Una juez en zona guerrillera - Julián Montoya - E-Book

Una juez en zona guerrillera E-Book

Julián Montoya

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Beschreibung

Una juez en zona guerrillera es el libro ganador del Premio Nacional de Cultura Universidad de Antioquia 2022 en la modalidad Testimonio. Según el jurado, "este es un testimonio que mantiene un hilo conductor y transporta bien al lector a escenarios en los que ocurren los hechos que vive su protagonista. Está narrado de una manera muy auténtica y pone al lector frente a una realidad que el país debe conocer". A través de las memorias y la voz de su tía Blasina, juez asignada a Ituango a comienzos de los años noventa, Julián Montoya transita por su historia familiar, al tiempo que por la historia reciente de Colombia, signada por la violencia y la desigualdad. Los avatares de una mujer que se hace servidora pública de la rama judicial, las circunstancias de su vida profesional y familiar, los retos de su ejercicio como juez en medio de los actores armados legales e ilegales, los miedos y la valentía ante las situaciones adversas, entre otros asuntos, testimonian una experiencia compleja que enseña de la entereza y de la apuesta por la honestidad y la paz.

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Una juez en zona guerrillera

Julián Montoya

XXXIX Premio Nacional de Literatura, modalidad Testimonio

Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia

XXXIX Premio Nacional de Literatura, modalidad Testimonio, Universidad de Antioquia, 2022

Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia

© Julián Montoya

© Vicerrectoría de Extensión, Universidad de Antioquia

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-181-6

ISBNe: 978-958-501-180-9

Primera edición: septiembre del 2023

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Vicerrectoría de Extensión

(57) 604 219 51 70

[email protected]

Editorial Universidad de Antioquia®

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

A mi tía, por la inspiración

A mi madre, por la crianza

Y a mi novia, por el aguante

Advertencia

Basado en hechos reales, este testimonio nace gracias a la escucha de un sobrino, las historias de una tía y las experiencias compartidas por ambos. Algunos nombres, sucesos y lugares se modificaron con propósitos literarios. No es la intención del autor ofender a ninguna de las personas a las que se hace alusión en esta historia.

Uno

A ver, negrito, antes de contarle todo lo que viví con la guerrilla cuando era juez en Ituango, debería empezar por relatarle lo que ocurrió antes de que yo naciera. Imagínese que mi mamá era la menor de muchos hermanos. Ella nació en 1921, en una finca ubicada en la vereda El Guarango, a nueve kilómetros del parque de La Unión. Hoy en día ese pueblito se encuentra aproximadamente a una hora y media de Medellín, pero en esa época, con lo complicado que era el camino, tocaba invertir mucho más tiempo para llegar allí; incluso era habitual que la gente de La Unión muriera sin haber ido nunca a la capital del departamento. María Hermelina Botero Restrepo fue el nombre que le pusieron mis abuelos a mi mamá, y nunca supe por qué, si tenía un nombre tan lindo como María, todo el mundo le decía Hermelina, y los que le tenían confianza, que eran pocos, estaban autorizados a decirle Mela.

Antes de que Rojas Pinilla se montara a la Presidencia de la República, las mujeres no tenían derecho a votar ni a estudiar, y para Mela era un problema enorme, porque ella quería ser médica. Es más, el inconveniente era doble, porque el pueblito donde vivía quedaba muy lejos de las universidades y a duras penas contaba con primaria en las escuelas, donde los niños recibían una educación pésima; entonces imagínese lo difícil que podía ser que una muchachita saliera de ahí con la idea de estudiar medicina. El caso es que María Hermelina insistió tanto en su idea que se ganó una beca para instruirse en la Escuela Normal de Señoritas de Santafé de Bogotá, la capital del país. Ella no nos contó mucho sobre ese viaje, pero yo creería que no fue muy ameno, porque debe ser difícil irse lejos de la casa, uno pequeño, sin plata y siendo bien montañero. No es como ahora, que para contactarse con la gente basta hacer una videollamada; en esa época, si mucho, uno podía mandar una carta al mes y contar con suerte para que llegara.

Hermelina tenía dos hermanas que andaban con ella pa arriba y pa abajo: Herminia y Aurita. Las tres eran conocidas como las tías, porque fueron las menores del matrimonio de sus padres y cuando nacieron sus hermanos mayores ya tenían hijos. Eran muy inteligentes, pero como mi mamá era la que mostraba más capacidades para el estudio, las otras dos se pusieron de acuerdo en apoyarla. Su primer gesto para confirmar la decisión de respaldarla fue vender una vaquita que tenían y con la plata que recibieron enviar a Mela a la capital del país, en compañía de Próspero, uno de sus hermanos mayores. El plan era entregarle la niña a una de sus primas, que se llamaba Sara Botero, con el compromiso de que cuando terminara sus estudios y fuera toda una profesional volviera para ayudarles a ellas.

Entonces, las tías se quedaron trabajando arduamente para poder mandarle alguito de dinero cada mes y que así pudiera comprar sus cositas de aseo. Cuando Mela llegó a la Escuela de Señoritas, la directora le dijo:

—Vea, niña, le voy a ser muy sincera para que no tengamos problemas: yo sé que usted quiere ser médica, pero váyase bajando de la nube de una vez, porque en un país como este, donde mandan los hombres, nunca va a llegar a serlo. Eso sí, le puedo decir que si a usted le va bien aquí, se esfuerza más de lo necesario y demuestra que tiene capacidades, yo le puedo ayudar para que llegue a ser directora de escuela, que es el cargo más importante al que una mujer puede aspirar.

Mi mamá contaba que ese fue uno de los golpes más fuertes que recibió en la vida. Le costaba asimilar que le cortaran las alas por el hecho de ser mujer, pero a la vez vio una oportunidad: si no podía ser médica, entonces sería la mejor maestra que hubiera tenido el país. Mucha agua pasó debajo del puente, tuvo muchas necesidades, pasó trabajos y enfrentó situaciones complicadas mientras estudiaba, pero de alguna manera logró graduarse.

Cuando recibió el título tuvo que tomar una decisión que marcaría toda su vida, pues la misma directora que años atrás le había dicho que no podía ser médica se le acercó y le dijo:

—Mela, le tengo dos propuestas, pero solo puede elegir una: la primera es que se vaya conmigo, como asistente, para Estados Unidos. Allá la sociedad está más avanzada y yo le podría ayudar para que estudie medicina; yo sé que usted es muy buena y lo puede lograr. La segunda es que comience a trabajar como profesora en La Unión, el pueblito de donde usted viene. Ahí le dejo ese problema, tiene hasta mañana para decidir.

Mi mamá no necesitó todo ese tiempo. Inmediatamente, con lágrimas en los ojos, le respondió:

—Yo no tengo nada que elegir, mándeme para La Unión, porque si yo me voy tan lejos con usted, ¿qué va a ser de mis hermanas?

Regresó entonces a la casa de sus padres, donde habían nacido ella y todos sus hermanos. Así pues, la última función en Colombia de la directora de la Escuela Normal de Señoritas de Santafé de Bogotá fue nombrar a mi mamá profesora de la escuela rural de El Guarango, lo que resultó muy cómodo para ella, porque se podía ir caminando desde La Casa Grande, como se llamaba la finca de los abuelos.

Mi mamá nos hablaba mucho sobre su etapa de maestra, pero lo más importante es que logró ser tan buena en la enseñanza que al cabo de cinco añosla nombraron directora de la escuelita principal del pueblo. En ese momento aprovechó y, en compañía de sus hermanas, que años atrás le habían dado la mano para estudiar, compró una casa ubicada en una esquina del parque. En esa época, como consta en el pasaporte de las tías, viajaron por Venezuela y Ecuador, una experiencia que para las mujeres de la Colombia de los años cuarenta era toda una proeza. La verdad es que ninguna de las tres me contó mucho de esas experiencias, de pronto porque cuando pregunté tenían la memoria tan gastada que no guardaban ya recuerdos de esos tiempos.

Fueron varios los años en que Mela ejerció como directora. En esa época el estado de salud de Herminia empezó a deteriorarse; le daban mareos, dolores de cabeza, se le dormían los pies y solía tener fuertes ataques de pánico, por lo que consultaron con el médico del pueblo. El doctor, un tipo serio y malencarado, según cuenta mi mamá, le dijo:

—Señora, su hermana está sufriendo de la circulación y eso no se cura. De pronto, la podemos controlar con alguna medicina y uno que otro té de yerbas, pero le quiero advertir que se va a tener que ir a vivir a un sitio más cálido, porque el frío de La Unión está matando a Herminia. Si usted quiere que le dure unos añitos, es mejor que se vayan de aquí.

Mela, muy preocupada, empezó a buscar una posible solución, de acuerdo con lo que le había dicho el médico. Contaba con la suerte de que el director departamental de educación tenía una gran afinidad con ella, por lo que pudo gestionar su traslado para una escuelita en el barrio Belén Altavista de Medellín. Le cambiaron el cargo, pues de directora pasó a ser profesora de nuevo, pero no tuvo ningún inconveniente en aceptarlo, porque la salud de Herminia le parecía más importante. El problema era encontrar un sitio donde vivir, pero gracias a sus hermanos Saúl y Bartolo, que se habían dedicado al campo con una inteligencia increíble para hacer negocios y generar dinero, encontró un buen lote en San Javier, un sector campestre de la ciudad del que se hablaba mucho en esa época. La idea era vender la casa del pueblo, comprar el lote y construir una casita, y pudo llevarla a cabo sin demora, gracias a la capacidad de relacionamiento de Herminia, quien se demoró más en ofrecerles la propiedad a sus conocidos que ellos en comprársela.

Mis padres

No había pasado mucho tiempo viviendo en Medellín cuando Mela, por cosas del destino, conoció a Carlos Alberto Palacio, un tipo moreno, con una nariz más bien prominente, de contextura gruesa, por no decir que obeso, y alto, por lo que según mi mamá era un tipo muy bien parecido. Yo, siendo un poco más objetiva, diría que Alberto era feo. El señor comerciaba en los pueblos con diferentes tipos de mercancía: ropa, elementos de cocina, chucherías, cosméticos, electrodomésticos, tanto nuevos como de segunda, en todo caso, cualquier cosa que pudiera comprar muy barata y vender a mejor precio. El hombre era viudo y tras la muerte de su esposa había quedado a cargo de seis hijos; el menor no alcanzaba a tener ni un año en ese momento.

No sé si era del todo cierto, pero mi mamá decía que a ella no le gustaba mucho la idea de salir con Alberto, hasta que él la llevó a la casa donde vivía, en el barrio San Joaquín, y la conmovieron las condiciones tan horribles en las que estaban viviendo esos huérfanos de madre, por lo que tomó la decisión de ayudarle a Alberto a criarlos. Justo cuando la vida empezaba a sonreírle a mi mamá, económicamente hablando, apareció este señor con seis bendiciones y la dejó embarazada de su primer hijo. La primera esposa de Alberto murió en el parto de su último hijo, entonces, si hacemos cuentas, Hermelina y Alberto debieron conocerse poco tiempo después, porque el hijo menor de la primera camada tenía menos de un año cuando Mela se fue a vivir a la casa de Alberto.

Alberto, que obraba de acuerdo con los mandatos de la sociedad machista a la que pertenecía, impidió que mi mamá siguiera trabajando porque, en palabras de él, “la esposa de un Palacio no puede trabajar”. Dicen por ahí que su familia era de Santa Rosa de Osos y tenía mucha plata, por lo que le prometió a Mela que la iba a mantener como a una reina, cosa que nunca sucedió.

Apenas Mela llegó a la casa de San Joaquín, su nuevo marido se fue a “trabajar” en lo que sabía hacer; la dejó con poco dinero, embarazada y con seis muchachitos a cargo. Como Saúl y Bartolo no habían estado de acuerdo con el matrimonio de mi mamá, habían dejado de ayudarle, les prohibieron a las tías que le colaboraran y se opusieron rotundamente a que regresara a San Javier; de alguna manera, ellos pensaban que con ese bloqueo económico la forzarían a recapacitar.

Pasaron algunos meses hasta que Herminia se dio cuenta de que su hermanita estaba aguantando hambre, así que decidió ayudarle sin que sus hermanos se enteraran. Lo que hacía era un poco complicado, pero se arriesgaba para que Mela no padeciera la pobreza. En la mañana salía a ordeñar una de las vacas que tenían en el barrio y reunía unas papitas, frijoles y algunos vegetales que sacaba de la despensa de su casa. Se iba todos los días en un bus de La Loma que partía de un barrio ubicado más arriba de San Javier, atravesaba la avenida San Juan y pasaba cerca de San Joaquín, antes de llegar al Centro de la ciudad. Acordaban que Mela la esperara en la vía para poder entregarle las cosas por la ventanilla del carro, sin necesidad de bajarse, porque no tenía plata suficiente para otro pasaje.

Después de la operación, Herminia continuaba su viaje en el bus hasta que diera toda la vuelta y la volviera a dejar en la casa; lo hacía todos los días, sin falta. El inconveniente fue que Aurita no tardó mucho en darse cuenta y les contó a sus hermanos lo que estaba sucediendo; estos, en vez de tomárselo mal, hablaron con Mela para que volviera y decidieron construir el segundo piso en la casa de las tías, adonde se fueron a vivir los seis huérfanos y su nueva madre adoptiva. Mientras tanto, Herminia y Aurita se quedaron en el primer piso, como equipo de apoyo para la magna labor de criarlos.

En la casa de San Javier nació Carlos y después nació Juan, quienes se llevaban casi exactamente un año. Más tarde, nació también Lila, a quien Juan le llevaba un poco más de un año. En ese momento Mela empezó a preocuparse por su situación económica, pues Alberto se iba mucho tiempo a comercializar su mercancía y lo que traía no era suficiente para mantener a tal batallón; entonces, como era una firme creyente de la religión católica, fue a hablar con el sacerdote del barrio y le dijo:

—Padre, estoy criando a seis muchachos que son hijos de mi marido; la mamá se murió en el parto del último y yo ya tengo otros tres niños desde que estoy casada. Tengo que responder por nueve bocas juveniles, más dos hermanas que me ayudan con la crianza de toda esa muchachada. Mi esposo viene pocas veces al año, solamente a hacer las debidas correcciones en el hogar, y yo no alcanzo a reunir los recursos suficientes para que vivamos de manera digna. Estoy pensando en no tener más hijos y así concentrar mis esfuerzos en la familia que tengo hasta ahora.

Dicen mis tías que el sacerdote la sacó corriendo de la iglesia; mejor dicho, fue como si le hubiera mentado la madre, pues le gritó que si se le ocurría cerrar la fábrica la excomulgaría, y que Dios proveería en caso de que tuviera más familia.

Como el tipo de sangre de Mela era O negativo, para la época se complicaban los partos debido a que necesitaba gran cantidad de transfusiones sanguíneas para resistir el nacimiento de los hijos; también esto complicaba la gestación, por los inconvenientes de salud que sufría durante los nueve meses del embarazo. El caso es que en una visita de mi padre volvió a quedar encinta, pero esta vez era distinto, porque a diferencia de los tres embarazos anteriores este la tumbó en la cama; mejor dicho, el nacimiento de ese bebé y su propia supervivencia después del parto iban a ser un milagro. En ese momento, en sus oraciones, mi mamá le prometió a San Blas que si los salvaba, le pondría a su futuro retoño Blas, si era un niño, o Blasina, si era una niña. Contra todo pronóstico superó el embarazo, nací yo y efectivamente mi madre cumplió su promesa. De ahí viene mi poco agraciado nombre: Blasina. Después de mí nacieron Bayron y Germán. Pensaría que para entonces mi madre no se veía mucho con mi padre, porque yo le llevaba seis años a Germán. Además, como era de esperarse, apenas nació el último hijo, no se volvió a saber casi nada de Alberto.

Una sorpresa poco grata

La Casa Grande, que había sido la finca de los abuelos, había quedado a nombre de mi mamá cuando hicieron la partición de tierras entre los hermanos. Pocos recuerdos tan felices tengo de mi infancia como las vacaciones de fin de año. En noviembre, apenas terminábamos las clases, mi mamá hablaba con Justo Jaime para que nos llevara a todos al pueblo de sus amores. Ese señor era el único de La Unión que tenía un carro suficientemente amplio para transportar a toda mi familia; era un bus de escalera, conocido en la región como chiva. Llegaba a eso de las cuatro de la mañana y empezábamos el montaje; mejor dicho, todos en el barrio tenían que ver con la ida de nosotros a la finca y los vecinos nos ayudaban mucho.

Recuerdo que a Aurita le teníamos que llevar los gatos cargados para que no se fueran a estresar en el viaje, y nunca le podían faltar al menos tres de los mininos. Esos berracos hacían sus necesidades en los sitios más difíciles de alcanzar que uno se pueda imaginar, y como yo era la niña chiquita, me ponían siempre a limpiar. Si nos iba bien, llegábamos a las cuatro o a las cinco de la tarde al pueblo, y a esa hora ya no podíamos arrancar para la finca, así que normalmente nos quedábamos en la casa de algún familiar y al día siguiente nos íbamos en un tractor para la vereda El Guarango. Nuestra estadía allí duraba hasta mediados de febrero; tres días antes de entrar a clases emprendíamos el retorno.

Por la época en que yo terminé segundo de primaria, los “grandes”, como les decíamos a mis hermanos mayores, hijos del primer matrimonio de mi padre, no quisieron ir a la finca y le dijeron a Mela que se quedarían cuidando la casa. Ella no le vio ningún problema a su propuesta, les dejó mercado y arrancó con la segunda camada rumbo a unas nuevas vacaciones. Pasamos, como siempre, muy rico, acompañados por todos los familiares que vivían en La Unión, y, como era costumbre, emprendimos el retorno en febrero. Cuando llegamos a la casa, la encontramos completamente vacía: se habían llevado el comedor, la sala, las camas, la nevera y la lavadora; solo quedaban una sillita pequeña y el fogón. Los grandes habían aprovechado el tiempo que no estuvimos para irse de la casa y llevarse todo. Todavía recuerdo a mi mamá llorando en la mitad de la casa, sin saber qué hacer. Ella intentó hablar con sus hijos adoptivos, pero ellos solo le respondieron:

—Lo que nos llevamos era de nosotros.

Saúl y Bartolo decidieron intervenir en la situación y muy tranquilamente le dijeron a mi mamá:

—Tranquila, Melita, que nosotros resolvemos; no se le olvide que el diablo mal paga a quien bien le sirve.

Inmediatamente, mi madre repartió a sus hijos entre todos los vecinos, mientras se volvía a organizar. Habló con Aceibo, un sobrino que tenía en La Unión y que era muy bueno trabajando con la madera, para que le hiciera unas camas. La esposa de Bartolo, Aurita Jaramillo, le regaló una sala, y lo demás lo fue consiguiendo de a poquito después de que nosotros volvimos al hogar. ¡Cómo es la vida! Aunque hubo muchas vacaciones en las que me sentí feliz en la finca, de las que más me acuerdo son de esas en las que los grandes nos dejaron sin nada.

El mundo es más grande de lo que pensaba

Cuando pasó la crisis de la ida de los hermanos grandes, mientras cursaba los primeros años de bachillerato, me designaron como la asistente de Bartolo, porque él era completamente analfabeto y, como tenía tanto dinero, había que ayudarle con los trámites bancarios. Antes Herminia estaba a cargo de esa labor, pero se había vuelto una persona mayor y se le dificultaba lidiar con los formatos nuevos que estaban sacando los bancos; entonces, como mi hermana Lila era asmática y se mantenía enferma, yo tuve que reemplazar a Herminia.

El trabajo era sencillo, pero demandaba mucho tiempo. Tenía que acompañar a Bartolo a hacer todos los trámites, le hacía las consignaciones, las cuentas y todas las diligencias correspondientes a sus finanzas. No sé si fui afortunada o si en esa época la ciudad era menos violenta, pero no tuve ningún inconveniente a pesar de que me enviaban al banco en bus con una bolsa de papel llena de dinero en efectivo. Recuerdo que era una bolsita de las que se usan para empacar el pan, pero llena de billetes. Cargaba tanto dinero que no alcanzaba a captar su magnitud, lo único que hacía era avanzar derechito hacia el Banco Francés-Italiano donde Bartolo tenía la cuenta. Apenas yo entraba por la puerta de la oficina, el gerente salía corriendo, casi brincando, a recibirme; por poco se le quebraban las piernas con la carrera que pegaba para atenderme y recibirme el dinero que llevaba, pues sabía que era la mandadera de don Bartolo.

Una vez Bartolo me llamó y me dijo:

—Negrita, acompáñeme al banco.

Tenía muchas ganas de comprar un carro, un Nissan que en la época era lo último en guarachas. Nos fuimos en bus porque a él le parecía muy caro andar en taxi. Era tal su austeridad que me hacía pasar por debajo de la registradora; como yo era tan chiquita, tan menudita, tan langarutica, pensaban que era menor y no le cobraban mi pasaje. Llegamos al banco y, como siempre, el gerente lo hizo pasar de inmediato a la oficina, mientras le ofrecía todos sus servicios muy comedidamente. Entonces, Bartolo le dijo:

—Imagínese que mi hijo William se graduó de ingeniero, ya es todo un dotor, entonces yo quiero regalarle un carro. Tengo muchas ganas de saber si yo tengo alguito de platica en la cuenta, así me toque ajustar con el dinero que tengo en la casa, pero me gustaría mucho poderle comprar el juguetico al muchacho.

El gerente se carcajeaba, parecía que se iba a morir de la risa, hasta que respondió:

—Ay, don Bartolo, usted, si quiere, se puede comprar la concesionaria entera; plata es lo que usted tiene.

Mi tío, como era completamente iletrado y no tenía una noción clara del valor del dinero, realmente no tenía idea de cuánto había depositado en el banco, y como en esa época todos los negocios se hacían de palabra, él no se encargaba de los asuntos contables. Poseía una extraña inocencia en relación con el dinero. Después de pensarlo un momento, Bartolo agregó:

—Entonces, yo necesito cuatrocientos mil pesos.

El gerente le explicó que para darle ese monto, que para la época era muy elevado, le tenía que entregar un cheque de gerencia. Pero había un problema, que tenía que ser el mismo propietario de la cuenta quien llenara y firmara el documento. Bartolo le dijo:

—Hombre, usted sabe que yo no sé escribir, pero por eso traje a la secretaria, que es capaz de hacer todo eso.

El gerente, muy amable, me ayudó a llenar el formulario con todos los datos que se necesitaban, y le hizo poner la huella a mi tío para certificar el cheque. Después, fuimos a comprar el carro de color gris que él tanto quería.

¿Los hijos del Pava?

Transcurría el año 1974 cuando mi mamá nos mandó a mis hermanos y a mí para la costa. Según ella, era hora de que pasáramos tiempo con Alberto, porque ya casi ni aparecía por la casa. Íbamos Lila, Bayron, Germán y yo, con unas cajitas que teníamos por maletas, pues mi madre no tenía cómo conseguir plata para comprarnos unos bolsos. Recuerdo que esas cajitas de cartón iban amarradas con una cuerdita amarilla, y por eso las reconocíamos.

En Medellín todavía no existía la terminal de transporte; en ese momento los buses salían de Guayaquil. Como el presupuesto era reducido, nos compraron los pasajes en un bus que parecía una cafetera, hacía un recorrido más largo y tenía un espacio en la parte de arriba para ubicar los corotos. Si llovía, corríamos el riesgo de que nuestras maletas se dañaran, porque eran de cartón. Aun así, salimos a las ocho de la mañana, muy recomendados con todos los del bus porque la mayor, que debía cuidarnos, era Lila, y para ese entonces tenía apenas quince años. Mis tías le habían entregado ciento quince pesos que lograron recoger entre toda la familia, para que compráramos algo de comer en el camino. Aparte de eso, mi mamá nos empacó unas cocas con comida, para que no fuéramos a pasar mucha hambre.

Paramos en todos los pueblos que había hasta la costa, y en cada parada se subía y se bajaba gente. Por fortuna, nos habían comprado un puesto a cada uno, porque habría sido aún más horrible que nos hubiera tocado sentarnos a los cuatro en dos sillas. Llegamos por fin a Cartagena a las tres de la tarde del día siguiente, a un barrio muy parecido a aquel del que habíamos salido en Medellín. Mi papá no aparecía por ningún lado, algunas de las personas que venían con nosotros en el bus se quedaron esperando, sin desampararnos, hasta que mi papá llegó, tres horas después. Apenas Germán vio a Alberto se puso a llorar y dijo:

—Ese negro tan feo no puede ser mi papá.

Claro, como tenía la imagen de mi hermano mayor, que era un mono de ojos azules, muy bonito, y en cambio mi papá era muy moreno, no podía creer que ese señor fuera su progenitor.

Recuerdo como si hubiera sido ayer que mi papá nos llevó a una pequeña calle del centro que se conocía como tripita y media. Él vivía en una residencia de mala muerte, junto a drogadictos, alcohólicos y prostitutas. Apenas nos vieron llegar empezaron a decirnos “los hijos del Pava”. Nunca supe por qué le decían así a mi papá, pero no me gustaba el sobrenombre.

Justo cuando entramos me dijo Bayron:

—Blasi, yo me estoy orinando.

De inmediato pregunté dónde había un baño y me dijeron que en la parte de atrás. Pasamos una puerta negra, medio dañada, que daba al patio, donde había un arenal que parecía una cancha de fútbol y se notaba que no había llovido hacía años; en la mitad había una casita que aparentaba ser el servicio sanitario. Llegamos a la puerta y estaba sellada; casi no logramos abrirla, pues tenía un sistema de clavos y alambres para mantenerla cerrada. Cuando logramos forzar la puerta salió un olor inmundo que no parecía el de un baño, sino el de un muerto que llevara allí varios días, qué cosa tan horrible. Ingresamos los dos para inspeccionar el lugar antes de hacer cualquier cosa, cuando vimos que el techo estaba roto, las paredes en obra negra estaban completamente sucias y en la mitad había un hueco con una sillita rota llena de moho verde, como para que uno se sentara. En un abrir y cerrar de ojos Bayron se me soltó de la mano, se resbaló y cayó acostado en toda esa inmundicia. Yo, como pude, lo levanté, y a punto de vomitarme del asco, lo limpié en una poceta con agua que había afuera; el niño no fue capaz de hacer ahí su necesidad, de manera que tuvo que salir y ubicarse frente a un postecito para poder orinar tranquilo.

Yo le conté a Lila lo que había pasado y ella me dijo que mi mamá le había dado el teléfono de su sobrino Héctor Botero, que estaba viviendo en Cartagena. Lo llamamos y le contamos sobre el pequeño infierno en el que estábamos y los temores que nos acompañaban. Al enterarse del desamparo en el que nos encontrábamos, Héctor le pidió a su esposa Rosario que nos recogiera, y un rato después ella llegó en un carro hermoso.

Me acuerdo de la alegría tan grande que nos dio a todos apenas llegamos a la urbanización donde vivía nuestro primo. Tenía una portería gigantesca que se abrió automáticamente de par en par, y yo nunca había visto algo semejante; la carretera estaba completamente pavimentada y tenía palmeras a lado y lado; todas las casas del conjunto eran igualitas, con dos pisos de color blanco y techo marrón; todas estaban ubicadas en círculo, en el centro había una piscina y a dos cuadras quedaba la playa.

Héctor era ingeniero electricista y trabajaba en Alcalis de Colombia, por lo que la empresa corría con todos los gastos de vivienda. Allí mejoró mucho nuestro paseo; era tal el lujo que los vigilantes nos decían señoritas y señoritos, porque nos habían presentado como los sobrinos del doctor Botero.

Había pasado ya una semana cuando mi papá fue a visitarnos. Apenas alcancé a verlo en la portería, salí corriendo hacia donde mis hermanos para decirles que nos escondiéramos. Nos daba pereza ver a ese señor, pero él había ido exclusivamente a hablar con Rosario, para que le dejara llevarse un rato a Germán. Alberto decía que, como no se conocían, tenía muchas ganas de compartir un rato con su muchacho. Como él era el padre, la esposa de Héctor no vio problema en que se fueran juntos, pero cuando vi esa situación llamé inmediatamente a mi mamá y ella muy preocupada habló con Héctor para que no fuera a permitir que su esposo se llevara a su niño. Años después me di cuenta del motivo por el que mi madre tenía esa actitud: mi papá la mantenía constantemente amenazada con que le iba a robar los hijos, entonces ella, para no dar pie a esa situación, había impedido que se llevara a Germán.

Cuando analizo bien lo que ocurría, pienso que mi madre era un poco boba. Póngase usted a pensar, si supuestamente le daba miedo que Alberto nos hiciera daño, ¿pa qué nos mandó a donde él? Se habría ahorrado el pasaje mandándonos de vacaciones a otro lado y habría evitado preocuparse; pero no, al parecer a Mela le gustaba mantenerse preocupada, o de pronto buscaba motivos pa rezar todo el día con su camándula.

Continuamos nuestras largas vacaciones en la costa, con Rosario y Héctor, que en todo momento se portaron de maravilla; nos llevaban a la playa y a todos los sitios turísticos que tenía la ciudad. Como no teníamos vestido de baño, Rosario nos confeccionó improvisadamente unas prendas con lo que ella tenía. Para los niños era muy sencillo, porque con un par de pantalonetas salían del problema, pero para las niñas, y más que todo para nosotras, que ya éramos unas adolescentes, no era tan sencillo, no nos podían mandar con ropa muy transparente porque era una falta de respeto. Rosario, al comprender la situación, nos prestó a cada una un vestido de baño de ella; en la parte de atrás les había hecho varios nudos a las tiras, para que nos quedaran medio decentes, y esos fueron nuestros trajes durante casi todas las vacaciones.

Ya llevábamos aproximadamente un mes en la costa y mi madre no tenía dinero para que regresáramos a la casa, porque Alberto le había prometido que él nos daba el pasaje de regreso y nunca cumplió su palabra. Mi mamá le pidió entonces a su sobrino el favor de que le prestara algo de dinero para que nosotros regresáramos, y él no vaciló en hacerlo. El último recuerdo que tengo de Cartagena es que, cuando iba saliendo el bus, llegó mi papá con dos bolsitas en la mano. En la primera había cuatro huevos cocinados y en la segunda un pan de queso. Así fue como se despidió de sus hijos.

Los últimos plátanos calados

La siguiente vez que supe de mi papá se debió a un suceso que me habría gustado evitar. Era el miércoles 12 de noviembre de 1975 cuando mi hermano mayor, Carlos, le pidió permiso a mi mamá para ir a hacer una vuelta al centro, porque se graduaba de bachillerato ese viernes y necesitaba llevar unos papeles al colegio. Para que no fuera a pasar hambre, ella le sirvió un platado del postre que más le gustaba: plátanos calados con quesito, y él se lo comió en un santiamén.

A nosotros casi no nos daban plata, por lo que Carlos, con los pocos ahorros que tenía gracias a los mandados que solía hacer en el barrio, había conseguido una bicicleta para transportarse y no tener que gastar dinero en pasajes. Recuerdo que cuando Carlos emprendió el camino el día estaba soleado y el cielo se veía hermoso. Horas más tarde, llamaron a notificar que mi hermano estaba muerto.

Cuentan los que vieron que cuando iba a la altura de la Biblioteca Pública Piloto lo arrolló un camión que llevaba ganado y no alcanzó a llegar vivo al hospital. Mi mamá no derramó ni una lágrima en ese momento, se fue con mis tías a hacer el reconocimiento del cuerpo y los trámites requeridos para enterrarlo.