Una poética del exilio - Olga Amarís Duarte - E-Book

Una poética del exilio E-Book

Olga Amarís Duarte

0,0

Beschreibung

La presente obra inicia un diálogo entre el pensamiento de dos autoras cuyas sendas del exilio se cruzaron en tantas ocasiones, sin que aconteciese, no obstante, el encuentro entre ambas. La novedad de las siguientes páginas incide en un acercamiento de las filosofías de Hannah Arendt y de María Zambrano, tan alejadas en su tono de enunciación, pero paralelas en su deseo por estirar los límites de la razón más allá de lo aceptado por los cánones.  La centralidad del sentir amoroso, de la figura del prójimo, de la imaginación creadora, así como la potencia alquímica del decir poético son las piedras de toque sobre las que se yerguen las obras filosóficas de ambas autoras. Dos voces, pues, que dialogan sobre el sentido del acto reflexivo desde la inalienable condición de ser mujeres. Inspirada por la reflexión de dos exiliadas en tiempos de oscuridad, esta obra se torna esencial al proponer una mirada oblicua de la crisis, haciendo hincapié en una respuesta esperanzada que da prioridad a la creación desde la ruina y a la heroicidad del gesto extraordinario del sujeto común.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 562

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Olga Amarís Duarte

Una poética del exilio

Hannah Arendt y María Zambrano

Herder

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: Martín Molinero

© 2020, Olga Amarís Duarte

© 2021, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4618-4

1.a edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

PRÓLOGO

I. DOS VIDAS EN CONTRAPUNTO

1. El viaje de la infancia1.1. A claroscuros1.2. El nacimiento de Perséfone2. La vida a quemarropa2.1. La república de los amigos2.2. Sin sombrero a la hora del té3. La condición de mujer

II. EL EXILIO DE HANNAH ARENDT

1. Las revelaciones del exilio1.1. La condición judía1.2. El paria consciente como agente político1.3. La lengua materna es lo que queda2. La transformación del exilio2.1. Renacer a la vita activa2.2. Por amor al mundo2.3. Los símbolos del exilio

III. EL EXILIO DE MARÍA ZAMBRANO

1. Las revelaciones del exilio1.1. La condición de víctima sacrificial de la historia1.2. Los claros del bosque1.3. La palabra de la razón poética2. La transformación del exilio2.1. Renacer a la vita nova2.2. Por piedad al mundo2.3. Los símbolos del exilio

IV. CREANDO UN NUEVO MUNDO EN TIEMPOS DE OSCURIDAD

1. La fundación de un mundo en el exilio2. El gobierno de los justos3. Políticas de la hospitalidad

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

NOTAS

INFORMACIÓN ADICIONAL

Para Sofia, mi aurora

PREFACIO

Introducir un discurso sobre las ventajas y los claros del acontecimiento siniestro del exilio supone, en principio, toda una provocación que banaliza la tragedia, en su mayoría anónima, de individuos que tienen que sufrir en la propia corporeidad la sustracción de todo el andamiaje que configura una vida digna. Sería, además, caer en la tentación de generalizar el discurso de unos pocos afortunados para los que su exilio de luxe supuso la oportunidad de hacerse un nuevo nombre en el extranjero y de gestar toda una obra rica en hibridaciones, sinergias y originales interferencias en el contexto cultural conquistado. Porque todo exilio tiene una faceta de conquista y todo exiliado es un conquistador en potencia que irrumpe con su conspicua diferencia en una sociedad que, en principio, cree no necesitarle, obviando así la tesis arendtiana sobre la pluralidad diferenciada como condición imprescindible de la existencia humana. La gran proeza del exiliado consiste, en estos términos, en hacerse imprescindible por insustituible. Parece, pues, que la cuestión orbita en torno a la mejor manera de instaurar la diferencia como principio de convivencia en una sociedad que, agravada su miopía cognitiva, sigue enredándose en prerrogativas, posponiendo lo inevitable y provocando con ello la extenuación de cientos de exiliados sirios, afganos, iraníes, palestinos, colombianos, sudaneses y demás Odiseos contemporáneos.

En nuestro tiempo, sin duda, el de los setenta millones de desplazados forzados,1 resultaría una obscenidad entonar una loa acerca del beneficio que supone tener que exiliarse. Ante la evidencia preclara de los refugiados de nuestro tiempo, no se puede poner punto final como pedía Julio Cortázar en los años ochenta.2 Asimismo, de poco sirve apagar la conciencia porque, al encenderla, siguen estando ahí, ellos, los otros, aún más cercanos y aduciendo una fraternidad de destino: su destino, el de todos. Lo que se impone no es el silencio, «el silencio disonante que deja en el aire la palabra entrecortada»,3 sino la voz y la urgencia de pensar y de repensar el exilio a contrapelo, como lo hicieron María Zambrano y Hannah Arendt, sin escatimar en los sinsentidos y en el horror, para llegar, finalmente, a comprenderlo4 en su totalidad poliédrica: los dados poliédricos del exilio que siempre aterrizan en la casilla que queda fuera del tablero y que marcan el preámbulo de un nuevo juego con sus nuevas reglas.

Vivimos en tiempos de crisis, de oscuridad y de catacumbas, que dirían las protagonistas de estas páginas, siendo muy conscientes, sin embargo, de que tras semejante apelativo se encuentra el verdadero semblante de la época: moramos en tiempos de oportunidad. Pero morar, como lo entendieron ellas, no como una simple ocupación del espacio, sino como una acción permanente de ahondamiento en busca de los cimientos más profundos para rescatarlos y sacarlos a la luz, más brillantes que en su origen, más sólidos. Zambrano afirma al respecto que todo tiempo de crisis está marcado por el sentimiento de la inquietud, ante el cual el sujeto tan solo tiene a su disposición dos respuestas: sucumbir al miedo inventando fantasmas en forma de enemigos imaginarios, en cuyo caso la figura del exiliado o del emigrante viniendo allende los mares representan a la perfección la amenaza del desconocido, del radicalmente Otro; o, por el contrario, trascender la inquietud. Esta última opción, la más encomiable, y la que sin duda adoptaron tanto Arendt como Zambrano, consiste en la planificación y en la creación del mundo de después de la crisis, un espacio mejorado y diáfano, surcado de puertas y de ventanas para salir al encuentro del recién llegado. Hay un cuadro, hijo también del destierro, que representa a la perfección esta labor constructora del exiliado. En 1955, la pintora española exiliada en México, Remedios Varo, pintó una obra titulada El flautista, que como un sueño, o como una visión mística proyectándose en el plano del imaginario, representa la edificación de un castillo al ritmo de la música que toca el personaje central. En el cuadro de Varo, el flautista es un músico ambulante, un exiliado, tal vez, quien, al concertar armonías con su instrumento, propulsa las rocas del suelo una a una, hasta configurar todo un edificio flotante, en movimiento constante, una casa-roulotte que en su camino va fundando el espacio habitable.

Por ello, en el contexto de la crisis crónica en la que se encuentra la humanidad, entendida esta en sus dos acepciones antes enunciadas; esto es, como sima y como salto, sí que se hace legítimo el discurso alternativo de estas dos autoras, pensadoras y filántropas protagonistas de este libro, quienes intuyeron un envés revelador que hace del exilio el lugar propicio para que tenga lugar el desvelamiento de la propia subjetividad, así como la adquisición de la capacidad hermenéutica para la comprensión y la reconciliación con los sinsentidos del transcurso histórico. «Amo mi exilio», confiesa María Zambrano en un artículo publicado en el periódico ABC el 28 de agosto de 1989. Y este alegato sentimental no plantea en sí una provocación pergeñada ya en el regreso, sino toda una declaración de amor intelectual al modo spinoziano, por el cual el exilio se concibe como una dimensión esencial de la vida humana que configura, a la vez que define. Entendido desde estas premisas, el exilio se convierte en un acontecimiento propiciatorio e iniciático que, en complicidad con los tejemanejes de la historia, logra aquello que el místico solo consigue empezar a vislumbrar tras arduos ejercicios ascéticos. El exiliado, de un plumazo que lo borra al instante del paisaje conocido, de un golpe que lo derriba al suelo o, en el mejor de los casos, que lo obliga a seguir adelante sin mirar atrás so pena de congelarlo para siempre, alcanza en el salto abismático hacia lo desconocido un estado total de desarraigo, de cercenadura de las raíces, que lleva ahora al aire; en suma, de vaciamiento de todo lo superfluo hasta quedar reducido a lo esencial por inalienable, aquello que Roberto Bolaño, para hablar de su propio exilio, llama «la altura real del ser».5

La expresión más rotunda para describir al desprendimiento de las capas —máscaras y disfraces que dice Zambrano—, que acontece en el sujeto exiliado se encuentra en el concepto de la «vida desnuda» tomado por Hannah Arendt de la zoé aristotélica, aunque actualizado y adaptado a la nueva realidad posbélica del siglo XX. Al refugiado judío se le sustrajo la persona jurídica del bios politikos; esto es, la relevancia de poder actuar e influir con sus palabras y actos en el espacio compartido con el resto de los seres humanos, teniendo solo a su disposición, como exiguo y peligroso equipaje de viaje, la pura vida biológica. También María Zambrano evoca la desnudez desencarnada y descarnada6 del exiliado, quien, en el proceso de reducción hasta lo irreductible, se ha hecho diáfano, casi invisible, un habitante del aire, nada más, y, sin embargo, el paradigma del ser humano arrojado a las entrañas de la historia para poder reflexionar allí, desde la distancia desocupada, y mientras se balancea en el tiempo suspendido de la espera, de lo propio y de lo ajeno, del pasado, del presente y del futuro.

Por esta dialéctica de salidas y de entradas, de vaciamientos y de inundaciones que acontecen en la experiencia diaspórica, ambas autoras, desde polos discursivos dispares, vindican la posición privilegiada del límite que se abre en toda crisis para empezar a poner los cimientos de un modo alternativo de expresión y de intelección capaz de la comprensión total de la realidad, incluyendo aquellas regiones desterradas, también ellas, del pensamiento filosófico del canon. En definitiva, traer del éxodo los saberes repudiados por la filosofía de Occidente: los sueños, la mística y la poesía. La razón poética de María Zambrano, junto con el corazón comprensivo y la imaginación creadora de Hannah Arendt, son los mejores exponentes de esta reunificación de saberes emparentados por un mismo origen y que, sin embargo, en los sucesivos avatares de guerras fratricidas, se han ido desprendiendo de la materia simbólica que los mantenía unidos y a flote. Aquí, en el fondo de este primer modo de pensamiento coalescente, la verdad sumergida del exiliado se transforma en un esclarecimiento, en la luz «vislumbrada, confundida, encerrada aún allá en el horizonte plácido que sostiene la visión de los fuegos del crepúsculo».7 Así pues, el exilio, en la obra de Zambrano y de Arendt, se dibuja como lugar del desprendimiento, del desvelamiento y de la esperanza ciega y sorda de que una nueva forma de pensar el mundo aún es posible.

Muy elocuente al respecto es la confesión que Arendt hace en una carta a su tutor y confidente Karl Jaspers en pleno exilio neoyorquino, alegando que, en su opinión, la única existencia humana decente8 es aquella que solo es posible desarrollar en los márgenes de la sociedad donde el individuo corre el riesgo de morir de hambre o de ser apedreado hasta la muerte.9 La tercera vía que se intuye, pese a ser silenciada aquí por el dramatismo de las dos opciones mencionadas, es, sin embargo, la única válida que recorre toda su obra y que se distingue por un prurito de entendimiento: comprenderlo todo y del todo. En sentido socrático, la decencia aquí esgrimida por Arendt debe entenderse como la capacidad de que los actos del individuo permanezcan en armonía con el pensamiento. Ser decente significa, pues, ser íntegro en términos filosóficos. Por su parte, para María Zambrano, en su callado desovillar de las voces de muertos y de vencidos, el único espacio habitable para el exiliado es, por analogía, el de los claros del bosque que aparecen y desaparecen a través de la singladura inopinada del caminante. El contraespacio del bosque es, así, el topos del desvelamiento que se ofrece cuando ya no se busca y que desaparecen cuando el inquisidor demora en la pregunta.

No debiera pensarse, sin embargo, que la experiencia del exilio es concebida por ambas autoras como un estado pasivo de aceptación y de sublimación de los acontecimientos de la época. En el marco del pensamiento político arendtiano, desde el exilio logrado, es decir, desde el lugar hermenéutico privilegiado donde el sujeto puede otear el entorno con un telescopio de largo alcance, el refugiado se convierte en partícipe de la vita activa, influyendo y conformando la esfera pública mediante sus actos y sus palabras. De ahí que en el artículo «¡Nosotros, los refugiados!», publicado en 1943 en el Menorah Journal, una de las revistas en inglés más prestigiosas de la comunidad judía en el exilio, Arendt califique de «vanguardia» de su pueblo, y del mundo entero, al exiliado judío que ha cobrado conciencia del beneficio de su alteridad, convirtiéndose, por ello, en el agente revelador de un mensaje con tonos salvíficos:

Aquellos pocos refugiados que insisten en contar la verdad, aun a riesgo de caer en la «indecencia», obtienen a cambio de su impopularidad una inapreciable ventaja: la historia deja de ser para ellos un libro cerrado y la política no es ya el privilegio de los gentiles.10

Y así, la vanguardia, del francés avantgarde, que, en su origen, se refiere a la primera fila del ejército —esto es, los primeros soldados en caer en la batalla—, se asemeja a la «primicia» de toda serie, al peligroso primer término que funge de propulsor del cambio y de iniciador de un nuevo orden político. También en el pensamiento de María Zambrano, el acto catalizador del exilio toma la forma de un sacrificio vivificante de lo «más humano del hombre»11 en una criatura que, tras haber resurgido a la vida nueva, va instituyendo una Patria tras otra, porque todas las ciudades han sido fundadas un día por un extranjero que vino de lejoscon la sola intención de crear, de dar sin más.

Como se ve, en los discursos de Hannah Arendt y de María Zambrano se vislumbra, tras la tragedia, un sobrepasamiento, el elemento catártico que hace que de la destrucción surja un germen que viene a rescatarla y que tan bien expresado queda en estos versos del poema Magia de Rainer Maria Rilke, mencionado por Arendt en La condición humana para ejemplificar la transformación alquímica que acontece en la poesía:

A menudo lo sufrimos: en cenizas se convierten unas llamas,

sin embargo, en el arte: en llama se convierte el polvo.

Aquí está la magia.12

Este trasvase de esencias por el cual el rescoldo vuelve a transformase en material ígneo, creador y destructor al mismo tiempo, se asemeja a la metamorfosis del exilio, por medio de la cual la ruina se transmuta en cimiento, en columna, en toda una torre desde la que empezar a construir una ciudad nueva, el país del exilio, la nación invertida, tal vez imposible, como resultado de la negación de todas las singularidades que fallaron en su intento por hacerse únicas e incontestables. De esta forma, el exiliado paria de Arendt, como vanguardia consciente y como iniciador, se presenta a modo del fabricator mundi de los textos de Kafka, el fundador de un espacio de convivencia, nuevo y plural, que reemplace a aquella estructura deshumanizada en la que el sujeto no es más que la creación de una maquinaria grotesca que amordaza todo despunte de imaginación con el bramido de sus automatismos.

Para Zambrano, la artífice de ese nuevo mundo que se descubre a las orillas del exilio, sin frontera y sin reino,13 es Antígona, paradigma de todos los náufragos de la historia que van creando islas allá donde van, como si se les desprendiesen de los bolsillos reventados de agua, de sal y de arena. A este respecto, María Zambrano anota para su proyecto de libro sobre el exilio, nunca realizado y que debía llevar como título Desde el exilio, lo siguiente: «El exilio es el lugar privilegiado para que la patria se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla».14 Pero la patria a la que se refiere Zambrano no es la geográfica, la España hundida por la ignominia, sino aquella otra que cada exiliado salva dentro de sí, lanzándola más allá de ella, libre de confín y ampliada justo por el lado que se desplomó. La ciudad nueva que funda Antígona es la de las hermanas y los hermanos, la ciudad del andrógino que no ha de buscarse con premeditación, sino que se encuentra, como los claros del bosque.

Para finalizar este primer acercamiento, queda añadir el elemento proléptico que tiene toda la conceptualización de un nuevo mundo en tiempos oscuros. Sin duda, se trata de una fundación oracular, casi una promesa y, como toda promesa, es siempre futura, aunque empiece a consumirse en el preciso instante en el que un lenguaje visionario la soltó al aire. La urgencia de hacerse un mundo en el hueco del exilio es, para Hannah Arendt y para María Zambrano, una vindicación de un presente activo, en vías de cumplirse, el resultado de vivir apurando hasta el final el tiempo de la contemporaneidad de lo no contemporáneo del que hablaba Ernst Bloch,15 en el que las interferencias de pasado, presente y futuro crean un tejido temporal múltiple y poroso. Se cuenta que cuando le preguntaron al filósofo Anaxágoras por el lugar donde quedaba su Patria, este simplemente señaló al cielo. De seguro que, si a las pensadoras protagonistas de este libro se les hubiese preguntado acerca del camino que llevaba a ese nuevo mundo fundado en el exilio, de igual modo hubiesen apuntado a un punto incierto del horizonte en el que ellas sabían que aguardaban las generaciones futuras, soportando el reflejo ampliado, siempre amoroso, de las que las precedieron. Quizá, con un poco de suerte, apuntasen a nuestro tiempo, el de los setenta millones de exiliados, imprescindibles todos ellos.

I

DOS VIDAS EN CONTRAPUNTO

Una de las primeras experiencias del exilio es un ruido, un desplome, aquel que se produce cuando un cuerpo, en la prisa de la evasión, se da de bruces con un muro que separa dos espacios, no importa si reales o ficticios. En la biografía de Rahel Varnhagen, Arendt apuntó que, en ocasiones, la existencia de un muro solo es demostrable en función de las cabezas incautas que se han estrellado contra él:1 son estas las barreras que se yerguen a cabezazos.

Tras la disrupción sonora, viene el contraste, el segundo choque que llega en forma de una avalancha de lo desconocido que deja al sujeto en un estado embrionario de no entender nada, de no saber nada. Estas violencias del exilio, sin embargo, permiten, en aquellos casos más afortunados, que el sujeto llegue a un estado calificado por Edward Said como «contrapuntístico»;2 es decir, de concordancia armoniosa de la pluralidad y de la heterogeneidad. El carácter contrapuntístico del exiliado le permite amalgamar, dentro del marco de una vida, un sinfín de experiencias, contradictorias a veces, que culminan en la creación de una percepción totalmente nueva y única de la realidad. Podría hablarse de una dialéctica de la violencia por la cual la primera afrenta realizada contra el sujeto se convierte en un contraataque dirigido a la superación y a la destrucción de esas mismas barreras y de aquellos mismos límites, porque, como afirma Said: «Los exiliados cruzan fronteras, rompen barreras de pensamiento y de experiencia».3

Sin duda, Hannah Arendt y María Zambrano son mujeres y pensadoras contrapuntísticas. Toda su obra es arte del contrapunto, de la ardua y consciente tarea de tener que armonizar las disparidades de una época enloquecida hasta llegar a encontrar el despunte del entendimiento. También su escritura es resultado del contrapunteo de un país a otro, de una lengua a otra, de la paciencia, de la espera y de la urgencia por construir el adarve de un método de comprensión de la realidad que las salve del desasosiego de la vida desprovista, entregándoles, a su vez, la clave para descifrar el aparente sinsentido de haberse convertido, sin más, en dos parias de la historia.

También entre ellas surge el contrapunto. Existe entre ambas un contraste de tono fundamental que se hace evidente en la arquitectura de sus obras: Zambrano es filósofa, escribe en castellano y anda tras la realidad suprasensible que encuentra en la lectura de los místicos sufíes y de los de España: santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz y Miguel de Molinos. Arendt, por su parte, es teórica política, escribe en inglés lo que piensa en alemán y se mueve en la laicidad del mundo público construido por la acción conjunta de los seres humanos. Pese a estas diferencias de base, es fácil encontrar las confluencias entre ellas, los contrapuntos, que en realidad son cruces, las cruces del exilio de las que habla Zambrano, que no crean sendas paralelas, sino ejes en torno a los cuales la vida hace palanca para seguir adelante. En febrero de 1939 se cruzan físicamente los caminos de Hannah Arendt y de María Zambrano4 en el exilio, pero antes, mucho antes, habían empezado a entrecruzarse sus vidas.

1. EL VIAJE DE LA INFANCIA

Como exordio de la biografía de estas dos pensadoras podría utilizarse el consabido motivo de la infancia como primera parada, a veces demasiado fugaz, de un viaje que dura toda una vida. Más acertado, sin embargo, resulta concebir la infancia en sí como un viaje iniciático, casi un destierro de una patria prenatal, como dirá Zambrano en «La Cuba secreta», que arranca al individuo de su sueño primitivo y lo va despertando a cada estertor del camino. El final de la infancia es, de este modo, la conclusión de un viaje que nunca es definitivo y que, por ello, puede desandarse con cierta facilidad para regresar al paisaje de la niñez, retenido en la memoria en forma de un olor o de un determinado sabor. En los casos de Arendt y de Zambrano, la travesía de la infancia está formada, a su vez, por otros viajes que, a modo de rompecabezas, componen un mapa de ruta desdibujado por los dardos de una historia disfrazada de destino inexorable.

1.1. A claroscuros

Hannah Arendt nace el 14 de octubre de 19065 en Linden, un suburbio de la ciudad alemana de Hannover, en el seno de una familia judía asimilada, con ideas socialdemócratas y que comparte la creencia en una élite cultivada al estilo de la época dorada de Goethe. De ahí se colige el gran empeño de los padres, Paul Arendt y Martha Cohn, en que su hija reciba la mejor educación humanista posible, llegando a organizarle clases con uno de los rabinos más influyentes de la época, Hermann Vogelstein, líder del movimiento liberal socialdemócrata, aunque ellos mismos no profesaran la religión judía. Lo que de seguro no podían prever es que el rabí Vogelstein se convierta en el primer amor devocional de su hija, quien, en su foro interno, planeaba casarse con él cuando fuese mayor.6 Bien se ve que, desde muy pronto, el sentimiento amoroso surge en Arendt relacionado con el proceso de aprendizaje y con el asombro intelectual que suscita aquel que está situado en un plano mental y espiritual superior. De una u otra forma, Arendt siempre desarrolla un afecto muy especial por sus mentores.

Sin embargo, como sucede también en el caso de Zambrano, es en el hogar donde Arendt recibe la mayor influencia en su formación. Paul Arendt, hombre exigente, de humor tibio e ingeniero de profesión, es, además, un gran amante de la literatura clásica y posee una extensa colección de las insignes obras griegas y latinas que tanta fascinación suscitan en su hija. La biblioteca paterna es, tanto para Arendt como para Zambrano, el lugar del misterio, la entrada clandestina al mundo de los adultos y del rumor de palabras que todavía no se entienden, pero cuyo peso se intuye. En esta biblioteca, Arendt conoce la obra homérica y aprende que, ya entonces, los habitantes de las epopeyas se rebelaban contra la omnipotencia de sus dioses por medio de la oralidad: «No podían defenderse, pero sí enfrentárseles y replicarles hablando».7 Este primer descubrimiento del logos performativo del héroe capaz de convertir en hazaña, en pura acción, sus grandes palabras, resulta esencial en el desarrollo posterior de la teoría política arendtiana. De igual manera, es en esta biblioteca donde Arendt, durante un periodo de enfermedad que la retuvo en cama durante varios meses, aprende latín de forma totalmente autodidacta.

Por su parte, la madre, Martha Cohn, había pasado tres años en París estudiando francés y música, algo nada habitual para una mujer de la época. Los intentos por alentar el gusto musical de su hija se ven muy pronto frustrados, como ella misma anota en el cuaderno «Nuestra niña»,8 en el que lleva un recuento pormenorizado del desarrollo físico de Arendt, así como contados datos anecdóticos sobre su personalidad. El escaso talento musical se neutraliza, en contrapunto, por la precocidad lingüística y matemática de la que da muestras la pequeña, componiendo y descomponiendo complejos juegos de palabras sin apenas esfuerzo. A Martha Cohen, mujer práctica y poco dada a disquisiciones especulativas, le produce una gran satisfacción descubrir en su hija aquella disposición precoz para el razonamiento teórico, como anota en más de un comentario de aquel cuaderno que, con el tiempo, se va convirtiendo en un diario diferido, el relato del Otro que, sin embargo, no puede descifrarse sin la mirada extranjera y voyeur de la madre. Años después, Arendt hará lo mismo con la biografía de Rahel Varnhagen, convirtiendo el proyecto de «hablar de Ella», de la otra, en una excusa para reflexionar sobre sí misma.

No obstante, el rigor y la imparcialidad con los que aparecen registrados los adelantos de Arendt en el cuaderno materno dejan intuir una mirada analítica y despegada, que más se corresponde con la de una institutriz que con la de una mater fons amoris. Prueba de ello es la relación tan tensa que se establece entre madre e hija, obligadas a guardar de continuo una distancia preventiva la una frente a la otra: Martha, en un intento por defenderse del hermetismo y de la indocilidad de una hija que, según va creciendo, se vuelve cada vez más brumosa; Hannah, procurando defenderse de una madre evanescente que huye cuando ella más la necesita. Bien es cierto que la comunicación entre ambas mejora en el exilio, cuando el binomio madre-hija queda en un segundo lugar, cediendo paso a la perentoria realidad de ser ambas desterradas en igualdad de indigencia. Sin embargo, por esta necesidad de retener y de sentir cercana la figura materna, Hannah guardará siempre una foto de ella, incluso en el exilio. A su muerte, en el apartamento de Nueva York se encontró una carpeta, bajo la rúbrica de Recuerdos,9 en la que Arendt guardaba lo más íntimo, aquello totalmente al margen de su labor académica y política: los poemas manuscritos y mecanografiados, fotos de la infancia, partida de nacimiento, contratos de matrimonio y, allí, presente, la foto de la madre.

En 1911, el primer viaje de la infancia llega para Hannah en forma de un regreso al lugar de origen de la familia en la capital prusiana de Königsberg. En la inocencia de los primeros años, Hannah no puede intuir la importancia de morar en el mismo espacio en el que, mucho antes que ella, lo había hecho Immanuel Kant sin sentir jamás la necesidad de cambiar su entorno. Puede que, por simpatía entre conciudadanos, Arendt intente demostrar, más tarde, incluso en su obra póstuma no finalizada, La vida del espíritu, cómo en la tercera crítica kantiana sobre la facultad de juzgar se encuentra, de forma seminal, toda una filosofía política.

Pero este primer viaje, lejos de ser un acontecimiento feliz, llega envuelto de alarma por la enfermedad del padre, quien muere de sífilis dos años más tarde, cuando Hannah cuenta tan solo con 7 años de edad. La época de convalecencia del padre tiene, sin embargo, momentos de distracción y de descubrimiento de una realidad alejada de los rigores de la educación del hogar gracias a la aparición del abuelo, Max Arendt. El comerciante y presidente de la Comunidad Liberal Judía de Königsberg introduce a su nieta en un mundo fantástico de historias y de leyendas que culminan los domingos en el teatro de títeres de la ciudad. Aquella explosión de personajes estrambóticos, quiméricos, liderados por la figura de Kasper —el bobo lúcido germano—, así como el descubrimiento de la fuente creativa inagotable de la imaginación, explican, en gran medida, la debilidad de Arendt por las existencias marginales y fronterizas de la sociedad, así como su reivindicación de una aprehensión alternativa de la realidad que se materializa al ser narrada, ergo inventada. Años más tarde, su gran amiga estadounidense Mary MacCarthy menciona que Arendt fue toda una auténtica «diva del escenario»,10 sin saber, tal vez, que todo empezó una mañana dominical en Königsberg.

La pérdida del padre toma la forma de una sombra, una de las primeras que se posa sobre la vida de Arendt y que le sirve de materia indeleble, junto a las demás que se fueron estableciendo con posterioridad, para componer su único texto autobiográfico, titulado, de forma elocuente, Sombras, en el que mantiene un tono distante, intensificado por el uso de la tercera persona, al igual que hace Zambrano en su autobiografía. Como comentario anecdótico, este mismo texto, que Arendt redacta con apenas 19 años, será leído por Martin Heidegger en abril de 1925.11 A partir de esta época, Martha Cohn deja de pensar que su hija es «un verdadero sol»,12Sonnenkind (niña del sol), y empieza a calificar su carácter de melancólico e impenetrable, con claroscuros. A modo de muestra, en el cuaderno «Nuestra niña» anota que Hannah no suelta ni una lágrima en el funeral del padre, haciendo alarde de una inusitada frialdad. Por el contrario, parece que a la pequeña le molestan las efusivas expresiones de dolor de los demás asistentes, alegando que no hace falta regocijarse en pensamientos tristes. Pero cuando lo hace, cuando finalmente llora, no es por el padre muerto, sino por la belleza de la música que suena en el funeral. Resulta imposible saber con certeza si, en realidad, Hannah intentó proyectar la pena del duelo en un pretendido arrobamiento musical. Puede que en su cabeza resonaran todavía las enigmáticas palabras del kadish fúnebre hebreo: «No te quejes de que te arrebaten algo que te fue concedido, pero que no poseías. Has hecho mal si pensabas que lo poseías, si has olvidado que te fue concedido». O, tal vez, en aquel primer encuentro tan cercano con el final irrevocable empieza a vislumbrar que hay algo que sobrepasaba a la muerte y que queda ahí, inalterable y enérgico, cuando la vida se extingue.

Sea como fuese, lo cierto es que, por aquel entonces, todos aquellos que conocen a Arendt, incluso ella misma, ya han notado que no es como el resto, sino que su sensibilidad encrespada y su agilidad mental la mantienen al margen de los de su edad. Los demás niños no pueden sino mirar con recelo y cierta fascinación a aquella que, siendo físicamente como ellos —tal vez un poco menos rolliza y de aspecto más enfermizo—, no solo «lo había leído todo»,13 sino que también puede recitarlo de memoria. Prueba de que esta convicción de «ser diferente» le acompaña toda la vida es la confesión que el nueve de febrero de 1950 escribe a Heidegger: «Me siento como lo único que he sido siempre, la muchacha extranjera».14 La misma certeza de ser diferente y de poseer una naturaleza exógena, de rara avis, puede encontrarse en la autobiografía de Zambrano, quien no duda en definirse en los siguientes términos: «Extraña como un pájaro que llegara de paso, por solo un momento y con un mensaje quizá».15 La sensación de no pertenencia y de desubicación que comparten las dos pensadoras es el punto de partida en la conceptualización de un pensamiento singular, liminal y gestado al margen de cualquier escuela filosófica imperante. Pero el hecho de que tanto María Zambrano como Hannah Arendt —la una como filósofa y la otra como teórica política— naden a contracorriente no se debe a un prurito de originalidad, como bien explica Arendt en la entrevista que tiene lugar en Toronto en el mes de noviembre de 1972, sino que, según sus palabras: «Simplemente se ha dado así»,16 ya que ninguna de ellas acaba de encajar del todo en ningún lado.

El segundo viaje de la infancia de Arendt cobra, de nuevo, la forma de una amenaza. Es casi un conato del exilio definitivo que vendrá tiempo después. Con el estallido de la guerra de 1914, Martha Cohn, muy involucrada en la cuestión política liberal y seguidora del grupo de Rosa Luxemburgo,17 decide trasladarse de Königsberg a Berlín, donde reside su hermana y donde Hannah, muy a su pesar, ingresa en el liceo femenino de Charlottenburg. No obstante, la permanencia en Berlín es breve y las dos mujeres retornan tres meses después a la capital prusiana para que Hannah continúe estudiando en el colegio femenino Luisenschule. En esta institución sobresale durante dos años consecutivos entre las mejores estudiantes de su curso, a pesar de las numerosas faltas de asistencia por motivos de salud y por la incapacidad de lidiar, durante seis días seguidos, con las estrictas y, a menudo, absurdas reglas escolares.

La fuerte personalidad de Hannah y su inquebrantable sentido de la justicia empiezan ya a consolidarse, como lo demuestra el hecho de que, con tan solo 15 años, consiguiese organizar su primer acto político: un boicot estudiantil contra una de las profesoras del colegio que había tenido la osadía de proferir un comentario inoportuno contra ella. Como todo acto político eficaz, este acarrea consecuencias y Hannah es suspendida del colegio, no pudiendo acabar el curso escolar con sus compañeros. Este ejercicio de rebelión contra un abuso de autoridad dirigido hacia su persona es el resultado de seguir a pies juntillas la consigna materna de jamás aceptar ningún tipo de comentario denigrante, sobre todo si se encuentra en relación con su condición judía. A este respecto, Arendt comenta que, aunque en el seno familiar no se prestaba especial importancia al origen judío, frente al mundo exterior se exigía el mayor de los respetos, de tal forma que su madre no hubiese dudado en abofetearla de arriba abajo de haberse enterado de que ella, en alguna ocasión, renegaba de ser judía:

Cuando, por ejemplo, alguno de mis profesores hacía comentarios antisemitas —generalmente no contra mí, sino contra otras compañeras judías, en particular judías del Este—, yo tenía instrucciones de levantarme de inmediato, abandonar la clase, irme a casa e informar exactamente de lo ocurrido. Mi madre entonces escribía una de sus muchas cartas, y para mí el asunto había concluido: un día sin colegio, lo cual era estupendo.18

Por ello, tal vez, por haber hecho lo correcto al defenderse, el castigo de la suspensión escolar se convierte en un golpe de suerte —quién sabe si planeado de antemano por la instigadora—, y, por mediación de la madre, Hannah participa de oyente en los cursos de Teología de Romano Guardini en la Universidad de Berlín. Este podría considerarse el último viaje de la infancia que va de Königsberg a Berlín y que se plantea a modo de tránsito iniciático que desgaja a la joven Arendt del espacio conocido para colocarla, frente a frente, con las grandes teorías y con los eminentes pensadores que, a partir de entonces, ya no la abandonarán en ninguno de sus futuros viajes del exilio, sino que, camuflados, irán a salvo en su memoria. En este viaje intelectual, Arendt se dedica también a estudiar griego y, a su regreso provisional a Königsberg en 1924, prepara de forma libre el examen de acceso a la universidad, aprobándolo con éxito.

Bien se ve que, en los sucesivos viajes de la infancia, Arendt se va curvando de sombras, de desapariciones y de pequeñas traiciones que ya para siempre la persiguen como fantasmas incómodos allá donde va. Una de las últimas sombras de esta primera época es la de Clara Beerwald, su hermanastra tras el segundo matrimonio de Martha Cohn con el comerciante Martin Beerwald. Este matrimonio se concierta con fines totalmente utilitarios, ya que ambos viudos necesitan del otro para sacar adelante a sus respectivos hijos. En este sentido, Martha Cohn busca una estabilidad económica que permita financiar la educación de Hannah y, por su parte, Martin Beerwald requiere una madre para sus dos hijas adolescentes. Una muestra muy elocuente es que, cuando Arendt tiene que exiliarse, la madre no duda un instante en seguirla, abandonando con ello a su nuevo marido. Lo cierto es que Hannah no llega nunca a simpatizar con su padrastro, aunque sí que desarrolla una complicidad, casi intimidad sororal, con la hija mayor de este, la cual, además de poseer el talento musical que a ella siempre le faltó, goza de una gran inteligencia, aunque no de una belleza física, haciendo más que evidente las concordancias entre ella y Rahel Varnhagen. Pero Clara comparte también con la propia Arendt una especial sensibilidad estética y aquella debilidad melancólica que, por momentos, lo ensombrece todo. Resulta sugerente en extremo la relación especular que se establece entre el personaje de Rahel y las hermanastras y que encuentra su analogía en el triángulo formado por las hermanas Zambrano y la figura de Antígona. En 1932, Clara Beerwald, enferma de amor —como también lo estará Araceli Zambrano hasta el final de sus días—, se quita la vida a consecuencia de una relación sentimental frustrada con el mismo psicoanalista que le había diagnosticado esquizofrenia.19 Araceli, por el contrario, no se suicida, sino que apura su delirio acompañada, en todo momento, por la hermana lazarillo.

1.2. El nacimiento de Perséfone

Dos años antes que Arendt nace María Zambrano, en el mes de Perséfone, el 22 de abril de 1904. Casi el mismo día, pero siete años más tarde, el 21 de abril de 1911, nace su hermana Araceli, quien, según María Zambrano, es el mejor regalo que le hicieron sus padres, y con quien mantiene una fidelidad fraternal, sobre todo desde 1946 hasta 1972, año en el que Araceli fallece. Esta coincidencia en los días de nacimiento, que a primera vista puede parecer anecdótica, llega para Zambrano bajo el envoltorio de un mensaje cifrado, de un indicio que, según se fue desenvolviendo la vida, deja al descubierto lo que el destino había dispuesto para ellas. Como Perséfone, ellas, las hermanas Zambrano, forman parte de una cadena de doncellas sacrificadas, enmuradas —como la misma Antígona—, cuya tarea consiste en bajar a los ínferos de la Historia para rescatar una flor, la única imperecedera, y traerla a la superficie para que funja de linterna. Por esta conciencia, engendrada ya en la misma infancia, de tener que llevar a cabo una hazaña trascendental, Zambrano anota en su autobiografía que, de pequeña, una acerba melancolía le arrebataba el ánimo, haciéndola llorar y tiñendo de reproches todo lo amable que la vida le ponía delante: el cariño de sus padres, la casa cálida y confortable, la ropa limpia que olía a nuevo, etc. Le parecía que, entreteniéndose con aquellos parabienes, estaba siendo infiel a su verdadera vocación de chivo expiatorio: Perséfone viviendo siempre en la nostalgia de otro lugar más encantado.20

Pero antes del descenso a los infiernos, Zambrano viene al mundo en Vélez-Málaga, rodeada de limoneros y de esa luz vibrante y cálida, con olor a albahaca recién cortada, que tantas veces será recordada en los escritos del exilio. Nacer supone, para la pensadora, un acontecimiento vinculado a lo sagrado, el resultado de un Dios soñando con una criatura que, al surgir, llevará a cumplimiento la razón de todo el Universo. La gran tragedia humana proviene, entonces, de la imposibilidad de ese recién nacido de recordar el delirio divino por el que ha sido arrojado al mundo. De ahí que el niño, para Zambrano, sea un habitante de otro mundo, de un otro idioma, perplejo lúcido viviendo siempre, también él, de la nostalgia de ese ensueño primero del demiurgo. Por ello, por ser el lugar de nacimiento, Vélez-Málaga pasa a convertirse en el centro sagrado al que retorna con la memoria, una y otra vez, en su ritual purificador del exilio. Aunque solo vive en el municipio malagueño cuatro años, Zambrano hace de él el escenario por excelencia de la preconsciencia, apareciendo y desapareciendo como revelación en los distintos países impuestos de su periplo. Cuba, por ejemplo, huele a los cítricos de Vélez-Málaga y se enluce con la misma claridad de allá, pero que, en el decir insular de Lezama Lima, resulta, además, estelar y telúrica. Tal es la importancia de este primer lugar del nacimiento biológico que, por deseo expreso de Zambrano, sus restos descansan allí, debajo de un naranjo, en una tumba custodiada por gatos guardianes que, fieros de orfandad, empiezan a aullar a la hora del crepúsculo. Y aquí, en la misma tierra, nacimiento y muerte, dos formas de tránsito, «los instantes del proceso vital más prometedores»,21 encuentran su pacífica coalescencia.

Los padres de María Zambrano también, como en el caso de Arendt, pertenecen a una clase media ilustrada e involucrada activamente en la vida intelectual y política de la época. El padre, Blas José Zambrano y García de Carabante, es catedrático de Gramática castellana, además de un brillante intelectual, redactor jefe del periódico La tierra de Segovia y fundador de la revista Castilla, medios en los que, además, publica numerosos artículos relacionados con la importancia de la educación para transformar el panorama cultural del país. Digna de mención es también su contribución a la creación de la Universidad Popular de Segovia. Este afán por llevar a cabo una renovación completa del sistema educativo, en virtud de un amor a la tierra, será incorporado, de forma muy personal, en la filosofía de Zambrano, tan empeñada en liberar a España de su historia apócrifa mediante el ejercicio de un pensamiento amalgamador y superador de la arenga insufrible de vencedores y de vencidos.

De la figura del padre en aquellos primeros años Zambrano recuerda la altura a la que la transportaban sus abrazos: «Y en aquellos viajes del suelo a tan alto, debió de aprender también la distancia, y el estar arriba, ver el suelo desde arriba, mirar desde lo alto».22 El padre es, pues, el educador de la mirada, de la contemplación verdadera, tan filosófica, que separa al sujeto del objeto para buscar la verdad, porque en los brazos paternos todo está permitido; todo menos la mentira y el engaño. La admiración, rayana en devoción, que Zambrano siente por aquel hombre de rostro serio, que la hace temblar pero que, enseguida le envía una sonrisa, se colige de la confesión autobiográfica en la que afirma que ella nació del sueño del padre, emulando, así, el nacimiento partenogenético de Atenea —la hija perfecta, la sabia virgen—, de la cabeza de Zeus. Muy interesante al respecto es que también Antígona, en la relectura zambraniana del mito, es fruto del pensamiento de Edipo.23

Por su parte, la madre, Araceli Alarcón Delgado, ejerce de maestra de escuela y representa el lado costumbrista, religioso y pragmático de la familia. Zambrano incorpora en su obra el respeto por la tradición y la importancia de rescatar el saber ancestral aprendidos de la madre, quien, durante su estancia en Segovia, se dedica con gran pasión a recuperar los bordados populares castellanos de los siglos XV y XVI que andaban en el olvido.24 Para homenajear este afán materno por rememorar, Zambrano presenta a su heterónima Antígona como la bordadora, la araña que extrae de sus propias entrañas la seda con la que confeccionar la tumba-telar de la que no ha de salir hasta tejer la última hebra suelta. En «El personaje autor: Antígona», Zambrano explica que su protagonista puede ser representada llevando un hilo entre las manos,25 haciendo, así, que el mito de la doncella tebana coincida con el de Ariadna y su ovillo mágico. También, hilvanando con la teoría arendtiana, Antígona es la garante no solo de que el hilo de la tradición no se rompa, sino también de que permanezca inquebrantable, de rueca en rueca, pasando de unas generaciones a otras.

El primer viaje de la infancia acontece en 1908, cuando María Zambrano apenas tiene 4 años y la familia se traslada de Vélez-Málaga a Madrid por motivos laborales. Zambrano asegura que, de alguna forma, ella heredó el exilio de sus padres en Castilla, los primeros de la familia que vivieron «lejos de la tierra y sin tierra propia».26 El precoz contacto con la capital muestra a María el lado menos amable de la realidad y la conciencia prematura de que otro tipo de existencia, remota a la suya, es posible, en la que la miseria, el dolor y el frío escamotean todo amago de felicidad:

Tendría que comer, a mediodía un plato de sopa y lo más peor: un trozo de carne, tendría que hacerse mil veces la lazada de las cintas de los zapatos, y pasar delante de aquella niña hambrienta a la que no podía traer a su casa y a la tarde jugar con «ellas» en medio de un aire frío que corría, aburrido él también por la Plaza de Oriente o en la de la Armería, aplastada por la piedra gris de aquel Palacio impenetrable y árido.27

Madrid representa, pues, el contrapunto de la luminosidad de Vélez-Málaga, y de ahí que sea entre el tumulto de esta ciudad gélida donde Zambrano se vuelve nocturna, prefiriendo las horas oscuras en las que es posible escaparse de la violencia de estar «presente, visible, juzgada por todos». También de mayor seguirá buscando la interioridad de la noche, aunque tan solo en espera de aquella primera luz de la aurora que la surca en dos, desgarrando sin aviso cualquier tiniebla.

El segundo y fundamental viaje de la infancia tiene lugar tan solo un año después, con motivo del nombramiento del padre como catedrático de la Escuela Normal de Segovia. Por ello, de 1909 a 1924, en esta primera época de aprendizaje, la familia vive en una de las ciudades más decisivas, por ser el lugar en el que la pequeña María encuentra la palabra. Como apunta Mercedes Gómez Blesa28 en la introducción de la obra La tumba de Antígona, Segovia representa para Zambrano el descubrimiento de tres tipos de palabras distintas y que, sin embargo, en el paisaje de la infancia aciertan el contrapunto: la filosófica de parte del padre, la poética del lado de Antonio Machado y la mística de san Juan de la Cruz. De este último descubrimiento tiene la culpa, o el acierto, la criada analfabeta de la familia, la Gregoria, que en peregrinaje le enseña el sepulcro y los lugares por los que había transitado el santo en vida. De forma análoga, también en la infancia de Arendt se cuela la figura anónima del ama Ada,29 encargada de introducir los misterios del cristianismo en la educación formal de la pequeña, influyendo, de seguro, en la decisión posterior de Arendt de estudiar Teología.

Como se ve, el desvelamiento del misterio llega, tanto en Arendt como en Zambrano, de la mano del ama, del ser intermedio capaz de introducir un saber más primitivo, lactante, la primera palabra de la que habla Dante Alighieri y que se succiona directamente del pecho, de forma natural, casi fisiológica, pasando a constituir la locución más veraz que aparecerá, más o menos encubierta, en todos los discursos posteriores. La palabra reverberante y taumatúrgica del ama se deja oír en varios de los textos de Zambrano, viniendo siempre del otro lado, del lugar desocupado del pasado y al que solo se puede regresar vadeando la distancia de la memoria. Con el punzón de esta misma palabra, Zambrano vuelve a Segovia desde el exilio, sube a sus peñas, pasea por los valles horadados por el río Eresma, se demora en los templos, en el pétreo Alcázar, hasta perderse en el convento de san Juan de la Cruz con su huerto cerrado, la ermita que fuera la habitación del santo, la cueva «donde debió pasar más de una noche, más allá del sueño y la vigilia»30 y, finalmente, se hunde en la fuente cristalina para ver si, con suerte, asoma el amado rostro.

Pero si Segovia es el lugar del descubrimiento, también es la tierra del presagio en el que a Zambrano se le anuncia por señales, aún demasiado tiernas para ser reconocibles, en qué va convertirse su vida de adulta. Muy esclarecedor al respecto es el relato que introduce Zambrano en su autobiografía, donde explica cómo, al llegar a la isla de Puerto Rico, y al encontrarse con las hileras de flamboyanes que florecen a lo largo de la carretera, recuerda el jardín, medio abandonado y misterioso, en el que tantas veces había jugado en su infancia segoviana y «donde tímidamente lucía un flamboyán que rompía en flores rojas, de un rojo anaranjado».31 Así, el árbol rojo prodigioso de la infancia cumple una misión tanto en el pasado retornado como en el presente evocador. No puede ser por casualidad que aquel flamboyán fuese traído por el señor de la Pezuela, conde de Cheste, último Gobernador español de la isla de Puerto Rico y traductor de la Divina comedia, al jardín donde María Zambrano juega de niña. Sin embargo, el telos de la epifanía de la isla en forma de un flamboyán solo cobra su sentido, e importancia, en el tiempo del exilio en el que los signos se vuelven semillas germinantes y las claves pierden su hermetismo para recobrar la función primera de llave: el jardín secreto, el tiempo de la infancia tan unido a lo sagrado, el árbol de flores color sangre que evoca el madero de la cruz púrpura del sacrificado y el viaje-exilio de Dante. La anamnesis del exilio devuelve a Zambrano, mediante el olfato y la vista, un momento placentero del tiempo pasado de la infancia y la remonta sensorialmente a él. Pero podría haber ocurrido de otra manera: María Zambrano, todavía niña, contemplando en su jardín segoviano aquel árbol de hojas abiertas y presintiendo que volvería a verlo, con la misma intensidad, pero en otro tiempo y en otras tierras. De esta manera, la experiencia del déjà-vécunohace sino reforzar la sensación de una pertenencia ancestral, secreta y primitiva, que une a esa nueva tierra del exilio con aquella otra originaria a la que se habrá de regresar algún día.

En Segovia, María cursa los estudios de bachillerato en el Instituto Nacional de Segovia, donde solo ella y otra muchacha asisten a las clases entre decenas de jóvenes varones. Alumna excepcional como Arendt, demuestra desde muy pronto un talento innato para la literatura y para la labor discursiva. También como en el caso de Arendt, su infancia está marcada por el sello de la enfermedad y por periodos largos de convalecencia que refuerzan su faceta autodidacta. Con apenas 4 años sufre un colapso de varias horas durante las cuales se le da por muerta. Más tarde, en 1929, siendo ya estudiante de Filosofía, un episodio semejante vuelve a suceder, haciéndole guardar cama durante casi un año entero, enferma de tuberculosis. A este respecto, no deja de ser más que curioso el hecho de que también Hannah Arendt, tras un accidente de coche en 1962, quede varios días en estado de coma.32 La pregunta que se plantea es si estos enterramientos prematuros, al estilo de Edgar Allan Poe, dejan en ellas el regusto de una muerte que no es definitiva y de una vida permanentemente al acecho de esa oportunidad, ni la primera ni la última, para renacerse. Zambrano se salva de esas dos muertes, pero se lleva de ellas una apariencia traslúcida, breve, como una exigua centella que, de tanto prodigarse en la penumbra, se hubiese agotado antes de tiempo. Tal y como la describe su amigo Octavio Paz, sorprende la escasez de su físico con la profusión de su pensamiento y con el ardor de su palabra:

María era muy blanca y de pelo negro; ojos vivos, a veces velados por una sombra de melancolía y, en los labios, una sonrisa apenas. Ademanes corteses, la voz suave y bien templada. Una voz que venía de lejos.33

No podría acabarse el viaje de la infancia sin demorar en el acontecimiento decisivo que desgarra para siempre la inocencia primera, dejando abierto un capítulo que nunca llega a finalizarse al completo, sino que se queda en la espera, en el cómo hubiese sido todo de haber ocurrido de otra forma. Porque si la precocidad de Zambrano para el aprendizaje teórico es digna de mención, no lo es menos la agilidad con la que el amor se precipita en su vida. En 1917, niña todavía, adolescente apenas, le alcanza de pleno «una flecha sin blanco»,34 que así es como Federico García Lorca llama a su amigo Miguel Pizarro, primo carnal de Zambrano y recién licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada. El primo, llegado del Sur, oliendo a los perfumes que ella lleva grabados en la memoria y hablando con una palabra cimbreante, tan diferente al estoico timbre castellano de Segovia, es, para Zambrano, toda una revelación, como confiesa en una carta dirigida a su amigo Jorge Guillén, desde el exilio romano, con motivo de la noticia del fallecimiento de Pizarro, también este, habitante de otro exilio:

Cuando lo conocí yo era una niña y él, un joven brillante y lleno de cualidades que yo admiraba, y él me llevó al mundo de la poesía y de la belleza. Mi padre me había llevado siempre por el camino de la Filosofía. Yo he buscado la unidad, la fuente escondida de donde salen las dos, pues a ninguna he podido renunciar.35

En efecto, Pizarro funge de hierofante experimentado que, ora le descubre las dulzuras del querer, ora los versos de Lorca o la filosofía de Nietzsche. En 1921, sin embargo, Blas Zambrano muestra su desavenencia frente a una relación que él considera incestuosa y prohíbe que los jóvenes vuelvan a verse. Miguel Pizarro, ante la negativa del padre de concederle la mano de María, huye en exilio voluntario al lugar más lejano de por aquel entonces: a Japón. Las cartas van llegando durante los once años de separación, también los encuentros y los desencuentros, hasta que, cada uno por su lado, termina casándose con otras parejas. Pero el recuerdo del iniciador nunca se difumina del todo en Zambrano. Bajo diversas formas, la más elocuente como el hermano amado de Antígona, va apareciendo en su obra, contribuyendo a la creación del prototipo de la ciudad ideal, la ciudad de los hermanos donde no habrá ni hijos ni padres ni primos y en la que se cumplirá aquello que Judith Butler constata como una necesidad de reformulación de los términos hegemónicos de parentesco,36 origen de todas las guerras. En esta ciudad, además, el amor no tendrá títulos ni calificativos, sino que será único y universal:

Y hasta aquel hermano que no se quiso quedar en la casa, huyendo del Padre, sí, lo supe aunque no me lo dijo, se fue, y sus misivas no decían nada, me tenía presente, eso sí, y no quería a lo mejor que yo siguiera así, que me casara, eso quería el hermano, y no que me fuera a un convento.37

2. LA VIDA A QUEMARROPA

Intentar analizar la obra de un autor fuera del contexto de toda una época es una tentación que, en algunos casos, prueba pronto su inviabilidad por los indisolubles amarres a los que ciertas existencias se van sosteniendo en su pasar por la historia. Arendt y Zambrano son hijas de su tiempo, de un tiempo saturnino que no cede a la tentación de exponerlas a la corriente de la vida, con toda la vehemencia de los acontecimientos, para ver si sucumben o si, por el contario, se mantienen a flote. No puede obviarse, por lo tanto, que ambas sobreviven a dos guerras mundiales, empapándose del ritmo vertiginoso de una época inestable y en penumbra, aunque brillante de los fanales estridentes del expresionismo. Una época también de ruptura, de pensamiento fértil y renovador que busca suspender el prejuicio y educar la mirada para acercarse a la realidad sin agresiones, tal y como esta quiera donarse. Pero la historia a veces tiembla, derramando toda su inmundicia, y se pasa pronto de la fenomenología trascendental de Husserl a una filosofía de la insatisfacción y del absurdo que dejan al sujeto ante el dilema de tener que decidirse a cada instante en la insignificancia de su existencia. Entre medias, ellas, Arendt y Zambrano, dos jóvenes dispuestas a ser y a estar, hasta las últimas consecuencias, en aquel mundo que se desploma. La vida a quemarropa, la vida incendiándolas, ellas consumiendo apasionadamente la realidad de su tiempo, aunque intuyendo que está a punto de extinguirse antes sus ojos.

En los siguientes versos compuestos por Arendt antes del exilio se patentiza la sensación de desmoronamiento progresivo de lo circundante y la férrea voluntad de no dejarse sucumbir, sino de ser testigo espantado, como el ángel de la historia de Walter Benjamin:

Todo se hunde.

El crepúsculo se cierne.

Nada puede someterme:

así viene a ser el curso de la vida.38

El rostro girado hacia atrás, pero el torso recto, el paso firme hacia adelante y los ojos fuera de su órbita para verlo todo y para verlo mejor. En esa postura se las puede ver a ambas paseando por entre los escombros del sueño de la civilización. En este gesto que, en realidad, representa pare ellas la única forma «decente» de estar en el mundo, manteniendo una conciencia lúcida y apasionada.

2.1. La república de los amigos

Si la infancia de Hannah Arendt está marcada por la ausencia del padre y la presencia, no siempre amable, de la madre, los protagonistas de la adolescencia y de la juventud son, sin duda, los amigos con los que forma una verdadera república del espíritu. Una de estas primeras «mejores amigas» es Anne Mendelssohn, descendiente del compositor Felix Mendelssohn y nieta de Moses Mendelssohn, líder del movimiento judío de emancipación social y cultural. Con Anne intercambia confesiones, novios y, sobre todo, ideas, pues ella es quien le presenta en una edición inédita los textos de Rahel Varnhagen con los que, posteriormente, Arendt conformará su abstracta biografía sobre la salonnière del Romanticismo. Si se considera la intimidad a la que llegan la autora y el personaje de Rahel en el trabajo de la confección de una biografía «a la medida» —sin importar demasiado a la medida de quién, si de Rahel o de Arendt—, no parece extraña la confesión que Arendt hace en 1936 a Heinrich Blücher, su segundo esposo, aduciendo que su verdadera mejor amiga había sido, sin duda, Rahel, pese al insignificante detalle de que «la mejor amiga»39 llevara más de cien años muerta. Pero, sin duda, la amistad para Arendt es un acontecimiento transhistórico que une a vivos y muertos en un diálogo ininterrumpido.

Después de Anne vienen otros, incontables, muchos de ellos también habitantes del exilio: Hans Jonas, Gershom Scholem, Walter Benjamin, Karl Blumenfeld, Hermann Broch, Uwe Johnson, Mary McCarthy, Alfred Kazin y muchos más, todos ellos aptos incitadores de la actividad discursiva. Con Aristóteles, la amistad, philia, es para Arendt la virtud más necesaria de la vida ya que, en efecto, nadie querría vivir sin amigos con los que poder hablar, intercambiar ideas, puntos de vista y llegar a acuerdos que conciernen a la pluralidad. De hecho, en Hombres en tiempos de oscuridad,40 la politóloga no duda en señalar que el mundo solo se vuelve realmente humano cuando dos o más personas se reúnen para hablar de él; es decir, cuando se convierte en objeto de conversación y de reflexión de una comunidad de personas unidas por un mismo interés. En este sentido, la amistad ocupa en el pensamiento de Arendt un rango especial por tratarse de un afecto político que permite la pluralidad y su manifestación pública en el espacio abierto. A diferencia del amor, la amistad se enriquece al mostrarse y, por ello, Arendt demuestra con prodigalidad, allá donde va, la fidelidad a sus amigos. La declaración más elocuente a este respecto la hace Hans Jonas en el funeral de la politóloga, el 8 de diciembre de 1975, tras cincuenta años de amistad compartida, explicando que el mundo se había convertido en un lugar más frío al perder la calidez de tal «genio de la amistad».41 Y, como no puede ser de otra forma, Arendt muere rodeada de los amigos, en su apartamento de Nueva York, que, como el salón de Rahel, se abría en numerosas ocasiones para el encuentro con la constelación de pares que siempre tuvo a su alrededor. Legendarias son sus fiestas de Nochevieja, sus «cenas con Spaghetti»42 y sus Scheherazaderien en las que el diálogo fructífero hasta alta horas de la noche permite, a ráfagas, la comprensión conjunta del mundo.

En torno a los años universitarios, de 1924 a 1929, Arendt se dedica a los estudios de Filosofía, Teología Protestante y Filología Clásica, mientras presencia la llegada de los amigos de la juventud, vibrantes y ávidos de conocimiento como ella, que han llegado a Marburgo siguiendo un rumor, que va de boca en boca, y que habla de dos profesores, como dos daimones, que están dispuestos a revolucionar el pensamiento filosófico, tirando por tierra el castillo de la Metafísica. También llega el rumor a Arendt y también ella cae en la tentación de acudir, trémula, hacia el descubrimiento impactante de aquel «rey secreto en el reino del pensamiento».43

El encuentro con Martin Heidegger se considera entre los alumnos universitarios un «suceso elemental»44