Un rey seductor - Sharon Kendrick - E-Book

Un rey seductor E-Book

Sharon Kendrick

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un seductor desconocido … ¿o su futuro marido? La princesa Zabrina había accedido a casarse con un rey para intentar salvar a su país de la ruina, pero, antes de la boda, decidió aprovechar su primera y única oportunidad de ser libre… ¡con el jefe de los escoltas! Su encuentro había sido impresionante… hasta que él le había revelado su verdadera identidad. Roman había querido conocer a su futura reina mejor. ¡Y lo había conseguido! No obstante, pensaba que no podía confiar en ella. Sin embargo, Zabrina no iba a dar marcha atrás en su acuerdo, y la química que había entre ambos no parecía que fuese a desaparecer…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 178

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Sharon Kendrick

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un rey seductor, n.º 2871 - julio 2021

Título original: One Night Before the Royal Wedding

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción.

N ombres, c aracteres, l ugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-914-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUIÉN era?

Sin duda, una marioneta.

Zabrina hizo una mueca al darse cuenta de que casi no reconocía a la persona que había al otro lado del espejo. Porque la mujer del espejo era una impostora, tan arreglada. Volvió a sentir pánico. Cada vez quedaba menos para la boda y no iba a poder evitarla.

–Por favor, no frunzas el ceño –le dijo su madre automáticamente–. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? No es apropiado en una princesa.

Pero en esos momentos Zabrina no se sentía como una princesa, sino como un objeto. Un objeto al que se trataba con el mismo cuidado que a un saco de arroz a lomos de un burro de camino al mercado.

¿Acaso no era esa la historia de su vida?

Prescindible y desechable.

Dado que era la hija mayor, y mujer, siempre se había esperado de ella que salvaguardase el futuro de la familia. Por ese motivo, habían ofrecido su mano al futuro rey cuando era poco más que una niña. Solo ella podía salvar al país de la mala gestión de su débil padre, eso era lo que le habían dicho siempre y así lo había aceptado. No obstante, el momento de la verdad se estaba acercando y Zabrina tenía el estómago encogido de pensar lo que la esperaba. Se giró hacia su madre con gesto de pena, como si a aquellas alturas todavía fuese posible algún tipo de aplazamiento.

–Por favor, mamá –le pidió en voz baja–. No me obligues a casarme con él.

Su madre sonrió.

–Ya sabes que lo que me pides es imposible, Zabrina, siempre has sabido cuál era tu destino.

–¡Pero se supone que estamos en el siglo XXI! Pensé que las mujeres éramos libres.

–La palabra libertad no tiene lugar en una vida como la tuya –protestó su madre–. Es el precio que tienes que pagar por la posición que ocupas en la vida. Eres una princesa y las normas que gobiernan a la realeza son diferentes a las de los ciudadanos comunes. ¿Cuántas veces te hemos dicho que no puedes comportarte como tú quieras? Vas a tener que interrumpir esas misiones tuyas de madrugada, Zabrina. Sí, ¿no pensarás que no estamos al corriente?

Zabrina clavó la vista en sus brillantes zapatos plateados e intentó tranquilizarse. Había vuelto a meterse en un problema por ir a visitar un refugio que había a las afueras de la ciudad, decidida a utilizar sus privilegios para mejorar la vida de algunas mujeres en su país. Mujeres golpeadas por la pobreza y, algunas, controladas por hombres muy crueles. Había invertido los pocos ahorros que tenía en algo en lo que creía. Contuvo una sonrisa amarga. Mientras hacía aquello, la vendían al rey de un país vecino, lo que significaba que era igual de impotente y vulnerable que las mujeres a las que pretendía ayudar. ¡Qué ironía!

Levantó la mirada.

–Bueno, me temo que es evidente que no voy a poder comportarme como quiera cuando me case con el rey.

–No sé por qué pones tantas pegas –le respondió su madre–. Esta unión tiene muchos aspectos positivos, aparte de los económicos.

–¿Como cuáles?

–Como el hecho de que el príncipe Roman de Petrogoria es uno de los hombres más influyentes y poderosos del mundo y…

–¡Tiene barba! –espetó Zabrina–. ¡Y yo odio las barbas!

–Eso no ha impedido que tenga una legión de admiradoras, que yo tenga entendido –le respondió su madre con los ojos brillantes–. Pronto te acostumbrarás. La barba es, además, signo de virilidad y de fertilidad en muchas culturas. Así que acepta tu destino con los brazos abiertos y te verás recompensada.

Zabrina se mordió el labio inferior.

–Si al menos se me permitiera llevarme a una de mis sirvientas, eso me haría sentir un poco como en casa.

–Ya sabes que no es posible –le dijo su madre con firmeza–. Según la tradición, tienes que ir con tu marido dejando atrás tu anterior vida, aunque sea solo un gesto simbólico. Tu padre y yo llegaremos a Petrogoria con tus hermanos a tiempo para la boda.

–¡Pero si faltan semanas!

–Así tendrás la oportunidad de instalarte en palacio y de prepararte para tu nuevo papel como reina de Petrogoria. Después, si todavía deseas contar con alguno de nuestros sirvientes, estoy segura de que tu marido no pondrá ninguna objeción.

–¿Y si es un tirano? –susurró Zabrina–. ¿Y si discrepa conmigo por el mero hecho de llevarme la contraria?

–En ese caso, tendrás que adaptarte a la situación. Debes recordar que Roman es el rey y que será él quien tome las decisiones en vuestro matrimonio. Tu papel como reina es aceptarlo.

Su madre frunció el ceño.

–¿No te has leído esos libros que te di?

–Han sido una buena cura para mi reciente insomnio.

–¡Zabrina!

–Los he leído –admitió ella–. O, más bien, lo he intentado. Debieron de escribirlos hace por lo menos cien años.

–Se puede aprender mucho del pasado –le contestó su madre más serena–. Ahora, sonríe y vamos. El tren te está esperando en la estación para llevarte a tu nuevo hogar.

Zabrina suspiró. Se sentía atrapada porque lo estaba y no tenía escapatoria. Nunca había querido casarse con nadie, mucho menos con un hombre al que ni siquiera conocía.

No obstante, había aceptado su destino, sobre todo, porque era lo que se había esperado de ella. Siempre había sido consciente de los problemas económicos de su país y de que ella podía cambiar esa situación. Tal vez porque era la hija mayor y quería a sus hermanos, se había convencido de que podría hacerlo. Al fin y al cabo, no sería la primera princesa de la historia destinada a un matrimonio concertado.

Así que había estudiado la historia de Petrogoria y su idioma. Había estudiado la geografía del país que iba a convertirse en su nuevo hogar, en especial, la extensa zona que ocupaba el bosque Marengo. La parte del bosque que estaba en su país pasaría a manos de su marido después del matrimonio a cambio de una buena suma de dinero. Pero, en esos momentos, Zabrina tenía la sensación de que todo aquello no tenía nada que ver con su vida real. Como si hubiese estado soñando y, de repente, se hubiese despertado.

El vestido largo acarició los suelos de mármol mientras seguía a su madre y bajaba las escaleras de palacio que conducían a la enorme entrada, donde numerosos sirvientes empezaron a inclinarse al verlas aparecer. Sus dos hermanas corrieron hacia ella, mirándola con incredulidad.

–¿Zabrina, de verdad eres tú? –le preguntó Daria.

–¡No pareces tú! –exclamó Eva.

Ella se mordió el labio inferior mientras las abrazaba y les decía adiós. Tomó en brazos a la pequeña Eva, de siete años, y la apretó con fuerza contra su cuerpo porque la consideraba casi una hija. Quería llorar. Quería decirles lo mucho que las iba a echar de menos, pero eso no habría sido sensato, no habría estado bien. Tenía que ser adulta y madura y concentrarse en su nuevo papel de reina, no podía dejarse llevar por la emoción.

–No sé por qué no te vistes así más a menudo –comentó Daria–. Te queda muy bien.

–Probablemente, porque no es la ropa más adecuada para montar a caballo –le explicó Zabrina–. Ni para correr por los jardines de palacio.

Casi nunca se ponía vestidos, le gustaba sentirse libre y llevar el pelo recogido en una sencilla coleta, no rizado y adornado con perlas gracias a la estilista de su madre.

–Cuánto me alegro de verte vestida como a una mujer joven, para variar –le dijo el rey con la voz ronca–. Y no como a un mozo de establo. Me parece que el papel de reina de Petrogoria te va muy bien.

Por un instante, Zabrina se preguntó cómo reaccionaría su padre si le contestaba que no iba a hacerlo. No obstante, sabía que, aunque su país no hubiese tenido una importante deuda, su padre jamás habría querido ofender a su vecino más cercano anunciándole que la boda no tendría lugar. El resultado habría sido una grave crisis política y muchos egos destrozados.

–Eso espero, papá. De verdad –le respondió, girándose hacia su hermano, Alexandru.

Este la miraba con preocupación, pero no podía hacer nada al respecto. Al fin y al cabo, solo tenía diecisiete años. En realidad, era un niño. Además, Zabrina se recordó que estaba haciendo aquello por él. Quería que Albastasia volviese a ser un gran país a pesar de que sospechaba que Alexandru no tenía el deseo de convertirse en su próximo rey.

Zabrina avanzó hacia el coche que la estaba esperando fuera y, mientras se subía a la parte trasera del antiguo Rolls-Royce, pensó en el viaje que tenía por delante. El coche la llevaría a la estación de ferrocarril, donde la esperaba el tren del rey Roman de Petrogoria, con su equipo de seguridad dispuesto a acompañarla. En aquella bonita tarde de primavera, el tren atravesaría los campos y el espectacular bosque Marengo que dividía los dos países. Al día siguiente llegarían a Rosumunte, la capital de Petrogoria, donde ella conocería por fin a su futuro marido, idea que la aterraba. Llevaba días convenciéndose de que tendría que poner expresión de amabilidad y agradecimiento, y hacer la reverencia lo mejor que pudiese, con la mirada bajada, hablando solo para responder si le hacían alguna pregunta. Esa noche habría fuegos artificiales y celebraciones.

Todo el mundo iba a festejar que dos extraños iban a pasar el resto de sus días juntos.

Zabrina miró hacia los establos con añoranza y pensó en su querido caballo, al que había montado por última vez esa mañana. ¿Cuánto tiempo tardaría Midas en echarla de menos? ¿Se daría cuenta de que, hasta que pudiese llevárselo a Petrogoria, sería uno de los mozos el que lo pasearía todos los días para que tuviese su dosis diaria de ejercicio?

Ella pensó en aquel rey barbudo y supo que ella tenía mucho más de qué preocuparse. ¿Y si su aspecto físico le resultaba repugnante? A pesar de sus comentarios jocosos, había leído el libro que le había regalado su madre, aunque casi toda su educación sexual procedía de Internet y de una versión online del Kama Sutra. También había visto alguna película que le había hecho sentirse fascinada y repugnada a partes iguales por el tema. De hecho, se había puesto a sudar al pensar en tener que hacer lo que había visto hacer a los actores. ¿De verdad podría soportar las indeseadas caricias del rey barbudo durante el resto de su vida?

Tragó saliva.

Sobre todo, siendo totalmente inocente.

Supo que debía resignarse. Nunca la había tocado ni mucho menos besado un hombre, ya que su virginidad tenía un papel fundamental en aquella boda concertada.

El coche arrancó, dejando atrás los aplausos y vítores de sus sirvientes, y Zabrina empezó el viaje hacia su indeseado destino con el corazón en un puño.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SEÑOR, le ruego que no siga adelante con su delirante plan.

Roman frunció el ceño sin dejar de mirar a su preocupado secretario mientras esperaban delante de la estación de ferrocarril a que llegase la princesa. No estaba acostumbrado a que lo contradijesen, así que apretó los labios.

–¿Y cuáles son exactamente tus objeciones? –inquirió en tono frío.

Andrei respiró hondo antes de responder.

–Majestad, venir aquí disfrazado de ese modo es correr un grave riesgo de seguridad.

Roman arqueó las cejas.

–Estoy seguro de que el tren estará lleno de guardias armados, dispuestos a arriesgar su vida por mí si fuese necesario.

–Sí, sí.

–Entonces, ¿cuál es exactamente tu problema, Andrei? ¿Qué riesgo hay?

Andrei se aclaró la garganta y se quedó pensativo, como escogiendo sus siguientes palabras con cuidado.

–¿No se enfadará la futura reina al descubrir que el hombre con el que va a casarse se ha disfrazado de un común y corriente guardaespaldas?

–¿Por qué no permites que sea yo quien juzgue eso? –replicó Roman en tono gélido–. No creo que el estado de ánimo de la futura reina sea asunto tuyo.

Su secretario inclinó la cabeza.

–Por supuesto que no. Discúlpeme. Lo que ocurre es que, como su ayudante más antiguo, me veo en la necesidad de indicarle cualquier posible escollo que…

–Sí, sí, ahórrate la charla –lo interrumpió Roman con impaciencia, yendo hacia la alfombra roja que llevaba hasta el tren que esperaba ya en las vías para partir en dirección de Petrogoria–. Solo dime que se ha entendido lo que quiero.

–Por supuesto, señor. Todo el mundo está informado de que viaja como guardaespaldas. Su nombre será Constantin Izvor y nadie lo tratará de señor ni de Majestad. También se les ha informado de que no deben inclinarse ante usted bajo ningún concepto, para no desvelar así su verdadera identidad.

–Bien.

–Y también saben que, junto a una doncella, serán los únicos que puedan acceder a la princesa.

–Correcto.

–Espero que no le moleste que le diga, señor, que es un poco extraño verlo recién afeitado.

Roman sonrió porque aquel era un sentimiento que compartía con su secretario. Había llevado barba desde los diecinueve años y la barba negra era una de sus características personales. Ni siquiera cuando había ascendido al trono, cuatro años antes, había accedido a afeitarse. Así que para él también había sido una sorpresa lo mucho que un afeitado y un corte de pelo podían cambiar el aspecto de alguien. De hecho, muchos de sus sirvientes ni siquiera lo habían reconocido al verlo.

En esos momentos sentía el placer de un anonimato que sabía que no volvería a saborear jamás. Ya había viajado de incógnito antes, para ir a ver a alguna de sus amantes en Europa, pero nunca había fingido ser otra persona que no fuese el rey, y la idea de estar en la piel de un plebeyo le resultaba liberadora.

Mientras esperaba la llegada de Zabrina, Roman sintió que su secretario no se relajaba, y tal vez fuese comprensible, teniendo en cuenta que él se estaba comportando de un modo inusual. Durante años, no había pensado demasiado en aquel matrimonio de compromiso, ya que dichas uniones eran habituales en la realeza. De hecho, el único que había roto la norma había sido su propio padre, y los resultados habían sido desastrosos y habían tenido consecuencias durante muchos años. Y aquel era un error que Roman estaba decidido a no repetir, ya que el ejemplo del breve matrimonio de sus padres había sido suficiente para hacer que rechazase cualquier cosa que pudiese definirse con la palabra «amor».

Hizo una mueca. Solo los locos o los soñadores creían en el amor.

Él sabía que tenía que casarse para continuar con la línea sucesoria en Petrogoria, y que debía escoger a una esposa que encajase bien en el papel de reina. Además, iba a hacerse con el bosque Marengo a cambio de una buena suma de dinero. Era un trato que satisfaría las necesidades de ambos países y que, en papel, le había parecido perfecto. De hecho, durante muchos años, aquel acuerdo no había interferido en absoluto en su vida privada, y él había disfrutado de relaciones breves con mujeres bien escogidas tanto por su discreción como por su belleza.

No obstante, en los últimos tiempos el tema del matrimonio había empezado a inquietarlo. A veces, se preguntaba qué clase de mujer sería la princesa Zabrina en realidad, ya que los rumores que habían llegado a sus oídos no eran precisamente motivos de tranquilidad. Decían que le gustaba expresar siempre su opinión, que en ocasiones desaparecía y nadie sabía a dónde iba. Y él se preguntaba si era posible que la princesa, aunque virgen, no fuese la persona adecuada para ejercer como reina en su querido país ni para educar a sus hijos.

Tragó saliva, de repente, tenía la garganta seca y áspera.

¿Y si su futura esposa era tan imprudente como su madre?

Se sintió triste, pero enseguida apartó aquello de su mente. En su lugar, se concentró en el apagado brillo del Rolls-Royce mientras se aproximaba a la parte delantera de la estación, con su bandera albastasiana ondeando al suave viento. Pronto podría dejar de hacer conjeturas y descubriría qué clase de mujer era Zabrina en realidad. Para empezar, su aspecto. En las pocas imágenes que había visto de ella, miraba a la cámara con cautela, como si no le gustase que la fotografiasen.

Allí estaba. La puerta del coche se abrió y salió una mujer. La punta del zapato plateado contrastó vívidamente con la alfombra roja, que se extendía ante ella como un río de sangre. La vio moverse como si estuviese incómoda con el largo vestido y Roman sintió una inesperada descarga de adrenalina al observarla. Porque era…

Se le había acelerado el corazón.

Desde luego, no era como se la había esperado. De baja estatura y muy delgada, parecía mucho más joven de lo que él había pensado, aunque sabía que tenía veintitrés años, diez menos que él. No obstante, en esos momentos le pareció una niña. Una niña con todo el peso del mundo sobre los hombros, a juzgar por su sombría expresión. La vio forzar una sonrisa mientras se acercaba a ella y pensó que no era posible que estuviese tan preocupada, su situación era la que muchas otras mujeres habrían deseado.

¿Quién no querría casarse con el rey de Petrogoria?

Al acercarse más se dio cuenta de que le brillaba la piel. Aquella no era la piel protegida de una princesa mimada que pasase casi todo su tiempo entre los muros de un palacio. De hecho, su rostro tenía el color de alguien a quien le gustaba estar al aire libre. Él frunció el ceño, aquello encajaba con los rumores que había oído sobre ella. No obstante, se fijó en que sus ojos eran de un verde muy intenso, como el de los altos árboles del bosque Marengo, que pronto sería suyo, y que los abría mucho cuando él se acercó. Eran unos ojos muy bonitos, profundos, pero inocentes al mismo tiempo. Él pensó en lo que estaba a punto de hacer, en que, probablemente, algún día se reirían juntos de aquello, y se inclinó ante ella.

–Buenos días, Alteza –la saludó, deseando no ir de incógnito, para así haber podido tomar su mano y besársela–. Me llamo Constantin Izvor, soy el jefe de escoltas y me voy a asegurar de que llegue sana y salva a Petrogoria.

–Buenos días.

Zabrina le respondió con seguridad a pesar de que estaba temblando por dentro. Inclinó la cabeza, sobre todo, para ocultar su rostro, consciente de la desconcertante mezcla de emociones que la invadía. Al ver al jefe de escoltas lo primero que había pensado era que le parecía demasiado seguro de sí mismo…

Lo segundo, que era muy guapo.

Muy guapo y muy fuerte, el hombre más impresionante que había visto en toda su vida.

Intentó no fijar la mirada en él, pero le resultó difícil. Desde niña, le habían enseñado a no mirar fijamente a los ojos, pero, en aquellos momentos, le resultó una tarea imposible de cumplir. Y, pensando que seguro que le estaba permitido estudiar al hombre que iba a asegurar su protección, decidió hacerlo.

Tenía el pelo negro corto y la piel brillante, casi como si fuese de oro. Su rostro parecía tallado y esculpido de manera exquisita, y una pequeña cicatriz en el mentón era lo único que evitaba que fuese perfecto. Llevaba puesta una camisa color crema que se pegaba a su ancho torso, pantalones ajustados y unas botas que enmarcaban sus poderosas piernas. Zabrina vio que llevaba una espada colgada del cinturón y, al otro lado, la inconfundible forma de una pistola. Las dos armas hacían que pareciese invulnerable. Le hicieron pensar en peligro y sentirse nerviosa, pero no preocupada.