Una habitación propia - Virginia Woolf - E-Book

Una habitación propia E-Book

Virginia Woolf

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Beschreibung

Obra publicada en 1929, "Una habitación propia" trata, básicamente, de la relación entre la condición femenina y la literatura, desde el punto de vista de una de las mejores y más singulares escritoras del siglo XX, Virginia Woolf (1882-1941), que volcó en cada una de sus páginas su inconfundible sensibilidad, el acervo de sus vivencias y su particular subjetividad. «Una mujer necesita dinero y una habitación propia para dedicarse a la literatura», proclama la autora al principio de estas páginas. Y toda aquella persona (sea hombre o mujer) interesada por los siempre sutiles vínculos entre vida y creación artística no se arrepentirá de adentrarse en ellas. Traducción de Catalina Martínez Muñoz

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Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Virginia Woolf

Una habitación propia

Traducción de Catalina Martínez Muñoz

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Créditos

Capítulo 11

Pero, me diréis, le pedimos que nos hablara de las mujeres y la literatura. ¿Qué tiene eso que ver con una habitación propia? Trataré de explicarme. Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la literatura, me senté a la orilla de un río y me puse a pensar qué querían decir esas palabras. Quizá significaran simplemente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney, algunas más sobre Jane Austen, un tributo a las Brontë y un esbozo de Haworth Parsonage bajo la nieve; algún comentario ingenioso sobre Mary Russell Mitford, una alusión respetuosa a George Eliot, una referencia a Elizabeth Gaskell, y misión cumplida. Aunque, bien pensado, esas palabras podían entrañar un significado menos sencillo. Podían referirse, y quizá fuera ésa vuestra intención, a las mujeres y a cómo son, o a las mujeres y la literatura que escriben, o a las mujeres y la literatura sobre las mujeres; o quizá significaran que las tres cosas están inextricablemente unidas, y así es como queríais que analizara la cuestión. Sin embargo, al enfocarla de esta manera, que parecía la más interesante, no tardé en percatarme de que tenía un grave inconveniente. Jamás llegaría a ninguna conclusión. Jamás podría cumplir lo que a mi juicio es el principal deber de un orador: ofreceros, tras una hora de disertación, una semilla de verdad en estado puro que pudierais guardar entre las hojas de vuestros cuadernos de notas y conservar para siempre en la repisa de la chimenea. A lo sumo podría ofreceros una opinión sobre un asunto menor: que una mujer necesita dinero y una habitación propia para dedicarse a la literatura; y eso, como pronto se verá, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de las mujeres y la verdadera naturaleza de la literatura. He eludido el deber de llegar a una conclusión sobre ambas cuestiones: las mujeres y la literatura siguen siendo, en lo que a mí respecta, problemas sin resolver. De todos modos, trataré de explicaros cómo llegué a esta idea sobre la habitación y el dinero. Me propongo desarrollar en vuestra presencia, de la manera más completa y más libre que sea capaz, la secuencia de pensamientos que me llevaron a esta convicción. Es posible que, si expongo al desnudo las ideas y los prejuicios que subyacen a este aserto, comprendáis que guardan cierta relación con las mujeres y cierta relación con la literatura. En todo caso, cuando se aborda un tema tan controvertido –y cualquier cuestión relacionada con el sexo lo es–, no cabe albergar la esperanza de decir la verdad. Sólo cabe explicar cómo se ha llegado a profesar determinada creencia. Sólo cabe ofrecer al auditorio la oportunidad de extraer sus propias conclusiones a medida que observan las limitaciones, los prejuicios y las manías del orador. Es muy probable que, en este caso, la literatura contenga más verdad que la realidad. Me propongo por tanto, sirviéndome de todas las libertades y licencias del novelista, contaros la historia de los días previos a este momento: cómo, abrumada por el peso de la carga que me habíais encomendado, reflexioné sobre la cuestión y fui entretejiéndola en mi vida cotidiana. No es necesario que señale que lo que estoy a punto de describir no existe: Oxbridge es una invención, como también lo es Fernham. «Yo» es tan sólo un término práctico referido a alguien que carece de existencia real. Brotarán mentiras de mis labios, pero puede que entre ellas aflore también alguna verdad. A vosotras os corresponde encontrarla y decidir qué parte de ella merece la pena conservar. De no ser así, naturalmente podéis tirarlo todo a la papelera y olvidarlo por completo.

El caso es que allí estaba yo (llamadme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael, o como queráis, pues el nombre no tiene ninguna importancia) hace una o dos semanas, un magnífico día de octubre, a la orilla del río, absorta en mis pensamientos. Esa carga a la que me he referido, las mujeres y la literatura, la necesidad de llegar a alguna conclusión sobre un asunto que suscita toda suerte de prejuicios y pasiones, me hacía agachar la cabeza. A derecha e izquierda unas matas de arbustos, dorados y carmesíes, ardían con el color del fuego, incluso parecían desprender su calor. En la otra orilla, los sauces llorones se entregaban a su lamento perpetuo, derramados sus cabellos sobre los hombros. El río reflejaba a su capricho una parte de cielo, de puente y de aire en llamas, y, cuando un estudiante en su barca de remos terminó de surcar los reflejos, éstos volvieron a cerrarse por completo, como si nunca hubieran existido. Era un lugar perfecto para pasar las horas sumida en la reflexión. El pensamiento, por darle un nombre más noble de lo que merecía, hundió su caña en la corriente. Oscilaba de acá para allá minuto tras minuto, entre los reflejos y las hierbas; subía y bajaba a merced de las aguas hasta que –ya conocéis ese pequeño tirón– una idea se concentraba en el extremo de la caña, y llegaba entonces el momento de recoger cautamente el sedal y tender la captura con mucho cuidado sobre la hierba. Pero qué insignificante parecía ese pensamiento mío allí tendido en la hierba, como un pececillo que el buen pescador devuelve a las aguas para que engorde y algún día valga la pena cocinarlo y comérselo. No voy a importunaros con ese pensamiento, aunque si observáis con atención, quizá lo descubráis a lo largo del camino que vamos a recorrer.

Por pequeño que fuera, no dejaba de tener la misteriosa característica de su especie: al devolverlo a la mente, enseguida se volvió muy estimulante, muy importante; y al verlo coletear, saltar y zambullirse aquí y allá a la velocidad del rayo, produciendo tal chapoteo y tal tumulto de ideas, se me hizo imposible seguir sentada. Fue así como me encontré andando a paso ligero por un campo de hierba. La silueta de un hombre se irguió al punto para interceptarme el paso. Tampoco reparé al principio en que las gesticulaciones de un objeto de aspecto curioso, vestido de chaqué y camisa de etiqueta, se dirigían a mí. Su expresión denotaba indignación y horror. El instinto, más que la razón, acudió en mi ayuda: él era un bedel; yo era una mujer. Eso era el césped; allí estaba el camino. Sólo los miembros del cuerpo docente y los becarios podían pisar el césped; el camino de grava era el lugar que me correspondía. Estos pensamientos fueron obra de un instante. En cuanto volví al camino, los brazos del bedel dejaron de gesticular, su rostro recobró su serenidad habitual, y aunque es más agradable caminar por el césped que por la grava, el daño no pasó de ahí. La única queja que podía presentar en contra de los profesores y los becarios de aquella facultad, fuera cual fuere, es que, en su afán de proteger aquel césped que llevaban tres siglos cuidando con tanto esmero, habían espantado a mi pececillo.

No recuerdo cuál fue la idea que me llevó a adentrarme tan audazmente en ese espacio prohibido. El espíritu de la paz descendió como una nube de los cielos, pues si el espíritu de la paz mora en alguna parte, es en los patios y jardines de Oxbridge una hermosa mañana de octubre. Paseando despacio entre aquellos edificios, con sus salas antiguas, la aspereza del presente parecía atenuarse por completo; el cuerpo parecía contenido en una prodigiosa vitrina de cristal que no dejaba penetrar sonido alguno, y el pensamiento, liberado de todo contacto con la realidad (a menos que volviera a pisar el césped), podía entregarse por entero a cualquier meditación que estuviera en armonía con el momento. Quiso el azar que un recuerdo perdido de un antiguo ensayo sobre una visita a Oxbridge en las vacaciones de verano trajera a mi memoria a Charles Lamb: Saint Charles, dijo Thackeray, llevándose a la frente una carta de Lamb. Lo cierto es que, de todos los difuntos (os cuento mis pensamientos tal como entonces se presentaron), Lamb es uno de los que me resultan más afines; uno a los que me habría gustado preguntarle, cuénteme cómo escribió sus ensayos. Y es que sus ensayos, pensé, son superiores incluso a los de Max Beerbohm, con toda su perfección, por ese destello de imaginación desbordante, ese alarde de genio que estalla como un relámpago y los torna defectuosos, imperfectos, pero refulgentes de poesía. Lamb vino a Oxbridge hará cosa de un siglo. Escribió un ensayo –no recuerdo su título– sobre el manuscrito de uno de los poemas de Milton que aquí consultó. Quizá fuera Lícidas. Lamb refería lo mucho que le había impresionado la idea de que alguna palabra de Lícidas pudiera ser distinta de cómo es. Imaginar a Milton cambiando las palabras de ese poema se le antojaba un sacrilegio. Esto me llevó a recordar cuanto pude de Lícidas, y me entretuve tratando de adivinar qué palabras podría haber alterado Milton y por qué razón. Se me ocurrió entonces que el manuscrito que Lamb había consultado se encontraba muy cerca de allí, y que podría seguir los pasos de Lamb hasta la famosa biblioteca que alberga este tesoro. Además, recordé, mientras ejecutaba mi plan, que en esa famosa biblioteca también se conserva el manuscrito del Henry Esmond de Thackeray. La crítica, en general, coincide en que Henry Esmond es la novela más perfecta de Thackeray. Creo recordar, sin embargo, que la afectación del estilo y su imitación del lenguaje dieciochesco es un estorbo, a menos que ese estilo le fuera natural a Thackeray, lo que podría demostrarse consultando el manuscrito y comprobando si las alteraciones se hacían en beneficio del estilo o del sentido. Claro que entonces habría que determinar lo que es estilo y lo que es sentido, cuestión ésta que... Pero había llegado a la puerta de la biblioteca. Debí de abrirla sin darme cuenta, porque al instante, como un ángel custodio que me impedía la entrada con un revoloteo de faldones negros en lugar de alas blancas, apareció un disgustado y canoso aunque amable caballero, que, en voz baja, mientras me hacía señas para que me alejara, lamentó comunicarme que las mujeres sólo podían entrar en la biblioteca acompañadas de un profesor o provistas de una carta de presentación.

Que una famosa biblioteca haya sido maldecida por una mujer deja del todo indiferente a la famosa biblioteca. Venerable y serena, con todos sus tesoros guardados a buen recaudo en su seno, duerme plácidamente, y por mí bien puede seguir durmiendo para siempre. Jamás volveré a despertar estos ecos, jamás volveré a solicitar su hospitalidad, me juré, mientras bajaba las escaleras, presa de indignación. Me quedaba todavía una hora libre antes de comer. ¿Qué podía hacer? ¿Pasear por las praderas? ¿Sentarme a la orilla del río? Lo cierto es que la mañana de otoño era deliciosa. Las hojas de los árboles, de un rojo muy vivo, revoloteaban hasta posarse en el suelo; ni una cosa ni la otra entrañaban esfuerzo alguno. Pero en ese momento llegó a mis oídos el sonido de la música. A pocos pasos de donde me encontraba se oficiaba algún servicio religioso o alguna celebración. El órgano desgranó su espléndido lamento cuando llegué a la puerta de la capilla. Incluso la tristeza del cristianismo, en aquel ambiente sereno, se asemejaba en su sonido más al recuerdo de la tristeza que a la propia tristeza; incluso los gemidos del viejo órgano parecían sumergidos en paz. No tenía ganas de entrar, aunque se me permitiera; quizá esta vez el sacristán me hubiera detenido para requerirme mi fe de bautismo o una carta de presentación del deán. De todos modos, el exterior de estos magníficos edificios suele ser tan hermoso como su interior. Además, me pareció suficiente distracción ver cómo se congregaban los fieles, cómo entraban y volvían a salir, atareados a las puertas de la capilla como abejas en la entrada de una colmena. Muchos llevaban birrete y toga; algunos se cubrían los hombros con una capa de piel; otros llegaban en silla de ruedas; y otros, aunque no habían pasado la edad madura, parecían arrugados y retorcidos en formas tan singulares como esos cangrejos gigantes o esas langostas que se arrastran fatigosamente sobre la arena de un acuario. Al apoyarme en la pared, la Universidad me pareció en efecto una reserva natural para la conservación de especies raras, de especies que no tardarían en extinguirse si se las abandonara a la lucha por la supervivencia sobre el pavimento del Strand. Me vinieron a la mente viejas historias de deanes y profesores de tiempos pasados, pero antes de que lograra hacer acopio de valor para silbar –se decía que el anciano profesor X se lanzaba a galope tendido en el instante en que oía un silbido–, la venerable congregación ya había entrado en la capilla. El exterior seguía intacto. Como sabéis, sus cúpulas y sus pináculos, semejantes a un velero que navega eternamente y nunca llega a puerto, pueden verse de noche, iluminados, a muchos kilómetros de distancia, incluso al otro lado de las colinas. Es posible que antiguamente, también este patio, con su césped impoluto, sus recios edificios y la propia capilla fuesen un pantano en el que ondulaba la hierba y retozaban los jabalíes. Manadas de caballos y de bueyes, pensé, habían acarreado la piedra en carretas llegadas de lugares lejanos, y los canteros, con infinito esfuerzo, habían colocado a continuación las hileras de sillares grises a cuya sombra me encontraba en ese momento, y más tarde los pintores habían traído sus ventanas, y los maestros albañiles habían pasado siglos encaramados a los tejados, provistos de cemento, masilla, palustre y llana. Todos los sábados alguien derramaba un puñado de monedas de oro y plata de una bolsa de cuero en sus manos envejecidas, y esa noche disfrutaban de cerveza y bolos. Una interminable corriente de oro y plata, pensé, debió de fluir sin tregua hasta este patio para que las piedras siguieran llegando y los obreros trabajando, nivelando, abriendo zanjas, cavando y drenando. Pero aquélla había sido la edad de la fe, y el dinero manaba entonces generosamente para asentar esas piedras sobre sólidos cimientos; y una vez levantados los muros, el dinero siguió manando de los cofres de reyes, reinas y grandes nobles para garantizar que aquí se entonaran himnos y que los profesores pudieran entregarse a la docencia. Se concedieron tierras y se pagaron diezmos. Y cuando la edad de la fe dio paso a la edad de la razón, el flujo de oro y plata no se vio interrumpido. Se fundaron cátedras y se crearon becas; sólo que el oro y la plata llegaron entonces, no de los cofres de la realeza, sino de las arcas de comerciantes y fabricantes, de los bolsillos de hombres que habían hecho fortuna, por ejemplo, en la industria, y en su última voluntad se mostraban pródigos y deseosos de compensar con más sillas, más cátedras y más becas a las universidades en las que habían aprendido su oficio. De ahí las bibliotecas y los laboratorios, los observatorios y el espléndido equipamiento de carísimos y delicados instrumentos que hoy se exhiben en vitrinas, donde siglos atrás ondulaba la hierba y retozaban los jabalíes. Lo cierto es que, mientras paseaba por el patio, los cimientos de oro y plata me parecieron bien profundos y el pavimento sólidamente tendido sobre las hierbas silvestres. Hombres con bandejas sobre la cabeza corrían muy atareados de una escalera a otra. Las ventanas lucían en sus maceteros flores de vivos colores. De las habitaciones llegaba el sonido estridente de un gramófono. Era imposible sustraerse a la reflexión, pero la reflexión, fuera cual fuere, se cortó de cuajo. Sonó el reloj. Era hora de ir a comer.

Es curiosa esa manera que tienen los novelistas de hacernos creer que las comidas son siempre memorables, por algo muy ingenioso que en ellas se dijo o algo muy sensato que se hizo. En cambio, rara vez dedican una palabra a los alimentos. Forma parte de la convención del novelista no mencionar la sopa, el salmón o el pato, como si la sopa, el salmón y el pato carecieran por completo de importancia, como si nadie jamás fumara un cigarro o bebiera un vaso de vino. Aquí, por el contrario, me tomaré la libertad de desafiar esta convención para contaros que la comida, en esta ocasión, comenzó con lenguado, servido en una fuente honda, sobre la cual el cocinero de la facultad había extendido una colcha de nata blanquísima, aunque salpicada aquí y allá de manchas pardas, como los flancos de una hembra de gamo. A continuación llegaron las perdices, pero se equivocan quienes piensen en un par de pájaros calvos, de color marrón, dispuestos en un plato. Las perdices, muchas y variadas, iban acompañadas de un amplio séquito de salsas y ensaladas, picantes y dulces, todas en orden; las patatas, finas como monedas, pero no tan duras; las coles de Bruselas foliadas como capullos de rosa, pero más suculentas. Y en cuanto hubimos dado cuenta del asado y su séquito, el hombre silencioso que nos servía, quizá el propio bedel en una versión más amable, presentó ante nosotros, sobre una blonda, una confección de puro azúcar que emergía de las olas. Llamarlo pudin y relacionarlo por tanto con el arroz y la tapioca hubiera sido un insulto. Entre tanto, las copas de vino se habían teñido de amarillo y de granate, se habían vaciado y vuelto a llenar. Y así, poco a poco, se fue encendiendo en el centro de la columna vertebral, que es la morada del alma, no esa lucecita eléctrica que llamamos brillo, que se enciende y se apaga en nuestro labios, sino el fulgor más profundo, sutil y subterráneo que es la rica llama dorada de la unión racional. No hay necesidad de apresurarse. No hay necesidad de animarse. No hay necesidad de ser más que uno mismo. Todos iremos al cielo y Vandyck nos acompañará. Dicho de otro modo, qué estupenda parecía la vida, qué dulces sus recompensas, qué trivial esta rencilla o aquel agravio, qué admirable la amistad y la compañía de los demás en el momento de encender un buen cigarrillo y hundirse entre los almohadones del asiento empotrado bajo la ventana.

Si por fortuna hubiese habido un cenicero a mano, si, a falta de él, no hubiese tirado la ceniza por la ventana, si las cosas hubieran sido ligeramente distintas de como eran, quizá no habría visto pasar un gato rabón. La súbita visión del animal truncado que cruzaba el patio con sigilo, cambió, por una carambola de la inteligencia subconsciente, mi luz emocional. Fue como si alguien abriera una cortina. Quizá el excelente vino del Rhin soltó sus amarras. Lo cierto es que, al ver que el gato sin rabo se detenía en mitad del césped, como si también él se interrogara sobre el universo, tuve la sensación de que faltaba algo, de que algo era distinto. Pero qué faltaba, qué era distinto, me pregunté, a la vez que prestaba oídos a la conversación. Y para responder a esta pregunta tuve que imaginarme fuera de la sala, regresar al pasado, a un tiempo incluso anterior a la guerra, y desplegar ante mis ojos la maqueta de otra comida celebrada en habitaciones no muy alejadas de aquéllas, pero diferentes. Todo era diferente. La conversación proseguía mientras tanto entre los invitados, que eran muchos y jóvenes, de ambos sexos; fluía sin traba alguna, grata, libre y amena. Dispuse las palabras que oía alrededor sobre el telón de fondo de aquella otra conversación y, al compararlas, no tuve la menor duda de que la una era la descendiente, la legítima heredera de la otra. Nada había cambiado, nada era distinto y, sin embargo... puse toda mi atención no tanto en lo que se decía como en el murmullo o en la corriente que detectaba detrás de las palabras. Sí, era eso: allí estaba el cambio. Antes de la guerra, en una comida como aquélla, los invitados habrían dicho exactamente las mismas cosas, pero habrían sonado distintas, porque en aquel entonces habrían ido acompañadas de una especie de rumor, no articulado, aunque estimulante y musical, que transformaba el valor de las palabras. ¿Podría contrastar ese rumor con las palabras? Quizá pudiera, con ayuda de los poetas. Tenía un libro al alcance de la mano, lo abrí, y topé por casualidad con Tennyson. Y he aquí que Tennyson cantaba:

Una espléndida lágrima ha caído

de la flor de la pasión junto a la verja.

Aquí llega, mi paloma, mi amada;

Aquí llega, mi vida, mi destino.

Grita la rosa roja: «Está cerca, está cerca».

Y solloza la blanca: «Llega tarde».

La espuela de caballero escucha y dice: «Oigo. Oigo».

Y susurra el lirio: «Espero».

¿Era eso lo que los hombres murmuraban en las comidas antes de la guerra? ¿Y las mujeres?

Mi corazón es como un ave canora

que anida en un retoño perlado de rocío.

Mi corazón es como un manzano

con las ramas rebosantes de frutos.

Mi corazón es como una concha irisada

en la orilla de un mar paradisíaco.

Mi corazón es más feliz que todos ellos,

porque mi amor ha venido a mí.

¿Era eso lo que murmuraban las mujeres en las comidas antes de la guerra?

Había algo tan absurdo en la idea de que la gente murmurase tales cosas para sus adentros en una comida antes de la guerra que me eché a reír, y tuve que explicar por qué me reía señalando al pobre gato, que resultaba un tanto ridículo, sin su rabo, en mitad del césped. ¿Habría nacido así o habría perdido el rabo en un accidente? El gato rabón, aunque se dice que hay algunos ejemplares en la isla de Man, es más raro de lo que parece. Es un animal extraño, pintoresco más que bonito. Es curioso lo mucho que puede cambiar un rabo. Ya sabéis las cosas que se dicen cuando termina una comida y los invitados van en busca de sus abrigos y sus sombreros.

Ésta en concreto, por la hospitalidad del anfitrión, se prolongó hasta bien avanzada la tarde. El hermoso día de octubre comenzaba a declinar, y las hojas caían de los árboles sobre la avenida por la que iba paseando. Las verjas parecían cerrarse una tras otra a mi paso, con delicada determinación. Innumerables bedeles introducían innumerables llaves en cerraduras bien engrasadas; la guarida del tesoro se protegía para pasar una noche más. La avenida termina en una carretera, no recuerdo su nombre, que conduce hasta Fernham si se toma el oportuno desvío. Tenía tiempo de sobra. La cena no era hasta las siete y media, y tras una comida tan opípara podía pasarme sin cenar. Es curioso cómo una hebra de poesía empieza a tejerse en la mente y sincroniza el avance de las piernas a su ritmo. Esas palabras...

Una espléndida lágrima ha caído

De la flor de la pasión junto a la verja.

Aquí llega, mi paloma, mi amada...

cantaban en mi sangre mientras caminaba a paso ligero en dirección a Headingley. Y luego, cambiando de compás allí donde las aguas se arremolinan junto a la presa, entoné:

Mi corazón es como un ave canora

que anida en un retoño perlado de rocío.

Mi corazón es como un manzano...

¡Qué poetas!, exclamé a viva voz, como suele hacerse al atardecer. ¡Qué poetas eran!