Una ecología de los signos - Anne Sauvagnargues - E-Book

Una ecología de los signos E-Book

Anne Sauvagnargues

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Una ecología de los signos recoge siete ensayos dedicados a interrogar las relaciones entre las configuraciones de los modos de experiencia (artística, vital, corporal) y los modos en los que podemos captar su diferenciación y sus declinaciones. Apoyados por la tradicción que convoca Deleuze, y del lado de nombres como los de Simondon, Guattari o Ruyer, entre otros. Sauvagnargues pareciera construir un trayecto que atraviesa campos, ejes temáticos y problemas, para advertir distintos mundos que coexisten y que son como burbujas de signos que llaman a detenerse sobre ellos y que, forzando a pensar, nos abren de par en par a una comunicación experimental donde se individua lo que somos o llegamos a ser. El punto de partida es la influencia motriz que adquiere el arte en la filosofía deleuziana. Desde la publicación en 1964 de un primer ensayo sobre Proust, donde Deleuze empieza a explorar la literatura, hasta su interés posterior en las artes no discursivas como la pintura, la música o el cine, el filósofo francés traza una trayectoria que se desplaza, así, desde el lenguaje hacia la materia de la percepción y hacia las imágenes y signos de distintas naturalezas.

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Av. Luis Thayer Ojeda 95, of. 510, Providencia,

Santiago de Chile.

www.polvoraeditorial.cl

[email protected]

ANNE SAUVAGNARGUESUNA ECOLOGÍA DE LOS SIGNOS

CRISTÓBAL DURÁN Y LUCAS SÁNCHEZ(EDITORES)

DIRECTOR DE LA COLECCIÓN CRISTÓBAL DURÁN

ISBN:978-956-9441-81-3

ISBN DIGITAL: 978-956-9441-84-4

DIAGRAMACIÓN DIGITAL: EBOOKS PATAGONIA

WWW.EBOOKSPATAGONIA.COM

[email protected]

© 2022, Pólvora Editorial

DISEÑO EDITORIAL Y PORTADA: CAMILA GONZÁLEZ S.

ÍNDICE

PREFACIO: DE LA ETOLOGÍA A LA ECOLOGÍA. LEER UNA VEZ MÁS A DELEUZE Cristóbal Durán Rojas

EL ARTE COMO SINTOMATOLOGÍA, CAPTURA DE FUERZAS E IMAGEN

“OCUPAR SIN CONTAR”

EL CUERPO SIN ÓRGANOS

LA TORMENTA DE ARENA, EL ÁTOMO Y EL EMBRIÓN

SIMONDON Y LA CONSTRUCCIÓN DEL EMPIRISMO TRASCENDENTAL

PARA UNA ECOLOGÍA DE LA LITERATURA. PROUST SEGÚN DELEUZE

DE LA LITERATURA MENOR A LA VARIACIÓN CONTINUA

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

DE LA ETOLOGÍA A LA ECOLOGÍA. LEER UNA VEZ MÁS A DELEUZE

Cristóbal Durán Rojas

Los problemas que Deleuze trató de hacer sensible a lo largo de varias décadas de creación filosófica siempre se produjeron en un encuentro con aquello que sobrepasaba la propiedad de un nombre. Con o sin Félix Guattari —una distinción que ya nos parecerá poco adecuada—, toda la escritura de Deleuze se teje en una comunicación expuesta e implicada con otros, que es preciso recordar. Los textos de Anne Sauvagnargues que aquí anticipamos no hacen sino señalarnos esta inclinación ética en la lectura y en la creación de conceptos: una ética que es ante todo una etología, por cuanto la elaboración creativa implicada en el proceso de hacer sensible un concepto, nunca es indemne de todo un enjambre flotante de signos, imágenes y conceptos, marcas, indicios y guiños que parecen conceder fuerza inédita a territorios siempre abiertos, siempre por hacerse.

Reconocida internacionalmente por ser una de las mejores intérpretes actuales del pensamiento de Deleuze (y de Guattari y Deleuze, como gusta decir), Anne Sauvagnargues nos muestra que conceder una vitalidad a dicho(s) pensamiento(s) supone volver a enfatizar el ejercicio de sus conexiones. Tanto en su enseñanza como en sus escritos, Sauvagnargues va urdiendo comentarios cruzados a la manera de un mapa complejo que se resiste con creces a cualquier reificación de los conceptos. Sus libros, entre los cuales quisiéramos destacar Deleuze. Del animal al arte (2004, publicado en castellano en editorial Amorrortu en 2006), Deleuze et l’art (2005), Deleuze. L’empirisme transcendantal (2010), o el volumen colectivo Spinoza-Deleuze: lectures croisées (publicado en 2016, junto a Pascal Sévérac), constituyen notables esfuerzos por contribuir a elaborar una imagen del pensamiento, producto del encuentro entre fuerzas, vectores y líneas que dibujan una filosofía singular (y extrañamente) sistemática como la deleuziana.

Este libro recoge siete ensayos dedicados a interrogar las relaciones entre las configuraciones de los modos de experiencia (artística, vital, corporal) y los modos en los que podemos captar su diferenciación y sus declinaciones. Apoyados por la tradición que convoca Deleuze, y del lado de nombres como los de Simondon, Guattari o Ruyer, entre otros, Sauvagnargues pareciera ir construyendo un trayecto que atraviesa campos, ejes temáticos y problemas, para advertir distintos mundos que coexisten y que son como burbujas de signos que llaman a detenerse sobre ellos y que, forzando a pensar, nos abren de par en par a una comunicación experimental donde se individua lo que somos o llegamos a ser. El punto de partida es la influencia motriz que adquiere el arte en la filosofía deleuziana. Desde la publicación en 1964 de un primer ensayo sobre Proust, donde Deleuze empieza a explorar la literatura, hasta su interés posterior en las artes no discursivas como la pintura, la música o el cine, el filósofo francés traza una trayectoria que se desplaza, así, desde el lenguaje hacia la materia de la percepción y hacia las imágenes y signos de distintas naturalezas.

La crítica de un régimen interpretativo del arte entrañaría una tarea diferente para la labor filosófica. Ya no se trataría de leer en busca de un elemento trascendente a las obras (un elemento normativo que se extraiga por análisis sociológico, psicoanalítico o estructural, con el fin de calificar las obras del arte), sino de abrir en ellas un formalismo bien especial, basado en la elaboración de un catálogo semiótico de afectos y en el recorrido de una lógica de la sensación en curso en el material de las obras. Esta consideración es heredera de los desarrollos tempranos de Deleuze sobre la literatura, donde ya se insta a tomar nota de una sintomatología para los modos no-representativos de las imágenes con las que juega el arte. El artista hace mapas, posee las virtudes de quien cartografía las relaciones de fuerza transversales a una sociedad, y quien, a través de las obras, puede evaluar los estados potenciales a los que dichas fuerzas ofrecen respuesta. Este es el ámbito de una literalidad, como lo habría pensado François Zourabichvili, de una sobriedad descubierta por Deleuze, donde las imágenes son el efecto de una labor de extracción y de una composición de signos dispares y heterogéneos.

Captar y diagnosticar cómo “el arte hace palpitar los afectos de la materia”, esa es la tarea que ya manifiesta una etología inmanente a la creación de obras y al enfrentamiento a estas. Pero no se trata de una estética: son los medios del arte, por ejemplo, los medios de la literatura, los que pueden enseñar a subvertir la lengua y los códigos sociales, y hacerlo sin necesidad de imponernos otro sentido común sobre las obras. El inventario de los tipos de imágenes sensibles y la clasificación de signos implicados no se encuentran cerrados, y es por eso por lo que para poder enunciar concretamente una semiótica es preciso no imponer una forma al flujo de ninguna materia. Para evitar esa imposición, Sauvagnargues nos diría que no perdamos de vista el aporte de Gilbert Simondon para pensar esa etología inmanente: otras individuaciones se harán pensables cuando ya no intentemos encajar una materia en una forma, y le demos chance a la idea de modulación. Idea clave para poder entender cómo el arte capta fuerzas que siguen el flujo de un material (que Deleuze llama haecceidad) y que permite hacer sensibles fuerzas que aún no han sido detectadas.

En este sentido, no es exagerado decir que la captura de fuerzas le proporciona una nueva vida a la filosofía del arte. Las obras empiezan a respirar de otro modo, y pueden “hacer visibles fuerzas que no lo son”, como apunta Deleuze decididamente en su Francis Bacon. Se podría decir: ¿pero cuál sería el problema de oponer materias y formas a la hora de comprender la labor del arte? Se podría decir, incluso: Deleuze y Guattari ya han opuesto tipos de multiplicidad, han opuesto lo molar y lo molecular, entonces ¿por qué abandonar la relación entre forma y materia? Los textos sobre cine de Deleuze bosquejan una semiótica, en el sentido en que intentan elaborar una historia natural de las imágenes, y de los modos de subjetivación implicados en ellas y en los tipos de signos cinematográficos. Con ello, se trata de inventariar los signos, pero diferenciándolos entre sí, precisamente para mostrar que muchas veces —no siempre— las dualidades conducen a afirmar la fijeza de unos bloques de signos sobre otros, y que eso no es más que introducir una estrategia de dominación, como un patrón de medida que se viene a plantear como constante.

La etología, la semiótica etológica no puede ser aquí dominante. Es como en el cine: hacer coexistir materias semióticas diversas, visitar las imágenes que necesariamente se exhiben imbuidas e implicadas en y por otras imágenes. Si hablamos de etología es porque es el nombre de una ética de la coexistencia, captada en el medio, y no desde la altura de una normatividad o de una trascendencia. Ese es también el sentido de considerar, como hace Sauvagnargues, el impacto de la música en la escritura filosófica de Deleuze. La música, en la clave deleuziana, no es otra cosa que la seña de un “formalismo en devenir”, donde se puede llegar a plantear sistemas abiertos dotados de consistencia formal. Y ese formalismo abierto no deja de hacer un guiño a la función de experimentación que Sauvagnargues descubrirá en la literatura, sobre todo cuando Deleuze ponga en marcha al Cuerpo sin Órganos de Artaud. Este cuasi concepto, que apunta a poder pensar el cuerpo sin reducirlo a la forma orgánica, abre la noción de vida a su vitalidad no orgánica. Nos encontramos, de frente, con el papel de las fuerzas informales que no requieren todavía ser medidas como una organización en ciernes.

El arte, para Deleuze, puede, como nos dirá Sauvagnargues, “captar la vida antes de que se estabilice en órganos diferenciados” y así captar la experimentación como un incremento vital. Si Deleuze se interesa fuertemente en Artaud en su Lógica del sentido, no es sino para caracterizar la extraña vida de las singularidades, que, pese a no estar individuadas ni actualizadas, no por ello son indiferentes o indiferenciadas. Porque el Cuerpo sin Órganos no es sino el mapa haciéndose en abstención de una forma individuada, y por ello es la vía que nos muestra que el arte desborda la interpretación y se abre a toda una física de los signos. De ahí el interés de Sauvagnargues en el trabajo del filósofo y biólogo Raymond Ruyer, quien interrogó la capacidad autoformativa de lo viviente, ayudándose de una metafísica de la forma en devenir, que comunica diferentes dominios de existencia entre lo inorgánico y lo orgánico, entre la química y la biología o entre la materia y la vida.

Pero Sauvagnargues nos mostrará que, si se los contrasta, los trabajos de Deleuze (y Guattari), por un lado, y los de Ruyer, por otro, nos vienen a indicar las trabas implicadas en la formulación de una ecología. Entre ambos habría una “diferencia estruendosa”, nos dice Sauvagnargues, dado que Ruyer tiene que subordinar la multiplicidad en la construcción de su abordaje ecológico, mientras que Deleuze sólo querría afirmar la singularidad y el pluralismo que requiere expulsar los modelos centralizados y jerárquicos de una ecología. Y será en la filosofía de la individuación de Simondon, donde Sauvagnargues reconoce que Deleuze encuentra los elementos quizá más decisivos para construir una semiótica que informará a la postre una etología y una ecología. El rescate que hace Deleuze de la lucha simondoniana contra el esquema hilemórfico —que impone una forma a una materia— permite a Sauvagnargues sostener que esta imposición deriva de una operación vista desde el punto de vista del amo, con lo que confundimos la forma con un lugar más o menos fijo y dado, y no como un punto en la operación material de modulación.

Simondon, a ojos de Deleuze, se encamina decisivamente a considerar una teoría del encuentro, que considera la disparidad entre un medio metaestable y la singularidad que surge de él. Toda una teoría de la coproducción del individuo y su medio de individuación es lo que abrirá la posibilidad para empezar a apuntalar un modelo ecológico, en el cual el individuo siempre está asociado a su medio, pero siempre en disyunción de éste. Pero aquí también se requiere separar los textos de Simondon de cómo Deleuze los lee y pone en juego. Para Sauvagnargues, Simondon todavía se mantendría preso de la necesidad de pensar procesos de unificación, en lugar de dar preeminencia efectiva a la heterogeneidad.

Dar lugar efectivo a esa heterogeneidad, completamente indispensable para encaminarse a construir una ecología de los signos, tendría relación con Proust. Gracias a Proust, y a Guattari y Deleuze como sus lectores más avezados, se puede pensar una semiótica que ya no se agota en lo mental, en lo discursivo y en la forma humana. La literatura como experimentación nos enseña que se puede ensayar formalmente un diagrama de un campo de experiencia que obliga a reconfigurar nuestro buen sentido, “exactamente como los signos textuales construidos por Proust fuerzan a Deleuze a reconfigurar su definición de la filosofía”, como dirá Sauvagnargues. Es muy importante recordar que esos signos textuales se disponen transversalmente, es decir, nos obligan a saltar de un mundo a otro, sin posibilidad simple alguna de que nos detengamos en un sentido último o que podamos descansar en una instancia que operaría como mundo que permite dar la clave de los demás, imponiéndose a ellos. Sería preciso afirmar todos los mundos, sin reunirlos en unidad.

Sauvagnargues nos recuerda con justa razón que nuestra relación con los signos es más bien una experimentación pragmática, y no un proceso interpretativo que restituye un sentido dado de antemano. Como observarán los lectores de los ensayos que aquí se dan cita, la transversalidad viene a puntuar un modo de organización no jerárquica, donde se abre paso “una formalización singular confrontada a sus condiciones de experimentación, y estas ya no se expresan sobre el plano ideacional de la estructura”, como nos recuerda la autora de estos ensayos. Esta transversalidad da entonces un sello especial al concepto mismo de multiplicidad, donde la nomenclatura de la totalidad se mantiene, pero arruinando la cohesión que podíamos encontrar en la idea de la unidad de una obra, de una identidad individual o de la cohesión personal. No es preciso pensar ya en una unidad de la experiencia, ni siquiera remitir a una totalidad ausente. Ante todo, un agenciamiento de signos, movidos por conexión y heterogeneidad, como se probará con creces en todo el libro dedicado a Proust, donde los mundos no se unifican, sino que conciernen al mapa de afectos del narrador.

La invención de un formalismo ecológico, que en lugar de buscar unificaciones (lingüísticas, inconscientes o sociológicas) se contenta con seguir una distribución de signos en burbujas ecológicas distintas entre sí (“regímenes de signos”, nos dicen Deleuze y Guattari), abre una oportunidad para entender las artes, la vida y, en rigor, para volver a leer los escritos de Deleuze. Asumiendo que “Deleuze” sea más bien el nombre con que se imprime provisoriamente una marca intensiva. Habría que recordar, cada vez, que dicho formalismo no es una instancia de “estetización” sino más bien un modo de pensar la capacidad inventiva que se juega en la conexión entre señales de todo tipo, por ejemplo, las señales de la literatura, y las de los mundos sociales.

¿Qué se pone en juego entonces en estas conexiones? Toda una expansión del lenguaje, posibilidades inauditas de ligar señaléticas de diferente naturaleza en provecho de producir nuevos medios de individuación. La literatura, las artes, ya no se definen imperialmente según el canon de operaciones reflexivas que se ejercen sobre los medios no-humanos o sobre la vida, sino que también pasarán a enlistarse en el estudio etológico de los medios, apuntando a la composición de mundos plurales. En este sentido, el reparo que dirige Sauvagnargues a la lectura que hace Jacques Rancière de Deleuze, se hace evidente. Rancière comprende los signos de una manera simbólica y alegórica, perdiendo el talante etológico que exige considerarlos como instancias metabólicas de nuestra situación corporal. Así se entrecruza una etología spinozista con el examen semiótico de Proust, para hacer sensible con una precisión inaudita toda una teoría de la individuación anclada en los mapas de afectos que ponen a variar a los personajes. El sentido de la etología es aquí el de construir mapas con indicios diversos, mapas de afectos que marcan y traducen las políticas del encuentro de los cuerpos y las potencias de individuaciones.

Los signos se arremolinan en matorrales, flotan en burbujas, y producen así territorios, que a su vez no dejan de implicarse y extenderse con otros. Una ecología, que tampoco es una, ya que no se trata de individuos participando de un mundo común, sino de mundos que coexisten, en cuya intersección vivimos, y que se componen y recomponen como los mundos de signos creados por Proust, donde sus personajes son indisociablemente individuos y medios. Los lectores podrán ver hasta qué punto la lectura de Kafka que hacen Deleuze y Guattari permite llevar estos regímenes de signos, esta etología, hacia las lindes de una ecología. Ahí, como Sauvagnargues nos lo muestra magistralmente, la aparición del singular concepto de variación continua vendrá a revelar una especie de vibración procesual que encierra la vida misma de todos los mundos, de todos los signos y de todos los puntos de vista que se han puesto a resonar en coalescencia. El que podamos resguardarnos o no ante los recortes de este devenir, y su tentativa de convertir las variables en constantes y las diferencias en exclusiones, es algo que los lectores tendrán que evaluar.

***

La idea de este libro surgió durante la visita que Anne Sauvagnargues hiciera a Chile en septiembre de 2017, en el marco de una serie de actividades en la Universidad Andrés Bello y en la Universidad de Chile. Quien organizó esas actividades fue el Núcleo de Teoría de las Multiplicidades, un grupo de trabajo dedicado al estudio y la difusión del pensamiento de Gilles Deleuze y de pensamientos afines, al amparo de la investigación desarrollada en el proyecto Fondecyt N° 11150732, del que fui investigador responsable. Como resultado, este libro es fruto de un trabajo conjunto entre la autora y quienes participaron como miembros del equipo de traducción de los ensayos aquí reunidos. He optado por no mantener firmas de traductor en cada uno de los escritos, ya que la mayoría de ellos fueron revisados y comentados por todo el equipo, y revisados finalmente por mí, en tanto coordinador del Núcleo. Quienes participaron en dicho proceso fueron: Felipe Larrea, Débora Fernández, Felipe Kong, Rodrigo González, Felipe Henríquez, Tomás Flores y Gonzalo Montenegro. A todos ellos este reconocimiento.

LISTA DE ABREVIATURAS DE LOS TEXTOS DE GILLES DELEUZE

AE El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia

C Conversaciones, 1972-1990

CC Crítica y clínica

D Diálogos

DR Diferencia y repetición

DRL Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995)

F Foucault

FB Francis Bacon. Lógica de la sensación

ID La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974)

IM La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1

IT La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2

K Kafka. Por una literatura menor

LS Lógica del sentido

MM Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia

P El pliegue. Leibniz y el barroco

PS Proust y los signos

PSM Presentación de Sacher-Masoch. Lo frío y lo cruel

PV Pericles y Verdi

QF ¿Qué es la filosofía?

S Superposiciones

EL ARTE COMO SINTOMATOLOGÍA, CAPTURA DE FUERZAS E IMAGEN

El arte constituye una influencia motriz en la filosofía de Deleuze: desde la publicación, en 1964, de un primer ensayo sobre Proust, Deleuze explora la literatura, para luego interesarse en las artes no discursivas, en la pintura o el cine, según una trayectoria que se desplaza desde el lenguaje hacia la materia de la percepción. La definición del arte como sintomatología de afectos, captura de fuerzas y luego como imagen, corresponde a dicho desplazamiento. Primero elaborada a propósito de la literatura, y luego conducida al análisis de la pintura en Francis Bacon. Lógica de la sensación,de 1981, la captura de fuerzas revela la comunidad de las artes que vincula a la literatura con las artes no discursivas. Mejor dicho, ella indica, incluida la literatura, que el efecto del arte no es reductible a su dimensión de lenguaje, sino que reclama una semiótica del efecto irreductible a lo discursivo, una verdadera lógica de la sensación, una semiótica de los afectos. En los años 1980, esta extensión de la filosofía del arte se formula como captura de fuerzas con el Bacon, y como imagen en Imagen-movimiento e Imagen-Tiempo, los dos volúmenes dedicados al cine. Después de apoyarse en la experiencia del arte para conducir a la filosofía a una reforma de su “imagen del pensamiento”, en Proust y los signos, de 1964, Deleuze abre una nueva vía para al arte, que renueva completamente las teorías de la imagen y del signo. Tal como él lo concibe, a partir de Materia y memoria de Bergson, la imagen no es una copia, ni un duplicado mental; es más bien un modo de la materia, un complejo de fuerzas reales en movimiento, y el efecto del arte debe entenderse en ese plano estrictamente positivo. “Una imagen no representa una supuesta realidad, la imagen es en sí toda su realidad” (DRL, 198). Lejos de ser una ficción de la cultura y un criterio antropológico, el arte, según Deleuze, adquiere la consistencia y la inocencia de un efecto de subjetivación, que consigue hacer palpitar los afectos de la materia.

La captura de fuerzas

La captura de fuerzas que Deleuze sistematiza en elBacon como definición de las artes, es elaborada en primer lugar a propósito del efecto literario, desde Proust y los signos en 1964 a Diferencia y repetición en 1968, e indica cómo el arte, según él, transforma la filosofía. El pensamiento surge a partir de la violencia irruptora del signo. Esta irrupción, Deleuze la concibe con Nietzsche y Simondon como una física de la intensidad y una semiótica de la fuerza, que permite, como quería Nietzsche, sostener que el artista es el médico de la civilización, dando al arte una función sintomatológica clínica y crítica. El artista elabora el mapa señalético de las relaciones de fuerzas que atraviesan a una sociedad y las evalúa, es decir, determina los estados de potencia a los que estas fuerzas responden. Con su teoría de la individuación como modulación intensiva, Simondon permite pensar el efecto del arte en el plano de las fuerzas, y no solamente a partir de significaciones discursivas, y reemplazar la oposición abstracta entre las materias y las formas por una relación intensiva entre materiales y fuerzas.

De la forma significante a la fuerza real

El arte es real, produce efectos reales en el plano de las fuerzas y no en el de las formas. El resultado es un desplazamiento muy original de la fractura entre lo imaginario y lo real, pues lo imaginario deja de ser considerado como una ficción mental, y el arte como una distracción de la cultura. Mientras que la crítica de la interpretación, formulada a propósito de la literatura, insiste en la dimensión no literaria de las artes que no pasan en primer lugar o exclusivamente por el medio de la lengua, Deleuze insiste constantemente en el aspecto real de lo imaginario, de manera que las imágenes deben ser tomadas de modo literal y no significante, de modo que se trata de restaurar el pensamiento que ellas producen por extracción y no por abstracción. Lo imaginario no es irreal, sino que concierne al carácter indiscernible entre lo real y lo irreal, carácter que la noción de captura ayuda a elaborar. “Todas las imágenes son literales y hay que tomarlas literalmente” (DRL, 198): así, el pensamiento no es separable de las imágenes que lo provocan y estimulan, pero tampoco está significado por ellas como un contenido abstracto que ellas representarían. Hay en ello una toma de posición en nombre de las artes no discursivas,que no están obligadas a la repetición o a la deconstrucción de las formas, y que no dependen del régimen significante. No es que por eso se vean privadas de inteligibilidad y pensamiento, sino que no son reductibles a un significado, y mucho menos a un significado discursivo. Captura de fuerzas e imagen apelan al pensamiento en el nivel de la sensación. El arte no opera en una dimensión subjetiva, privada y mental: no es reductible a un sistema simbólico, ni a una apelación a lo imaginario, al fantasma o al sueño, sino que realmente produce las imágenes que hacen pensar. “No se trata de pensamientos abstractos que se realizarían indiferentemente en tal o cual imagen, sino de pensamientos concretos que no existen más que por esas imágenes y por medio de ellas” (DRL, 193). Tenemos aquí una definición posible del arte: “una imagen vale sólo por los pensamientos que crea” (DRL, 194).

En 1981, Deleuze finalmente dedica a las artes no discursivas un libro completo que se sumerge en la obra de Francis Bacon. Aunque anteriormente le había concedido a la pintura y a la música numerosos análisis y algunos artículos, es la primera vez que se enfrenta directamente al conjunto de una obra pictórica y se ejercita en esta semiótica de la obra, que anteriormente realizó a propósito de la literatura. El problema de dicha semiótica de las fuerzas consiste en pensar el sistema de las imágenes y de los signos independientemente del lenguaje en general, sin reducir los complejos de fuerzas a nociones significantes. Esta es toda la dificultad de un análisis de la pintura, que no puede duplicar a la obra describiéndola, ni entrar en habladurías ni en una metafísica aplicada. ¿Cómo captar la masa plástica y explicar cómo nos hacen pensar las imágenes de la pintura, compuestas de una materia no lingüísticamente formada, a-significante y a-sintáctica? La pintura inviste nuestro ojo y “alza ante nosotros la realidad de un cuerpo, líneas y colores” (FB, 58), pero la imagen no es un enunciado, y reclama, según la distinción de Deleuze, una semiótica y no una semántica, es decir, una teoría de los signos no discursivos que no se contenta con duplicar las retóricas de la significación o con imitar las operaciones lingüísticas. La semiótica también se define como el sistema de las imágenes y los signos con independencia del lenguaje en general. De ahí la dificultad de un análisis de las artes no discursivas, porque se trata de llevar al discurso lo que no le incumbe, y de extraer el pensamiento de esta materia señalética no lingüística, aunque no sea amorfa y esté bien formada semiótica, estética y pragmáticamente. Esta triple determinación del signo, irreductible al lenguaje, y que es sensible y produce un efecto, permite esta lógica de la sensación, que Deleuze considera con Bacon, y que es una respuesta que desplaza a la “lógica del sentido” que llevó a cabo en 1969. Pasando del sentido a la sensación, pasamos de un régimen de la obra todavía centrada en la esfera mental significante a una lógica de la sensación, verdadera definición programática de la estética como lógica de lo sensible. Esta es la razón por la que el análisis del cine resulta tan decisivo para completar la definición del arte como captura de fuerzas: con la imagen, la fuerza se vuelve afecto.

Captura clínica, captura crítica

Bacon interesa a Deleuze por la violencia de su pintura, violencia que no se sostiene en lo representado —un gusto por lo sensacional— sino que se concentra en el trabajo plástico de las materias pictóricas, líneas y colores. “Bacon distingue dos violencias, la del espectáculo y la de la sensación, y dice que hay que renunciar a una para atender a la otra” (FB, 67). Desde su primer estudio sobre Proust, Deleuze mantiene esta violencia de la sensación como criterio de la creación y como novedad, que surge en un modo sublime como violencia y clarividencia, como choque para el pensamiento, matter of fact. De este modo intrusivo, a la vez inesperado y conmovedor, es cómo primero podemos comprender la captura de fuerzas, que define a la comunidad pragmática y estética de las artes.

Cualquiera que sea la diversidad de sus modos, todas las artes captan fuerzas: esta definición jubilosa y positiva transforma profundamente el estatuto y el análisis de las artes. Cualquiera que sea su diversidad, las artes responden a la comunidad de un problema, definición que no compromete en nada la singularidad de las artes ni de las obras, porque un problema recibe diversas maneras de solución en función de sus datos. Este problema concierne a las fuerzas, no a las formas.

Porque hay una comunidad de las artes, un problema común. En arte, tanto en pintura como en música, no se trata de reproducir o de inventar formas, sino de captar fuerzas (FB, 63).

Al afirmar que el problema del arte no concierne a la producción activa de las formas, sino más bien a la captura pasiva de fuerzas, Deleuze descarta simultáneamente dos posiciones que se tienen a menudo como antagonistas y por las cuales se pretende regular la cuestión de las artes, subordinadas o entregadas a la imitación de la naturaleza y a la representación figurativa. Una inmanente y modesta, que reemplaza la invención o la reproducción de las formas: no se trata de reproducir las formas existentes de la historia del arte, ni de inventar unas nuevas para una revolución formal, sino que se trata de limitarnos a capturar fuerzas realmente existentes, lo que hace del arte un operador en el terreno de una sintomatología de las fuerzas o de una etología estrictamente inmanente.

Otra es la clínica: hay en la captura una dimensión receptora asombrosa, ya que ella primero se declina como una pasividad, como un registro concreto de las fuerzas de lo real, modulación que Deleuze retoma del análisis simondoniano de la individuación, como operación real sobre las fuerzas existentes. Esta es una posición nietzscheana, que Deleuze ya exploró con respecto a la literatura, y que hace del artista el médico de la civilización, al iniciar un diagnóstico de fuerzas todavía imperceptibles que agitan lo social. Sucede así en los casos de Proust, Zola o Sacher-Masoch:1 en 1967, Deleuze concibe a la literatura como una clínica que completa y corrige a la medicina, porque se sitúa al nivel de una sintomatología de los efectos reales y no en el de una etiología de las causas abstractas. Sacher-Masoch explora los efectos de subjetividad del masoquismo y revela sus dinamismos no porque sea perverso, sino porque es novelista. La literatura no es secundaria, ni el testimonio imaginario de una perversidad dada. Dado que es escritor, Sacher-Masoch inventa, en el sentido arqueológico, es decir revela las fuerzas, las posturas y las relaciones que, sin su intervención, habrían permanecido insensibles. La primera aparición del arte como captura de fuerzas es elaborada de esta manera, desde una óptica nietzscheana, como sintomatología de procesos de subjetivación que operan en las culturas, e instituye la relación entre arte y clínica, tan importante para Deleuze. Definida primero a propósito de la literatura en el año ١٩٦٤ (Proust y los signos) y en 1975 (Kafka. Por una literatura menor, con Guattari), en 1993 forma el título Crítica y clínica, último libro publicado dedicado a la literatura, que mezcla textos antiguos (1963) con escritos contemporáneos, dando testimonio de la continuidad de este motivo. La captura de fuerzas debe entenderse en el plano de una física de las fuerzas, y Deleuze retoma del Bachelard epistemólogo, no del Bachelard poético, el motivo de una fenomenotécnica, de una técnica productora de afectos. La literatura consiste en montar dicho dispositivo, el efecto Masoch, tal como el efecto Proust o el efecto Kelvin, permiten revelar fuerzas hasta ahora no sentidas, de modo que el nombre del novelista se adhiere al haz de fuerzas que literalmente reveló: “algo que pasa […] como bajo una diferencia de potencial, ‘efecto Compton’, ‘efecto Kelvin’” (D, 90). Por lo tanto, la clínica se sitúa en el plano de lo real, y no de lo imaginario: fáctica y realista, ella es experimental y maquínica, ella produce efectos. Pero, al mismo tiempo, ella es crítica. Porque se sitúa en el plano fáctico de una exposición de fuerzas reales, pero no percibidas que atraviesan el campo social, la obra de arte comprende esta dimensión crítica, que proviene de su mismo aspecto fáctico. Desde Kafka. Por una literatura menor, la clínica se presenta con fuerza como la triple dimensión experimental, maquínica y política que define a la literatura creadora, denominada menor porque subvierte tanto la lengua como los códigos sociales y los de la literatura. El arte y la literatura exploran los devenires reales de los cuerpos sociales, y la literatura recibe una función política que actualiza la dimensión crítica de la clínica. El concepto de lo maquínico, elaborado con Guattari, califica este modo operatorio que permite una definición funcionalista y ya no significante o estructural de la literatura (Rizoma, 1976). Maquínica y política abarcan exactamente la polaridad de la clínica crítica: la crítica política es función de la clínica maquínica, y estos dos conceptos preparan y definen el arte como captura de fuerzas. Esta definición funcionalista de la literatura es determinante para el análisis de las artes no discursivas. Ni el arte, ni la literatura dependen de una interpretación significante, porque su tipo de inteligibilidad no se efectúa ni en el plano estructural de un sistema simbólico de la obra ni en el plano fantasmático de un imaginario del autor. La calificación maquinal se opone a todo régimen interpretativo de la obra y con ello asigna al trabajo filosófico una tarea diferente: determinar los signos efectivos que operan en el material de la obra y registrarlos clasificando sus tipos de operaciones, lo que asegura la transformación de la lógica del sentido que Deleuze perseguía en 1969 en esta lógica de la sensación que implementa en 1981 con Bacon.

Modulación de las fuerzas y de los materiales

Existe una física de la obra que retoma la física de la intensidad de Gilbert Simondon.2