo de una vez.

Lorenzo miró al guardaespaldas que había a su lado e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Este desapareció por el pasillo.

–En honor a mi amigo, tu padre, que Dios tenga en su gloria, voy a ir contra la recomendación de mi médico.

El otro guardaespaldas se puso detrás de Lorenzo, que señaló una habitación situada a su izquierda.

Romeo recordó que era la sala de espera de las visitas, que conducía a la habitación donde su padre las recibía.

El anciano se sentó en un sillón en tanto que Romeo prefirió quedarse de pie.

No le importaban los brutales recuerdos que surgían dondequiera que mirara. En un rincón de aquella habitación se había acurrucado cuando su padre se había puesto a gritar y a disparar contra uno de sus subalternos. En aquel sofá, su padre lo había obligado a sentarse y a mirar mientras ordenaba a sus hombres que dieran una paliza a Paolo Giordano.

No le importaban los recuerdos porque él había seguido el mismo camino violento cuando, cansado de vivir en la calle, había estado a punto de unirse a una banda que se dedicaba a aterrorizar a la gente.

El segundo guardaespaldas volvió con un antiguo cofre tallado y se lo entregó a Lorenzo.

–Menos mal que tu padre se ocupó de ti –dijo.

Romeo no salía de su asombro.

–¿Perdona?

–Tu madre, que Dios la tenga en su gloria, intentó hacerlo lo mejor posible, pero no fue capaz, ¿verdad?

Cinco años antes, Romeo había guardado bajo llave el tema de su madre y lo había enterrado para siempre.

Había sido la misma noche en que había bajado la guardia con una mujer cuyo rostro seguía persiguiéndolo; una mujer que había conseguido que, por primera vez en su vida, deseara sentir la calidez de una emoción humana.

Maisie O’Connell no tenía un lugar en su vida entonces, salvo para obtener unas horas de olvido, y, desde luego, no lo tenía en aquel momento, en aquel maldito lugar. Representaba una época que quería borrar para siempre.

–Si no recuerdo mal, tú me echaste de esta casa cuando era un niño. Tus palabras exactas, supongo que las que te dijo mi padre, fueron: «Si te vuelvo a ver, saldrás con los pies por delante».

Lorenzo se encogió de hombros.

–Eran otros tiempos. Pero, mírate, te ha ido muy bien, a pesar de tus poco edificantes comienzos. Nadie creía que un niño concebido en el arroyo alcanzaría tu posición social.

Romeo se metió las manos en los bolsillos para no estrangular al anciano.

–Fui lo bastante inteligente para darme cuenta de que, hayas nacido en el arroyo o en un palacio, la vida es lo que haces de ella. De otro modo, ¿quién sabe dónde estaría? ¿Maldiciendo a mi padre mientras me balanceaba metido en una camisa de fuerza?

El anciano se rio y abrió el cofre, del que sacó varios papeles.

–Pues harías bien en recordar de quién has heredado esa inteligencia.

–¿Insinúas que debo lo que he conseguido a ti o a esa banda de matones que denominas familia?

–Ya hablaremos de eso. Tu padre quería haber hecho esto antes de su trágica muerte.

Romeo reprimió el deseo de decir que la muerte de su padre no había sido trágica en absoluto, que la explosión del barco que le había arrebatado la vida, junto con la de su esposa y la de sus dos hijas, a las que él no conocía, no había sido accidental, sino un asesinato.

Lorenzo puso los documentos sobre la mesa.

–El primer asunto a tratar es esta casa. Es tuya, libre de cualquier carga u obligación financiera. Lo único que necesitan los abogados es tu firma. La acompañan la colección de coches, los caballos y el terreno, desde luego.

Romeo se quedó mudo de perplejidad.

–Después vienen los negocios. No van tan bien como esperábamos ni, por supuesto, tan bien como los tuyos. Pero creo que lo harán cuando se incorporen a tu empresa, Brunetti International.

Romeo se echó a reír.

–Has perdido el juicio si crees que voy a participar en ese sangriento legado. Preferiría volver al arroyo que reclamar un solo ladrillo de esta casa o relacionarme con el apellido Fattore y lo que representa.

–Puede que desprecies el apellido Fattore, pero ¿crees que, Brunetti, hijo de una prostituta, suena mejor?

No lo hacía, pero en el infierno de su infancia había sido el menor de los males.

–Esta es tu herencia, por mucho que intentes negarla –insistió Lorenzo.

–No puedes reescribir la historia. Tus cinco minutos se han agotado. Esta reunión ha concluido. Los problemas que tengas con tus negocios de extorsión o con las guerras territoriales con la familia Carmelo son exclusivamente tuyos.

Se dirigió a la puerta antes de que Lorenzo le contestara.

–Tu padre se temía que, llegado el momento, te mostraras intransigente. Por eso me pidió que te diera esto.

Por segunda vez, Romeo se detuvo. Lorenzo sacó un gran sobre que deslizó por la mesa con aire de superioridad.

–Te he dicho que no me interesa nada de lo relacionado con el apellido Fattore. Contenga lo que contenga ese sobre…

–Es de naturaleza más personal y te interesará, estoy seguro, mio figlio.

Romeo estaba a punto de estallar.

Volvió sobre sus pasos, agarró el sobre y lo abrió. Contemplar la primera foto fue como recibir un puñetazo en el estómago. En ella se lo veía en la tumba de su madre, con la única compañía del sacerdote, mientras el féretro de Araina Brunetti descendía a la tierra.

Lanzó la foto sobre la mesa. La siguiente lo mostraba vestido de luto, sentado en el bar del hotel mirando una copa de coñac.

–Así que el viejo hizo que me siguieran durante una tarde de hace cinco años.

–Sigue –dijo Lorenzo–. Aún queda lo mejor.

En la siguiente foto se lo veía saliendo del hotel y tomando la calle que conducía a los cafés de moda, situados cerca del mar.

Se quedó inmóvil ante la que iba a continuación: su imagen; y la de ella.

Maisie O’Connell, la mujer de cara angelical y cuerpo de pecado. Algo había sucedido con ella en aquella habitación de hotel, algo que trascendía el sexo alucinante que habían tenido. Se había alejado de ella con el corazón destrozado, luchando contra un anhelo que lo había aterrorizado durante mucho tiempo hasta que había conseguido dominarlo.

No tenía intención alguna de revivir aquellas horas. Controlaba su vida y los escasos momentos de emoción que se permitía.

Arrojó el resto de las fotos sobre la mesa.

–Es ridículo que creyeses que documentar mi vida sexual me causaría algo más que un gran enfado, que tal vez me obligue a demoler esta casa y a convertir la propiedad en un aparcamiento.

Lorenzo removió las fotografías y volvió a sentarse.

Romeo las miró y vio que había más de la mujer con la que había compartido la noche más memorable de su vida. Pero aquellas eran distintas. Estaban hechas en otro país, a juzgar por las señales viarias. Dublín, probablemente, la ciudad en la que ella le había dicho que había nacido, en uno de los escasos momentos en los que habían conversado aquella noche.

Maisie O’Connell paseaba por una calle con traje de chaqueta y tacones, con el hermoso cabello recogido en un moño. Era una imagen muy distinta de la Maisie con vestido veraniego y sandalias que él había conocido en un café de Palermo. Entonces llevaba el cabello suelto, que le llegaba a la cintura.

En la siguiente foto se la veía saliendo de una clínica, pálida y cansada, con sus azules ojos apagados por la inquietud.

Después, Maisie sentada en un banco de un parque, con el rostro levantado hacia el sol y las manos sobre el vientre.

El prominente vientre.

Romeo tragó saliva y agarró la última fotografía.

Maisie empujaba un cochecito de bebé por una calle de Dublín con una expresión de absoluta felicidad maternal.

–Madre di Dio, ¿qué significa esto? –preguntó Romeo con voz glacial.

–No voy a menospreciar tu capacidad de deducción explicándotelo –apuntó Lorenzo.

Romeo dejó las fotos en la mesa, pero no conseguía dejar de mirarlas. Parecía que su padre había decidido dejar de vigilarlo y centrarse en la mujer con la que se había acostado el día del entierro de su madre. Una mujer cuya bondad había amenazado con traspasarlo y derrumbar los cimientos del muro tras el que ocultaba sus emociones.

–Si crees que estas imágenes quieren decir algo, estás perdiendo el tiempo. Las personas sexualmente activas tienen aventuras y, después, siguen con sus parejas o con sus familias. Eso es lo que he oído.

Él nunca había tenido una relación seria con nadie. De hecho, no daba pie a que sus amantes se hicieran la ilusión de tenerla. Su actitud le había ganado el apodo de «el amante de fin de semana», pero no le importaba, ya que así las mujeres sabían a qué atenerse antes incluso de pedirles una cita.

El afecto no entraba en aquellos encuentros, y se había prohibido a sí mismo la mera idea del amor. Sus relaciones eran exclusivamente sexuales.

–¿Así que no te interesa saber en qué periodo de tiempo se hicieron las fotografías?

–Estoy seguro de que Fattore tendría sus motivos.

Lorenzo siguió mirándolo fijamente.

–Entonces no querrás saber que la mujer puso a su hijo un nombre italiano.

Romeo soltó un bufido de incredulidad. No le había dicho a Maisie su apellido.

–Te sugiero que dejes a esa mujer criar a su hijo en paz. No significa nada para mí. Solo fue una aventura sin importancia. No vas a poder presionarme con ella.

Lorenzo negó con la cabeza.

–Cuando te hayas calmado y hayas aprendido cómo actuamos, te darás cuenta de que no dejamos piedra sin mover ni hecho sin comprobar. Tu padre no haría depender de un capricho el futuro de su organización, de su famiglia. No, mio figlio, hemos comprobado y vuelto a comprobar los hechos. Tres análisis de ADN, realizados por tres médicos distintos, lo confirman.

–¿Cómo conseguisteis muestras para los análisis?

–A pesar de lo que crees, no somos idiotas. Un cabello o una taza desechable es lo único que se necesita, y son muy fáciles de conseguir.

La violación de derechos que eso suponía le revolvió el estómago a Romeo.

–¿Mandasteis a vuestros matones a molestar a ese niño?

–No es un niño cualquiera. La mujer dio a luz exactamente nueve meses después de vuestro encuentro. Y tu hijo es, sin duda, un Fattore.

Capítulo 2

 

Maisie O’Connell dio la vuelta al cartel de la puerta para indicar que el restaurante estaba abierto.

Había sido un camino largo y difícil, pero el local estaba consiguiendo beneficios de forma regular. Dejar el restaurante en manos de un chef profesional mientras ella seguía un curso intensivo de cocina italiana había dado buenos resultados. Y los periódicos se habían hecho eco de su calidad, por lo cual las reservas tenían que hacerse con un mes de antelación.

Abrió la puerta para dejar la pizarra del menú en la acera y cuando iba a cerrarla vio que se aproximaba una limusina y se detenía dos puertas más arriba.

Maisie la observó. Aunque no era raro que coches de lujo atravesaran el pueblecito de Ranelagh, ya que estaba muy cerca de Dublín, la presencia de aquel vehículo le produjo un cosquilleo especial.

Se reprochó estar fantaseando y volvió a entrar. Fue a la cocina a ver a sus doce empleados, se aseguró de que los preparativos estuvieran desarrollándose adecuadamente para el primer turno de comidas y se dirigió a su despacho.

Antes de sentarse, miró la foto que había sobre el escritorio y la invadió una oleada de amor. Recorrió con el dedo el contorno del rostro de su hijo y sonrió.

Gianlucca era la razón de su existencia, el motivo de las difíciles decisiones que había tomado cinco años antes. Sus padres, desde luego, la habían hecho sentirse culpable por marcharse de su casa. Y su propio sentimiento de culpabilidad por haberlo hecho siempre estaría ahí.

No había planeado quedarse embarazada, como su madre, a los veinticuatro años, pero se había negado a que el sentimiento de culpabilidad prevaleciera por encima del amor a su hijo.

Desde muy joven había sabido que, de haber podido elegir, sus padres no hubieran tenido hijos. A pesar de lo difícil que le había resultado, trató de aceptar que no todo el mundo quería criar a un hijo. Y la ambición académica de sus padres siempre había sido prioritaria. Ella siempre había estado en segundo lugar.

Pero había deseado tener a Gianlucca desde el momento en que supo que lo llevaba en su seno. Y le había dado todo lo que había podido. Y había hecho todo lo que estaba en su mano, cuando al enterarse del embarazo, incluso, a pesar de que sus padres lo desaprobaban, había vuelto a Sicilia. Lo había intentado.

«Sí, pero ¿lo intentaste lo suficiente?», se preguntó.

Apartó la mano de la foto y abrió el libro de contabilidad con determinación. Ponerse a pensar en lo que podría haber sido no iba a equilibrarle el presupuesto ni a pagar a sus empleados. Lo más importante era que su hijo era feliz.

Volvió a mirar el rostro del niño de casi cuatro años. Los ojos castaños se parecían mucho a los de su padre y la miraban como lo habían hecho los de su progenitor aquella noche en Palermo, cinco años antes.

Romeo.

Aunque la vida de Maisie no había acabado en tragedia como en la famosa historia, haber conocido a Romeo la había cambiado. Su hijo era lo único bueno que había derivado del encuentro con aquel italiano peligrosamente sexy y enigmático, cuyos ojos delataban un profundo conflicto interior.

Encendió el ordenador, pero en ese momento llamaron a la puerta.

–Adelante.

Lacey, la joven encargada de las reservas, asomó la cabeza.

–Tienes visita –susurró.

Maisie reprimió una sonrisa. A su joven empleada le gustaba el teatro y veía conspiraciones y drama en las situaciones más sencillas.

–Si es alguien que busca trabajo, dile que no voy a contratar a nadie hasta que comience la temporada veraniega…

Se detuvo al ver que Lacey negaba frenéticamente con la cabeza.

–No creo que busque trabajo. No te ofendas, pero me parece que podría comprar este local y otros cien más –Lacey se sonrojó y se mordió el labio inferior–. Lo siento, pero parece muy rico y muy intenso. Y ha venido en limusina –susurró de nuevo.

Maisie volvió a sentir el cosquilleo que había experimentado antes.

–¿Te ha dicho su nombre?

–No, solo me ha preguntado si estabas y me ha pedido que fuera a buscarte. Es muy autoritario.

Maisie sintió un escalofrío al recordar lo que había estado pensando segundos antes y la intensa personalidad de Romeo. Se levantó y se alisó la falda negra y la blusa rosa que llevaba puestas.

Había abandonado esa peligrosa intensidad en Palermo. O, mejor dicho, esta la había abandonado a ella, cuando, a la mañana siguiente, se había despertado sola, con los restos del olor de su amante en la almohada como prueba de que no se había imaginado lo sucedido.

–Muy bien, Lacey, me ocuparé de él.

La joven asintió varias veces con la cabeza antes de desaparecer.