Una historia de la idea del cerebro - Matthew Cobb - E-Book

Una historia de la idea del cerebro E-Book

Matthew Cobb

0,0

Beschreibung

Matthew Cobb explora minuciosamente los orígenes de los experimentos y las investigaciones sobre el cerebro, para entender la historia del conocimiento que la humanidad tuvo —y tiene— del órgano fundamental para el funcionamiento de todo ser vivo. Desde filósofos de la Antigüedad hasta la neurociencia, pasando por todas las exploraciones científicas, Cobb destaca momentos donde el paradigma cambia por completo y marca un hito. Con mucha documentación y explicaciones claras, Una historia de la idea del cerebro es un libro que puede interesar tanto a los científicos como a cualquier lector interesado en estudiar la evolución del cerebro.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 826

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Acerca de Matthew Cobb

Matthew Cobb es profesor de Zoología en la Universidad de Manchester. Algunas de sus publicaciones anteriores son Life's Greatest Secret: The Race to Discover the Genetic Code, que integró la lista de finalistas para el Royal Society Winton Book Prize, y las muy elogiadas Eleven Days in August y The Resistance. Ganó numerosos premios como traductor de libros sobre biología molecular, sobre las ideas de Darwin y sobre la naturaleza.

Página de legales

Cobb, MatthewLa idea del cerebro / Michael Cobb. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2021. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Marcela Alonso.ISBN 978-987-8413-83-9

1. Neurociencias. 2. Ciencias Sociales y Humanidades. 3. Historia. I. Alonso, Marcela, trad. II. Título.

CDD 612.825

ISBN edición impresa: 978-987-8413-82-2

Título originalThe idea of the brain

© Matthew Cobb, 2020

Traducción María Marcela AlonsoCorrección Julia TaboadaDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Matthew Cobb Juan Pablo Martínez

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, enero de 2023

Una historia de la idea del cerebro

Matthew Cobb

TraducciónMaría Marcela Alonso

Índice

Introducción

1 Corazón

2 Fuerzas

3 Electricidad

4 Función

5 Evolución

6 Inhibición

7 Neuronas

8 Máquinas

9 Control

10 Memoria

11 Circuitos

12 Computadoras

13 Química

14 Localización

15 Conciencia

Agradecimientos

Lista de páginas

9

10

11

12

13

14

15

16

17

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

54

55

56

57

58

59

60

61

62

63

64

65

66

67

68

69

70

71

72

73

74

75

76

77

78

79

80

81

82

83

84

85

86

87

88

89

90

91

92

93

94

95

96

97

98

99

100

101

102

103

104

105

106

107

108

109

110

111

112

113

114

115

116

117

118

119

120

121

122

123

124

125

126

127

128

129

130

131

132

133

134

135

136

137

138

139

140

141

142

143

144

145

146

147

148

149

150

151

152

153

154

155

156

157

158

159

160

161

162

163

164

165

166

167

168

169

170

171

172

174

175

176

177

178

179

180

181

182

183

184

185

186

187

188

189

190

191

192

193

194

195

196

197

198

199

200

201

202

203

204

205

206

207

208

209

210

211

212

213

215

216

217

218

219

220

221

222

223

224

225

226

227

228

229

230

231

232

233

234

235

236

237

238

239

240

241

242

243

244

245

246

247

248

249

250

251

252

253

254

255

256

257

258

259

260

261

263

264

265

266

267

268

269

270

271

272

273

274

275

276

277

278

279

280

281

282

283

284

285

286

287

288

289

290

291

292

293

294

295

296

297

298

299

300

301

302

303

304

305

306

307

308

309

310

311

312

313

314

315

316

317

318

319

320

321

322

323

324

325

326

327

328

329

330

331

332

333

334

335

336

337

338

339

340

341

342

343

344

345

346

347

348

349

350

351

352

353

354

355

356

357

358

359

360

361

362

363

364

365

366

367

368

369

370

371

372

373

374

375

376

377

378

379

380

381

382

383

384

385

386

387

388

389

391

393

394

395

396

397

398

399

400

401

402

403

404

405

406

407

408

409

410

411

412

413

414

415

416

417

418

Hitos

Cover

Página de copyright

Página de título

Índice

Epígrafe

Introducción

Agradecimientos

Notas al pie

Epígrafe

En memoria de KEVIN CONNOLLY (1937-2015), profesor de Psicología de la Universidad de Sheffield, quien me encaminó para que llegara hasta aquí.

Como el cerebro es, sin lugar a dudas, una máquina, no esperemos descubrir su artificio por medios distintos de los que se usan para descubrir el artificio de otras máquinas. Por lo tanto, es preciso hacer lo mismo que haríamos con cualquier otra máquina; es decir, desarmarla pieza por pieza e investigar lo que puede hacer cada una por separado y en conjunto.NICOLÁS STENO, Discurso sobre la anatomía del cerebro, 1669

Introducción

EN 1665, EL ANATOMISTA danés Nicolás Steno se dirigió a un grupo pequeño de pensadores reunidos en Issy, en las afueras del sur de París. Esta reunión informal fue uno de los orígenes de la Academia de Ciencias de Francia; también fue el momento en que presentó el enfoque moderno para entender el cerebro. En esta conferencia, Steno afirmó con audacia que si se desea entender qué hace el cerebro y cómo lo hace, en lugar de describir simplemente sus componentes, hay que considerarlo como una máquina y desarmarlo para ver cómo funciona.

Era una idea revolucionaria, y hace más de 350 años que seguimos la sugerencia de Steno: examinamos el interior de cerebros muertos, extraemos pequeñas partes de cerebros vivos, registramos la actividad eléctrica de las células nerviosas (neuronas) y, más recientemente, alteramos el funcionamiento neuronal con las consecuencias más increíbles. A pesar de que la mayoría de los neurocientíficos jamás oyeron hablar de Steno, su visión ha prevalecido durante siglos en las neurociencias y subyace en nuestros admirables avances en la comprensión de este órgano tan extraordinario.

Ahora podemos hacer que un ratón recuerde algo sobre un olor que nunca percibió, mejorar la mala memoria de un ratón e incluso usar una descarga eléctrica para cambiar la manera en que las personas perciben los rostros. Somos capaces de trazar mapas funcionales del cerebro, humano y de otro tipo, cada vez más detallados y complejos. En algunas especies podemos cambiar a voluntad la propia estructura del cerebro y, como resultado, alterar el comportamiento del animal. Algunas de las consecuencias más profundas de nuestro perfeccionamiento en este campo pueden verse en la capacidad para hacer posible que una persona paralítica controle un brazo robótico con el poder de su mente.

No podemos hacer todo: al menos por el momento, no podemos crear de manera artificial una experiencia sensorial precisa en un cerebro humano (las drogas alucinógenas lo hacen pero de manera incontrolada), aunque parece ser que tenemos un exquisito grado del control necesario para practicar ese experimento en un ratón. Hace poco tiempo, dos grupos de científicos entrenaron ratones para que lamieran una botella de agua cuando vieran un conjunto de rayas, mientras las máquinas registraban cómo respondía a la imagen una pequeña cantidad de células en los centros visuales del cerebro de los ratones. Los científicos entonces usaron una compleja tecnología optogenética para recrear de manera artificial ese patrón de actividad neuronal en las células cerebrales relevantes. Cuando esto ocurrió, el animal reaccionó como si hubiera visto las rayas, a pesar de que estaba completamente a oscuras. Una teoría sostiene que, para el ratón, el patrón de actividad neuronal equivalía a estar viendo las rayas. Para resolver esto se necesita más investigación, pero estamos a punto de entender la manera en que los patrones de actividad en las redes neuronales crean la percepción.

Este libro cuenta la historia de siglos de descubrimientos y muestra cómo ciertas mentes brillantes, algunas ya olvidadas, identificaron por primera vez al cerebro como el órgano que produce los pensamientos y después empezaron a mostrar lo que podría estar haciendo. Describe los hallazgos extraordinarios realizados al tratar de entender qué hace el cerebro, y se maravilla ante los ingeniosos experimentos que permitieron alcanzar esta comprensión.

Pero hay un defecto importante en esta historia de avances increíbles, uno que pocas veces reconocen los numerosos libros que afirman explicar cómo funciona el cerebro. A pesar de que esta comprensión tiene cimientos sólidos, no entendemos claramente la manera en que miles de millones de neuronas, o millones, o miles, o incluso decenas de ellas trabajan en conjunto para producir la actividad cerebral.

Sabemos qué pasa en términos generales: el cerebro interactúa con el mundo y con el resto de nuestro cuerpo, representando los estímulos con redes neuronales innatas y adquiridas. El cerebro predice de qué manera esos estímulos podrían cambiar a fin de prepararse para reaccionar, y como parte del cuerpo organiza la acción. Todo esto se logra gracias a las neuronas y sus complejas interconexiones, incluidas las numerosas señales químicas en las que están inmersas. No importa si va en contra de nuestros sentimientos más profundos, no existe una persona incorpórea flotando en nuestra cabeza y contemplando esta actividad: son solamente las neuronas, su conectividad y los químicos que fluyen entre esas redes.

Sin embargo, cuando se trata de entender realmente lo que pasa en un cerebro a nivel de las redes neuronales y las células que las componen, o ser capaz de predecir qué pasará cuando se altere la actividad de una red en particular, todavía estamos en pañales. Si bien somos capaces de inducir artificialmente percepciones visuales en el cerebro de un ratón copiando un patrón muy preciso de actividad neuronal, no entendemos del todo cómo y por qué la percepción visual produce ese patrón de actividad.

Un indicio clave para explicar cómo es posible que hayamos logrado avances tan increíbles y, sin embargo, conozcamos de manera superficial ese órgano extraordinario que tenemos en la cabeza puede encontrarse en la sugerencia de Steno de que debemos tratar al cerebro como a una máquina. “Máquina” ha significado cosas muy diferentes a lo largo de los siglos, y cada uno de esos significados ha tenido consecuencias en cómo vemos al cerebro. En la época de Steno, los únicos tipos de máquinas existentes funcionaban gracias a la energía hidráulica o los mecanismos de relojería. La comprensión que estas máquinas podían aportar sobre la estructura y el funcionamiento del cerebro pronto demostró ser limitada, y ahora nadie ve a este órgano de esa manera. Con el descubrimiento de que los nervios reaccionaban a la estimulación eléctrica, en el siglo XIX el cerebro empezó a ser visto primero como una especie de red telegráfica y después, a partir de la identificación de las neuronas y las sinapsis, como un conmutador telefónico, que permitía una organización y una producción flexibles (esta metáfora se sigue usando a veces en artículos de investigación).

Desde la década de 1950, nuestras ideas han estado dominadas por conceptos que entraron en el campo de la biología a través de la informática: bucles de retroalimentación, información, códigos y cálculos. Pero a pesar de que muchas de las funciones que hemos identificado en el cerebro involucran por lo general algún tipo de cómputo, hay apenas unos pocos ejemplos que se comprenden del todo, y algunas de las intuiciones teóricas más geniales e influyentes sobre cómo podrían “computar” los sistemas nerviosos resultaron estar equivocadas.

Ante todo, como enseguida descubrieron los científicos de mediados del siglo XX que fueron los primeros en establecer un paralelismo entre el cerebro y la computadora, el cerebro no es digital. Incluso el cerebro animal más simple no es una computadora como cualquiera de las que hayamos construido, ni siquiera una que podamos imaginar. El cerebro no es una computadora, pero se parece más a una computadora que a un reloj, y si pensamos en las analogías entre una computadora y un cerebro, podemos tener una idea de lo que pasa dentro de nuestra cabeza y la de los animales.

La exploración de estas ideas sobre el cerebro —los tipos de máquinas que hemos imaginado que eran— deja en claro que, aunque todavía estamos muy lejos de entender plenamente el cerebro, las maneras en que pensamos sobre él son mucho más profundas que en el pasado, no solo por los datos extraordinarios que hemos descubierto, sino sobre todo por cómo los interpretamos.

Estos cambios tienen una implicancia importante. Durante siglos, cada estrato de metáfora tecnológica agregó algo a nuestra comprensión, y nos permitió realizar nuevos experimentos y reinterpretar viejos hallazgos. Pero si nos apegamos demasiado a las metáforas, terminamos limitando qué y cómo pensamos. Muchos científicos se dan cuenta ahora de que, al ver al cerebro como una computadora que reacciona pasivamente al ingreso de datos y los procesa, nos estamos olvidando de que es un órgano activo, una parte de un cuerpo que participa en el mundo y que tiene un pasado evolutivo que ha conformado su estructura y su funcionamiento. Estamos perdiendo de vista aspectos fundamentales de su actividad. En otras palabras, las metáforas les dan forma a nuestras ideas de una manera que no siempre resulta útil.

La implicación seductora que posee el vínculo entre tecnología y neurociencias es que en el futuro nuestras ideas volverán a cambiar una vez más cuando aparezcan desarrollos tecnológicos nuevos e inesperados. A medida que surjan otros conocimientos, reinterpretaremos nuestras certezas actuales, descartaremos algunas suposiciones equivocadas y desarrollaremos nuevas teorías y modos de entender. Cuando los científicos se dan cuenta de que la manera en que piensan —incluso las preguntas que pueden hacer y los experimentos que pueden imaginar— en parte está enmarcada y limitada por las metáforas tecnológicas, a menudo se entusiasman con las perspectivas futuras y quieren saber cuál será el próximo gran avance y cómo usarlo en sus investigaciones. Si tuviera la más mínima idea, sería millonario.

#

Este libro no es una historia de las neurociencias, tampoco una historia de la anatomía y la fisiología cerebral, tampoco una historia del estudio de la conciencia ni una historia de la psicología. Contiene algunas de estas cosas, pero la historia que cuento es muy diferente, por dos razones. En primer lugar, quiero explorar la gran variedad de formas en que hemos pensado sobre lo que hace el cerebro y cómo lo hace, enfocándome en la evidencia experimental: es muy diferente de contar la historia de una disciplina académica. También significa que el libro no trata solamente acerca de la manera en que hemos pensado el cerebro humano: el cerebro de otros animales, no necesariamente mamíferos, ha arrojado luz sobre lo que pasa dentro de nuestra cabeza.

La historia de cómo hemos entendido al cerebro tiene temas y discusiones recurrentes, algunos de los cuales provocan debates intensos aún hoy. Un ejemplo es la eterna disputa acerca de hasta qué punto las funciones están localizadas en áreas específicas del cerebro. Esa idea tiene miles de años, y se ha afirmado en numerosas oportunidades hasta la actualidad que pequeñas partes del cerebro parecen encargarse de algo específico, como el sentido del tacto en la mano, la habilidad de entender la sintaxis o de ejercer autocontrol. Este tipo de afirmaciones enseguida se vieron debilitadas por la revelación de que otras partes del cerebro podrían ejercer influencia o suplementar esa actividad, y que la región cerebral en cuestión también participa de otros procesos. Una y otra vez, la localización no ha sido descartada exactamente, sino que se ha vuelto mucho más borrosa de lo que se creía en un principio. La razón es sencilla. El cerebro, a diferencia de cualquier máquina, no fue diseñado. Es un órgano que ha evolucionado durante más de quinientos millones de años, de modo que hay muy pocas razones, quizás ninguna, para esperar que funcione verdaderamente como las máquinas que creamos. Es decir: a pesar de que el punto de partida de Steno —tratar al cerebro como una máquina— ha sido increíblemente productivo, nunca brindará una descripción satisfactoria y completa de cómo funciona el cerebro.

La interacción entre neurociencias y tecnología —el hilo conductor de este libro— destaca que la ciencia está inmersa en la cultura. De este modo, un elemento en esta historia revela la forma en que estas ideas resonaron a través de las obras de Shakespeare, Mary Shelley, Philip K. Dick y otros. De manera curiosa, la historia cultural muestra que las metáforas pueden circular en ambas direcciones: en el siglo XIX, precisamente cuando se pensaba en el cerebro y el sistema nervioso como una red telegráfica, el flujo de mensajes en código Morse por los cables del telégrafo y las respuestas que provocaban en sus destinatarios humanos también eran vistos en términos de actividad nerviosa. De igual modo, desde su nacimiento, la computadora fue pensada como un cerebro: se usaron descubrimientos biológicos para justificar los planes de John von Neumann para construir la primera computadora digital, y no a la inversa.

La segunda razón por la cual esta no es simplemente una historia puede verse en el índice. El libro está dividido en tres partes: Pasado, Presente y Futuro. La conclusión de la sección “Presente”, que trata sobre cómo nuestra comprensión del cerebro ha ido mejorando en estos últimos setenta años aproximadamente, guiada por la metáfora informática, es que algunos investigadores sienten que nos estamos acercando a un impasse en la manera en que entendemos el cerebro.

Esto puede parecer paradójico: estamos acumulando una enorme cantidad de datos sobre la estructura y el funcionamiento de una amplia variedad de cerebros, desde el más pequeño hasta el nuestro. Decenas de miles de investigadores están dedicando muchísimo tiempo y energía a pensar sobre lo que hace el cerebro, y una tecnología nueva y sorprendente nos permite describir y manipular esa actividad. Todos los días nos enteramos de nuevos descubrimientos que arrojan luz sobre cómo funciona el cerebro, con la promesa —o amenaza— de una nueva tecnología que nos permitirá hacer cosas inverosímiles como leer la mente o detectar criminales, incluso descargar pensamientos en una computadora.

En contraste con toda esta exuberancia, algunos neurocientíficos sienten —como puede verse en artículos de opinión en revistas académicas y libros de la última década— que nuestro futuro no está tan claramente trazado. Es difícil ver a dónde deberíamos dirigirnos, además de simplemente recopilar más datos o contar con el último y emocionante enfoque experimental. Eso no significa que todos sean pesimistas: algunos afirman con seguridad que la aplicación de nuevos métodos matemáticos nos permitirá entender las innumerables interconexiones del cerebro humano. Otros prefieren estudiar animales situados en el otro extremo de la escala, concentrar la atención en los cerebros diminutos de gusanos o larvas y emplear el enfoque sólidamente establecido en tratar de entender el funcionamiento de un sistema simple para después aplicar esos conocimientos a casos más complejos. Muchos neurocientíficos, si es que alguna vez piensan en el problema, consideran que el avance será inevitablemente lento y gradual, porque no hay ninguna Gran Teoría Unificada sobre el cerebro acechando a la vuelta de la esquina.

El problema es doble. En primer lugar, el cerebro es sumamente complicado. Un cerebro —cualquier cerebro, no solo el humano, que ha sido el centro de muchos de los esfuerzos intelectuales descriptos en este libro— es el objeto más complejo del universo conocido. El astrónomo Lord Martin Rees señaló que un insecto es más complejo que una estrella, mientras que para Darwin el cerebro de una hormiga, que es muy pequeño pero puede provocar una gran diversidad de comportamientos, era “uno de los átomos de materia más maravillosos del mundo, quizás mucho más que el cerebro de un ser humano”. Esa es la magnitud del desafío que enfrentamos.

Este desafío conduce a un segundo aspecto. A pesar del tsunami de datos relacionados con el cerebro que producen los laboratorios de todo el mundo, estamos ante una crisis de ideas sobre qué hacemos con toda esa información, sobre lo que todo eso significa. Esto revela que la metáfora de la computadora, que nos ha servido tan bien durante casi medio siglo, quizás esté alcanzando sus límites, al igual que la idea de que el cerebro era un sistema telegráfico finalmente se agotó en el siglo XIX. Un grupo de científicos está empezando a desafiar de manera explícita la utilidad de algunas de nuestras metáforas más básicas sobre el cerebro y los sistemas nerviosos, entre ellas la idea de que las redes neuronales representan el mundo exterior a través de un código neuronal. Esto sugiere que la comprensión científica podría estar mostrando irritación ante el marco impuesto por nuestras metáforas más arraigadas acerca de cómo funciona el cerebro.

Podría ser que, incluso ante la ausencia de una nueva tecnología, los avances en informática, en particular los relacionados con la inteligencia artificial y las redes neuronales —que en parte están inspiradas en el modo en que el cerebro hace las cosas—, retroalimenten nuestras concepciones sobre el cerebro y le den una segunda oportunidad a la metáfora informática. Quizás. Pero, como verán, los investigadores más destacados en aprendizaje profundo —la parte más novedosa y sorprendente de la informática moderna— admiten alegremente que no saben cómo sus programas hacen lo que hacen. No estoy seguro de que la informática vaya a esclarecer cómo funciona el cerebro.

Uno de los indicadores más trágicos de nuestra incertidumbre subyacente sobre el cerebro es la auténtica crisis en la comprensión de la salud mental. Desde la década de 1950, la ciencia y la medicina adoptaron métodos químicos para tratar la enfermedad mental. Se han gastado miles de millones de dólares en el desarrollo de drogas, pero todavía no queda claro cómo funcionan muchos de estos tratamientos ampliamente recetados y si son eficaces. En cuanto a cómo abordará la industria farmacéutica los problemas de salud mental más graves en el futuro, no hay nada a la vista: la mayoría de los grandes laboratorios dejaron de buscar nuevas drogas para tratar enfermedades como la depresión o la ansiedad, porque consideran que los costos y los riesgos son demasiado altos. La situación no sorprende a nadie. Si todavía no entendemos adecuadamente el funcionamiento de los cerebros animales más simples, no hay muchas perspectivas de responder eficazmente cuando haya algún problema en nuestras cabezas.

Se está invirtiendo una gran cantidad de energía y recursos en describir las innumerables conexiones entre las neuronas del cerebro, para crear los llamados conectomas o, en términos más rudimentarios y metafóricos, diagramas de cableado. Por lo pronto no hay expectativas de crear un conectoma de las neuronas de un mamífero —son cerebros demasiado complejos—, pero se están trazando mapas de baja definición. Estos esfuerzos son esenciales —necesitamos entender cómo se conectan las partes del cerebro—, pero por sí solos no producirán un modelo de lo que hace el cerebro. Tampoco debemos subestimar cuánto tiempo podría tardar todo esto. En la actualidad, los investigadores están trazando un conectoma funcional que incluye las 10.000 células del cerebro de un gusano, pero me sorprendería si, dentro de cincuenta años, comprendiéramos plenamente qué hacen esas células y sus interconexiones. Desde este punto de vista, entender correctamente el cerebro humano, con sus decenas de miles de millones de células y su increíble y extraordinaria capacidad para hacer emerger la mente, podría parecer un sueño inalcanzable. Pero la ciencia es el único método que puede lograr este objetivo, y lo alcanzará en algún momento.

Hubo muchos momentos similares en los que los investigadores del cerebro dudaron sobre cómo proceder. En la década de 1870, cuando estaba perdiendo fuerza la metáfora del telégrafo, las neurociencias se vieron invadidas por la duda, y muchos investigadores llegaron a la conclusión de que nunca sería posible explicar la naturaleza de la conciencia. Pasaron ciento cincuenta años y seguimos sin entender cómo emerge la conciencia, pero los científicos están más seguros de que algún día será posible saber todo esto, aunque los desafíos sean enormes.

Entender cómo los pensadores del pasado se esforzaron por comprender el funcionamiento cerebral forma parte del encuadre de lo que necesitamos hacer hoy para alcanzar ese objetivo. La ignorancia actual no debe verse como una señal de derrota sino como un desafío, una manera de enfocar la atención y los recursos en lo que necesitamos descubrir y en cómo desarrollar un programa de investigación para encontrar las respuestas. Ese es el tema de la última parte de este libro, más especulativa, que trata sobre el futuro. Algunos lectores quizás consideren que es una sección provocativa, pero esa es mi intención: provocar la reflexión sobre qué es el cerebro, qué hace y cómo lo hace, y sobre todo alentar a pensar en cómo podemos dar el paso siguiente, incluso en ausencia de nuevas metáforas tecnológicas. Esta es una de las razones por las que este libro es más que una historia, y destaca por qué las tres palabras más importantes de la ciencia son “No lo sabemos”.

Mánchester, diciembre de 2019

PASADO

LA HISTORIA DE LA ciencia es muy diferente de los otros tipos de historia, porque la ciencia, por lo general, es progresiva; cada etapa se basa en conocimientos previos, los integra, los rechaza o los transforma. Esto da como resultado algo que pareciera ser una comprensión cada vez más precisa del mundo, aunque ese conocimiento nunca es pleno, y los descubrimientos que se hagan en el futuro pueden derribar lo que alguna vez se consideró como la verdad. Este aspecto progresivo subyacente lleva a muchos científicos a representar la historia de su disciplina como una procesión de grandes hombres (por lo general, han sido hombres), a quienes se aprueba si se considera que han tenido razón o se los critica —o ignora— si estuvieron equivocados. En realidad, la historia de la ciencia no es una progresión de teorías y descubrimientos brillantes: está llena de hechos fortuitos, errores y confusión.

Para entender correctamente el pasado, para brindar el trasfondo completo de las teorías y los marcos actuales, e incluso para imaginar lo que podría depararnos el futuro, debemos recordar que no se veía a las ideas del pasado como pasos en el camino hacia la comprensión que tenemos ahora. Eran puntos de vista completamente desarrollados por derecho propio, con todas sus complejidades y falta de claridad. Toda idea, aun la más desactualizada, alguna vez fue moderna, emocionante y nueva. Quizás nos provoquen risa algunas ideas extrañas del pasado, pero la condescendencia no está permitida; lo que ahora nos parece obvio es así porque los errores pasados, que por lo general eran difíciles de detectar, fueron corregidos finalmente después de dedicarles mucho tiempo de arduo trabajo y profunda reflexión.

El desafío es entender por qué la gente de esas épocas aceptaba ideas erróneas o que ahora parecen increíbles. Con frecuencia, lo que ahora podría ser considerado como ambigüedad o falta de claridad en un enfoque o conjunto de ideas en realidad explica por qué se aceptaban esas ideas. Esas teorías imprecisas quizás permitieran que científicos con puntos de vista diferentes aceptaran un marco común hasta que llegaran pruebas experimentales decisivas.

Nunca deberíamos tildar de estúpidas a las ideas —o a las personas— que nos precedieron. Algún día formaremos parte del pasado, y nuestras ideas sin duda sorprenderán a nuestros descendientes y les provocarán risa. Simplemente estamos haciendo lo mejor que podemos, al igual que lo hicieron nuestros antepasados. Y, al igual que las generaciones anteriores, nuestras ideas científicas están influidas por el mundo interno de las pruebas científicas y por el contexto general, social y tecnológico en el que desarrollamos esas ideas. Las pruebas experimentales futuras demostrarán si nuestras teorías e interpretaciones eran o no equivocadas o inadecuadas, y esto representará un avance para toda la humanidad. Ese es el poder de la ciencia.

1

Corazón

DESDE LA PREHISTORIA HASTA EL SIGLO XVII

EL CONSENSO CIENTÍFICO ESTABLECE que, de maneras que no entendemos, el pensamiento es el producto de la actividad de miles de millones de células en la estructura más compleja del universo conocido: el cerebro humano. Aunque resulte sorprendente, esta focalización en el cerebro parece ser algo relativamente reciente. Casi todo lo que sabemos desde la prehistoria y la historia sugiere que durante la mayor parte de nuestro pasado hemos considerado al corazón, no al cerebro, el órgano fundamental del pensamiento y el sentimiento. El poder de estas ideas antiguas, precientíficas, puede observarse en el lenguaje cotidiano: palabras y frases como “descorazonador”, “corazón roto”, “de todo corazón” y otras (es posible encontrar ejemplos similares en otros idiomas). Estas frases aún llevan consigo la carga emocional de la antigua cosmovisión que supuestamente hemos descartado: intenten reemplazar la palabra “corazón” por “cerebro” y comprueben qué se siente.

Los registros escritos más antiguos muestran la importancia de esta idea para las culturas del pasado. En la Epopeya de Gilgamesh, un relato de 4000 años de antigüedad escrito en lo que hoy es Irak, las emociones y los sentimientos están claramente arraigados en el corazón, mientras que en el Rigveda de la India, una colección de himnos védicos en sánscrito compuestos hace 3200 años, el corazón es el enclave del pensamiento1. La Piedra de Shabako, una losa pulida de basalto gris del antiguo Egipto, ahora en exhibición en el Museo Británico, está cubierta de jeroglíficos que describen un mito egipcio de 3000 años que se enfoca en la importancia del corazón en el pensamiento2. El Antiguo Testamento revela que, aproximadamente en la misma época que se talló la Piedra de Shabako, los judíos consideraban al corazón el origen del pensamiento, tanto en los seres humanos como en Dios3.

En el continente americano, los grandes imperios de América Central —el maya (250-900 d. C.) y el azteca (1400-1500 d. C.)— también sostenían que el corazón era la fuente de las emociones y del pensamiento. Asimismo, tenemos algunos conocimientos sobre las creencias de pueblos de América Central y del Norte que no desarrollaron extensas culturas urbanas. En los primeros años del siglo XX, algunos etnógrafos estadounidenses trabajaron con pueblos autóctonos y documentaron sus tradiciones y creencias. Aunque no podemos estar seguros de que las ideas registradas fueran típicas de las culturas que existieron antes de la llegada de los europeos, la mayoría de los pueblos que contribuyeron a estos estudios consideraban que una especie de “alma vital”, o una conciencia emocional, se vinculaba con el corazón y la respiración. Esta idea estaba muy extendida, desde Groenlandia hasta Nicaragua, y la compartían pueblos con ecologías tan diversas como los esquimales, los salish de la costa noroeste del Pacífico y los hopi de Arizona4.

Estas ideas son extraordinariamente congruentes con los relatos del psicoanalista suizo Carl Jung, que en las primeras décadas del siglo XX viajó a Nuevo México. En la azotea de uno de los edificios blancos de adobe construidos por los indios pueblo en la alta meseta de Taos, Jung conversó con Ochwiay Biano, líder de esa comunidad. Biano le dijo a Jung que no entendía a los blancos, a quienes consideraba crueles, inquietos y nerviosos. “Creemos que están locos”, dijo. Intrigado, Jung le preguntó a Biano por qué pensaba eso:

“Dicen que piensan con la cabeza”, respondió.“Pero, claro. ¿Con qué piensan ustedes?”, le pregunté sorprendido.“Nosotros pensamos con esto”, dijo, señalando su corazón5.

No todas las culturas han compartido esta idea generalizada sobre el corazón. Del otro lado del planeta, en Australia, un aspecto clave de la mentalidad de los pueblos indígenas y los isleños del estrecho de Torres era (y es) su vínculo con la tierra, que se extiende a las ideas sobre la mente y el espíritu. Localizar la sede del pensamiento dentro del cuerpo no parece formar parte de su cosmovisión6. Del mismo modo, los enfoques tradicionales a la medicina y a la anatomía en China se concentraban principalmente en las interacciones de una serie de fuerzas, más que en la localización de una función. Sin embargo, cuando los pensadores chinos buscaron identificar los roles de cada órgano en particular, el corazón fue la clave7. El Guanzi, un texto escrito originariamente por el filósofo chino Guan Zhong en el siglo VII a. C., sostenía que el corazón era fundamental para todas las funciones corporales, incluidos los sentidos.

Las teorías cardiocéntricas concuerdan con nuestra experiencia diaria: el corazón altera su ritmo cuando nuestros sentimientos cambian, mientras que las emociones intensas como la ira, la lujuria o el miedo parecen estar enfocadas en uno o más de nuestros órganos internos, y fluyen por nuestro cuerpo y cambian nuestra manera de pensar como si circularan con nuestra sangre o fueran parte de ella. Por esta razón esas viejas frases sobre estar “con el corazón en la boca” y tantas otras han sobrevivido: concuerdan con la manera en que percibimos una parte importante de nuestra vida interior. Así como pasó con la apariencia de que el Sol giraba alrededor de la Tierra, la experiencia diaria del ser humano proporcionó una explicación simple para identificar el lugar donde se asentaban los pensamientos: el corazón. La gente creyó en esta idea porque tenía sentido.

#

A pesar de que se creía ampliamente que el corazón era el centro de nuestra vida interior, ciertas culturas reconocían que el cerebro tenía algún tipo de función, aunque solo pudiera detectarse cuando se producía alguna lesión. Por ejemplo, en el antiguo Egipto un grupo de escribas crearon un documento médico conocido como el Papiro de Edwin Smith8. El manuscrito incluye una descripción breve de las circunvoluciones del cerebro y el reconocimiento de que una lesión en un costado de la cabeza podría provocar parálisis en el lado opuesto del cuerpo; sin embargo, para estos autores, como para todos los antiguos egipcios, el corazón era la sede del alma y de la actividad mental.

El primer cuestionamiento registrado que se hizo a estas generalizadas teorías cardiocéntricas se dio en la antigua Grecia. En el transcurso de tres siglos y medio, entre 600 y 250 a. C., los filósofos griegos moldearon la manera en que el mundo moderno ve tantas cosas, incluido el cerebro. Los antiguos griegos, como otros pueblos, consideraban que el corazón era el origen de los sentimientos y los pensamientos. Esto puede verse en los poemas épicos orales ahora atribuidos a Homero, que fueron compuestos en algún momento entre los siglos XII y XVIII a. C.; de igual modo, las ideas de los primeros filósofos de los que se tiene registro se enfocaban en el corazón9. En el siglo . a. C., el filósofo Alcmeón se opuso a este punto de vista. Alcmeón vivía en Crotona, una ciudad griega situada en el sur de la península itálica, y a veces se lo presenta como médico y como el padre de las neurociencias, aunque todo lo que sabemos sobre él y su trabajo es a través de terceras personas. Ninguno de sus escritos sobrevivió; lo único que quedó fueron fragmentos citados por pensadores posteriores.

Alcmeón estaba interesado en los sentidos, y eso naturalmente lo llevó a concentrarse en la cabeza, donde se agrupan los principales órganos sensoriales. De acuerdo con autores subsiguientes, Alcmeón demostró que los ojos, y por extensión los demás órganos sensoriales, estaban conectados con el cerebro por medio de lo que él denominaba conductos angostos. Se dice que Aecio, que vivió trescientos años después de Alcmeón, comentó que, para Alcmeón, “el principio directivo está en el cerebro”. No resulta claro cómo exactamente Alcmeón llegó a esta conclusión; autores posteriores insinúan que basó sus ideas no solo en la introspección y reflexión filosófica, sino también en la investigación directa, aunque no hay pruebas de eso. Quizás haya hecho una disección de un globo ocular (no necesariamente uno humano), o presenciado la preparación culinaria de una cabeza de animal, o usado el tacto para ver cómo estaban conectados los ojos, la lengua y la nariz a las partes internas del cráneo del animal10.

A pesar de estos conocimientos, las primeras declaraciones inequívocas acerca de la importancia crucial del cerebro fueron escritas décadas después de la muerte de Alcmeón; provenían de la escuela de medicina de la isla de Cos, cuyo miembro más famoso era Hipócrates. Muchas de las obras producidas por la escuela de medicina de la isla de Cos se le atribuyen a Hipócrates, aunque se desconocen los verdaderos autores. Uno de los documentos más importantes fue Sobre la enfermedad sagrada, escrito alrededor del año 400 a. C. para un público no especializado y que trataba sobre la epilepsia (no queda claro por qué se consideraba a la epilepsia una enfermedad sagrada o divina11). Según el/los autor/es:

Los hombres deben saber que los placeres, las alegrías, la risa y las diversiones, así como también las penas, las aflicciones y las inquietudes, no se localizan en ningún otro órgano sino en el cerebro. Gracias especialmente a él, pensamos, vemos, oímos y distinguimos lo feo de lo hermoso, lo malo de lo bueno, lo agradable de lo desagradable […] También por obra suya deliramos, enloquecemos, sufrimos la presencia de pesadillas, terrores, unas veces de noche, otras incluso durante el día, insomnios, extravíos injustificados, preocupaciones infundadas, desconocemos cosas habituales y realizamos actos insólitos12.

Los argumentos presentados en Sobre la enfermedad sagrada en parte se basaban en algunas observaciones innovadoras pero rudimentarias de la anatomía (“el cerebro del hombre, como en todos los demás animales, tiene dos partes, y una fina membrana lo divide por la mitad”, afirmaba/n el/los autor/es), pero también revelan mucha confusión. Por ejemplo, el documento afirmaba que “cuando una persona inspira por la boca y las fosas nasales, el aire va primero al cerebro”, argumentando que las venas transportan el aire por todo el cuerpo. La epilepsia se explicaba por medio de la idea de que un humor o fluido llamado flema entraba en las venas, impedía que el aire llegara al cerebro y, de este modo, desencadenaba el ataque. Algunas personas tomaron muy en serio las implicaciones de localizar a la epilepsia en el cerebro. Areteo de Capadocia, un médico griego que vivió alrededor del año 150 a. C., la trataba por medio de la trepanación —perforar agujeros en el cráneo—, una tradición que perduró en los manuales europeos de medicina hasta el siglo XVIII13. Areteo no inventó esta operación; los primeros indicios de algún tipo de intervención médica son agujeros perforados o raspados en cráneos humanos que se han encontrado en todo el mundo, y algunos de ellos tienen más de 10.000 años de antigüedad14. A pesar de que es tentador considerar a la trepanación prehistórica como una forma primitiva de psicocirugía (a menudo se sugiere que la trepanación se practicaba para dejar salir a los “malos espíritus”), el predominio generalizado de las ideas cardiocéntricas sobre los orígenes del pensamiento insinúa que esto es improbable. Hay justificaciones más creíbles para una operación tan peligrosa, como el alivio de una dolorosa hemorragia subcraneal o la extracción de fragmentos de hueso después de una lesión en la cabeza.

A pesar de los argumentos de Alcmeón y de la escuela de Cos, en ausencia de pruebas para demostrar que el cerebro es la sede del pensamiento y la emoción, no había motivos para preferir estas ideas a la explicación obvia de que el corazón desempeña este rol. Esto condujo a Aristóteles, uno de los filósofos griegos más influyentes, a descartar la idea de que el cerebro jugaba un papel importante en el pensamiento y el movimiento. Según escribió en Partes de los animales: “Y por supuesto, el cerebro no es responsable de ninguna de las sensaciones. La idea correcta [es] que la sede y origen de la sensación es la región del corazón […] los mecanismos del placer y el dolor, y toda sensación, claramente tienen su origen en el corazón”.

El argumento de Aristóteles sobre la centralidad del corazón se basaba aparentemente en principios evidentes, como el vínculo entre el movimiento, el calor y el pensamiento. Aristóteles observó que el corazón cambiaba su actividad al mismo tiempo que se sentía alguna emoción, mientras que el cerebro, por lo visto, no hacía nada; también afirmó que el corazón era la fuente de la sangre, que era necesaria para la sensación, mientras que el cerebro no contenía sangre propia. Además, todos los animales grandes tienen un corazón —afirmaba—, mientras que solo los animales superiores tienen un cerebro. Su argumento final era que el corazón es cálido y muestra movimiento, dos características esenciales de la vida; en contraste, el cerebro es inmóvil y frío15. Dado que no había pruebas reales de ningún vínculo entre el pensamiento y el cerebro, los argumentos lógicos de Aristóteles eran tan válidos como los que se encontraban en los escritos de la escuela de Cos. No había manera de elegir entre ambos. En cualquier otra parte del planeta, las cosas continuaban como antes: para la amplia mayoría, el corazón era el órgano más importante.

#

Después de la muerte de Aristóteles, conocimientos sobre el rol desempeñado por el cerebro emergieron en Alejandría, en el margen occidental del delta del Nilo, en Egipto, durante el período helenístico. Con un trazado de calles en damero, un sistema de cañerías bajo tierra y una población multicultural, Alejandría era uno de los centros más importantes del mundo grecorromano. Entre quienes se habían beneficiado por esta fértil atmósfera intelectual se encontraban dos destacados anatomistas griegos de esa época, Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos, que trabajaban en Alejandría16.

No sobrevivió ninguno de los escritos de Herófilo o de Erasístrato, pero escritores subsiguientes afirmaron que hicieron importantes descubrimientos relacionados con la estructura del cerebro. La razón por la cual se dieron estos avances en Alejandría fue que, durante un breve período, y aparentemente por primera vez en la historia, estuvo permitida la disección de cuerpos humanos. Se dice, incluso, que los criminales condenados a muerte eran vivisecados en circunstancias que deben haber sido espantosas. No queda claro por qué la disección estaba permitida en Alejandría pero no en otro lado; en cualquier caso, los médicos de la ciudad hicieron avances anatómicos importantes relacionados con el hígado, los ojos y el sistema circulatorio. Incluso describieron el corazón como una bomba.

El estudio directo de la anatomía humana permitió a Herófilo y a Erasístrato hacer descubrimientos importantes con respecto al cerebro y al sistema nervioso. Herófilo supuestamente describió la anatomía de dos partes clave del cerebro humano: la corteza (los dos grandes lóbulos del cerebro) y el cerebelo, en la parte posterior del cerebro, que él consideró como la sede de la inteligencia; y también mostró el origen de la médula espinal y cómo se ramifican los nervios. Se dice que distinguió entre los nervios que estaban conectados con los órganos sensoriales y los nervios motores que guían el comportamiento, y desarrolló una teoría de las sensaciones en la cual el nervio óptico era hueco y algún tipo de aire circulaba por ese espacio17. Erasístrato aparentemente siguió un enfoque diferente y comparó el cerebro humano con los cerebros de ciervos y liebres. Llegó a la conclusión de que la mayor complejidad del cerebro humano, expresada en sus circunvoluciones, era responsable de nuestra mayor inteligencia.

A pesar de la precisión de sus descripciones, los trabajos de Herófilo y Erasístrato no resolvieron la cuestión sobre si la sede del pensamiento y el sentimiento es el corazón o el cerebro. Simplemente mostraron que el cerebro era complejo. La teoría cardiocéntrica de Aristóteles siguió siendo sumamente influyente, en parte por el inmenso prestigio del filósofo, pero sobre todo porque se correspondía con la experiencia cotidiana.

Pasarían otros cuatrocientos años antes de que se obtuvieran pruebas decisivas sobre el papel desempeñado por el cerebro, gracias al trabajo de uno de los pensadores más influyentes de la historia de la civilización occidental: Galeno. Galeno, un ciudadano romano, nació en 129 d. C. en el seno de una familia rica de Pérgamo, en lo que en la actualidad es el oeste de Turquía18. A pesar de que hoy en día a Galeno se lo conoce principalmente como escritor de temas médicos —sus ideas moldearon la medicina y la cultura de Occidente durante 1500 años—, en realidad fue uno de los pensadores más importantes del mundo romano tardío y produjo una gran cantidad de textos sobre filosofía, poesía y prosa19.

Galeno realizó viajes y estudios en toda la región del Mediterráneo oriental, incluida Alejandría, pero los años clave de su vida los pasó en Roma. Llegó en el año 162 d. C., a la edad de treinta y dos, después de trabajar cuatro años como médico de gladiadores en Pérgamo, período en el que aprendió mucho sobre el cuerpo humano al tratar las heridas de los luchadores. Pronto se convirtió en un médico romano muy popular, ya que atendía a algunas de las figuras más destacadas de la ciudad, incluido el emperador Marco Aurelio, y se ganó la reputación de ser un anatomista brillante a quien le gustaban los debates polémicos. Para probar sus descubrimientos daba “conferencias con demostraciones” en las que simultáneamente describía sus nuevos conocimientos y los presentaba en un animal. En esas conferencias se invitaba al público a presenciar las demostraciones realizadas por Galeno, y de este modo validaba sus afirmaciones; esto formaba parte del énfasis que ponía Galeno en la importancia de la experiencia para llegar a la comprensión. (La siguiente explicación sobre la manera en que Galeno arribó a algunas de sus conclusiones es bastante truculenta. Si son impresionables, quizás prefieran saltearse los tres párrafos siguientes). Uno de los temas clave que interesaban a Galeno era el rol del cerebro y la localización del pensamiento y del alma; estaba convencido de que el cerebro era fundamental para el comportamiento y el pensamiento, y de que podía probarlo haciendo experimentación en animales. Todo esto en una época en la que no existía la anestesia. Galeno no era inmune al horror que estaba infligiendo; desaconsejaba usar monos porque sus expresiones faciales durante los experimentos eran demasiado perturbadoras. A pesar de que Galeno estaba en desacuerdo con aquellos que argumentaban que los animales carecían de la parte del alma relacionada con la ira y el deseo, no dijo nada sobre el dolor; el dolor no se encuentra en las descripciones de su trabajo20. Uno de los experimentos más decisivos de Galeno se enfocaba en el papel de los nervios en la producción de la voz; se realizó con un cerdo porque “el animal que chilla más fuerte es el más conveniente para experimentos en que se daña la voz”21. Con el pobre cerdo boca arriba, sujeto por correas y el hocico bien cerrado y atado, Galeno hizo un corte en la carne y reveló los nervios laríngeos recurrentes que corren a ambos lados de la arteria carótida en el cuello. Si anudaba un hilo firmemente alrededor de los nervios, cesaba el chillido ahogado del animal; si aflojaba la ligadura, la voz regresaba. A pesar de que el chillido se producía claramente en la laringe, aparentemente algo circulaba desde el cerebro hacia los nervios.

Esta idea se vio reforzada por una de las demostraciones más extraordinarias de Galeno, en la que probó la importancia del cerebro confrontando directamente a oponentes con las implicaciones de sus teorías cardiocéntricas. Después de abrir a un animal vivo, Galeno obligó a la persona que lo contradecía a apretar el corazón de la bestia para evitar que latiera. Si bien el corazón se detenía, la pobre criatura seguía emitiendo sus quejidos ahogados, mostrando que el movimiento del corazón no era necesario para que el animal produjera sonidos. Pero cuando Galeno abrió el cráneo y le pidió a su rival que presionara sobre el cerebro, el animal dejó de hacer ruido de inmediato y quedó inconsciente. Al liberar la presión, Galeno informó, “el animal recobra la conciencia y se vuelve a mover”. Esto debe haber sido muy impactante para el público. Según la historiadora Maud Gleason, “las demostraciones sobre anatomía de Galeno se parecían cada vez menos a un debate intelectual y más a un espectáculo de magia”22.

A partir de estas pruebas —respaldadas por muchas otras descripciones e intervenciones quirúrgicas, algunas realizadas en pacientes—, Galeno se convenció de que el cerebro era el centro del pensamiento. Argumentó que el cerebro producía un tipo especial de pneuma que se derramaba si este sufría una lesión y así provocaba la inconciencia; cuando se acumulaban cantidades suficientes de este aire, se recobraba la conciencia. Galeno decía que el movimiento del cuerpo era una consecuencia del aire producido por el cerebro que circulaba a través de los nervios, aparentemente huecos. Sus estudios de anatomía —la mayoría realizados en animales más que en seres humanos— mostraron que todos los nervios partían del cerebro, y no del corazón como había afirmado Aristóteles.

A pesar de las pruebas presentadas por Galeno, la autoridad de pensadores como Aristóteles y el poder de la experiencia cotidiana impidieron que las teorías encefalocéntricas destronaran a las viejas ideas, incluso en Roma. Galeno dejó una inmensa cantidad de obras —alrededor de 400 tratados, de los cuales sobreviven 170, que abarcan desde la medicina hasta las ciencias naturales—, pero la decadencia y caída del Imperio romano condujo a un colapso en el ambiente intelectual que podría haber permitido nuevos descubrimientos. Simplemente pensar de dónde provenía el pensamiento nunca resolvería el problema; como la obra de Galeno lo indicó, se necesitaría investigación experimental y anatómica, que a su vez solo podía darse en un contexto de apertura intelectual y conocimiento de los éxitos y los fracasos del pasado a través de la circulación de ideas. Esas condiciones tardarían siglos en repetirse.

#

Gran parte del legado cultural de Grecia y Roma se preservó en las bibliotecas del Imperio romano de Oriente, cuya capital era Bizancio (la actual Estambul). A partir del siglo VII, la aparición de varios califatos asociados con el surgimiento del Islam originó una cultura que se extendió hasta Francia en el oeste, hasta Bulgaria en el norte y hasta Turkmenistán y Afganistán en el este. Esta sociedad islámica valoraba mucho el conocimiento y las habilidades técnicas, y para satisfacer el apetito de las nuevas clases dominantes y dirigentes, se construían puentes y canales, se confeccionaban horóscopos, se fabricaba papel y vidrio. Todo esto requería redescubrir la sabiduría antigua o desarrollar nuevos conocimientos23.

Primero hubo una oleada de traducciones de los textos griegos y romanos que podían encontrarse en las bibliotecas persas o bizantinas; esta tendencia se concentró en Bagdad y fue patrocinada por califas y ricos mercaderes. Las ideas expresadas en estos documentos se diseminaron pronto, a medida que los pensadores desarrollaban nuevas áreas del conocimiento como el álgebra, la astronomía, la óptica y la química. Pero la medicina y la anatomía permanecieron firmemente ancladas en las concepciones griegas y romanas, atadas a los textos que eran traducidos. En particular, los debates sobre el papel del corazón y el cerebro que habían existido desde la época de Aristóteles e Hipócrates se fueron transmitiendo más o menos intactos a través de los siglos.

Uno de los médicos y filósofos más relevantes de este período fue Ibn-Sīnā, conocido en Occidente como Avicena. Nacido en lo que hoy en día es Uzbekistán en el año 980, Avicena vivió en lo que ahora es Irán y escribió un centenar de libros. Su trabajo combinaba los pensamientos griego y árabe con tratamientos y diagnósticos de lugares tan remotos como la India; traducido al latín en el siglo XII, ejerció una profunda influencia en la medicina occidental durante quinientos años. Avicena aceptó la afirmación hecha por Galeno acerca de que los nervios se originan en el cerebro o la médula espinal, pero insistió, como Aristóteles, en que la fuente primaria de todo movimiento y sensación se encontraba en el corazón24. Estas concepciones también se ajustaban al Corán, que con frecuencia se refería al corazón como la fuente del entendimiento y que, como la Biblia, no menciona en ningún momento al cerebro.

Otro camino por el que se transmitieron las ideas de Galeno durante este período fue la obra del médico del siglo . ‘Alī ibn al-’Abbās Mağūsī, conocido en Occidente como Haly Abbas. Un historiador lo describió como “un médico persa que adoptó un nombre árabe y escribió en la lengua del Corán, un zoroástrico que estaba empapado de tradiciones griegas, un pensador del mundo islámico que fue aceptado por la comunidad latina occidental menos de un siglo después de su muerte”. Para enfatizar la mezcla cosmopolita de este período, su obra fue posteriormente traducida al latín en Italia por un monje cristiano que había sido un refugiado musulmán del norte de África25.

Entre los escritos de Galeno que Haly Abbas tradujo se encontraban los que abordaban la estructura y el rol del cerebro: “El cerebro es el órgano principal de los miembros psíquicos. Porque dentro del cerebro se asientan la memoria, la razón y el intelecto, y desde el cerebro se distribuyen las fuerzas, la sensación y el movimiento voluntario”26.

Haly Abbas también presentó una idea que no estaba en los textos de Galeno. Afirmaba que las tres cavidades o ventrículos del cerebro estaban llenos de espíritus animales27 que se creaban en el corazón y se transportaban por medio de la sangre. Cada uno de los ventrículos, decía, tenía una función psicológica diferente: “El espíritu animal en el ventrículo anterior crea la sensación y la imaginación, el espíritu animal en el ventrículo medio produce el intelecto o la razón, y el espíritu animal transmitido al ventrículo posterior da origen al movimiento y la memoria”.

A pesar de la ausencia de pruebas que la sustentaran, esta idea prosperó en toda Europa y Medio Oriente durante más de un milenio28. Había aparecido por primera vez en los escritos del obispo del siglo IV Nemesio de Emesa en Siria, y unas pocas décadas después fue brevemente mencionada por san Agustín, adquiriendo de ese modo una pátina de aprobación religiosa que ayudó a mantener su popularidad29. Durante más de 1200 años, la localización ventricular fue aceptada ampliamente como obvia, y entre los siglos IV y XVI aparecieron veinticuatro versiones distintas30. Entre quienes aceptaban sin cuestionar esta teoría se encontraban algunos de los pensadores más importantes de Europa y del mundo árabe, incluidos Leonardo da Vinci, Roger Bacon, santo Tomás de Aquino, Averroes y Avicena.

#

Para principios del siglo XIII, las traducciones al latín de los textos de Avicena, incluida su inquietante alianza entre la localización ventricular y el origen cardiocéntrico de todo pensamiento y emoción, se impusieron en las nuevas universidades de Europa. A pesar de que la versión de Haly Abbas de las teorías encefalocéntricas de Galeno se había esparcido gracias a la escuela médica de Salerno, al sur de Nápoles, finalmente la balanza se inclinó a favor de las ideas de Avicena porque se basaban en la filosofía de Aristóteles. Las ideas de Aristóteles llegaron a dominar el pensamiento europeo en parte a través de las obras del monje dominico Tomás de Aquino, que fue una presencia imponente durante siglos en la vida intelectual de Occidente. Aquino buscaba compatibilizar las ideas de Aristóteles con el cristianismo y fusionar el dogma cristiano con las ideas contradictorias de los antiguos paganos. Áreas del conocimiento que deberían haber sido el foco de la investigación empírica, como la anatomía, quedaron envueltas en una bruma de religiosidad, en que los teólogos desempeñaban un papel decisivo a la hora de transmitir el conocimiento y determinar qué era aceptable.

Los lectores de estos textos ahora disponibles eran muy conscientes de la diferencia entre la teoría cardiocéntrica de Avicena y Aristóteles, las concepciones encefalocéntricas de la escuela de Salerno y Galeno, y los diversos intentos por reconciliarlas. En el siglo XIII, por ejemplo, Alberto Magno encontró la cuadratura del círculo afirmando que Galeno estaba equivocado, y que todos los nervios tenían su origen en el corazón, como decía Aristóteles31. La reacción moderna a declaraciones contradictorias de este tipo sería realizar más observaciones directas; la solución en la Edad Media era escolástica y teórica: los pensadores intentaban resolver las ideas opuestas de sus venerados antecesores mediante un minucioso análisis textual, en lugar de hacer experimentos.

Pero a principios del siglo XIV, la escuela médica de Bolonia, donde Mondino de Luzzi era profesor de Medicina y Anatomía, logró aflojar un poco el control del escolasticismo medieval sobre los conocimientos anatómicos. Mondino escribió un manuscrito llamado Anatomia Mundini, basado en su experiencia al hacer disecciones en cuerpos humanos, el primer texto de este tipo desde la época de Erasístrato y Herófilo en Alejandría más de 1500 años antes.

No queda claro cuáles fueron los cambios morales y sociológicos de los primeros años del siglo XIV que permitieron a Mondino llevar a cabo las disecciones. Los cadáveres que usaba para las disecciones eran, aparentemente, de criminales (sus instrucciones empiezan, con total naturalidad: “El cadáver de un ser humano, muerto por decapitación o ahorcamiento, está tendido en decúbito supino”32). Hubo algunos precedentes; en el siglo XII, la escuela de Salerno hacía disecciones de animales, y en Bolonia en las décadas previas se habían realizado autopsias para determinar las causas de muerte. Por lo tanto, el hecho de que Mondino integrara las disecciones en la formación de los médicos debió percibirse más como un avance obvio que como una audaz innovación33. No hubo una ruptura con las enseñanzas religiosas: la disección no estaba prohibida ni por la teología cristiana ni por la islámica. Algunos textos árabes de los siglos ix y XII se refieren a la disección, pero en general da la impresión de que cuando los estudiosos descubrieron y tradujeron las obras de Galeno y Aristóteles, estaban satisfechos con los conocimientos que contenían, y no buscaron comparar las teorías de los antiguos con sus propias observaciones34. Eso empezó a cambiar. Y a diferencia del breve período que duró en Alejandría más de 1500 años antes, este cambio de actitud hacia la disección se hizo permanente, por lo menos en la Europa occidental.

El punto decisivo no fue que Mondino indagara en el interior de un cadáver, sino que, al hacerlo, reveló la importancia de la investigación personal. La implicación —que afirma que el cuerpo humano podía ser investigado y que el conocimiento podía adquirirse de manera independiente y no copiarlo simplemente de los antiguos— finalmente resultaría revolucionaria. Sin embargo, a pesar de que el método de Mondino era radical, sus conclusiones no lo fueron; simplemente reiteró las ideas de Galeno con respecto a las estructuras anatómicas y agregó una interpretación aristotélica sobre sus funciones, según la cual el corazón era el origen del movimiento e incluso de la voz35.

El libro de Mondino mostraba que la disección era una herramienta potencial para lograr conocimientos, pero su trabajo no tuvo mayor impacto. En un mundo en el que aún no existía la imprenta, las ideas se movían lentamente. Las pruebas textuales de los antiguos eran vistas como decisivas, empezando por la Biblia y siguiendo por todos los textos que Aquino y otros líderes de la Iglesia habían integrado a su teología. La fe, y no los hechos, era aún la esencia del conocimiento y creaba el marco de la vida intelectual europea.

Teoría de la localización ventricular, ilustrada por Gregor Reisch en 1504. La percepción y la imaginación se localizan en el frente, el conocimiento en el centro y la memoria en la parte posterior.

#

A partir del siglo XV