Una casa sin vistas. Un libro divertido que satisface ese deseo profundo de venganza. - Anna E. Collins - E-Book

Una casa sin vistas. Un libro divertido que satisface ese deseo profundo de venganza. E-Book

Anna E. Collins

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Beschreibung

Buscaba venganza, pero encontró amor a primer despecho. Enamorarse es la máxima venganza en esta comedia romántica deliciosa y desenfadada sobre una diseñadora de interiores que se une a un enigmático arquitecto de su empresa para vengarse de su ex de la única forma que conoce: construyendo una casa de despecho al lado. Dicen que vivir bien es la mejor venganza. Pero a veces, repartir la miseria parece mucho más satisfactorio. Esa es la justificación de la diseñadora de interiores Dani Porter para comprar el terreno vacío junto a la casa de su exprometido... la casa en la que se suponía que iban a vivir juntos, antes de que él la engañara con su agente inmobiliario. Dani planea construir una casa de alquiler vacacional que a) le fastidie la vista y la tranquilidad y b) demuestre que a ella no se la puede pisar. Bienvenido al proyecto La Casa del Despecho. El plan se complica rápidamente cuando Dani se ve obligada a formar equipo con Wyatt Montego, el apuesto y altivo arquitecto de su empresa y la única persona disponible para elaborar los planos. Wyatt es lacónico y severo, el tipo de hombre que se come el sándwich con cuchillo y tenedor. Pero a medida que pasan tiempo juntos dentro y fuera de la empresa, Dani vislumbra algo más profundo bajo esa dura fachada, algo sorprendente, vulnerable y real. Y cuanto más se acerca a su objetivo, más se pregunta si conseguir su venganza podría significar perder algo infinitamente más dulce... Un plan de venganza contra un ex infiel da un giro inesperado en el sarcástico pero cálido debut de Collins... Dani y Wyatt mantienen una historia sorprendente y entretenida. PUBLISHERS WEEKLY La lucha de Dani por superar a su ex es creíble, y Wyatt es el perfecto héroe romántico gruñón con un corazón de oro. Una historia de enemigos a amigos y a amantes que encantará a los fans de las comedias románticas. Kirkus Reviews Una historia dulce y sexy de venganza que sale mal, con un exuberante escenario en el estado de Washington, extravagantes personajes secundarios y dos adorables gran daneses. Para los fans de Tessa Bailey, Jen DeLuca y Kerry Winfrey. Library Journal Un libro divertido que satisface ese deseo profundo de venganza... Una lectura ágil y desenfadada. USA Today Llena de química candente y deliciosa venganza, Una casa sin vistas me hizo sonreír de principio a fin. Una comedia romántica que no querrás perderte. Kate Bromley, autora de Talk Bookish to Me

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Una casa sin vistas

Título original: Love at First Spite

© 2022 Anna E. Collins

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicada originalmente por Graydon House, Ontario, Canadá.

© Traducción del inglés, María Maestro

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Dirección de arte: Gigi Lau

Ilustración de cubierta: Lucy Davey

Diseño de cubierta: Mary Luna

 

ISBN: 9788418976520

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Epílogo: Ocho meses después…

Agradecimientos

La historia que hay detrás de Una casa sin vistas

Lista de reproducción de la casa del despecho

Preguntas para el debate

 

 

 

 

 

 

A mi marido:

en la batalla contra el síndrome de Ménière, y la mejor persona que conozco.

1

 

 

 

 

 

Mi vestido blanco me sigue mientras atravesamos el pequeño claro hacia donde aguardan los demás. La pesada tela cruje contra el suelo, algunas hojas se enganchan en el dobladillo, pero las ignoro y me concentro en lo que tengo delante. Todos los ojos están puestos en mí.

—¿Estás segura? —me pregunta en un susurro mi prima Mia. Mi compañera de fatigas.

La miro. Estoy nerviosa, pero no quiero estarlo, y la emoción contenida en su expresión me reconforta. Es la elección correcta.

—Al cien por cien —respondo.

Ella sonríe y me aprieta la mano.

—Lo harás bien; lo sé —me suelta, y se aleja para ocupar su puesto al tiempo que me guiña un ojo—. Nos vemos en el otro lado.

Y, entonces, empieza.

Salgo a la carrera. El campo de paintball tiene como mínimo el tamaño de un campo de fútbol y está sembrado de bidones de acero, cajas y sacos de arena. Las estructuras más grandes que hay en el centro parecen una pequeña ciudad del viejo Oeste, con sus típicos porches y letreros de cantina. Los chicos con los que Mia y yo hemos formado equipo corren en esa dirección, mientras que nosotras dos nos dirigimos hacia los árboles de los laterales. Los grandes pinos se elevan estoicamente por encima del terreno, y yo elijo uno de los troncos más robustos como primer cobijo.

—¿Los demás se han ido en la otra dirección? —pregunto a Mia, pero no obtengo respuesta.

¿No estaba detrás de mí?

Me asomo y solo alcanzo a ver el mechón de su trenza bajo el casco al lanzarse al suelo para refugiarse bajo un tronco a unos veinte metros delante de mí.

—No seas cagueta, Porter —me digo a mí misma antes de seguirla.

Es un juego de treinta minutos en el que solo gana quien tenga más aciertos, ella está haciendo lo correcto: es hora de moverse.

Tan rápido como mi falda me lo permite, troto hacia los rápidos estallidos y zumbidos de la batalla activa, pistola de pintura en ristre. El personal me había advertido que estaría en desventaja al jugar vestida de novia, y tenían razón. Aunque, por otra parte, no vine aquí esperando salir de blanco virginal.

Apenas consigo colocar el dedo en el gatillo cuando dos disparos seguidos me dan de lleno en el pecho y una mancha verde florece ante mí. Duele menos de lo que pensaba; aun así, me detengo demasiado y otra ronda acierta fácilmente en mi hombro. Pintura azul gotea del encaje blanco de la manga.

¿Ah, sí? ¿De esto se trata?

Algo parecido a la huida aflora en mi pecho y suelto una fuerte carcajada. Muy bien, entonces. Con el arma al hombro, apunto al culpable —un chico mucho más bajo que yo—, entonces una, dos, tres manchas de pintura impactan en su barriga.

—¡Sí! —grito mientras él se aleja.

La adrenalina corre por mis brazos.

—¡Dani, por aquí! —Mia avanza de lado a mi espalda desde la fachada de un edificio de pega hasta una pila de cajas—. Yo te cubro.

Sí, de acuerdo. Parece haber luchado contra un arcoíris.

Me planteo la posibilidad de ir en dirección contraria, hacia un montón de pacas de heno, pero Mia parece cada vez más desesperada. Me subo la falda y hago todo lo posible por hacerme pequeña antes de saltar para ponerme a salvo junto a ella.

Con la espalda pegada a las cajas, asomo la cabeza.

—Son dos —digo aún jadeando—. A la de tres.

Hago la cuenta atrás con los dedos y salimos disparadas hacia los adversarios que no nos ven venir. Soy un ángel vengador, deslizándose por el cielo, al menos así lo veo yo, hasta que un dedo del pie se me engancha con el dobladillo del vestido y caigo de bruces en un montón de paja sucia.

—¡Toma ya! —grita Mia desde lejos acompañada de una nueva ráfaga de disparos que hienden el aire.

—¿Qué demonios…? —grita una voz grave.

Otra voz:

—¡Estamos en el mismo jodido equipo!

Alzo la cara del suelo. Mia está retrocediendo hacia mí, perseguida por nuestro enemigo imaginario que, en efecto, lleva las mismas Timberlands desatadas que antes había visto en nuestros compañeros de equipo. Sobra decir que parecen tan entusiasmados por estar emparejados con nosotras como mis papilas gustativas por la paja. Escupo el forraje y me levanto.

—No deberíamos haber formado equipo con ellas —se queja el primero—. Esa quiere que le den, y esta… —dice señalando a Mia.

Ella exhala como si la hubiera golpeado.

—¿Qué? —pregunto mientras avanzo para colocarme entre él y mi prima—. Esta qué.

—Tía, venga —dice el segundo—. Juguemos.

—Bueno, no es que ella sea precisamente ágil, ¿no? —comenta el primero con desdén.

—¡Ja! Eso tiene gracia. —Inclino la cabeza un par de veces y le apunto con mi arma—. ¿Tú qué crees, Mia?

Ella aparece a mi lado.

—Creo que alguien está a punto de ser abatido.

Levanta bruscamente las cejas tras las gafas protectoras, pero es cuanto puede hacer antes de que disparemos. Y de que volvamos a disparar.

¿Quién necesita un equipo? Solo por verlos huir vale la pena perder.

 

* * *

 

Antes de que nos demos cuenta, el juego ha terminado, así que Mia y yo volvemos cojeando a la entrada del campo. Los chicos nos han tendido una emboscada en los últimos minutos y aún estoy revolucionada por el ataque, por luchar contra esa respuesta de huida y haber aceptado mi colorida derrota. Al final, levanto las manos en el aire y doy vueltas mientras la pintura me salpica, cada impacto otro glorioso clavo en el ataúd de «Dani y Sam».

—Tal vez disparar a nuestro propio equipo no haya sido la mejor idea. ¿Los viste mirando? —pregunta Mia en alusión a cómo se reían nuestros compañeros de equipo cuando los chavales nos disparaban una y otra vez.

—¿Mirando? Estoy convencida de que participaron. Pero qué más da. Ganar nunca fue el objetivo.

Mia despega el velcro que le sujeta el peto protector y suspira.

—Ágil, una mierda. No tengo la culpa de que en lugares como este no haya equipamiento que se adapte a quienes tenemos un acolchado más natural. Me gustaría verlos en mi clase de yoga. No aguantarían ni un minuto.

—Sería un espectáculo digno de ver —convengo.

Una vez dentro, compruebo el estado de mi vestido y admiro las vetas de color que se extienden por la tela.

—Creo que, definitivamente, ha mejorado.

Mia asiente con la cabeza, pero ahora que el daño está hecho, no logra ocultar a tiempo la pena que traslucen sus ojos.

—Vamos a por una copa —me apresuro a añadir, antes de que pueda poner en palabras lo que siente, y la arrastro del codo.

El bar del centro recreativo está abarrotado a pesar de que la tarde no se ha convertido aún en noche de sábado. Por suerte, aún llevo puesto mi maltrecho vestido de novia, y la gente me abre paso al ver mi macabro rostro. Finjo no darme cuenta de las miradas y los susurros, y enseguida conseguimos asiento en la barra y dos margaritas con sendos chupitos de tequila aparte.

Tiro de la goma de mi cola de caballo y me sacudo la melena ondulada, mechas azules y amarillas adornan ahora los largos mechones castaños.

—Por no casarse —digo alzando mi vaso de chupito.

Mia duda.

—Dani…

—Nop. —Le pongo el chupito en la mano—. Brindemos.

—Vale. —Sonríe—. Por los vestidos destrozados. Ha sido divertido.

—Diablos, sí, lo ha sido. —Bebo otro sorbo de tequila y disfruto de la quemazón en la garganta antes de levantar también mi margarita—. No más tíos. ¡Nunca!

Mia entrecierra los ojos.

—¿Nunca?

—Sí, ¿quién los necesita?

—Bueno, quiero decir…, yo, un poco. Para ciertas cosas.

—Venga. —Dejo el vaso de tequila—. No lo estás haciendo bien del todo. Ahora mismo, odiamos a los hombres.

—Vale. —Alza su margarita y hace una pausa—. Por las pollas. Lo único bueno de los tíos.

Casi escupo mi copa, aunque he de admitir que es un brindis tan bueno como cualquier otro.

Cuando llega nuestro plato hasta arriba de nachos, saco una foto de ambas.

—¿Crees que debería enviársela a Sam?

—Claro. —Mia borracha es mucho más divertida que en su versión sobria—. Restriégaselo si puedes. Siempre me ha parecido un imbécil.

Apura los restos de su margarita con una pajita, luego se inclina para llamar al camarero.

Me invade una ola de ternura. Cuando me mudé a Seattle hace un año desde Idaho, Mia era la única persona, aparte de Sam, que conocía aquí. Reconozco que tenía pocas intenciones de hacerme amiga de ella después de una década; mi recuerdo era el de una prima más joven (dos años, pero aun así) que era una persona muy tradicional y cuyo único reclamo para la fama en nuestra ciudad natal era haber renunciado a los caramelos en Cuaresma una primavera, y seguir haciéndolo durante los diez años siguientes. No es precisamente mi idea de pasarlo bien. Accedí a ponerme en contacto con ella, sobre todo, porque me parecía que era algo que se hace si eres familia, sin embargo no esperaba que se hubiera convertido en la persona genial que ahora considero mi mejor amiga.

—¿Qué? —Me mira fijamente. Me estudia.

—Nada.

—¿Estás llorando? —Extiende la mano, pero se detiene cerca de mi mejilla.

—¿Qué? No. —Me doy la vuelta.

Maldito tequila. Siempre me afecta.

—Bien. Necesitamos más copas. ¿La enviaste?

—¿Enviar qué?

—La foto, tonta.

—Estaba bromeando.

No es que Sam no merezca una foto mía con este vestido, especialmente teniendo en cuenta que no se ha molestado en hacer que su colega borre la foto de Instagram que acabó con nuestra relación. Esa en la que sale ella.

—¿Otra ronda de lo mismo? —El camarero sonríe a Mia y me dedica una mirada. O, no a mí, a mi desastroso atuendo.

Parece más joven que nosotras, mono, con el pelo despeinado a la moda con un flequillo que le cae sobre la frente.

Sé que se muere por preguntar.

—Se suponía que me iba a casar hoy —explico encogiéndome de hombros—. Cosas que pasan.

Su sonrisa se endurece, y Mia pide las bebidas.

El bullicio que nos rodea oscila a medida que la gente entra y sale, y poco a poco siento que me empieza a faltar el aire. Desde esta mañana, la adrenalina y la terquedad han sido mi único alimento; sin embargo ahora el corpiño del vestido me aprieta demasiado, las mangas manchadas de pintura me pesan mucho. Además, si no consigo orinar pronto, algo horrible acabará pasando.

—Voy al… —Dirijo el pulgar hacia el baño.

—¿Estás bien? —Mia me agarra del brazo al ponerme en pie.

—No, no lo estoy. No debería estar aquí, borracha en un bar, embutida en este traje manchado. Ahora mismo, este vestido debería ser todo un ensueño de blanco meciéndose en la pista de baile de mi boda. Tomamos clases, por el amor de Dios. Sam iba a voltearme y sujetarme en los brazos delante de nuestras familias. —Hago una mueca—. Los hombres son estúpidos.

—Eso dices todo el rato. —Me da unas palmaditas en el brazo—. Ve a hacer tus cosas. Yo voy a pedirte una bebida sorpresa que lo cura todo. No más tequila.

—Vale. —No tengo ni idea de lo que haría sin ella, y no solo porque haya estado durmiendo en su estudio las últimas tres semanas y media desde que puse fin al compromiso—. Enseguida vuelvo.

Requiere un esfuerzo, pero me las arreglo para entrar y salir del baño con mi prenda de varias capas sin mayores problemas.

Teniendo en cuenta mi nivel de alcohol en sangre, esto es toda una hazaña y, quizá, se me esté subiendo a la cabeza a medida que regreso a la mesa. Si puedes hacer pis sin ayuda con un pomposo vestido de novia, eres prácticamente invencible. Puedo hacer cualquier cosa. Puedo estar de fiesta toda la noche. Puedo esquivar a los clientes del bar como un mariscal de campo asediado, saltar obstáculos como una grácil gacela y…

—¡Uy!

Vuelvo a tropezar con la falda, pero esta vez, en lugar de recibir un bocado de paja, un par de manos firmes me sujetan por los hombros y me levantan tan rápido que salgo volando hacia el firme torso de su dueño.

—Lo siento, lo siento —murmuro e intento recuperar el equilibrio y desenredar las piernas de tanto tul—. Este estúpido vestido.

—Sí, una elección interesante —responde una voz queda y familiar.

Mi cabeza se alza de golpe, y la confianza de hace un momento es reemplazada por una profunda sensación de desgracia.

2

 

 

 

 

 

Wyatt Montego, uno de los arquitectos de la constructora en la que trabajo como diseñadora de interiores, me mira con ese aire tan suyo de desdén. Como si yo oliera mal o fuera demasiado estúpida al interponerme en su camino. Al fin y al cabo, es la gallina de los huevos de oro del gran jefe, temido por todos menos por él.

—Danielle —saluda secamente.

Esto pinta mal, pero que muy mal. Doy un paso atrás para zafarme de sus manos en mis hombros.

—Lo siento mucho.

Dirige la vista a mi vestido. Debo de parecerle un animal atropellado en tecnicolor. ¿Lo usará en mi contra? ¿Hará que me echen de los proyectos de cara al cliente por ser poco profesional? Todavía estoy luchando por hacerme un hueco en la empresa y he oído historias sobre él y la pobre idea que ya tiene de nosotros, los de la sexta planta, como «mullidores de almohadas». Puede que sean solo rumores, aunque cuando tuve mi visita de orientación hace nueve meses, también fue el único de la cuarta planta que no nos saludó al pasar. He hecho todo lo posible para evitarlo desde entonces; es decir, hasta que me trasladaron al equipo del ala norte hace dos semanas. Ahora él está en mis reuniones semanales, me guste o no.

En medio de mi inquietud, lo veo: una mancha azul cobalto en la manga de su (seguramente) carísima camisa. No puedo dejar de mirarla.

Él se da cuenta y, como en cámara lenta, extiende la mano para tocar la pintura.

—¿Boda temática? —me pregunta mientras se examina los dedos ahora manchados.

Se me escapa una sonrisa amarga al tiempo que me muevo para dejar pasar a otro cliente.

—No. No hay boda.

Su boca se abre, sin embargo no sale nada. No sé qué es peor: si su silencio o la idea de un posible pésame. De pie a apenas un palmo de mí, es tan alto…, la luz del local le proyecta sombras en la mandíbula que desaparecen en el cuello. No es que esto sea una novedad. Es como su marca de la casa, sobresalir por encima de la gente. Pero nunca había visto esos labios tan de cerca, y hay algo en ellos que hace que quiera morderme los míos

No. Nop. Cierro los ojos con fuerza. Las malditas gafas del alcohol. ¿Qué está haciendo aquí? ¿No tiene un asador elegante que visitar o una cata de vino a la cual asistir?

—Un bonito vestido desperdiciado —dice por fin, mirando por encima de mi cabeza.

Como todos los tíos aquí, seguramente esté distraído con una de las muchas pantallas planas instaladas en la sala. Eso, o que ni siquiera me considera digna de cinco míseros segundos de su atención. Me pone de los nervios ver que se muere por irse, cómo no hace nada por ocultarlo, hasta su sarcástico comentario. Iba a ofrecerme a lavarle la camisa, pero ahora ya no.

—Ha valido la pena —respondo—. Siento lo de la camisa. —Lo esquivo y al hacerlo, un destello de regocijo le recorre el rostro.

Menudo imbécil. Avanzo por el pasillo hacia Mia. Más vale que tenga esa copa lista, porque ahora tengo otro asunto más en mi lista de cosas a olvidar.

Me dejo caer en mi asiento a la vez que cojo la copa llena de martini. Es un appletini —el peor de los brebajes—, pero a estas alturas no soy exigente. Me bebo la mitad de un trago antes de dejarla de nuevo en la mesa. Mia asiente lentamente con la cabeza.

—Te dije que te pediría algo bueno.

Se ha soltado la gruesa trenza y peina con los dedos los mechones color bronce. No me atrevo a decirle la verdad. En vez de eso, sonrío y resoplo.

—Bueno, ¿qué? —dice ella, inclinándose—. Parece agradable. ¿Quién es el doble de Tom Hardy?

Me pongo rígida.

—¿Quién?

—El vaso de tubo de vodka de primera que tenías en tus manos hace un minuto.

—Solo alguien del trabajo. Uno de los arquitectos. En realidad, es el tipo del que te hablé, ese que no se molestó en saludar cuando empecé. Y no tenía mis manos sobre él. Tropecé. Él me sujetó. Fin de la historia.

—Claro, fin de la historia. La mirada que te ha echado cuando te marchabas merece todo un epílogo —responde con un pícaro parpadeo.

—Mia… —le digo en tono admonitorio, antes de pimplarme el resto del martini.

Hago todo un esfuerzo para no hacer una mueca de disgusto ante el empalagoso dulzor del brebaje.

Ella levanta las manos en su defensa.

—Está muy bueno, eso es todo. No hace falta que me ladres.

—Perdona. Pero es un completo imbécil que se cree superior al resto del mundo, e incluso si no fuera así, he terminado con los tíos. No…

—No los quieres, no los necesitas, y el mundo sería mejor sin ellos —completa Mia—. Lo recuerdo bien.

—Es solo otro capullo presuntuoso que siempre tiene que tener la última palabra.

—Y dale con el tema —murmura Mia con un nacho en la mano.

—Oh, para ya. —Le doy un golpecito en el hombro con el puño.

Suelta una risita nerviosa.

—Bien. ¡Eh, Matt! —Hace un gesto al camarero—. La copa de mi prima está vacía.

—¿Matt? —Me vuelvo hacia ella con una ceja arqueada.

—Creo que está flirteando conmigo —me dice, exhibiendo un papelito con su número de teléfono—. Has estado demasiado tiempo en el baño.

Pido un cosmopolitan. Avanzar es una virtud, pero aquí estoy yo, al borde de la treintena, soltera de nuevo, sin un sitio donde vivir, en una ciudad donde tengo una sola amiga, y en la que, ahora, acabo de hacer el ridículo no solo con alguien con quien trabajo, sino con el mismísimo Wyatt Montego.

—Necesito un plan —digo—. ¿Estás segura de que no te puedo convencer para que te mudes conmigo a un apartamento más grande? —Como si no supiera ya la respuesta.

Mia lleva en el área de Seattle desde el instituto y sus padres la ayudaron a comprar su apartamento. Está asentada.

Da un buen sorbo a su cóctel.

—Oh, en realidad, ya tengo algo organizado para ti. La tía de Matt tiene una habitación en alquiler. Como una suite de invitados: habitación, baño, cocina americana. Arriba en Bridle Trails, cerca del campus de Microsoft. Puede que se me haya escapado parte de tu historia…

¿De verdad había estado tanto tiempo fuera?

—¿Dónde está la trampa? —pregunto.

Todos los demás sitios que he visto o son inhabitables o tienen una renta disparatada. Matt se une a nosotras desde el otro lado de la barra con mi cosmopolitan, y Mia le regala una sonrisa.

—No hay trampa —dice él—. Mi tía es supersimpática. Te gustan los perros, ¿verdad?

¿Perros?

—Supongo…

—Por supuesto que le gustan los perros —añade Mia con entusiasmo, y me da una patada en la espinilla—. ¿Por qué?

—Solo porque tiene dos, y esas bestias son sus hijos.

Podría ser peor.

—Claro, te anotaré su número.

Pues mira tú. Parece que el coqueteo de Mia puede darnos frutos a las dos.

Garabatea unos cuantos dígitos en un papelito y me lo entrega.

—Se llama Iris. Dale recuerdos de Matt.

3

 

 

 

 

 

Llego temprano a la reunión de personal del lunes por la mañana. Wyatt suele sentarse siempre antes de que se llene la sala, y la sobria luz del día me ha convencido de que debo enmendar nuestra interacción del sábado por la noche. La armonía en el trabajo es importante, independientemente de lo que se piense de la otra persona. No voy a poner en riesgo mi carrera.

Mientras espero, reviso los requisitos de una urbanización en North Creek. Hace poco me han nombrado jefa de diseño de interiores para la casa piloto, el primer proyecto del que estoy a cargo de forma oficial. El diseñador que preparó los planos iniciales fue trasladado a una flamante gran urbanización a dos ciudades de distancia por tener más experiencia. No le gustó que lo sustituyeran, y aunque no dudo de mi capacidad para sacarlo adelante, me consta que tengo varios pares de ojos puestos en mí.

Me da tiempo a repasar dos veces mis notas y a llenar mi botella de agua antes de que Wyatt entre con otro de los ingenieros principales, enfrascado en una conversación sobre un proyecto con el que no tengo nada que ver. Ninguno de los dos se da cuenta de mi presencia al tomar asiento en diagonal frente a mí en la mesa rectangular de conferencias.

Me escondo tras el velo protector de mi melena y simulo estar ocupada garabateando notas. «Danielle es una gallina», escribo junto a un pésimo boceto de una criatura parecida a un pájaro con ojos saltones. Mis habilidades en diseño no se extienden hasta las bellas artes.

—¡Maldita sea, he olvidado la carpeta Holstead! —Le oigo decir al ingeniero un minuto más tarde mientras rebusca entre sus papeles—. Vuelvo enseguida.

Bebo un sorbo de agua. Esta es mi oportunidad.

—Menos colorido hoy —dice Wyatt, adelantándoseme, concentrado en los papeles que tiene delante.

Me enderezo bruscamente, como si me hubieran llamado la atención en clase.

—Disculpa, ¿qué?

—El vestido. —Hace un gesto hacia mí con la cabeza.

Mierda. Sigue enfadado.

—Sí, respecto a eso. —Ánimo—. Debo disculparme. No hay excusa. El estado en que estaba…, y te manché de pintura.

—Al menos no era naranja o roja. —Aprieta los labios.

Me trago avergonzada el resto de mis divagaciones, y, por un momento, nos miramos en silencio. ¿Debo preguntar por qué es esto algo bueno? ¿Es un acertijo? ¿Una trampa? Las voces se oyen cada vez más cerca en el pasillo.

—¿Decías? —pregunta.

¿Que qué decía?

—Yo… Quiero decir, que estaría encantada de llevarte a limpiar la camisa. Por lo de que la mancha de pintura fue culpa mía y eso. Fue un día duro y me había tomado unas cuantas copas. No quería…

Me interrumpe de nuevo, esta vez con su infame mirada entornada. Esa que suele presagiar una declaración de peso del tipo que sea.

—¿Tú… quieres lavarme la ropa? —pregunta, recostándose en la silla.

No, esta es una mirada diferente. Si no lo conociera bien, diría que está confundido.

Justo en ese momento, nos interrumpe el resto del personal, que va entrando a trompicones, y yo hago ademán de buscar un lápiz en el bolso.

La desaprobación emana del lado de la mesa de Wyatt cuando comienza la reunión. La blusa se me pega a la espalda. Lo único que quería era pagar la limpieza en seco y hacerle saber que no suelo pasarme los fines de semana arrojándome a los hombres embutida en vestidos de novia manchados de pintura. Misión no cumplida.

Hoy está más pagado de sí mismo que de costumbre: cuestiona a Regina sobre una construcción que ella dirige y desafía los plazos de otra en la que él solo está tangencialmente involucrado. Al terminar, ya no me importa una mierda lo que pueda pensar. La inclinación confiada de su mandíbula, la falsa humildad ante los elogios por su último proyecto, su sempiterno desdén por los detalles una vez que se ha tratado el negocio en sí, apresurándose a irse como si fuera alérgico a la cháchara… No voy a malgastar mi energía en eso. Si utiliza el sábado en mi contra, iré a Recursos Humanos. ¿Por qué debería andarme con pies de plomo con un hombre? Respuesta: No debería.

Mi irritación continúa a lo largo de toda la mañana, una quemazón que no puedo rascarme. Durante el almuerzo, mando un mensaje a Mia para quejarme, esperando su apoyo habitual.

¿QUÉ LLEVA PUESTO?, me pregunta.

No es precisamente el tipo de conmiseración que necesito.

4

 

 

 

 

 

Después del trabajo, me dirijo a la casa de la tía de Matt, el camarero. Me pareció bastante agradable cuando hablé con ella ayer, pero el irregular ritmo con que repiqueteo el volante se acelera a medida que me acerco a la casa. ¿Y si «le gustan los perros» es un código para «atrae a profesionales desesperados de nivel medio al calabozo»? Tal vez debería haber dejado que Mia viniera conmigo.

La casa de Iris es un bungaló blanco estucado con un gran porche. No es exactamente bonita, no le vendría mal una mano de pintura y algo de trabajo en el jardín, pero la puerta es de un atractivo rojo carmín y el felpudo me arranca una sonrisa. «Toca el timbre y te cantaremos la canción de nuestro pueblo», reza. Firmado, «Los Perros».

Opto por llamar a la puerta, aunque a juzgar por el jaleo que se arma al otro lado, no ha servido de nada.

—¡Cairo, Cesar! —grita una voz autoritaria justo antes de que se abra la puerta.

Milagrosamente los ladridos cesan. Una mujer con gafas, melena oscura a lo Juana de Arco y flequillo me tiende una fina mano.

—Disculpa el alboroto. Tú debes de ser Danielle.

—Dani —respondo yo—. Y usted debe de ser Iris.

Pensaba que sería más joven, porque mis tías y tíos aún no han cumplido los sesenta, pero está claro que Iris pasa de los setenta, sus delicadas mejillas y su diminuto cuerpo lo atestiguan. Sin embargo, la expresión que se vislumbra tras las modernas gafas negras es afilada, y su atuendo casa más con el de una joven Audrey Hepburn que con el de Las chicas de oro. ¿Es una boquilla de cigarro eso que sostiene entre los dedos?

—Sí, así es. —Sonríe y se le cae una década—. Pasa. Soy de las que se quitan los zapatos.

Mientras me quito mis Keds, ella elogia a los dos grandes daneses más enormes que he visto en mi vida, uno oscuro y otro de color arena. Ambos se sientan quietos, con la lengua fuera, observándome hasta que Iris les dice:

—¿Saludamos?

Entonces se pasean y acercan el hocico a mis bolsillos. Yo les rasco las orejas.

—Lo siento, amigos. No tengo golosinas.

—Aquí tienes. —Iris me da un par de galletas de un frasco de la consola de la entrada—. Cesar es el bronceado. Se pasaría el día comiendo si lo dejara.

—Hola, Cesar. —Se abalanza hacia la golosina que tengo en la mano, forzándome a dar un paso contra la pared—. Sí, tiene hambre.

Y el que espera educadamente es Cairo.

—Cesar, siéntate —le ordena Iris—. Ahí tienes. —Hace avanzar a Cairo.

La bestia negra me mira con sus inteligentes ojos marrones, se sienta y levanta la pata, a modo de saludo.

—¡Oh, eres un encanto! —Lo acaricio, dándole una galleta—. ¿Cuántos años tienen? —le pregunto a Iris.

—Cumplen cinco este año. Son hermanos, una pareja muy unida. —Los mira con afecto.

Ahora entiendo qué quería decir Matt cuando comentó que eran sus niños.

—Pero entra. —Se da la vuelta, chasqueando los dedos, y Cairo y Cesar la siguen al instante—. ¿Te apetece una taza de té, café?

—Claro. Lo que usted tome me parece genial. —Tomo asiento en la mesa pegada a una de las paredes de la pequeña cocina.

El lugar ha sido remodelado en algún momento, aunque los cimientos son presumiblemente originales. No hay ningún espacio abierto. Tal vez sea de la década de 1920. La decoración parece escandinava —maderas claras, líneas minimalistas, ligeras cortinas blancas, montones de plantas—, pero el arte de las paredes se compone principalmente de dibujos arquitectónicos de lugares emblemáticos como la torre Eiffel y Notre Dame, salvo algunas fotografías de Iris y otra mujer.

Los perros se dirigen a un enorme cojín en la sala de estar y se tumban con suspiros audibles.

—Están muy bien entrenados —digo—. Los perros de mis padres no eran así.

—Obtienes lo que das. —Iris deja dos tazas con agua caliente y unas cajas de té sobre la mesa—. Es así, tanto con los animales como con las personas.

Sorbemos nuestras bebidas, ella tiene algunas preguntas, responde a las mías. Me sorprende saber que fue ingeniera de Microsoft —no tiene esa pinta—, y su extremo interés sobre mis escarceos con la impresión textil, un hobby de mis años universitarios para el que ya no tengo mucho tiempo. Es como hablar con una vieja amiga, y a punto estoy de preguntarle cuándo me puedo mudar, sin haber visto siquiera la habitación, cuando me suena el móvil. Espero que sea Mia, pero el nombre que se ilumina en la pantalla me hace dudar. Es la madre de Sam.

—Disculpe, debería contestar. —Le señalo el teléfono con la mano—. Enseguida vuelvo.

Iris se levanta.

—No, quédate. Voy a imprimir el contrato.

Sé que es de mala educación, y habría rechazado la llamada de no ser porque ella seguiría insistiendo. La primera semana después de dejarlo llamaba todos los días, sin parar. Cualquiera podría pensar que Sam es un niño de cinco años que necesita que le ayuden a desenvolverse en el recreo en lugar de un capitalista de riesgo de treinta y dos años con hipoteca y una nueva amante.

—Christy —respondo—, ¿qué puedo hacer por ti?

—Él está fuera de sí —dice ella sin molestarse en formalidades—. Nunca lo he visto así. Se quedó a dormir el sábado y apenas comió.

Sam nunca come en casa de sus padres porque su madre es una terrible cocinera. Pido fuerza a la moldura del techo.

—Como te he dicho, eso ya no es mi problema. Sam y yo ya no estamos juntos.

—Pero las personas cometen errores. Si lo dejaras explicarse…

Me conozco esta cantinela lo suficientemente bien como para sincronizar los labios con lo que viene a continuación: «Todos tenemos momentos de debilidad».

Sacudo la cabeza.

—No sé cómo decírtelo más claro, Christy. Sam me engañó un mes antes de nuestra boda con la agente inmobiliaria que nos vendió la casa.

—Y ahora está solo en esa gran casa, recordando constantemente lo que podría haber sido. ¿No ha sufrido bastante?

Me levanto de la silla en el mismo momento en que Iris regresa, pero el modo en que se sobresalta al verme frena en seco mi inminente arrebato.

—Tengo que colgar —digo, en cambio, apretando los dientes.

Cuelgo y deslizo el teléfono en mi bolsillo trasero antes de atreverme a mirar a Iris.

—Disculpe, debería explicarme. —Me hundo de nuevo en la silla.

Ella se encoge de hombros y se toca la oreja.

—Es una casa pequeña. Tu prometido te engañó. Se explica por sí solo. Matt me dijo que estabas viviendo con tu prima temporalmente.

—Llevo cerca de un mes.

Cesar se acerca a investigar la conmoción en la cocina, pero Iris lo empuja fuera.

—Sam y yo estuvimos juntos más de tres años —respondo como si ella me lo hubiera preguntado—. Me mudé aquí para estar con él hace un año. De hecho, todas mis cosas siguen en la casa que compramos.

—¿La de la agente inmobiliaria?

Ella también había oído esa parte.

—La misma.

—¿Y ahora su madre te llama a ti?

Dejo escapar un profundo resoplido.

—Sí, es muy fuerte.

—Sí, cierto. Por eso prefiero los perros. —Mete las manos en los bolsillos del pantalón pitillo de pata de gallo—. Pero tal vez las cosas estén mejorando. ¿Lista para ver la habitación? Es un cuarto a prueba de suegros.

Sonrío.

—Me parece perfecto.

La sigo por el pasillo, con Cairo y Cesar pisándome los talones, agradecida de que mi drama no parezca haberla disuadido. Por lo general, controlo mejor mis manifestaciones emocionales. Pero estas últimas semanas han podido conmigo.

—Tendrás una llave de la entrada del garaje por si prefieres entrar por ahí. —Señala—. Y, ahora, esta es tu habitación —me dice al abrir la puerta del fondo del pasillo.

Es más o menos del mismo tamaño que el apartamento de Mia, está completamente amueblado y tiene una alcoba con un fregadero, una placa de cocina y un microondas junto a la ventana. Bajo la encimera, hay un pequeño frigorífico.

—Si necesitas más espacio para la comida, hay una nevera grande y un congelador en el garaje. Y, por supuesto, puedes usar mi cocina para cocinar siempre que yo no la esté ocupando. —Iris abre otra puerta de la habitación—. El cuarto de baño. Lo renové entero hace unos años, después de que mi mujer, Ellen, falleciera. Utilizaba este espacio de oficina.

Ella debe de ser la mujer de las fotos. Me asomo a lo que es un baño normal y corriente, o un lienzo en blanco, como yo lo entiendo. Una nueva cortina de ducha y unas cuantas plantas harán maravillas.

Hago un giro completo por la habitación, que es lo mejor que podría esperar. Incluso podría encajar mi sillón de respaldo alto junto a la cama. De todos los muebles que tuve que dejar en casa de Sam, ese es el que más me dolió. Fue mi autorregalo de graduación: cuero suave de color caramelo, diseño moderno y elegante. El alquiler es un poco alto para mí, pero los gastos están incluidos.

—Muy bonita —digo—. Y siento mucho su pérdida.

Iris me regala una sonrisa forzada.

—Oh, bueno, es muy amable de tu parte. El alquiler se paga el cinco de cada mes.

 

 

—¿Te ha vuelto a llamar? —Mia está en el extremo opuesto del sofá, con un moño deshecho y gafas.

Son las diez de la noche y la he obsequiado con la crónica de mi encuentro con Iris, interrupción de Christy incluida.

—Parecía un disco rayado.

—¿Qué parte no entiende de que su hijo sea un capullo infiel?

—No, no. Su queridísimo no puede hacer nada mal. —Bebo mi agua con gas con sabor a mango mientras los recuerdos de mis futuros suegros fluyen en mi mente.

Sigo tan resentida con Sam que ignoro adrede lo que también sé que es verdad: Christy estaba entusiasmada con nuestra boda. Si me dieran un dólar por cada vez que me ha dicho que soy la hija que nunca tuvo…

—Bien, tengo dos preguntas. —Mia tira con fuerza de la manta sobre su regazo—. Qué vas a hacer al respecto, y cómo voy a soportar la soledad cuando te mudes. —Me hace un puchero y yo le lanzo su cojín.

—Seguro que haces un fiestón para celebrar tu espacio recuperado. Y, en cualquier caso, no estoy lejos, me vas a ver todo el rato.

—¿Puedo ser tu compinche cuando vayas a por tu chico puente?

—En cuanto a Christy… —digo, haciendo oídos sordos a la pregunta—. Creo que tengo que hablar con Sam. Odio tener que pedirle nada, pero en este caso no me queda otra.

—Irás a buscar tus cosas ahora que tienes un sitio donde vivir, ¿no? Puedo acompañarte si quieres. Apoyo moral y músculos. —Hace una flexión.

Tiene razón. Por fin, después de vivir con una maleta durante un mes, podré sacar oficialmente todas mis pertenencias de allí. Cortar esa extremidad.

—No, no hace falta. Esto es algo que tengo que hacer sola. Lo llamaré mañana cuando esté en el trabajo. Así no podrá montarme un numerito.

—Veo que lo tienes controlado. Si te pone en altavoz, prométeme que introducirás algunos de los detalles sórdidos en la llamada. No puedo evitar querer que sufra un poco.

—Por eso te quiero tan… —le digo con un gran bostezo que se traga la última sílaba.

Su teléfono suena y ella lo mira mientras comenta:

—Oh, yo también a ti.

Cualquiera que sea el mensaje, la atrapa y, enseguida, sus pulgares se desdibujan al teclear. Espera, se ríe y teclea de nuevo.

—¿Quién es? —pregunto.

—¿Eh?

—Debe de ser muy importante.

No hay respuesta.

Busco el cojín que le lancé antes y se lo lanzo de nuevo. Ahora capto su atención.

—¿Hay algo que debería saber?

La cara de Mia se sonroja, sus dedos siguen posados sobre la pantalla, pero al menos baja el móvil.

—Me estaba mensajeando con Matt.

—Anda.

—Basta. —Arruga su pecosa nariz—. Quiere hacer una hora feliz esta semana. ¿Debería?

—¿Por qué no? Siempre digo que «asaltacunas» es una buena aportación al currículo de cualquiera.

Me tira el cojín de vuelta.

—Tiene veinticuatro años, yo veintisiete, no hay tanta diferencia.

Levanto las manos.

—Estoy bromeando. Adelante. Me gustó. —Mia no ha tenido lo que se dice suerte en el amor en los últimos años—. Pero llévate el sexting a tu cuarto, por favor. Algunas tenemos que dormir.

Me saca la lengua, pero se levanta del sofá y vuela a la otra habitación con un rápido «buenas noches» por encima del hombro.

Tardo en dormirme, consciente de lo que me espera mañana.

5

 

 

 

 

 

A media mañana, me escabullo a un lugar soleado junto al garaje de la oficina. Sam responde enseguida, con voz firme pero con el mismo tono alegre que me atrajo de él cuando nos conocimos. Después de haber crecido en una casa en la que mi madre básicamente se anulaba a sí misma para adaptarse al estado de ánimo y a los caprichos de mi padre, un talante fácil estaba bastante arriba en la lista de requisitos que yo buscaba en una pareja. Resulta que incluso los chicos alegres y encantadores pueden ser imbéciles consumados.

—Dani, ¿cómo diablos estás? —dice, como si fuéramos dos amigos que no se ven desde hace tiempo y no creyera su buena suerte al tener noticias mías.

Bueno, tal vez esto último no diste mucho de la realidad. Lo he estado evitando completamente desde que me mudé.

—Nunca he estado mejor. —Suelta lo que tengas que decir y listo—. Solo llamo para pedirte que le digas a tu madre que deje de contactarme.

—Oh, ¿te ha llamado?

¿Por qué nunca me di cuenta de lo terriblemente mentiroso que es?

—¿Puedes decirle que pare, por favor? No tengo ningún problema con tus padres, pero esta situación empieza a incomodarme.

—Mmm.

Me lo imagino asintiendo, con esa mirada incisiva en el rostro que hace que sientas que tienes toda su atención y más.

—Y tengo un nuevo alojamiento, así que necesito pasar a por mis cosas.

Se queda en silencio unos segundos.

—Dani…

—Lo haré cuando estés fuera. Seré rápida.

—¿No podemos hablar de esto antes?

—No hay nada de qué hablar.

—Te echo de menos —dice con voz temblorosa elevando el tono—. Te he pedido perdón un millón de veces. ¿Cómo puedes tirar por la borda de esta manera todo el tiempo que hemos invertido? No lo entiendo.

Respiro hondo y clavo los dedos de los pies en la pared de hormigón.

—Todo lo que te pido es otra oportunidad. Por favor. Ella no significó nada para mí.

Él todavía no entiende que la agente inmobiliaria era solo parte del problema. Yo tenía dos condiciones para acceder a la excesivamente gran casa colonial que él quería. Una, que compráramos también el terreno no urbanizado de al lado para montar el pequeño estudio de impresión textil que siempre había soñado; la otra, que invirtiéramos juntos en la casa. Sabía que yo había ahorrado para poder pagar mi parte, aunque él, como buen niño rico, pusiera mucho más, pero al final, acabó pagándolo todo solo, y el estudio se quedó en agua de borrajas. De modo que, aunque el engaño fue el punto de inflexión, todo el proceso de compra de la casa —cómo se ignoraron mis deseos— también puso de manifiesto el tipo de compañero de vida que sería. Prefiero morir antes que depender de un hombre así.

—No será hasta el fin de semana, porque tengo que alquilar una furgoneta —le explico—. Posiblemente el viernes, después del trabajo. Te envío un mensaje para confirmártelo. Dejaré también mi llave.

El sonido de una puerta cerrándose se oye a través de la línea.

—¿Así que eso es todo? —Su voz suena ahora distinta, con un tono que apenas utiliza—. Pensaba que eras más inteligente, Danielle. ¿Qué? ¿Te vas a vivir a una ratonera cuando podrías estar en nuestra casa?

—Tu casa.

—¿Comer sola? ¿Dormir sola? Tú odias dormir sola.

Él odia dormir solo.

—¿Y el viaje a Roma que habíamos planeado?

—Nunca funcionaría —respondo, cortando un reproche que adivino inminente—. Ya no confío en ti. Es así de simple.

—Pero no es justo. Todo el mundo comete errores. Siempre te tomas todo demasiado a la tremenda.

—¿De verdad? ¿Así soy? —¡Qué huevos!—. ¿Sabes qué te digo? Voy a… Te escribo esta semana. Adiós, Sam. —Cuelgo y me apoyo en el edificio—. Maldito cabrón —murmuro entre dientes—. Gilipollas engreído y adulador.

—¿Va todo bien?

Los ojos se me abren de repente y me despego de la pared como si me hubieran pillado fumando in fraganti tras las gradas del instituto. Wyatt está de pie a dos metros de distancia, con su carpeta de planos sobre un hombro y un café en la mano. El sol se halla detrás de él, transformándolo en una especie de hombre dios de otro mundo.

Utilizo el brazo a modo de visera, pero sigue siendo imposible distinguir su expresión. Si tuviera que adivinar, diría que es una mezcla de desprecio y lástima. La cuestión es: ¿cuánto ha oído?

—Sí. Todo bien.

Se queda mirándome.

—Hmm —añade finalmente—. Si tú lo dices. —Y, girando sobre sus talones, da media vuelta y enfila hacia la oficina.

Como si el día de hoy no pudiera ser peor.

6

 

 

 

 

 

Por lo general, no me aprovecho de la política de la empresa que permite salir temprano los viernes, pero hoy está justificado: me mudo. A las tres de la tarde, ya estoy en la tienda de bricolaje, donde he alquilado una pequeña furgoneta en la que caben las pocas pertenencias que tengo y poco más, y a las cuatro menos veinte llego a mi antiguo barrio. El barrio de Sam.

Cuando le escribí un mensaje ayer para comentarle que pasaría, su única respuesta fue: «Deja la llave», así que tal vez se haya dado cuenta por fin de que hablo en serio cuando digo que hemos terminado. Pequeños milagros.

Piso el freno bruscamente cuando al entrar veo un coche aparcado delante de una de las puertas del garaje. No tengo ninguna razón para pensar que está en casa, además no es su Tesla, aunque tampoco me extrañaría que se hubiera comprado un nuevo juguete como tirita por todo lo que ha pasado. Una pegatina en el parachoques junto al emblema de Audi que reza «Preferiría estar en la playa» aclara las cosas. No es suyo. Sam odia todo lo que tenga que ver con grandes masas de agua.

Antes incluso de que pueda salir del coche, la puerta principal de la casa se abre, y he ahí la adoradora del sol y la arena.

—¡Hola, Danielle! —grita Catrina, la agente inmobiliaria, mientras deja algo en el porche.

Es más delgada de lo que la recordaba, irritantemente guapa, con una camiseta holgada sin mangas y un pantalón de yoga a juego.

—¿Hola? —Cierro la puerta del coche tras de mí y doy un par de pasos dubitativos hacia ella—. ¿Ya está Sam vendiendo la casa?

—Sammy dijo que vendrías, así que había pensado echarte una mano —me explica cuando llego a su altura.

Está descalza, con las uñas pintadas de rosa. Necesito tiempo para asimilar la situación. Descalza. En mi casa.

La moneda cae al suelo.

No, no es mi casa. Está descalza en la casa de Sam, porque se siente como en casa. Porque él se lo ha permitido. Mi cerebro sufre un cortocircuito. ¿Estaría ella ahí delante todo el tiempo, escuchando los mensajes que me dejaba de «ella no significa nada para mí» y de cómo yo estaba «cometiendo el mayor error de mi vida»? ¿Se reían de mí? ¿Juntos?

El mundo se vuelve borroso y, de pronto, registro lo que ha sacado de la casa. Maletas. No necesito preguntar para saber qué contienen. Ella ha empaquetado mis cosas.

—Sam no me dijo que estarías aquí. —Es un comentario estúpido, pero es el único que me sale.

—Ah, ¿no? —Levanta las cejas, fingiendo confusión.

Subo los dos escalones del porche, pero ella no se mueve, bloquea la puerta como un pequeño defensa. Como si no pudiera levantarla fácilmente y echármela al hombro. Me lo planteo por una fracción de segundo, aunque tampoco me sorprendería que practicara Krav Maga o algún que otro deporte de combate para compensar.

—Tengo tus cosas aquí. —Empuja una de las maletas con el pie—. De nada. —Me mira fijamente a los ojos, y el mensaje no podría haber sido más claro si se hubiera puesto un par de guantes de boxeo y hubiera levantado la guardia.

Ella no sabe que encajaré con gusto un gancho en la mandíbula si eso significa que me voy de aquí con mis ollas y sartenes, mi almohada viscoelástica y mi sillón.