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Sus besos le despertaban un deseo largamente dormido. Jenny Wawasuck sabía que el legendario motero Billy Bolton no era apropiado para una buena chica como ella. Sin embargo, cambió de parecer cuando vio el vínculo que Billy estaba forjando con su hijo adolescente. Por si fuera poco, sus caricias le hacían arder la piel. De modo que decidió pujar por él en una subasta benéfica de solteros. Billy tenía una noche para conquistar a la mujer que ansiaba. Pero, en un mundo lleno de chantajistas y cazafortunas, ¿tenían el millonario motero y la dulce madre soltera alguna oportunidad de estar juntos?
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Seitenzahl: 215
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Sarah M. Anderson
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una noche para amar, n.º 132 - agosto 2016
Título original: Bringing Home the Bachelor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8667-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
En medio de la discusión, la misma que tenía con su hijo adolescente cada mañana, Jenny deseó, por una vez en la vida, tener a alguien que se ocupara de ella. Ansiaba que la mimaran. Aunque solo fuera un momento, se dijo a sí misma con un suspiro. Quería saber lo que se sentía al tener el mundo a sus pies, en vez de soportar que todos la pisotearan.
–¿Por qué no puedo ir con Tige después del colegio? –protestó su hijo de catorce años, Seth, desde el asiento del copiloto–. Tiene una moto nueva y me dijo que me dejaría montar. Es mejor que perder el tiempo esperando a que termines en tu estúpida reunión.
–Nada de motos –repuso Jenny en el tono que empleaba con sus alumnos de primaria cuando se le estaba empezando a agotar la paciencia. Con suerte, conseguiría llegar al colegio antes de perder los nervios. Solo quedaban unos pocos kilómetros, pensó, pisando el acelerador.
–¿Por qué no? Josey va en su moto a todas partes y no lo haría si fuera peligroso.
–Josey es una mujer adulta –contestó Jenny, apretando los dientes. Cuando Seth tenía ocho años, siempre había sabido cuándo era el momento de dejar de insistir. Con catorce, no parecía conocer límites–. El marido de Josey la enseñó a montar, nunca ha tenido un accidente y sabes de sobra que no se ha subido a la moto desde que se quedó embarazada. Además, te recuerdo que Tige tiene diecisiete años y conduce demasiado rápido, no lleva casco y se ha estrellado ya dos veces. Nada de motos.
–Ay, mamá. No estás siendo justa.
–La vida no es justa. Acostúmbrate.
Seth dio un respingo.
–Si mi padre estuviera aquí, me dejaría montar.
Antes de que Jenny pudiera pensar en una respuesta coherente a la acusación favorita de Seth para hacerle sentir culpable, llegaron a la escuela de Pine Ridge, donde trabajaba como maestra. Había furgonetas y coches aparcados por todas partes. Y la zona estaba iluminada con unos focos impresionantes.
Maldición, se dijo Jenny. La discusión con Seth la había distraído tanto que había olvidado de que ese era el primer día de grabación en el centro.
La escuela de Pine Ridge era el único lugar donde se podía asistir a primaria y secundaria dentro de un radio de dos horas en coche. Había sido fundada y construida por su prima Josey Pluma Blanca y su tía, Sandra Pluma Blanca. La habían terminado a tiempo para el primer día de clase el curso pasado, sobre todo, gracias a las donaciones de Crazy Horse Choppers, una empresa dirigida por Ben Bolton y sus hermanos, Billy y Bobby. Los Bolton hacían mucho dinero con sus motos de diseño. Josey había acabado casándose con Ben Bolton y estaba embarazada de su primer hijo.
Por si la historia no fuera lo bastante novelesca, todavía había más. Bobby Bolton se había empeñado en grabar webisodios –una palabra que Jenny creía inventada– para mostrar cómo Billy construía motos en el taller de Crazy Horse. Luego los colgaban en Internet y, al parecer, estaban recibiendo cientos de visitas, sobre todo, porque Billy maldecía como un carretero y, a veces, tiraba a la gente herramientas a la cabeza. Ella no tenía conexión a Internet, por eso, no lo había visto. Ni quería verlo. Sonaba como entretenimiento basura.
Lo peor era que el equipo de grabación se había trasladado al colegio. Se suponía que Ben Bolton iba a construir una moto en la escuela taller e iba a enseñar a los alumnos a usar las herramientas. Luego, los Bolton iban a subastar la moto y darían los beneficios a la escuela. Bobby iba a grabarlo todo.
Jenny no sabía qué parte del plan le gustaba menos. Ben no era tan malo. Era un hombre centrado, inteligente y atractivo, aunque era demasiado sofisticado para su gusto. Pero le bastaba con que hiciera feliz a Josey.
Bobby, el más joven de los Bolton, hablaba con ella solo cuando quería algo. Era guapo, encantador y muy rico, pero a ella no le daba confianza.
En Billy, el mayor de los tres, confiaba menos todavía. Debía de ser un Ángel del Infierno… No le sorprendería nada que perteneciera a una banda de moteros criminales. Era un hombre enorme que le daba miedo a todo el mundo. Cuando Josey se lo había presentado en su boda, le había resultado peligroso, callado y sexy. Una combinación excitante, si ella se hubiera dejado excitar, claro. Estaba muy llamativo con el pelo moreno recogido en una cola de caballo impecable, la barba perfectamente arreglada y un esmoquin que le sentaba como un guante.
Como los otros dos Bolton, Billy era apuesto de una forma ruda y masculina y enormemente rico. Sin embargo, era el que menos alardeaba de su dinero. Ben era discreto, aunque solo se rodeaba de lo mejor. Bobby no se cansaba de exhibir su fortuna y su popularidad. Pero Billy actuaba como si el dinero familiar le molestara. Jenny se había quedado sin habla cuando él le había clavado la mirada con gesto intimidatorio. Apenas había sido capaz de saludarlo como era debido.
Y, en ese momento, el hombre en cuestión iba a irrumpir en su escuela y a relacionarse con sus alumnos.
Una cosa era que la pusiera nerviosa cuando iba vestida con un ligero vestido de cóctel en una boda que había costado más que su casa y su coche juntos. Pero sería por completo diferente si ese hombre intentara intimidar a alguno de sus alumnos como lo había hecho con ella.
Jenny no toleraría ningún comportamiento inadecuado o indecente por parte de ninguno de los Bolton, por muy musculosos que fueran. Si cruzaba los límites, Billy Bolton descubriría qué clase de mujer era.
Aparcaron en su sitio habitual y Seth salió del coche a toda velocidad. Había muchas personas deambulando por todas partes. Por lo general, Jenny era la primera en llegar al colegio. Le gustaba entrar en clase con tranquilidad, antes de que un montón de niños de seis, siete y ocho años irrumpieran en el aula. Se preparaba un té, se aseguraba de tener listo el material y revisaba el plan para el día. Mientras, Seth solía quedarse en la sala multiusos practicando guitarra. Era perfecto.
Sin embargo, ese día nada sería perfecto.
–Tenemos un problema, un coche en la escena –gritó una mujer, pasando a su lado sin saludar, mientras un hombre la cegaba con la luz de los focos.
Antes de que pudiera resguardarse de la luz, alguien habló a su lado.
–¿Jennifer? Hola, soy Bobby Bolton. Nos conocimos en la boda. Me alegro de volver a verte. Estoy encantado de poder estar aquí, haciendo algo bueno por la escuela. Hacéis un buen trabajo y nos entusiasma poder participar. Pero vamos a necesitar que quites tu coche.
Jennifer. A Jenny se le erizaron los pelos de la nuca. Sí, Bobby había intentado halagarla, pero ella no se llamaba Jennifer. Su nombre era Jenny Marie Wawasuck.
Se giró despacio, mientras su hijo Seth hacía una mueca. Hasta un chico de catorce años sabía que por nada del mundo debía llamarla Jennifer.
–¿Disculpa? –dijo ella. Fue lo más educado que se le ocurrió responder.
Bobby llevaba auriculares y, a pesar de que no parecía la clase de hombre que se levantara antes de mediodía, estaba tan guapo como siempre.
–Como estoy seguro de que sabes, Jennifer, vamos a grabar esta mañana. Necesitamos que muevas el coche.
Era demasiado temprano para perder los nervios, se dijo ella, perdiéndolos por fin.
–¿Por qué?
La sonrisa que Bobby le dedicó le dio ganas de darle un puñetazo en el estómago.
–Vamos a grabar cómo llega Billy en la moto y necesitamos espacio –explicó Bobby con un tono menos halagador y más autoritario–. Mueve el coche.
¿Quién se había creído que era? Jenny hizo una pausa, un truco que solía funcionar para captar la atención de un niño de cualquier edad. Se irguió en toda su altura de metro sesenta y tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos.
–No. Este es mi sitio. Siempre aparco aquí –señaló ella. En parte, sabía que no estaba siendo muy racional, no le costaba mucho mover el coche. Pero no quería que Bobby Bolton pensara que podía darle órdenes.
Demasiadas personas la trataban como si fuera inferior. Creían que no discutiría porque era una chica complaciente o porque era maestra o porque no tenía nada. Sobre todo, por lo último. Aunque sí tenía una plaza de aparcamiento.
Bobby dejó de sonreír. Parecía agotado.
–Sé que es tu sitio, pero creo que una mujer adulta puede sobrellevar aparcar en otra parte solo por un día. Muchas gracias. ¿Vicky? –llamó él por el micrófono que llevaba–. ¿Podemos traerle a Jennifer un café? Gracias –dijo, y se volvió hacia Jenny con otra de sus falsas sonrisas–. Sé que es temprano, pero una vez que muevas el coche y te tomes un café, estoy seguro de que te sentirás mejor, Jennifer.
A Jenny le repugnaba su tono paternalista. Antes de que pudiera decirle que no tomaba café y que no iba a mover su coche de ninguna manera, una sombra se acercó por detrás, cegando la luz de los focos.
Un escalofrío la recorrió, al mismo tiempo que se le erizaba el vello.
–Su nombre no es Jennifer –dijo una voz poderosa y, para enfatizar el comentario, le pegó a Bobby un puñetazo en el brazo que casi le hizo perder el equilibrio–. Se llama Jenny. Y deja de portarte como un idiota.
Jenny tragó saliva. Billy Bolton pasó a su lado y se paró delante de su hermano. No debía tenerle miedo, se recordó. ¿Qué importaba si era mucho más alto que ella y si llevaba una chaqueta de cuero con aspecto carísimo y vaqueros y camiseta negra ajustada? ¿Qué más daba que llevara gafas de sol, a pesar de que apenas había amanecido? No era asunto suyo que fuera la viva imagen de un sexy rebelde motero.
Estaban en su territorio, se dijo Jenny. No podía acobardarse, se repitió a sí misma.
Enderezando la espalda, ella puso cara de no ser alguien manipulable y no se movió. Entonces, se dio cuenta de lo que Billy había dicho.
Él sabía cómo se llamaba.
Había creído que no se acordaría de ella. Sin embargo, allí estaba, dándole un puñetazo a su hermano porque se había equivocado con su nombre.
Era su escuela, su reserva, se repitió a sí misma para darse fuerzas, mientras se aclaraba la garganta.
–Bien. Bueno, que os divirtáis haciendo vuestra película –dijo ella, y se giró para dirigirse al edificio.
Pero Bobby reclamó su atención de nuevo.
–No hemos solucionado el problema.
–¿Qué problema? –preguntó Billy.
Mientras se alejaba, Jenny sintió que esa voz masculina y grave reverberaba en su interior y la hizo estremecer. Recordó que le había producido la misma reacción física la otra vez que se habían visto.
–El coche de Jennif… El coche de Jenny está en medio de la escena. Necesitamos grabarte llegando en tu moto al amanecer y su coche estará en medio. Le he pedido que lo aparque en otro sitio, solo por hoy –indicó Bobby, lanzándole una sonrisa condescendiente a Jenny–. Como es temprano y todavía no se ha tomado un café, no comprende lo importante que es que mueva el vehículo.
Vaya charlatán embaucador, se dijo ella. ¿Creía que iba a poder confundirla con su lenguaje educado y la clase de sonrisa que debía de derretir a la mayoría de las mujeres?
–Solo porque Josey te haya dado permiso para grabar en esta escuela, no significa que yo vaya a dejar que tú y tu gente interrumpáis la educación de mis alumnos –contestó ella con una sonrisa forzada.
Entonces, sucedió algo extraño. Billy la miró, se inclinó hacia delante e inhaló, como si la estuviera oliendo.
–No toma café –le indicó Billy a la mujer que se acercaba con una taza para ella.
De acuerdo. Billy Bolton comenzaba a darle miedo, reconoció Jenny para sus adentros. Ella había sido más o menos invisible para la raza masculina durante unos… catorce años, desde que había nacido Seth. Nadie había querido mezclarse con una madre soltera, encima, india.
Aunque Billy… No solo prestaba atención a su nombre o a cómo olía. Le estaba prestando atención a ella. Jenny no sabía si sentirse halagada o aterrorizada.
–¿No vas a mover el coche? –preguntó él.
–No.
Jenny no podía verle los ojos tras las gafas de sol, pero adivinó que la estaba mirando de arriba abajo. Luego, tras asentir un momento, Billy se giró, caminó hacia la parte delantera de su coche y levantó el vehículo con sus manos. Sí, era un pequeño utilitario con veinte años de antigüedad pero, aun así, lo levantó como si no pesara más que una bolsa de la compra. Si ella no hubiera estado tan furiosa, se hubiera quedado embelesada ante la visión de todos sus músculos en acción. Aquel hombre era la fantasía del chico malo hecha realidad.
–¡Eh! –gritó Jenny, mientras Billy arrastraba el coche a un par de metros y lo dejaba caer sobre la hierba–. ¿Qué crees que estás haciendo?
–Arreglar el problema –contestó Billy, se limpió las manos en los vaqueros y se volvió hacia ella con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo mover los coches levantándolos a pulso.
Fue la gota que colmó el vaso. No solo tenía que soportar las continuas insolencias de su hijo. Había intentado ser amable y educada, portarse como una buena chica, pero no le había traído más que dolor.
–Escúchame tú –le espetó ella y, sin pensarlo, se acercó y le dio un empujón en el pecho.
Aunque él no se movió ni un milímetro. Era como golpear una sólida pared de piedra. De nuevo, a Jenny se le puso la piel de gallina.
–No he venido aquí para que tú, tu hermano o vuestra gente me tratéis como si fuera basura. Soy maestra. Esta es mi escuela. ¿Lo entendéis?
A Jenny le pareció que Billy esbozaba una sonrisa. ¿Se estaba riendo de ella?
Cuando levantó la mano para darle otro empujón, Billy se la capturó con sus enormes dedos y se la sujetó. En un instante, a ella le subió la temperatura.
Con esfuerzo, forcejeó para zafarse.
–Escúchame. No me importa lo grande o rico o famoso que seas… estás en mi escuela, en mi reserva. Si cometéis un solo error, si tocáis a uno de los chicos o decís algo inapropiado, me ocuparé de haceros picadillo personalmente y de daros de comer a los coyotes. ¿Lo he dejado claro?
Billy no dijo nada. La miró escudado en sus gafas de sol. Detrás de su poblaba barba, a ella le pareció verlo sonreír ligeramente.
–Mamá –llamó Seth.
–Tenemos que empezar a grabar, Jenny –indicó Bobby, interponiéndose entre Billy y ella para que se fuera.
Pero ella le lanzó su mirada más letal a Billy antes de irse.
–Esto no termina aquí.
–No, no lo creo –murmuró Billy, mientras ella se alejaba.
Billy se quedó allí parado, pensando que el día había dado un giro para mejor.
¿Acababa la bonita prima de Josey de amenazarlo con hacerle picadillo? Diablos, nadie se atrevía a amenazarlo nunca… a excepción de sus hermanos. Todos los demás conocían su reputación en las peleas, a pesar de que las últimas habían ocurrido hacía más de diez años. Y sabían que tenía bastante dinero para denunciar a quien quisiera y hacerle la vida imposible en los tribunales.
Maldición, la preciosa Jenny seguramente conocía ambos hechos y lo había amenazado de todos modos. Se pasó los dedos por la parte del pecho donde había intentado empujarlo, justo donde llevaba tatuada una rosa espinada. Todavía podía sentir la calidez de su contacto. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo había tocado una mujer?
Él siempre había tenido un gusto horrible para las féminas. Tenía cicatrices para demostrarlo. Había recibido algunas ofertas en los últimos tiempos, sobre todo, provenientes de mujeres sofisticadas que estaban más interesadas en su dinero que en él. Pero Billy no iba a dejar que le rompieran el corazón de nuevo. Y, por lo general, emanaba las vibraciones adecuadas para repeler a la mayoría de las chicas.
De hecho, si recordaba bien, estaba seguro de que Jenny Wawasuck se había asustado de él cuando se habían conocido en la boda de Josey. Quizá, él había tenido la culpa.
Josey le había pedido que se pusiera esmoquin para ir a la boda. Y lo había hecho con tanta dulzura que lo había convencido. Billy había rebuscado en el fondo de su armario para encontrar el traje que se había hecho a medida cuando, años atrás, Bobby lo había arrastrado a una de sus fiestas de postín en Hollywood. Aunque el traje era suyo y era de su talla, la pajarita solo había aumentado su mal humor. Cuando había visto lo feliz que se había mostrado su hermano al casarse, además, solo le había servido para recordar sus propias carencias.
Jenny le había parecido una chica encantadora, bonita y discreta, nada que ver con las mujeres explosivas con las que había salido en su época de mujeriego. Y tampoco se parecía a las damas sofisticadas con las que se había topado en las fiestas de la alta sociedad con Bobby.
Estaba muy hermosa en la boda, con el pelo largo, rizado y suelto, y los hombros desnudos. Tenía aspecto de ser la clase de buena chica que evitaba mezclarse con los tipos como él.
Para colmo, él no había sido capaz de pensar en nada que decirle. Al recordarlo, le subió la temperatura.
Por supuesto, Jenny no era su tipo. Y las chicas como ella nunca saldrían con alguien como él. Era mejor dejarlo así.
Saliendo de sus pensamientos, Billy se giró hacia Bobby, que le estaba dando instrucciones para que se montara en la moto y condujera hasta la puerta del colegio otra vez. Bobby tenía la irritante costumbre de hacer veinte tomas para cada escena. Por lo general, a él le sacaba de quicio perder el tiempo. Sin embargo, en ese momento, agradecía tener tiempo para pensar.
Lo habitual era que Billy tuviera la mente ocupada con su último diseño o con cómo enfrentarse a algún problema con su padre o hermanos. No obstante, ese día, mientras conducía una y otra vez por el mismo camino que llevaba hasta la escuela, solo podía pensar en Jenny.
Olía a colonia infantil, un suave aroma que encajaba con la imagen que tenía de ella en la boda, dulce y agradable. Pero no entonaba con la mujer que acababa de amenazarlo. Y no olía a café. Además, él sabía que Josey solía tomar solo té cuando estaba en la reserva. Por la forma en que ella había abierto los ojos de par en par, adivinaba que había acertado al decir que no tomaba café.
Tampoco podía dejar de darle vueltas a cómo Jenny le había dicho que la conversación no había terminado. Quizá, se estaba volviendo un blando con el tiempo. Pero esperaba que ella tuviera razón.
Por fin, después de una hora de repetir el mismo camino sin parar, Bobby decidió que podían dejar de grabar esa escena. Para entonces, la escuela estaba llena. Todos los niños estaban allí, junto a un puñado de padres.
En el pasado, cuando Billy se había ganado su reputación de pendenciero, la gente lo había contemplado con respeto. Algunos habían querido hacerse amigos suyos, otros habían intentado probar que habían sido más duros o más malos. Esas reacciones no habían hecho más que empeorar desde que habían empezado con los webisodios. El público esperaba que fuera gracioso o rudo o todo a la vez. Todos querían ver al Salvaje Billy. Y él lo odiaba.
La mujer de su hermano Ben, Josey, se acercó a él cuando aparcó delante del taller de la escuela donde iban a construir la moto.
–Buenos días, Billy. ¿Todo va bien?
Sin duda, Jenny había tenido una conversación con su prima, adivinó él.
–Bobby es un capullo…
–¡Eh! ¡Cuida tu lengua! ¡Hay niños presentes!
–Bobby es un memo, eso es. Un memo –se corrigió él. Iba a ser un día muy largo, pensó.
Josey suspiró.
–Recuerda las reglas, Billy.
–Sí, sí, lo sé. Debo cuidar el lenguaje, comportarme con educación, no lanzar cosas.
Josey le dio una palmadita en el brazo.
–Solo serán tres semanas.
Sí, solo pasaría tres semanas en el colegio. Pero no veía el momento de que Bobby dejara de dirigir su vida en el futuro próximo. Solo había aceptado prestarse a las grabaciones porque Ben había dicho que era una buena forma de justificar el gasto de nuevo material para el taller. Y él adoraba el nuevo material. Diablos, probar una herramienta nueva era lo más divertido de construir una moto. Además, había pensando que era una manera de mantener la paz en la familia. Sin embargo, en el presente, no estaba tan seguro de eso.
Por supuesto, debía sentirse halagado porque la gente lo reconocía por la calle. Incluso habían creado una página de seguidores en Facebook. Aunque, en el fondo, lo que Billy deseaba era que Moteros americanos, que era como Bobby había titulado la serie de webisodios, fracasara. Así, podría continuar haciendo lo que mejor se le daba, construir motos de diseño. Nada de cámaras, nada de seguidores, nada de ser famoso.
En su taller, era el único lugar donde podía sentirse en paz y trabajar en silencio.
Lo malo era que no tenía pinta de que pudiera volver a encerrarse a solas en su taller, al menos, por el momento. Moteros americanos cada vez tenía más seguidores en Internet. Él, sin embargo, apenas había visto más de dos minutos de ninguna grabación. Le resultaba vergonzoso. Odiaba la reputación de motero salvaje que la serie le estaba dando.
–Ah, aquí viene Don Dos Águilas –estaba diciendo Josey, mientras saludaba con la mano a un tipo mayor–. Don, este es…
–Billy Bolton. Te pareces a tu padre –observó Don.
Ni Don lo dijo que como un cumplido, ni Billy se lo tomó como tal.
Ben le había hablado a su hermano de Don.
–¿Tu eres el tipo que le rompió la mandíbula a mi padre en los ochenta, en Sturgis?
–Exacto. Dejé fuera de combate a tu viejo y no me importaría hacer lo mismo contigo. Así que compórtate, ¿de acuerdo?
–Don –le susurró Josey al otro hombre con tono de reprimenda. Luego, volvió a hablar con normalidad–. Ahora los chicos se pondrán en fila. Bobby cree que es buena idea que saludes a algunos de los alumnos más mayores. Vamos a prepararlos para que te estrechen la mano. ¿Te parece?
–Vale.
–Estaré vigilándote –advirtió Don antes de irse a atender otro asunto.
–¿Puedes creer que Bobby quiere traer aquí a tu padre para que se pelee en directo con Don? –murmuró Josey–. A veces, tengo mis dudas sobre la cordura de ese hermano tuyo.
–A mí me pasa igual.
Por eso, a Billy le caía bien Josey. Ella entendía cómo funcionaba la familia Bolton y trataba de hacer todo lo posible para evitar roces. Ben había elegido bien.
–¿Jenny va a sacar a los niños de su clase también? –preguntó él, sin pensar.
Josey le lanzó una mirada de extrañeza.
–No, los de segundo y tercero de primaria no tienen permiso para asistir a la escuela taller.
–No pensaba romperle el coche –añadió él.
–Lo sé. Solo querías solucionar un problema. Eso es lo que mejor sabes hacer, Billy –señaló ella, dándole otra palmadita en el brazo con gesto maternal.
Billy iba a limpiar el barro de las ruedas de su moto cuando se le acercó Vicky, la asistente de producción.
–Tenemos que ponerte el micro, Billy.
Vicky, sin duda, entraba en la categoría de chicas a las que les daba miedo, pensó él. Ponerle el micrófono implicaba pegárselo con cinta adhesiva al pecho. Y a Vicky no parecían gustarle demasiado sus tatuajes.
–Bueno –dijo ella, posando los ojos en la camiseta ajustada de Billy–. Supongo que tendrás que quitarte eso.
Justo cuando Billy iba a hacerlo, las puertas de la entrada del colegio se abrieron y cincuenta niños salieron de golpe. Casi de inmediato, Josey se acercó y le sujetó la mano a Billy para que no se quitara la ropa.
–¿No será mejor que lo hagas en un sitio más discreto?
Vicky tragó saliva. Se esforzaba en no quedarse a solas con Billy. Y era curioso, porque él no era ninguna amenaza para las féminas. No había estado con una mujer desde…
Maldición. Era deprimente pensar cuánto tiempo llevaba acostándose solo. Hacía mucho tiempo que se había cansado de irse a casa con una chica distinta cada noche.