Un pasado por descubrir - Sarah M. Anderson - E-Book
SONDERANGEBOT

Un pasado por descubrir E-Book

Sarah M. Anderson

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Aquel millonario sexy y reservado sabía cómo hacer que la Navidad fuera mágica. C.J. Wesley deseaba a toda costa mantener el anonimato. Si la presentadora de televisión Natalie Baker revelaba que era uno de los herederos Beaumont, la prensa se le echaría encima. Pero entonces, una repentina nevada llevó a la atractiva periodista hasta su casa y a su cama. CJ estaba superando todas las expectativas de Natalie. Aquel hombre era capaz de caldear una cabaña rodeada de nieve. Si Natalie daba a conocer al más evasivo de los hermanos Beaumont, podría salvar su puesto de trabajo, pero a costa de echar a perder su apasionado romance. ¿Cuál de las dos opciones la conduciría a un final feliz?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Sarah M. Anderson

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un pasado por descubrir, n.º 148 - diciembre 2017

Título original: Rich Rancher for Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-553-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Una vieja campanilla tintineó cuando Natalie Baker abrió la puerta de la tienda de piensos y suministros de Firestone. Al ver la porquería que caía, confió en que no le manchara la falda. Excepto por las ramas de pino y acebo que colgaban en las ventanas, la tienda parecía una extensión de pastizal. Estaba muy lejos del centro de Dénver.

–¿Necesita ayuda? –preguntó un hombre con tirantes encima de una camisa de franela desde el otro lado del mostrador.

Los ojos se le abrieron como platos al fijarse en sus tacones de doce centímetros y en sus piernas. Cuando acabó de recorrer el impecable atuendo con la mirada, también se le había abierto la boca. Solo le faltaba una paja de hierba entre los labios.

–Hola –dijo Natalie con su mejor voz televisiva–. Sí, me vendría bien un poco de ayuda.

–¿Se ha perdido?

Al ver que la miraba de nuevo, no pudo evitar preguntarse si aquel hombre habría visto antes a una mujer con tacones. Si por ella fuera, no estaría allí.

–Parece que se ha perdido. Le diré cómo volver a Dénver. Gire a la izquierda al salir del aparcamiento y…

Lo miró por encima de las pestañas, fingiendo recato. Él levantó las cejas. Estupendo, era un hombre maleable.

–Lo cierto es que estoy buscando a alguien. A lo mejor lo conoce.

El viejo sacó pecho, orgulloso. Perfecto.

Estaba buscando a alguien, eso era cierto. Sabía que Isabel Santino se había casado con un ranchero de la zona llamado Patrick Wesley en la pequeña ciudad ganadera de Firestone, en el estado de Colorado. Después de meses de búsqueda, había dado con el certificado de matrimonio en el registro civil del condado.

Ese era el tiempo que hacía que los bastardos Beaumont se habían dado a conocer en público, allá por el mes de septiembre. Zeb Richards era el mayor de los hijos ilegítimos de Hardwick Beaumont. Según los rumores, a través de acuerdos turbios que bordeaban la legalidad y la ética, se había hecho con el control de la cervecera Beaumont. Cuando Richards había dado a conocer la operación en una rueda de prensa, lo había hecho teniendo a su lado a otro de los hijos bastardos de Hardwick, Daniel Lee. Los dos hermanos dirigían en la actualidad la cervecera y, de acuerdo al último informe trimestral, su cuota de mercado había aumentado en un dieciocho por ciento.

Pero había más. En aquella rueda de prensa, después de que Natalie le dedicara su mejor sonrisa, Richards había cometido el error de admitir que había un tercer bastardo. No había conseguido sacarle más información, pero con eso había sido suficiente.

Los bastardos Beaumont era un tema que interesaba mucho. El programa de Natalie, De buena mañana con Natalie Baker, llevaba meses exprimiendo el drama de la familia Beaumont. Durante una temporada, había sido sencillo. Zeb Richards se había hecho cargo de la cervecera y, al poco, había dejado embarazada a la maestra cervecera. Al parecer, se había enamorado de Casey Johnson o, al menos, eso era lo que pretendían hacer creer al público. Se les había visto en partidos de béisbol y, por supuesto, en su boda. Solo con eso, la cuota de pantalla había aumentado en doce puntos durante el otoño.

Pero ya era diciembre. Richards y su nueva esposa habían dejado de ser noticia y no habría interés en ellos hasta que no naciera su hijo. Para eso, quedaban al menos seis meses, y Natalie no podía permitir que sus índices de audiencia bajaran.

Había intentado indagar en el pasado de Daniel Lee, pero había resultado imposible encontrar nada. Era como si hubiera desaparecido de los registros públicos. Lo único que se sabía de él era que había dirigido campañas políticas hasta hacía unos años. Tenía fama de jugar sucio, suponía que como todos los Beaumont, pero todas las preguntas que Natalie había hecho sobre Lee se habían encontrado con el silencio por respuesta.

Solo le quedaba una opción: investigar sobre el misterioso tercer bastardo. Todo un reto, porque nadie sabía nada de aquel hombre excepto que existía.

Natalie necesitaba aquella historia para su programa, porque sin ella ¿qué tenía?

–Bueno, conozco a casi todo el mundo de por aquí. Seguro que podré ayudarla –dijo el viejo–. ¿A quién está buscando?

–Creo que se llama Carlos Julián Santino, aunque puede que use el apellido Wesley –dijo haciéndole ojitos al hombre–. ¿Sabe dónde podría encontrarlo?

La sonrisa del viejo se congeló y ya no parecía tan amigable.

–¿Quién? –preguntó después de unos segundos.

Aquel silencio le dijo muchas cosas. Parecía claro que el dueño de aquella tienda de suministros sabía muy bien de quién estaba hablando, pero no estaba dispuesto a contarle nada. Interesante. Aquello era la prueba de que se estaba acercando.

–Su madre se llamaba Isabel, aunque parece ser que era conocida como Isabella.

–Lo siento, señorita, pero no conozco a nadie con esos nombres.

–¿Está seguro? –preguntó, haciendo otra de sus caídas de párpados–. Quizá si se toma su tiempo, recuerde algo.

Las mejillas del viejo enrojecieron.

–No puedo ayudarla –gruñó, dando un paso atrás–. ¿Necesita comida para gato, para perro, para caballo?

Estaba cerca, podía sentirlo, pero se le había ido la mano. Una voz en su cabeza le susurró que no iba a conseguirlo. Trató de ignorarla, pero era persistente, como siempre. Necesitaba encontrar a Carlos Julián Santino. De buena mañana era todo lo que tenía y no podía permitir que la falta de cotilleos la hundiera. No iba a descubrir nada más en aquel comercio. Quizá hubiera una cafetería o un restaurante en aquella ciudad. Había empezado por allí porque, por lo que sabía, Patrick Wesley era dueño de un rancho en el que su familia criaba ganado y, claro, el ganado debía comer. Ni siquiera estaba segura de que la Isabel Santino que se había casado con Patrick Wesley fuera la misma Isabel Santino del certificado de nacimiento del centro médico Swedish. En el certificado de matrimonio no se mencionaba ningún hijo y, a pesar de que lo había intentado, Natalie no había sido capaz de encontrar ningún documento de adopción que vinculara a Patrick Wesley y a Carlos Julián Santino.

Podía haberse equivocado, pero a la vista de la reacción del dueño de la tienda de suministros parecía que no.

Sacó una tarjeta del bolsillo de su abrigo y volvió a esbozar su sonrisa triunfal para disimular la decepción.

–Bueno, si se entera de algo, llámeme –dijo deslizando la tarjeta sobre el mostrador.

El hombre no la recogió, y se quedó allí sobre la suciedad. Se volvió para marcharse, a tiempo de toparse con un cowboy alto, moreno y muy guapo.

–¡Vaya! –exclamó, con una mano en el pecho–. No le había visto.

El rostro del cowboy estaba oculto bajo la sombra del ala de su sombrero negro, pero sabía que la estaba mirando. ¿Habría estado allí todo el tiempo? Habría sido más fácil flirtear con él si no la hubiera visto flirtear con el viejo.

Por supuesto que habría sido más fácil flirtear con él. Aunque llevaba una chaqueta gruesa de borrego, debajo se adivinaba la anchura de sus hombros. No parecía que quisiera hacerse pasar por un cowboy. Parecía un hombre acostumbrado a trabajar a diario con las manos. ¿Qué clase de músculos habría debajo de aquella chaqueta?

–¿A quién está buscando? –preguntó, con voz grave y profunda y un tono ligeramente amenazador.

La recorrió un estremecimiento que nada tenía que ver con el frío. Bajó la mirada hasta las manos del cowboy, que descansaban en sus caderas. Cielo Santo, vaya manos. Grandes y ásperas, eran las manos de un hombre trabajador. ¿Cómo se sentirían aquellas manos sobre su piel? Su cuerpo se puso rígido al imaginar sus manos deslizándose por sus pechos y trazando círculos sobre sus pezones.

Podría divertirse mucho con un cowboy así. Si no hubiera tenido público, le habría dicho que lo estaba buscando a él.

Pero tenía público y una pista que investigar, así que esbozó una sonrisa seductora.

–¿Ha oído alguna vez hablar de Isabel Santino o Carlos Santino?

Su reacción al oír aquellos nombres fue muy sutil, pero un músculo del mentón se le contrajo. Echó la cabeza ligeramente hacia atrás, no tanto como para que le viera los ojos pero sí lo suficiente como para que se diera cuenta de que la estaba mirando de arriba abajo. Ella echó los hombros hacia delante y adelantó una cadera, su pose Marilyn Monroe. Por lo general, le resultaba muy efectiva.

Aquel no era su día. No consiguió nada del cowboy. Parecía sacado de una fantasía, pero era evidente que no iba a colaborar.

–Coincido con Wilmer. No he oído nunca hablar de esas personas, no deben de ser de aquí. Esto es un pueblo pequeño.

–¿Y Wesley?

De nuevo, aquel músculo en su mentón se movió.

–¿Pat Wesley? Claro, todo el mundo conoce a Pat –dijo bajando la cabeza de nuevo, y su rostro volvió a quedar completamente oculto bajo la sombra–. Pero no es de aquí.

Con tanta sonrisa, las mejillas empezaban a dolerle.

–¿Dónde está?

Había hecho la pregunta con tono sensual, pero los labios del cowboy se arquearon. ¿Se estaría riendo de ella?

El hombre apoyó un codo en un montón de sacos de comida. No era su tipo, pero había algo tan atrayente en aquel cowboy que no podía apartar la mirada.

–¿Por qué quiere saberlo? Pat es un ganadero que lleva toda la vida viviendo aquí. Lo cierto es que no hay mucho que contar.

Aquel cowboy no la estaba tomando en serio ni se dejaba impresionar por sus encantos. Y peor aún, no le estaba dando nada que pudiera usar. Los ganaderos callados y discretos no daban titulares.

–¿Sabe si tiene un hijo adoptado?

Sabía que Carlos Julián Santino tenía treinta y cuatro años. No sabía cuántos años tendría aquel cowboy. Era imposible saberlo teniendo el rostro oculto bajo la sombra.

De nuevo, aquel temblor en su mentón.

–Le aseguro que no.

¿Y si estaba equivocada?

«Claro que estás equivocada», la reprendió una voz en su cabeza.

Era una tontería haber pensado que podría encontrar al hombre con el que nadie daba. Estaba siendo ridícula al poner todos sus sueños y esperanzas de conseguir un récord de audiencia y ganar fama y fortuna con los Beaumont y su puñado de atractivos bastardos.

Se tragó aquella amarga desilusión. Inesperadamente, el cowboy ladeó la cabeza, permitiendo que un haz de luz iluminara sus rasgos. Era una lástima que no se mostrara más dispuesto o interesado, porque era sencillamente imponente. Tenía un mentón marcado con barba de dos semanas y deseó acariciar su rostro, además de otras partes. ¿De qué color eran sus ojos?

No, no debería preocuparse de los ojos de aquel tipo. Debería concentrarse en su objetivo: encontrar al bastardo desconocido de los Beaumont. ¿Cómo serían sus ojos? ¿Oscuros, claros? Los ojos de Zeb Richards eran de un intenso color verde, algo que destacaba en un hombre negro. No sabía si los ojos de Carlos Santino serían claros u oscuros.

Aun así, quería saber cómo eran los ojos de aquel cowboy. ¿Descubriría algo en ellos? Si pudiera estudiar sus ojos, ¿vería recelo o interés?

Volvió a bajar la cabeza, ocultando de nuevo su rostro con la sombra. Vaya, aquel no era su día de suerte. Aquel hombre era inmune a sus encantos y no podía pasarse todo el día en la tienda de piensos. Quizá no fuera muy espabilada, pero sabía cuándo darse por vencida. Sacó otra tarjeta y se la tendió al cowboy.

–Si se entera de algo, se lo agradecería.

El hombre no aceptó la tarjeta.

–Ya imagino, señorita Baker.

Dio un paso hacia ella y Natalie se puso rígida. ¿Sabía quién era? ¿Sería un espectador, tal vez un admirador? ¿O sería uno de aquellos troles anónimos de internet que le ponían la piel de gallina solo con intentar llamar su atención? Porque cuando la insultaban, había alguien prestando atención, aunque solo fuera para despreciarla.

La rebasó rodeándola, manteniendo una amplia distancia con ella para que no hubiera ningún roce accidental. Luego se acercó al mostrador y se apoyó en él, ladeando su cuerpo hacia Wilmer.

Su lenguaje corporal estaba claro. Eran ellos contra ella.

Hizo lo que siempre hacía cuando se sentía insegura, poner tierra de por medio. Se irguió de hombros y volvió a esbozar la mejor de sus sonrisas.

–Caballeros…

Y con la cabeza bien alta, salió de la tienda de piensos y suministros de Firestone, dispuesta a pensar en el siguiente paso.

 

 

–¿De qué demonios iba todo eso? –preguntó Wilmer rascándose la coronilla.

C.J. Wesley siguió mirando a la mujer a través de las mugrientas ventanas de la tienda. Se había parado en el escalón de entrada, seguramente decidiendo qué hacer a continuación. Natalie Baker era más guapa en persona que en la televisión. Y aquel atuendo…

Sabía que su ropa formaba parte de su actuación. Ninguna persona en su sano juicio iría en coche hasta las colinas del norte de Colorado, en pleno mes de diciembre, con una falda negra estrecha que debía de abrigar lo mismo que un bañador. Entre la falda y aquellos tacones con los que impresionaba verla caminar, había unas piernas dignas de poesía.

C.J. carraspeó. Ni era poeta ni estaba interesado en Natalie Baker. La observó bajar los escalones lentamente y dirigirse a un coche rojo descapotable, un Mustang. ¿Acaso había un coche más inapropiado para ir a Colorado en diciembre?

Claro que todo en Natalie Baker resultaba inadecuado, desde su bonito escote hasta sus falsas sonrisas, pasando por aquellas preguntas.

–Ni idea –mintió C.J.

–Es de esa gente de la televisión –dijo Wilmer.

C.J. se preguntó cómo lo sabría Wilmer. No era un tipo al que le interesasen los programas matinales. Cualquiera que viera esos programas, reconocería de inmediato a Natalie Baker. Informaba de la actualidad social de Dénver. Si un deportista engañaba a su esposa, una actriz se enamoraba o un multimillonario era padre de un montón de bastardos, allí estaba Natalie Baker.

C.J. sabía que Natalie Baker era una mujer hermosa. Su rostro le sonreía todas las mañanas desde la pantalla. En la vida real, no solo era más guapa, también más delicada. Claro que eso podía deberse a la contraposición de su ropa cara y su perfecto maquillaje con la suciedad de la tienda de piensos.

Wilmer esperó a que el coche se perdiera de vista para hablar.

–¿Qué quieren esos de la tele de tu padre?

–No tengo ni idea –mintió C.J. de nuevo.

Sabía perfectamente por qué Natalie Baker estaba allí. No tenía nada que ver con su padre, Patrick Wesley, y sí con Hardwick Beaumont.

C.J. sacudió la cabeza, confiando en que Wilmer lo interpretara como confusión.

–Mi padre ni siquiera está aquí –le recordó a Wilmer.

Porque si había algo que C.J. sabía muy bien era que todos los cotilleos del pueblo pasaban por Wilmer. Tenía que asegurarse de que Wilmer tuviera su versión de los hechos antes de que alguien empezara a hacer indagaciones.

–Ya sabes que el pobre hombre no ha hecho nada escandaloso en su vida.

Por suerte, Pat Wesley había vivido en Firestone los cincuenta y seis años de su vida. Todo el mundo estaba convencido de que lo sabía todo de él y nunca había habido ni un solo escándalo. Era la tercera generación de Wesley que criaba ganado en aquellas tierras. C.J. pertenecía a la cuarta. Lo más raro que Patrick Wesley había hecho había sido casarse con una mujer llamada Bell que había conocido mientras estaba en el Ejército en vez de con su novia de toda la vida del instituto. Pero de eso hacía más de treinta y tres años.

C.J. sabía lo aburrido que era su padre. Patrick Wesley era un buen hombre y un buen padre, pero su idea de divertirse un viernes por la noche era conducir hasta el pueblo vecino, cenar en Cracker Barrel, volver a casa a las ocho y acabar roncando en su butaca antes de las ocho y media. ¿Responsable? Sí. ¿Fiable? Completamente.

¿De interés para la prensa? Ni lo más mínimo.

C.J. no sabía qué le molestaba más de la repentina aparición de Natalie Baker haciendo preguntas, si que la gente con la que se había criado descubriera algún día que no era hijo de Pat o que, una vez que lo supieran, trataran a Pat y Bell Wesley de manera diferente.

Sabía quién era Natalie. Era difícil no fijarse en ella. Su bello rostro aparecía en la televisión todas las mañanas a las siete y media. A C.J. no le gustaba su programa. Demasiados cotilleos e insinuaciones sobre famosos. Pero también parecía que siempre era la primera en enterarse de todo lo relacionado con los Beaumont. C.J. no tenía un interés especial en ellos. Ni siquiera le gustaba su cerveza. Pero le gustaba estar informado y eso suponía ver De buena mañanacon Natalie Baker la mayoría de los días.

Tampoco lo veía por ella. Sí, era guapa en pantalla e impresionante en la vida real. Pero eso no tenía nada que ver. Prefería la información del tiempo de ese canal y no la de los otros. Así que solo veía su programa por casualidad.

–Lo sé –dijo Wilmer tirando de sus tirantes–. Nada de lo que ha dicho tiene sentido. Me refiero a que no eres adoptado.

C.J. forzó una sonrisa.

–Al menos, eso es lo que me han dicho –afirmó en tono jocoso–. Es evidente que se equivocan de Wesley.

Era un alivio ver sonreír a Wilmer. El viejo asintió y C.J. aprovechó la pausa para preguntarle por los últimos suplementos para caballos. A pesar de que Wilmer disfrutara con los cotilleos, el viejo no iba a perder la oportunidad de vender suplementos alimenticios.

A C.J. no le hacían falta los suplementos, pero era un pequeño precio que debía pagar para distraer a Wilmer de aquella Natalie Baker. Cuando terminó de hacer su habitual pedido, en el que incluyó una muestra de los suplementos, se dirigió a su camioneta.

Iba a tener que contárselo a su madre, que siempre había temido que llegara el día en que los Beaumont fueran a por él. Conocía todas las historias y hacía años que seguía las noticias. Sabía que Hardwick Beaumont había muerto y no le importaba lo más mínimo. No consideraba a aquel hombre su padre, ni siquiera biológico. Hardwick no había sido más que un donante de esperma. Patrick Wesley era su padre en todos los sentidos.

Aquello iba a disgustar a su madre. Después de la muerte de Hardwick, se había relajado, aunque para entonces, C.J. ya tenía veintiún años y sabía arreglárselas solo. Pero Bell Wesley había vivido tanto tiempo con el temor de que Hardwick apareciera para llevarse a su hijo, que preocuparse se había convertido en un hábito para ella. Era uno de los motivos por los que sus padres pasaban el invierno en Arizona. Los canales de televisión de Dénver se saturaban de anuncios navideños de la cervecera Beaumont durante esa época, y siempre la disgustaban. Su padre odiaba cuando su madre estaba disgustada.

C.J. siempre los había echado de menos en Navidad, pero, por otra parte, se alegraba de quedarse solo en casa. Cuando regresaban de pasar el invierno en Arizona, todos estaban felices y relajados, y las cosas iban bien.

En aquel momento, se alegró más que nunca de que estuvieran en Arizona. Si Natalie Baker daba con su madre y empezaba a hacer preguntas, acabaría teniendo un ataque de nervios.

Atravesó el pueblo conduciendo lentamente, manteniendo los ojos bien abiertos, y vio el Mustang rojo aparcado frente a la cafetería.

Estaba convencido de que volvería a saber de aquella mujer. Aunque a Isabel la conocieran como Bell y hubiera conseguido ocultar su origen hispano, no era difícil relacionar Carlos Julián con C.J.

Era cuestión de tiempo que se descubriera que era uno de los bastardos Beaumont.

Capítulo Dos

 

Natalie sería muchas cosas, pero nadie podía negar que no fuera persistente. Incluso su padre habría reconocido que nunca se daba por vencida. Quizá esa fuera la única lección valiosa que había aprendido de él.

Sintió un escalofrío en el coche y subió la calefacción un poco más, pero no sirvió de nada. Soplaba un fuerte viento que parecía venir del norte, por lo que iba a ser imposible que su Mustang se mantuviera caldeado.

Durante las tres últimas semanas había visitado con frecuencia Firestone, haciendo amigos entre sus habitantes y tratando de obtener información sobre Patrick Wesley y su familia. No había sido fácil. Para empezar, el café de la cafetería era horrible. Además, todo el pueblo parecía haber cerrado filas, como aquel guapo cowboy y el dueño de la tienda de piensos.

Aun así, era suficientemente guapa y famosa como para atraer la curiosidad de algunos de sus habitantes, y sabía muy bien cómo usar sus armas. Había pasado semanas coqueteando y sonriendo a hombres que se mostraban encantados de que una mujer joven les prestara atención.

Pero se habían dado cuenta de sus intenciones. Al final, no había sido uno de los más viejos el que había metido la pata, sino un joven fanfarrón de veintitantos años. Había sido la única amenaza real con la que se había encontrado. Los viejos nunca llegarían al final con sus insinuaciones, motivo por el que era más seguro desplegar sus armas con ellos. Por fin había dado con lo que buscaba. Al parecer, Pat Wesley, que en opinión de sus vecinos era un santo, tenía un hijo. Eso en sí no era algo extraño. Pero su hijo se llamaba C.J.

Carlos Julián Santino tenía que ser C.J. Wesley. No había otra alternativa.

Se frotó los brazos por encima del abrigo. Llevaba media hora sentada frente a la casa de los Wesley y no sabía cuánto tiempo más podría soportarlo. Hacía mucho frío.

No dejaba de repetirse las preguntas que le haría a aquel tal Wesley. Quizá fuera el frío el que no la dejaba pensar con claridad, porque no dejaba de recordar a aquel alto y moreno cowboy de la tienda de piensos.

A pesar de que había pasado mucho tiempo en Firestone durante las últimas tres semanas, no había vuelto a verlo. Tampoco había estado buscándolo. Había dejado muy clara su postura, no estaba dispuesto a ayudarla. Ella, por su parte, no podía perder el tiempo. Pero eso no había evitado que dejara de pensar en él. Era difícil borrarlo de su cabeza después de haberse imaginado despojándolo de su chaquetón de borrego y de su sombrero. Llevaba semanas despertándose con una sensación de frustración, y todo por un cowboy con un fuerte carácter.

¿Cómo serían sus ojos? ¿Vería su programa? ¿Pensaría en ella alguna vez?

Sin dejar de dar vueltas a aquellos pensamientos, se puso a leer mensajes en Twitter. Su último comentario acerca de la gran exclusiva que daría en el programa del día siguiente solo había sido reenviado cuatro veces. Tampoco en Instagram el seguimiento había sido mayor.

Sintió que el pecho se le encogía. Aquella sensación, que no tenía nada que ver con el frío, llevaba semanas acompañándola. Si no le prestaban atención, dejarían de seguirla.

Su teléfono emitió un sonido al recibir un mensaje. Era de Steve, su productor.

¿Tienes algo ya?

Natalie respiró hondo.

En ello estoy.