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Europa sigue mirándose en el espejo sin reconocer su propio rostro. En ¿Una Europa todavía cristiana? reunimos el influyente ensayo Una Europa cristiana junto con nuevas reflexiones de J.H.H. Weiler sobre la relación entre Iglesia y Estado en el contexto europeo actual. Traducido a múltiples idiomas, Una Europa cristiana fue una obra clave en el debate suscitado por la propuesta de una Constitución Europea, y su relevancia no ha hecho sino aumentar con el paso del tiempo. En este nuevo libro, Weiler, profesor en NYU y Harvard y galardonado con el Premio Ratzinger en 2022, profundiza en cuestiones como la pretendida neutralidad de la laicidad, el papel del cristianismo en la identidad europea y las consecuencias de su desconocimiento. Weiler va más allá de la simplista idea de una Europa «cristofóbica», su análisis es fino e inquietante: ya no se trata tanto de un rechazo consciente a la fe, de una indiferencia nacida de la ignorancia, sino de olvido. Para muchos europeos, la Iglesia ya no es más que un decorado para bodas elegantes, y la religión, una pieza de museo. Pero, ¿qué implica esta amnesia para el futuro de Europa? ¿Una Europa todavía cristiana? invita al lector a replantearse el significado de la tradición cristiana en la configuración del presente y el futuro de Europa.
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Seitenzahl: 419
Veröffentlichungsjahr: 2025
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J.H.H. Weiler
¿Una Europa todavía cristiana?
Y otros ensayos sobre Estado e Iglesia
Traducción de José Miguel Oriol
Prólogo a la nueva edición de Javier Gomá
Título en idioma original: Un’Europa cristiana
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2003, 2024
Traducción de José Miguel Oriol
Prólogo a la nueva edición de Javier Gomá
Título de la colección «Pensar Europa» en colaboración con el IDEE-CEU
Prólogo a la edición francesa de Rémi Brague
Prólogo a la edición alemana de Ernst-Wolfgang Böckenforde
Prólogo a la edición italiana de Augusto Barbera
Prólogo a la primera edición española de Francisco Rubio Llorente
Traducción de la Introducción, segunda parte y apéndice de Gabriela Garibay Marin
y Lucía Álvarez Gómez
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 165
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-221-9
ISBN EPUB: 978-84-1339-554-8
Depósito Legal: M-2488-2025
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com - [email protected]
Índice
Nota del editor
Prólogo a la nueva edición
¿UNA EUROPA TODAVÍA CRISTIANA?
Introducción a la nueva edición. Cristianismo en una Europa postconstantiniana
PRIMERA PARTE. UNA EUROPA CRISTIANA
Querido lector
Capítulo primero. Mitte viros qui considerent terram...! a identidad europea
I. Explorando la Tierra Prometida europea
II. El gueto cristiano europeo - Los muros exteriores
III. La cuestión del cristianismo en la fallida Constitución Europea
IV. Excursus - El judío y el musulmán en una Europa cristiana
V. Europa fin-de-siècle - Cristofobia
VI. El gueto cristiano europeo - Los muros interiores
Capítulo segundo. ¡Europa propone...! La normatividad europea
I. Europa y el cristianismo - Rules of engagement
II. Hacia una historiografía cristiana de la integración europea - Una ilustración
III. Redemptoris Missio - Verdad, alteridad y la disciplina de la tolerancia
IV. ¡Europa propone...!
Capítulo tercero. ¡«Cosas nuevas»...! La espiritualidad europea
I. El mercado europeo - No de sólo pan vive el hombre (Deut. VIII, 3)
II. Rerum Novarum I: El ciudadano como consumidor político
III. Rerum Novarum II: Homo eligens - De la modernidad a la posmodernidad en el espacio público europeo
SEGUNDA PARTE. ENSAYOS SOBRE ESTADO E IGLESIA
¡Je Suis Achbita!
Santidad y razón en la enseñanza del Papa Benedicto XVI. Una necrológica intelectual
Sobre la libertad religiosa y la libertad frente a la religión en las democracias modernas. El caso Lautsi: crucifijos en las aulas
APÉNDICE
Prólogo a la edición francesa
Prólogo a la edición alemana
Prólogo a la edición italiana
Prólogo a la primera edición española
Epílogo dialogado a la primera edición española
ANEXOS
Párrafos seleccionados de los Preámbulos de algunas Constituciones europeas en materia de religión referidos en el ensayo
Preámbulo de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión europea
Preámbulo del Tratado que instituye una Constitución para Europa
Nota del editor
Cuando en 2003 publicamos Una Europa cristiana. Ensayo exploratorio de Joseph Weiler, nos hallábamos en plena polémica sobre la Constitución Europea, y aún no había llegado a su término el pontificado de san Juan Pablo II. Más de 20 años después, el debate en torno a la presencia pública de la religión en Europa no ha disminuido, a pesar de la evolución que ha experimentado tanto la presencia cristiana como la propia Europa. El texto del profesor Weiler sigue siendo una referencia ineludible para orientarse en este debate. Por ello decidimos proponerle una nueva edición de este importante libro, que hemos conservado sin cambios, pero al que se le han añadido una nueva introducción y tres ensayos nuevos del autor, y un nuevo prólogo de Javier Gomá. Además, para distinguirlo de la primera edición, y subrayar el cambio de época en el que nos encontramos, el autor ha introducido un cambio en el título: ¿Una Europa todavía cristiana?
La primera edición de este librose tradujo a los principales idiomas, y provocó un interesante debate. En este volumenhemos incluido como apéndice los prólogos a las ediciones francesa, alemana e italiana, y hemos mantenido el de la primera edición española, junto con el epílogo dialogado, pues todos ellos contienen importantes contribuciones al debate por parte de intelectuales de talla internacional.
Prólogo a la nueva edición
Me propongo explicar en este prólogo por qué creo que el libro de Joseph Weiler es verdaderamente digno de ser leído. La razón tiene que ver tanto con el fondo como con la forma.
El fondo es la religión en su relación con las instituciones políticas: el Estado moderno y la Unión Europea. Esta relación es peliaguda entre los intelectuales europeos, porque Europa sufre un trauma antiguo con la religión y todavía hoy no habla de ella con la naturalidad con que lo hace de demás temas.
Una de las grandes épocas de la historia de Europa fue protagonizada por la «cristiandad», la forma política que asumió la fe cristiana durante la Edad Media. Cuando esa época terminó y fue sustituida por la siguiente, la nueva época, que podemos denominar genéricamente «modernidad», tuvo que abrirse camino luchando contra el dominio de la anterior, que se resistía enérgicamente al cambio. George Jellinek, autor de una célebre Teoría general del Estado (1900), sostiene que las declaraciones de los derechos humanos francesa y estadounidense a fines del siglo XVIII tienen su origen en el previo y más fundamental derecho a la libertad religiosa, reconocido por los Estados como consecuencia de las cruentas e incesantes guerras de religión dentro de la antigua Europa cristiana. Ser moderno, en suma, era confiar la religión al reino interior de la conciencia y prescindir de ella en el exterior a fin de permitir el nacimiento del ciudadano, que es quien se obedece a sí mismo a través de la ley y no reconoce ningún señor ni amo, ni siquiera uno de origen divino. Dado que se venía de un Antiguo Régimen en el que el cristianismo ostentaba el monopolio, la modernidad se entendió a sí misma como no cristiana, cuando no anticristiana o directamente antirreligiosa, y esa identidad ha permanecido hasta hoy. Así que cuando un intelectual de nuestro tiempo expresa sus ideas en la esfera pública, normalmente procura esquivar la religión, considerando esa cuestión, antigua fuente de guerras y violentas disputas, definitivamente superada por el pacto moderno de la ciudadanía.
Y he aquí que Joseph Weiler habla en este libro de la religión en la esfera pública y lo hace además con sorprendente naturalidad. Para estudiar una materia conviene mantener con ella al mismo tiempo cercanía y distancia: cercanía para no perder el calor y la simpatía por lo estudiado, distancia para ganar objetividad. La cercanía personal de Weiler con la religión y el Estado está asegurada: profesa la religión judía y, por otra parte, es un espíritu cosmopolita que conoce por dentro, no uno, sino muchos Estados, entre los que se mueve como en su propia casa. Pero al mismo tiempo Weiler se declara «forastero», porque su religión no es la cristiana, mayoritaria en Europa, y además responde al tipo del judío errante por excelencia, habiendo nacido en África y vivido en cuatro continentes; cuando le preguntan por su patria, suele responder que es el Libro. De suerte que esa doble condición antitética, la de estar en casa y ser forastero al mismo tiempo, le concede una perspectiva privilegiada para estudiar de forma científica, no traumática, el tema elegido, sobre el que despliega con magistral destreza la lógica de sus argumentos.
El libro cuestiona, con buenas razones, la hegemonía que hoy disfruta la solución francesa de la relación entre el Estado y la religión, solución que es también la dominante en la Unión Europea. Weiler recuerda que hay dentro del continente europeo otras relaciones Estado-religión que se separan de la laicidad francesa: Inglaterra, Dinamarca, Grecia, etcétera. De modo que la prevalencia de una sola versión, la del laicismo francés, no refleja la pluralidad existente, sin que haya razones para considerarla obligatoria ni normativa. De hecho, Weiler defiende que el vigente laicismo francés debe corregirse porque ha perdido la neutralidad que quizá sí tuvo en el pasado. Cuando una sociedad se componía de una mayoría cristiana con pluralidad de confesiones (católicos, reformados, luteranos, calvinistas, etcétera), el laicismo cumplía la función de mantener al Estado neutral respecto a esas confesiones. Pero cuando la sociedad se compone, como actualmente, de una sociedad dividida entre población religiosa y no religiosa, el laicismo, que proscribe la religión de la esfera pública, supone en la práctica ponerse del lado de una de las partes, lo que implica precisamente la pérdida de la verdadera neutralidad. Weiler no pretende imponer la solución alternativa de una Europa cristiana, pero denuncia la clara simplificación de la actual. Decía al principio del prólogo que este libro era digno de lectura también por la forma en que está escrito. Y es que la mayoría de los escritores religiosos, cuando escriben de religión, adoptan una posición apologética. El apologeta, que defiende su credo por encima de todo, tiende a salirse de la conversación pública al usar argumentos de autoridad que el no religioso no reconoce: las Sagradas Escrituras, los dogmas de la Iglesia, los Padres y Doctores de la Iglesia, el catecismo, las encíclicas papales. No digo que cite expresamente todas estas fuentes, sino que están de modo latente en su discurso, a veces camufladas en otras palabras de apariencia más aceptable para un no religioso. Weiler, con elegancia, nos previene de ese peligro cuando describe las engañosas seducciones del concepto de ley natural. El apologeta reúne argumentos que ayudan a defender su causa y, cuando participa en la opinión pública, no espera aprender del intercambio abierto de ideas, sino que interviene con la verdad ya conocida de antemano, interesado principalmente en difundir su mensaje. No es un conversador, sino un militante, a veces dotado de una hábil dialéctica.
Cuando uno lee a Weiler, percibe en su prosa algo nuevo y refrescante. Plantea el problema religioso en la política y, siendo él religioso y partidario de la modificación del actual laicismo, se abstiene de los argumentos de autoridad y entra en el debate haciendo un «uso público de la razón», como recomendaba Kant. Es decir, su argumentación se mantiene en un terreno estrictamente racional, preparada para convencer a cualquiera, sea o no religioso, y, como jurista liberal que es, su razonamiento es competente, informado, preciso y persuasivo, más aporético-problemático (a partir del caso concreto) que dogmático-sistemático (a partir de los principios generales), sin faltar en sus análisis ese toque prudencial al estilo del pretor romano. Weiler se declara judío practicante porque no quiere que el lector desconozca su posición inicial, pero ese dato no cuenta en sus argumentos más que si es pelirrojo o alérgico al queso. Al razonar cuida de no romper la amistad lingüística entre los hablantes, esa colaboración de buena fe entre ellos imprescindible para que el acto de comunicación llegue a completarse. Una de las mayores virtudes de este libro es la imagen inteligente y moderna que ofrece al lector de la creencia religiosa, sin abdicar en ningún momento del respeto a la perfección de la fe, que exige del devoto, no sólo rectitud ética, sino un sentido espiritual para lo santo y lo sagrado. Su autor es un hombre religioso, pero también un ciudadano, ambas cosas plenamente y al mismo tiempo, demostrando en su propia persona cómo es posible la convivencia armónica de religión y ciudadanía en el seno de la democracia liberal. El libro contribuye a eso mismo que estudia: la comprensión del hecho religioso y la mejora de su relación con las instituciones políticas, basada muchas veces en traumas históricos y malentendidos actuales. Por su fondo y por su forma, se trata de una obra realmente excepcional en el contexto de la bibliografía contemporánea. Recomiendo vivamente su lectura.
Javier Gomá
¿UNA EUROPA TODAVÍA CRISTIANA?
Introducción a la nueva edición. Cristianismo en una Europa postconstantiniana
La Europa posterior a Constantino
Cuando Ediciones Encuentro me propuso la reedición de Una Europa cristiana, que apareció originalmente hace más de veinte años, sentí la misma reticencia que se siente al contemplar la relectura de una carta de amor escrita en la juventud. ¡Vergüenza! Pero al obligarme a releer mi texto sentí que todo había cambiado y que, sin embargo, nada había cambiado.
Que todo ha cambiado es fácil de ilustrar. La Unión Europea es una bestia muy diferente de lo que era entonces y el discurso de la Iglesia y el Estado no es el mismo. ¿Quién recuerda el acalorado debate sobre si incluir o no una referencia a las raíces cristianas de Europa en el proyecto de Constitución Europea? ¿Quién se acuerda siquiera del proyecto de Constitución Europea? La política europea también ha cambiado radicalmente. El euroescepticismo, que era un fenómeno marginal limitado a los márgenes lunáticos de la izquierda y la derecha, es ahora la corriente política dominante. Pensemos en Marine Le Pen en Francia, Wilder en los Países Bajos, Melloni en Italia, por no hablar de Orbán y otros compañeros de viaje. Pero obsérvese también que en las divisiones políticas y sociales que han surgido en los últimos veinte años, lo religioso es una de las cuestiones que marcan la polarización actual.
La geopolítica europea también ha cambiado: pensemos en el Brexit, pensemos en los Estados Unidos de Trump, pensemos en Gaza, pensemos en Xi Jinping, pensemos en Putin y Ucrania. No hace falta añadir nada más. Y la lista sigue y sigue.
Pero ¿qué pasa con Europa y el cristianismo? Aquí es donde las cosas parecen seguir igual, salvo que, como se dice de los viejos, siguen igual, solo que más aún. En la versión original de Una Europa cristiana hablé enérgicamente de la cristofobia. Hoy diagnosticaría el problema de otra manera. No se trata tanto de una fobia como de una incomprensión total de lo que significa realmente la religión en general y la experiencia cristiana para la menguante comunidad de fieles. Hay que conocer algo para odiarlo o para temerlo. Pero, a diferencia de la primera o segunda generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, que rechazaron activamente la fe y la Iglesia con la que crecieron, la actual generación de jóvenes y sus padres han crecido en hogares laicos para los que la palabra Iglesia significa simplemente un lugar elegante en el que casarse. Los escándalos de pederastia —que antes creíamos circunscritos a América, pero que ahora sabemos que no son menos europeos— no han ayudado. Así que no se trata tanto de fobia —aunque sigue existiendo, sobre todo en España— como de ignorancia e indiferencia.
No tengo claro qué es peor, si la fobia o la ignorancia y la incomprensión. En la Europa postconstantiniana no se arroja a los cristianos a los leones. Esto es así no simplemente porque hayamos progresado respecto a esa forma de brutalidad. Es que nadie parece preocuparse por ellos. ¿Los cristianos? En el mejor de los casos, una molestia que hay que espantar como a una mosca molesta.
Entonces, con esta trayectoria, ¿el futuro del cristianismo europeo, tanto a corto como a largo plazo, es el de menguar hasta convertirse en una religión minoritaria y en un recuerdo cada vez más irrelevante? Pensemos en la visita de unos escolares a algunos de los grandes museos europeos: el Prado, los Uffizi, el Louvre. ¿Saben lo que están viendo cuando se enfrentan, por ejemplo, a las grandes pinturas renacentistas tan ricas en imágenes cristianas de los Evangelios? En esta reedición del libro, reproducimos intacto el texto original de Una Europa cristiana, tal como fue escrito y publicado hace veinte años. El análisis sigue siendo pertinente hoy en día, y en algunos aspectos incluso más.
Pero en esta Introducción quiero afrontar de un modo que en su momento me pareció demasiado audaz e incluso descabellado una cuestión que puede resumirse sencillamente: ¿Puede existir una Europa no cristiana? Y, más concretamente, ¿cómo deben adaptarse los fieles que quedan a vivir en sociedades mayoritariamente laicas y secularistas? Una Europa no cristiana, ¿es posible?
Si nos fijamos en el impacto cultural —en sentido amplio— del cristianismo en Europa, es inimaginable una Europa no cristiana. Ya sea en la literatura, el arte, la arquitectura, la música y no hace mucho también en la cultura política, la presencia del cristianismo es indeleble y lo será mientras Europa siga existiendo. Como subrayó Rémi Brague en su magistral Europa, la vía romana, de la que también se hizo eco el papa Benedicto XVI en sus Conferencias de Ratisbona, la peculiaridad de la cultura europea es la síntesis armoniosa entre Jerusalén y Atenas, que crea un activo civilizacional único. Es difícil rebatir esta afirmación. Así pues, ¿por qué no zanjar aquí el debate? Una Europa no cristiana no es posible.
Si las cosas fueran tan sencillas… Aquí puede ser oportuno recordar uno de los temas tratados en el libro original. En la última década del siglo XX, se reunió una gran Convención política con la tarea de redactar una Constitución para Europa. La Convención Constitucional reunió a las personalidades más brillantes y poderosas de los Estados Miembros. Según su propia retórica, la Constitución fue «... preparada en nombre de los ciudadanos y los Estados de Europa». Fue una ocasión solemne denominada por uno de sus principales autores, Valery Giscard D’Estaing, como «el Momento Filadelfia de Europa».
Su Preámbulo abordaba específicamente las fuentes de lo que se proclamaba con orgullo como una civilización que hacía de Europa «... un espacio especial de esperanza humana».
Merece la pena analizar detenidamente este Preámbulo: Nuestra Constitución... se llama democracia porque el poder no está en manos de una minoría, sino de la mayoría. Tucídides II, 37. Conscientes de que Europa es un continente que ha engendrado la civilización; de que sus habitantes, llegados en oleadas sucesivas desde los tiempos más remotos, han desarrollado gradualmente los valores subyacentes al humanismo: la igualdad de las personas, la libertad, el respeto a la razón, Inspirándose en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han arraigado en la vida de la sociedad el papel central de la persona humana y sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto de la ley, Convencidos de que la Europa reunificada desea proseguir por la vía de la civilización, del progreso y de la prosperidad, en bien de todos sus habitantes, incluidos los más débiles y los más desfavorecidos; de que desea seguir siendo un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social; de que desea profundizar en el carácter democrático y transparente de su vida pública, y luchar por la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo, Convencidos de que, sin dejar de estar orgullosos de sus propias identidades nacionales y de su historia, los pueblos de Europa están decididos a superar sus antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, a forjar un destino común, Convencidos de que, así «unida en su diversidad», Europa les ofrece la mejor oportunidad de proseguir, respetando los derechos de cada uno y conscientes de sus responsabilidades para con las generaciones futuras y la Tierra, la gran empresa que hace de ella un espacio privilegiado de esperanza humana, Agradecidos a los miembros de la Convención Europea por haber elaborado esta Constitución en nombre de los ciudadanos y de los Estados de Europa.
Incluso un lector superficial del texto notará, en el mismo lema, la referencia explícita a las raíces atenienses de la civilización europea y las referencias implícitas en todo el texto a la herencia de la Ilustración. Los lectores más atentos observarán la forma en que la herencia humanista de Europa se contrapone y diferencia, lamentablemente, de su herencia religiosa. Es como si su herencia religiosa, ya sea el Evangelio o los grandes profetas de la Biblia hebrea, no tuviera nada que ver con lo que se denomina tradición humanista. Sea como fuere, en un silencio estrepitoso, el cristianismo no se menciona en ninguna parte del texto.
Los llamamientos de varios delegados a la Convención para insertar, junto a Atenas y no en su lugar, una referencia a las raíces cristianas de la civilización europea, fueron rechazados. La síntesis de Atenas y Jerusalén mencionada anteriormente como no discutible, no sólo fue impugnada sino rechazada en el Preámbulo.
Los franceses, envidiablemente leales a su fe cívica, a su laicidad, y descaradamente desafiantes a la proclamada enunciación preambular de una Europa «unida en su diversidad», dejaron claro que cualquier referencia explícita al cristianismo sería políticamente inaceptable para ellos. Y, sin embargo, ningún otro Estado miembro, incluidos los que tienen Iglesias oficializadas, insistió en que no hacer una referencia explícita al cristianismo sería, a su vez, políticamente inaceptable para ellos.
Si hubiera habido uno solo de esos Estados miembros santos, por ejemplo la pequeña Malta católica, se habría llegado a un compromiso, probablemente algo parecido a la admirable fórmula del preámbulo de la Constitución postcomunista de Polonia: Nosotros, la Nación Polaca, todos los ciudadanos de la República, tanto los que creen en Dios como fuente de la verdad, la justicia, el bien y la belleza, como los que no comparten esa fe pero respetan esos valores universales como surgidos de otras fuentes, iguales en derechos y obligaciones hacia el bien común...
No se trata de un hecho trivial, dada la solemnidad de la ocasión y su amplia oficialidad. Y no puede servir de consuelo el fracaso final en la adopción de la Constitución propuesta. Fracasó por razones totalmente distintas.
El hecho de que la Convención eliminara el cristianismo no cambia, por supuesto, la omnipresencia de la cultura cristiana en el arte, la literatura, la arquitectura, la música y en los demás ámbitos. Pero es una señal reveladora de la sensibilidad social y la cultura política imperantes en la sociedad europea actual.
Por tanto, yo diría que sólo hay un sentido significativo en el que Europa podría llamarse verdaderamente cristiana: si la mayoría de sus ciudadanos y residentes, o al menos una masa crítica, fueran cristianos fieles y practicantes que proclamaran el señorío de Jesucristo. Esto ni siquiera se acerca a la realidad actual. En Gran Bretaña, cualquier fin de semana hay más musulmanes en las mezquitas que cristianos en las iglesias.
Si se acepta esto como criterio determinante, como Benedicto ha dicho más de una vez, los cristianos fieles y practicantes se han convertido en una minoría en Europa, en algunos Estados miembros, incluso podríamos decir, una «minoría en peligro».
Chantal Delsol, con su audacia característica, ha definido acertadamente la circunstancia actual como una Europa postconstantiniana, y reconozco mi deuda con ella. En este sentido, una Europa no cristiana no es simplemente posible, es la realidad contemporánea. La cuestión más apremiante, por tanto, es qué papel y qué estrategia deben desempeñar y adoptar los cristianos ante esta realidad.
Dada mi propia identidad, a menudo me preguntan si hay lecciones que aprender de la milenaria experiencia judía como minoría, a menudo en entornos hostiles, a menudo perseguida, no pocas veces por mayorías cristianas. En cierto modo, la experiencia judía es similar a la tan cacareada Opción Benedictina (no confundir con el papa Benedicto XVI), propuesta por el estadounidense Rod Dreher, una opción que aboga por una prioridad comunitaria de autoconservación.
Por mi parte, puedo sugerir humildemente que creo que esta opción debe tratarse con cautela. A diferencia del judaísmo, que es un testimonio duradero pero muy particularista dentro del monoteísmo abrahámico, el cristianismo proclama un mensaje universal y evangelizador. Un regalo para toda la humanidad. Con mayor humildad, sugiero que no se abandone esta misión a la ligera.
Lo que sigue no pretende ser un manual de «cómo hacerlo», sino más bien una reflexión sobre tres cuestiones centrales del discurso público europeo que son relevantes para la situación de las comunidades religiosas minoritarias dentro de los Estados laicos europeos.
Libertad de religión y libertad frente a la religión en un mundo laico
De un modo u otro, todos somos hijos de la Revolución francesa y, en muchos sentidos, tenemos la suerte de serlo. Pero hay algunos dogmas del Estado liberal laico heredados de la Revolución francesa que, con todo respeto, considero erróneos y que, por desgracia, han sido interiorizados por las comunidades religiosas.
¿Cuál es la «religión cívica» común en la que creemos prácticamente todos los europeos? Seguramente es nuestra creencia en la indispensabilidad de la democracia liberal como marco en el que debe desarrollarse nuestra vida pública: las elecciones libres con sufragio universal, la protección de los derechos humanos fundamentales y el Estado de Derecho constituyen la «santísima trinidad» de esta fe cívica.
La libertad religiosa puede encontrarse en todas y cada una de las constituciones europeas. Pero, comúnmente, a titre juste, se entiende que incluye también la libertad de religión.
La libertad de religión, sin embargo, plantea un reto a la teoría liberal. No tenemos una noción similar de, por ejemplo, libertad frente al socialismo. O libertad frente al neoliberalismo. Si un gobierno socialista es elegido democráticamente, esperamos políticas que deriven de una visión socialista del mundo y que la apliquen. Y, queramos o no, se espera que las sigamos. Esto es lo que significa la democracia, ¿no? Lo mismo ocurriría, por ejemplo, con un gobierno neoliberal. Pero si se elige un gobierno cristiano, si nos tomamos en serio la libertad de religión, se dice que tal gobierno se encontraría con las manos atadas al intentar legislar normas derivadas de su visión religiosa del mundo.
De hecho, uno de los más grandes teóricos políticos del siglo XX, John Rawls, sostenía que nuestro propio discurso democrático, más allá de la derecha y la izquierda, debe basarse siempre en argumentos derivados de la razón humana cuyas reglas puedan ser compartidas por todos independientemente de su compromiso ideológico, y, por tanto, estar abierto a la persuasión y al cambio de opinión. La religión, afirmaba —no despectivamente—, se basa en verdades trascendentales inconmensurables y no negociables, autorreferenciales. Y, por tanto, inadecuadas para el ámbito democrático.
Tenemos, pues, dos retos en una coyuntura central de nuestra sociedad multicultural compuesta por grupos seculares y religiosos: en primer lugar, ¿cómo puede la teoría liberal explicar y justificar la libertad de religión? Por supuesto, hay muchos intentos de racionalizarla dentro de un marco liberal, pero ninguno de ellos me parece especialmente convincente. En última instancia, si un socialista tiene derecho a imponer su visión del mundo a la sociedad, ¿por qué debería negársele lo mismo a un cristiano? Y, en segundo lugar, ¿cuál es la pretensión de los grupos religiosos de participar en la vida democrática —como personas religiosas— si, de hecho, la cosmovisión religiosa está (y lo está) comprometida con verdades trascendentales no negociables y autorreferenciales? En mi opinión, el papa Benedicto XVI, siguiendo los pasos de san Juan Pablo II, en sus conferencias de Ratisbona, Múnich y el Bundestag, ha dado las respuestas más convincentes a estos dos desafíos. Estas conferencias serán el marco en el que desarrollaré mis argumentos.
Benedicto fue moldeado por el Concilio Vaticano II y contribuyó a moldearlo. Junto con san Juan Pablo II, Benedicto tenía la costumbre de reivindicar la libertad religiosa como la más fundamental de todas las libertades. En nuestra cultura secular general esto se recibía normalmente con una sonrisa indulgente: ¿Qué libertad esperas que privilegie un papa? Y, por tanto, se interpretaba esta afirmación en un sentido corporativista, como si el papa fuera un líder sindical preocupado por los beneficios de sus miembros. Por supuesto, existe este aspecto de la libertad religiosa y no hay nada innoble en que el pastor vele por su rebaño.
Lo que no ha recibido suficiente atención en todo el alboroto creado por los comentarios del papa en Ratisbona (refiriéndose al islam), es el hecho de que la libertad religiosa a la que aludía el papa, incluía y enfatizaba la libertad de religión: la libertad de adherirse a la religión que uno elija o de no ser religioso en absoluto. Benedicto articuló con fuerza y extrajo explícitamente lo que ya era parte de la Dignitatis humanae del Vaticano II, que fue enfatizado por san Juan Pablo II y que es parte del Magisterio del papa Francisco también.
Nota bene: su justificación y defensa de la libertad religiosa no fue una expresión o concesión a las nociones liberales de tolerancia y libertad. Fue la expresión de una profunda propuesta religiosa. «No imponemos nuestra fe a nadie. El proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en libertad», aleccionó el papa a sus fieles y al mundo en general en Ratisbona. Así pues, en el centro de la libertad religiosa está la libertad de decir ¡No a Dios!
Esa libertad debe tener, por supuesto, una dimensión externa: el Estado debe garantizarla, por ley, a todos sus ciudadanos. Pero, no menos importante, según yo lo entendía, era la libertad interna. También internamente, el verdadero sentido religioso de un individuo no puede derivar simplemente de la obediencia a la autoridad, sea padre, maestro, o sacerdote. Debe ser una elección interna, autónoma, libremente ejercida.
Nosotros, los judíos, decimos: «Todo está en la mano de Dios, excepto el temor de Dios». Así lo quiso Dios: dejándonos la elección. La verdadera religiosidad, el verdadero Sí a Dios sólo puede venir de un ser que tiene no sólo la condición material externa, sino también la capacidad espiritual interna de comprender que la elección y la responsabilidad que conlleva es nuestra. Incluida la elección de rechazar la oferta divina y decir No. San Juan Pablo II, en Redemptoris missio, es igualmente explícito. La Iglesia propone, escribió, nunca impone.
Benedicto XVI hizo de la libertad de religión una proposición teológica y, en mi opinión, este es, si no el único, el argumento más convincente a favor de la libertad de religión.
Esto, a su vez, tiene un profundo significado antropológico. La libertad religiosa apela a la noción más profunda del ser humano como agente moral autónomo con la facultad de elección moral incluso frente a su Creador. Cuando el judaísmo y el cristianismo plantean la relación entre Dios y el hombre en términos de alianza, «antigua» y «nueva», celebran esa doble soberanía: la soberanía de la oferta divina y la soberanía de los individuos a quienes se ofrece.
Creo que todos, religiosos y laicos por igual, pueden entender que, si uno aceptara la existencia de un creador omnipotente para insistir, como una proposición religiosa intrínseca, en la libertad de decir no a tal creador, esto se convierte en algo fundamental para la comprensión misma de nuestra condición humana como Agentes Morales —con elección y responsabilidad por tales elecciones—.
Es en este sentido primordial que san Juan Pablo II y Benedicto XVI defendieron la primacía de la libertad religiosa entre todas las libertades: representa la ontología misma de la condición humana. De lo que es «ser» humano.
Quizá se pueda ir un paso más allá. Citando a Santiago, Benedicto XVI explica en las homilías de Ratisbona (a las que se ha prestado muy poca atención) que «la ley real», la ley de la realeza de Dios es también «la ley de la libertad». Esto es desconcertante: si, ejerciendo tal libertad, uno acepta la trascendental ley real, ¿cómo puede esto constituir una mejora real de la propia libertad? ¿No significa la ley, por su propia naturaleza, aceptar restricciones a nuestra libertad? Entiendo que Benedicto XVI dice que, al actuar fuera de las restricciones de la ley de Dios, la libertad es ilusoria, ya que simplemente me convierto en esclavo de mi condición humana, de mis deseos humanos. Aceptar la ley de Dios, como la «ley real», la ley de Aquel que trasciende este mundo es afirmar mi libertad interior frente a cualquiera, frente a cualquier autoridad que sea de este mundo. En palabras de san Ambrosio: «Quam multos dominos habet qui unum refugerit». No hay mejor antídoto contra el totalitarismo en este mundo.
¿Qué ocurre entonces con el desafío rawlsiano? En mi interpretación del discurso del Bundestag, Benedicto XVI no rechazó la premisa rawlsiana: el discurso democrático, el toma y daca de nuestra vida pública, debe basarse en un entendimiento compartido de la razón que trascienda las divisiones ideológicas como izquierda y derecha, del mismo modo que todos entendemos que dos y dos son cuatro. Tal discurso no puede tener lugar con un interlocutor cuyas posiciones se basan en verdades no negociables, autorreferenciales y trascendentes.
Sin mencionarlo por su nombre, Ratzinger no cuestionó la premisa de Rawls, sino su concepción errónea del cristianismo, por equivocada y errónea.
Cuando el cristiano, argumentó Benedicto XVI, entra en el espacio público para hacer demandas sobre la normatividad pública que pueden ser aplicadas por la ley, no se hacen tales demandas basadas en la revelación y predicadas en la fe o la religión, aunque puedan coincidir con ellas. Es, como hemos visto, parte de la antropología cristiana, que los humanos están dotados (por el Creador) de la facultad de la razón, común a la humanidad, que, de hecho, constituye el lenguaje legítimo de la normatividad pública general. El contenido de la exigencia cristiana en la esfera pública se situará, pues, en el ámbito de la razón práctica: la moral y la ética, expresadas a menudo a través de la ley natural. Si se me permite poner un ejemplo, cuando Caín asesinó a Abel, no se volvió y le dijo al Señor: «Nunca me dijiste que estaba prohibido matar». Tampoco el lector de las Escrituras plantea tal objeción. Se entiende que, en virtud de su creación (para los religiosos, a imagen de Dios), todos tenemos la capacidad de distinguir entre el bien y el mal y no necesitamos la revelación divina para ello.
Esto tampoco es una concesión al secularismo. Es un resultado inevitable de la concepción judeocristiana de la ontología humana. Adoptar una norma públicamente vinculante basada exclusivamente en la fe y la revelación religiosas violaría precisamente ese profundo compromiso de base religiosa con la libertad religiosa, según el cual la fe coaccionada es una contradicción y contraria a la voluntad divina.
Es, además, una propuesta valiente. Por un lado, constituye el visado de entrada del cristiano en la plaza pública normativa como un igual. Al mismo tiempo, impone una disciplina seria y severa a la comunidad cristiana de fe: las restricciones de la razón pueden obligar a revisar posiciones morales y a dar marcha atrás en normas anteriores. Uno ya no tiene ese comodín en la manada: «Esto es lo que Dios mandó». Eso no forma parte de la razón pública compartida. Uno podría perder, razonablemente, un argumento arraigado en la razón. Si uno adopta una lengua, tiene que hablarla correctamente para que le entiendan, tiene que seguir su gramática inherente si quiere que le entiendan y convencer. Y eso es cierto también para el lenguaje de la Razón. Más adelante volveré sobre algunas consecuencias de este argumento. Pero ahora me ocuparé de uno de los errores más comunes a la hora de entender la relación entre Iglesia y Estado en el discurso político común.
El dogma de la neutralidad secular
Uno de los artículos de fe más omnipresentes y persuasivos de la Laicidad es el que consagra y garantiza el principio de neutralidad del Estado liberal. En ninguna parte se sostiene con más firmeza este «dogma» que cuando se trata del papel del Estado en la educación. La Sala Segunda del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el Caso Lautsi, expresó enérgicamente este principio. Al declarar por unanimidad que la exigencia italiana de exhibir un crucifijo en todas las aulas de las escuelas públicas elementales constituía una violación del Convenio Europeo de Derechos Humanos, afirmó lo siguiente: El deber de neutralidad e imparcialidad del Estado es incompatible con cualquier tipo de poder por su parte para evaluar la legitimidad de las convicciones religiosas o las formas de expresar dichas convicciones. [párrafo 47]
Evidentemente, exhibir un crucifijo en el aula violaría tal principio. Es una posición y una conclusión que parecen casi axiomáticas. Si uno cree en la neutralidad del Estado —también en cuestiones de religión— como marcador liberal básico, ¿cómo no llegar a esa conclusión? A menudo se plantea de la siguiente manera: ¿cómo podría uno considerar más objetable un muro vacío que prohíbe el crucifijo que un muro que permite el crucifijo? No deseo abordar la cuestión ontológica, mucho más profunda, de si el liberalismo como tal puede describirse útilmente como una visión «neutral» del mundo, sino lidiar con la suposición de neutralidad y la forma en que se manifiesta en relación con la religión en las sociedades europeas contemporáneas.
El laicismo no es una categoría vacía que signifique ausencia de fe. Para muchos es una rica visión del mundo que sostiene, entre otras cosas, la convicción política de que la religión sólo tiene un lugar legítimo en la esfera privada y que no puede haber ningún enredo entre la autoridad pública y la religión. Por ejemplo, según esta visión, sólo las escuelas laicas deben ser financiadas por el Estado. Las escuelas religiosas deben ser privadas y no gozar de ayudas públicas.
Es una postura política, comprensible históricamente y respetable como tal. Pero es difícil considerarla «neutral» en el espectro político.
Hoy en día, la principal división social en nuestros Estados en lo que respecta a la religión no se da, por ejemplo, entre católicos y protestantes, sino entre religiosos y «laicos». Si la paleta social de la sociedad sólo estuviera compuesta por grupos azules, amarillos y rojos, entonces el negro —la ausencia de color— sería un «color» neutro. En una sociedad en la que la inmensa mayoría de sus miembros son religiosos, aunque de distintas confesiones, un Estado laico, no religioso, podría considerarse neutral en este contexto. Pero una vez que una de las fuerzas sociales de la sociedad se ha apropiado del negro como su color, entonces esa elección ya no es neutral.
El laicismo no es como el negro que es ausencia de color, sino el negro que es un color audaz en sí mismo. Si a uno se le presenta una elección binaria, en este caso la visión religiosa del mundo frente a la no religiosa, ninguna de las dos opciones deja de ser neutral.
Veamos cómo funciona esto en relación con la educación. Comparemos dos modelos de financiación estatal de la educación: el modelo franco-americano, por un lado, y el modelo neerlandés-británico, por otro. En el primer modelo, en nombre de la neutralidad, el Estado sólo financiará íntegramente las escuelas laicas. Se trata de una opción feliz para los padres no religiosos cuya educación correrá a cargo del Estado, pero algo menos feliz para los padres que desean que sus hijos reciban una educación que refleje, o al menos respete, el compromiso religioso y que para lograrlo tienen que enviar a sus hijos a una escuela privada que, en el mejor de los casos, recibe una subvención parcial para algunas funciones.
Los Países Bajos y el Reino Unido comprenden el dilema y adoptan una posición «agnóstica»: financiarán escuelas públicas que sean laicas, así como escuelas afiliadas a una de las principales religiones de la sociedad. Creo que se puede argumentar que los modelos neerlandés y británico son más neutrales.
Si miramos dentro del aula también podemos ver la dificultad de la postura neutral articulada por la Sala Segunda del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Consideremos la siguiente parábola de Marco y Leonardo, dos amigos a punto de empezar el colegio. Leonardo visita a Marco en su casa. Entra y se fija en un crucifijo. «¿Qué es eso?», pregunta. «Un crucifijo, ¿por qué no tienes uno? Todas las casas deberían tener uno». Leonardo vuelve a su casa agitado. Su madre le explica pacientemente: «Ellos son católicos creyentes. Nosotros no. Nosotros seguimos nuestro camino, no menos noble». Ahora imagina una visita de Marco a casa de Leonardo. «¡Vaya!», exclama, «¿no hay crucifijo?». «No creemos en esas tonterías», dice su amigo. Marco regresa agitado a su casa. «Bueno», explica su madre, «nosotros seguimos nuestro camino». Al día siguiente, los dos niños van al colegio. Imagina el colegio con un crucifijo. Leonardo vuelve a casa agitado: «La escuela es como la casa de Marco. ¿Estás segura, mamá, de que está bien no tener un crucifijo?». Pero imagínate también que el primer día las paredes están desnudas. Marco vuelve a casa agitado. «La escuela es como la casa de Leonardo», grita, «Ya ves, te dije que no la necesitamos».
En realidad, la alternativa laica al crucifijo no es una pared desnuda y vacía. Las paredes de nuestras escuelas están abiertas para acoger y respaldar todo tipo de visiones del mundo, y en realidad a menudo lo hacen, excepto la única visión del mundo que está explícitamente excluida, que es la visión religiosa del mundo. En la entrada de todas las escuelas primarias de Francia encontrará inscrito: Liberté, Égalité, Fraternité —el grito de guerra de la Revolución francesa—. Yo estaría encantado de enviar a mis hijos a una escuela que exhibiera palabras tan enardecedoras, que encarnara tales ideales. Pero si yo fuera monárquico, me sentiría, bueno, molesto. Si yo fuera monárquico y me quejara al Consejo Escolar de la ciudad o de la región, me dirían: «Gana las próximas elecciones, y que lo quiten, y pongan en su lugar, La France est Moi». Jamás se me ocurriría decirles a mis hijos que Liberté, Égalité, Fraternité es un principio neutro. Al contrario, es una posición ideológica que defiendo y por la que se ha derramado mucha sangre. Me movilizaría para defenderla, democráticamente por supuesto, y espero que mis hijos se movilicen de la misma manera. ¿Pero neutral? Y, sin embargo, ahí está, en la pared. Imaginemos, no es una hipótesis descabellada, que una región del país decidiera ser desnuclearizada. Conduciendo por Europa se encuentran muchas regiones de este tipo. Muchas de ellas propugnan un icono de desnuclearización. A menudo el signo de la pieza triangular de los años 60. También en tales regiones podría ir en la pared de una escuela. La pared de las aulas, en principio y en realidad, está cubierta de signos y símbolos que reflejan las preferencias democráticas e ideológicas de nuestras políticas. Abandonen sus privilegiados pupitres universitarios y entren en la escuela más cercana. Echen un vistazo a su alrededor. Lo único que no encontrarán es un símbolo religioso. El principio de neutralidad de las aulas no exige, ni en teoría ni en la práctica, una pared vacía. No podría, apenas hay un símbolo o una imagen que no lleve explícita o implícita alguna carga ideológica. Ni siquiera Ricitos de Oro y los Tres Osos es ideológicamente neutral.
Lo que hace el principio constitucional del laicismo es permitir la mayoría de estas representaciones en la pared, cuando las deciden democráticamente los consejos escolares, las autoridades educativas y similares, excepto las religiosas, que están prohibidas, aunque recibieran el apoyo masivo de las instituciones democráticas. Este resultado sigue la lógica de definir constitucionalmente la religión como un asunto privado, aunque la propia religión no se defina así a sí misma.
La consecuencia educativa no es trivial. Porque el mensaje, tanto explícito como implícito, bien puede entenderse como: todas las visiones del mundo pueden encontrar su lugar en el muro y, por tanto, deben entenderse como legítimas, excepto una visión religiosa del mundo que, al menos implícitamente, se convierte en tóxica. Nelson Mandela o el Che Guevara, sí; Juan Pablo II, Mahoma o Moisés, no.
Tanto la opción italiana —crucifijo—, como la francesa —no crucifijo—, plantean un reto educativo. Los italianos tendrán una exigencia imperativa en su programación educativa para enseñar el respeto a otras religiones y a ninguna religión. Los franceses, que hoy no sólo prohíben un crucifijo en la pared, sino que prohíben a los niños llevar una cruz, o un pañuelo en la cabeza, o una kippah (pero se puede llevar una camiseta con Marx, Karl o Groucho, en la espalda), tienen la imperiosa exigencia educativa de enseñar a respetar la sensibilidad religiosa y no permitir que la prohibición se interprete como que el Estado respalda una actitud de desprecio o burla hacia la religión.
Puede haber circunstancias particulares en las que las disposiciones del Estado puedan considerarse coercitivas e inicuas dada, por ejemplo, la composición demográfica de una zona de captación escolar, en cuyo caso se abren diversas opciones pluralistas. Pero, de hecho, el pluralismo y la acomodación parecen ser conceptos más fecundos para tratar estas cuestiones que la «neutralidad».
Reformulación del enfoque de la identidad religiosa colectiva y la libertad religiosa individual
Como ya se ha señalado, hablamos habitualmente del compromiso con la libertad religiosa, tanto positiva como negativa: libertad religiosa y libertad frente a la religión, que los Estados europeos deben garantizar constitucionalmente a sus ciudadanos y residentes.
Pero cuando se trata de la identidad del Estado, ¿cómo conciliar ambas? ¿Acaso una identidad religiosa del Estado no iría en contra de la libertad religiosa de su población laica y de los ciudadanos que profesan una religión diferente? ¿Y un Estado despojado de toda identidad religiosa no comprometería la libertad religiosa de, digamos, una mayoría que desea ver reflejadas sus preferencias en el Estado? Europa, diría yo, ha trazado un enfoque interesante y, en mi opinión, atractivo de esta cuestión.
Como hemos señalado, el panorama constitucional europeo plantea dos, en lugar de una, tipos de libertad: «Libertad de y frente a la religión». Una es la clásica Libertad individual de y frente a la Religión, que es un bien constitucional europeo común. Nadie debe ser privilegiado o discriminado a causa de su afiliación religiosa o de la ausencia de ella.
Sin embargo, en su propia estructura estatal, Europa representa una segunda Libertad colectiva, identitaria, conceptualmente derivada del derecho de autodeterminación garantizado internacionalmente, a saber, la libertad de las naciones/estados de incluir en su autodefinición, en su autocomprensión y en su simbología nacional y estatal, un enredo más o menos sólido de religión y símbolos religiosos.
Consideremos Francia y el Reino Unido, buenos ejemplos porque ambos son miembros fundadores del Convenio Europeo de Derechos Humanos y, con las imperfecciones habituales, se consideran democracias liberales sólidas y en buena posición.
Francia, en su propia Constitución, se define a sí misma como laica, entendida normalmente, como ya se ha dicho, como una doctrina política que no permite que el Estado respalde o apoye la religión y que, por ejemplo, consideraría anatema la exhibición de símbolos religiosos por parte del Estado o la financiación de escuelas religiosas. A nivel individual, la laicidad no significa necesariamente ateísmo o agnosticismo. Conozco a muchas personas que son religiosas de forma profunda y amplia, pero que defienden la laicidad. Lo hacen porque creen que, independientemente de su convicción personal, es un error que el Estado se enrede con la religión. Esta precisión es importante porque ayuda a poner de relieve que la laicidad es una doctrina política sobre la mejor manera de regular la relación entre el Estado y la religión. Los orígenes y la justificación de la laicidad pueden ser históricos (las especificidades, por ejemplo, del Antiguo Régimen y la posterior Revolución francesa), pero también teóricos, basados tanto en consideraciones de principio como pragmáticas sobre, por ejemplo, la mejor forma en que el Estado puede garantizar la coexistencia pacífica entre facciones religiosas.
Laicidad debe contrastarse con una doctrina opuesta, también muy común en Europa y que no tiene un nombre aceptado. «Teocracia», incluso para los más ardientes partidarios de la laicidad a la francesa, no sería una etiqueta apropiada para describir un Estado como el moderno Reino Unido o Dinamarca. Por comodidad, vamos a referirnos a los Estados cuya identidad colectiva contiene una autocomprensión y una sensibilidad religiosas. La manifestación más llamativa son los Estados que tienen una Iglesia establecida y una religión de Estado, como el Reino Unido (anglicana), Dinamarca (luterana), Grecia (ortodoxa), Malta (católica), por poner sólo algunos ejemplos. Estimo que alrededor de la mitad de la población europea vive en Estados que no pueden definirse como laicos a la francesa.
Estos Estados están comprometidos, como una cuestión de derechos individuales, con la libertad de religión y frente a la religión, pero no ven nada malo en una autocomprensión religiosa, o de raíces religiosas, de la Nación y del Estado, y sus espacios públicos están más o menos repletos de simbología religiosa avalada por el Estado. En Inglaterra, que forma parte del Reino Unido, el Monarca es a la vez el Jefe del Estado, pero también el Jefe Titular de la Fe Anglicana y su manifestación institucional en la Iglesia de Inglaterra: la «Established Church» de la Nación y el Estado. Muchas funciones estatales tienen carácter religioso: el clero se sienta (o se sentaba) de oficio como parte del poder legislativo, la bandera lleva la Cruz (de san Jorge) y el himno nacional es una Plegaria a Dios.
En una especie de imagen especular de lo que he escrito más arriba, conozco a muchas personas en Inglaterra que son ateos muy convencidos y, sin embargo, no ven ningún daño en este enredo religioso de la identidad colectiva y también son capaces de invocar consideraciones de principio y pragmatismo: ¿ha estado el Reino Unido más plagado de conflictos religiosos que, por ejemplo, Francia? Parece que, al menos hasta hace poco, católicos, judíos y musulmanes estaban en paz con, por ejemplo, una foto del monarca en la pared de un aula o, lo que es más significativo, la población inglesa (o británica) en general ha estado en paz con un aula católica, o judía, o musulmana, o de la Iglesia de Inglaterra financiada con los ingresos fiscales generales de una población mayoritariamente laica, del mismo modo que sus homólogos franceses se sentirían incómodos con lo anterior.
No es mi propósito reivindicar la paridad normativa de estas dos posturas, proposición que sería muy discutida. Pero haré dos afirmaciones en relación con ellas. En primer lugar, tanto el modelo francés como el británico (inglés) se consideran constitucionalmente legítimos en Europa. El Reino Unido (o Dinamarca, o Malta, o Grecia) y muchos otros con diferentes recetas de acuerdos Iglesia/Estado no lo son, simplemente por ser lo que son no violan la Convención ni las tradiciones constitucionales comunes de Europa. En segundo lugar, y de forma más controvertida, tengo que repetir aquí que la afirmación de que la laicidad encarna un principio de neutralidad requiere una definición muy estrecha (e interesada) de lo que entendemos por neutralidad. Por supuesto, un Estado laico, como Francia, es neutral entre las diferentes facciones religiosas en el espacio público francés. Pero no es neutral en un sentido político más amplio. Lo que cuelgue de la pared de una clase francesa dependerá del color político de la democracia francesa en cada momento: ¿un busto de Voltaire? S’il Vous Plaît. ¿Marx? ¿Por qué no? El noble grito de guerra de la Revolución francesa —Liberté, Égalité, Fraternité— se encuentra, como ya se ha dicho, en innumerables escuelas de todo el país. Lo único que no se puede exhibir, independientemente del color contemporáneo de la preferencia de los votantes, es una cruz, o una mezuzá o una media luna. Los niños pueden ir a la escuela con cualquier tipo de emblema, como el famoso triángulo de la paz, pero no con yasabesqué.
En Europa no se discute el principio de libertad de y frente a la religión (aunque sí se debate su aplicación) a nivel individual. Pero sí hay una profunda contestación sobre la forma más adecuada de regular el entrelazamiento simbólico e iconográfico de la Iglesia y el Estado. Sin duda, la posición laica no es «neutral» respecto a esta controversia: es una posición tan polar como la posición de orientación más religiosa esbozada anteriormente. No se limita a elegir un bando. Es un bando. Es teóricamente autista o falso pretender la neutralidad de un término que define un polo en una disputa bipolar.
Este argumento plantea una tercera distinción subyacente muy importante que rara vez se articula, pero que puede ser muy visible. Hay quienes creen realmente que la laicidad es una condición sine qua non