Un soltero empedernido - Vivian Leiber - E-Book

Un soltero empedernido E-Book

Vivian Leiber

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Beschreibung

El Gobierno de los Estados Unidos le había confiado a Chessey Banks Bailey, experta en protocolo del Departamento de Estado, la tarea de enseñar buenas maneras al rudo héroe de la Guerra de Irak, Derek McKenna. Mientras el teniente iba aprendiendo, Chessey se dio cuenta de que era un hombre único y extremadamente sexy, que la subyugó desde su primer beso: desde ese momento la joven supo que deseaba ardientemente convertirse en su novia. ¿Pero lograría ella, miembro de la alta sociedad de Washington, apropiarse de su noble corazón?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización

de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Arlynn Leiber Presser

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un soltero empedernido, n.º 1058- junio 2022

Título original: Soldier and the Society Girl

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-675-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

No —contestó el teniente Derek McKenna.

El joven militar miró a los miembros de la reunión en el ostentoso despacho del Departamento de Estado. Parecía como si no hubieran comprendido su respuesta, y trataran de encontrar una solución al problema lo antes posible. Derek debía ser paciente: el grupo al que se enfrentaba no estaba acostumbrado a recibir un no por respuesta.

Cualquier soldado con sentido común habría sentido miedo a rechazar los planes previamente organizados por los miembros de la reunión.

Pero los dos años anteriores transcurridos en pleno infierno le habían dado la suficiente autoridad como para no dejarse impresionar por los representantes del gobierno y el general lleno de medallas.

—No —repitió Derek por si alguien tenía alguna duda sobre su respuesta.

La aclaración no fue en vano.

Los congresistas por Nueva York se lo quedaron mirando, mientras uno de ellos mordía la parte superior de un lápiz. El congresista por Arizona se quedó con la boca abierta y el responsable del Departamento de Estado se limpió sus elegantes gafas metálicas con la corbata de seda, diciendo:

—¿Ha dicho usted que no?

—Sí, señor. Así es —contestó serenamente Derek.

A continuación, elevó orgullosamente el mentón, desafiando la postura del general. Quería volver a la granja de su familia, cansado de ver mundo y de tener aventuras como las de Irak.

Kentucky era un buen lugar para vivir tranquilamente.

—Pero, soldado…

—Mi general —le interrumpió el teniente—, en mis noches de cautiverio no había lugar para pensar en cenas de sociedad con altos dignatarios o miembros de la Casa Blanca. No tenía la mínima intención de pasarme horas dando la mano al público congregado en actos oficiales, desfiles o mítines políticos.

En efecto, lo que Derek había soñado era volver a la propiedad de su familia y cultivar las verdes y jugosas praderas de Kentucky. Deseaba vivir en el campo disfrutando de los aromáticos amaneceres y el sonido ensordecedor de las cigarras buscando pareja. Le apetecía notar el crujido de la vieja mecedora instalada en el porche, tras una dura jornada de trabajo.

A veces, en la prisión, sus recuerdos eran tan intensos y reales que le parecía que la celda en la que estaba encerrado era un sueño del que acabaría por despertar. Cuando de nuevo era consciente de la realidad, se sumergía en un letargo de tristeza y amargura: no se trataba de despertar, sino de aguantar y encontrar una salida lo antes posible.

El hecho de encontrarse ante tal grupo de colaboradores era una prueba fehaciente de que había logrado su objetivo.

Pero Derek volvió a pensar que esos hombres estaban en un error si pensaban que iba a aceptar sus propuestas.

—Además, mi general, mi tarjeta de reclutamiento caducó cuando estaba en Bagdad.

Un asistente elegantemente vestido y con gafas, sacó unas cuantas hojas de su maletín. Él mismo se presentó diciendo:

—Mi nombre es Joe Morris, del Departamento de Justicia. Teniente McKenna, un militar puede ser reclamado por el Ejército en circunstancias especiales, por mucho que la fecha de su alistamiento haya caducado.

Consultando sus notas, el asesor jurídico prosiguió.

—El caso de Green contra Grant es muy evocador a este respecto. Ahora le leeré la sentencia proclamada por el juez del caso que…

—No creo que todo esa información legal sea pertinente en estos momentos —le interrumpió el general—. Coméntenos lo meramente necesario.

Para Joe Morris la intervención del alto mando militar le hizo perder la oportunidad de lucirse con la investigación que había preparado durante toda una semana.

—¿Lo meramente necesario, señor?

—Sí, háblenos de las circunstancias especiales…

Morris se aclaró la voz, mirando a Derek McKenna.

—El presidente de los Estados Unidos puede reclamar su reincorporación a filas hasta que lo crea necesario, en nombre del interés nacional. En otras palabras, como dijo el Tribunal Supremo…

—Póngame con el Presidente —solicitó el general a su secretaria, interrumpiendo al brillante letrado una vez más.

Pero Derek le hizo un gesto para que no se produjera la llamada con la Casa Blanca. La secretaria vaciló unos breves instantes, antes de colgar el aparato con su pequeña mano impecable.

—Está bien. Le concedo dos semanas si no se pone en contacto con el Presidente —accedió el teniente.

—Tres meses —regateó el general.

—Un mes —propuso Derek.

—Está bien, un mes. Pero la agenda va a estar apretadísima. Tendrá que aparecer en público por lo menos una vez al día.

Winston Fairchild se arrellanó en la butaca y le hizo un gesto a su secretaria.

—Por favor, vaya elaborando una agenda para distribuir las apariciones en público a lo largo del mes.

—Sí, señor. Mañana estará preparada.

—No. Instálese en mi mesa y vaya confeccionando el calendario a medida que vayan planteándose los actos oficiales. Entonces, tenemos un mes dividido entre cuatro apariciones diarias, de tres a cuatro horas de duración cada una…

—Fairchild, incluso en plena guerra los soldados van rotando en cada combate —dijo Derek.

—Pero esto no es la guerra —comentó maliciosamente su superior—. Es un placer.

—Un placer al que no sé si quiero dar rienda suelta —respondió Derek sentándose cómodamente en el sofá, poniendo las botas sobre la mesa de caoba.

El teniente se dio cuenta de que una gota de asfalto se había quedado pegada sobre el mueble y sonrió traviesamente. Derek continuó diciendo:

—Me gustaría empezar la semana que viene.

—No, mañana.

—Pues dentro de tres días.

—Teniente, no puede poner los pies sobre esa mesa —le espetó Winston—. Fue adquirida por la esposa de Martin van Buren y pertenece al patrimonio nacional.

Los despachos de los últimos pisos del Departamento de Estado habían sido restaurados recientemente con elegantes muebles, alfombras, cuadros y accesorios de principios del siglo XIX.

Pero lejos de incomodarse con la advertencia de Fairchild, Derek tomó una lata de refresco sin alcohol que se encontraba en una mesa supletoria, a un lado del sofá.

—¿Me deja un momento su pluma? —le pidió el teniente a Joe Morris.

Se trataba de una Mont Blanc.

—Me la regaló mi madre cuando me gradué —le explicó el abogado del Departamento de Justicia.

Derek la dejó a un lado y le pidió un bolígrafo a otro asistente. Cuando lo tuvo en su mano, abrió la lata del refresco y metió el bolígrafo para remover la bebida. A continuación, se bebió el contenido en cinco tragos.

Esa forma de tomar el contenido de la lata la había aprendido en la Universidad, pero con el tiempo dejó de practicarla. Sin embargo, en la guerra de Irak pudo comprobar que a los iraquíes les encantaban los refrescos de cola americanos y el ajedrez. Entrenado por sus soldados, practicó el juego de mesa hasta ser un experto y así poder introducir las bebidas de cola como elementos de canje y contrabando. Esos eran los juegos que les habían mantenido con ilusión en los momentos más duros de su reclusión, lejos de Occidente y olvidados por la civilización.

Si quería, todavía podía llegar a ser un caballero, pero la idea no entraba dentro de sus planes.

Tras terminar con la bebida dejó la lata en la mesa supletoria y devolvió el bolígrafo a su dueño. Entonces eructó con total desinhibición delante de los integrantes de la reunión.

—Señor Fairchild, ¿sigue interesado en que me quede para hacer la agenda del mes que viene? —preguntó atónita su secretaria.

Sus palabras no obtuvieron respuesta. Winston estaba anonadado. Para colmo, otra gota de asfalto se había deslizado desde sus botas sobre la mesa de la señora de Martin van Buren.

—¿No cree que sería un error enviarme a alguna cita oficial? —dijo Derek, soltando un nuevo eructo.

—General, quizás no sea una buena idea sacarlo a la palestra —puntualizó el congresista por Arizona—. Sería capaz de hacer cualquier cosa en público.

—Cualquier cosa, es cierto —dijo el teniente, eructando plácidamente, una vez más.

Los miembros de la reunión comprendieron con desazón el grado de salvajismo que envolvía al teniente.

El general miró fijamente a Derek incitándole a pedir disculpas por su mala conducta.

—Soldado, compórtese —le advirtió su superior.

—General, ¿qué le parece si le propongo una solución? —dijo Fairchild, cómodamente sentado en su sillón.

—¿Qué solución?

—Por favor, llame al servicio de Protocolo —le pidió Winston a su secretaria—. Haga venir a Chessey Banks Bailey: este hombre necesita el equivalente de Mary Poppins para poder relacionarse de nuevo con los humanos.

 

 

En un despacho de la planta baja del edificio se encontraba el pequeño y mal iluminado despacho de Chessey Banks Bailey. Sobre su mesa había una serie de sobres perfectamente alineados, en cuyo remite siempre figuraba su nombre. En cada uno se planteaba un problema de protocolo y ella había contestado dando una solución.

Chessey procedía de una de las familias que llegaron a América en el Mayflower. Sus otros antepasados habían hecho grandes fortunas con el negocio de diamantes o de pieles. Pero todo esto había desaparecido prácticamente de la memoria colectiva. No obstante, los descendientes que vivían en la actualidad seguían aumentando sus fortunas con el paso del tiempo. Las señoras de la familia aparecían con regularidad en las revistas de sociedad, así como sus maridos, sus casas y sus mascotas.

Para cualquier periodista encargado de ese tipo de publicaciones habría sido una gran sorpresa descubrir que de todo el dinero de los Banks Bailey no había caído ni un dolar en el bolsillo de Chessey.

Entre los sobres que se encontraban delante de ella había invitaciones de bodas, de bautizos o simplemente invitaciones para acudir a alguna cena. Para todos estos actos, Banks Bailey tenía que ir adecuadamente vestida y llevar un regalo.

Los trajes de gala no representaban un problema: sus primas habían sido generosas con los modelos de la última temporada y le habían regalado varios trajes de chaqueta de Chanel y algún vestido de Dior. Aunque las faldas le solían quedar cortas, puesto que había heredado las largas piernas de su madre, una vez que le habían arreglado y planchado el bajo de las prendas, Chessey lograba ir impecable a cada recepción.

En cuanto a los regalos, la cosa se ponía más seria. Sus primas, que se habían ido cansando nada más cumplir los veinte años con adinerados maridos de excelente familia, requerían regalos importantes. Para los bautizos siempre venía bien algo de plata grabada. Y, entre gastarse el dinero en comida o haciendo regalos, se quedaba con la segunda posibilidad, puesto que en las celebraciones siempre podía aprovechar para comer a gusto…

Chessey estaba organizando las contestaciones, los regalos y los horarios de los próximos actos de sociedad, cuando sonó el teléfono.

—Chessey Banks Bailey, Servicio de Protocolo.

—Suba al despacho de la octava planta —dijo la ayudante de su jefe sin esperar una respuesta.

Winston Fairchild requería su presencia, por eso Chessey comprobó que sus labios estaban apropiadamente pintados y tomó su maletín para subir lo antes posible.

Winston Fairchild III representaba el sueño de toda mujer de su entorno. Se trataba de un hombre inteligente, refinado y culto. Había estudiado en Harvard y procedía de una distinguida familia. Era el prototipo de hombre con el que sus parientes desearían contar como pareja suya para asistir a las recepciones de los domingos. Con él podría considerarse como otra Banks Bailey más, es decir, como sus primas. Hasta su abuela le había sugerido que le invitara a alguna de las reuniones familiares.

Ella, por su parte, tenía ciertas fantasías: se veía junto a Winston escuchando música clásica, leyendo la prensa del domingo y tomando un café capuchino.

Pero se trataba de un sueño imposible, teniendo en cuenta que ella era un miembro pobre de la familia, por lo cual Winston no la miraba directamente a los ojos, como habría sido el caso de sus primas.

 

 

Chessey llamó a la puerta y entró en el despacho. Sólo había sido convocada una vez por Winston: el día que ella se había incorporado al Departamento de Estado, en su puesto de Ayudante de Protocolo, dos años atrás.

En esta ocasión el despacho estaba mucho más concurrido.

Rápidamente se presentó y dio la mano, que mostraba una manicura impecable, a todos los asistentes.

Cuando se topó con el teniente se quedó de piedra: Derek estaba haciendo malabarismos con los cacahuetes, lanzándolos al aire y recogiéndolos con la boca, sin fallar ningún intento. Le estaba contando al congresista por Arizona que su récord consistía en hacer doscientas veces el mismo número.

Derek era un hombre muy atractivo, pero sólo para las mujeres que amaran la naturaleza salvaje. Tenía una mandíbula poderosa y los ojos azules; el cuerpo bien torneado destacaba por sus músculos perfectamente definidos y además tenía una sonrisa encantadora.

Pero, evidentemente, no era el tipo de hombre que le gustara a la Ayudante de Protocolo.

—No he tenido el placer de conocerlo anteriormente —dijo la colaboradora del Departamento de Estado, estrechándole la mano—. Mi nombre es Chessey Banks Bailey. —Vaya, vaya. ¡Lo que me he perdido en estos dos años! —dijo Derek con un largo silbido.

Chessey se quedó boquiabierta, mostrando reproche y a continuación sorpresa.

—¡Usted es el teniente Derek McKenna!

—El mismo, nena —dijo el héroe levantándose del sofá y acercándose a ella para tomarla en sus brazos.

Antes de que la joven pudiera reaccionar, Derek la besó en los labios, a pesar de las protestas y los pequeños golpes en el pecho que le propinó Chessey al teniente. La boca masculina poseyó con el afán del héroe sediento de recompensa a la pequeña y sensual boca femenina. Cuando el teniente terminó de besarla, ella se sintió en cierto modo privada de su contacto físico, como la muñeca que una niña deja tirada en el cuarto de jugar cuando se ha cansado de ella.

Chessey vio que Winston no se inmutó ante el atropello del que había sido víctima.

Ese tipo de besos no abundaban entre los Bailey, ni entre los Fairchild.

La encargada del protocolo se preguntó si en algún momento Winston podría haberla culpado por provocar sexualmente al teniente. El resto de los asistentes apenas se fijó en ella: miraban atontados el ir y venir del héroe americano.

Finalmente, Fairchild hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.

—Soy un ser completamente impresentable —dijo Derek de sí mismo—. La última persona que debería asistir a los actos oficiales.

—¡Soldado! —le volvió a llamar al orden el general.