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LAS REGLAS DEL DESEO Lo habían contratado para vigilar a la hermana de Claire Winston, pero Quinn Gerard se dio cuenta de que estaba siguiendo a la mujer equivocada cuando se encontraron cara a cara... Sabiendo que Claire lo conduciría hasta su presa, Quinn decidió no separarse de ella, pero al hacerlo estaba arriesgando mucho más de lo que imaginaba… CORAZÓN DE OLVIDO Heath Raven llevaba años aislado, pero eso no le impidió tener un hijo. Desesperado por encontrar al pequeño, contrató a una investigadora llamada Cassie Miranda, una mujer que despertó el deseo que había reprimido durante años. Cassie intentó que su relación con Heath fuera solo profesional, pero después de encontrar a su hijo, no soportaba la idea de marcharse de su lado... DOS EXTRAÑOS Y EL AMOR James Paladin había accedido a donar esperma para la mujer de su mejor amigo, pero con tres condiciones: Caryn Brenley nunca sabría quién era realmente el padre, él no se pondría en contacto con su hijo y cuando el muchacho cumpliera los dieciocho años, saldrían a la luz todos los secretos…
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Seitenzahl: 509
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 539 - mayo 2024
© 2005 Susan Bova Crosby
Las reglas del deseo
Título original: Rules of Attraction
© 2005 Susan Bova Crosby
Corazón de olvido
Título original: Heart of the Raven
© 2005 Susan Bova Crosby
Dos extraños y el amor
Título original: Secrets of Paternity
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1062-807-6
Créditos
Las reglas del deseo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Corazón de olvido
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Dos extraños y el amor
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
El investigador privado Quinn Gerard se arrepintió momentáneamente de haber decidido convertirse en una persona respetable siete meses atrás. Echaba de menos el anonimato, y el peligro. Desde que había dejado de trabajar por su cuenta para convertirse en socio de ARC Security & Investigations, tenía que seguir las reglas del juego, en vez de ignorarlas o inventar sus propias reglas según le conviniera.
No obstante, había una regla que no había cambiado, la de jamás involucrarse emocionalmente con una clienta, por tentadora que fuera, y la esbelta rubia de blusa azul eléctrico y falda de cuero negro que se estaba alejando de su coche era algo peor que una clienta. Era su objeto de investigación.
En fin, como a cualquier hombre, le estaba permitido admirar el envoltorio, aunque no el contenido. Y en ese momento, aquel envoltorio tenía un aspecto mucho más interesante que durante los tres días anteriores que lo había estado vigilando. De hecho, Jennifer Winston era una cajita de sorpresas ese día. En primer lugar, había salido de su casa mucho antes de lo acostumbrado. En segundo lugar, llevaba un ritmo mucho más pausado; normalmente, iba con prisas a todas partes, pero ese día se movía como si la vida fuera eterna… a menos que se debiera a que no tenía ganas de llegar al sitio al que se dirigía. En tercer lugar, había tomado prestado el coche de su hermana, un modesto utilitario blanco, en vez de conducir su rojo descapotable. En cuarto lugar, y quizá fuera esto lo más sorprendente, se estaba encaminando hacia el banco de sangre del barrio.
A Quinn jamás se le habría ocurrido pensar que Jennifer Winston pudiera tener una sola gota de compasión en su encantador cuerpo. En ese caso, ¿qué estaba haciendo ahí?
Durante semanas, la habían estado siguiendo las veinticuatro horas del día; primero, los investigadores del fiscal del distrito judicial, y ahora él, Quinn. Según los informes que le habían pasado, la rutina de aquella mujer incluía boutiques de moda, clubes nocturnos frecuentados de San Francisco y lujosos balnearios en el valle del Napa. Llevaba sin trabajar casi medio año, por lo que podía hacer lo que le apetecía en el momento en que le apetecía; en general, se acostaba tarde y no salía de casa hasta pasado el mediodía.
Sospechando el motivo del cambio aquel día, Quinn siguió a la impredecible y sumamente atractiva mujer al interior del edificio en vez de esperar hasta que volviera a su coche. Un cambio en la pauta de comportamiento de un sospechoso resultaba, en muchas ocasiones, en la solución del caso.
La siguió por un ancho pasillo y la vio desaparecer tras una puerta en la que se leía un cartel que decía: Sala de Donaciones. Para evitar ser descubierto, Quinn se detuvo a beber agua de una fuente pública y luego fingió leer unos panfletos que había clavados a un tablón de anuncios. Al no verla, se acercó, cruzó el umbral de la puerta…
–¿Ha venido a donar sangre? –alguien casi le gritó a sus espaldas.
El tono de voz empleado no era inquisitivo, sino exigente. Quinn se volvió y miró de arriba abajo a la diminuta mujer de fuerte voz. Apenas le llegaba a la altura del pecho y, al menos, pesaba cuarenta kilos más que ella.
–No, yo…
–¿Por qué no? –preguntó la mujer mientras le miraba de pies a cabeza–. Tiene aspecto sano.
«Porque estoy siguiendo a una mujer que, según el fiscal del distrito, tiene cinco millones de dólares robados escondidos en alguna parte, por eso».
–Porque no tengo tiempo –respondió Quinn.
–No se tarda mucho –comentó aquella apisonadora humana–. La operación se realiza en un abrir y cerrar de ojos.
La tarjeta de identificación llevaba el nombre de Lorna, una voluntaria. Quinn la ignoró y, al pasear los ojos por la estancia, los detuvo en la señora Winston. La señora Winston se había puesto una bata morada encima de su ropa y estaba colocando galletas en una bandeja al lado de un cartón de zumo. ¿Jennifer Winston ocupándose del zumo y las galletas? No podía creerlo… a pesar de haber pensado que esa mujer llevaba una doble vida.
–¿Lo asustan las agujas? –le preguntó Lorna.
–Sí –respondió Quinn con una fría y directa mirada.
Al cabo de unos segundos, Lorna sonrió.
–No lo creo. Vamos, venga conmigo.
Quinn pensó que, como no era probable que la señora Winston se marchara a ninguna parte, él podía cumplir con un deber cívico al tiempo que la vigilaba. Era algo arriesgado estar tan cerca de ella, ya que esa mujer podría reconocerlo posteriormente, pero decidió correr el riesgo.
Respondió a una larga lista de preguntas relacionadas con su salud, le miraron el nivel de hierro y luego lo hicieron tumbarse en una camilla. Miró al objetivo de sus pesquisas mientras una enfermera le introducía una aguja en el brazo. Lorna y la señora Winston estaban riendo. Hasta ese momento no la había visto sonreír.
La señora Winston movió la melena rubia en forma coqueta, alzó la mano para saludar a la persona que acababa de entrar en la sala… y fue entonces cuando se fijó en él.
A una distancia de diez metros, Quinn la vio interrumpir la conversación, su sonrisa desapareció.
¿Se había dado cuenta de quién era? Estaba alerta, dispuesto a correr detrás de ella si decidía salir corriendo. Pero en ese momento, Lorna le dio con el codo y le dijo algo que a la señora Winston le hizo bajar la cabeza sonrojada.
Quinn se tranquilizó. ¿Se había tratado de una de esas cosas que ocurren entre los hombres y las mujeres? Una idea interesante. En su opinión, una de las razones por las que el objeto de su investigación no había reparado en él era debido a su aspecto normal. Nada extraordinario en persona física.
No obstante, el magnetismo animal a veces no tenía explicación. Al ver que la señora Winston lo miraba, el pulso se le aceleró. Una reacción perfectamente lógica, teniendo en cuenta el riesgo que corría a que ella lo identificara en el futuro.
Transcurrieron unos minutos más. Ella lo miraba de vez en cuando. Él no fingió desinterés, tras decidir que podía cambiar de táctica, utilizando una mucho más personal para vigilarla. Por supuesto, requeriría desempeñar un papel mucho más activo por su parte, fingir no saber que al novio de ella lo habían metido en la cárcel por malversación de fondos y que se sospechaba que ella había sido su cómplice.
Sin embargo, Quinn tenía que tener mucho cuidado. Al aceptar trabajar en este caso para el fiscal del distrito, se había convertido en un policía, lo que significaba actuar dentro de los límites que imponía la ley.
La señora Winston avanzó unos pasos hacia él y luego se detuvo. Quinn le sostuvo la mirada. Ella se acercó más, lo suficiente para que él pudiera verle los ojos. Azules. Azul brillante, no marrones.
El estómago le dio un vuelco. Sintió algo parecido a pánico.
Esa mujer no era Jennifer Winston, sino su medio hermana, Claire. Maestra, de ojos azules, de cabellos castaños hasta ese día… la hermana buena.
Se maldijo a sí mismo. Jennifer había escapado a su vigilancia. Podía marcharse de la ciudad y nadie la encontraría; sobre todo, si tenía los cinco millones de dólares que su novio había robado.
–Sáqueme la aguja –le ordenó Quinn a la enfermera.
La hermana buena se detuvo y empezó a retroceder mientras la enfermera decía:
–Es sólo un momento más…
–O me la saca ahora mismo o lo hago yo –Quinn hizo amago de ir a quitarse la aguja.
–¡No, lo haré yo! –la enfermera le apartó la mano, le sacó la aguja y le puso un poco de gasa en el lugar que había ocupado la aguja.
Con el dedo pulgar encima de la gasa, Quinn bajó los pies de la camilla. Tenía que ver si Jennifer Winston se había marchado de la ciudad, si su hermana había sido una trampa para despistarlo. Pero… ¿qué otra cosa podía ser?
–Tiene que sentarse un momento y tomar un zumo y unas galletas –le dijo la enfermera–. Claire lo acompañará.
Quinn se puso en pie y, de repente, la habitación empezó a darle vueltas.
–¡Eh, tengo que ponerle una venda! –oyó la voz como si procediera del fondo de un túnel.
Quinn dio un paso. De repente, todo se volvió oscuro. Sintió náuseas.
–Respire profundamente. Baje la cabeza.
–Baje…
–Les pasa siempre a los hombretones –le dijo Lorna a Claire después de que el increíblemente atractivo hombre se derrumbara en el suelo–. Voy a quitarle las llaves del coche porque tengo la impresión de que se va a negar a quedarse aquí un rato hasta que se encuentre mejor.
Claire se quedó mirando al hombre, que seguía inconsciente, mientras Lorna, rebuscando en sus bolsillos, sacó unas llaves. Había sido su intención coquetear con él, poner a prueba la teoría de que las rubias tenían más éxito con los hombres. La noche anterior, su primera noche de las vacaciones de verano, su hermana la había convencido para teñirse el pelo y cambiar de aspecto. Aquella mañana, incluso se había puesto ropa de Jenn, porque la suya no iba con la imagen de rubia coqueta. Cuando aquel desconocido la miró, le pareció que estaba interesado en ella. Ahora, después del desmayo, estaría demasiado avergonzado de sí mismo para atreverse a dirigirle la palabra.
Quizá fueran sólo ciertas rubias las que tenían más éxito…
–Señor Gerard –dijo Lorna, agachada al lado de él, mientras la daba unas suaves palmadas en las mejillas.
Él abrió los ojos. Miró a su alrededor y luego clavó la mirada en Claire.
Los ojos de ese hombre eran castaños con destellos dorados, como el ámbar. El pelo era negro y lo llevaba corto. Debía de tener treinta y tantos años. Su cuerpo, cubierto con unos pantalones vaqueros y un jersey gris, era sólido y musculoso, y sobrepasaba el metro ochenta de estatura. Era un hombre de estilo duro y sumamente atractivo.
¿Por qué, de repente, había tenido tanta prisa por marcharse? Y había ocurrido al fijarse en ella, aunque no podía haberse debido a que, súbitamente, le hubiera dado un ataque de timidez.
Por fin, el hombre se incorporó hasta sentarse en el suelo.
–Zumo y galletas, señor Gerard –dijo Lorna–. No le voy a permitir que salga de aquí sin haber comido antes.
–¿Cree que puede impedirme salir de aquí? –dijo él en tono desafiante.
Al ponerse en pie, se balanceó ligeramente.
Claire se le acercó, dispuesta a sujetarlo si perdía el equilibrio.
Lorna agitó las llaves que tenía en la mano.
–¿Tiene la costumbre de aprovecharse de los hombres que pierden el conocimiento? –le preguntó él a Lorna.
–¿Necesita una silla de ruedas para ir a la mesa de Claire? –preguntó Lorna a su vez.
–No, puedo arreglármelas yo solo –respondió él conteniendo una sonrisa.
–Supongo que hablaba en serio al decir que le daban miedo las agujas –comentó Lorna.
–Es posible –el hombre miró a Claire–. Vamos, guíeme.
A Claire le gustó la forma como ese hombre se había acoplado al cambio de circunstancias; sobre todo, teniendo en cuenta la prisa que había tenido por marcharse hacía unos momentos.
–¿Zumo de naranja, de manzana o de frambuesa? –le preguntó ella.
–De naranja, gracias –el hombre se sacó del bolsillo un teléfono móvil en el momento en que se hubo sentado–. Cass, ya sé que es muy probable que acabes de acostarte, pero creo que la hemos perdido… Sí, estoy casi seguro.
Claire le sirvió el zumo. Después, empujó hacia él la bandeja con galletas.
–Es una larga historia. Necesito que vayas ahí y veas qué es lo que pasa… Sí. Lo más probable es que sea demasiado tarde, pero hay que asegurarse. Llámame.
Plegó el teléfono móvil y lo dejó encima de la mesa.
–Gracias.
–De nada –respondió Claire.
Quinn bebió la mitad del zumo.
–¿Se marea con frecuencia la gente que viene aquí?
–No es usted el primero.
–Ah, muy diplomática –Quinn acabó el zumo y lo empujó hacia ella para que volviera a llenárselo; después, agarró una galleta y mordió un trozo–. ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?
–Desde marzo, trabajo aquí como voluntaria un sábado al mes; pero ahora, con las vacaciones de verano, voy a venir a ayudar un día a la semana.
–¿Es usted estudiante?
Claire sabía que parecía más joven de lo que era.
–No, soy maestra.
–¿Lleva mucho tiempo de maestra?
¿Acaso ese hombre estaba intentando averiguar su edad?
–Cuatro años.
«Tengo veintiséis. ¿Demasiado joven para usted?».
–¿Cuánto más voy a tener que esperar a que la sargento me devuelva las llaves?
Claire sonrió.
–Una media hora, hasta que estén seguros de que está bien.
Quinn se acabó la galleta.
–Es la primera vez que me desmayo –dijo él.
Claire se sentó y sonrió. Era un hombre normal, preocupado por dar la impresión de debilidad.
–Lo digo en serio –insistió él.
–Lo creo.
–Se está riendo de mí.
–No, sólo de su ego. Le aseguro que el hecho de que no le gusten las agujas no lo desmerece en nada.
–¡Qué alivio!
Ella se echó a reír y él pareció relajarse un poco, o quizá fuera sólo resignación.
–Me llamo Quinn Gerard –dijo él ofreciéndole la mano.
–Y yo Claire Winston –la mano de él le cubrió completamente la suya. Era una mano cálida y… ridículamente excitante.
–¿Por qué se ha ofrecido para trabajar como voluntaria, Claire Winston?
La emoción se le concentró en la garganta. Después del tiempo que había pasado, debería saber controlarse mejor.
–Hace seis meses, mis padres sufrieron un accidente automovilístico. Mi padre murió en el acto, pero mi madre sobrevivió unos días más; en parte, gracias a una transfusión de sangre. Luego, se complicaron las cosas y también falleció. Pero el tiempo extra sirvió para poder despedirnos.
–Lo siento –dijo él tras titubear unos segundos.
–Este trabajo es de gran importancia. Yo ayudo en lo que puedo.
Él pareció medir sus palabras antes de hablar.
–¿Le gusta la enseñanza?
El cambio en la conversación le hizo a Claire guardar silencio unos segundos.
–Me encanta. Siempre quise ser maestra. ¿Y usted? ¿A qué se dedica?
–A descubrir diferentes formar de conocer a mujeres interesantes.
Ese hombre sabía seducir.
–¿Y le pagan por ello? –preguntó Claire en tono burlón, sintiéndose halagada; pero, simultáneamente, con precaución.
Antes de que Quinn pudiera responder un grupo de personas entró en la sala silenciosamente. Por las expresiones de sus rostros, Claire supuso que eran los familiares y amigos de alguien necesitado de una transfusión. Ese tipo de donantes solía entrar en grupo y raramente sonreía.
Lorna lanzó una mirada a Claire, rogándole ayuda en silencio.
–Disculpe –le dijo ella a Quinn–. Me necesitan. Coma y beba tanto como quiera.
Después de unos minutos, el teléfono de él sonó. Claire lo vio pasarse una mano por el rostro antes de colgar. Sus miradas se encontraron y él le señaló el reloj, haciéndole la pregunta con un gesto.
Claire se acercó a Lorna.
–El señor Gerard se está poniendo nervioso.
–Tómale la tensión y el nivel de azúcar en la sangre. Sabes hacerlo, ¿verdad?
Sí, sabía hacerlo. Con el equipo en la mano, Claire se acercó a la mesa. El pulso se le aceleró, pero decidió no disimular.
–Si pasa la prueba, puede marcharse –le dijo Claire mientras se ponía los guantes de goma.
Quinn se quitó el jersey, debajo llevaba una camiseta blanca que destacaba su piel color oliva y los bíceps.
Claire le ajustó en el brazo el implemento para medir la tensión. Había realizado la operación con anterioridad; sin embargo, en esta ocasión, la piel pareció prenderse fuego.
–No se viste como las maestras, ¿lo sabía? –comentó él.
Sus ojos se encontraron.
La falda de cuero, la blusa ajustada…
–¿Cómo se visten las maestras?
–Con ropa práctica.
Claire le quitó el aparato de medir la tensión sin decir nada. Tenía trabajo, era hora de dejar de coquetear con los donantes de sangre.
–La tensión es normal. Puede marcharse.
–Señorita Winston… Claire.
–¿Sí?
Tras vacilar unos segundos, Quinn se puso en pie.
–Que pase un buen día.
–Gracias, usted también.
Claire lo vio acercarse a Lorna para recoger sus llaves. Luego, él le lanzó una última mirada. El corazón le dio un vuelco. Era una locura, ese hombre era un perfecto desconocido. Un moreno desconocido que ni siquiera le había dicho en qué trabajaba, evadiendo la pregunta. Había coqueteado con ella, eso era todo.
Claire se dio media vuelta; entonces, sintió que alguien le daba con los dedos en el hombro.
Él había vuelto.
–¿A qué hora sale de trabajar? –le preguntó.
–A las cuatro.
Él asintió y se marchó.
Intrigada, Claire sonrió. Quería una aventura y parecía que iba a conseguirlo.
Quinn llevaba horas dentro del coche, aparcado delante de la casa de Claire Winston; una vieja, pero bien cuidada construcción victoriana en la zona de Noe Valley, San Francisco. No había señales de vida dentro de la casa, pero tampoco había esperado que las hubiera. Unos días atrás, Jennifer se había acercado al coche del investigador oficial asignado a vigilarla y le había lanzado un reto; el incidente fue el motivo de que lo contrataran a él, dada su reputación de buen profesional.
Pero Jennifer debía de haber advertido su presencia también, lo que la llevó a utilizar a su hermana para suplantarla. ¿Estaba Claire implicada voluntariamente? No podía estar seguro, pero era sospechoso que, de repente, Claire se hubiera teñido el cabello, hubiera aparcado el coche en la calle en vez de meterlo en el garaje y que su hermana hubiese desaparecido. Todo eso a él le parecía bien pensado.
Lo enfadaba que Jennifer lo hubiera descubierto, nadie lo había hecho hasta entonces. ¿Cómo iba a explicarle a Magnussen, el fiscal del distrito, que había cometido el mismo error que los investigadores que lo habían precedido, dejarse descubrir?
Quinn se miró el reloj. Casi las cinco. Claire acababa el trabajo a las cuatro, ya debía de estar a punto de llegar… a menos que se fuera con ese sexy atavío a otra parte.
Gente subiendo y bajando la calle. Un típico sábado de junio, el cielo nublado y la temperatura fresca. Hasta el momento, nadie lo había denunciado por llevar tiempo aparcado ahí dentro del coche, cosa que ocurría con cierta frecuencia en su trabajo cuando estaba vigilando a alguien.
La suerte estaba de su parte. Vio el coche de Claire. La puerta del garaje se abrió. Claire iba a entrar, pero detuvo el coche. El descapotable rojo de Jennifer ocupaba el espacio.
Quinn lanzó un quedo silbido. Menos mal, Jennifer no había escapado. Menos mal.
Vio a Claire aparcar en la calle y luego salir del coche con dos bolsas de la compra en los brazos. Caminó hasta su casa y entró.
Quinn cambió de postura en el asiento del coche, contento de no tener que informar al fiscal del distrito que había perdido a la sospechosa. Era sábado, noche de salir por ahí. Jennifer abandonaría la casa y él la seguiría.
Después de varias horas de vigilancia, Jennifer aún no había salido.
Claire dio un paso atrás para mirar las cortinas que acababa de colgar, el primer paso para cambiar la decoración de la antigua habitación de sus padres, que ahora iba a ser la suya. Habían tenido que transcurrir seis meses desde la tragedia para atreverse a pensar que podría dormir ahí.
Miró al perro que estaba a sus pies.
–¿Qué te parecen las cortinas, Rase? –le preguntó al perro.
El animal movió la cola y Claire se agachó a su lado para acariciarlo.
–¿No te parecen preciosas? –continuó Claire al tiempo que se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas.
Se le estaba pasando la desilusión que se había llevado al salir del trabajo y ver que Quinn Gerard no la estaba esperando. En realidad, debería sentirse aliviada. Ese hombre debía de ser un delincuente… o un imbécil.
–No se merece que piense en él, ¿verdad? –preguntó al perro.
Rase alzó las orejas; después, salió de la habitación y bajó las escaleras corriendo y ladrando. Un momento después sonó el timbre de la puerta.
Eran casi las diez y el timbre volvió a sonar.
El perro continuó ladrando mientras Claire se preguntaba quién podría ser a esas horas. Debía de tratarse de algún amigo de Jenn, alguien que no sabía…
Claire agarró el teléfono inalámbrico y se dirigió a la puerta sin encender las luces a su paso, la luz de la farola de la calle iluminaba las escaleras lo suficiente para bajarlas sin problemas. De esa manera, podía fingir que no había nadie en la casa.
Al llegar a la puerta, miró por el ojo de buey. Como la luz del porche no estaba encendida tampoco, sólo vio una silueta masculina.
¿Qué iba a hacer?
–Sé que estás ahí –dijo la voz de un hombre.
Claire dio un salto atrás.
–¿Quién es? –preguntó ella sobresaltada.
–Quinn Gerard.
¿Quinn, el donante de sangre?
Claire volvió a mirar por el ojo de buey, pero seguía sin poder verle el rostro. ¿Cómo sabía ese hombre…? ¿La había seguido?
Claire se cubrió la boca con la mano. ¿Cómo podía ser tan tonta? Le había dicho a qué hora salía del trabajo y él la había seguido hasta su casa.
–Por favor, abre la puerta. Necesito hablar contigo –insistió él.
–Me has seguido. Si no te marchas de aquí voy a llamar a la policía –dijo Claire, y tenía intención de hacerlo.
–No es necesario que lo hagas –dijo Quinn alzando la voz, pero con calma–. Estoy trabajando para el fiscal del distrito. Si abres la puerta te enseñaré mi carné.
¿El fiscal del distrito? Claire se tranquilizó ligeramente, pero no iba a abrir la puerta.
–¿Qué es lo que quieres?
–En primer lugar, que le digas a tu perro que deje de ladrar para así no tener que hablarte a gritos. A menos, por supuesto, que quieras que tus vecinos oigan lo que hablamos.
En eso, tenía razón.
–Siéntate y cállate –le dijo Claire al perro.
Rase movió la cola, ladró una vez más y se sentó. Ella suspiró.
–Bien. Ahora ya puedes decirme qué es lo que quieres.
–Preferiría decírtelo cara a cara.
–Lo que tú prefieras me da igual.
Se hizo una pausa. El tic tac del reloj de su abuelo se hizo más pronunciado en el silencio.
–Si no me dices ahora mismo a qué has venido, llamaré a la policía –dijo Claire.
–Quiero hablar contigo sobre tu hermana Jennifer.
Claire cerró los ojos. Estupendo. Sí, estupendo. Debería haberlo imaginado. Lo mismo que debería haber imaginado que ese hombre no se había sentido atraído hacia ella. Jennifer y ella eran como el día y la noche. En primer lugar, ella era honesta.
–¿Me has seguido cuando salí del banco de donación de sangre?
–Te seguí hasta el banco de donación de sangre, creía que eras tu hermana. Dime, ¿está tu hermana en casa?
–No.
Se hizo un prolongado silencio.
–¿Va a volver pronto? –preguntó él por fin.
Claire apoyó la frente en la puerta.
–No.
Estaba cansada de disculpar a Jenn, que era dos años mayor que ella, pero que jamás se había comportado como la hermana mayor.
–Claire, ¿se ha marchado tu hermana?
Él le hizo la pregunta con voz queda, casi en tono comprensivo.
–Sí –respondió Claire al cabo de unos segundos.
Jenn se había llevado muy pocas cosas. Tan pocas que Claire no se habría dado cuenta de que se había marchado de no ser porque había dejado…
–¿Cómo lo sabes? –preguntó él.
–Porque ha dejado una nota.
–¿Puedo verla?
–No.
Claire no iba a abrir la puerta a un hombre que había fingido sentirse atraído hacia ella, que la había seducido con su mirada… No, prefería un hombre honesto y aburrido.
–¿Por qué no se ha llevado su coche?
–No lo sé. Vete.
–¿Conoces el motivo por el que el fiscal del distrito está detrás de ella? –preguntó Quinn.
Conociendo a Jenn, podía creer cualquier cosa. Al fin y al cabo, había sido la amante de un broker que había robado millones a sus clientes. Jenn era tan ingenua como esos clientes, por lo que podía considerarse con suerte de que el broker no le hubiera robado a ella también.
–El fiscal cree que tu hermana tiene el dinero que Craig Beecham ha robado –dijo Quinn al ver que Claire no contestaba–. O, al menos, que sabe dónde está el dinero.
–En el juicio se vio que Jenn no sabía nada del asunto.
–Se la está investigando porque nadie cree lo del juicio. ¿Adónde crees que ha ido con cinco millones de dólares, Claire?
–Jenn no tiene ese dinero –Jenn se lo había asegurado. Su hermana podía ser egoísta e inmadura, pero no era una delincuente–. Heredó bastante dinero cuando mis padres murieron, la misma cantidad que el valor de esta casa, que es lo que yo he heredado. Mi hermana tiene dinero.
Más de lo que debería, pensó Claire. Y se lo estaba gastando a toda velocidad. Joyas, coches…
–Mi hermana no necesita más dinero –insistió Claire.
–Todo el mundo quiere más dinero del que tiene, pero espero que tengas razón. Buenas noches.
Claire se acercó a la ventana a tiempo de verlo meterse en su sedan gris. Esperó a que se marchara. No lo hizo.
Quince minutos más tarde, Quinn seguía en su coche. Media hora más. Una hora. Claire subió a su dormitorio y se sentó delante de la ventana. Transcurrió otra hora. Entonces, otro coche se detuvo junto al de Quinn y permaneció allí un minuto antes de retroceder unos siete metros. Quinn se marchó y el otro coche ocupó su lugar.
Cambio de guardia. Dándose por vencida, Claire se metió en la cama, pero casi no durmió. Cuando amaneció, se asomó a la ventana y vio que el coche seguía ahí. ¿Por qué? Ya sabían que Jenn se había marchado.
Después de darse una ducha y vestirse, Claire bajó al cuarto de estar para, desde la ventana, poder ver con claridad al conductor. Era una mujer.
Claire no podía vencer el sentimiento de culpa que se había apoderado de ella el día anterior al volver a casa y verla vacía, a pesar de que Jenn sólo había hecho lo que ella le había pedido. Debería estar celebrando que Jenn se hubiera marchado; sin embargo, no hacía más que merodear alrededor de la ventana sintiéndose culpable.
Estaba cansada. Tener a Jenn en su casa durante los últimos seis meses y durante el juicio del novio de su hermana había sido un ejercicio agotador; sobre todo, teniendo en cuenta que aún no se había recuperado de la pérdida de sus padres. Además, era posible que no sólo estuviera cansada, sino también enfadada. Sabía que su hermana la había manipulado y la había utilizado; aunque era culpa suya, conociendo a Jenn como la conocía.
Necesitaba estar sola, necesitaba a Jenn fuera de su vida. Y, por fin, así era.
No obstante, ahora se sentía prisionera en su propia casa. La estaban vigilando, quizá para ver si se ponía en contacto con su hermana.
Su medio hermana.
En ese momento, Rase se acercó a ella con la correa en el hocico. Al lanzar otra mirada a la ventana, Claire vio llegar en su coche a Quinn Gerard.
Claire sonrió.
–¿Listo para correr un rato? –preguntó Claire agarrando la correa para atarla al collar.
Rase dio un ladrido y agitó la cola.
–Eres un chico muy listo –dijo Claire–. Vamos a ver si el señor Gerard está en tan buena forma como aparenta.
Quinn detuvo el coche al lado del de Cassie Miranda, se inclinó sobre el asiento contiguo al del conductor y, por la ventanilla, le pasó un vaso de café. Cassie era una de las investigadoras que había contratado a finales del año anterior. Había vigilado a Jennifer y también a Claire.
–Gracias –dijo ella, aspirando el aroma antes de beber–. Nada nuevo en la casa, excepto que ha abierto la persiana para mirar por la ventana hace un rato.
–No parece que vaya a escapar, ¿verdad?
–No tiene motivo para hacerlo –admiraba a Claire por haberse enfrentado a él la noche anterior, por no haberlo dejado entrar en su casa–. Bueno, es probable que te vea luego en la oficina.
–Voy a dormir un rato antes de ir a la oficina.
–Eh, es domingo, tómate una hora extra.
–¡Vaya, qué generoso, jefe! –Cassie puso en marcha el motor–. A propósito, ¿por qué seguimos con este asunto? Ya hemos terminado, no tenemos a quién vigilar.
Cierto. Pero Quinn pensaba que su presencia podría facilitarle las cosas a Claire… si ella no estaba demasiado enfadada con él. Se había encontrado en una situación similar con anterioridad y no había olvidado lo difícil que era recuperarse cuando a uno le invadían la vida privada.
–Está sacando al perro a dar un paseo –observó Cassie–. Bueno, me marcho.
Quinn lanzó una maldición. Apostaba a que Claire había esperado a propósito a que él sustituyera a Cassie. ¿Qué pensaba que iba a hacer, seguirla? Claire debía de suponer que estaba esperando a su hermana.
Aunque no era así.
Al mirarla por la ventanilla abierta, ella le sonrió. Después, empezó a hacer jogging con el perro a su lado.
¿Lo estaba desafiando?
Le faltó tiempo para seguirla, observando el balanceo de la cola de caballo al ritmo de los pasos. Le dio alcance pronto, pero continuó detrás de ella, disfrutando la vista. Tenía unas piernas espectaculares.
Claire aceleró el ritmo. El perro ladró y también aceleró su marcha.
A Quinn le había gustado la falda de cuero del día anterior. Ese día, Claire llevaba unos pantalones cortos, una camiseta y la chaqueta de un chándal atada a la cintura.
Él también se quitó la chaqueta del chándal, sintiendo no haber adivinado que iba a correr. Por suerte, llevaba zapatillas de deporte, la mayoría de las veces llevaba botas.
Se sentía bien. Estaba encantado con ese trabajo en concreto. La rubia teñida de largas piernas y su acompañante de cuatro patas lo habían puesto de muy buen humor.
De repente, Claire se dio media vuelta y corrió hacia él, su perro siguiéndole los talones. ¿Volvía a casa ya? Debía apartarse para cederle el paso…
–No tiene sentido que vayas detrás, será mejor que corras a nuestro lado –dijo ella deteniéndose delante de él, pero aún moviendo las piernas.
El perro empezó a dar saltos a su alrededor, ladrando.
–Quieto, Rase.
–¿A eso lo llamas dar una orden?
Claire apretó los labios. El perro continuó dando saltos.
–Ya veo cómo te obedece –Quinn miró al perro y adoptó un tono autoritario–. Siéntate.
Inmediatamente, el animal se sentó.
Claire dejó de mover las piernas.
–¿Cómo has…? Traidor –le dijo a su perro–. Eres un traidor. A mí nunca me hace caso.
–Eso es porque le dices que se esté quieto, no que se siente –Quinn se agachó ligeramente para acariciar la cabeza del animal y miró a Claire–. ¿Rase?
–Es diminutivo de Eraser –Claire rascó las orejas a su perro–. Debía de tener otro nombre, pero lo saqué de la perrera. Ya tenía dos años.
Claire se enderezó y añadió:
–Bueno, vamos.
Corrieron cuesta arriba, aunque no era una cuesta muy pronunciada tratándose de San Francisco, pero lo suficiente para no hablar mucho mientras corrían.
–Le salvaste la vida –le dijo Quinn a Claire. No lo sorprendía que hubiera salvado a un perro condenado a pena de muerte.
–En cierta manera, él también me salvó la mía. Digamos que nos necesitábamos el uno al otro.
¿Por sus padres o por su hermana? Intentó no sentir compasión por ella. La gente no veía con objetividad a su propia familia. A él le había ocurrido dos veces. Al parecer, Claire era una persona inocente: realizaba trabajo voluntario en un banco de donación de sangre; era maestra de niños, nadie más inocente que ellos; salvaba a perros y… parecía tener fe ciega en su hermana.
Pero también le resultaba difícil imaginar que Jennifer lograra convencer a Claire de hacer algo que ésta no quisiera hacer. Claire tenía firmeza de carácter; en cuyo caso, ¿por qué se había teñido de rubia? ¿Por qué el cambio de estilo de ropa? Se trataba de un cambio drástico.
¿La había convencido Jennifer de que necesitaba un cambio? A él le resultaba difícil creer que hubiera sido idea de Claire. Jennifer necesitaba escapar a la vigilancia a la que estaba sometida; por lo tanto, había utilizado a su hermana para conseguirlo.
Quinn dejó de hacerse preguntas que no podía contestar y se concentró en la carrera. Se sentía bien, últimamente no se tomaba tiempo de ocio. ¿Últimamente? Casi se echó a reír. Hacía ejercicio porque tenía un gimnasio en casa, pero el ocio era algo casi desconocido para él. Por eso salía con mujeres de carrera y entregadas a su profesión, porque ese tipo de mujeres no le exigía nada… a excepción de las abogadas, que hacían demasiadas preguntas.
A una manzana de distancia de la casa de Claire, Quinn vio a dos hombres esperando al pie de las escaleras de la entrada. Los conocía. Sabía por qué estaban allí.
Claire aminoró la marcha. Quinn también. Rase empezó a ladrar mientras se acercaban.
–No –ordenó Quinn.
El perro cerró el hocico y luego miró a Quinn con adoración.
Claire lanzó un sonoro suspiro.
–A los perros les gusta que se les ponga límites –dijo Quinn.
Claire volvió la cabeza y miró a los dos hombres que ahora los estaban observando.
–¿Amigos tuyos?
–Los conozco.
A Quinn le pareció admirable que Claire no mostrara miedo.
–Gerard –dijo el más alto de los dos hombres a modo de saludo.
–Santos –respondió Quinn.
–Hemos venido para relevarte –le dijo el hombre a Quinn.
Peter Santos era el investigador del fiscal del distrito al que Jennifer había descubierto, motivo por el que lo habían contratado a él, a pesar de ser investigador privado. Jennifer también lo había descubierto a él, una razón más para considerarla culpable; de no serlo, no estaría tan alerta.
–Creo que voy a quedarme –dijo Quinn–. Ésta es Claire Winston.
–Señorita Winston, soy Meter Santos, de la oficina del fiscal del distrito. ¿Podríamos entrar?
–¿Tengo alternativa? –preguntó ella a modo de respuesta.
Pero Claire subió los escalones hasta la puerta sin esperar a que Santos respondiera a su retórica pregunta. Cuando todos estuvieron en el vestíbulo, Santos le ofreció un papel.
Rase ladró.
–Enseguida vuelvo –dijo Claire sin aceptar el documento–. Voy a encerrar al perro en la cocina.
Cuando Claire volvió, estaba tranquila. También se había puesto la chaqueta del chándal.
Santos le dio el papel.
–Es una orden oficial, señorita Winston.
–¿Una orden de qué?
–Es una orden para que me dé la nota que su hermana Jennifer Winston le escribió.
Claire miró a Quinn con expresión dolida.
–¿Tres hombres para darme un papel y recibir otro a cambio? –preguntó Claire–. Deben de haber oído hablar de mi cinturón negro de karate.
Santos ignoró la broma. Quinn se aclaró la garganta. En realidad, tenía gracia que hubiera tres hombres enfrentándose a esa esbelta maestra de reputación impecable.
Claire se tomó su tiempo para leer el papel.
–Señorita Winston –empezó a decir Santos–, lo único que dice es…
–Sé leer.
Claire abrió el cajón de la consola del vestíbulo, sacó un papel y se lo dio a Santos.
Santos lo miró. Quinn extendió la mano y Santos le dio la nota, quizá porque no quería discutir con él delante de Claire.
Querida Claire: Estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. Te llamaré. Un abrazo, Jenn, leía la nota.
–¿Qué quiere decir con eso de que está haciendo lo que usted le pidió? –preguntó Santos.
–Anteanoche le di un ultimátum para que se buscara un piso y se fuera de esta casa.
–¿Por qué?
–Porque ya llevaba demasiado tiempo aquí.
–Pero ha dejado su coche en el garaje.
–Y no sé por qué. Supongo que volverá a recogerlo.
Santos le quitó la nota a Quinn.
–Usted se ha teñido el pelo.
Claire arqueó las cejas. A Quinn le pareció que tenía un aspecto magnífico, altivo y frío.
–¿Y qué? –preguntó ella.
–Ahora se parece mucho a su hermana. ¿Era su intención hacerse pasar por su hermana para que ésta pudiera escapar, señorita Winston?
–Sólo estoy obligada a darle la nota. Ya he respondido a preguntas sin tener que hacerlo. Me parece que es hora de que se vayan.
La puerta de la entrada seguía abierta y Claire, con un gesto, les indicó que se fueran.
Quinn se hizo a un lado para dejar salir a los dos investigadores.
–Usted también, señor Gerard –dijo ella, pero con los ojos fijos en los otros dos hombres que se dirigían a su coche.
Pero Quinn vio una debilidad en ella que Santos no había advertido.
–Me gustaría hablar contigo –dijo Quinn.
–No tengo nada que decir.
–Pero yo sí. Me quedaré aquí, en el vestíbulo, con la puerta abierta. O, si lo prefieres, saldré afuera –Quinn sacó de una cartera de cuero una tarjeta y se la dio a Claire–. Yo no trabajo en la oficina del fiscal del distrito. Soy investigador privado y tengo mi propia oficina. El trabajo que he hecho para ellos terminó en el momento en el que tu hermana se marchó. Lo que quiero hablar contigo es personal, es sólo entre tú y yo.
Quinn recordó lo traicionado que se sintió unos años atrás, pero controló la emoción. Sabía cómo se sentía Claire en esos momentos. Y eso era lo que quería decirle, tenía pocas dudas respecto a que Claire fuera víctima inocente de las maniobras de su hermana.
–Sabías que nos estaban esperando a la vuelta de hacer jogging –dijo ella en tono acusatorio.
–Sabía que vendrían hoy, pero no cuándo.
–Les dijiste lo de la nota.
–No tenía alternativa.
–Sí la tenías.
–No. Claire, ¿estás preocupada por tu hermana?
–¿Preocupada?
–Ayer, después de volver a tu casa, no encendiste ni una sola luz del piso de abajo. Por eso es por lo que llamé a la puerta y por lo que sabía que pasaba algo. Si tu hermana sólo hubiera hecho lo que tú le habías pedido, marcharse de tu casa, tú habrías encendido las luces y habrías hecho tu vida normal.
Claire dejó caer los hombros y cerró los ojos.
–Lo que me digas va a quedar entre tú y yo –dijo Quinn con la esperanza de que Claire decidiera deshacerse de la carga que llevaba.
Él había pasado por la misma situación. La comprendía.
–No se ha llevado sus cosas –dijo Claire con expresión confusa.
–¿Nada?
–Bueno, se ha llevado sus joyas, pero no la ropa; al menos, no mucha. ¡Y el coche! Adora ese coche.
–¿A qué crees que se debe?
–No lo sé. Ojalá lo supiera.
Quinn titubeó un momento antes de preguntar:
–¿Podríamos sentarnos?
Claire asintió. Después de sentarse en el sofá, él la vio acariciar con los dedos la tarjeta que le había dado.
–¿Qué representan las siglas ARC? –preguntó Claire.
–Son las iniciales de los tres socios originales de la empresa: Alvarado, Remington y Caldwell. Ahora yo también soy socia.
–¿Llevan ellos mucho tiempo en este trabajo?
–Unos ocho años. Trabajaban en Los Angeles. Me encargaron abrir la oficina de aquí el año pasado después del Día de Acción de Gracias, pero llevo trabajando como investigador privado diez años.
–¿Por qué estabas trabajando para el fiscal del distrito?
–Tu hermana descubrió a los que la estaban siguiendo, por eso el fiscal me contrató a mí para que los relevara. Soy bastante bueno en mi trabajo.
–Esta vez no.
–Supongo que a mí también me descubrió.
Quinn sabía que Claire estaba haciendo tiempo.
–Jenn no tiene el dinero –dijo Claire por fin.
–¿Por qué estás tan segura?
–Porque me dijo que no lo tenía.
–¿Es honesta?
Claire abrió la boca para contestar, pero la cerró.
–Normalmente, sí. Brutalmente honesta.
Quinn se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en los muslos.
–¿Por qué te has teñido el pelo?
Claire se pasó una mano por la cola de caballo.
–Me apetecía un cambio.
–¿Idea tuya?
–No del todo.
–¿Se le ocurrió la idea a tu hermana?
–Jennifer me dijo que las rubias…
–¿Se divierten más que las morenas? –concluyó él por ella.
–Sí.
–¿Y la ropa? Me refiero a la ropa que llevabas ayer.
–Parte del cambio. Y sí, también fue idea suya. Pero yo no tenía por qué hacerle caso y ella no podía forzarme.
Quinn conocía los métodos de manipulación. Algunas personas eran excelentes.
–Lo hicimos así, sin más, para celebrar el comienzo de las vacaciones de verano.
–¿Ella también ha realizado cambios en su aspecto físico?
Claire frunció el ceño.
–¿Te refieres a si ha hecho cambios para parecerse a mí?
–Sí.
–Crees que ha escapado, ¿verdad?
–Podría ser.
–En la nota dijo que me llamaría. ¿No significa eso que no está escapando ni escondiéndose?
Quinn no respondió. Él sabía algo que Claire desconocía: a su hermana la seguía alguien que no trabajaba para el fiscal del distrito. Quinn lo había visto y había informado de ello al fiscal. Lo más probable era que se tratara de alguien que el novio de Jennifer, desde la cárcel, había logrado contratar; por lo tanto, debía de creer que Jennifer suponía un peligro para él. Y, por lo tanto, Jennifer sabía más de lo que había reconocido saber en el juicio.
–Tú no la crees –dijo Claire con fría mirada.
–No la conozco.
–Bueno, si de algo estoy segura es de que Jennifer jamás se teñiría de castaña ni llevaría la ropa que yo llevo.
–¿Has notado que te falte ropa?
Claire se recostó en el respaldo del asiento.
–No lo sé, no he mirado.
–Deberías hacerlo. Y deberías mirar en la basura para ver si hay algún bote de tinte de pelo.
Quinn se puso en pie. Su trabajo estaba hecho, desgraciadamente. No lo habría molestado conocer mejor a esa mujer.
–Quizá debieras considerar objetivamente los hechos y ver a qué conclusión llegas –dijo Quinn; después, señaló su tarjeta–. Tienes mi número de teléfono. Si quieres hablar conmigo, puedes llamarme al móvil a cualquier hora del día o de la noche.
Claire también se levantó.
–¿Para qué iba a llamarte?
–Sé por lo que estás pasando, Claire.
Quinn resistió la tentación de ponerle una mano en el hombro. No tenía derecho a tocarla; además, tenía miedo de no poder parar si lo hacía. Él había pasado por todo lo que Claire estaba pasando en esos momentos, ella era tan inocente como él lo había sido.
Si alguna vez se cruzaba con Jennifer Winston…
–Gracias por quedarte a hablar conmigo –dijo Claire.
–Gracias por no considerarme tu enemigo.
–Te he visto desmayarte –comentó ella con una burlona sonrisa.
A pesar de ver en el rostro de esa mujer que estaba agotada, seguía viéndose bonita. No se trataba de una belleza clásica ni de un irresistible atractivo. Se trataba de una belleza que procedía de dentro…
Tentación, ése era el nombre que podía aplicarse a Claire.
Y él necesitaba evitar esa tentación en particular.
–¿Te ocurre algo?
Quinn negó con la cabeza.
–¿Me llamarás si necesitas hablar?
Claire volvió a sonreír.
–Es posible.
–Adiós, Claire. Espero que ahora puedas dormir.
Quinn salió de la casa y cerró la puerta sin volver la vista atrás. No quería verla en la ventana mirándolo con esos ojos azules que ya no eran tan inocentes como lo habían sido el día anterior.
Sentía mucho haber formado parte de esa pérdida de inocencia.
Por primera vez desde los dieciséis años, Claire no tenía trabajo durante el verano. Iba a arreglar la casa y ponerla más a su gusto; quería cambiar algunos muebles, lijar y pintar los armarios de la cocina, y también iba a hacerse una colcha para la cama de su dormitorio. Incluso estaba pensando en escribir un cuento para niños, algo que tratara de algún tema con el que sus pequeños alumnos se pudieran identificar.
Hacía una semana de la marcha de Jenn. A ella no le faltaba ropa ni se había encontrado un bote de tinte en la basura.
Mientras lijaba un armario de la cocina, Claire supuso que su hermana estaría bien, como de costumbre.
Rase ladró y luego salió de la cocina. El timbre sonó. Durante toda la semana, cada vez que sonaba el timbre, esperaba que fuera Quinn. Una tontería por su parte, lo sabía. Quinn había hecho su trabajo y nada más. Sin embargo, ella había sentido algo especial por él y había pensado que quizá fuera recíproco.
Quinn le había dado su número de teléfono. Ella había marcado seis de los dígitos varias veces, pero había colgado en el último momento. ¿Qué podía decirle, que hacía que se le parara el corazón? Quinn estaba convencido de que Jennifer era culpable. ¿Cómo podía ella querer estar con una persona que pensara eso? Una vez más, Jenn se inmiscuía en su vida.
Claire llegó a la puerta, miró por el ojo de buey y, sonriendo, abrió la puerta a la madre de Jenn, Marie, a quien consideraba una segunda madre.
–Hola, cariño… ¡Oh, Dios mío, Claire! Estás rubia. Creía que eras Jenny –dijo Marie entrando en la casa, Rase dando vueltas a su alrededor.
–Para –ordenó Claire en tono serio.
Como de costumbre, el perro la ignoró.
–¿Cómo está mi perro precioso? –le dijo Marie al animal mientras éste daba vueltas alrededor de sus piernas.
–Siéntate –volvió a ordenarle Claire.
El perro siguió sin hacerle caso. Claire suspiró.
Marie abrazó a Claire.
–Estás monísima, cielo.
–Gracias, Marie –Claire adoraba a esa pelirroja cincuentona de cabellos rizados, maquillaje dramático y resonantes alhajas–. ¿Y tú, cómo estás?
–No puedo quejarme.
La radiante sonrisa de Marie le recordó a Claire por qué su padre se había sentido atraído hacia esa mujer, a pesar de que la personalidad new age de Marie fuera tan diferente a la suya, lógica y racional. Ése era el motivo principal por el que no se habían casado, a pesar de que su padre le ofreció a Marie el matrimonio cuando se quedó embarazada; fue Marie quien no quiso casarse. Y un año después, su padre se casó con la mujer que sería su madre.
–El negocio me va bien –añadió Marie–, hay mucha gente estresada en el mundo. Incluso he tenido que rechazar a algunos clientes.
–Das unos masajes sensacionales.
–Sí, ¿verdad? –Marie flexionó los dedos de las manos–. Oye, cariño, quería preguntarte sobre Jenn. Llevo toda la semana dejándole mensajes en el móvil, pero aún no me ha contestado. No es nada nuevo, por supuesto, pero… en fin, hace un rato he vuelto a llamar y resulta que la línea está cortada. ¿Sabes qué es lo que pasa?
Claire la habría invitado a sentarse, pero Marie nunca se quedaba mucho tiempo.
–Jenn se ha marchado.
–¿Qué quieres decir?
–Que se ha ido a vivir a otra parte. Y eso es todo lo que sé de ella.
–¿Habéis discutido?
–No. Bueno, supongo que algo sí. Verás, le pedí que se marchara de esta casa. Me parecía que ya había llegado el momento de vivir por su cuenta.
–Estoy de acuerdo contigo, lo sabes porque ya lo hemos hablado. ¿Por qué no me llamó para decírmelo?
–Creía que lo había hecho.
Marie sacudió la cabeza.
–¿Ha dejado un cheque para mí?
–Que yo sepa, no.
Marie empezó a pasearse por la estancia, sus verdes tacones repicaron en el suelo de madera.
–Tenía que darme un cheque.
–¿Por qué no vas a mirar a su cuarto?
Marie se echó a reír, era un sonido musical.
–Como si alguien pudiera encontrar algo ahí.
En ese momento, el teléfono móvil de Marie sonó y la mujer lo sacó de un enorme bolso y contestó.
–Cielo, ¿dónde estás?
Mirando a Claire, Marie pronunció con la boca en silencio:
–Jenn.
Claire se cruzó de brazos.
–Me prometiste un cheque por… Sabes que… ¡No, no puedo esperar! Jennifer Marie, me prometiste… Lo necesito, cariño… De acuerdo, de acuerdo. Gracias.
Claire extendió el brazo, pidiendo el teléfono.
–Escucha, estoy en casa de tu hermana –dijo Marie–. Claire quiere hablar contigo… Porque estaba preocupada por ti. Dime tu nuevo número de móvil… Está bien, cuando lo tengas, llámame. Llámame pronto, cielo, ¿de acuerdo?
Marie le pasó el teléfono a Claire.
–¿Qué pasa, Jenn? –preguntó Claire.
–Que me marché, tal y como me pediste que hiciera –respondió Jenn.
–No te pedí que te marcharas ese mismo día. ¿Dónde estás?
–¿A ti qué más te da?
Claire estaba harta de su hermana.
–En primer lugar, tu coche me tiene ocupado el garaje. Si no te lo llevas, pediré a los de la grúa que se lo lleven.
–Vaya, estás sacando las uñas, hermanita.
Marie acercó el rostro al teléfono.
–¿Puedo utilizar tu coche hasta que vengas a por él, cariño? –le preguntó a su hija en voz alta; luego, habló a Claire en un susurro–. Voy al baño un momento.
–Dile a mamá que no. Lo destrozaría, como ha destrozado todos los coches que ha tenido.
–Díselo tú –Claire esperó a que Marie cerrara la puerta del baño que había en el vestíbulo; después, entró en el cuarto de estar y dio rienda suelta a su frustración–. No me habías dicho que la policía te estaba vigilando.
–El fiscal del distrito, no la policía. Llevaban semanas siguiéndome a todas partes. ¿Y qué? No es nada extraordinario.
–¿Es ése el motivo por el que te marchaste?
–Me marché porque me dijiste que lo hiciera.
Claire apretó los dientes. No creía a su hermana.
–Voy a preguntártelo otra vez, Jenn. ¿Tienes el dinero que Craig Beecham robó?
–Y voy a contestarte otra vez. No.
–En ese caso, ¿por qué has escapado?
–¿Quién ha dicho que me he escapado?
–Te despediste de mí con una nota, una forma muy cobarde de marcharse, y lo sabes perfectamente. También has cambiado de móvil. Te has escapado –insistió Claire.
–Estoy empezando a vivir la vida que siempre he querido vivir, eso es todo. Escucha, tengo que dejarte. Hasta luego.
Claire pulsó el botón que cortaba la comunicación y, furiosa, se paseó del cuarto de estar al vestíbulo y viceversa hasta que Marie salió del baño.
Un movimiento en la calle llamó su atención, se trataba de un sedán gris que acababa de aparcar en la acera de enfrente. Al reconocer a Quinn Gerard, cerró los ojos y lanzó un gemido. Estupendo. Maravilloso. Había pasado toda la mañana lijando los armarios de la cocina y ni siquiera se había dado una ducha todavía. Se recogió el pelo con un pasador de pelo. Había elegido el peor día para ir a verla.
Quinn debería haber llamado antes de ir. En realidad, podía haberle dado la información por teléfono. No obstante, estaba delante de la casa de Claire, más nervioso que cuando, a los dieciocho años, le pidió a Melanie Davison salir a bailar con él. ¿Por qué lo intimidaba esa mujer de aspecto inofensivo?
Subió los escalones de la entrada, ocho escalones, y respiró profundamente.
Justo cuando iba a llamar, la puerta se abrió y se encontró delante de una parlanchina y sonriente pelirroja.
–Sólo he destrozado dos coches y de eso hace años –estaba diciendo la mujer.
Su sonrisa cambió, al igual que su actitud, cuando casi se chocó con él.
–Vaya, hola –dijo la pelirroja al estilo coqueto de Mae West, pero sin conseguirlo del todo.
–Buenos días.
Rase salió de la casa y se lanzó a él.
–Siéntate –ordenó Quinn al animal.
El perro lo obedeció, pero su excitación no disminuyó. Quinn le acarició la cabeza.
–Traidor –oyó decir a Claire.
La pelirroja le extendió una mano con la muñeca llena de pulseras.
Quinn le estrechó la mano.
–Soy Marie DiSanto.
–Quinn Gerard.
La puerta se abrió más y Claire salió, colocándose al lado de la mujer de aspecto exótico.
–¿Podría hablar contigo unos minutos? –le preguntó Quinn a Claire.
–Sí, claro. Bueno, Marie, nos vemos pronto, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, cielo –entonces miró a Quinn–. Bueno, adiós, y encantada de conocerlo.
–Lo mismo digo.
Cuando Quinn se volvió hacia Claire, sintió la mano de la otra mujer en el brazo. Al mirarla, vio que ya no sonreía.
–El pasado le va a dar alcance –dijo ella con la mirada perdida.
Maldición, una adivinadora. Decidió seguirle la corriente.
–Espero que se trate de Andrea Scarpelli. Ella…
Marie lo amonestó con la mirada.
–No bromee, se trata de algo muy serio para usted.
–Escuche…
–Marie –dijo Claire poniendo la mano en el hombro de la otra mujer.
Marie pareció salir de su trance… o lo que fuera.
–Oh, lo siento –murmuró Marie.
Como Quinn no creía que nadie pudiera predecir el futuro, la consideró inofensiva; aunque jamás habría imaginado que una persona de tanto sentido común como Claire creyera en semejantes tonterías.
–Entra –le dijo Claire–. Y puedes entrar con tu perro.
Quinn sonrió. El perro lo siguió.
Quinn se quedó mirando a Claire, que tenía la ropa cubierta de algo parecido al polvo, pero que no era polvo.
–¿He interrumpido algo?
–Marie es la madre de Jenn.
Quinn intentó imaginar a madre e hija juntas, no lo consiguió.
–¿Has tenido noticias de tu hermana?
Claire empezó a caminar en dirección opuesta al cuarto de estar, él la siguió.
–He estado lijando los armarios de la cocina –dijo ella volviendo la cabeza–, así que, si no te importa, prefiero que no vayamos al cuarto de estar. ¿Te apetece beber algo?
«¿Qué pasa, Claire, no quieres contestar a la pregunta?».
–No, gracias.
La cocina era espaciosa y al lado tenía un cuarto para comer con puertas correderas de cristal que daban a un jardín bien diseñado con distintos niveles en madera. Los electrodomésticos de la cocina parecían bastante nuevos, al contrario que el mobiliario. Los armarios de la cocina se veían recién lijados.
Cuando vio un cesto con cojines en el suelo, se dio cuenta de que debía de ser la cama de Rase e instó al perro a que se tumbara con el fin de no tenerlo dando vueltas a su alrededor.
Claire se sacudió el polvo de la ropa y se lavó las manos. Era evidente que la había tomado por sorpresa.
–La madre de Jennifer es una… ¿cómo se llama?
–Tiene «poderes» –concluyó Claire con una sonrisa.
–¿De verdad?
–Es masajista, y muy buena. En cuanto a lo de los poderes, no sé. ¿Qué pasa, hay algo en tu pasado que no quieres que te dé alcance?
–¿No le pasa eso a todo el mundo respecto a algunos aspectos del pasado?
Claire frunció el ceño.
–No –respondió ella por fon–. A mí no me pasa. Dime, ¿a qué has venido?
«Necesito verte».
–He seguido en contacto con los de la oficina del fiscal. He pensado que querrías saber que tu hermana no ha utilizado sus tarjetas de crédito en toda la semana; algo que, según debes saber, es muy raro. Tu hermana saca dinero con la tarjeta a diario, le gusta gastar.
–Sobre todo, desde que se solucionó lo de la herencia y cobró su dinero hace dos meses.
–Lo que puede que no sepas es que retiró una respetable cantidad de dinero de su cuenta bancaria el día anterior a marcharse.
–¿El día anterior?
Quinn asintió.
Claire sacó un refresco del refrigerador, la mano le tembló ligeramente.
–Así que lo tenía todo planeado –dijo Claire–. No se marchó porque yo se lo pidiera, pensaba hacerlo.
–Eso parece.
Claire apoyó un codo en el mostrador de la cocina.
–¿De qué cantidad de dinero estamos hablando?
–No puedo darte la cifra concreta, pero sí puedo decirte que lo suficiente para vivir a todo lujo durante una temporada –Quinn se sentó en el taburete que ella le indicó con un gesto–. ¿Has tenido noticias de tu hermana?
Claire bebió un sorbo de refresco.
–No soy tu enemigo –dijo él–. Ya te lo dije el otro día, lo que me digas quedará entre tú y yo.
Claire se sentó a su lado y se disculpó en tono muy bajo cuando, accidentalmente, le rozó el brazo con el suyo. El contacto hizo estragos en sus hormonas.
–Jennifer ha llamado hoy a su madre –dijo Claire–, pero no ha dicho dónde está. Excepto…
Quin esperó. Se le daba bien esperar.
–Bueno, me ha dicho algo que… una especie de pista.
–¿Qué? –preguntó Quinn.
–Me ha dicho que, por fin, está viviendo la vida que siempre ha querido vivir.
–¿Sabes lo que significa eso?
Claire lo miró directamente a los ojos.
–Jennifer siempre ha tenido la obsesión de que, algún día, iba a casarse con un príncipe.
Quinn arqueó las cejas.
Claire sonrió.
–Sí, ya lo sé, aires de grandeza. Pero lo creía de verdad. Soñaba con ir a algún lugar de Europa donde va la nobleza, allí conocería a un príncipe y éste…
Una expresión de horror cruzó los rasgos de Claire al darse cuenta de todo lo que había dicho.
–No te preocupes, no se lo diré al fiscal –le aseguró él–. Aunque sabes perfectamente que es en interés de tu hermana que vuelva al país. No sé si ha escapado o si no, pero es lo que parece. Aunque no tenga el dinero que Beecham robó, lo parece; sobre todo, si se ha marchado a Europa.
La experiencia le había enseñado que, en general, la gente que parecía culpable de algo lo era.
Además, había visto que otra persona estaba siguiendo a Jennifer.
–¿No se han puesto en contacto con las líneas aéreas para ver si ha tomado un vuelo a alguna parte? –preguntó Claire.
–Es posible. Pero si ha cambiado de nombre…
–¿Por qué iba a hacer eso? –Claire se quitó el pasador de pelo y una cortina de cabello le cubrió el perfil.
Quinn deseó acariciarle el pelo, comprobar si era tan sedoso como parecía.
–Sólo tu hermana puede contestar a esa pregunta.