Un matrimonio obligado - Susan Crosby - E-Book

Un matrimonio obligado E-Book

Susan Crosby

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Beschreibung

Deseo 1489 Julianne se sentía atrapada en el aislado castillo de Zach Keller. Se suponía que aquel guapísimo millonario la protegía, pero lo cierto era que, bajo su atenta mirada, se sentía más vulnerable que nunca. Y no la ayudaba mucho el que él esquivara todas las preguntas personales e insistiera en que, para estar a salvo… debía casarse con él. Tenía que encontrar el modo de salir de allí… Porque estaba a punto de decir que sí a cualquier cosa que le propusiera… sobre todo si eso implicaba pasar con él una noche de bodas que ninguno de los dos olvidaría jamás.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2006 Susan Bova Crosby

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un matrimonio obligado, deseo 1489 - febrero 2023

Título original: Forced to the Altar

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415866

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Esto no era parte del plan –murmuró Julianne Johnson.

Sus palabras quedaron apagadas por el zumbido del barco que navegaba a toda velocidad con dirección a Promontory, una de las islas del archipiélago de San Juan, frente a la costa de Washington. Según aparecía en Internet, en las islas había puertos turísticos, pequeñas aldeas pesqueras, colonias de artistas y carriles para bicicletas. Pero no en Promontory, Prom, como la llamó el piloto del barco, que sólo era accesible en barco privado o en helicóptero. No había ferry público.

Estudió con detenimiento la isla. ¿Cómo podía estar tan apartada y recibir turistas? La habían enviado allí para ocultarla durante el juicio de su hermano, pero podría ganarse su sustento trabajando para el dueño de la posada Spirit Inn, Zach Keller. Y si había una posada sería porque había visitantes, ¿no?

–¿Dónde está el pueblo? –gritó al piloto, el señor Moody, un sesentón de pelo gris metálico y cuerpo musculoso.

Señaló hacia delante. Julianne no vio nada más que árboles, peñas y paredes de rocas, un promontorio en medio del Océano Pacífico.

A la chica de veintitrés años, procedente del sur de California, tierra de sol y centros comerciales, Purgatorio le pareció un nombre más apropiado para un lugar aprisionado por el agua. Y allí estaba ella, atrapada.

El barco redujo la marcha de forma brusca y después se deslizó entre otras embarcaciones, prueba de que otros seres humanos habitaban la isla. El señor Moody aseguró la nave y después le ofreció la mano para ayudarla a bajar a un muelle flotante que se balanceó mientras avanzaban hacia tierra firme. La única señal de vida era un todoterreno aparcado al lado del muelle.

–¿Dónde está el pueblo? –volvió a preguntar Julianne.

–Lejos –dijo moviendo la cabeza mientras llevaba una maleta de la chica en cada mano.

–¿Qué hay allí?

–Una tienda, una gasolinera…

–¿Eso es todo?

–No se necesita nada más.

Circularon por una estrecha carretera adoquinada. Pasados un par de minutos, una edificación apareció en la distancia. El temor de Julianne se fue acrecentando según pudo reconocer los detalles de lo que aparecía en la lejanía.

–Es un castillo –murmuró.

–Traído piedra a piedra desde Escocia y después vuelto a construir.

–¿Por el señor Keller? –se imaginó a su nuevo jefe vestido a cuadros y con el rojo pelo sacudido por la brisa del mar.

–No. Por otro, hace mucho tiempo, Angus McMahon –dijo el señor Moody mientras se detenía junto al edificio.

Salieron del vehículo y se acercaron a una sólida puerta de madera que cerraba un arco de piedra. La penumbra de finales de noviembre los acompañó mientras entraban en el castillo. Las paredes y muros de piedra gris devolvían el sonido de sus pasos. Julianne siguió al señor Moody al interior de una habitación con una enorme chimenea y una moderna cocina con muebles de acero inoxidable y encimeras de granito.

Un mujer alta y fuerte de brillante pelo rojo lavaba lechuga de pie en una de las pilas. Ni siquiera sonrió.

–Mi esposa, Iris –dijo el señor Moody.

–Bienvenida, señorita Johnson.

–Julianne, por favor –dijo para probar su nuevo nombre.

Esperó que la pareja le concediera también la cortesía de llamarlos por su nombre, pero ninguno de los dos se lo pidió. Se preguntó si no podría haber elegido otro sitio para esconderse, un lugar algo más informal. Aunque no le habían dado mucho entre lo que elegir desde que su supuesto amigo James Paladin, Jamey, lo había arreglado todo para que desapareciera.

–Le enseñaré su habitación –dijo la señora Moody secándose las manos en el delantal y tomando una de las maletas que llevaba su marido.

Julianne agarró la otra y la siguió. Subieron dos pisos por una estrecha escalera que parecía llena de telas de araña aunque en realidad estuviera completamente limpia. Al final de la escalera había un pequeño descansillo y una puerta, nada más. Una puerta. Ningún recibidor que condujera a ningún sitio más.

–Ésta es una de las dos habitaciones de la torre –dijo la señora Moody mientras dejaba la maleta encima de una cómoda de madera que había a los pies de la cama, también de madera, adornada con cuatro postes, cubierta con una colcha de lana granate y llena de almohadones–. La ropa que mandó la semana pasada está colocada en el armario y en el vestidor.

No le agradó la idea de una extraña tocando su ropa.

–El castillo se renovó hace unos años. Encontrará todas las comodidades de una casa. Hay más mantas debajo del asiento de la ventana. Cuando esté instalada pásese por la cocina. El señor Zach no cenará con usted, está durmiendo.

¿Durmiendo? Debía de ser muy viejo para estar echando la siesta a las seis de la tarde, se imaginó Julianne.

–Gracias, señora Moody.

La mujer cerró la puerta al salir, mientras Julianne daba una vuelta sobre sí misma lentamente. Grandes tapices colgaban de dos paredes. Una ventana alta y estrecha atrajo su atención. Se arrodilló en el asiento de la ventana, pero ya era de noche y no pudo ver mucho más que las siluetas de los árboles y las rocas.

Siempre había vivido en una ciudad, aunque algunas veces cerca del mar. Agradecía el olor salobre del aire y la brisa. De todas formas no disfrutaba del aislamiento y esperaba que el caso de su hermano fuera rápido y estuviera resuelto pronto. Ese día de emancipación sería muy bienvenido. Tenía planes: terminar los estudios y vivir la vida a su manera sin que nadie le dijera lo que debía hacer. Y no podía esperar mucho.

De todos modos estaba agradecida a Jamey por haberle encontrado un lugar seguro donde pasar la tormenta… Entonces, ¿por qué no se sentía muy a salvo?

 

 

Julianne se aproximó a una gran mesa de madera en la que fácilmente cabrían doce personas, rodeada de ricas sillas, clara reminiscencia de siglos anteriores. Un único lugar preparado en uno de los extremos hizo que no tuviera que preguntar dónde se sentaba.

–No soy una huésped –protestó a la señora Moody, quien le había enseñado el camino al comedor con una bandeja en la mano–. Puedo cenar con usted y el señor Moody.

–Nosotros ya hemos cenado.

Julianne recapituló. Parecía que en su nueva situación se encontraba con una serie de obstáculos sorprendentes: un jefe que aparentemente dormía mucho, dos protectores y escasamente sociables empleados y mucho más aisilamiento del que Jamey le había contado.

–¿No hay ningún huésped? –preguntó Julianne.

–Ésta no es la mejor época del año para venir de vacaciones a Prom. Disfrute de su cena.

Un sabroso guiso de pescado, ensalada verde y pan tostado sirvió para saciar el hambre de comida de Julianne, pero no el de compañía. Podía escucharse a sí misma masticar; además de unos extraños sonidos procedentes de arriba que sacudieron la noche y la sobresaltaron. Terminó y volvió con la bandeja a la cocina, donde encontró al matrimonio Moody tomando té.

–Estaba todo muy bueno, gracias, señora Moody –dijo Julianne dejando la bandeja en la encimera y metiendo los platos después en una pila llena de agua y espuma–. No se levante, ya lo hago yo –dijo metiendo las manos en el agua caliente, y mirando por encima del hombro preguntó–. ¿Qué hacen aquí para entretenerse?

–Encontrará una gran pantalla de televisión en la sala. Hay vía satélite, reproductor de DVD y una buena colección de películas.

Julianne echó un vistazo a su reloj. Eran apenas las siete y media, demasiado temprano como para retirarse a su habitación, incluso después del largo día de viaje.

–¿Podría enseñarme la casa cuando termine? –preguntó.

–Mi marido se la enseñará –dijo la señora Moody dando un codazo a Julianne para apartarla de la pila–. La veré por la mañana. El café está preparado a las seis pero, por supuesto, usted puede tomarlo cuando quiera.

–Gracias.

Estaba acostumbrada a levantarse temprano. En su último trabajo de camarera fichaba a las seis de la mañana. El señor Moody la condujo a través del comedor y por un ancho pasillo llegaron a un imponente salón con una enorme chimenea, un gran piano, que no podía imaginar cómo habrían subido colina arriba hasta allí, y muebles de estilo siglo XIX.

A continuación estaba la sala de la televisión, moderna tanto en los aparatos como en los muebles, aunque sin llegar a desentonar.

–Ésa es la oficina del señor Zach –dijo el señor Moody señalando una puerta que había al final del pasillo–. No debe entrar ahí.

¿Por qué no?, pensó Julianne.

Un baño para clientes y las habitaciones de los Moody completaban el piso bajo. Julianne y el señor Moody volvieron hasta el recibidor de la entrada desde donde salía una gran escalera que ascendía al segundo piso.

–Sólo una habitación de aquí arriba le interesa –dijo mientras llegaban al rellano y giraban a la derecha–. Ésta. Será su lugar de trabajo.

–¿Puedo ver la otra habitación de la torre? –preguntó–. ¿Se parece a la mía?

–Está cerrada –dijo abriendo la puerta del despacho y cediéndole el paso.

En la habitación había un ordenador y vitrinas llenas de archivadores. Por lo menos parecía que había trabajo que hacer.

Unos pocos minutos después el señor Moody la dejó en la sala de la televisión. Julianne recorrió los más de un centenar de canales del satélite y al final se quedó con el DVD. Puso una comedia con la esperanza de que, al menos, le hiciera reír.

La película resultó no ser muy divertida y terminó por quitarla después de una hora. Unas tenues luces en las paredes le sirvieron para llegar hasta su habitación, donde se sentó en el asiento de la ventana con las piernas cruzadas. Por el rabillo del ojo apreció algún movimiento. La luna creciente no daba mucha luz, pero sí bastante como para ver la silueta de un hombre caminando por el borde del precipicio, el único lugar donde no crecían árboles. En su imaginación un aura de oscuridad lo cubrió.

Dado que el castillo parecía ser la única construcción de toda la isla, deseó que la sombra fuera su benefactor, Zach Keller. Si era viejo desde luego conservaba una buena mata de pelo que sacudía el viento lo mismo que su abrigo largo. La esperanza creció dentro de ella, esperanza de que fuera un hombre amable y honrado, que le hiciera reír. Necesitaba reír.

El hombre se detuvo y se volvió hacia el castillo. Julianne se echó para atrás, con la luz de la habitación encendida, incluso a tanta distancia, se podría ver que estaba sentada en la ventana mirándolo. Después de unos minutos apagó la luz y volvió al asiento, sintiéndose como una espía, pero necesitaba entretenerse.

Dos enormes perros corrían a grandes zancadas al lado del hombre. Derraparon al detenerse, después volvieron hasta donde estaba éste, chocando contra sus piernas mientras los recibía con caricias. Sonó el teléfono móvil de Julianne y le dio un vuelco el corazón como si la hubieran pillado in fraganti espiando.

–Hola, Jamey –saludó a la única persona que sabía el número de su móvil por satélite.

–¿Ha ido todo bien?

–Aquí estoy –dijo mientras se sentaba de nuevo junto a la ventana y miraba al exterior, pero el hombre y los perros ya no estaban–. No estoy segura de que mandarme aquí haya sido un favor.

–¿Demasiado rústico para tu gusto, Venus?

–Julianne –dijo recordándole su nuevo nombre–. Me dijiste que aquí estaría segura, lo que no me dijiste es que estaría en mitad de ningún sitio. Y, francamente, este lugar es un poco horrible.

–Dijiste que querías desaparecer. Como tu madre. Ésas fueron tus palabras exactas.

–Y tú dijiste que el tal Zach Keller me necesitaba. Espero que tuvieras razón. Mejor será que haya una tonelada de trabajo que hacer, porque si no, voy a volverme loca.

–Hay necesidades y necesidades, Julianne.

Ella guardó silencio unos segundos, luego siguió:

–¿Qué quieres decir? Ni siquiera lo he visto.

–Lo descubrirás por ti misma si así tiene que ser. Relájate y disfruta. Tienes una oportunidad única en la vida.

–En eso tienes razón –dijo echando un vistazo a la habitación–. Gracias a Dios.

–Estate tranquila.

–Créeme, lo estaré.

Colgó el teléfono y lo colocó encima del cargador. Estaba demasiado nerviosa como para dormirse. No había llevado ningún libro. Las revistas que había comprado en el aeropuerto las había leído en el avión. Pensaba que los Moody o su nuevo jefe no apreciarían especialmente que se pusiera a tocar el piano tan tarde, sobre todo cuando vieran lo oxidada que estaba su técnica. Llevaba más de un año sin tocar. Había sólo un plato de ducha en el baño, así que tampoco podía tomar un baño caliente para quedarse dormida. Finalmente decidió que lo mejor que podía hacer era meterse en la cama, que encontró acogedora y cálida. Cerró los ojos…

Julianne se estiró mientras se despertaba sorprendida de haber dormido hasta casi las siete. Se acercó a la ventana para echar una mirada a la zona con luz diurna y encontró el paisaje de una aspereza hermosa, rocoso pero salpicado de manchas verdes de árboles.

Para causar una buena impresión a su nuevo jefe, se tomó su tiempo para alisarse el pelo, aunque estaba segura de que la humedad volvería a rizarlo en menos de dos horas. Se puso unos pantalones negros de vestir y un suéter verde.

Bajó las escaleras, tomó el desayuno sola en la cocina y después esperó instrucciones. Como no fue nadie, decidió ir a dar un paseo. Con las manos en los bolsillos del abrigo luchó contra el fuerte viento. Volvió al castillo, su ofrecimiento para ayudar en las labores de la casa fue rechazado, así que fue a dar otro paseo en otra dirección. Volvió cuando el castillo ya casi no se veía.

Después de la cena encontró unas partituras en la banqueta del piano y tocó un rato. Más tarde, desde la ventana de su habitación, volvió a ver al hombre con los perros por el acantilado y se preguntó por qué no habría visto a los perros durante sus paseos.

Cuatro días después nada había cambiado, excepto la noche anterior que un helicóptero había aterrizado cerca. Desde la ventana de su habitación había buscado señales de presencia de gente, pero no apareció nadie, ni en coche ni andando, aunque algo más tarde había creído oir a alguien gritar. El agudo sonido la dejó fría, después el ruido desapareció, súbitamente.

Una vez al día preguntaba a la señora Moody cuándo vería al señor Keller y siempre le contestaba: «cuando él decida», en un tono bastante condescendiente.

Pronto la paciencia de Julianne se agotó y llamó a Jamey.

–Me muero de aburrimiento –soltó en cuanto él descolgó el teléfono–. Echo de menos mis cafés con cacao. Sácame de aquí.

–Mejor eso que morir de otra cosa.

–Venga, Jamey. No corro peligro de perder la vida, sólo mi independencia. Y puede ser que me presionen un poco, pero seguro que es más llevadero que como me trata el señor Keller, que va más allá de la mala educación. Estaría mejor en prisión –explicó a Jamey.

–¿Qué tal el trabajo que te da?

–No me ha dado ninguna clase de tarea que hacer, ni siquiera lo he visto. ¿Puedes hacer algo para que pueda ir a algún sitio donde tenga vida?

–Déjame ver qué puedo hacer.

–Si no lo haces encontraré algo por mí misma, te lo juro.

Al menos tenía tarjeta de identidad con su nuevo nombre, podría encontrar trabajo fácilmente.

Como todavía no le habían dado permiso para utilizar el ordenador, según colgó el teléfono, escribió a mano una carta de dimisión dirigida a su escurridizo jefe. A la hora de la cena llevaba el sobre para intentar entregárselo al señor Moody.

–La cena se servirá en el comedor esta noche –dijo la señora Moody cuando Julianne llegó a la cocina.

Como ya había dejado de preguntar la razón de por qué las cosas se hacían como se hacían, se limitó a ir al comedor sin preguntar y se sorprendió al ver preparados dos cubiertos, uno en la cabecera de la mesa y otro a un lado.

Por fin compañía. Dobló la carta y la estaba dejando detrás de un adorno, cuando oyó pasos. Un ritmo firme por el pasillo del segundo piso, sobre ella, bajando luego por la escalera, después por el corredor que llevaba al comedor. Un hombre entró por la puerta. No podía ser Zach Keller, era demasiado joven, sólo tendría unos treinta años. Además no era el hombre que había visto pasear por el acantilado porque éste tenía el pelo rubio y los ojos azules. Extendió la mano hacia Julianne.

–Soy Zach Keller. Bienvenida a la Spirit Inn.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Zach vio cómo la expresión de Julianne pasaba de la sorpresa al… ¿amotinamiento? Aunque los brazos cruzados indicaban más lo segundo. El dulce y cítrico perfume de ella lo distrajo, le recordó algo, ¿alguien?

–Siento no haberme presentado hasta ahora –dijo Zach.

–¿De verdad?

No estaba acostumbrado a que nadie cuestionara sus actos. Podía y solía eludir responder a las preguntas, pero cualquiera de las palabras que acudieron a su boca serían la absoluta verdad. La mayor parte del tiempo calculaba mentalmente lo que iba a decir.

–Ha sido maleducado por mi parte –dijo sin hacer caso.

Julianne ni siquiera parpadeaba. Estaba tan quieta que los rizos rubios no se movían, sino que descansaban sobre los hombros. Cerró la boca.

Zach decidió esperar a que ella dijera algo, lo que le daba algo de tiempo para no pensar tanto en su perfume. La semana anterior, después de que la señora Moody hubiera desempaquetado las cajas que Julianne había mandado antes, había inspeccionado lo que había enviado para intentar hacerse una idea de cómo sería ella, esa persona tan importante para Jamey. Había pasado los dedos por las prendas que colgaban en el armario y las que estaban cuidadosamente dobladas en los cajones, la fragancia a limón persistía sutilmente en los tejidos y algo menos sutilmente en su mente.

Se había imaginado qué llenaría esa ropas de colores tan brillantes, las increíblemente reducidas camisetas, las faldas y pantalones cortos; el bikini verde chillón y la ligera ropa interior que recorría todos los colores del arco iris y que no se había resistido a tocar. En su mente se había formado una imagen de una Julianne proporcionada y femenina. Apetitosa.

Zach muchas veces soportaba largos períodos de celibato por propia elección, en la última ocasión había llegado a los siete meses. Pero no siempre había sido capaz de negar sus deseos, y no esperaba que esa vez ocurriera algo muy distinto, más aún cuando Julianne en persona resultaba tentadora y su cuerpo mucho mejor formado de lo que había imaginado.

–Evidentemente ha sido una llamada de teléfono de Jamey lo que le ha obligado a verme –dijo Julianne finalmente rompiendo el cada vez más incómodo silencio–. Me siento tan bien recibida…

No le importaba cómo se sintiera de bienvenida. No había querido que fuera a la isla y la había aceptado porque hacía trece años que debía un favor a Jamey y nunca había llamado hasta ese momento.

–No he hablado con él –dijo sinceramente.

Julianne frunció el ceño.

–Entonces, ¿por qué está aquí?

–Porque era el momento.

Julianne lo miró de arriba abajo.

–Esperaba un hombre de más edad.

–Siento defraudarte.

–No me defrauda. Quiero decir, que me imaginaba que era mayor sólo porque echaba la siesta por la tarde.

–Algunas veces paso toda la noche despierto, cuando eso ocurre, duermo durante el día.

–¿Qué hace?

–No comento mi trabajo.

A juzgar por la expresión de ella, acababa de perder muchos puntos. A pesar de ello, mantendría su palabra y le proporcionaría un lugar seguro hasta que terminara el proceso de su hermano, aunque eso supusiera encerrarla bajo llave en la torre.

–¿No habla de su posada? –preguntó en tono retador, como si Spirit Inn en realidad no atendiera a gente de vacaciones–. ¿Entonces cómo se supone que voy a trabajar para usted?

–Tendrás tarea, no te preocupes.

–¿Tendrá esa tarea algo que ver con el helicóptero que llegó anoche y se ha ido esta mañana? –hubo un silencio–. Creo que la respuesta es no. Tengo algo para usted –dijo tomando el sobre.

Cuando agarró el sobre, Zach se preguntó si llevaría algo rojo y de encaje debajo del suéter y los vaqueros… Las manos de Julianne temblaban mientras le daba la carta. Zach apreció que ella tenía las mejillas coloradas, pero no sabía si sería por el maquillaje o porque se había ruborizado. ¿Le había pillado admirando su cuerpo cuando se había dado la vuelta?