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Cuando el destino condujo a tres desconocidas hasta un encantador local en alquiler en la costa de California, nació The Boardwalk Bookshop. Parte librería, parte tienda de regalos y parte pastelería, era un sueño hecho realidad para Bree, Mikki y Ashley. Pero así como sus negocios prosperaban, su vida personal… no. Bree, herida por la última traición de su difunto marido, había jurado proteger su corazón a toda costa. Incluso del hermano de Ashley, un escritor y aventurero que era la inspiración de millones de personas. Era el primer hombre que había logrado ver más allá de sus barricadas y descubrir su verdadero ser. Mikki tenía resuelto el tema de su divorcio; mantenía amistad con su ex y con sus suegros… hasta que un nuevo hombre cambió el modo en que la veían todos y en que se veía ella. Mientras, Ashley descubrió que el amor de su vida no tenía ninguna intención de casarse con ella. Todos los viernes al atardecer, en la playa, las tres amigas brindaban con champán. Según su vínculo se hacía más fuerte, iban desafiándose unas a otras a ser la mejor versión de sí mismas en esta conmovedora historia de amistad, de hermandad y del poder transformador del amor. «Un libro que pide leerse en la playa, con el sol calentando la arena y la sal flotando en el aire: pura evasión». —Kirkus Reviews
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Seitenzahl: 587
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
2022 Susan Mallery, Inc.
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Una librería junto al mar, n.º 305 - octubre 2024
Título original: The Boardwalk Bookshop
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 9788410741126
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
A la doctora Angela I., ¡que tiene un currículo muchísimo más impresionante que el mío! Espero que disfrutes de Mikki, Ashley y Bree mientras se enfrentan a lo inesperado y descubren lo fuertes que son en realidad. A veces el amor sí que es la respuesta… en todas sus formas.
—Pensaba que habría más sexo.
Bree Larton miraba a su clienta, de setenta y tantos años, sin saber muy bien cómo responder. Soltar una carcajada resultaría inapropiado y Ruth se ofendería.
—Tienes que decirme qué quieres para que pueda encontrarte el libro adecuado —dijo Bree con una amable sonrisa—. Querías una novela de suspense político. Esas no suelen ser picantes.
Ruth, que apenas llegaba al metro y medio pero rebosaba energía y carácter, apretó los labios.
—Eso no es verdad. En las de James Bond hay sexo todo el tiempo y se pasa el día salvando al mundo. Quiero una novela así. Bombas a punto de explotar, colapso financiero, secuestros y que luego todo el mundo acabe en la cama —contestó. Le guiñó un ojo—. Eso sí que sería un buen libro.
—Puedo encontrarte uno de suspense y sensual. ¿Internacional por ejemplo? —preguntó Bree dirigiéndose a esa sección de la librería—. Se me ocurren un par de opciones. Pero en cuanto a la parte sexi… ¿quieres monogamia o las parejas pueden acostarse con cualquiera?
A Ruth se le iluminaron los ojos.
—Me gustaría que se acostaran con cualquiera, pero que no sea demasiado pervertido. Y nada de grupos. Cuesta demasiado seguirle el hilo a eso.
Bree contuvo una risita.
—Vale. Limitaremos las partes corporales y añadiremos un poquito de elegancia europea —dijo ofreciéndole una novela con un tío macizo en la portada—. Si te gusta esta, la autora tiene cinco historias más esperándote.
Ruth, rubia con un tono amarillo que no podía ser natural y con los labios pintados de rojo cereza, se llevó el libro a su estrecho pecho.
—Me lo quedo.
Bree le recomendó algunos autores más. Ruth curioseó unos minutos más y luego llevó un montón de libros a la caja registradora.
—Creo que habría sido una buena secuaz de James Bond —dijo al pasar la tarjeta de crédito—. En mis tiempos era un bombón.
—Lo sigues siendo —le dijo Bree.
Ruth desdeñó el comentario con un ademán.
—Estoy demasiado vieja para el espionaje, aunque no diría que no a una cena con un hombre encantador —dijo, y con una pícara sonrisa añadió—: Tendré que seguir disfrutando esas emociones a través de tus vivencias.
—Por desgracia, últimamente no tengo ningún hombre.
Ruth se le acercó.
—Lo que admiro de ti, Bree, es que no estás limitándote a buscar el amor. Persigues lo que quieres. Cuando yo tenía tu edad, eso no era una opción. Al menos, no entre la gente educada. Nací en la época equivocada.
Bree no tenía ni idea de qué decir.
—Supongo que tenemos que apañarnos con lo que tenemos —dijo metiéndole un folleto en la bolsa—. Harding Burton va a venir a firmar dentro de un par de semanas.
Ruth miró el póster situado junto al mostrador. Sus labios rojos se curvaron en una sonrisa.
—Es un hombre guapo.
Bree se encogió de hombros.
—Supongo.
—¿No te parece tremendamente guapo? ¡Qué ojos, qué sonrisa! ¿No es al que atropellaron con un coche y dejaron en la carretera dado por muerto cuando era solo un adolescente? —Ruth chascó la lengua—. Qué trágico. Pero se repuso, volvió a caminar y míralo ahora —dijo antes de clavar la mirada en Bree—. Deberías liarte con él y contármelo luego.
Bree contuvo una mueca.
—En primer lugar, jamás te lo contaría. Y en segundo, no salgo con escritores.
Entre su difunto marido y sus padres, conocía a esa clase de personas lo bastante como para querer evitarlas para siempre. Al menos, a nivel personal. A nivel laboral, no le quedaba otra. Era lo que tenía ser dueña de una librería…
—Harding tiene pinta de merecer que hagas una excepción —le dijo Ruth—. A lo mejor tiene algunas cicatrices interesantes que podrías recorrer y…
Bree alzó las manos formando una T.
—Para ahí. Si te interesan las cicatrices de Harding, ve tú a por él. ¿Cómo iba a resistirse a ti?
—Podría ser su madre.
«Su abuela», la corrigió Bree mentalmente, aunque siguió en silencio. Ruth no tenía pelos en la lengua y Bree sentía debilidad por ella.
—A lo mejor le van las mujeres mayores.
—Ojalá.
Ruth seguía riéndose cuando Bree la acompañó a la salida. Anson, su chófer, estaba esperando en el carril para bomberos, donde no se podía aparcar. El hombre la ayudó a subir al Mercedes. Bree se quedó fuera hasta que el coche se alejó.
En Los Ángeles, la última hora de la tarde en la playa casi siempre era un momento mágico, pero en junio, si el cielo estaba despejado, era un auténtico sueño. Un aire cálido, palmeras, arena y surf. La verdad, no podía decir que tuviera ningún problema real en su vida. Incluso las peticiones de libros imposibles de Ruth resultaban insignificantes si las comparaba con las vistas que tenía desde la puerta de la tienda.
Hasta hacía seis meses, Driftaway Books había estado ubicada tres kilómetros al norte y a tres manzanas de la playa. El otoño anterior, cuando el local donde estaba ahora había salido al mercado, Bree había pasado por allí para babear un poco por él y soñar. Pero estar en primera línea de playa era carísimo y el espacio tenía casi el doble de metros cuadrados de los que necesitaba.
En uno de esos raros momentos en los que el destino aparecía y te ofrecía una inesperada oportunidad, aquel mismo día otras dos mujeres, también dueñas de un negocio, habían estado babeando por el mismo local. Al igual que a ella, la ubicación, ahí, en plena playa, les había parecido increíble, pero les había resultado demasiado grande y demasiado caro.
Movida por un impulso, Bree les había propuesto ir a tomar un café juntas. Durante la siguiente hora habían hablado de la posibilidad de compartir el alquiler. Ella, por norma, no confiaba en la gente hasta que no la conocía bien, pero Mikki y Ashley tenían algo que le había hecho querer correr el riesgo. A finales de aquella semana, Driftaway Books, The Gift Shop y Muffins to the Max habían firmado un contrato de alquiler de diez años y habían buscado un contratista para hacer la reforma. Bree había cambiado el nombre de Driftaway Books por The Boardwalk Bookshop, el último paso para poder considerarlo su propio negocio. El primer lunes después de Navidad se habían trasladado allí juntas.
Bree miraba el alargado y bajo edificio. Unos toldos de rayas azules y blancas daban sombra a los enormes escaparates. Las grandes puertas de cristal podían correrse por completo desdibujando la línea que separaba el establecimiento de la arena. Mikki, la dueña de la tienda de regalos, y ella tenían los locales laterales, y Ashley ocupaba el espacio central con su negocio de muffins.
Unas vitrinas grandes y luminosas exponían libros, regalos y muffins agrupados por temáticas de temporada. Una colección de libros playeros, protector solar, chanclas y sombreros de ala ancha atraían a turistas que se habían plantado en la playa sin ir preparados.
Bree volvió a entrar, consciente de que se acercaba la puesta de sol. Agarró unas mantas y unas copas de champán y luego se detuvo a poner derecho el póster que anunciaba una firma de libros de Jairus Sterenberg, autor de los populares libros infantiles de Brad el Dragón. Jairus vivía en la vecina Mischief Bay y siempre era un placer tenerlo allí firmando. Era uno de los pocos autores que le caían bien a Bree. Llegaba pronto, se quedaba hasta tarde y solo pedía una mesa y un vaso de agua. El hombre hasta se llevaba sus propios bolis.
En el otro extremo estaba un famoso escritor de misterio al que no quería nombrar y que era una absoluta pesadilla. Exigente, algo borracho y muy sobón, le había dado palmaditas en el culo demasiadas veces en su última firma y le habían prohibido la entrada en la tienda. A pesar de las súplicas de su publicista y de una disculpa por escrito del propio autor, Bree se había mantenido firme. Ella era la dueña de The Boardwalk Bookshop y ella ponía las reglas. Nada de alta literatura, nada de rollos existenciales, y nada de tíos tocando a mujeres sin su permiso. Tampoco es que fueran unas reglas de lo más revolucionarias, pero su rinconcito del mundo era lo único que podía controlar.
Mikki la vio y sonrió.
—Una vez más, estamos esperando a Ashley. ¿Te has fijado?
—Los jóvenes de hoy en día —dijo Bree bromeando.
Mikki, una persona por lo general alegre, con una melena rubia tupida y más curvas que Bree y Ashley juntas, se rio.
—Eso me gusta. Solo le saco diez años, así que, si ella es joven, entonces yo soy menos vieja de lo que pensaba. A lo mejor hasta puede que no me importe cumplir cuarenta este otoño.
—No te preocupará eso en serio, ¿no?
Mikki arrugó la nariz.
—No sé. A veces. A lo mejor. «Cuarenta» suena mucho peor que «treinta y pico».
—Los cuarenta son los nuevos veinticinco.
Mikki volvió a sacar su humor.
—Pues si tengo veinticinco, entonces Ashley no tiene ni once. Eso podría crearnos ciertos problemas legales con el alquiler —dijo. Agitó la botella de champán que sostenía—. Vamos, esto nos está llamando. Cuando Ashley termine de escribirle mensajitos de amor a Seth, ya sabrá dónde encontrarnos.
Salieron de la tienda y pisaron la arena. Con la puesta de sol cerca, la temperatura había bajado y la multitud del viernes se había despejado. El cielo había empezado a oscurecerse mientras que la zona que rozaba el océano aún resplandecía con un brillante tono azul salpicado de amarillo.
A su izquierda había palmeras, unos cuantos quioscos y un paseo marítimo que llegaba hasta Redondo Beach. A la derecha había más tiendas y restaurantes, bancos, aparcamientos y hoteles. Frente a ellas, el océano Pacífico. Grande, azul y, esa noche, inesperadamente calmado.
Se detuvieron a unos diez metros de la orilla y se sentaron en las mantas. Mikki levantó el champán.
—Perrier-Jouët Blason Rosé —dijo orgullosa—. En Las chicas saben de vino le dan noventa y tres puntos y dicen que tiene «unos deliciosos toques terrosos dulces que complementan los sabores afrutados, entre los que se incluyen la fresa y el melocotón, con un toque picante en este champán rosado perfectamente equilibrado».
Bree sonrió.
—No sé qué me impresiona más, si que te estés desviando del champán tradicional o que puedas citar así de bien una reseña de Las chicas saben de vino.
—Me encanta Las chicas saben de vino. Saboreo cada artículo. Si Las chicas saben de vino fuera un hombre, haría que se enamorara de mí. Y luego nos acostaríamos.
—Pues Earl se quedaría hecho polvo.
Mikki quitó el papel de plata rosa y se lo guardó en un bolsillo de sus pantalones caqui.
—Earl tendría que superarlo —contestó. Levantó la botella—. Mira qué forma tiene. Es preciosa. Y la etiqueta. Bien hecho por el equipo de diseño.
Rodeando el corcho con la mano izquierda, usó la derecha para sujetar la parte baja de la botella. En lugar de empujar el corcho, como solía hacerse en las películas, giró la botella varias veces hasta que se separó del corcho sin el más mínimo ruido al descorchar.
El otoño anterior las tres habían firmado el contrato de alquiler a última hora de un viernes. Habían estado tan emocionadas que después habían conducido hasta su nuevo local. Aquel soleado y cálido día prometía un atardecer precioso. Bree llevaba una botella de champán en el coche y había propuesto que la compartieran para celebrar su nueva aventura empresarial. El viernes siguiente habían hecho lo mismo, y así había nacido una tradición.
La primera vez que Bree había abierto una botella de champán con sus socias, había quitado el corcho y el espumoso líquido se había vertido. La expresión de horror de Mikki había sido tan obvia como cómica.
—Se están yendo todas las burbujas —había dicho—. Eso cambia la esencia del champán y arruina la experiencia.
—«Arruina» es un poco fuerte —había señalado Ashley—. Sigue siendo un champán muy bueno. Mejor del que yo tomaría normalmente. Aunque, claro, casi todo el champán que tomo es en bodas, donde lo compran para doscientas personas y el precio es un problema.
—El champán necesita que lo traten con reverencia —había dicho Mikki—. No bebas champán malo.
Desde entonces se habían turnado para llevar el champán del atardecer de los viernes. Ashley siempre le consultaba su elección a Mikki, pero Bree se arriesgaba a elegirlo sola.
Mikki sirvió una copa para cada una y dejó la botella en la arena, hundiéndola un poco para que no se volcara.
—Por nosotras —dijo brindando con Bree—. Y por las puestas de sol perfectas.
Bree sonrió y dio un sorbo. Cerró los ojos mientras dejaba que el burbujeante líquido se le asentara en la lengua unos segundos antes de tragarlo. Mikki iba a preguntarle qué le parecía, y decir simplemente que estaba bien nunca era una opción.
—Delicioso —dijo sonriendo—. Capto muchos frutos rojos con un toque cítrico. Es sorprendentemente cremoso.
Mikki la miró con gesto de aprobación.
—Eso mismo capto yo. Se deja beber muy bien. Me gusta.
—¡Nooooo! ¡Habéis empezado sin mí!
Oyeron el grito por detrás. Ninguna se giró. Bree agarró la tercera copa y Mikki la llenó. Ashley, una pelirroja alta y esbelta con los ojos grandes y azules y una boca carnosa, se sentó de golpe junto a Mikki. Hizo un mohín con los labios.
—No me habéis esperado —las acusó—. Teníais que esperarme.
—Y tú tenías que llegar a tiempo —le recordó Mikki—. Todos los viernes te escribes con Seth y llegas tarde. Estabas de acuerdo en que o llegabas a tiempo o empezábamos sin ti.
Ashley agachó la cabeza.
—Creía que esa presión ayudaría. Pero solo me siento culpable.
Mikki dio un sorbo de champán.
—Seguro que tu impuntualidad crónica tiene que ver con tu madre.
Ashley se rio.
—Mi madre puede llevarse a la tuya cuando quieras.
Mikki sonrió.
—No sé yo. Rita se llevaría a la fiesta a su yo melancólico y pesimista y luego diría que le deprime ver a todo el mundo divirtiéndose.
—Me lo estoy imaginando —dijo Ashley—. Bueno, brindo por nuestras madres. Y por Seth, que es alucinante. No me siento para nada culpable por escribirle. Me quiere y lo quiero.
Bree contuvo un gruñido.
—Sí, ya lo sabemos. Todo es supermaravilloso.
Mikki chocó el hombro contra el de Ashley.
—Está celosa.
—No, no —dijo Bree alzando la copa—. Por mí, seguid con vuestra relación de arrullitos y cacareos.
—Nosotros no cacareamos. Además, ¿qué significa eso?
—Ni idea —admitió Mikki—. ¿Bree?
—Es solo una expresión.
—¿«Cacarear» es una expresión?
Bree se rio y miró al sol, que estaba escondiéndose. La luz se reflejaba en las olas. Una familia paseaba cerca del agua. Un niño corría delante mientras los padres llevaban de la mano a otro más pequeño.
Parecían felices, pensó al estudiarlos como lo haría con una especie desconocida. No había duda de que el padre y la madre querían a sus hijos, que los cuidaban. Mikki hacía lo mismo con sus dos hijos. Y los padres de Ashley eran maravillosos. Pero no todos los padres eran buenos.
Mikki rellenó las copas.
—Ashley, muchos clientes están hablando de la firma de libros de tu hermano. ¿Cuándo vamos a conocerlo?
—El lunes —respondió Ashley—. Se va a mudar a su casa nueva.
Harding, el hermano de Ashley, había vuelto a Los Ángeles tras varios meses viajando para firmar libros y documentarse. Había alquilado una casa y, al parecer, estaba trabajando a tope en su tercer libro. Mientras tanto, iría a firmar a The Boardwalk Bookshop, donde, sin duda, atraería a una gran multitud.
«Escritores», pensó Bree con un suspiro silencioso. Una especie fastidiosa pero necesaria. A los clientes les gustaban las firmas de libros, así que ella los llevaba a su tienda.
—Estoy deseando conocerlo —dijo Mikki—. Qué historia tan interesante. Bree, ¿estás ilusionada con la firma?
—Más de lo que puedo expresar.
Mikki se quedó mirándola.
—Eso es sarcasmo, ¿no?
Bree se rio.
—Sí. Es sarcasmo.
—¿Cómo puedes tener una librería, que te encanten los libros y que odies a los escritores?
—No los odio. Simplemente no los quiero en mi vida.
—Qué rara eres —dijo Mikki antes de dirigirse a Ashley—. Ayúdame con esto. Dile lo rara que es.
En lugar de unirse y meterse con Bree, Ashley bajó la mirada.
—A ver… Deberíamos hablar de Harding. O, más concretamente, de él y de ti.
Bree cambió de postura para girarse hacia Ashley.
—No lo he visto en mi vida.
Y eso significaba que no debería haber ningún problema. A menos que…
—¿Necesita algún trato especial? —preguntó con un suspiro—. ¿Solo M&Ms amarillos o leche de cabra francesa servida en cristal Waterford?
—Nada de eso —dijo Ashley sonando preocupada—. Es genial y sé que te caerá bien —añadió girando la copa de champán entre las manos—. Es solo que… bueno… me da miedo lo que pueda pasar.
Bree miró a Mikki, que se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de lo que está diciendo —admitió Mikki.
—Yo tampoco.
No estaban entendiendo a su, por lo general alegre aunque impuntual, socia.
Ashley resopló.
—Me da miedo que le hagas daño.
—¿Con mi pericia en artes marciales?
Mikki enarcó las cejas.
—¿Sabes taekwondo?
Ashley se levantó y las miró.
—Hablo en serio. Harding es mi hermano y lo quiero. Ya ha sufrido bastante. Si lo hubierais visto como lo vi yo después del accidente, seríais igual de protectoras con él.
Bree se levantó también.
—Ashley, perdona. Ya no haremos más bromas. Veo que estás disgustada, pero, la verdad, no tengo ni idea de por qué.
—Vas a romperle el corazón —dijo Ashley parpadeando varias veces como si estuviera conteniendo las lágrimas—. Eres preciosa y divertida y sexi, y todo hombre vivo te desea.
—Menos Seth —dijo Mikki mirándolas—. Seth solo tiene ojos para ti, Ashley.
—Sí, claro, pero todos los demás te quieren a ti y Harding va a enamorarse perdidamente. Te acostarás con él, luego lo dejarás, y se quedará hecho polvo. Sé que parece fuerte, pero se le rompe el corazón con facilidad —tragó saliva—. Eres mi amiga y me importas, pero él es mi hermano. Por favor, no lo machaques.
Bree se quedó mirándola sin saber muy bien qué decir. Ni qué pensar o sentir, de hecho. Le agradaba el comentario sobre su belleza y atractivo, pero no le hacía tanta gracia que Ashley diera por hecho que se acostaría con Harding y luego lo dejaría tirado como si fuera un monstruo que se alimentaba de hombres vulnerables. Un monstruo putón que iba arruinando vidas a su paso.
Quería protestar y decir que sus relaciones eran asunto suyo; que, cuando salía con un hombre, siempre dejaba muy claras sus expectativas, tanto si las tenía como si no. Si ellos decidían no hacerle caso, entonces era problema suyo, no de ella. Nunca prometía más de lo que podía dar. La fecha de caducidad quedaba clara, y, si a ellos no les parecía bien, entonces ella se marchaba antes de empezar nada.
Pero esa no era la cuestión. Ashley no quería que Bree le partiera el corazón a Harding. Qué curioso que nadie se preocupara nunca por los sentimientos de ella. Era algo a lo que se había acostumbrado hacía mucho tiempo. Siempre estaba sola. Tenía que protegerse porque nadie más la protegería.
—Si me conocieras mejor, sabrías que no hago daño a nadie a propósito —dijo en voz baja.
Ashley se estremeció.
—No quería ofenderte. Pero es que Harding es una persona normal y tú eres tú.
—No todos los tíos con los que me acuesto se enamoran de mí —señaló Bree.
—La mayoría sí —dijo Ashley asintiendo hacia la tienda de surf al final de la manzana—. Te acostaste con Chico Triste dos veces en enero y sigue lloriqueando. Es patético.
—Y triste —añadió Mikki en voz baja—. Pobre Chico Triste.
Bree la miró como diciéndole «no ayudes más», pero Mikki se limitó a guiñarle un ojo. Después, Bree se dirigió a Ashley.
—Siento que te hayas preocupado por tu hermano y por mí. No quiero complicarte las cosas y, desde luego, no quiero hacerle daño a tu hermano. Te prometo que ni siquiera voy a conocerlo. ¿Qué te parece?
Ashley negó con la cabeza.
—No quiero esa promesa. No está bien. Y no es realista. Vive aquí. La única razón por la que no lo has conocido todavía es su agenda de viajes. Pero tú y yo somos socias, y ahora que él ha vuelto… —suspiró—. Tú solo no le rompas el corazón.
—No lo haré.
Mikki se levantó.
—¿No estaría gracioso que se lo rompiera él a ella? —dijo riéndose—. Sé que jamás pasará, pero es divertido pensarlo.
—Menos divertido de lo que te podrías imaginar —dijo Bree.
—Supongo que para ti sí. Bueno, ¿hemos dejado las cosas claras? ¿Ya es hora de un abrazo en grupo?
Mikki extendió los brazos. Ashley se abalanzó hacia ellos mientras Bree vacilaba un instante. No era muy de abrazos por naturaleza, y era algo que había tenido que soportar desde que había conocido a Mikki, que abrazaba casi tanto como respiraba. Se preparó para el impacto y se acercó.
Las tres permanecieron así unos segundos antes de separarse y tirarse en las mantas. Ashley alzó la copa.
—Este champán es buenísimo. Seth y yo tenemos otra boda mañana. De su primo, creo —dijo y, sujetando la copa con firmeza, se tumbó de espaldas—. De aquí al Día del Trabajo tenemos al menos tres bodas al mes.
—Estás en ese momento de la vida —dijo Mikki—. Luego te pasarás años sin ir a una sola boda. A mí solo me quedan unos años para tener que enfrentarme al segundo asalto: que se casen mis hijos y sus amigos.
—Nunca había pensado en las bodas como etapas de nuestra vida —dijo Bree—. Pero tienes razón.
Hacía siglos que no iba a una, aunque tampoco es que las echara de menos. No creía en la promesa de amarse para siempre. Ya no. Suponía que debería; después de todo, sus padres estaban tan enamorados como el día que se habían fugado para casarse. Pero su propio matrimonio había destrozado toda ilusión que pudiera haber tenido de que el amor cayera en su vida.
—Estaré en la tienda por la mañana —dijo Mikki comprobando cuánto quedaba en la botella—. Luego estaré ocupada haciendo recados el resto del día. El domingo Perry y yo vamos a celebrar la barbacoa a la que os invité; la que vamos a hacer para los chicos y sus amigos para celebrar el fin de curso, como una fiesta de inicio de verano.
Ashley se incorporó.
—¿Cómo podéis Perry y tú hacer cosas así, juntos? Estáis divorciados.
—Sí, pero tenemos hijos, así que no nos queda otra. Además, no nos divorciamos porque nos odiáramos. Simplemente queríamos cosas distintas.
Bree acercó la copa para que Mikki le echara más.
—¿Perry sabe lo de Earl?
Mikki se rio.
—No. No es algo que hablaría con un hombre. Las amigas no juzgan.
Ashley sonrió.
—Ahora ya estoy acostumbrada a oír hablar de él, pero la primera vez que dijiste que tenías un vibrador llamado Earl, me quedé impactada.
—Yo no —murmuró Bree. Para gustos, los colores. Ella prefería un hombre, pero Mikki no era de usarlos y tirarlos. Bree entendía que una mujer pudiera necesitar un Earl en su vida.
—Deberías probar un Earl antes de opinar —dijo Mikki con remilgo—. Sexualmente hablando, es la mejor relación que he tenido. Es fiable, es generoso y nunca se cansa.
—Prefiero a Seth —murmuró Ashley.
Bree asintió.
—Yo prefiero un pene de verdad a uno mecánico, pero lo digo sin juzgar a nadie.
—Gracias —dijo Mikki—. Earl y yo somos felices, y eso es lo que importa.
Ashley soltó una carcajada entrecortada.
—Tú ganas —dijo acercando la copa—. ¡Por Earl! Que nunca te quedes sin batería.
—Oh, oh. Has puesto cara rara. ¿Tan malo es?
Ashley Burton hizo lo que pudo por no reírse.
—No quiero ser crítica —le susurró a Seth—. Sé que tienen un presupuesto limitado, pero me temo que Mikki está teniendo en mí una influencia que no me esperaba.
Volvió a dar un sorbo de champán e intentó no hacer una mueca de disgusto por el sabor extremadamente dulce.
—Sí que es malo.
—Solo tenemos que beberlo para brindar.
—Gracias a Dios.
Unos meses atrás, Ashley no habría sabido distinguir un buen champán de uno malísimo, pero desde que se había asociado con Bree y Mikki, estaba haciendo un curso intensivo sobre las sutilezas de esa bebida. Sin embargo, ninguna de ellas sería del interés del resto de invitados que los rodeaban, pensó sonriendo. Allí todos estaban felices de ver a sus amigos casarse y disfrutar de una buena comida y de una compañía aún mejor. En su caso, Seth. A algunos chicos no les gustaba nada ir a bodas, pero él siempre disfrutaba de la fiesta.
La de hoy era en Redondo Beach, en una casa grande junto a la Carretera del Pacífico. No tenía vistas, pero sí unos jardines preciosos y mucho espacio. El DJ era bueno, el bufé parecía interesante y después Ashley tenía pensado bailar con Seth hasta pasada la medianoche.
Sus amigos Krissy y Karl se acercaron. Karl miró a la multitud y se estremeció.
—Estoy harto de bodas —farfulló—. Es la tercera y solo estamos en junio. Tenemos una cada dos semanas durante todo el verano.
—Pues yo adoro las bodas —le dijo Krissy a su novio—. Y tú me adoras a mí.
—Lo que explica qué hago aquí —contestó Karl poniendo los ojos en blanco—. ¿Por qué las mujeres no podéis disfrutar del béisbol tanto como de las bodas?
Seth rodeó a Ashley por la cintura.
—Mira esto como la manifestación física del amor que sienten el novio y la novia.
Karl soltó una risita.
—Esta noche habrá mucha manifestación.
Krissy le dio un empujón.
—Karl, estamos en público. No seas grosero.
—Pues te gusta cuando me pongo grosero.
Seth sacudió la cabeza.
—Bueno, me llevo a mi preciosa novia a nuestra mesa y de paso a presumir de ella.
—Karl está de mal humor —dijo Ashley cuando sus amigos no podían oírlos—. Supongo que es verdad que no le gustan nada las bodas. ¿Y tú qué? ¿Ya estás cansado de ellas?
Seth negó con la cabeza.
—No, si estoy contigo.
Ella sonrió.
—La respuesta políticamente correcta.
Seth le rozó los labios con los suyos.
—Oye, que eres mi chica. Quiero hacerte feliz.
—Pues lo haces.
Mientras hablaba, Ashley lo miró fijamente a los ojos y vio amor. Alguien se chocó con ellos rompiendo el contacto, pero el brillo de felicidad de Ashley siguió ahí mientras se dirigían a la zona del banquete.
Seth era un tipo fantástico y no tenía ningún problema en decirle a Ashley cuánto le importaba. Llevaban casi tres meses viviendo juntos y su relación era cada vez más fuerte. Pronto Seth le pediría matrimonio y pasarían a la siguiente fase de su vida.
Encontraron sus asientos y se presentaron a sus compañeros de mesa. Una vez que acabó la típica charla de cordialidad, Seth se giró hacia ella.
—Te acuerdas de que el lunes y el martes estaré fuera de la ciudad, ¿no? —le preguntó entrelazando los dedos con los suyos.
—Sí. Me escribiste en un mensaje la información del vuelo y del hotel. Dos veces.
—Solo quiero asegurarme de que sabes dónde estoy.
Ella le dio una palmadita en el brazo.
—Cariñín, te puse un rastreador GPS en el brazo hace meses. Sé todo lo que haces.
Él se rio.
—¿Ah, sí? ¿Y eso cuándo fue?
—Estabas durmiendo.
—Rastrea todo lo que quieras. No tengo secretos para ti.
Y era verdad, pensó Ashley. Seth trabajaba para Too Many Names Productions, una importante productora de cine. Estaba en el área de negocio, encargándose de los presupuestos de varias producciones. Le gustaba decir que él era el que les explicaba a los directores que no, que no podían tener tres leones y un gorila para una toma de treinta segundos aunque «quedara muy chulo». A veces su trabajo suponía volar a un rodaje para revisar los gastos. Normalmente iba alguien de su equipo, pero cuando se trataba de películas de gran presupuesto, prefería hacerlo él mismo.
—¿Estarás bien? —le preguntó a Ashley.
—Sí. A Harding le dan su casa de alquiler el lunes y voy a ayudarlo a instalarse. Y el martes, como siempre, tengo el voluntariado en MAR. Estaré bien.
—¿Pero me echarás de menos?
Ella le sonrió.
—A cada suspiro —respondió apoyándose en él—. Cuando lleguemos a casa, ¿quieres que nosotros manifestemos un poco?
Él se rio y la acercó más a sí.
—Contaba con ello.
Mikki Bartholomew estaba dispuesta a admitir que tal vez el corte de pelo había sido un error. Su cita bianual para darse mechas y cortar se le había ido de las manos el día anterior al decir algo que casi siempre se acababa lamentando: «Vamos a probar algo distinto esta vez».
Noventa minutos después seguía rubia, aunque el pelo apenas le rozaba los hombros. Intentó decirse que el corte la hacía parecer más joven y moderna, pero estaba segura de que era mentira.
—¡Mira que sé que no tengo que hacer cambios cuando estoy nerviosa! —murmuró mientras pinchaba las patatas que hervían en su cocina de seis fuegos. Siempre les decía a sus hijos: «Si no os veis muy centrados, no hagáis nada que no se pueda deshacer».
Técnicamente, el pelo le volvería a crecer, pero mientras tanto ahí tendría el recordatorio constante de que había roto una norma muy sensata que ella misma había puesto.
Miró el reloj del microondas. Les daría otro minuto más a las patatas. Ya había cocinado el beicon y había reservado la grasa. Su ensalada de patata no era saludable, pero estaba deliciosa y era un plato favorito de la familia. Había preparado las hamburguesas que luego harían a la parrilla. Las hamburguesas veganas ya venían listas para cocinar, así que esas eran sencillas. Una vez que las patatas se estuvieran enfriando en la nevera, empezaría con la ensalada de maíz. Cuando quedara poco para el inicio de la fiesta, haría la ensalada verde. Aún tenía que poner el pollo a marinar, pero eso no le supondría mucho tiempo. Perry llevaría los refrescos y la cerveza, tenía hielo suficiente y el postre serían unos cupcakes que iba a llevar Ashley y el helado que tenía en el congelador del garaje.
—Creo que estoy lista —murmuró agarrando dos manoplas para llevar la pesada cacerola a la pila.
Esperaba a unas treinta personas para la reunión de la tarde. Sus suegros, su madre, sus dos hijos, muchos amigos, Perry, por supuesto, Bree, Ashley y Seth. Una celebración informal del comienzo del verano.
Después de escurrir las patatas, las echó en un cuenco gigante y vertió encima la grasa del beicon. Las removió hasta que quedaron cubiertas y luego llevó el cuenco a la nevera del garaje. Cuando volvió a la cocina, Sydney, su hija mayor, estaba sentada en la gran isla con una taza en la mano.
Mikki sonrió.
—Apenas son las nueve. ¿Qué haces levantada tan temprano?
Su hija se rio.
—Muy graciosa. Tenía pensado haberme levantado antes para ayudar —dijo conteniendo un bostezo—. Me bebo el café y estoy lista para que me asignes tareas.
Sydney, de dieciocho años y posiblemente la persona más inteligente que Mikki conocía, había vuelto tras su primer año en Stanford. Se había graduado en el instituto antes de tiempo, ignorando las súplicas de Mikki de que se quedara hasta el último curso para disfrutar de todos los ritos de iniciación, como la fiesta de bienvenida y el baile de promoción. Pero Sydney no era una adolescente tradicional; tenía un plan de vida y había querido iniciarlo lo antes posible.
Sydney levantó un soporte de cerámica para tarjetas de mesa.
—¿En serio, mamá? —preguntó girándola para que Mikki pudiera leerla.
Esto lleva beicon. No es vegetariano.
—Quiero que quede claro —dijo Mikki—. Al menos dos de tus amigas son vegetarianas.
—Pueden comer lechuga. Además, sé que les has comprado hamburguesas veganas.
—Sí, y tienen que comer algo más que lechuga. Deberías apoyarlas más.
—Y tú no deberías consentirlas. Vivimos en un mundo carnívoro.
—Técnicamente, somos omnívoros. Pensaba que esos profesores tan guais de Stanford te lo habrían enseñado. Quiero mi dinero.
—Demasiado tarde —dijo Sydney riéndose—. Me lo he fundido en libros de texto y café.
Mikki señaló a las escaleras.
—Ve a ducharte y a vestirte. Puedes ayudarme después de desayunar, pero no hay prisa. Lo tengo todo controlado.
—Como siempre —dijo Sydney levantándose y estirándose—. Bajo en un momento.
Mikki la vio alejarse mientras envidiaba sus esbeltas caderas y su fina cintura. Su hija había logrado escapar de la maldición familiar de tetas grandes y facilidad para aumentar de peso. Will, por su parte, había heredado la esbeltez y los hombros anchos de su padre, lo que dejaba a Mikki sola frente al ataque de los kilos. Esa realidad implicaba que luego solo podría permitirse una ración diminuta de ensalada de patata, pensó mientras entraba en su pequeño despacho.
Esperó mientras el portátil recobraba vida con su característico zumbido. Miró el correo electrónico y entonces deseó no haberlo hecho. El tercer mensaje desde arriba, justo debajo de un aviso de rebajas en Zappos, le recordaba que tenía que efectuar el pago del viaje que haría a París a finales de septiembre.
Se estremeció antes de abrir el correo y leer la alegre nota cargada de promesas sobre lo fabuloso del itinerario y las múltiples oportunidades de turismo y enriquecimiento personal.
—Ay… ¿Por qué pensé que sería buena idea?
Esa pregunta debería habérsela hecho antes de dejar una señal para reservar una plaza. No es que no quisiera ver a París. Sí que quería. Pero no sola.
Dos años antes había estado en Londres sola y había descubierto que no le gustaba viajar así. Aunque quería ser una de esas mujeres valientes que sabían actualizarse y que podían entrar con descaro en un restaurante y pedir una mesa para una, se había sentido triste y sola y había contado los días que le faltaban para meterse en casa y regañarse por no saber manejar mejor la situación.
En esta ocasión se había apuntado a un grupo que organizaba viajes para mujeres solteras. Junto a otras diecinueve almas solitarias exploraría los lugares de interés turístico de París, un lugar donde en absoluto se había imaginado cuando Perry y ella se habían divorciado tres años atrás. Mikki había querido más que las vidas separadas que estaban viviendo y él había querido que ella dejase de agobiarlo para que hicieran cosas juntos. Había querido viajar, adquirir nuevas aficiones y crecer como persona. Él había querido reparar coches antiguos con sus amigos y ver deporte por la tele.
Pero, claro, el divorcio no había sido solo por la terquedad y el desinterés de Perry. Ella había estado demasiado ocupada con su nuevo negocio y con los niños. No había tenido paciencia y no había escuchado como debería. Era culpa de los dos. Pero Mikki había dado por hecho, al parecer equivocadamente, que tres años después habría recompuesto su vida.
—No quiero ir sola a París —susurró—. No quiero hacer este viaje.
Sí, seguro que haría amistad con algunas de esas mujeres, pero no le encontraba nada bueno al viaje. A ver, no es que no le encontrara nada bueno, sino que no era lo que quería.
Y de ahí venía parte de la inquietud que la había llevado a ese desafortunado corte de pelo.
Pulsó en el enlace para anularlo y leyó los detalles. Podía recuperar el noventa por ciento del depósito si cancelaba durante los siguientes dos días. De ese modo solo perdería cincuenta dólares.
Después de marcar el mensaje como «No leído», cerró el portátil y volvió a la cocina. «Se acabaron las decisiones impulsivas», se recordó. Pensaría en por qué había querido ir a París y si eran motivos suficientes para hacer el viaje. Si no, lo cancelaría. Los cincuenta dólares eran lo de menos. El mayor problema era que le pasaba algo y tenía que averiguar qué era antes de que hiciera algo mucho más impulsivo que cortarse el pelo.
A las once, Mikki estaba lista para que desembarcara la multitud. Will, su hijo pequeño, había entrado en la cocina cerca de las diez, pero había compensado su retraso sacando platos, vasos y cubiertos, y colocando grandes sombrillas alrededor de las mesas plegables de fuera.
—¿Algo más, mamá? —preguntó apoyado en el marco de la puerta como si no pudiera ni con su propio peso.
A sus dieciséis años, era alto y larguirucho; todo brazos y piernas. Podía zampar comida suficiente para alimentar a una familia de cuatro y su idea de limpiar su habitación era meterlo todo debajo de la cama. Pero, por lo demás, era un buen chico. Se esforzaba en los estudios, tenía una naturaleza dulce y considerada que quería ocultarles a sus amigos, y siempre estaba dispuesto a ayudar.
Mikki sonrió al ver su mirada esperanzada.
—¿Qué te espera esta vez?
—Papá me dijo que podíamos ir a ver ruedas nuevas para mi coche. Ya sabes, por mi cumple. Quería buscar algunas ideas en Internet antes de que llegue.
—Tu coche ya tiene ruedas. Cuatro. ¿Por qué necesitas más? —preguntó Mikki haciendo lo posible para que no se le notara en la voz que estaba de broma, pero la lenta sonrisa que esbozó Will le dijo que había fracasado.
—Maamáá, ya sabes de lo que hablo.
Lo sabía, sí. Los neumáticos iban montados en las ruedas, pero meterse con él era divertido.
—Ya. Vale. Si tú lo dices… Pero la última vez que hablé con tu padre, me dijo que estaba pensando en comprarte un suéter para tu cumpleaños.
—Nadie va a comprarme un suéter.
Will se le acercó y le dio un abrazo de oso. Aún estaba creciendo y ya estaba más alto que ella. Su padre no llegaba al metro ochenta, así que debía de haber sacado la altura de algún antepasado.
—Anda, ve a mirar tus ruedas —le dijo cuando él se apartó—. Pero cuando todos empiecen a llegar, baja —sonrió—. O mandaré a tus abuelas para que te ayuden a limpiar tu cuarto.
—Jamás harías eso.
—A lo mejor te sorprendo.
—Tú siempre me defiendes. Es lo que hacéis las madres.
Y con eso, se marchó por el pasillo. Mikki seguía sonriendo cuando se giró hacia la cocina.
Unos veinte minutos después la puerta principal se abrió.
—¡Soy yo! —gritó su exmarido al entrar en la cocina con bolsas en cada mano—. Tengo más en el coche —añadió dejando las bolsas en la encimera antes de volver a salir.
—¡Hola a ti también! —gritó Mikki, y sacudió la cabeza mientras echaba hielo en el gran contenedor isotérmico que usaban para las fiestas fuera. Lo habían comprado hacía años y Perry había construido una plataforma de madera con ruedas para moverlo cuando estaba lleno.
Fue poniendo capas de hielo y de bebida mientras Perry volvía con más bolsas.
—¿Dijiste que seríamos unos treinta?
—Eso he calculado.
—Bien. Con esto debería bastarnos. Me llevaré las cervezas que sobren y los chicos pueden quedarse los refrescos.
Porque sabía que Mikki no malgastaba calorías en refrescos. Si iba a arriesgarse a que el culo se le pusiera más grande, lo haría con algo emocionante, como una copa de cremoso chardonnay y una loncha de queso brie.
Perry fue dándole bebidas hasta que el contenedor estuvo lleno y luego metió el resto en la nevera. Se movía por la casa con una familiaridad fruto de haber vivido allí.
La habían comprado cuando ella se había quedado embarazada de Sydney. Al divorciarse tres años atrás, Mikki le había comprado su parte a Perry. Los padres de él habían decidido irse a vivir a un piso, así que Perry les había alquilado su casa, a unas tres manzanas de allí. La vieja casa de sus padres era perfecta, ya que Mikki y él se alternaban a los niños cada semana. Will tenía la que antes había sido la habitación de su padre y Mikki lo había ayudado a convertir la habitación de costura de su suegra en un dormitorio para Sydney.
No se sentía orgullosa de que su matrimonio hubiera fracasado, pero agradecía cómo habían manejado el divorcio. Habían seguido siendo amigos, habían cuidado de sus hijos y habían logrado que sus respectivas familias se siguieran hablando. Lorraine, la madre de Perry, era amiga de la suya. Y el padre de Perry aún se refería a Mikki como «su hija». En festivos y en cumpleaños los siete comían juntos, y la mañana de Navidad todo el mundo iba a casa de Mikki a abrir los regalos. Por suerte, eran una familia moderna y unida.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Perry.
Mikki se rio.
—No hace falta. Luego ya te ocupas tú de la barbacoa.
—Puedo hacer más que eso.
Cierto. Perry ya llevaba tres años alimentándose solito. Lorraine lo había ayudado al principio, pero al cabo de unos meses él le había dicho que podía apañarse.
Observó a su exmarido. Era de estatura media y desgarbado, con el pelo rubio y tupido y los ojos marrones. No era el hombre más guapo del mundo, pero sí era serio y decente. Además, tenía una sonrisa fantástica. En otros tiempos esa sonrisa la había atolondrado.
Oyó un coche en el camino de entrada. Perry fue a la puerta principal y volvió con Lorraine, su padre, Chet, y Rita, la madre de Mikki.
Mikki se preparó, esbozó una amplia sonrisa y gritó:
—¡Hola a todos! Qué gran día para hacer una barbacoa.
Su suegro le dio un abrazo grande y un beso en la mejilla, pero su madre se quedó mirándola con la boca abierta.
—¡Dios bendito! Pero ¿qué te has hecho en el pelo?
Mikki contuvo un suspiro.
—Me lo he cortado. Me parece perfecto para el verano.
—Es horrible. ¿En qué estabas pensando?
Lorraine le dio una palmadita a Rita en el brazo.
—No digas eso. Los cambios son buenos —dijo esbozando una cálida sonrisa—. Si a ti te gusta, a mí me gusta.
Fue algo más diplomática que su madre, pero, aun así, no era la respuesta que Mikki había esperado.
—A mí me gusta —dijo Perry guiñándole un ojo—. Me recuerda a cuando nos conocimos.
—Ni siquiera te habías fijado.
—Sí.
Antes de poder decirle que no le había comentado nada, Will y Sydney bajaron las escaleras corriendo.
—¡Yaya, abus! —gritó Sydney.
Se intercambiaron besos y abrazos con todo el entusiasmo de una familia reunida tras meses separada. Lo cierto era que sus hijos habían visto a sus abuelos varias veces durante la última semana, pero Mikki no iba a quejarse. Le gustaba que estuvieran tan unidos.
Ahora que toda la pandilla estaba ahí, empezaron a sacar la comida y la bebida. Will y su padre sacaron el contenedor mientras Lorraine y Rita se ponían con las ensaladas. Chet encendió las dos grandes barbacoas y gritó que necesitaba la espátula gigante. Mikki lo supervisó todo, aunque después de tanto tiempo y tanta práctica, nadie necesitaba que estuviera por ahí vigilando. Acababan de sacar las hamburguesas de la nevera cuando llegaron los primeros invitados.
La siguiente hora fue un torbellino de saludos y charlas para ponerse al día. Los amigos de Will y Sydney llegaron en grupos formados básicamente por parejas. Las parejitas recién estrenadas apenas podían separarse lo justo para dar un abrazo, pero hicieron el esfuerzo antes de volver a engancharse y dirigirse al jardín. A Sydney siempre le habían interesado más los estudios y sus amigos que los chicos, y Will aún no había tenido una novia formal. Mikki sabía que era cuestión de tiempo que él también se viera atrapado por la magia del primer amor.
Perry no había sido su primer amor, aunque sí que había sido el único que le había hecho soñar con un futuro juntos. ¡Ay, ojalá pudiera volver a experimentar esas sensaciones!, pensó con melancolía. La emoción de la primera cita, del primer beso, del primer orgasmo, del primer «Te quiero». Y no es que Earl no estuviera cumpliendo con lo de los orgasmos, porque sí. Pero se quedaba corto en habilidades verbales y en los arrumacos postsexuales.
Ashley y Seth llegaron cargados con grandes cajas de la pastelería llenas de cupcakes glaseados con un derroche de colores veraniegos.
—Te has cortado el pelo —dijo Ashley a modo de saludo—. Está muy corto —añadió ladeando la cabeza—. Me gusta.
Mikki le sonrió mientras agarraba una caja de cupcakes.
—Gracias por mentir, pero sé que es un desastre. No le digas a mi madre que ya lo sé. Disfrutaría con mi tormento.
—Me gusta mucho —dijo Seth al besarla en la mejilla—. Es fresco.
—Esa era mi intención —dijo ella con voz suave.
Los llevó hacia el jardín. La música estaba lo bastante fuerte como para molestar a los vecinos, pero Mikki sabía que no habría quejas. En el barrio tenían un acuerdo sobre las fiestas: avisar y no pasarse de las nueve. Dos días antes había enviado un mensaje al grupo de correo prometiendo que terminarían a las siete. Mientras Seth y Ashley saludaban, colocó las seis docenas de cupcakes.
—Nos van a quedar sobras —dijo Perry al acercarse para ayudarla a pasar los pastelitos a unas bandejas grandes.
—¿De los cupcakes de Ashley? Lo dudo. Will y sus amigos saben que solo pueden tomarse uno cada uno hasta última hora de la fiesta. Luego les dejo atacar. No creo que encuentres una migaja cuando acabemos. Si quieres llevarte un par a casa, te sugiero que los escondas en la cocina mientras puedas.
—A lo mejor lo hago —dijo Perry mientras recogía las cajas vacías—. ¿Hoy no hay cata de vinos?
Mikki solía hacer catas a ciegas en sus fiestas. Compraba varios vinos distintos, los metía en bolsas de papel marrón y sus amigos tenían que adivinar de qué país era cada uno y cuál era el más caro. Ninguno acertaba nunca, ni siquiera ella, pero era un modo divertido de aprender sobre vinos distintos y encontrar nuevos favoritos.
—Demasiados adolescentes —dijo Mikki—. No quería tentarlos.
—Mejor así —dijo su madre al acercarse—. Bebes demasiado. ¡Tanto catar vino y beber champán en la playa todos los viernes! —dijo Rita arrugando los labios—. ¡Pero si hasta vas a clases! ¡De vinos!
Mikki se rio.
—Sí, mamá. E incluso he ido a una de champán. Disfruto aprendiendo y conozco a gente simpática. Deberías venir conmigo alguna vez.
Hizo la oferta cruzando los dedos, porque lo último que quería era llevarse a su madre y que le arruinara su afición favorita.
—¡No pienso beber con un puñado de extraños! —dijo su madre con furia.
Perry rodeó con un brazo a su exsuegra.
—Creo que es mejor que no vayas. Sigues siendo una mujer guapa, Rita. Todos los hombres se enamorarían de ti y sería una situación incómoda.
Su madre chascó la lengua, aunque no se quejó del cumplido. Mikki estaba de acuerdo en que Rita seguía siendo guapa. Era rellenita, igual que ella, pero tenía unos brillantes ojos azules y una piel preciosa. Siempre había sido atractiva… menos por ese perpetuo ceño fruncido.
Mikki se disculpó y cruzó el jardín cantando al son del Surfin’ USA de los Beach Boys. Saludó a algunos amigos de Will, le preguntó a Bethany qué tal le iba en la Escuela de Enfermería, y luego se sentó con Sydney y Bree en una mesa a la sombra.
Bree levantó la mirada con gesto de diversión.
—¿Sabías que tu hija te deja para volar al otro lado del país?
—Había oído un rumor.
Sydney dio un sorbo a su refresco.
—¡Venga, Bree! California es genial y me encanta Stanford, pero seamos realistas. Toda la acción está en la costa este. Ir a Georgetown es lo más sensato, y tienen el mejor programa.
Soltó la lata y empezó a enumerar con los dedos.
—Primero me gradúo con honores, luego me mudo y empiezo en Georgetown. Quiero un doctorado en Derecho y una maestría en estudios eurasiáticos, rusos y de Europa Oriental.
Bree abrió los ojos como platos.
—Eso es un compromiso serio.
—Soy una mujer seria.
—Antes éramos chicas —dijo Mikki con tono suave—. Ahora somos mujeres.
Bree sonrió.
—Puedes seguir siendo una chica si quieres.
—Gracias.
Bree se dirigió a Sydney.
—¿Y luego qué? ¿Entrar en un grupo de expertos? ¿Trabajar para el gobierno?
—No lo he decidido. Planificar los próximos siete años es lo máximo que puedo abarcar.
Se levantó.
—Voy a ayudar a papá y al abu con las hamburguesas.
Bree la vio marcharse.
—¡Por Dios santo! ¿Va a sacarse la carrera de Derecho mientras se saca una maestría en estudios de Europa Oriental? ¿Eso es posible?
—Al parecer, sí. Sé que es mía porque yo estaba ahí cuando nació, pero ¿cómo puede ser tan inteligente? Perry y yo no andamos mal y Will es bastante listo, pero ella está a otro nivel. Solo doy gracias de que esté usando sus poderes para bien.
—Al menos a corto plazo. De aquí a veinte años, podría estar gobernando el mundo —Bree se detuvo—. ¿Estás bien?
—¿Por qué lo preguntas?
—Tienes el ceño fruncido. No sueles fruncir el ceño.
Inmediatamente, Mikki se frotó la frente.
—No digas eso. Me niego a convertirme en mi madre.
—No eres como ella.
—Pero Rita es una frunceceños.
—Siento haberlo dicho.
Mikki levantó su refresco sin azúcar y volvió a dejarlo en la mesa.
—¿Crees que debería ir a París?
—Dijiste que querías.
—Me lo estoy pensando. Me resulta todo tan penoso… Veinte mujeres solteras de «cierta edad» —dijo haciendo el gesto de las comillas con los dedos— viajando juntas. Es un poco patético.
—¿Por su edad o porque están solteras?
Mikki miró al grupo de adolescentes sentados en el césped. Qué felices estaban. Qué llenos de promesas. Jared besó a Mattie y los dos se sonrieron mientras Mikki seguía mirando y conteniendo un sentimiento de… ¿de qué? ¿Pérdida? ¿Envidia? ¿Confusión?
—Pensé que a estas alturas ya tendría mi vida un poco en orden —admitió—. Han pasado tres años desde que Perry y yo nos divorciamos y creía que estaría más…
—¿Más qué?
—Algo. No sé. Me encanta la tienda. Me hace feliz y los niños están bien. Pero no quiero viajar a París con un montón de mujeres que no conozco.
Bree dio un trago de cerveza. Solo era unos años más joven que Mikki y, aun así, ella solía sentirse como la amiga mucho mucho más vieja. Tal vez porque, por lo general, parecía de otra generación. Tenía hijos y se preocupaba demasiado, mientras que Bree simplemente vivía su vida. Bree se sentía muy bien consigo misma. Nunca la afectaba nada, nunca la alteraba nada.
«Seguro que ser preciosa ayuda», pensó Mikki intentando no ser una resentida. Bree tenía unos ojos marrones enormes y una melena rizada que le caía a mitad de espalda. Era delgada y atlética, y tenía una seguridad en sí misma con la que Mikki ni podía soñar. Bree podía entrar en un bar, mirar a su alrededor y elegir a un tío. Diez minutos después estaban hablando como si fueran viejos amigos y una hora más tarde estaban metidos en la cama de él.
Mikki no alcanzaba a entender cómo podía pasar. Ella no era capaz ni de hablar con un desconocido. No sabría qué decir o cómo no sentirse incómoda. Solo de pensarlo se le encogía el estómago.
—Eres una tradicionalista —dijo Bree—. No te estoy juzgando, solo digo lo evidente. No quieres ir a París con un montón de mujeres porque nunca has contemplado ese viaje de esa forma. Quieres ir a París con un hombre con quien tengas una relación. Quieres formar parte de una pareja. Te sientes sola. Sé que tienes a Earl, pero solo te llena hasta cierto punto —dijo sin poder contener la sonrisa—. Por así decirlo…
Mikki se quedó mirando a su amiga.
—¿Así me ves?
—Así te ves. Puedes intentar ignorar la verdad, pero sigue siendo la verdad. La mayoría de la gente es tradicional. Mira a Ashley y Seth. ¿Cuánto tardarán en prometerse? Casi todo el mundo quiere estar en una relación. A ti te llevó un tiempo comprender lo que suponía estar divorciada, pero ahora ya lo sabes y estás lista para más. Por eso ya no quieres ir a París con un puñado de solteras.
Tanta perspicacia la incomodó. ¿Bree tenía razón? ¿Quería tener una relación con alguien?
—No sé… —murmuró—. ¿Un hombre? ¿En serio?
Bree se le acercó y bajó la voz.
—No te preocupes. Si encuentras al hombre adecuado, él querrá que sigas divirtiéndote con Earl. Podéis hacer un trío.
Bree apretaba la musculatura central manteniendo el peso hacia delante mientras Nicole, su instructora de pilates, contaba hacia atrás desde ocho. En el tres le tembló el abdomen. En el uno le costó respirar. Pero cuando Nicole dijo «Y despacio, muy despacio, bajad», Bree completó dos cuentas más antes de tenderse sobre el suelo.
Trabajar en la silla de pilates siempre era complicado, pero por eso le gustaba. La actividad física debería ser difícil, al menos al principio. Disfrutaba viendo mejoras con cada clase independientemente de lo que hiciera.
—Gracias por la ayuda —le dijo la mujer que tenía al lado mientras se secaba el sudor de la cara—. Es la primera vez que me sale una dominada inversa. A mi trasero no le gusta desafiar a la gravedad —añadió con una risita.
—Al mío tampoco —dijo Mikki, al otro lado de Bree. La miró—. Haces que parezca fácil. No lo soporto.
—Ven más a clase —le dijo Nicole—. Dos sesiones a la semana suponen una gran diferencia.
—Es que no me gusta hacer ejercicio, la verdad —contestó Mikki con tono alegre—. Creía que lo había dejado claro.
Se dirigieron hacia las taquillas en la parte delantera del estudio. Nicole se acercó a Bree.
—Gracias por tu ayuda con la nueva clienta. Eres una de las habituales con las que puedo contar para ayudar a las novatas.
¿Habituales? ¿Así la veía Nicole? Se quedó sorprendida. No se consideraba tan predecible.
—Encantada de ayudar.
—Jairus me ha dicho que la firma del sábado fue bien.
—Fue genial —respondió Bree mientras se ponía las chanclas—. Tu marido es muy popular entre el público más pequeño.
En la firma había habido más de doscientos niños. Jairus había leído unos extractos de su nuevo libro de Brad el Dragón y luego había estado firmando hasta bien entrada la tarde. Bree había disfrutado con ese caos y contabilizando las ventas al final del día.
Mikki se acercó y gruñó al ponerse las sandalias.
—Ya me duele todo, y eso no promete nada bueno para el resto del día —dijo frotándose el trasero—. Creo que me he roto algo.
—Estás bien —le dijo Nicole—. Date un baño luego.
—No me gustan mucho los baños.
—Ni ejercicio ni baños —dijo Bree bromeando—. Estás muy negativa.
—Es porque la clase empieza prontísimo. ¿En qué estaba pensando al apuntarme a una clase que empieza a las seis? Soy persona de tarde.
Se despidieron de Nicole y fueron a los coches. Mikki bostezó al salir a la calle. Era muy temprano aún.
—Apenas ha salido el sol —se quejó.
—Era de día cuando has venido.
Mikki abrió su SUV.
—¿Sí? Estaba demasiado dormida para darme cuenta. Nos vemos en la tienda.
—Sí.
Bree se subió a su Mini Cooper y arrancó el motor. A diferencia de Mikki, a ella le gustaba hacer ejercicio por la mañana. Iba a pilates dos veces por semana y tenía una clase de surf en grupo los jueves. Y como tenía carné de socia de unas clases de spinning, podía pasarse a hacer sesiones cuando tenía tiempo.
Se dirigió al norte, a su tranquilo vecindario en Santa Mónica. A esa hora de la mañana todos iban hacia la autopista para ir al trabajo. Pilló todos los semáforos en verde y llegó a casa en menos de cincuenta minutos.
Su casa, un viejo bungaló con una segunda planta añadida, tenía un jardincito delantero y un garaje para un coche. Pero el gran patio y la zona de césped traseras lo compensaban de sobra.
Lo había comprado hacía dos años con el dinero de la venta de la casa que Lewis le había dejado al morir. La cocina estaba reformada, pero el aseo de abajo y el baño principal de arriba habían pedido una obra a gritos. El aseo lo había reformado hacía unos meses, pero le estaba costando decidirse con su baño. Aun así, estaba disfrutando con el proyecto.
Aparcó y fue hacia la puerta trasera. Entró, cruzó la entrada auxiliar-barra-cuarto de la colada en dirección a la cocina y metió una cápsula en la Nespresso. Segundos después, la máquina volvió a la vida con un borboteo.
Como muchas casas antiguas de LA, la suya tenía varios toques artesanales, incluyendo armarios y estantes empotrados en el comedor y en el cuarto de estar. La chimenea del salón era más decorativa que de uso, pero a Bree no le importaba. Era su casa. Solo suya. No había fantasmas; al menos, ninguno que la molestara. Nunca llevaba a nadie ahí, y mucho menos a los hombres con los que se acostaba. Fuera cual fuera el pasado que hubiera existido, no quería saberlo.