Un oscuro pasado - Raeanne Thayne - E-Book

Un oscuro pasado E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

Lo único que deseaba Emery Kendall era huir de los dolorosos recuerdos. Buscaba distracción y curación, y las montañas de Idaho ofrecían ambas cosas. Sin embargo, el recibimiento de su anfitrión, Nate Cavazos, fue de todo salvo caluroso. Aun así, Nate era incapaz de ignorar la salvaje atracción que sentía hacia Emery… hasta que el secreto de aquella mujer hizo añicos sus sueños de un futuro juntos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Raeanne Thayne

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un oscuro pasado, n.º 1851- octubre 2021

Título original: A Cold Creek Holiday

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-168-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO había nada como conducir por una desconocida carretera de montaña, de noche y en medio de una tormenta de nieve, para que una mujer sintiera plenamente su propia vulnerabilidad.

Con los nudillos blancos aferrados al volante del pequeño SUV alquilado en al aeropuerto de Jackson Hole, Emery Kendall se esforzó por ver alguna señal de hallarse en el camino correcto.

Suspiró ruidosamente. Estúpida. Todo aquello no era más que un tremendo error. Lo que en septiembre había parecido un plan muy lógico, incluso una buena excusa para escapar del dolor, la tristeza y los recuerdos, había perdido la mayor parte de su encanto en cuanto los neumáticos empezaron a derrapar sobre la nieve.

Tenía sobrados motivos para odiar conducir en la nieve. Le provocaba demasiado dolor, demasiados recuerdos. Debería estar sana y salva en su casa de Virginia, frente al acogedor fuego de la chimenea y con una taza de chocolate caliente en la mano.

Sola.

Aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas al acercarse a un pequeño claro que se divisaba entre la silueta de los árboles que bordeaban la carretera.

Los faros apenas iluminaron un arco de madera situado a un lado del camino, pero lo suficiente para que pudiera leer las letras grabadas a fuego en él.

Hope Springs Guest Ranch.

No habría estado de más que los dueños hubieran pensado en colocar estratégicamente unas luces a lo largo del camino para guiar a los cansados viajeros.

No es que fuera asunto suyo cómo dirigieran el negocio. En aquellos momentos, lo único que le importaba era llegar a la cabaña alquilada y desplomarse sobre la cama durante dos o tres días.

La nieve de la entrada no había sido limpiada y tampoco había huellas de rodadas, lo que indicaba que nadie había entrado o salido de allí, al menos desde que había empezado a nevar.

La sensación de intranquilidad y vulnerabilidad resurgió mientras el coche se abría paso sobre la nieve. No tanto por la nieve como por la consciencia de que se dirigía a un lugar extraño, sola. Y porque la Cold Creek Land & Cattle Company se encontraba más o menos a kilómetro y medio de allí, siguiendo la carretera.

Los Dalton. Tres hermanos. Wade, Jake y Seth.

Una maraña de emociones encontradas la asaltó, aunque enseguida las ignoró, como había hecho desde aquella noche de septiembre cuando la confesión de su madre en el lecho de muerte había hecho que su mundo se tambaleara.

Pero lo primero era salir de la nieve antes de quedarse irremediablemente atrapada para morir congelada en la cuneta de alguna solitaria carretera de montaña.

No había luces de Navidad iluminando la noche, lo cual resultaba extraño para un lugar de vacaciones. La bienvenida no resultaba precisamente cálida.

Empezaba a preguntarse si no se habría imaginado la existencia del cartel cuando llegó a un conjunto de edificios dominado por un granero pintado de blanco y una casa de madera de dos plantas. Aliviada, comprobó que las luces de la casa estaban encendidas.

La mujer con la que había hablado para realizar la reserva meses atrás le había dicho que tenía que registrarse en el edificio principal. Tras confirmar la reserva, hacía unas semanas, había recibido las mismas instrucciones, aunque de otra persona.

Un viento helado se coló por debajo de su abrigo mientras se dirigía a la entrada de la casa.

Llamó al timbre y segundos después oyó pasos acelerados que provenían del interior.

—¡La puerta! —dijo una voz infantil—. Hay alguien ahí fuera. Ya voy yo, tío Nate.

Casi al instante la puerta se abrió y apareció una niña de ojos oscuros de unos siete u ocho años.

—Hola. Soy Emery Kendall —a pesar de la expresión de la niña, Emery sonrió forzadamente—. Creo que me esperaban. Siento haber tardado tanto.

—No importa. Aún no nos hemos ido a la cama. Espere —la niña miró a su espalda—. Tío Nate, aquí hay una señora con un sombrero muy bonito.

Emery tocó con una mano una de sus propias creaciones.

A pesar de que la niña dejó la puerta abierta, a Emery no le pareció bien entrar. Pero tampoco le parecía bien quedarse en la entrada y permitir que el agradable calor del interior se escapara.

Antes de poder decidirse apareció un hombre vestido con un jersey verde oscuro, camisa de franela y pantalones Levis.

Su rostro destilaba peligro, desde los fríos ojos hasta la boca, desprovista de la menor sonrisa.

De nuevo, la joven tuvo la vieja sensación de vulnerabilidad. ¿Quién sabía algo de su viaje a Idaho? Únicamente Lulu, la directora de su tienda y Freddie, su mejor amiga.

«Solitaria viajera viaja a un refugio de montaña en medio de una tormenta de nieve y desaparece para siempre». Los titulares de prensa aparecieron nítidamente en su cabeza.

Quizás había pasado demasiadas noches en vela con la única compañía de las películas de Alfred Hitchcock.

Sólo porque aquel hombre pareciera peligroso no quería decir que lo fuera. ¿Cuántos asesinos en serie enviaban a niñas que les llamaban «tío Nate», a recibir a sus víctimas?

—¿Sí? —preguntó él en un tono claramente poco acogedor.

—Soy Emery Kendall.

—Lo siento —él la miró a los ojos con expresión impasible—. ¿Debería significar algo para mí?

De no haber sido por el cartel de la entrada, habría pensado que se había equivocado de lugar.

Eso, o aquel hombre era el anfitrión menos hospitalario con el que había tenido la desgracia de tropezarse.

—Tengo reservada una de sus cabañas hasta el veintisiete de diciembre —dijo ella mientras luchaba contra una sensación de inquietud—. Hice la reserva hace unos meses y la confirmé hace unas semanas con una mujer llamada Joanie, o algo así. Tengo la copia, por si desea verla.

—Joanie se largó —dijo la niña, que vestía un pijama azul—. El tío Nate está muy enfadado.

El «tío Nate», desde luego parecía alterado. Su mandíbula se tensó y los ojos se oscurecieron hasta volverse negros. De inmediato, Emery sintió simpatía por la otra mujer.

—Maldita estúpida —murmuró él.

Durante un segundo, la joven pensó que se refería a ella, antes de darse cuenta de que hablaba de Joanie.

—¿Hay algún problema? —dijo sin poder reprimirse de preguntar lo obvio.

—Podría decirse que sí —él se revolvió los cabellos—. Este lugar no es un hotel de cinco estrellas, señorita Kendall. Sólo disponemos de unas pocas cabañas que suelen estar vacías en invierno.

—Eso me pareció al hacer la reserva. Repasé su página web y hablé largo y tendido con la mujer que apuntó la reserva la primera vez. Por mí, este lugar está bien así.

No añadió que era perfecto para sus propósitos: estar sola durante las vacaciones.

Por no mencionar la proximidad de aquel lugar al rancho Cold Creek.

—Sí, bueno. Normalmente tenemos una empleada que se encarga de todo. Joanie Reynolds.

—¿Y?

—Y hace tres días se largó con un vaquero que conoció en el bar Million Dollar, y no hemos vuelto a verla desde entonces. Si quiere saber la verdad, tenemos un grave problema.

El hombre no parecía siquiera ligeramente avergonzado. Era como si le echara la culpa a ella.

Emery se sentía agotada tras el viaje. Lo único que quería era dejarse caer en una cama y dormir hasta que su mente pudiera funcionar nuevamente con coherencia.

—¿Y qué sugiere que haga? Tengo una reserva. Envié un depósito. Y llevo ocho horas de viaje.

A Nate—como—se—llamara, no le debió de pasar desapercibido el tono de desesperación de la voz de la joven, ya que un ligero destello de lástima se asomó desde la profundidad de sus oscuros ojos.

—Entre —suspiró ruidosamente—. Ya se nos ocurrirá algo.

Ella dudó un instante mientras las imágenes de un asesino en serie volvían a aparecer en su mente, pero enseguida las desechó «La niña pequeña, ¿recuerdas?».

Una vez dentro, le asaltó una ligera sensación de descuido. El mobiliario era cálido y acogedor. A través de la puerta se veía una gran sala con altos techos de madera. Un precioso tapiz colgaba de la pared y Emery sintió el impulso de sacar sus lápices y cuaderno de dibujo para intentar plasmar en él los tonos ocre y musgo.

Pero tampoco le pasaron desapercibidas las telarañas en las esquinas y el correo y los periódicos amontonados sobre una cómoda de la entrada.

Ni los anchos hombros de aquel hombre, ni cómo se iban estrechando hasta llegar a la cintura.

—¿Hay algún otro lugar por aquí para alojarme? —preguntó, espantada ante su reacción.

—Pues me temo que no —fue la respuesta—. Hay un par de ranchos de vacaciones por la zona, pero están cerrados todo el invierno. En la ciudad hay un motel, pero no se lo recomiendo.

—¿Por qué permanecen abiertos si todo lo demás cierra?

—Desde hace cinco años acude aquí un grupo de locos por las motos de nieve —Nate hizo un gesto indicativo de que él mismo se había hecho esa pregunta—. Mantenemos sus reservas, aunque no habíamos tenido ninguna nueva desde… bueno, desde la suya —tensó la mandíbula—. ¿Le importa esperar aquí mientras consulto el ordenador?

—Tengo una copia de la reserva en el coche. Si quiere, la traigo.

—La creo. Sólo quería averiguar qué había estado haciendo Joanie. A lo mejor también se le olvidó decirme que íbamos a alojar a toda una maldita convención de algo. Serán cinco minutos.

El hombre se marchó y la dejó en la entrada con la niña, a quien de repente se unió otra un poco mayor, de cabellos algo más cortos y facciones más delgadas, aunque se parecía mucho a su hermana, porque sin duda lo eran. La recién llegada se limitó a contemplar a Emery en silencio.

Algo raro sucedía en el rancho Hope Springs. Un árbol de Navidad, de plástico, colocado en la gran sala llamó su atención. Pero estaba completamente desprovisto de luces y adornos.

—Me encanta su sombrero —dijo la niña más pequeña.

—Gracias —Emery sonrió a pesar del cansancio—. Lo hice yo misma.

—¿Lo ha hecho usted? —los ojos de la hermana mayor se abrieron desmesuradamente—. ¿Quiere decir que lo ha cosido y todo eso?

—Sí. Y he diseñado el material.

—El material no se diseña —la niña frunció el ceño—. Se compra en la mercería. Eso hacía mamá.

—Antes de morir —apostilló la hermana menor.

—Cállate, Tallie —le espetó su hermana—. No hace falta que lo sepa todo.

Emery quiso explicarle que, a lo mejor, no lo sabía todo, pero sí lo que era quedarse sin madre. Hacía pocos meses que había perdido a la suya. Sin embargo, decidió que la experiencia de una mujer de veintisiete años no debía de parecerse a la de dos niñas pequeñas.

—En las mercerías eliges el material —aclaró—. Pero alguien tiene que diseñar ese material y decidir de qué color teñirlo y qué tejidos utilizar. Y eso es lo que yo hago.

—¿Podría enseñarme a hacer un sombrero como ése?

—¡A mí también! —exclamó la más pequeña—. Si Claire puede hacer uno, yo también quiero. Se lo puedo regalar a mi amiga Frances para Navidad.

—Bueno, a lo mejor yo podría hacer dos —dijo la hermana—. Uno para Natalie y otro para Morgan.

—¿Puedo hacer uno rosa? —preguntó Tallie—. Adoro el rosa, y Frances también.

—Pues a mí me gustaría uno morado —dijo Claire—. O puede que rojo.

Emery se movió inquieta mientras se preguntaba adónde se había ido el tío de las niñas y cómo había perdido de repente el control de la situación.

—Ni siquiera sé si me quedaré aquí.

La expresión de los dos pequeños rostros pasó de la emoción a la resignación.

—Bueno —odiaba ser tan aguafiestas—. Si me quedo, ya veremos.

Al parecer, las niñas se conformaron, pues durante los siguientes minutos charlaron animadamente sobre colores y diseños hasta que su tío apareció.

—Su reserva no estaba en la agenda principal de la oficina, pero la recuperé de un archivo eliminado. No sé qué ha pasado. Todo esto es un lío.

—¿Entonces la cabaña reservada está disponible?

—Supongo que podría decirse así —él suspiró—. No hay nadie más alojado aquí. Joanie se encargaba de los alojamientos y aún no he tenido tiempo de sustituirla. Me llevará unos días contratar a alguien. A lo mejor preferiría intentar encontrar algo en Jackson Hole.

—No necesito servicio de habitaciones. Sólo un lugar en el que pueda trabajar un poco.

—Me parece que está loca —él se encogió de hombros—. Pero, si desea quedarse aquí, supongo que no es justo que la rechace, dado que tiene la reserva desde hace varios meses. Me pondré el abrigo y la acompañaré hasta la cabaña.

—¡Genial! Se queda —el rostro de Tallie resplandecía—. Así podrá enseñarnos a hacer sombreros.

—Dijo que ya veríamos —apuntó la hermana mayor—. Eso suele querer decir «no».

—La señorita Kendall es nuestra huésped —intervino su tío sin abandonar su característico ceño fruncido—. No debéis molestarla. Ya conocéis las normas.

Aunque Emery había buscado una sutil manera de desalentarlas, de repente sintió la necesidad de hacer justo lo contrario.

—Dadme un par de días para instalarme. He traído la máquina de coser y algunos retales que seguramente servirán.

—¿Quién se va de vacaciones a las montañas con una máquina de coser en la maleta?

—No he venido a esquiar —ella sonrió—, señor…

—Lo siento. Cavazos. Nate Cavazos.

—Señor Cavazos, para mí son unas vacaciones de trabajo. Sólo busco paz y tranquilidad para terminar varios proyectos que requieren mi atención. El paisaje es lo de menos.

Aquello era una mentira en toda regla, pero el motivo real de su viaje a Cold Creek no era asunto de Nate Cavazos.

 

 

Malditos turistas.

Nate tomó la llave de la mejor y más grande de las cuatro cabañas que su hermana y su cuñado habían construido en Cold Creek.

Por él, la señorita Finolis Kendall habría vuelto a Jackson Hole. ¿Qué narices sabía él sobre dirigir un hotel? Era un militar altamente cualificado, especializado en explosivos. Lo sabía todo sobre volar cosas y organizar operaciones clandestinas. Su especialidad era el caos organizado, no las mullidas almohadas y el té para elegantes urbanitas que conducían un SUV Lexus y parecían recién salidas de un catálogo de ropa para esquiar.

Maldita fuera esa mujer, y maldita fuera Joanie Reynolds por largarse dejando atrás todo ese lío.

—Sígame. Podrá aparcar junto a la cabaña. La abriré y encenderé la calefacción antes de ayudarla con el equipaje.

—No hace falta. Si me da la llave, puedo abrir yo misma. Sólo indíqueme la dirección correcta.

—Claire —él la ignoró y abrió la puerta—, cuida de Tallie, ¿de acuerdo? Volveré enseguida.

—De acuerdo.

Encontraba a su sobrina demasiado condescendiente. Apenas la había visto durante sus once años de vida, sólo durante las ocasionales visitas entre dos destinos, pero siempre la recordaba ansiosa por complacer. Y durante los tres meses que habían pasado desde la muerte de sus padres, esa característica se había agudizado aún más.

—¿Cuándo podremos hacer los sombreros? —preguntó Tallie.

—¿Qué sombreros?

—Les ha encantado mi cloche —dijo Emery mientras se señalaba a la cabeza—. Les dije que a lo mejor las ayudaría a hacerse uno ellas mismas.

—Chicas, no debéis molestar a nuestra huésped. Ya lo sabéis.

—No me estaban molestando —protestó ella.

Nate apretó los dientes. Era lo único que le faltaba, que sus sobrinas, ávidas de amor, de repente se engancharan a esa extraña que sólo estaría allí una semana.

Las niñas echaban mucho de menos a sus padres. Pero lo peor para él era haber llegado a la conclusión de que criar a dos niñas se le daba incluso peor que llevar el rancho.

—No hace falta que entretenga a Tallie y a Claire —dijo con brusquedad—. Sobre todo si tiene trabajo que hacer.

La joven tenía aspecto de querer discutir, pero él no estaba de humor. Quería que la maldita mujer se instalara en la cabaña para poder sentarse tranquilamente y analizar cómo podía haber descarrilado su vida tan desastrosamente en los últimos meses.

—Chicas, id a la cama —dijo él. Aunque se trataba de una orden, intentó que no sonara como tal. Había comprobado que las niñas de ocho y once años no respondían a las órdenes como los soldados. Sin esperar respuesta, ni comprobar si la señorita Kendall lo seguía, se abrochó el abrigo y salió a la tormenta de nieve.

Había recorrido la mitad del camino, que no había tenido tiempo de despejar de nieve, cuando oyó arrancar el motor del coche.

Tenía que admitir que su hermana y su marido habían elegido un buen emplazamiento para las cabañas. De niño, esa parte del rancho había albergado la maquinaria de la vieja granja y algún destartalado cobertizo. Pero Suzi y John habían despejado toda la zona y construido cuatro acogedoras cabañas con la madera vieja, de manera que daba la sensación de que habían estado allí toda la vida.

El lugar ofrecía unas bonitas vistas del cañón Cold Creek y las montañas de Teton.

Eran cosas a las que no daba demasiada importancia. Le bastaba con un saco de dormir y una tienda de campaña capaz de mantener fuera a la mayoría de los insectos y a las tormentas de arena, pero supuso que los huéspedes del rancho que Suzi había rebautizado como Hope Springs seguramente apreciaban las cortinas hechas a mano y los muebles rústicos.

Abrió la primera cabaña y encendió la hoguera eléctrica del salón y la del dormitorio. Entre las dos, el lugar se calentó en pocos minutos.

Salió al porche y encontró a la maldita mujer intentando sacar una enorme maleta del SUV.

—Ya le dije que la ayudaría con el equipaje —murmuró él.

A pesar de la escasa luz y de los remolinos de nieve, a Nate no se le escapó la frialdad de la mirada que ella le dedicó desde sus bonitos ojos azules que él intentaba ignorar.

—Agradezco su… amabilidad.

—Aquí, en Hope Springs, si presumimos de algo, es de amabilidad —dijo él en el mismo tono sarcástico que había empleado ella y que no le había pasado desapercibido.

Empezó a sacar el equipaje del maletero. En total había cinco maletas y varias bolsas con comida. Al menos, Joanie había tenido la sensatez de aconsejarle que llevara comida. El rancho no servía comidas y el restaurante más cercano estaba a más de nueve kilómetros.

Tuvieron que hacer varios viajes para meter todas las cosas en la cabaña. Cuando él entró con la última maleta, la encontró en la cocina guardando la comida.

Se había quitado el abrigo y dejado al descubierto un jersey azul claro de cuello alto que dejaba intuir la existencia de unas bonitas curvas en los lugares adecuados.

—En la cocina debería encontrar todo lo necesario —dijo él—. Si echa algo en falta, dígamelo.

—Seguro que está todo bien.

—Según la reserva, se quedará hasta el veintisiete. ¿Espera a alguien más?

—No.

Él se preguntó si se habría imaginado el ligero desafío en la inclinación de la cabeza. ¿Iba a quedarse allí sola todas las Navidades? No es que fuera un entusiasta de las fiestas, pero no pudo evitar preguntarse por qué una bonita joven como Emery Kendall querría esconderse en medio de Idaho durante la Navidad.

No era asunto suyo, se recordó. Ya tenía bastante sin tener que dedicar ni un segundo a los problemas de los demás.

—Si necesita algo, el número de la casa principal es el primero programado en el teléfono.

—Estaré bien. Gracias por su ayuda —ella hizo una pausa—. En realidad, sí hay una cosa. Al hacer la reserva, se me dijo que podría montar los caballos de Hope Springs durante mi estancia.

—Eso es. Si necesita ayuda para ensillar un caballo, búsqueme a mí o a Bill Higgins por aquí.

—No debería necesitarles. Llevo montando a caballo casi toda la vida. Pero gracias.

Una mujer que fabricaba elegantes sombreros, lucía la ropa como una modelo, conducía un SUV Lexus alquilado y, al parecer, tenía experiencia con caballos. Le dio las buenas noches mientras sacudía mentalmente la cabeza y volvía a salir a la gélida noche de diciembre.

No sabía qué pensar de ella. Nada. No quería dedicarle ni un minuto de sus pensamientos. Era una huésped del rancho. Nada más. Una huésped de la que estaría encantado de librarse.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EMERY durmió como no lo había hecho en meses.

Siempre había extrañado las camas nuevas. Y junto con el insomnio que padecía desde antes de la muerte de su madre, había anticipado una dura noche.

Seguramente, había dormido tan profundamente por el cansancio del viaje. En cualquier caso, se despertó renovada y con la mente llena de ideas para el diseño en el que trabajaba para uno de sus clientes preferidos, los hoteles Spencer.

Había acertado. Escapar de la rutina de Warrenton la había ayudado a recuperar parte de la alegría que siempre había sentido ante un nuevo proyecto.

Contempló el paisaje a través de la ventana que daba a las montañas y se puso a trabajar.

Eben Spencer había adquirido recientemente un hotel en Livingston, Montana, la puerta de entrada norte de Yellowstone, y el dueño deseaba conservar el encanto montañés.

Al atardecer había llenado su cuaderno con varias posibilidades que pensó podrían funcionar. Tras tomar una sopa de lata y medio bocadillo para comer, el atractivo del deslumbrante cielo azul, contra el que se levantaban los verdes pinos cubiertos de nieve, resultó irresistible.

Se puso ropa de abrigo y decidió comprobar cuál era la oferta equina del rancho.

En el establo, seis caballos comían alfalfa, recién esparcida sobre el suelo nevado. Se quedó junto a la valla y admiró los animales. Un par de yeguas estaban a punto de parir y todos los animales parecían bien alimentados y contentos.

Un caballo gris moteado se acercó hasta ella e inclinó la cabeza para recibir un poco de cariño.

—Eres un chico muy guapo —murmuró ella mientras el animal sacudía la cabeza en asentimiento.

—Ése era el caballo de mamá.

Las niñas la observaban desde un rincón.

Llevaban puestos unos vaqueros y unas parkas, y guantes desparejados. De las trenzas de Tallie escapaban unos mechones de cabellos. ¿La habría peinado su hermana o Nate?

La idea de ese peligroso hombre luchando con unas trenzas la conmovió.

—Hola —saludó a las niñas.

—Ése era el caballo preferido de mamá —repitió Claire.

—Es precioso —observó Emery.

—Se llama Cielo —dijo la hermana menor—. Puede montarlo si quiere.

—No quisiera…

—Anabelle era el otro caballo preferido de mamá —Tallie no esperó respuesta—, pero va a tener un bebé después de Navidad y no puede montarla.

—¿Cuál es Anabelle?

—La negra con calcetines blancos —dijo Claire mientras señalaba a una bonita yegua.

—¿Entonces, quiere montar a Cielo?

Emery lo deseaba, pero no sabía si debía montar uno de los caballos de la difunta madre de las niñas.

—Si os parece bien.

—Claro —contestó Tallie antes de que se le iluminara el rostro—. ¡Oye! Podría venir con nosotras.

—¿Adónde vais? —preguntó Emery.

—A casa de un amigo —dijo Claire.

—¿Solas?

—Nos dejan salir a montar siempre que vaya alguien con nosotras —dijo Claire tras intercambiar una mirada con su hermana.

—¿Y qué pensabais hacer antes de tropezar conmigo?

—Esperar —Tallie suspiró—. Llevamos toda la mañana esperando, pero el tío Nate sigue ocupado con el hombre que vino de Idaho Fall.

—El abogado —dijo Claire—. Ha venido a hablar del legado de mamá y papá.

Emery tardó un rato en comprender que las niñas habían perdido a su padre y a su madre.

Debería servirle de lección. Se sentía inclinada a ahogarse en su autocompasión ante el giro que había tomado su vida durante los últimos años y tenía frente a ella un caso aún más duro.

—Seguro que no tardarán mucho.

—Pero es que tenemos una misión importante —anunció Tallie—. No podemos esperar mucho más.

—¿Qué puede haber tan urgente? —Emery no pudo reprimir una sonrisa.

—Nuestro amigo, Tanner, lleva enfermo tres días.

—Cielo santo —Emery sonrió de nuevo ante el dramatismo de la niña—. Espero que no sea grave.

—Tiene gripe y ha vomitado y todo. Dijo que se sentía fatal, pero su madre dice que está mejor.

—Menudo alivio —la joven empezaba a disfrutar de la conversación con las niñas.

—Sí. Ayer traje todos estos deberes y tengo que llevárselos para que pueda hacerlos antes del lunes. De lo contrario, se meterá en un lío.

—Ahora entiendo las prisas.

—¿Vendrá con nosotras? —preguntó Claire—. Podemos ayudarla a ensillar a Cielo.

Emery contempló al fuerte caballo y luego a las niñas. Le apetecía mucho montar. ¿Qué mal podría haber en dar un paseo con las niñas y quitarle algo de trabajo a Nate Cavazos?

—Será mejor que lo consultemos con vuestro tío.

—No le importará —dijo Claire—. Así no tendrá que encontrar un momento para llevarnos.

—De todos modos, ¿por qué no le pides permiso? Me sentiría mejor con su aprobación. Tallie y yo ensillaremos los caballos y nos reuniremos contigo frente a la casa, ¿de acuerdo?

—Tallie —Claire suspiró y asintió—, ensíllame a Junebug. Pero no le aprietes mucho las cinchas.

—Lo sé. Sólo lo he hecho un millón de veces.

Claire regresó al establo minutos después mientras ellas ensillaban al pequeño poni de Tallie, una bonita yegua llamada Estrella.

—¿Ha dicho que sí?

—Sí —anunció Claire mientras observaba su caballo.

—Estupendo —contestó Emery, sorprendida de lo mucho que le apetecía el paseo—. ¿Está lejos la casa de Tanner?

—No mucho. Puede que kilómetro y medio —contestó Tallie antes de saltar como un mono sobre la grupa del poni.

Las niñas parecían totalmente familiarizadas con las sillas mientras que Emery, que había montado a caballo desde niña con una silla inglesa, se sentía una completa novata.

—Venga, vamos —insistió Tallie mientras espoleaba a su montura.

La pequeña encabezó la comitiva, seguida alegremente por los otros dos caballos.

Al final del largo y curvado camino, siguieron por la carretera del cañón junto al río durante casi un kilómetro sin cruzarse con un solo coche.

—¿Estamos ya cerca de la casa de Tanner? —preguntó Emery.

—No estamos lejos. Mira, ahí está el cartel.