Un mundo perseguido - Juan Vicente Aliaga - E-Book

Un mundo perseguido E-Book

Juan Vicente Aliaga

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"La historia del siglo xx muestra que hasta prácticamente los años sesenta, cuando emerge la contestación gay, lésbica y trans en las calles, la representación de la diversidad sexual se mueve en líneas generales en el ámbito privado, en la ocultación, en la vergüenza. No obstante, diversas manifestaciones artísticas lograron abrirse paso, en determinados círculos y sin llegar al gran público, para que los artistas pudiesen expresar su identidad sexual con la discreción obligada por la moralidad imperante. Es el caso de Duncan Grant, Romaine Brooks o Claude Cahun en la primera mitad del siglo pasado.El pudor se rompió a lo largo de los años setenta con el surgimiento de colectivos homosexuales que irrumpen en la vía pública tanto en Nueva York como en París, Santiago de Chile o Barcelona. Paralelamente, algunos artistas como Robert Mapplethorpe, censurado por los sectores más conservadores y ultrarreligiosos, mostraba en sus imágenes una sexualidad inconcebible para la sociedad mojigata.Los años ochenta y noventa afianzaron el retorno de las políticas sexófobas al convertir el sida en una condena moral. En esos tiempos tan duros emerge la denominada teoría queer y una pléyade de artistas inconformistas ponen de manifiesto sus deseos heterodoxos, sus formas de vida alternativas a la familia nuclear. El binomio de género (hombre/mujer; masculino/femenino) es puesto en tela de juicio, como puede verse en el espacio abierto del arte, donde las transgresiones adquieren fuerza y visibilidad.Un mundo perseguido ofrece un completo panorama de la diversidad sexual en las manifestaciones artísticas del siglo xx, en el que el título alude tanto al deseo de conseguir una vida en la que prime la libertad y el respeto a la diferencia como la realidad de que la diversidad sexual ha sido –y sigue siendo– amordazada, patologizada y condenada por las leyes y las normas sociales."

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AKAL

ARTE CONTEMPORÁNEO 44

DIRECTORA

Anna Maria Guasch

Maqueta de portada: Sergio Ramírez

Diseño interior y cubierta: RAG

Motivo de portada: Paz Errázuriz, Evelyn, La Palmera, Santiago, de la serie La manzana de Adán, 1983.

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original..

© Juan Vicente Aliaga, 2023

© Ediciones Akal, S.A., 2023

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5486-3

Juan Vicente Aliaga

Un mundo perseguido

Del silencio a la eclosión de la diversidad sexual y de género en el arte del siglo xx

La historia del siglo xx muestra que hasta prácticamente los años sesenta, cuando emerge la contestación gay, lésbica y trans en las calles, la representación de la diversidad sexual se mueve en líneas generales en el ámbito privado, en la ocultación, en la vergüenza. No obstante, diversas manifestaciones artísticas lograron abrirse paso, en determinados círculos y sin llegar al gran público, para que los artistas pudiesen expresar su identidad sexual con la discreción obligada por la moralidad imperante. Es el caso de Duncan Grant, Romaine Brooks o Claude Cahun en la primera mitad del siglo pasado.

El pudor se rompió a lo largo de los años setenta con el surgimiento de colectivos homosexuales que irrumpen en la vía pública tanto en Nueva York como en París, Santiago de Chile o Barcelona. Paralelamente, algunos artistas como Robert Mapplethorpe, censurado por los sectores más conservadores y ultrarreligiosos, mostraba en sus imágenes una sexualidad inconcebible para la sociedad mojigata.

Los años ochenta y noventa afianzaron el retorno de las políticas sexófobas al convertir el sida en una condena moral. En esos tiempos tan duros emerge la denominada teoría queer y una pléyade de artistas inconformistas ponen de manifiesto sus deseos heterodoxos, sus formas de vida alternativas a la familia nuclear. El binomio de género (hombre/mujer; masculino/femenino) es puesto en tela de juicio, como puede verse en el espacio abierto del arte, donde las transgresiones adquieren fuerza y visibilidad.

Un mundo perseguido ofrece un completo panorama de la diversidad sexual en las manifestaciones artísticas del siglo xx, en el que el título alude tanto al deseo de conseguir una vida en la que prime la libertad y el respeto a la diferencia como la realidad de que la diversidad sexual ha sido –y sigue siendo– amordazada, patologizada y condenada por las leyes y las normas sociales.

Juan Vicente Aliaga es profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universitat Politècnica de València. Autor de Bajo vien­tre. Representaciones de la sexualidad en la cultura y el arte contemporáneos (1997) y de Arte y cuestiones de género (2004), así como coautor de Identidad y diferencia. Sobre la cultura gay en España (1997), ha comisariado exposiciones dedicadas a la obra de Pierre Molinier (1999), Claude Cahun (2001 y 2011), Pepe Espaliú (2003), Hannah Höch, (2004), VALIE EXPORT (2004), Akram Zaatari (2011), Paz Errázuriz (2015), Lea Lublin (2018) o Ilse Bing (2022). También ha organizado la exposición «La batalla de los géneros» (2007), sobre los años setenta y el feminismo, y «En todas partes. Políticas de la diversidad sexual en el arte» (2009). Ha colaborado en la concepción de la publicación Micropolíticas. Arte y cotidianidad. 2001-1968 (2003). En Akal ha publicado Orden fálico (2007).

A mi madre, siempre.

Agradecimientos

Este libro no habría visto la luz sin el apoyo de Anna Maria Guasch, a quien doy las gracias.

A lo largo de los últimos años he mantenido numerosas conversaciones y apasionados debates que giraban en torno a los temas tratados en este ensayo. Recuerdo el tiempo pasado con María Laura Rosa, en Buenos Aires y en otros lugares, dándole vueltas a cuestiones feministas y al impacto de la disidencia sexual en el campo artístico, especialmente en América Latina. También el intercambio de textos sobre cuestiones queer habido con la profesora Amelia Jones, tanto en Estados Unidos como en Brasil y en Francia.

Por último, no quisiera dejar de subrayar el aprendizaje que han supuesto los sagaces comentarios de Jesús Martínez Oliva, las doctas opiniones de Patricia Mayayo, y la perspicacia e ingenio de Jose Miguel G. Cortés, aquí y allá.

Prólogo

No hay territorio ni cultura ni etnia ni clase social que hayan sido ajenos a la diversidad sexual y de género. Sean cualesquiera los nombres utilizados para men­cionarlas o incluso las deliberadas tentativas de suprimirlas, la historia de la humanidad ofrece numerosos datos y representaciones que dibujan la existencia de una pluralidad de formas de vida. Antes de iniciar el recorrido analítico por las mismas, en su dimension (y traducción) cultural y artística importa, y mucho, acotar el marco en el que se inscribe este estudio cuyo título –Un mundo perseguido– cuando menos contiene un par de sentidos que pueden resultar si no contradictorios, sí al menos paradójicos. Empezaré ahondando en la semántica del verbo perseguir. Un término que equivale a tratar de alcanzar o conseguir alguna cosa, y que, en el caso de las ideas que se desprenden de muchas de las obras de arte diseccionadas, alude al ansia de libertad individual y también colectiva, al deseo de vivir sin control social y sin juicio moral una sexualidad considerada reprobable. Lograr, por tanto, que dicha sexualidad y las expresiones de género, en sus proteicas y diferentes cristalizaciones, sean respetadas y plenamente vivibles –insisto, no toleradas[1], sino respetadas y aceptadas– es un objetivo al que aspirar. A pocos se les escapa que entre las acepciones de perseguir se encuentra también la que define esa acción como seguir, buscar a alguien, incluso con el ánimo de proceder judicialmente o por otras vías por haber cometido supuestamente algún delito o falta. Este acepción ha sido moneda corriente en muchos lugares en el pasado, aunque en los albores del tercer decenio del siglo xxi, cuando se escribe este ensayo, todavía lo es en aquellos territorios donde rige la pena de muerte (en seis países es efectiva y en cinco, posible) o se aplican condenas de hasta ocho años de cárcel (en treintiún países)[2]. En el verbo perseguir se encierran otros significados, a saber, vejar, acosar, acorralar, que, aunque en su aplicación práctica no parezcan acciones que conlleven la muerte inmediata ni constituyan per se una ley punitiva, sí hacen de la vida de quien las padece un auténtico calvario. Para muestra un botón de la existencia de otras formas de agresión en que se hace patente la persecución al disidente sexual o de género, por ejemplo la aplicación de las terapias de conversión que están lejos de haber sido erradicadas en algunos países como plantea la película guatemalteca Temblores[3] (2019), dirigida por Jayro Bustamante (1977). Todos esos modos de violentar al individuo que desoye o desobedece las normas dominantes están amparados por el régimen de la heteronormatividad. Este término quedó acuñado en un texto de Michael Warner (1958) en 1991, Fear of a Queer Planet[4]. El autor expone dos elementos clave de la sociedad heteronormativa: su omnipresencia o ubicuidad y su invisibilidad. Ambos conceptos pudieran parecer contradictorios entre sí, pero en verdad no lo son: es tal el poder omnímodo de la sociedad que excluye o minusvalora las realidades no heterosexuales que ni siquiera precisa de hacerse visible y de autodenominarse como heterosexual. Warner apunta, además, aunque no profundice en ello, al miedo que tendría el orbe heterosexista ante la posibilidad de que surgiera un planeta queer que fuera deseable, tal vez porque albergaría unas maneras de vida más flexibles en materia de comportamientos de género y de sexualidad. En el mismo texto, Warner llama la atención sobre una cita de Eve Kosofsky Sedgwick (1950-2009) en el que la autora de Between Men propone que:

La comprensión de casi todos los aspectos de la cultura occidental moderna no sólo es incompleta, sino que está perjudicada en lo esencial en la medida en que no incorpora un análisis crítico de la definición moderna de la homo/heterosexualidad[5].

Con ello parece afirmarse que el núcleo principal de la cultura reside en los discursos en torno a la diferencia social que dimanan de la sexualidad tanto en aquella que se considera normal –la heterosexual– como en la otra –la homosexual–. Examinar ambos conceptos resulta capital para discernir cómo se han constituido los distintos estamentos sociales hegemónicos, y también los desplazados fuera del orden moral, en sus mismos fundamentos en el periodo clave de la modernidad. Un marco temporal este que, en lo que concierne al origen de ambos términos, se refiere específicamente al último tercio del siglo xix cuando el escritor Karl-Maria Kertbeny (1824-1882) acuña ambos vocablos. A la definición proporcionada por Kosofsky Sedgwick se debe añadir, además de por su interés y especificidad social, aquellas culturas que no se incluyen en la órbita occidental y que, debido al largo proceso de colonización y aculturación, han quedado claramente impregnadas de occidentalismo tanto en el aparato legal como en las prácticas comunes. Dicho esto, y más allá del impacto eurocéntrico, no debe pasarse por alto la idiosincrasia, la singularidad y la contribución a la representación de la sexualidad de las formaciones culturales de países tan diversos y tan distantes, por citar simplemente algunos de ellos, como China, India, Nigeria o Siria.

Si volvemos al concepto manejado por Warner de la heteronormatividad y a sus dos características definitorias, la omnipresencia y la invisibilidad, vemos que de la primera se deduce el enorme poder social y simbólico de la heterosexualidad, que las relaciones sexuales entre hombres y mujeres constituyen el principio rector de la sociedad y su dominio en todos los campos del saber y del conocimiento. No hay espacio o esfera social pública o privada que no esté regida por la heterosexualidad. De la segunda característica se infiere que, dadas las dimensiones multiabarcadoras y totalizantes de la heterosexualidad, esta ni siquiera tiene la necesidad de autodefinirse como tal –permítaseme la prosopopeya–; no hace falta por consiguiente nombrarla ni requiere de explicación pues su hegemonía es abrumadora. Como demostración de lo aseverado, piénsese que cualquier búsqueda en internet sobre la heterosexualidad nos conduce inexorablemente a artículos de páginas web de temática gay, queer o feminista. Y esto es debido al hecho de que la heterosexualidad como sistema o régimen de dominio ha sido objeto de análisis y disección primordial de los estudios gays, lésbicos, feministas, trans y queer. No existen prácticamente los estudios heterosexuales. El sexo hetero es el sexo per se, no precisa del adjetivo hetero. Lo mismo se puede afirmar de la sexualidad o del amor, son sustantivos que no es necesario calificar, pues se sobreentiende que son aplicables a las relaciones entre hombres y mujeres, de ahí su engañosa invisibilidad que en el fondo no deja de abundar en su poder absoluto de diseminación e influencia. En definitiva, la implantación histórica de las normas y costumbres heterosexuales (el cortejo, el noviazgo, el matrimonio, la descendencia, la reproducción de roles diferenciados adscritos a la masculinidad y a la feminidad) en todos los órdenes y etapas de la vida no es sino un bucle sempiterno del modelo de pareja formada por varón y hembra que no requiere ser discutida, simplemente es.

En el ámbito de las manifestaciones culturales de cualquier tipo, la heterosexualidad, se defina de ese modo o como simple normalidad, se comporta como una institución abarcadora, integral, que se desparrama no solamente en las leyes y en las normas religiosas, sino que está omnipresente en espacios gobernados por los principios de la representación, de la imaginación y de la fantasía, y en los que la seducción –sobre todo desde el estallido de la sociedad capitalista de consumo– sustituye a la represión y a los interdictos, desempeñando de ese modo un papel preponderante y efectivo. Véase, por ejemplo, el campo de la música que se suele asociar con el júbilo y la alegría. Pongo algunos ejemplos de hegemonía musical alusiva al amor o al deseo entre hombres y mujeres en distintos estilos mu­sicales y contextos geográficos: los temas de los Beatles, las baladas apasionadas de Mina (1940), la bossa nova de João Gilberto (1931-2019) o Tom Jobim (1927-1994), el reggaeton de Maluma (1994)… La escena musical es particularmente relevante en su función propagadora del paradigma heterosexual entre los distintos tipos de población y edad (infancia, adolescencia, adultez…). Esas normas se diseminan no solamente en la letra de las canciones, sino también en la puesta en escena –acompañada de vídeos o no– y en la propia actuación corporal (gestos, movimientos…) de los solistas o miembros de una banda. La repercusión de dichos preceptos constructores de una única forma de deseo y de amor (chico busca y consigue a chica o lamenta su pérdida), sean cuales sean los matices: pareja cerrada, amor libre, tríos, fidelidad, infidelidad…, está además asentada en el binarismo de género y su influencia penetra en los gustos de la gente. Obviamente no me refiero a la totalidad poblacional –otras preferencias sexuales existen aun habiendo sido invisibles durante décadas–, pero sí a cotas si no totalmente hegemónicas, sí ampliamente mayoritarias.

El cine es otra gran factoría de tecnologías de género y heteronormatividad como supo ver la teórica italiana Teresa de Lauretis (1938)[6]. Si se indaga en las producciones de Hollywood generadoras del mito del amor romántico, la casuística es ingente. Citaré sólo unos ejemplos: Holiday (1938), Casablanca (1942), Roman Holiday (1953), Love Story (1970), Dirty Dancing (1987), Pretty Woman (1990), Titanic (1997). En otros horizontes culturales como el de India es esencial, por su enorme irradiación social, hablar de Bollywood y su maquinaria heterosexista. Enumero algunas películas de gran éxito: Mughal-E-Azam (1960), Maine Pyar Kiya (1989) o la más reciente Devdas (2002; recreación de una película anterior de 1955), con su historia de amor prohibido entre un hombre y una mujer por diferencias de clase….

En lo que concierne a la literatura (sin necesidad de acudir a los clásicos decimonónicos de Jane Austen [1775-1817]), el siglo xx también ha deparado gran cosecha de títulos que van en la línea citada ayudando a construirla: El amante de Lady Cha­tterley de D. H. Lawrence (1885-1930), El gran Gatsby de Scott Fitzgerald (1896-1940), Rebeca de Daphne du Maurier (1907-1989), El amor en tiempos de cólera de Gabriel García Marquéz (1927-2004), El paciente inglés de Michael Ondaatje (1943)… El cómic (Superman, Spiderman, El capitán America, entre muchos otros ejemplos), de gran tirón popular, también se sustenta en los patrones de relaciones entre personas de distinto sexo[7]. Huelga decir que el canon heterosexista estaba ya fijado en centurias anteriores en las artes consideradas mayores como la pintura (Botticelli [1445-1510], Rafael [1483-1520], Tiziano [1488-1576], Rubens [1577-1640], Watteau [1684-1721]…) cuando el término heterosexual ni siquiera existía, pero sí los vínculos matrimoniales. Dicho canon abundaba en temas, por ejemplo, como el de los desposorios espirituales o civiles entre varones y féminas. El mismo conjunto de preceptos, sin necesidad de pasar forzosamente por el altar, se reproduce en el arte en el siglo xx (véase la obra de Pablo Picasso (1881-1973) que entroniza el modelo amoroso/sexual de varón y mujer exaltándolo en muchas de sus obras). A modo de muestra evoco la extensa serie El pintor y la modelo. En el mismo siglo, y en clave vanguardista, conviene mencionar al movimiento surrealista, de gran repercusión cultural, que hizo del amour fou en clave hetero su razón de ser. Obviamente el resto de disciplinas y expresiones culturales (teatro, videojuegos, animación…) no escapa tampoco al orden heterocentrado.

Llegados a este punto es importante subrayar que las actividades culturales hegemónicas, sean estas plasmaciones visuales o de otro tipo, y sea cual sea su grado de inventiva, no hacen sino reforzar o cuando menos acentuar el orden heteropatriarcal. Indudablemente la imaginación, en su capacidad de crear nuevas imágenes y proyectos, se ve nutrida por el contexto social existente, aunque no se pueda hablar en líneas generales de un mero traslado, consecuencia o producto del entramado de ideas y valores dominantes. El individuo, en mayor o menor medida, es poroso a los prejuicios y estereotipos aprendidos en la dinámica socializadora.

Dicho esto, la historia de las imágenes, en distintas geografías culturales, no es unívoca ni uniforme. La existencia de cánones, códigos y modelos de representación de obligado cumplimiento, sobre todo en épocas anteriores al siglo xx, no ha impedido que brotaran grietas o disensos que, de algún modo, hipotecan el discurso único. Este hecho excepcional apunta al deseo individual y a veces colectivo de no acatar o someterse a las imposiciones de orden moral. ¿Y cómo afloran estas excepciones? Por supuesto es importante mantener el ojo despierto para saber verlas y descifrarlas sin dejar que la cerrazón y el dogma impidan que las sendas indirectas o vicarias puedan fluir. Por ello es conveniente entrenar la mirada. Ese aprendizaje posibilita que la reunión de jóvenes conocido como Los músicos (ca. 1595), de Caravaggio (1571-1610), sea algo más que una cuadrilla de intérpretes en una época en que la Iglesia había impulsado un renacer de los conciertos. Se sabe que uno de los muchachos representa a Mario Minniti (1570-1640), compañero de andanzas del pintor y modelo de cuadros tan sensuales como Joven con un cesto de frutas (1594). La sexualización de cuerpos adolescentes es una constante del primer Caravaggio como puede observarse en su juvenil composición de San Juan Bautista (1602), en la que el primo de Cristo aparece desnudo y acompañado de un cordero. El modelo fue su sirviente y aprendiz, Cecco.

En 1864, el pintor Simeon Solomon (1840-1905) aprovechó la convención social que permitía las formas de afecto y amistad aceptadas entre mujeres (abrazos, caricias superficiales, castos besos) para proponer una lectura que hoy llamaríamos lésbica. Quedó plasmada en Sappho and Erinna at the Garden in Mytilene (Fig. 3). En ella, en un paraje idílico, la poeta abraza a una joven griega a la vez que parece acercar sus labios a los de la muchacha. El beso, sin embargo, no se produce del todo, no está representado con rotundidad. No sabemos si se habría posado sobre los pómulos o si realmente habría llegado a atravesar la jugosa boca.

El tema de las amigas, como se verá en otro capítulo, será a menudo el perfecto escudo protector con el que disimular las relaciones entre lesbianas. Ahora bien, que una mujer abrazara y besara a otra (en la mejilla, por ejemplo) entraba dentro de lo permitido, pues según las convenciones las mujeres vehiculan sus emociones mediante la ternura; no se trataba de una infracción al sentido del decoro.

Estos dos casos occidentales, a los que se pueden añadir muchos otros cristalizados con mayor o menor disimulo o sutileza en sociedades religiosas como era la Roma –baluarte de la Contrarreforma– de finales del siglo xvi en lo que afecta a Caravaggio, o la victoriana en lo relativo a Simeon Solomon, están inscritos en dos momentos distintos de la larga historia de la modernidad –el humanismo renacentista y el auge de la industrialización–. La heterodoxia en el ámbito de las conductas parece trascender contextos históricos diferentes.

Llegados a este punto es relevante no caer en la tentación de pensar que la homosexualidad, el lesbianismo o las vidas intersexuadas –denominadas antaño hermafroditas– son un producto exclusivo del orbe occidental y de la temporalidad moderna, es decir, una invención europea relativamente reciente. Por ello dedicaré las siguientes páginas a tratar de desmontar esa doble falacia: la diversidad sexual es un asunto que se origina en la modernidad y, además, es una creación de la cultura y el pensamiento del Viejo Continente. En ese sentido conviene resaltar que si bien los términos homosexual y heterosexual se acuñan en el contexto europeo a partir de 1869, esta categoría no recoge ni resume todas las expresiones del deseo sexual heterodoxo. Los homosexuales, parafraseando a Foucault[8], no existen con una identidad propia antes del siglo xix, pero los actos, las prácticas, los placeres, los afectos y los sentimientos entre personas del mismo sexo sí han existido aunque no se verbalizaran o plasmaran del mismo modo en que se hace en la actualidad o en los años sesenta y setenta después de la revuelta de Stonewall. Veamos algunos de esos ejemplos. Uno de los de de mayor resonancia y sobre los que hay copiosa literatura escrita es el de las relaciones pedagógicas, morales y corporales entre hombres de distinta edad en la Grecia Antigua. A la vista de las numerosas evidencias debe resultar difícil incluso para los más recalcitrantes homófobos negar que en el Museo Arqueológico de Atenas o en el British Museum de Londres se encuentran ánforas de figuras negras sobre fondo rojo (o al revés) que exhiben el contacto sexual entre los barbados erastas y los jóvenes erómenos a los que se refiere K. J. Dover (1920-2010)[9]. Además de la asentada cultura pederástica[10] fraguada entre un hombre adulto y un joven, de la que hay palmarias informaciones y datos contrastados en la cultura griega antigua, existe una amplia casuística de representaciones de la sexualidad disidente. Afloran tanto en la mitología, verbigracia, en las menciones al rapto de Ganímedes por parte del dios supremo, Zeus, como en la literatura homérica, tal es el caso de la historia de Patroclo y Aquiles que ocupa un papel relevante en la Ilíada de Homero (siglo viii antes de nuestra era), también en las comedias de Aristófanes (444-385 a. n. e.), por no citar El banquete de Platón (427-347 a. n. e.)[11] que evoca las relaciones entre Sócrates (470-399 a. n. e.) y Alcibíades (450-404 a. n. e.) cuya huella atravesó las centurias, todos estos casos en la esfera masculina. En la femenina, sin duda, sobresalen los poemas, aun fragmentarios, que se han conservado de Safo de Lesbos (650-580 a. n. e.) donde se perfila un terreno amoroso y sexual entre mujeres. Estas son algunas muestras en cuerpos denominados en la actualidad cisgénero o adscritos y conformes al binarismo de género pero también se hallan manifestaciones visuales y escritas de hermafroditas como la figura sedente en el cuello de una vasija del Badisches Landesmuseum de Karlsruhe[12]. A lo largo de la historia ha habido numerosos intentos por desacreditar o incluso ocultar[13] el significado homoerótico de los ejemplos mencionados, aunque las evidencias son patentes (sobre todo en lo que se refiere al arte). Grecia ofrece, no cabe duda, un tesoro de ejemplos ajenos a la sexualidad hegemónica, aunque, como anuncié ut supra, no es la única cultura que los ha producido. Y es importante subrayarlo pues este ensayo, centrado en el siglo xx, trata de incorporar una perspectiva con la que se exploren manifestaciones artísticas que vayan más allá de las fronteras europeas y estadounidenses.

Así, vemos cómo en las tierras de lo que hoy llamanos Oriente Medio, en el 2500 a. n. e., se escribió la epopeya sumeria el Poema de Gilgamesh, en la que se narran las aventuras de un rey despótico de lujuria desbordada al que los dioses hacen que se enfrente a una criatura salvaje creada por ellos, el joven y vigoroso Enkidu. Tras haberse peleado en un combate, los dos hombres, fascinados uno por el otro, inician una historia de amistad. Una diosa, Ishtar, propone a Gilgamesh que se case con ella, pero este la rechaza. A modo de venganza, los dioses deciden acabar con la vida de Enkidu. La desolación de Gilgamesh, que vela el cuerpo sin vida de Enkidu como a una novia, contiene claras implicaciones amorosas[14]. No demasiado lejos de Mesopotamia, en el desierto egipcio, se han encontrado pinturas que delatan la cercanía y el roce entre dos funcionarios, Nianjjnum y Jnumhotep, servidores del faraón Niuserre de la V Dinastía (ca. 2494-2345 a. n. e.) que fueron enterrados juntos en la misma mastaba[15], en Saqqara. Ambos estaban encargados de la manicura real –se les ha apodado con imprecisión reduccionista como peluqueros– lo que suponía, por las características de su oficio, el contacto próximo con el cuerpo sagrado del faraón. Algunas pinturas conservadas les retratan abrazándose, besándose y tocándose la nariz, lo que se ha interpretado como un ósculo. En el antiguo Egipto se han encontrado ostracones (fragmentos de cerámica en forma de concha) que datan del periodo ramésida en los que se ven escenas tanto homo como heterosexuales. Asimismo, es conocido el papiro de El demandante de Menfis que narra la historia de un rey llamado Neferkara (2278-2184 a. n. e.) que acudía por la noche a visitar a uno de sus generales, Sasenet (siglo xxiii a. n. e.), con quien presumiblemente mantenía relaciones concupiscentes[16].

En materia sexual del mundo antiguo también es relevante el famoso papiro hallado en Deir el-Madina, aunque en este caso toda la actividad sexual se produce entre individuos de distinto género, con una profusión exacerbada de penes. Destaca en esta obra pintada alrededor del 1500 a. n. e. la escena que muestra a un mismo hombre con varias cortesanas. La finalidad de este papiro se desconoce.

En este recorrido à rebours de las representaciones predominantes, sin afán exhaustivo, expongo a continuación unos ejemplos procedentes de Abya Yala, término indígena que equivaldría a América en su traducción occidental, con los que se pretende poner en evidencia la existencia de formas de sexualidad diversa en relación con las normas al uso. Todas estas manifestaciones del deseo y del afecto y amor han quedado plasmadas en el campo de la representación artística o literaria. En algunas la vinculación con hechos reales es mayor, en otras estaríamos en el terreno de la ficción que no deja de ser a la postre sino una emanación de la subjetividad humana. En ese sentido se puede afirmar que la realidad también es en parte producida por la imaginación. En lo que se refiere al llamado pecado nefando –así se denominaba principalmente a la sodomía[17]–, los relatos de Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), cronista oficial de Indias, son particularmente elocuentes además de pioneros. Otros cronistas continuaron su labor adoctrinadora, Francisco López de Gómara (1511-1559), Pedro Cieza de León (1520-1554), José de Acosta (1540-1600) o Reginaldo de Lizárraga (1545-1615), verdaderos azotes del vicio sodomítico, una práctica llevada a cabo entre hombres, pero también entre hombres y mujeres. Los relatos citados están netamente marcados por un fuerte puritanismo y una intransigencia religiosa, factor que hay que tener en cuenta. Por ello es importante buscar en las propias representaciones autóctonas las vías utilizadas para retratar la sexualidad. Un ejemplo interesante lo ofrece la cultura maya (siglo vi a. n. e.) en las cuevas de Naj Tunich [La casa de piedra], en el Petén, Guatemala. En sus paredes se observa el acto sexual (con penes erectos) de dos hombres abrazados. La cultura moche o mochica (siglos ii y v de nuestra era) es también rica en representaciones de la sexualidad de la que abominaban los conquistadores españoles, en particular en los huacos (cerámicas), alguno de los cuales, con marcado realismo, exhiben felaciones y penetraciones anales entre hombres y cuerpos andróginos e intersexuados[18].

En otro territorio y en otra época destaca el Códice Vindobonense, datado entre 1225 y 1245 y realizado en París, que muestra en un medallón dos parejas del mismo sexo entregándose a besos y caricias. Se trata de unas obras miniadas incluidas en una Biblia moralizada, es decir, un libro cuyo objetivo era adoctrinar a los lectores sobre la existencia del mal. Por ello las parejas nombradas están rodeadas de demonios de piel oscura. La intención es clara, aunque no deja de ser a la vez un reconocimiento de que existen otras formas de amar aunque sean reprobadas y condenadas al infierno. Cambiando de contexto y de época, el siglo xviii otomano, asombran dos miniaturas que exponen sin ambages actos sexuales entre hombres. En una de ellas, realizada por Abdullah Bukhari (siglo xviii), un hombre con bigote abraza a su amante. Ambos van vestidos lo que no impide ver la prominente erección del más joven. En la segunda miniatura, del mismo artista, dos hombres practican sexo anal sobre un colchón rojo. Si la miniatura del Medievo francés es cauta, por la finalidad admonitoria, la otomana en cambio no parece albergar dudas sobre los actos per se y carece de un carácter punitivo. Evidentemente estamos en siglos distintos y en geografías diferentes pero ¿acaso podría deducirse que el cristianismo europeo era más severo que el islam en cuestiones de moral contra natura? Probablemente así fue a lo largo de mucho tiempo, pero sería un craso error magnificar las actitudes sociales hacia la homosexualidad en culturas musulmanas, aunque en ellas surgieran los poemas homoeróticos de Abu Nuwas (siglo viii) y en Las mil y una noches proliferen abundantes alusiones al amor homosexual. De nuevo para determinar el calado de estas manifestaciones se ha de prestar atención al contexto específico, temporal y a las normas habidas en cada momento.

Los ejemplos proporcionados hasta aquí, procedentes de distintos periodos de la historia y correspondientes a diferentes civilizaciones, permiten deducir la existencia de sexualidades que no siguen las reglas del sexo reproductivo y que tuvieron visibilidad en su tiempo. También se puede inferir de dicha casuística que gran parte de las representaciones artísticas y literarias conocidas se refieren a varones y que el deseo experimentado entre mujeres o entre individuos que no se avienen con el binarismo de género –verbigracia la estatuaria que muestra cuerpos intersexuados (entre otros, la copia romana del Hermafrodita durmiente del Louvre del siglo ii a. n. e.)–, si bien sí ha sido merecedor del interés del arte, no cuenta con el mismo número de narraciones visuales. De ello se colige la supremacía de los valores patriarcales asentados en la glorificación de la masculinidad.

La puesta en marcha y posterior consolidación del binomio heterosexual/homosexual como condensación de la sexualidad humana se abre paso en los discursos científicos, médicos, legales, policiales desde el último tercio del siglo xix. Paralelamente en la órbita occidental están vigentes un conjunto de prohibiciones e interdictos que se traducen en severos castigos plasmados en diferentes Códigos Penales. Esta legislación se aplica tanto en Europa –aunque no en todos lados– como en los territorios colonizados que los heredan, verbigracia en India –la sección 377–. No sería hasta 2018 cuando el Tribunal Superior de Justicia de ese país declarara que las prácticas sexuales entre adultos consintientes del mismo sexo eran plenamente constitucionales.

A lo largo del siglo xx, la sociedad matrimonialista reproductora asume la heterosexualidad como régimen símbólico y político trabando las normas de género a la dualidad hombre/mujer. Esto llevará a Adrienne Rich (1929-2012) a hablar de compulsory heterosexuality (heterosexualidad obligatoria) y a Monique Wittig (1935-2003) a analizar el pensamiento straight (heterosexual). La primera expuso que la heterosexualidad era asumida como algo natural que afectaba a todo el mundo y que incluso estaba generalizada en los ámbitos feministas, que estaban claramente influidos por las reglas heteronormativas. Rich cuestiona dicha perspectiva dominante y pone énfasis en la existencia lesbiana en la cultura y en la historia. Wittig[19] iría más lejos al negar que las lesbianas sean mujeres pues esta categoría social, a su ver, es exclusivamente heterosexual y en nada concierne a las lesbianas que viven ajenas a las demandas de los hombres. Si hablamos de heterosexualidad como institución conviene entonces descartar el presupuesto de que el individuo puede elegir a su antojo qué tipo de sexualidad prefiere, libre de condicionantes. En términos históricos la homosexualidad no ha sido percibida como una opción, puesto que era una obligación ser heterosexual o, al menos, fingir que se era tal. Una institucion no es por consiguiente un simple comportamiento ni una reacción individual. No depende de la voluntad de cada uno. En definitiva, estamos ante la imposición de un orden social y simbólico que hace de la pareja heterosexual y de la familia que de ella dimana la única vara de medir. Y este esquema se reproduce y se repite constantemente en todas las esferas sociales: en la política, en el trabajo, en el deporte, en el cine, en el teatro, en la literatura, en las series de televisión, en la publicidad, en los medios de comunicación, en el arte... A partir del surgimiento del cuestionamiento feminista no heterocentrado y, sobre todo, del feminismo en su vertiente queer –especialmente en la última década del siglo xx–, la verdad straight empieza a ser puesta en entredicho. Del silencio de muchas décadas pretéritas, en las que no obstante ya había numerosas evidencias de la diversidad humana, se pasó paulatinamente, y gracias a las movilizaciones políticas y a las transformaciones visuales que aporta la cultura artística, a una eclosión de la disidencia sexual y de género.

[1] El concepto de tolerancia es entendido como una actitud de transigencia hacia personas con puntos de vista o comportamientos distintos a los propios que a menudo implica cierta condescendencia, es decir, la sensación de que a uno/a se le perdone la vida, la existencia, la forma de ser diferente a la mayoría. Por tanto, no equivaldría a un verdadero respeto.

[2] Consúltese al respecto el mapa ILGA Sexual Orientation Laws Map, disponible en [https://ilga.org/maps-sexual-orientation-laws].

[3] Esta película está ambientada en Guatemala, en tiempos recientes. El protagonista, Pablo, es un cristiano evangélico practicante, de 40 años, casado y con hijos. Un día Pablo se enamora de otro hombre y decide abandonar a su acomodada familia. Sus parientes consideran que la fe y la familia son bienes superiores y se disponen a curar a Pablo de su desviada sexualidad.

[4] Michael Warner (ed.), Fear of a Queer Planet. Queer Politics and Social Theory, Minneapolis y Londres, University of Minnesota Press, 1993.

[5]Ibid., p. xv. Véase también Eve Kosofsky Sedgwick, Epistemología del armario, Barcelona, Ediciones de la Tempestad, 1998, p. 11.

[6] Teresa de Lauretis, Technologies of Gender. Essays on Theory, Film and Fiction, Bloomington, Indiana University Press, 1987.

[7] Solamente hace poco se ha hablado de que Jon Kent, el hijo del superhéroe, mantiene una relación amorosa con un compañero de trabajo, Jay Nakamura. En la abundante cosecha del cómic dominante hay algún que otro ejemplo de diversidad sexual como es la versión lesbiana de Batwoman. Tampoco puede pasarse por alto la historia de Batman y Robin, que ha alimentado las fantasías del imaginario gay.

[8] Michel Foucault, Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI de España, 2019.

[9] Kenneth J. Dover, Greek Homosexuality, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1978, pp. 52-54.

[10] Al margen de las relaciones pederásticas, a no confundir con el abuso de menores o la pedofilia, se conocen testimonios que evocan las relaciones sexuales duraderas entre personas del mismo sexo. A ellas alude el médico Sorano de Éfeso. Véase el artículo de K. Laios, M. M. Moschos, E. Koukaki y M.-I. Kontaxaki, «Homosexuality according to ancient greek physicians», Psychiatriki 28 (2017), pp. 60-66.

[11] Platón, El banquete o el amor, Madrid, Aguilar, 1987, pp. 110-117.

[12] Reproducido en el libro de Dover citado antes, y que figura como Rs20, fechada en los siglos v-iv antes de nuestra era, s. p.

[13] En lo relativo al cine, véase el documental The Celluloid Closet[El celuloide oculto] (1995), de Rob Epstein y Jeffrey Friedman.

[14] Véase el siguiente extracto del poema, tablilla VIII, columna II: «Y él, en efecto, ya no podía levantar la cabeza; cuando tocó su corazón, este ya no latía. Entonces cubrió el rostro de su amigo como el de una novia, como un águila se lanzó sobre él, como una leona a la que han privado de sus cachorros, va y viene sin cesar delante y detrás de él […]», en Poema de Gilgamesh, estudio, traducción y notas de Federico Lara Peinado, Madrid, Tecnos, 1988, p. 113. Véase, asimismo, Susan Ackerman, When Heroes Love. The Ambiguities of Eros in the Stories of Gilgamesh and David (Gender, Theory and Religion), Nueva York, Columbia University Press, 2005.

[15] La tumba es también conocida como la de los dos hermanos, aunque no lo eran. Esto parece un claro intento por parte de las autoridades arqueológicas egipcias y de quienes se hacen eco de una visión heteronormativa de enmascarar su posible relación amorosa.

[16] Véase Richard Parkinson, «Homosexual Desire and Middle Kingdom Literature», The Journal of Egyptian Archeology 81 (1995), pp. 57-76.

[17] Fernanda Molina, «Más allá de la sodomía. Notas para el estudio de las (Homo)sexualidades (Pre)modernas en América latina», Sudamérica: Revista de Ciencias Sociales 1 (2012), pp. 199-2139, disponible en [https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/sudamerica/article/view/164]. Cfr. también el trabajo audiovisual del artista colombiano Carlos Motta titulado Nefandus (2013).

[18] Pueden encontrarse representaciones en cerámica de dichas prácticas en diferentes instituciones tales como el Museo Rafael Larco Herrera (Lima), el Museo Enrico Poli (también en Lima) o el Museo Casinelli (en Trujillo). Véase Paul Mathieu, Sex Pots. Eroticism in Ceramics, New Brunswick (NJ), Rutgers University Press, 2003, pp. 35 y 36.

[19] Sobre las aportaciones de Adrienne Rich y Monique Wittig, consúltese Gracia Trujillo, El feminismo queer es para todo el mundo, Madrid, La Catarata, 2022, pp. 52-56.

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La larga estela de la ley. El contexto alemán anterior a la Primera Guerra Mundial

En el territorio que a partir de 1871 devendría Alemania se gestaron las teorías y los fundamentos sobre lo que sería denominada la homosexualidad tanto en hombres como en mujeres. Si bien al principio –último tercio del siglo xix– esta terminología no fue aceptada por todo el mundo, quedaría consolidada desde mediados del siglo siguiente ya de forma indiscutible. Pero en este laboratorio de pensamiento que fue Alemania no había unanimidad, y sí abundante hostilidad. Esta se extendía a través de una amplia red formada tanto por médicos y psiquiatras como por juristas, guardias de a pie y otros defensores de las leyes establecidas. A estos poderosos sectores –la medicina, la judicatura, la policía y otras fuerzas del orden–, se unían los preceptos y normas que emanaban de las distintas congregaciones religiosas. Más allá de la condena social, el principal problema estribaba en la ley de la que se desprendían medidas de carácter penal. En 1794, Prusia ya había puesto en marcha el llamado Allgemeines Landrecht en cuyo párrafo 143 se afirmaba que la fornicación antinatural entre personas del sexo masculino o entre humanos y animales era castigada con una pena de entre seis meses a cuatro años de prisión, a la que se sumaba la pérdida de derechos civiles. Cuando Alemania se unificó se extendió este párrafo prusiano a todo el territorio teutón convirtiéndolo en el párrafo 175 que estaría en vigor hasta 1994[1]. Conviene recordar que antes de la unificación una importante región como Baviera había implantado el código napoleónico que eximía de condena a aquellos individuos que hubieran consentido en practicar sexo sin coacción alguna.

La amenaza carcelaria es por ende el principal peligro que acechaba la vida de los infractores sexuales y por ello estuvo en la diana de dos figuras fundamentales para entender el surgimiento de nuevas mentalidades en relación con la sexualidad acosada. Me refiero tanto el abogado de Hannover Karl Heinrich Ulrichs (1825-1895) que padeció persecución en carne propia como al memorialista austro-húngaro Karl-Maria Benkert (Kertbeny) (1824-1882). Ambos expresaron por escrito sus demandas. Dicho esto, la todavía no definida como homosexualidad –un término de formación híbrida grecolatina, a partir de homos del griego y de sexualis del latín, que hará su aparición pública en 1869[2] en un panfleto anónimo escrito por Kertbeny– no sólo preocupa a juristas y abogados, sino que también aflora en los discursos médicos, aunque en estos lo hace bajo la definición de sodomía y de pederastia. Así, en el contexto alemán y también en el francés emergen algunas reflexiones descriptivas del comportamiento de quienes estaban afectados por prácticas que eran tipificadas como patologías. En el caso de investigadores como Ambroise Tardieu (1818-1879) este estudioso identificó[3] a los pederastas por la forma de embudo del ano (homo pasivo) o del remate puntiagudo del pene (homo activo). Otros analistas se preguntaban por el origen de las anomalías. En 1852 Johann Ludwig Casper (1796-1864) escribió un artículo titulado Über Notzucht und Päderastie und deren Ermittlung Seitens des Gericht­sarztes [Sobre la violación y la pederastia y su investigación por parte del médico forense]. En él Casper estableció una divisoria entre los individuos inclinados a una predisposición adquirida, fruto de un exceso de actos sexuales, y aquellos que tienen características innatas, producto de una condición psicopatológica.

El neurólogo Karl Westphal (1833-1890), por su parte, que había hablado de los individuos que padecían un sentimiento sexual contrario, defendió la tesis de que las llamadas aberraciones sexuales no se daban únicamente en personas con alteraciones psicológicas, también se daban en otros que llevaban una vida sin trastornos. Asimismo, se pronunció acerca de los sujetos activos y pasivos que abundaban en las ciudades. En esos años se llegó incluso a considerar que Ulrichs estaba enfermo y se planteó si su condición sería curable, una pregunta que da a entender el poder clasificatorio de los psiquiatras a los que Ulrichs reprochó que no hubieran tratado a los uranistas –término inventado por él– en su plenitud de facultades, basándose solamente en personas recluidas en sanatorios.

Este tipo de influyentes intervenciones conformaban la verdad científica, y aunque no fueran homogéneas y se produjeran cambios y modificaciones al hilo de las investigaciones empíricas, demuestran el poder abarcador del estamento médico. Este conjunto de discursos construyeron una razón de ser de la sexualidad no ortodoxa que llegaría a alcanzar altas cotas de tipificación con las categorías sexuales establecidas por Richard von Krafft-Ebing (1840-1902) en la publicación Psycopathia Sexualis, en 1886.

Karl Heinrich Ulrichs, que firmaba sus escritos bajo el seudónimo de Numa Numatius, se alzó contra quienes abominaban de las llamadas anomalías por considerarlas adquiridas, fruto del vicio y la depravación. No se trataba de una simple condena moral puesto que ese rechazo conllevaba implicaciones penales. Por ello defendió contra viento y marea, por ejemplo en su conocida alocución en el Encuentro de juristas alemanes en Múnich, en 1867, la abolición de las leyes punitivas. Para Ulrichs, que basó gran parte de sus teorías en el análisis de su propia experiencia vital, ser homosexual o uranista es innato, no un vicio adquirido. La demostración de que la homosexualidad es natural, es decir, una realidad nacida del mismo tejido biológico, habría de conducir forzosamente al mismo trato legal que recibía la heterosexualidad. En sus libros se propuso desvelar el llamado enigma del amor masculino (männlich) y lo haría partiendo del supuesto de lo que él mismo denominaría teoría del tercer sexo, es decir, el supuesto de que hay individuos con alma o psique de mujer encerrados en cuerpos de hombre: anima muliebris virili corpore inclusa. Para ello se estudió a sí mismo (su gusto por el mundo femenino como jugar con muñecas y compartir tiempo con niñas) extrapolando su comportamiento y el de algunos otros uranistas al del común de los homosexuales. Asimismo, para explicar el surgimiento de la atracción sexual tuvo en cuenta la idea del magnetismo animal pasivo. En una carta se refiere a un varón con quien mantuvo correspondencia y que afirmaba haber sentido un chispazo en el cuerpo, lo que podría definirse como electricidad animal, cuando en un parque un soldado le tocó los genitales[4]. Con el tiempo el mismo Ulrich pondría en duda el magnetismo animal. Para el desarrollo de su teoría Ulrichs se apoyaría en la lectura de El banquete de Platon y de Mademoiselle de Maupin de Théophile Gautier (1811-1872). El léxico que inventó dimana de dos vocablos. Se fijó en el de los hombres que desean a otros hombres a los que llamó urning [uranistas] y el de los varones que sienten atracción por las mujeres, los [dioning] [dionistas]. Ambos términos proceden de la diosa del amor en dos vertientes, Afrodita Urania (nacida de un varón, Urano, el cielo) y Afrodita Dione (nacida de una hembra, Dione). Ambas formas que reviste el amor son comentadas en la obra citada de Platón[5]. Con el discurrir de los años Ulrichs se percató de la existencia de otros deseos y, por tanto, de otras variantes que requerían una terminología adaptada, no sólo en el caso de las mujeres atraidas por otras mujeres, sino también, verbigracia, el de hombres que deseaban tanto a otros hombres como a mujeres y así un largo etcétera. Dicho esto, en su teoría del tercer sexo sostuvo que la dirección de la atracción sexual no la imprime el cuerpo, sino la mente, y que en el caso de los uranistas la psique era femenina. En una etapa posterior introdujo algunos matices que le permitieron explicar que el cuerpo también funcionaba como un factor que influía en la orientación sexual[6].

En estas cuestiones clave Ulrichs coincide con los postulados que desarrollaría unas décadas más tarde Magnus Hirschfeld (1868-1935), fundador del Instituto de Ciencia Sexual en 1919 en Berlín. En sus distintas investigaciones, inclusive las relacionadas con la endocrinología, llegó a la conclusión del carácter innato de la homosexualidad[7], al comprender la diferencia de los rasgos masculinos y de los femeninos, lo que no le impidió detectar el componente intermedio del deseo en sus distintos grados. En el mencionado Instituto tuvo contacto con personas a las que definió como travestiten, hoy se emplearía el término de transexual o transgénero, pues se referían a individuos que buscaban una identidad de género distinta a la asignada al principio de sus vidas. Estudió también los llamados órganos ambiguos, es decir, aquellos que, según la medicina de la época, no encajaban con los considerados genitales propios de un macho o una hembra. En ese contexto a partir de 1900 se implantó en Alemania una aplicación más rigorista del Código Penal por la cual las personas con órganos sexuales intermedios, que habían sido definidos al nacer siguiendo el binarismo de género, una vez cumplidos los dieciocho, no podían revertir la asignación de género establecida. Hirschfeld exigió sin éxito el cambio del código[8]. En definitiva tanto Ulrichs como Hirschfeld se apoyan en el carácter innato, natural, de la homosexualidad como argumento válido para hipotecar su criminalización. No era esta la perspectiva adoptada por Kertbeny, quien sostenía palmariamente que el Estado no debe interferir en la vida privada de la gente a condición de que los individuos consientan y sean mayores de catorce años. Kertbeny había mantenido una correspondencia con Ulrichs, quien por lo demás nunca llegó a utilizar el término de homosexual, y era sabedor de que la policía hizo un registro de su casa en Burgdorf en 1867 encontrando una lista de quince uranistas en Berlín. En las cartas de Kertbeny, repletas de tachones y de palabras borradas, hay alusiones a la presencia de la policía y a conocidos que se vieron hostigados. Él mismo se sintió amenazado y decidió quemar sus diarios ante el temor de ser perseguido como lo había sido el propio Ulrichs[9]. Su activismo vino motivado por el recuerdo de un amigo suyo que se suicidó cuando Kertbeny trabajaba de aprendiz en una librería. Su amigo había sido chantajeado.

La amistad entre Ulrichs y Kertbeny acabó por resentirse al discrepar ambos en las estrategias apropiadas para conseguir los objetivos compartidos. Kertbeny optó por no hacer pública su condición sexual y se llamó a sí mismo hombre normal. Estos dos pioneros con personalidades diferentes planteaban también modos diferenciados de entender la sexualidad entre hombres. Kertbeny, que procedía de una familia aristocrática, era un liberal ilustrado, mientras que a Ulrichs se le puede considerar, más bien, un reformista con una causa social concreta. Además, el hecho de que Kertbeny supiera que algunos hombres se habían suicidado debido a su condición sexual le hizo adoptar una postura preventiva, aunque sin renunciar a la defensa de sus ideales. Este «ocultamiento» o «disimulo» de su condición sexual no debe hacer dudar sobre la misma. En sus diarios dejó patente como mínimo su sensibilidad hacia la belleza masculina. Contrariamente a lo que popularmente se cree, quizá por su designación como doctor por el higienista alemán Gustav Jäger (1832-1917) (designación perpetuada curiosamente por Havelock Ellis [1859-1939], Krafft-Ebing y recogida también en algunos textos actuales), Kertbeny no fue médico, ni científico ni tuvo formación jurídica. De algunas cartas conservadas de Kertbeny se puede deducir que su pensamiento difería de la teoría del tercer género de Ulrichs, que avalaría posteriormente Magnus Hirschfeld con su doctrina de la intermediación sexual (sexuelle Zwischenstufen). En cambio alababa el amor viril como puede constatarse en la alusión que hace en sus escritos a los héroes de la Antigüedad clásica. Esta posición entroncaría con los postulados de Adolf Brand (1874-1945), fundador de la revista Der Eigene –podría traducirse por «el único», «el dueño de sí mismo» o «el autosuficiente»–, primera publicación homosexual conocida, en 1896 y que se publicó hasta 1931, en tiempos ya de creciente hostigamiento nazi. Brand, de carácter hosco y belicoso, tuvo una vida agitada en la que defendió con ahínco su forma de pensar viéndose en ocasiones enzarzado en pleitos varios por denunciar la hipocresía moral de la sociedad alemana. Este actitud se puede comprobar en su ataque físico a Ernst Lieber (1838-1902), gerifalte de un partido de centro relacionado con la Iglesia católica al que azotó con una fusta, por lo que sería condenado a un año de cárcel. En 1904 arremetió contra Friedrich Dasbach (1846-1907), sacerdote y político moderado presente en el Reichstag, que mantuvo relaciones con chaperos mientras abogaba en público por una moralidad férrea, sin tacha. Más tarde, en 1907, Brand dio a conocer el sonado alegato contra el canciller príncipe Von Bülow (1849-1929) quien mantenía a escondidas una relación con el valido Max Scheefer. De resultas de estas acusaciones, que el tribunal consideró calumniosas, Brand fue condenado a dieciocho meses de prisión. Este suceso estaba relacionado con el escándalo del caso Eulenburg (1847-1921), nombre de un príncipe cercano al káiser Guillermo II (1859-1941). Eulenburg supuestamente había tenido relaciones homosexuales con miembros del círculo privado del emperador. En Der Eigene, Brand, que se definía como anarquista y seguidor del ideario de Max Stirner (1806-1956), desplegó su credo masculinista, fascinado por la cultura pederástica asentada en los vínculos entre erastas y erómenos de la Grecia clásica, unas relaciones viriles entre dos hombres de distinta edad en la que el mayor desempeñaba un papel de tutor o pedagogo respecto del joven imberbe. Una pedagogía que acarreaba asimismo una filosofía vital en la que las prácticas sexuales estaban definidas y pautadas[10] y por las cuales el adulto tenía un papel activo, además de mentor e incluso, en algunas ocasiones, instructor en el manejo de las armas. Dicho esto, y antes de entregarse de hoz y coz a una exaltación de la virilidad, Adolf Brand había tenido relación con el artista de origen estonio, pero de formación alemana, Elisàr von Kupffer (1872-1942). De este autor publicó Lieblingsminne und Freundesminne in der Weltliteratur (1900), una amplia antología de literatura homoerótica que recoge textos de distintas épocas. El concepto de Lieblingsminne alude a las relaciones pederásticas y el de Freundesminne se reservaba para la homosocialidad o camaradería existente entre varones adultos. Von Kupffer ataca en el mismo la teoría del tercer género que conceptualizó Magnus Hirschfeld a la par que se inclina por una visión platónica en las relaciones habidas entre hombres. En Tre Anime: antiquità, oriente e tempi moderni (Fig. 1), pintado en 1913, el artista expone tres jóvenes cuyos cuerpos tentadores parecen representar a las tres culturas del título, sin que haya en ellos intercambio sexual. Posteriormente Elisàr von Kupffer y su pareja, Eduard von Mayer (1873-1960), ambos de extracto social adinerado, abogarían por una filosofía de la vida de sesgo espiritual, el clarismo[11], fundando una comunidad de elegidos en Weimar. Tiempo después, y mientras sonaban tambores de guerra, decidieron refugiarse en Suiza. Esta visión del mundo no carecía sin embargo de una contrapartida carnal. De hecho se asocia sobre todo a Elisàr von Kupffer, en su faceta de pintor, sin duda la más destacada de su trayectoria, con el Sanctuarium Artis Elisarion construido en 1925 en Minusio, una pequeña localidad cercana a Locarno. Allí pintó un ciclorama titulado Die Klarwelt der Seeligen[El mundo claro de los dichosos]. En él representó una plétora de figuras masculinas, ochenta y cuatro concretamente, muchas de ellas de rasgos andróginos, influido por artistas del Renacimiento italiano como Benozzo Gozzoli o Sandro Botticelli. A medida que Von Kupffer envejecía, la añoranza de su propia juventud se acrecía; de ahí la obsesión por representar cuerpos de púberes y otras etapas de la adolescencia[12]. La solución vino de la mano de un jardinero llamado Gino (Luigi) Taricco que encontró en un monasterio de Génova y que se le parecía sobremanera. El chico fue conducido a Suiza y allí le sirvió de modelo –no sería el único– para sus omnipresentes figuras juveniles.

Figura 1. Elisàr von Kupffer, Tre anime: antiquità, oriente e tempi moderni [Tres almas: antigüedad, oriente y tiempos modernos], 1913.

El artista báltico situó a sus mancebos bajo un cielo límpido en un paisaje inventado, en el que cohabitan unas cumbres alpinas de tonos violáceos y un lago de aguas azuladas. El paisaje está rodeado de árboles de todo tipo, entre ellos unas improbables palmeras mediterráneas, además de cipreses y abetos. En este escenario danzan alegres zagales sin vestimenta alguna que, adornados con flores, hacen piruetas, tocan el harpa o la lira, y se tumban en la hierba junto a una alberca con nenúfares. Todo ello con una presencia de mariposas que revolotean por doquier. Hay también espacio para la sensualidad, incluso la sexualidad no convencional queda esbozada en una escena de flagelación erotizada en un marco en el que reinan los cuerpos masculinos de características físicas similares. Los genitales están infantilizados; algunos cuerpos, lampiños siempre, retozan juntos. Llama la atención que la muchachada es representada con aires divinizados, siempre con unos halos o nimbos en la cabeza, signo de su espiritualidad.

En otros cuadros, siempre idealizados, Elisàr von Kupffer se zambulle en la creación de una estética deudora del simbolismo, en donde se funden de forma ecléctica signos neorrenacentista con otros de carácter neogótico. Otra posible infuencia dimanaría de las fotografías de niños y jóvenes tomadas por el alemán Wilhelm von Gloeden (1856-1931) en Taormina.

En contraposición a este culto a la juventud de formas suaves y andróginas es preciso volver de nuevo a Adolf Brand quien en 1903 fundó la Gemeinschaft der Eigene [Hermandad de los especiales] junto a Benedict Friedlaender (1866-1908). Esta asociación trataba de reproducir los ideales guerreros de la antigua Esparta trasladándolos al entorno teutón en una suerte de movimiento relacionado con la Freikörperkultur que podría traducirse, aunque no resulte del todo satisfactorio, por nudismo. Es decir, una cultura que promovía la vida al aire libre en la naturaleza con actividades como el senderismo o la travesía de montaña, o el contacto con el agua, lo que conllevaba en ocasiones que los cuerpos se destaparan sin tapujos. La mencionada agrupación entroncaba con el espíritu de los Wandervogel [Aves errantes], un movimiento juvenil que prosperó en Alemania y al que financiaba Wilhelm Jensen (1837-1911), miembro asimismo de la Gemeinschaft der Eigene. Durante un tiempo Brand había formado parte del Wissenschaftlich-humanitäres Komitee [Comité Científico-humanitario], junto al editor Max Spohr (1850-1905) y otros intelectuales, una organización fundada por Magnus Hirschfeld en 1897 que supuso un claro antecedente de los movimientos homófilos o claramente gays que surgieron en Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta del siglo xx. El Comité tuvo un papel destacado en lo relativo a la concienciación de algunos sectores de la sociedad alemana sobre la criminalización de la homosexualidad presente en el artículo 175 del Código Penal. Más allá de esta importante labor esta organización fue también un laboratorio de ideas sobre la sexualidad en la que se enfrentaron diferentes concepciones de la misma. En un extremo estaba la teoría del determinismo biológico defendido por Hirschfeld –el carácter innato de la sexualidad– quien hablaba del tercer sexo y, en otro, quienes empleaban argumentos de base sociológica. Otro de los disensos se dio entre Hirschfeld, por un lado, y Brand y Friedlaender, por otro, quienes sin ambages mostraban su desdén hacia el componente afeminado que podía deducirse de las teorías del primero, apostando en cambio por una homosexualidad plenamente varonil. La teoría de la intermediación sexual, sostenían, equivalía a convertir a los homosexuales en una suerte de semimujeres y monstruos de la naturaleza[13].

La aparición del Comité Científico-humanitario, a pesar de estas notables diferencias, fue de gran importancia en Alemania pues sirvió para movilizar a una serie de médicos, juristas, abogados, escritores y artistas que se sumaron a las peticiones para eliminar el párrafo 175 ante una sociedad como la teutona en la que predominaba un arraigado conservadurismo moral. Todas las peticiones fracasaron pero al menos tuvieron el mérito de poner el foco en la cuestión homosexual. También sirvió para que los sectores progresistas se definieran ante esta problemática. Desde mediados del siglo xix dos de los sectores principales de la izquierda, a saber, los socialdemócratas y los comunistas, se habían mostrado abiertamente homófobos. Karl Heinrich Ulrichs envió a Karl Marx (1818-1883) algunos de sus escritos que el autor de El capital remitió a su amigo Engels (1820-1895). Un caso concreto, la inculpación del sindicalista socialdemócrata Johann Baptist von Schweitzer (1833-1875), acusado de haber tenido sexo con un adolescente en 1862, motivó que tanto Marx como Engels utilizaran la acusación para calumniar al interfecto[14]. En una carta[15] Engels mostró su indignación por la creciente visibilidad de los pederastas en la arena pública y ridiculizó a Ulrichs. Por otro lado, Marx sugirió que Engels debía emplear el asunto para difamar a Schweitzer. Sin embargo, este político continuaría su labor hasta convertirse en el presidente del Allgemeinen Deu­stchen Arbeitervereins [Unión General de Trabajadores de Alemania] y en el primer parlamentario socialdemócrata elegido en el continente europeo. Dicho esto, en las filas comunistas existe cierta controversia sobre el sentido de las palabras de Friedrich Engels acerca de la homosexualidad publicadas en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (1884). Una frase lapidaria y humillante constituye el núcleo de la polémica: aparentemente la sodomía sería una práctica abominable que degradaba a los hombres seguidores del mito de Ganímedes[16].

Los debates y las disputas que emergieron en el ámbito intelectual y político sobre la realidad de aquellos individuos que no encajaban en el estricto orden moral se produjo en paralelo con la visibilidad social que se estaba dando a la presencia de la anatomía corporal en la cultura alemana. Así, desde distintos sectores, se fomentaba el ejercicio físico, el cultivo del deporte y la vuelta a la naturaleza. Este retorno a lo natural, que cuenta con antecedentes en otros lugares –la francesa escuela de Barbizon, por ejemplo, en el siglo xix–, está relacionado con el cansancio existente por los modos de vida surgidos debido al creciente sedentarismo y al impacto de la industrialización. En ese orden de cosas, se explica el éxito de público que tuvo una película como Wege Zum Kraft und Schonheit[El camino de la fuerza y de la belleza] (1925), a cargo de Wilhelm Prager (1876-1955) (director) y Nicholas Kaufmann (1892-1970) (guionista), en la que, casi a modo de manual de instrucciones, se anima a la población (todo tipo de edades) a llevar una vida sana basada en el entrenamiento como puede verse, por ejemplo, en el fomento de las clases de gimnasia dirigidas a los escolares.

En este film se muestra un amplio elenco de actividades deportivas: carreras, boxeo, remo e incluso desfiles militares… También la danza[17] tiene su lugar. Alemania sería, no puede olvidarse, el lugar de promoción de las escuelas de danza fundadas por Rudolf von Laban (1879-1958) quien, procedente de Suiza[18], se instalaría en el país vecino después de la Primera Guerra Mundial. Por otro lado, llama la atención que en una película como esta dirigida a las masas populares se incluyan varias escenas en las que se recrea el mundo clásico, visto siempre desde un ángulo magnificado. El ritmo y el movimiento son valores enormemente apreciados así como la proporción armónica del cuerpo como ideal griego. Otras escenas se centran en la higiene de los baños a la romana (con desnudo femenino parcial) y en juegos atléticos en los que unos jóvenes provistos de ligeros taparrabos se lanzan a la palestra mientras unos filósofos conversan con sus discípulos en una reverberación de la mitificada Hélade.