Una apuesta de amor - Catherine George - E-Book
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Una apuesta de amor E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

Rose se quedó de piedra cuando James volvió a aparecer en su vida... años después de su matrimonio de conveniencia. Ella entonces había amado a James, y había luchado con fuerza para superar su rápida separación. Cuando se puso en contacto con él para pedirle el divorcio no esperaba que apareciera en persona y le dijera que no estaba preparado para poner fin a su matrimonio. ¿Lo estaba ella? A pesar del tiempo transcurrido, Rose seguía enamorada y seguía existiendo una fuerte atracción entre los dos.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Catherine George

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Una apuesta de amor, n.º 1246 - enero 2015

Título original: Husband for Real

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6091-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Publicidad

Capítulo 1

 

Era el día de San Valentín y cuando vio un sobre rojo en el correo, le hizo gracia. Pero su sonrisa desapareció al ver que la tarjeta no llevaba firma. Frunciendo el ceño, Rose examinó el sobre, pero el sello de la oficina de correos era prácticamente ilegible.

Se quedó pensativa unos segundos y después llevó el correo a la trastienda de la librería, pensando que era una broma. Tenía que serlo. Convencida, encendió las luces y el ordenador, puso música de Schubert para crear ambiente y abrió la puerta, dispuesta a empezar su jornada de trabajo.

Como siempre, las primeras clientes eran madres que iban a la librería para comprar libros de texto. Durante la primera media hora, Rose estuvo muy ocupada buscando libros en las estanterías, anotando pedidos y comentando con las mamás los nuevos títulos infantiles. Interés por los clientes y una atención personal eran algo necesario en una pequeña librería, aunque en Chastlecombe la competencia solo estaba en el supermercado y en un par de quioscos.

Cuando Bel, amiga y ayudante de Rose, entró en la tienda, se partió de la risa al ver la tarjeta.

—¡Qué envidia, jefa! Mi novio no es de los sentimentales —sonrió Bel Cummings, mientras servía dos tazas de café—. Supongo que es de Anthony. Aunque yo habría esperado algo más impresionante…

—De un hombre de su edad —la interrumpió Rose, sabiendo cómo iba a terminar la frase.

—¿No es de Anthony?

—No lo sé.

—Entonces, ¿quién es el amante secreto?

—No tengo ni idea.

—Tiene que ser Anthony —murmuró su amiga—. ¿Vas a verlo este fin de semana?

—Sí, pero esta noche en lugar del sábado. Mañana estará ocupado con Marcus —contestó Rose, tomando un sorbo de café—. Bueno, será mejor que termine con estas facturas antes de que llegue el pedido de hoy.

Mientras Bel atendía a un nuevo cliente, ella empezó a ordenar facturas, sintiéndose absurdamente inquieta. Y, aunque la culpa era de la anónima tarjeta, también le fastidiaba un poco cambiar su rutina. Prefería estar sola los viernes por la noche. Después de darse un baño, le gustaba cenar delante de la televisión e irse pronto a la cama con un buen libro. Pero aquel fin de semana, la ex mujer de Anthony, Liz Garrett, iba a marcharse de viaje y él tenía que quedarse con Marcus.

A Rose le caía bien el chico y por lo que sabía, también ella le caía bien. Le sorprendía que un adolescente prefiriese pasar el fin de semana con su padre en lugar de salir con sus amigos, pero no le importaba que Anthony tuviera que pasar el sábado con su hijo.

Y hubiera preferido que también pasara la noche del viernes con él, la verdad. Rose estaba cansada después de trabajar toda la semana y no le apetecía tener que arreglarse para salir. Para remate, la oferta de cenar solos en su apartamento había sido rechazada a favor de una mesa en el restaurante más elegante de Chastlecombe.

Rose conocía a Anthony de vista, desde que era una adolescente, pero solo habían empezado a salir después de su divorcio. Él era contable y su empresa, que tenía oficinas en Chastlecombe, lo había trasladado poco antes a la central en Londres. Desde el divorcio, Anthony solía pasar los fines de semana en el hotel Kings’s Head y repartía el tiempo entre ella y su hijo.

Rose sabía que no era una casualidad que Anthony Garrett saliera con ella. Su ex mujer y él seguían teniendo los mismos amigos y sabía que Liz conocería al detalle su relación con la gerente de la librería Dryden. Anthony estaba abiertamente orgulloso de su relación con una mujer mucho más joven que él. Y si Rose se sentía a veces como un trofeo, la divertía más que fastidiarla.

A la hora del almuerzo, la librería se llenó de gente, como siempre, y tuvo que convencer a Bel de que saliera a comprar algo de comida. Cuando volvió, Rose había terminado con las facturas, los pedidos y el papeleo y pudo ir a la trastienda para comerse el bocadillo.

Era su costumbre leer alguno de los libros que acababan de llegar mientras comía y estaba riéndose con una historia para niños cuando Bel asomó la cabeza.

—Un paquete para ti, jefa.

—¿Para mí? —murmuró Rose, mirando la caja adornada con un lazo.

Cuando sacó de ella una rosa roja de tallo largo tuvo que tragar saliva.

—¿Pasa algo? —preguntó Bel, alarmada al ver su expresión.

—No, nada.

—¿De quién es?

—Vamos a enterarnos.

En la floristería le dijeron que no sabían quién enviaba la rosa. Por lo visto, su admirador secreto había metido un sobrecito por debajo de la puerta esa mañana, con el dinero y las instrucciones.

Bel le dio un golpecito en el brazo, intentando consolarla.

—¿Te encuentras bien? Llevas todo el día un poco distraída.

—Estoy bien —le aseguró Rose, mirando la flor—. Pero no me gustan nada los misterios. Si es idea de Anthony, esta noche le diré lo que me parece.

—Pero él habría llamado a la floristería como suele hacer siempre.

—Tiene muchos contactos en la ciudad. Cualquiera podría haber metido el sobre por debajo de la puerta.

—Pues a mí me parece muy romántico —declaró Bel antes de volver al interior de la librería para atender a los clientes.

Rose dejó la rosa sobre la mesa, mirándola con expresión preocupada.

 

 

Después de cerrar la librería, Rose empezó a comprobar facturas y pedidos, pero decidió que no le apetecía trabajar más.

Las facturas podían esperar hasta el sábado.

El teléfono estaba sonando cuando llegó a su apartamento, pero cuando descolgó el auricular lo único que pudo oír fue la respiración de alguien.

—¿Quién es? —exclamó, enfadada. Una voz susurró su nombre, haciendo que sintiera un escalofrío. Después, quien fuera, colgó. Furiosa, Rose pulsó el botón para comprobar desde dónde habían llamado, pero no aparecía número alguno. Algún idiota gastándole una broma, se dijo.

Pensando en ello, sacó un jarrón del armario y colocó la rosa de tallo largo, observando aquella flor perfecta… que le enviaba un desconocido. «Una rosa para Rose», recordó una voz. Una voz de hombre. Con ligero acento escocés. Era raro. Podía oír la voz con tanta claridad como si el hombre estuviera a su lado. Pero normalmente, se negaba a pensar en él. La culpa de todo la tenía la estúpida tarjeta de felicitación, que le había recordado cosas que debería olvidar. Y la llamada de teléfono había consiguido ponerla nerviosa. Pero la rosa era lo peor de todo. Su aroma despertaba recuerdos que era mejor tener olvidados, recuerdos que eran como fantasmas.

Pero mientras se arreglaba, por primera vez en muchos años, Rose se permitió a sí misma recordar.

 

 

Rose Dryden ingresó en la universidad al cumplir los dieciocho años y no le hizo mucha gracia descubrir que iba a compartir dormitorio en el campus con dos chicas que habían ido juntas al instituto. Cornelia Longford y Fabia Dennison, las dos un año mayor que Rose, poseían un aura de seguridad que ella envidiaba.

Pero habían resultado ser dos almas generosas que la acogieron bajo su ala y desde el primer día se encargaron de que disfrutara de todo lo que la vida universitaria podía ofrecer.

Rose, agradecida por formar parte del trío, se había acostumbrado a pasar las tardes en compañía de estudiantes de ambos sexos. Al principio sentía envidia del cabello rubio y el aspecto elegante de Cornelia y del cerebro que Fabia escondía bajo un aspecto engañosamente frívolo. Incluso de sus nombres, más aristocráticos que el suyo. Pero maduró mucho en su compañía. Durante el primer año leyó todo lo que caía en sus manos, acudió a todo tipo de fiesta, incluido el baile de navidad, y estaba tan dispuesta como cualquiera a discutir sobre las distintas formas de arreglar el mundo.

Decidida a conseguir las mejores calificaciones, Rose había estudiado mucho. Pero también había aprendido cómo hacer que una jarra de cerveza le durase toda la tarde, cómo coquetear con los compañeros y cómo evitar el peligro cuando alguno se ponía un poco pesado.

—Es sentido común —le había dicho Cornelia—. Si te gusta un chico, sal a solas con él. Si no, solo debes verlo cuando estamos todos juntos.

Rose no le había dicho a sus amigas que los únicos hombres de su vida eran los amigos de su tía y los hermanos de sus compañeras de colegio. Pero tenía suficiente sentido común como para saber que si salía a solas con algún chico, este esperaría algo más que compartir una pizza y una película. Y como no se sentía suficientemente atraída por ninguno como para arriesgarse, aquella actitud era un reto para muchos de sus compañeros de universidad, que se consideraban irresistibles.

—Son idiotas —dijo Rose, irritada, cuando volvió a la facultad después de las vacaciones de navidad—. Lo que pasa es que no me gusta ninguno.

—Ya te gustará —suspiró Fabia, mientras se pintaba las uñas de los pies cada una de un color—. La Madre Naturaleza al final nos pilla a todos. Ya lo verás. Una mirada y… ¡plaf! Te han cazado.

Rose soltó una risita.

—¡A mí no!

—Fabia tiene razón —asintió Cornelia—. Pero la mayoría de los chicos solo quieren pasarlo bien una noche… si tienen suerte —añadió, haciendo una pausa dramática—. El truco es hacer que uno de ellos se enamore locamente de ti y convertirlo en tu esclavo.

Fabia, muerta de la risa, se tumbó sobre la cama moviendo los dedos de los pies para que se le secara el esmalte.

—No puedes hacer que alguien se enamore locamente de ti, Cornelia —protestó Rose.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has intentado alguna vez?

—No, pero…

—Pues entonces, calla y aprende —la sonrisa de Cornelia hizo que Rose sintiera un escalofrío—. Yo estudio neurobiología, ¿recuerdas? Los seres humanos somos pura química. Pero no es magia negra. No necesitas el ojo de una rana ni nada por el estilo… ¡No me mires con esa cara, tonta!

—Es que lo de la química, no sé…

—¿Os cuento mi plan o no?

Fabia asintió, emocionada. Y Rose, que no quería pasar por cobarde, asintió también.

—No te preocupes. Ya verás cómo nos reímos.

El primer paso del plan era que cada una escribiera el nombre de cuatro chicos en diferentes papeles para echarlos dentro de un sombrero.

—Ahora lo movemos y sacamos uno cada una… solo uno —les indicó Cornelia.

Las tres metieron la mano simultáneamente, pero Cornelia levantó la suya antes de que descubrieran los nombres.

—¿Qué pasa? —preguntó Rose.

—Esto necesita un poco de ceremonia. Tú primero, Fabia.

—Will Hargreaves —anunció la joven, con cara de satisfacción—. No he hecho trampa, de verdad. Ha sido suerte.

Cornelia hizo una mueca de disgusto al ver el suyo.

—Joe Kidd.

—Pero si lleva detrás de ti desde el primer día. Eso no vale…

Rose se quedó pálida al leer el nombre que le había tocado.

—¿Quién es? —urgió Cornelia, quitándole el papel—. ¡Uy! ¡James Sinclair!

—Nada menos que James Sinclair —suspiró Rose, decepcionada—. El legendario Sinclair, capitán del equipo de rugby, el que saca mejores notas del campus, el más guapo de todos y que, además, termina la carrera este año. Estupendo. Será mi esclavo en cuanto yo quiera.

Cornelia le dio un golpecito en el hombro.

—No tienes que hacerlo si no quieres.

—Claro que no. Es una tontería —asintió Fabia—. Elige otro nombre, Rosie. Sinclair es imposible.

—¿Por qué? —exclamó ella entonces—. ¿No te parezco suficientemente atractiva como para atraer a un chico como él?

—No es eso. Lo que pasa es que dicen que es gay.

—Solo son rumores porque no se pasa todo el día corriendo detrás de las chicas —la regañó Cornelia.

Rose suspiró con tristeza.

—No sale con ninguna, según me han dicho.

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando fui al partido de rugby con Ally Farmer, ella me lo contó.

Las otras dos se miraron.

—No sabía que te gustara el rugby —murmuró Cornelia.

—He ido a un par de partidos mientras vosotras estabais de compras —intentó explicar Rose, mientras sus amigas la miraban, especuladoras—. ¿Qué pasa?

—Sinclair debe haberte visto entonces —señaló Fabia.

—Sí, ya. Y se ha quedado transfigurado por mis ojos azules mientras el resto del equipo se le colgaba de las piernas para que no metiera un gol.

—Podría ser —murmuró Cornelia—. Tienes unos ojos preciosos, de un azul raro, como turquesa.

—Es verdad —asintió Fabia—. Y siempre te digo que te pintes un poco, pero no me haces caso.

—¿Para qué? Sinclair ni siquiera me ha mirado.

—Lo hará si llevamos a cabo el plan de una manera científica —dijo entonces Cornelia—. Esto es lo que vamos a hacer…

 

 

Rose se metió en la cama aquella noche convencida de que se había vuelto loca. Cornelia y Fabia estaban tan entusiasmadas con el asunto Sinclair que decidieron formar un equipo cuyo objetivo era llevar a cabo una misión imposible: que James Sinclair se fijara en Rose. Según Cornelia, sería un juego de niños enamorar a Hargreaves y Kidd. Sinclair, sin embargo, era un reto que Rose no podía llevar a cabo sola.

De modo que investigarían todos los gustos del capitán del equipo de rugby, su pasado, su familia y todos los detalles de su vida. Y cuando Rose estuviera con él, una idea que la hacía sentir un estremecimiento, podría convencerlo de que eran almas gemelas.

Pero primero debían encontrarse por casualidad.

—¿Dónde? —preguntó Rose.

—En la pista de entrenamiento. Tienes que ir a primera hora de la mañana. Joe me ha dicho que Sinclair corre a las siete.

—¿Tengo que correr? —preguntó entonces Rose, incrédula.

—¿A las siete de la mañana? —intervino Fabia, igualmente horrorizada.

—Tiene que ir antes de las siete. Sinclair debe encontrarse con ella, no al revés.

—Espero que no mucho antes de las siete o estaré muerta antes de que él llegue —protestó Rose.

Mientras daba vueltas en la cama, pensando que el plan era una locura, decidió que por la mañana les diría a sus amigas que había cambiado de opinión. Rose llevaba dormida durante lo que le pareció un minuto, cuando Cornelia la despertó, sorda a todas sus protestas. Mientras Rose se ataba las zapatillas, su amiga le hizo una trenza a toda prisa y la empujó hacia la puerta.

—El café, cuando vuelvas.

—Si vuelvo —murmuró Rose.

La pista de entrenamiento estaba desierta. Quizá Sinclair no iría a correr aquella mañana, pensó, esperanzada. Era un día gris, pero afortunadamente no estaba lloviendo. Rezando para que no apareciera, se puso a correr sin mucho entusiasmo. Daría tres vueltas, se dijo. Y después, a casa. Pero antes de terminar la primera, como no estaba acostumbrada a hacer ejercicio, creyó que iba a desmayarse. Durante la segunda vuelta, cuando consiguió respirar y correr al mismo tiempo, se sentía un poco mejor. Pero entonces escuchó pasos tras ella y el aliento se le quedó en la garganta. De repente, una alta figura masculina con pantalón de deporte oscuro la adelantó, mirando hacia atrás durante un segundo. Sinclair la saludó haciendo un gesto casi imperceptible con la cabeza y después siguió corriendo como si tal cosa.

Su presa estaba a la vista, corriendo como una gacela, y Rose sacó fuerzas de flaqueza para seguir. En lugar de salirse de la pista al terminar la tercera vuelta, empezó otra para darle tiempo al legendario Sinclair a pasarla. Aquella vez, el guapísimo jugador de rugby sonrió y Rose, pensando que había hecho todo lo que se esperaba de ella, se arrastró hasta el dormitorio del campus esperando que su corazón recuperase el ritmo normal… algo que parecía imposible.

—Misión… cumplida —jadeó cuando llegó a la casa.

Cornelia y Fabia empezaron a dar saltos, pidiéndole que les diera detalles.

—Pero antes tienes que darte una ducha caliente porque si no, mañana no podrás levantarte —dijo la sabia Cornelia.

—¿Mañana? ¿Tengo que volver a hacerlo mañana?

—Sí. Bueno, quizá pasado. Hay que darle tiempo para que te eche de menos.

—Pero si casi ni me ha visto.

—Confía en tus mayores, Rosie —le dijo Fabia entonces—. Sinclair te estará esperando mañana.

Por la noche, Rose decidió quedarse en casa en lugar de acudir al salón de actos para una de las muchas reuniones que tenían lugar entre estudiantes.

—Si voy a levantarme antes de las siete, tendré que acostarme temprano. Además, tengo que terminar este ensayo.

Cornelia la despertó a las seis y media de la mañana.

—Vamos, Rose. Arriba.

De nuevo, Rose se enfundó los pantalones de deporte sin dejar de bostezar. Por la noche se había hecho una trenza, así que solo tuvo que lavarse los dientes y echarse agua fría en la cara antes de que Cornelia la empujase fuera, como una madre que envía al colegio a su protestona hija.

Rose llegó a la pista a las siete en punto y aquella vez Sinclair había llegado antes. Horror. Tendría que dar más vueltas para justificar su presencia en el circuito. Cuando se cruzaron en la pista, él sonrió antes de pasarla a toda velocidad. Rose apretó los dientes y siguió corriendo hasta que sus pulmones no pudieron resistir una vuelta más. Aquella vez, sus amigas se asustaron cuando se dejó caer, derrengada, en el sofá.

—No hace falta que te mates, Rose —le dijo Fabia.

—¿Estaba allí? —preguntó Cornelia.

—Claro que… sí. Antes… que yo. He tenido que dar casi cinco vueltas.

—Estupendo. Te vas a poner en forma. Y seguro que esta vez sí se ha fijado en ti.

—¿Cómo no iba a fijarse? Me ha pasado unas cincuenta veces —suspiró Rose, incorporándose—. Por Dios, que alguien me haga un café mientras me ducho.

Al día siguiente no tendría que correr, le dijo Cornelia. Era sábado y podía verlo en el partido de rugby.

—Y para que no piense que andas detrás de él, iremos contigo y animaremos a Hargreaves. Nos viene de maravilla.

Fabia opinaba que Rose debía llevar la ropa de deporte para que Sinclair se acordase de ella, pero Cornelia no estaba de acuerdo.

—El campo de rugby está lleno de barro, así que podemos ponernos cualquier cosa. Ojalá fuera verano y Sinclair jugara al polo —suspiró, fastidiada—. Además, si fuera verano, Rose podría quitarse algo de ropa. Cuando el macho de la especie ve la piel femenina desprende feromonas…

—Por favor… No quiero saberlo —la interrumpió Rose.

Normalmente lamentaba ser bajita, pero durante el partido se alegró de poder esconderse entre sus altas amigas, con Joe Kidd y un par de chicos más animando al equipo, que jugaba contra el de una universidad cercana.

Sinclair jugaba con tal habilidad que sus fans gritaban, enloquecidas, pero Rose se ponía mala cada vez que tiraba un penalti entre los palos. Si hubiera elegido un chico más normal, podría haber tenido una oportunidad. Pero con Sinclair… era imposible. Lo mejor sería abandonar, pero la voluntad típica de los Dryden se lo impedía. Cuando el árbitro pitó el final del partido, Rose observó a su héroe cubierto de barro abandonar el campo entre abrazos de sus compañeros y se hizo una promesa a sí misma: conseguiría a James Sinclair. Como fuera.

Mientras el trío tomaba una taza de café en el apartamento poco después, Will Hargreaves llamó para decir que los jugadores del equipo irían aquella noche a un bar que todos conocían.

—Gracias, Will —dijo Cornelia, triunfante—. Guárdanos mesa.

Fabia se volvió hacia Rose con los ojos brillantes.

—A trabajar. Cuando terminemos contigo, el gran Sinclair no tendrá más remedio que fijarse en ti.

Sordas a sus protestas, sus amigas le rizaron el pelo, la metieron en un jersey de Cornelia que, en realidad, debía ser de su hermana pequeña y la embutieron en unos vaqueros de Fabia que eran, por supuesto, demasiado estrechos. Después, la colocaron frente al espejo y empezaron a trabajar en su cara como si fueran dos pintoras renacentistas dispuestas a crear una obra maestra.

—¡Increíble! —exclamó Cornelia, colocando la melena como una cascada—. Hemos hecho un trabajo estupendo.

Rose se miró al espejo, sorprendida. Sombreados en malva, sus ojos parecían más grandes y los labios, perfilados y pintados con un toque de rosa brillante, mucho más generosos.

—Parezco otra.

—Estás preciosa, Rose —sonrió Fabia.

—¿No estoy un poco exagerada?

—No —dijo su amiga, convencida—. Solo te hemos dado un par de toques maestros. El material básico está en tu cara.

El bar estaba abarrotado cuando llegaron, pero Will y Joe les habían guardado sitio en una mesa. Rose vio a Sinclair en cuanto entraron por la puerta. El pelo oscuro y los hermosos rasgos masculinos eran inconfundibles. Incluso riendo entre un grupo de gente, destacaba; había algo tan maduro, tan serio en aquel chico, que Rose sintió miedo.

—No lo mires —susurró Cornelia—. Nosotras te diremos qué tienes que hacer.

—¿Bailar encima de la mesa? —sugirió ella, irónica.

—No, tienes que ir a la barra a pedir algo.

Rose sonrió cuando Miles, uno de sus más fervientes admiradores, puso una jarra de cerveza frente a ella. Después, se volvió hacia Joe Kidd para hablar sobre el partido, pero por una vez, Joe, devoto del rugby, parecía más interesado en hablar de «la nueva Rose».

—¿Qué te has hecho, Rosie? —le preguntó, mirándola de arriba abajo—. Estás guapísima.

—Déjala en paz, Joe —lo interrumpió Cornelia, impaciente.

—Solo le he dicho que está muy guapa…

—Sinclair acaba de ir a la barra. Es tu oportunidad —le dijo Fabia al oído.

—Pero si ya tengo una cerveza —protestó Rose.

—Pues pide unas almendras, yo qué sé. Venga, a la barra.