Una infancia - Harry Crews - E-Book

Una infancia E-Book

Harry Crews

0,0
10,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La infancia recuperada de esta novela es el lugar del que Harry Crews se marchó a los diecisiete años con idea de no volver. No la miserable cabaña de arrendatarios en la que siendo apenas un bebé amaneció un buen día junto a su padre muerto, ni siquiera aquella cama en la que se pasó tentido buena parte de su infancia soñando con huir al mundo idílico y sin cicatrices que se anunciaba en las páginas satinadas de los catálogos de Sears, sino todo el condado de Bacon, con sus gentes y sus historias. Sobre todo sus historias. Historias de alambiques ilegales escondidos en mitad de la espesura, de viejas rencillas sangrientas, de serpientes que hablan, de pájaros que pueden poseer el alma de un niño, de predicadores delirantes y hechiceras que espantan a los espíritus... Y es que en el condado de Bacon todo el mundo cuenta historias. Las historias lo son todo y todo son historias. Contar historias es su manera de sobrevivir y de comprenderse. Nada muere si hay historias. Todo, tanto lo bueno como lo malo, se incorpora y se traspasa de una generación a la siguiente y son quienes cargan con ese legado los que acaban por darle forma y color. A lo largo de estas páginas el autor de "El Cantante de Gospel" intenta regresar al territorio delimitado por las historias que configuraron su infancia para descubrir que de aquel lugar del que, como el viejo Huckleberry Finn, siempre quiso huir, por muy lejos que le llevarían sus futuros vagabundeos, nunca logró marcharse.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



HARRYCREWS

UNA INFANCIABIOGRAFÍA DE UN LUGAR

Ilustraciones de Michael McCurdy

Prólogo de David Bizarro

Traducción de Javier Lucini

Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 España

Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra, siempre que se reconozcan los créditos de la misma de la manera especificada por el autor o licenciador. No se puede utilizar esta obra con fines comerciales. No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de ésta. En cualquier uso o distribución de la obra se deberán establecer claramente los términos de esta licencia. Se podrá prescindir de cualquiera de estas condiciones siempre que se obtenga el permiso expreso del titular de los derechos de autor.

© de la presente edición:

Acuarela Libros y Machado Grupo de Distribución, S.L.

Título de la edición original:

A Childhood: The Biography Of A Place(1978)

Autor:

Harry Crews

Traducción:

Javier Lucini.

Gracias a Tomás Cobos y a Jesús Llorente, por su toque mágico

Prólogo:

David Bizarro

Ilustraciones:

Michael McCurdy

Propuesta gráfica:

Joaquín Secall

Maquetación:

Antonio Borrallo

Edición:

Acuarela Libros

[email protected]

acuarelalibros.blogspot.com

Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5 - Urb. Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

[email protected]

www.machadolibros.com

ISBN:978-84-9114-138-9

Contents

DE PADRES A HIJOS

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

SEGUNDA PARTE

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

DE PADRES A HIJOS

David Bizarro

A mi padre

En 1968, incapaz de reprimir su entusiasmo ante la publicación de su primera novela,El Cantante de Gospel1, Harry Crews tele-foneó a su madre a Georgia. Hacía siete años que el pequeño Patrick se había ahogado en la piscina de unos vecinos de Fort Lauderdale y, desde entonces, la abuela Myrtice desconfiaba de las conferencias a larga distancia. Al descolgar el auricular, se mentalizó para encajar una nueva desgracia. Harry ya había cumplido un año y medio de condena en Wyoming, se había casado y divorciado varias veces de la misma mujer y, lo que es peor, había here-dado la afición familiar por la botella. Así que tuvo que esforzarse para comprender por qué un editor de Nueva York estaría dispuesto a pagar una suma tan considerable de dinero por un puñado de mentiras impresas.

Para una mujer como ella, resignada a sobrellevar una vida de penurias y exprimir al máximo hasta el último centavo, la ficción era un lujo innecesario que no reportaba beneficio alguno y únicamente servía para llenarte la cabeza de pájaros. Hasta aquel momento nunca había leído un libro en su vida y, cuando unos meses después tuvo el flamante ejemplar entre las manos, le ocupó tanto tiempo terminarlo como a su hijo escribirlo2. Pero una vez empezó, se lo leyó de cabo a rabo, sin saltarse una sola coma, con la solícita abnegación que siempre le había profesado. Y de ese modo la señora Crews solventó su particular dilema con el pacto de ficcionalidad, concluyendo que una novela trata sobre gente que sobrevive como buena-mente puede; en un lugar donde nadie es malvado, salvo si se le obliga a lo contrario.

Por eso, cuando una década más tarde Harry le tendió a su madre el manuscrito original deUna infancia: biografía de un lugar, la buena mujer le miró desconcertada.

–Voy a enviar esto a Nueva York –dijo él–. Te menciono todo el rato, así que será mejor que lo leas antes de que lo haga todo el mundo, por si quieres que elimine algo.

–Ya lo leeré cuando salga –respondió ella–. Si es la verdad, escríbela3.

Pero si la Verdad en términos absolutos resulta de por sí incuantificable, la evocación de una niñez tan novelesca como la vi-vida en el condado de Bacon sacrifica la verosimilitud a la altura del primer párrafo: «Mi primer recuerdo se remonta a una época diez años anterior a mi nacimiento, transcurre en un lugar en el que nunca he estado y tiene que ver con mi padre, a quien nunca llegué a conocer». En consecuencia, la memoria personal de Crews se sustenta en testimonios ajenos; anécdotas contadas por familiares y vecinos que se asumen como ciertas y sirven para acentuar la importancia de la tradición oral en la cultura sureña: «Nada se deja morir en una sociedad de gente que se dedica a narrar historias. Todo, tanto lo bueno como lo malo, se incorpora y se traspasa de una generación a la siguiente. Y quienes cargan con ello son los que acaban dándole forma y color».

Para Harry los recuerdos eran como las cicatrices: los vestigios de una herida que, al menos en apariencia, ha sanado para siempre4. Sus vivencias al filo del alambre le labraron un parte de lesiones que contribuyó a su leyenda5, aun a riesgo de confundir su propia hoja de servicios con la de alguno de sus personajes. La primera vez que leíCuerpo6, por ejemplo, me asaltó una visión de Harry practicando karate, semidesnudo y completamente ebrio, frente al espejo de una habitación de motel; admirando el premonitorio verso de e. e. cummings7 que se tatuó en el brazo derecho cuando era unmarine en Corea, antes de romper el cristal de un puñetazo, como Martin Sheen enApocalipsis Now.

Thomas Wolfe dejó por escrito que toda obra literaria es necesariamente autobiográfica8, y no se me ocurre aspiración más legítima para un artista que reivindicarse a sí mismo a través de los suyos. Al fin y al cabo, todos somos hijos de alguien y pertenecemos a algún sitio; y es por eso que la figura paterna juega un papel tan relevante en este prólogo y en este libro. En el caso de Crews, la reconciliación con su pasado se proyectaba hacia el presente, tal y como sugiere la dedicatoria inicial a su hijo Byron. Todo apunta a que fue el sentimiento de culpa por la muerte accidental de su primogénito y su posterior fracaso como cabeza de familia9lo que le empujaron a enfrentarse a sus propios fantasmas. Más concretamente el de su padre, invocado por sus viejos camaradas en una tienda de comestibles al sur de Georgia, en lo que parece un rito de iniciación freudiano: «Al escucharles me preguntaba qué daría credibilidad a mi propia historia si, cuando mi hijo pequeño se hiciera mayor, tuviese que ir a buscarme en las narraciones y los recuerdos de otras personas».

Harry custodió la juventud de su padre en el interior de una caja de zapatos, cuya tapa no levantaba demasiado a menudo, porque le resultaba incómodo verse reflejado en el rostro de un extraño10. De vez en cuando, disponía una secuencia de viejos retratos sobre la colcha y especulaba una línea argumental que dotase al conjunto de cierto significado; como hacía de niño con los modelos del catálogo de Sears, con los que aprendió que –al menos en términos imaginarios– no se le pueden poner puertas al campo.

En mi caso, tengo esta fotografía en la que sonrío a los cuatro años junto a mi padre en los alrededores de la Torre de Hércules, con el faro milenario fuera de cuadro. Nos la tomaron a principios de los ochenta, antes de la expropiación de las fincas particulares por parte del Ayuntamiento. Al fondo puede verse una vaca pastando donde ahora se yergue la estatua de Breogán, muy cerca del campo de golf municipal. Mi madre conserva muchas fotos de esta época, antes de las recalificaciones de terrenos que adecuaron la zona al turismo, integrando en el paisaje el Paseo Marítimo y los aparcamientos asfaltados para autocares. «Al mirarlas ahora creo que veo algo de lo que fue mi padre», escribe Harry. «Y algo de lo que he acabado siendo yo.»

Desde esta perspectiva, el hecho de que sus memorias se titulenUna infancia: biografía de un lugaren vez de, digamos,Harry Crews: una autobiografíademuestra la importancia que asigna a la noción icónica del lugar de origen en el subconsciente colectivo. En 1955 el situacionista francés Guy Debord acuñó el término ‘psicogeografía’, definiéndolo como «el estudio de los efectos del medio geográfico sobre el comportamiento y las emociones de los individuos»11y cuyos efectos podemos trasladar sin demasiado esfuerzo a la música country; un género que siempre se ha caracterizado por su apego al terruño, tal y como se desprende de su adscripción etimológica a la denominada ‘música de raíces’. Cuando Alan Lomax emprendió junto a su padre la cartografía folclórica de los EEUU a principios de la década de los treinta del siglo pasado, documentó tan estrecho vínculo en sus grabaciones destinadas al archivo de la Biblioteca del Congreso. Su compromiso ético por preservar los orígenes de la tradición musical y reivindicar su papel como vehículo esencial de la historia oral norteamericana, cristalizó en el descubrimiento de artistas como Leadbelly, Muddy Waters o Jelly Roll Morton. Pero como el propio Lomax haría constar por escrito décadas más tarde enFolk Songs of North America12, ese «mapa que canta» corría el peligro de desvanecerse en el ámbito de su propia estandarización: «mostrarnos lo que queremos ver, en lugar de lo que verdaderamente es».

En ese sentido, Harry Crews declaraba que su frustración como escritor provenía del rechazo que experimentaba hacia sus orígenes humildes: «Me he pasado la mitad de mi vida en la universidad, pero nunca he pertenecido a ella. En realidad nunca he pertenecido a ninguna parte. Excepto al lugar del que me marché, y esa necesidad de pertenencia radica solo en la memoria». La misma sensación de desarraigo que impregna el resto de su obra y aquí intenta erradicar conjugando (y conjurando) en primera persona del singular. «Solo la utilización del Yo, palabra hermosa y aterradora, lograría llevarme de vuelta al lugar al que precisaba ir.» Un territorio vetado al turista ocasional que busca refrendar los tópicos más pintorescos del imaginario sureño, donde la Palabra de Dios todavía conservaba el poder de sanar y el hogar era tan necesario y vital como el propio latido del corazón.

La transformación del paisaje que trajo consigo el proceso de industrialización impulsado por el presidente Truman durante los años cincuenta suscitó un nuevo conflicto ontológico. El ambiente urbano –en contraposición a los grandes espacios abiertos– afecta inevitablemente al paisanaje, despertando una fascinación casi litúrgica hacia lo que Greil Marcus bautizó comoThe Old, Weird America13.Músicos actuales como David Eugene Edwards, The Handsome Family o Jim White encarnan admirablemente este espíritu14. Para este último, que nació californiano pero se crió neoyorquino, el Sur es un estado mental que no entiende de fronteras.

El lector español, por ejemplo, empatizará con el trasfondo territorial (y emocional) deUna infancia…en el contexto famélico y brutal de la posguerra española. Los protagonistas deLa familia de Pascual Duartede Camilo José Cela yLos santos inocentesde Miguel Delibes pertenecen a la misma casta que lospoor whitesde la Gran Depresión, marcada por la ignorancia, la misoginia, el racismo y la superstición: «No eran hombres violentos pero sus vidas estaban llenas de violencia». ¿Cómo justificar, si no, la ambigüedad moral de un campesino que dice amar a sus animales al tiempo que los golpea con una barra de hierro?15

El diagnóstico de Harry era el de un ‘esquizofrénico cultural’: mientras una parte de él permanecía arraigada en el Sur de su infancia, su ‘otro yo’ se acomodaba en la vida académica16. «Siempre he cambiado de identidad con la misma facilidad con que otros mudan de ropa. Ni siquiera mi voz, con sus inflexiones y ritmos, parece pertenecerme del todo.» Por eso, lejos de entonar un canto nostálgico «por los buenos malos tiempos», Crews relata la existencia dura y traumática de varias generaciones de paletos sureños, blancos y pobres, víctimas y verdugos de sí mismos.

A medida que avanza la lectura, somos testigos de cómo Harry resuelve sus problemas de autoestima en el proceso, denunciando los valores de una nación que ha tolerado y fomentado la desigualdad en beneficio de unos pocos. Y a un nivel secundario y más profundo, ejerciendo de bálsamo para aliviar las tensiones personales que existen entre el pasado y el presente. Un lazo que seguiremos perpetuando, de padres a hijos.

Madrid, junio de 2014

Notas al pie

1Publicada en 2012 por Acuarela Libros & A. Machado.

2Según el propio autor en «Introduction»,Classic Crews, Simon & Schuster, Nueva York, 1995, p. 9.

3Parafraseando a Harry Crews en una entrevista realizada a mediados de febrero de 1996 en Gainesville (Florida) por Damon Sauve, tituladaEverything is Optimism, Beautiful and Painless: A Conversation with Harry Crewsy publicada enGettin Naked with Harry Crews: Interviews(University Press of Florida, 1999) [disponible on line: http://harrycrews.org/Features/Interviews/SauveD-Interview.html].

4Motivo central de su novelaScar Lover(Poseidon Press, 1992).

5La última trifulca de Crews de la que tenemos constancia tuvo lugar en 2009 y fue atribuida a un «incidente de pesca». Acabó en la UCI durante dieciséis días y con una enorme cicatriz que comenzaba a la altura del vello púbico y subía por el ombligo hasta el esternón, justo entre los dos pezones. «Me destriparon, tío. Llegué a tener los intestinos en mis manos», en Pearson, Jesse,Harry Crews Interviewed, Vice Magazine, 1 de diciembre de 2008 [traducido por Javier Lucini para el blog de Acuarela Libros, disponible on line: http://acuarelalibros.blogspot.com.es/2011/07/alcohol-pesca-escritura-y-cicatrices.html].

6Acuarela Libros & A. Machado, 2011.

7«How do you like your blue-eyed boy, Mr. Death?» del poemaBuffalo Bill’s, publicado enThe Dial, enero de 1920. Un dato: tanto Crews como sus dos hijos nacieron rubios… y con los ojos azules.

8«Somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas (…) Ficción no es realidad, pero la ficción es una realidad seleccionada y asimilada, la ficción es una realidad ordenada y provista de un designio», Thomas Wolfe,El ángel que nos mira,Valdemar, Madrid, 2009, p. 23.

9Como se desprende de su artículoFathers, Sons, Blood, publicado enPlayboy, enero de 1985, e incluido enClassic Crews,pp. 172-182.

10En su ensayoLa cámara lúcida: nota sobre la fotografía, Roland Barthes se confesaba incapaz de reconocer a su propia madre en la colección de fotografías familiares, hasta toparse con la que él llamaba «la foto del invernadero». En ella se encontró con un posado infantil de su madre que capta la esencia de la adulta que él conoció.

11VéaseIntroducción a una crítica de la geografía humana, publicado originalmente enLes lèvres nues#6, septiembre de 1955 [traducido por Lurdes Martínez para el fanzineAmano#10, 1998. Disponible on line: http://serbal.pntic.mec.es/ĉmunoz11/debord3.pdf].

12Publicado en 1960, está considerado unánimemente como uno de los pilares básicos de la divulgación etnográfica y musical estadounidense, ejerciendo una poderosa influencia en la obra de Harry Smith, Woody Guthrie, Bob Dylan, Pete Seeger o Jack White entre otros.

13Término acuñado en su ensayoThe Invisible Republic(Henry Holt and Company, 1997) posteriormente reeditado comoThe Old, Weird America: The Bob Dylan’s Basement Tapes(Picador, 2011).

14Todos ellos aparecen enSearching for the Wrong-Eyed Jesus(Andrew Douglas, 2003), un estupendo documental que cuenta con la aparición del propio Harry Crews, quien rememora anécdotas personales que inspiraron varios pasajes deA Childhood.

15Según Crews, «la gente del condado de Bacon siempre decía que un hombre que maltrata a sus mulas también maltrata a su familia». De ahí que los editores franceses abogasen por un título más irónico para este libro:De mulas y hombres(Des mules et des hommes. Une enfance, un lieu,Collection La Noire, Gallimard, 1997).

16Crews ejerció como profesor de Literatura Creativa en la Universidad de Florida durante treinta años, siendo Michael Connelly uno de sus alumnos más aventajados.

Escribí este libro para mi hijo, Byron Jason Crews

«Sobrevivir ya es bastante triunfo.»

DAVIDSHELLEY, en una conversación.

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Mi primer recuerdo se remonta a una época diez años anterior a mi nacimiento, transcurre en un lugar en el que nunca he estado y tiene que ver con mi padre, a quien nunca llegué a conocer. Fue en 1925, en mitad de la noche, en la zona pantanosa de los Everglades, cuando mi padre despertó a su mejor amigo Cecil del sueño profundo en el que se hallaba sumido en el interior de una de las barracas situadas al sur de la draga flotante que se iba abriendo paso lentamente a dentelladas por la península de Florida desde Miami, en el Atlántico, hasta Naples, en el Golfo de México, amontonando tierra para la construcción de la carretera que acabaría conociéndose como el Camino Tamiami. La noche era oscura como solo puede llegar a serlo en una zona pantanosa y no acertaban a distinguirse el uno al otro dentro de la barraca. El rítmico golpeteo del motor de la draga puso el contrapunto a la voz temblorosa de mi padre cuando le informó a Cecil de lo que andaba mal.

Cuando al final Cecil se manifestó, dijo:

–Espero que estuviese bien, chico. De veras.

–¿Que estuviese bien qué?

–La india esa. Has pillao la gonorrea.

Pero papá ya lo sabía. En pocas cosas más había podido pensar desde el momento en que se le volvió imposible orinar a causa de aquel fuego que se iniciaba en su estómago y que sentía que le dejaba las entrañas en carne viva cada vez que tenía que cambiarle al agua al canario. Desde que amaneció hasta que oscureció había estado pensando en la chickee1en la que se había tendido bajo un techo de hojas de palma, con enjambres de mosquitos comiéndole vivo, mientras cabalgaba a lomos de la chica semínola de cara plana cuyo nombre nunca llegó a saber y que gruñía como una puerca y olía como algo abatido a tiros en mitad del bosque.

En ningún momento la había deseado pero llevaban ya tres años metidos en aquel pantano. Trabajaban las veinticuatro horas del día y si no estaban dando el callo o durmiendo, se dedicaban más que nada a beber, a pelearse o a disparar a los cocodrilos. Así es que como no podía tener lo que deseaba trató de desear lo que sí podía tener, pero había sido una experiencia miserable, sobre todo por el modo en que ella gruñía y olía, así como por los mosquitos que se coagulaban en sus rostros con la densidad de un velo y aquellas gruesas moscas negras que pululaban por sus piernas.

–No estuvo tan bien –dijo papá.

–No –dijo Cecil–, no creo que eso haya estao nunca muy bien.

La gonorrea era una dolencia bastante grave en aquellos tiempos en que aún no contaban con penicilina y la cosa se había agravado aún más porque papá se negó a recibir tratamiento y ni siquiera se lo dijo a nadie hasta que el dolor le obligó.

–No sé qué hacer.

–Yo sí –dijo Cecil–. Vamos a salir de esta ciénaga y vamos a encontrarte un médico.

Cecil se sentía de alguna manera obligado a ayudarle no solo porque eran amigos desde la infancia, sino porque fue el primero en irse del condado de Bacon en busca de trabajo y en cuanto pudo le consiguió un puesto a su lado. Todo según dicta la vieja tradición sureña de: «Si consigues un trabajo, escribe». Y cuando Cecil escribió diciendo que en los Everglades había trabajo fijo y buena paga, Ray le siguió los pasos sin dudarlo.

Se metió en una de las cuadrillas de construcción de caminos y en menos de dos años consiguió hacerse con el puesto de operador de draga. Por entonces aún no había cumplido los veinte y fue todo un logro para un chaval sin educación que por primera vez en su vida se veía tan lejos de la granja. Pero la gonorrea empañó todo de un modo considerable.

Cecil le estaba esperando cuando salió de la consulta del médico en Arcadia, un pueblecito de Florida. Era el tercer médico que habían visitado y coincidió con el diagnóstico de los anteriores. No había vuelta de hoja.

–Dice que tengo que hacerlo.

–¡Dios! –dijo Cecil.

–No me queda otra.

–¿Y lo vas a hacer?

–¿Y si no qué? Los tres me han dicho que por lo menos me quite uno. Supongo que tendré que hacerlo si no hay más tutía.

–¡Dios!

Durante el largo trayecto de vuelta al pantano a bordo de la camioneta Modelo T de Cecil, bajo el resplandeciente calor de comienzos del verano, no se dirigieron la palabra. Papá solo dijo una cosa: «Si me lo quitan no podré tener hijos. Eso ha dicho el médico. Lo han dicho los tres».

Cecil no abrió la boca.

¿Lo que acabo de referir como un recuerdo sucedió de verdad? ¿Los dos hombres dijeron lo que acabo de escribir que dijeron y pensaron lo que he dicho que pensaron? A estas alturas ni lo sé ni me importa. Lo que sé de mi padre procede de las historias que me han ido contando a lo largo del tiempo, historias relatadas por mi madre, mi hermano –que era lo bastante mayor al morir mi padre como para atesorar recuerdos de primera mano– mis otros familiares y los hombres y mujeres que llegaron a conocerle en vida.

Es manifiestamente cierto que con diecisiete años se marchó a trabajar al Camino Tamiami y que se quedó allí hasta cumplir los veintitrés. Y es también verdad que contrajo la gonorrea y que a causa de esta perdió un testículo en el pueblecito de Arcadia. Regresó al condado de Bacon con dinero en el bolsillo y un reloj de oro con una inscripción en la parte posterior que decía: «Para Ray Crews. Constructor pionero del Camino Tamiami». A Cecil también le dieron uno igual, como a muchos de los hombres que estuvieron trabajando allí de principio a fin. Estos son los hechos, pero todo lo demás lo obtuve por boca de muchas más personas de las que podría siquiera nombrar. Y he convivido con todas esas historias sobre él durante tanto tiempo que para mí son ya tan reales como cualquier otra cosa que me haya podido suceder. Son reales porque yo creo que son reales. A mí, desde luego, no me quedó más alternativa. Me habría sido imposible pensar de otro modo.

Jean-Paul Sartre, en su autobiografíaLas palabras, al escribir sobre la tendencia del hombre a asfixiar a sus hijos dijo que su padre le engendró y tuvo inmediatamente la decencia de morirse. Siempre he pensado que debido precisamente a que mi padre murió antes de que pudiese llegar a conocerle acabó transformán-dose en un recuerdo más formidable, en una influencia mayor y una presencia mucho más palpable de lo que hubiese sido de haberle conocido en vida. No es que tenga muy claro qué dice eso de mí, pero no me cabe duda que ha de decir bastante más acerca de mí que acerca de mi padre o de su muerte. También dice mucho de la gente y del lugar del que procedo.Nada se deja morir en una sociedad de gente que se dedica a narrar historias. Todo, tanto lo bueno como lo malo, se incorpora y se traspasa de una generación a la siguiente. Y quienes cargan con ello son los que acaban dándole forma y color.

De ser esto así, ¿es verídico todo lo que transmiten? Estoy convencido de que sí. Cualquiera que sea la violencia que se ejerza sobre la letra de la experiencia colectiva, el espíritu de esa experiencia permanece intacto y sigue siendo verídico. Es su noción de sí mismos, su comprensión de quiénes son. Y justo fue ese el motivo por el que empecé a escribir estas páginas, porque a decir verdad nunca he estado muy seguro de quién soy yo.

Siempre he cambiado de identidad con la misma facilidad con que otros mudan de ropa. Ni siquiera mi voz, con sus inflexiones y ritmos, parece pertenecerme del todo. En el curso de algunos trabajos periodísticos en los que he tenido que grabar largas entrevistas con políticos, estrellas de cine o camioneros, no he podido evitar que mi voz se volviese casi indistinguible de la voz de la persona con la que estaba hablando a la altura de la tercera o la cuarta cinta. Una especie de mimo natural que hay en mí se ocupa de apoderarse de cualquier tic verbal o gesto que se me ponga a tiro. Ese imitador que hay en mí nunca me ha agradado particularmente, en realidad me ha resultado bastante enojoso.

Pero lo que soy, sea eso lo que sea, tiene su origen allí, en el condado de Bacon, de donde me marché a los diecisiete años para unirme al Cuerpo de Marines y donde jamás volvería a residir. Aunque siempre he sabido que parte de mí nunca se fue ni podrá irse jamás del lugar en que nací y que lo más importante de mi vida tuvo lugar durante mis primeros seis años. La búsqueda de aquellos seis años me condujo en primer lugar, inevitablemente, a la corta vida y temprana muerte de mi padre. Por lo tanto, para lo que sigue a continuación, tuve que confiar no solo en mi propia memoria, sino también en la memoria de otra gente: la biografía de una infancia que, forzosamente, ha de ser la biografía de un lugar, de un estilo de vida que ha desaparecido para siempre de este mundo.

En un resoplante día de marzo de 1927, poco antes de su vigesimotercer cumpleaños, mi padre se puso en camino de vuelta a casa con su amigo Cecil a bordo de aquella camioneta Ford Modelo T. Pero ya llevaban seis años en los pantanos y no tenían ninguna prisa por llegar. Con una botella de whisky plantada entre ambos sobre la tabla del suelo del vehículo les llevó cerca de tres semanas recorrer los casi 800 kilómetros de la autopista asfaltada U.S. 1, de dos carriles, que iba por la costa de Florida, bordeando el océano, desde Miami, pasando por Fort Pierce y Daytona, hasta Jacksonville. Desde Jacksonville se desviaron hacia el río St. Marys que divide Florida de Georgia. El aire se volvió más denso con el aroma de la trementina y de los pinos cuando se dirigieron hacia el norte por Folkston y Waycross y, finalmente, por Alma, un pueblo de calles de tierra con una desmotadora de algodón, un alma-cén, dos tiendas de comestibles, una tienda de semillas y fertilizantes y un médico que, aparte de una caja registradora, tenía unos cuantos corrales para meter sus honorarios cuando adoptaban la forma de pollos, cabras y cerdos.

En su camino de vuelta a casa mi padre llevaba consigo una caja de zapatos con un montón de fotografías en las que salía él en compañía de cinco o seis colegas, botellas de whisky, pistolas, rifles, mapaches y cocodrilos sujetos con correas, todas ellas tomadas en el escabroso mar desenterrado de juncos y manglares en el que habían ido trazando el Camino Tamiami.

Mientras escribo estas líneas todavía conservo esas fotografías, ya amarillentas, en la misma caja de zapatos de cartón donde siempre han estado. Durante más de cuatro décadas, a medida que la vieja caja de zapatos se iba desgastando, más o menos cada año, trasladaba las fotografías a otra caja. Una vez las coloqué en un álbum de tapas de cuero duro pensando que era el mejor lugar para conservarlas. Pero a la semana las volví a sacar. El álbum no me convenció. No me gustaba verlas atrapadas entre aquellas páginas tan rígidas y protegidas. Nunca pensé en la causa de aquel desagrado pero ahora creo que fue porque una caja de cartón gastada y vulnerable reflejaba de un modo más apropiado mi frágil conexión con mi padre, a quien nunca llegué a conocer pero cuya presencia no solo nunca me ha abandonado sino que me ha perseguido siempre a una distancia muy corta aunque inasible, como una especie de vaga sombra apenas percibida.

Al mirarlas ahora creo que veo algo de lo que fue mi padre y algo de lo que he acabado siendo yo. Con su 1,88 de altura y un peso que rondaba los 77 kilos siempre fue un tipo más alto que yo. Todo en él (el modo en que posa, cada uno de sus gestos) sugiere un hombre de inagotable y exuberante energía, un hombre que está convencido hasta la médula de que cualquier cosa que merezca la pena hacerse ha de hacerse ya y hasta las últimas consecuencias. Es como esa pistola que anda siempre desenfundada; siempre dispuesto a empinar el codo y apurar la botella hasta las heces. Ya ha sufrido a lo largo de su corta vida los suficientes reveses, enfermedades y pérdidas como para haber acabado con él de haber sido menos hombre, pero la mayoría de las veces luce en su rostro una sonrisa de casi maníaca alegría, una sonrisa ensanchada en torno a una boca llena de dientes aflojados por la piorrea, una enfermedad que acabaría por llevarse los dos dientes frontales de su encía superior antes de morir al poco de nacer yo.

Fueron ascendiendo por la costa de Florida, deteniéndose aquí y allí, quedándose en algún lugar de Jacksonville durante cerca de una semana, bebiendo y armando jaleo de la mejor manera en que podían hacerlo unos jóvenes que habían estado trabajando a destajo y que ahora contaban con dinero en el bolsillo, sin dejar ni un segundo de parlotear, rememorando una y otra vez sus hazañas, dónde habían estado, hacia dónde se dirigían y lo que esperaban tanto para sí mismos como para sus familias, aun cuando mi padre tuviera la completa convicción de que nunca podría tener hijos.

–No es lo peor que te podría haber pasao –dijo Cecil–. No eres más que un semental medio castrao.

–Eso no es ni medio gracioso, Cecil.

–Eso mismo creo yo. Pero sigue sin ser lo peor que te podría haber pasao.

Estaban en el río St. Marys en una barca de remos alquilada, a la deriva, bebiendo, sin prestar la menor atención al movimiento de los corchos que oscilaban al extremo de sus sedales, sin preocu-parse de si pescaban algo o no después de haberse pasado seis años en un pantano donde abundaban tanto los peces como los mosquitos.

Mi padre añadió:

–Será lo peor hasta que ocurra algo aún peor.

Cecil le dedicó su pausada sonrisa ebria, una sonrisa rebosante al mismo tiempo de amor y cachondeo.

–Lo peor habría sío dejar que aquel viejales y su chico te zampasen vivo.

–Tendrían que haberlo hecho, por Dios.

–Oh, no les habría costao ná. Ya se habían merendao a un montón antes de darse cuenta de lo tiernito que estabas.

–Ya me lo supongo. Aunque espicharla no debe ser tan jodío. La gente cae muerta sin darse cuenta a toas horas y en toas partes.

Cecil dijo:

–Una cosa es caerse muerto. Y otra mu diferente que venga alguien y te parta la crisma.

No eran hombres violentos pero sus vidas estaban llenas de violencia. Cuando mi padre llegó a los Everglades empezó a trabajar en la cuadrilla encargada de allanar la ruta y, por tanto, durante días, a veces durante más de una semana, se hallaba lejos del campamento principal. Cuando estuvieron a punto de matarle en el tiempo que se pasó trabajando en aquella cuadrilla, Cecil también estuvo muy cerca de matar a un hombre. El capataz de mi padre era un viejo entrecano que siempre apestaba a tabaco de mascar, sudor y whisky y a quien todo el mundo en la constructora tenía por un hombre tan rabioso como un perro al que le hubiese picado una abeja en el culo. No tenías que caerle mal para que se cebara contigo, incluso podía llegar a lisiarte. Simplemente le gustaba hacer daño y mutilar a la gente y tenía un hijo que no podía negar ser hijo de su padre.

Como el mío solo tenía diecisiete años cuando llegó a los Everglades toda la furia del peculiar humor de aquel tipejo y su retoño cayó sobre sus espaldas, hasta el punto de que en cierta ocasión, al romperse un cable en lo que se pretendió hacer pasar por un accidente, casi le costó una pierna. Si solo se hubiese tratado de un rito de iniciación la cosa no habría pasado a mayores. Pero mi padre se vio bajo una lluvia constante de novatadas sanguinarias.

Cuando regresó al campamento encontró a Cecil junto al carro de la comida. Al acabar de comer mi padre le dijo:

–Estoy acojonao, Cecil. Ese viejo y su hijo me van a matar.

Cecil siguió enfrascado en sus frijoles.

–No va a matarte.

–Me temo que es lo que intenta.

Cecil bajó el plato y dijo:

–No, no va a hacerlo porque tú y yo vamos a arreglarlo ahora mismo.

Cecil medía algo más de dos metros y pesaba entre 113 y 125 kilos, dependiendo de la estación del año.

–Cecil, ese viejo no sabe la fuerza que tiene.

–Pues está a punto de averiguarlo. Tú mantén al hijo apartao. Yo me ocupo del viejo.

Encontraron al viejo y a su hijo en la draga y la pelea fue tan corta como brutal. Cerraron con llave la draga y cayeron al lodo. El viejo se hundió en el barro pero sin dejar de aferrarle la garganta a Cecil y habría acabado con su vida de no haber pensado Cecil en llevar un perno de acero de veinticinco centímetros en el bolsillo trasero de su peto que no dudó en utilizar para abrirle el cráneo. Pero incluso con la cabeza partida fueron necesarios dos hombres para desprenderle las manos del cuello.